Takako Chigusa (la estudiante número 13) asomó la cabeza desde el interior del tronco hueco de un árbol. Se encontraba en un lugar a media altura de la cara oriental de las montañas situadas al sur de la isla. Según el mapa, estaba en algún lugar cerca de los límites entre el sector H-4 y el sector H-5. Se encontraba en un bosque lleno de árboles que iban escaseando poco a poco a medida que se ascendía la montaña.
Takako se aferró a su arma, un picador de hielo, y miró hacia abajo.
La casa en la que había estado oculta ya no se encontraba a la vista: los árboles la ocultaban. Estaba arruinada y deshabitada, e invadida por la maleza, y parecía que había sido abandonada incluso mucho antes de que se ordenara la evacuación de la isla. Le pareció haber visto que había como una especie de gallinero junto al edificio principal. Ahora ya ni siquiera podía ver la hojalata oxidada del techo. ¿Se había alejado mucho? ¿Doscientos metros? ¿Cien? Takako era la mejor velocista del equipo femenino de atletismo (ostentaba la segunda mejor marca de todos los institutos de la prefectura en los doscientos metros), así que calculaba bastante bien las distancias. Pero ahora no estaba muy segura, principalmente debido a las ondulaciones del terreno y los arbustos, por no mencionar la tensión a la que estaba sometida.
Después de desayunar aquel pan asqueroso y un poco de agua, Takako decidió esperar hasta la una del mediodía para abandonar la casa. Desde el inicio del juego había estado oyendo lo que le parecieron como disparos, así que había permanecido escondida en un rincón de aquella casa abandonada. Pero luego pensó que permanecer encerrada no le haría ningún bien. Tenía que unirse a alguien y encontrar a algún amigo en el que pudiera confiar, y por eso había salido.
Naturalmente, era posible que los amigos en los que ella confiaba no lo hicieran en ella. Pero…
Takako era una chica muy guapa. Sus ojos rasgados hacia arriba le daban un aspecto un poco felino, pero combinaban muy bien con su barbilla afilada, una boca bien delineada y una nariz bonita, todo lo cual le confería un aspecto aristocrático. Llevaba el pelo largo, con mechones decolorados en naranja que podían resultar un tanto extraños al principio, pero con su joyería —formada por distintos pendientes (dos en la oreja izquierda, uno en la derecha), varios anillos de marca en los dedos corazón y anular de la mano izquierda, un total de cinco pulseras en las muñecas y un colgante hecho con una moneda extranjera—, conseguía ofrecer un aspecto que resultaba extremadamente atractivo. En realidad, sus profesores no aprobaban lo del pelo y aquella ostentación de joyería, pero como sacaba buenas notas y era la velocista estrella del equipo de atletismo, nunca la criticaban directamente. Por otra parte, Takako era muy orgullosa. Nunca iba a consentir que las estúpidas reglas de la escuela la tuvieran sometida, como a otras compañeras.
Bien fuera por culpa de su belleza —desafortunadamente— o por su orgullo, o porque simplemente era muy tímida, Takako no había conseguido tener buenos amigos en su clase. Su mejor amiga era Kahoru Kitazawa, a quien conocía desde primaria, pero ahora estaba en otra clase. Pero había alguien en su clase en quien Takako confiaba. No era una chica, sin embargo. Se conocían desde que eran críos.
Y con él en mente, no podía evitar estar preocupada.
Cuando le correspondió salir de la escuela, Takako pensó que alguien que hubiera salido antes que ella podía regresar con el fin de agredir a los que fueran saliendo. En ese caso, tendría que salir con extrema precaución. Y era mejor abandonar la escuela desbaratando las expectativas del agresor.
Cuando cubrió toda la distancia del pasillo, miró por una ranura de la puerta de salida, y, una vez fuera, permaneció pegada al muro de la escuela. Entonces la estrella de atletismo dejó que sus poderosas piernas cumplieran con su obligación. Ni siquiera había pensado en ello. Corrió veloz calle abajo hasta un grupo de casas y se adentró por un estrecho callejón. Luego corrió todo lo que pudo hasta la base de las montañas del sur. Toda su energía se concentró en alejarse de la escuela y encontrar algún lugar donde ocultarse.
Pero…
¿Y si había alguien en los bosques o en la colina, enfrente de la escuela, alguien que no tuviera intención de atacarla? En otras palabras, ¿y si el que había salido antes que ella se había escondido en los bosques o en la montaña y estaba esperándola? A lo mejor había perdido una gran oportunidad por salir corriendo de allí a toda velocidad.
No.
No lo creía. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Cualquiera que se quedara rondando la escuela estaba exponiéndose a perder la vida. Se conocían desde que eran unos críos… pero eso era todo. Habían continuado siendo buenos amigos durante todos aquellos años. Pensaba que era presuntuoso por su parte esperar que él… Hiroki Sugimura (el estudiante número 11), arriesgara su vida por esperarla.
Ahora lo importante era encontrar a alguien. Encontrar a Hiroki Sugimura sería ideal, pero sabía que eso era demasiado optimista. Se conformaría con dar con la delegada del curso, Yukie Utsumi, o alguna chica de ese tipo. Mientras tuviera cuidado de que no la agredieran nada más verla, intentaría tranquilizarlas. Y si ya estaban tranquilas, eso sería incluso mejor, aunque la idea de que alguien hubiera podido conservar la calma en aquellas circunstancias era también un tanto aterradora. Encontrar a ese alguien: eso era todo lo que podía hacer por el momento.
La única cosa que sabía que no tenía que hacer era levantar la voz. Tenía pruebas de ello. Desde la casa abandonada había podido ver cómo Yumiko y Yukiko caían muertas en la cima de la colina del norte.
Así que Takako decidió salir de aquella choza abandonada donde se escondía y subir a la cumbre de la montaña del sur. Una vez que estuviera allí, descendería la ladera rodeando la montaña y buscaría a alguien que se ocultara entre los arbustos. Podía ir tirando piedras a los arbustos, que era lo que había estado haciendo desde que abandonara la cabaña. Si encontraba a alguien y descubría quién era, entonces podría decidir si acercarse o no a dicha persona. Poco antes, Sakamochi había anunciado que alrededor de la montaña sur se convertiría en zona prohibida a las tres de la tarde, pero si no se topaba con algún problema imprevisto, estaría en disposición de recorrer toda la zona antes de esa hora. Además, si había alguien por allí en aquel momento, tendría que salir antes de las tres. Tendría más posibilidades de localizar a alguien cuando se produjeran esos movimientos.
Takako comprobó su reloj: era la una y media del mediodía. Generalmente llevaba pulseras en vez de reloj, pero ahora no podía permitirse ese lujo. Luego se tocó el collar.
«Si intentáis libraros de él, explotará».
Resultaba asfixiante… no solo por el modo en que presionaba el cuello, sino por su mera presencia. La cadena de su colgante tintineaba levemente contra el metal.
Takako decidió ignorarlo y se aferró a su picador de hielo (¿acaso se podía considerar aquello un arma?) con la mano izquierda. En la derecha llevaba algunas piedras y las arrojaba por delante de ella, y a su derecha y a su izquierda. Los arbustos susurraban cuando los cantos pasaban a través de sus ramas.
Esperó un rato: no había respuesta. Avanzó e inspiró profundamente, dispuesta a correr por un espacio abierto entre los arbustos.
De repente, oyó un nuevo crujido de ramas. La cabeza de alguien asomó entre unos arbustos, aproximadamente a diez metros a su izquierda. Pudo verle la parte posterior del abrigo y de la cabeza. Tenía el pelo liso, pero ligeramente desordenado. Volvió la cabeza a izquierda y derecha, observando la zona.
Takako se quedó petrificada: problemas. Era un tío. Los tíos son problemáticos. No tenía ninguna razón particular para pensar así, pero tenía el presentimiento de que cualquiera que no fuera Hiroki Sugimura sería un problema. Y desde luego estaba segura de que aquel muchacho no era Hiroki.
Takako contuvo la respiración y retrocedió lentamente hacia la arboleda que tenía a sus espaldas. Sabía que aquello iba a acabar ocurriendo, pero eso no evitaba que no pudiera dejar de temblar.
De repente, el muchacho se volvió y sus ojos se encontraron. El rostro del chico, que tenía una expresión de indescriptible asombro, pertenecía a Kazushi Niida (el estudiante número 16).
«Joder, tía, ¿por qué has tenido que toparte con este gilipollas?». Lo que pasaba ahora era que estaba totalmente a su merced y resultaba muy peligroso. Se dio media vuelta y comenzó a correr desesperadamente por el lugar por el que había venido.
—¡Espera!
Oyó la voz de Kazushi. El sonido de su voz serpenteó a través de la arboleda, tras ella.
—¡Espera! —gritaba ahora.
«Buah, vaya idiota…».
Takako dudó durante unos instantes y luego se detuvo. Miró a sus espaldas. Si Kazushi tenía una pistola e iba a dispararle, ya lo habría hecho. Resultaba más problemático que siguiera gritando. Eso no solo ponía en peligro la vida del pobre idiota, sino la de la propia Takako. Igual que unos momentos antes, no parecía que hubiera nadie por la zona.
Cada vez más lentamente, Kazushi bajó la cuesta.
Takako se percató de que Kazushi llevaba una ballesta cargada con un dardo en su mano derecha. No estaba apuntando a Takako… pero si lo hiciera, ¿podría esquivarla y huir? ¿Habría hecho bien deteniéndose?
Mejor no preguntárselo. Takako estaba convencida de ello: había hecho lo correcto. Kazushi Niida era delantero en el equipo de fútbol. Los deportistas punteros como él eran tan rápidos, o más, como los miembros del equipo de atletismo. Y aunque Takako fuera una estrella del equipo de atletismo, al final él la alcanzaría.
En todo caso, ya era tarde.
Kazushi se detuvo a varios metros de ella. Tenía unos hombros anchos, y era relativamente alto y musculoso. Tenía el pelo liso y largo, pues esa era la moda del momento entre los jugadores de fútbol, pero ahora lo llevaba un poco despeinado, como si hubiera estado disputando un partido difícil que hubiera llegado a la prórroga. Se dibujó una sonrisa en su rostro, lo cual resultó bastante agradable, salvo por su mala dentadura.
«¿Qué querrá? —pensó mientras escrutaba su cara—. Puede que no tenga intención de hacerme daño. Tal vez en realidad esté pensando que al final ha encontrado a alguien en quien puede confiar».
Pero Takako no tenía muy buena opinión de Kazushi Niida. Para ser francos, no podía soportar su manera de hacerse el amiguito ni tampoco su arrogancia. Habían sido compañeros de clase desde el primer año de secundaria. (Hiroki había llegado a su clase un año después). Sin esforzarse en exceso, Kazushi estaba por encima de la media en las notas y en los deportes, pero a pesar de todo —aunque a lo mejor no tenía nada que ver con eso— llamaba mucho la atención su inmadurez. Intentaba impresionar a los demás, y cuando la fastidiaba, siempre salía con alguna excusa gilipollas. Además, y esto era realmente estúpido, cuando eran estudiantes en primero, hubo rumores de que ella y Kazushi estaban saliendo. («Los estudiantes de secundaria no tienen nada mejor que hacer. Bueno, déjalos, que digan lo que quieran»). Cada vez que los rumores se desataban de nuevo, él se acercaba a su pupitre, la tocaba en el hombro (¡cómo se atrevía!) y le decía: «Hay un rumor por ahí sobre nosotros…». Takako se volvía y haciendo un gesto displicente con la mano, contestaba: «Oh, es un honor». Pasaba de lo que dijeran, burlándose de él por dentro. («Lárgate por ahí, pequeño mocoso. Menudo morro»), pero ahora no estaba en condiciones de darle la espalda.
Takako habló en voz baja. Tenía que apartarse de él en cuanto le fuera posible. Esa era la conclusión.
—¡No grites, idiota!
—Lo siento —contestó Kazushi—. Pero eres la única persona que he visto.
Takako no quiso dar una respuesta demasiado cortante. «A ver si lo entiendes, deja de seguirme». Su mejor gesto.
—El hecho es que no quiero estar contigo.
Miró a Kazushi y consiguió encoger sus tensos hombros.
Él hizo una mueca de disgusto.
—¿Por qué?
«Porque actúas como un meapilas», pensó.
—Bueno, mira… los dos sabemos por qué. Vale, nos vemos… —dijo, mientras se disponía a correr. Sin embargo, notó que dudaba al tiempo que sus pies comenzaban a temblar.
Se detuvo.
Porque por el rabillo del ojo vio que Kazushi tenía la ballesta en alto y le estaba apuntando.
Takako se volvió lentamente, con la mirada clavada en los dedos de Kazushi, prestos a presionar el gatillo de la ballesta.
—¿Qué significa esto?
Dejó caer la mochila del hombro y cogió una de las correas con la mano. ¿Podría servirle de escudo frente a la potencia de la ballesta?
—No quiero recurrir a esto —dijo Kazushi. Ese era el tipo de cosas que no soportaba de él. Ya estaba poniendo excusas, pero lo que hacía en realidad era aprovecharse de la ventaja—. Así que lo mejor será que te quedes conmigo.
La había jodido bien. Pero fue entonces cuando Takako se dio cuenta de una cosa. Cuando estaba escondida en la cabaña, la falda de su uniforme se había enganchado en una puerta rota. El desgarrón le había dejado una abertura en un lateral, y ahora Kazushi no hacía más que mirar a aquel lugar concreto de su pierna. Tenía los ojos extrañamente vidriosos. A Takako aquello le dio grima.
Ella rápidamente movió las piernas para cubrirlas todo lo que pudo. Y luego le dijo:
—No me fastidies. ¿Esperas que me una a ti teniendo esa flecha apuntándome?
—Entonces prométeme que no te vas a ir corriendo. —Kazushi hablaba con su habitual arrogancia. No bajó la ballesta.
Takako tuvo que aguantarse.
—Tú solo baja eso.
—Pero ¿te vas a ir?
—¿Es que estás sordo? —dijo Takako airadamente, y Kazushi bajó su arma a regañadientes.
Entonces adoptó un tono melindroso y dijo:
—Siempre pensé que eras guay.
Takako levantó sus cejas, bien definidas y elegantemente arqueadas: «Después de amenazarme con matarme, ¡tiene la jeta de decirme que soy guay!».
La mirada de Kazushi volvió a bajar hasta las piernas de Takako. No se esforzaba en ser sutil, y sus ojos se concentraron en ellas.
Takako levantó la barbilla ligeramente.
—¿Y?
—Bueno, no te mataré. Solo quédate conmigo.
Takako volvió a encogerse de hombros. Cualquier duda que hubiera podido tener ahora se había disipado a manos de la rabia.
—Ya te he dicho que no quiero —le espetó—. Adiós…
Takako se volvió… no, esta vez comenzó a retroceder mientras miraba atónita a Kazushi, que volvía a levantar la ballesta. Su rostro tenía la expresión de un crío que reclama un juguete en unos grandes almacenes. «Mamá, lo quiero, lo quiero…».
Takako dijo calladamente:
—Ya basta…
—Entonces… quédate conmigo —repitió Kazushi. El modo en que inclinó la cabeza reveló que estaba intentando desesperadamente calmar sus nervios.
Takako repitió:
—Ya te lo he dicho: no.
Kazushi no bajó el arma. Se miraron fijamente.
Takako ya no pudo resistirlo más.
—¿Tú sabes… qué quieres? Dices que no vas a matarme. Y yo te digo: no quiero estar contigo, pero tú insistes. No lo entiendo.
—Yo… —Kazushi observó a Takako con aquella mirada lasciva y añadió—: Lo único que digo es que yo te protegeré. Así que quédate conmigo. Estaremos más seguros juntos, ¿no te parece?
—Tienes que estar bromeando. Tienes el morro de amenazarme como lo estás haciendo, ¿y me dices que me vas a proteger? No puedo confiar en ti. ¿Lo pillas? ¿Me puedo ir ya? Me voy.
Kazushi replicó:
—Si te mueves, te dispararé. —Y apuntó la ballesta directamente a su pecho.
Mediante una amenaza declarada como aquella, Kazushi perdió cualquier posibilidad que tuviera de mantener un código de conducta civilizado… (Aunque, para empezar, no es que tuviera mucho sentido de la educación). Permaneció inmóvil y dijo:
—Lo mejor es que me obedezcas, chica. Las mujeres obedecen a sus hombres.
Takako estaba furiosa. Entonces, él tuvo el descaro de decirle:
—Tú eres virgen, ¿no?
Lo hizo en un tono despreocupado, como si solo estuviera confirmando el tipo de sangre de la muchacha (B).
Takako se quedó sin palabras.
«Pero ¿qué está diciendo este gilipollas?».
—¿No estoy en lo cierto? —preguntó Kazushi—. Hiroki no tiene agallas para tirarse a una tía.
Kazushi dijo aquello porque él, igual que muchos otros compañeros de clase, tenía la errónea idea de que Takako salía con Hiroki Sugimura. Ella tenía dos razones para estar especialmente cabreada. La primera, su relación con Hiroki no era de su incumbencia. Y la segunda, que Kazushi se burlara de Hiroki le jodía. Takako esbozó una falsa sonrisa. Se había dado cuenta hacía mucho tiempo de que sonreía siempre que estaba absolutamente furiosa.
Así que sonrió de aquel modo a Kazushi y le dijo:
—¿Y eso a ti qué te importa?
Kazushi pudo malinterpretar la sonrisa de Takako y le devolvió el gesto.
—Así que estoy en lo cierto.
Todavía sonriendo, Takako lo miró fijamente. «Sí, en realidad, estás en lo cierto. Puede que parezca un poco llamativa, pero como acabas de decir, soy virgen. Una inocente virgen de quince años. Sin embargo…
«¡Eso no es de tu incumbencia, gilipollas!».
—Vamos a morir de todos modos. ¿No quieres probarlo antes de morir? Yo podría hacerte el favor, soy bueno.
Aunque Takako no se había sentido tan furiosa en toda su vida, no pudo evitar resoplar de asombro. Podría haberse quedado incluso boquiabierta. El asqueroso comportamiento de Kazushi ya era suficientemente horrible de normal, pero ahora estaba tan fuera de control que parecía que hubiera venido de otro planeta. «Almirante Colón, esto es la isla de San Salvador. Vale, son salvajes. Cuidado con ellos». Takako bajó la mirada… y estalló en risas. Era increíblemente divertido. Aquella comedia de situación habría sido todo un éxito en la tele.
Levantó la cara. Debería haber fulminado con la mirada a Kazushi, pero le daría otra oportunidad.
—Esta es mi última oferta. No quiero estar contigo. Simplemente baja eso y déjame en paz. De lo contrario, entenderé que lo único que quieres hacer es matarme. ¿De acuerdo?
Kazushi no bajó la ballesta. En vez de eso, se la llevó a su hombro y la amenazó:
—Esta es mi última advertencia. Lo mejor será que me obedezcas, Takako.
El hecho de que Takako sintiera un estremecimiento ante aquella conversación, que en algún sentido era el punto culminante de su relación, podía haber sido un indicativo de su personalidad. Y a partir de ese momento, ya no sería responsable de lo que pudiera ocurrir.
Takako dio un paso adelante para poner fin a aquella conversación con aquel gilipollas.
—Ya entiendo. Así que lo único que quieres es violarme. ¿No? ¿Crees que como vas a morir tienes derecho a hacer cualquier cosa?
Kazushi la miró fijamente.
—No he dicho eso…
«¿Cuál es la diferencia? —se dijo Takako, riéndose para sus adentros—. Déjame adivinar lo que vas a decir ahora… “No, no, yo no quiero violarte, pero será mejor que te vayas quitando la ropa…”».
Takako sonrió mientras ladeaba con lentitud la cabeza.
—Pero justamente ahora, deberías preocuparte más por tu vida que por tu estúpida polla.
Kazushi se puso colorado de repente. Retorció la boca mientras gritaba:
—¡Cállate! ¡Seguro que quieres que te viole!
Takako sonrió y contestó:
—Vaya, al fin la verdad sale a la luz.
—He dicho que te calles —repitió Kazushi—. Te mataré si quiero, ¡ya lo sabes!
Aquel tío conseguía ponerla enferma. Recordó cómo había intentado engatusarla solo unos minutos antes, diciéndole que no quería matarla.
Kazushi se calló y luego añadió:
—Ya he matado a Yoshio —dijo fanfarroneando.
Takako se quedó un poco conmocionada, pero lo único que hizo fue levantar la ceja y exclamar:
—Ah.
Aunque fuera verdad… dado el modo en que estaba escondido, probablemente se había sentido aterrorizado y por alguna razón se había topado con Yoshio Akamatsu y había acabado asesinándolo por accidente. Después de aquello, demasiado asustado como para enfrentarse con cualquiera más fuerte, probablemente habría pasado el resto del tiempo escondido. Pero conociéndolo, ella sabía que si sobrevivía escondiéndose hasta ser uno de los dos últimos supervivientes y, aun siendo el más débil, diría algo como «No tengo otra elección» y mataría a su contrincante por la espalda sin dudarlo.
—Estuve pensando… —añadió Kazushi, confirmando las sospechas de Takako—. Decidí que esto es un juego. Así que no voy a andarme con miramientos.
Takako lo miró asombrada, aún con una sonrisa en los labios.
«Ajá. Ya entiendo. Así que bien sea de buen grado o a la fuerza, vas a joderme y a matarme. ¿Vas a hacer lo que sea para sobrevivir, incluso matarme? Ya veo. ¿Has calculado también cuántas veces vas a follarme?».
Su columna vertebral se estremeció de asco y furia.
—¿Un juego? —repitió Takako y luego le mostró una enorme sonrisa—. Pero ¿es que no te avergüenzas de hacerle esto a una chica?
Kazushi pareció conmocionado, pero enseguida su rostro volvió a mostrarse enfurecido. Sus gélidos ojos brillaron.
—¿Quieres morir?
—Adelante, dispárame.
Kazushi dudó. Aquella era la oportunidad de Takako. Le tiró a la cara las piedras que había sacado con sigilo del bolsillo. Mientras Kazushi se cubría la cara para protegerse, ella rápidamente se dio la vuelta, dejó caer la mochila, y corrió por el camino por el que había venido, siempre sujetando el picador de hielo en la mano.
Pensó que podía oír sus maldiciones a su espalda. Con un buen esprint de corredora, había cubierto ya quince metros cuando de repente sintió un fuerte golpe en la pierna derecha y cayó de bruces hacia delante. Se arañó la cara al arrastrarse contra el suelo y golpear la raíz de un árbol que sobresalía de la tierra. Se sintió más preocupada por la herida de la cara que por el agudo dolor que sentía en la pierna. «¡Ese gilipollas me ha jodido la cara…!».
Takako se retorció para ver la herida de la pierna. Un dardo plateado le había atravesado la falda y se había clavado en la parte posterior de su muslo izquierdo. La sangre resbalaba por sus piernas bien torneadas.
Kazushi se acercó a ella. Viéndola allí sentada, dejó a un lado la ballesta, sacó del cinturón unos nunchakus —unos palos cortos y gruesos de madera unidos por una cadena— y los sujetó en la mano derecha. Aquella herramienta de artes marciales le había correspondido a Mayumi Tendo y estaba en su mochila, la que había cogido Kazushi después de matar a Yoshio Akamatsu. A él, al propio Kazushi, por alguna razón extravagante, le había correspondido como «arma» un vulgar banjo shamisen que era completamente inútil. Por supuesto, aquello no le servía para nada con Takako.
Ella miró de reojo la ballesta en el suelo y pensó: «Te arrepentirás de haber dejado eso ahí».
—Ha sido por tu culpa —dijo Kazushi, jadeando—. Me has provocado.
Aún sentada, Takako levantó la mirada hacia Kazushi. Aquel cabrón seguía inventándose excusas. No se podía creer que de verdad hubiera sido compañera de clase de aquel idiota durante dos años enteros.
—Espera —dijo Takako. Mientras Kazushi fruncía el ceño, ella se puso de rodillas y se retorció hacia su derecha con la idea de arrancarse la flecha con un movimiento rápido. Apretó los dientes, pudo sentir cómo se desgarraba la carne y a continuación… un torrente de sangre. Su falda ya tenía otro desgarrón. Ahora ya tenía dos.
Tiró el dardo a un lado y se levantó, mirando fijamente a Kazushi. Se encontraba bien. El dolor era increíble, pero podía soportarlo. Se cambió el picador de hielo a la mano derecha.
—No lo hagas… —sugirió Kazushi—. No te servirá de nada.
La muchacha movió el picahielos de un lado a otro, apuntándole también al pecho.
—Tú dijiste que esto era un juego, ¿no? Vale. Yo seré tu oponente. Y no voy a perder contra un gilipollas como tú. Haré todo lo que esté en mi mano para borrarte de este mundo. ¿Lo pillas? ¿Me entiendes? ¿O eres demasiado estúpido para comprenderlo?
Pero Kazushi todavía parecía tranquilo. Probablemente estaba pensando que Takako era una chica y, además, estaba herida, así que de ninguna manera podría perder en un enfrentamiento contra ella.
—Te lo diré otra vez… —repitió Takako—. No pienses que vas a poder violarme, ni aunque me mates a palos. Mira, crío de mierda, deberías preocuparte más por tu vida que por tu polla.
El rostro de Kazushi se retorció y levantó los nunchakus a la altura de sus ojos.
Takako se aferró al picahielos. La tensión entre ambos aumentaba sin remedio.
Kazushi era más o menos quince centímetros más alto que Takako y veinte kilos más pesado. La muchacha era probablemente la atleta número uno de su clase, pero tenía pocas posibilidades de salir bien de aquel enfrentamiento. Y encima, tenía una herida muy grave en la pierna derecha. Pero ella estaba convencida de que no perdería el combate, pasara lo que pasara.
De repente, Kazushi hizo un movimiento. Dio un paso adelante, ¡haciendo girar los nunchakus!
Takako los bloqueó con el brazo derecho. Una de sus dos pulseras salió volando por los aires. (La habían confeccionado los indios sudamericanos, y era su favorita, ¡maldita sea!) Sintió una sensación punzante que le recorría el brazo hasta el centro de su cráneo. A pesar del dolor, lanzó el picahielos hacía delante. Kazushi sonrió al retroceder, esquivándolo. Una vez más, se encontraban separados por un par de metros.
Takako sentía ahora el brazo derecho como entumecido. Pero estaba bien, no tenía nada roto.
Kazushi reanudó su ataque lanzando sus nunchakus con un revés. Takako se agachó con un movimiento rápido. Los nunchakus se desplegaron en toda su extensión, golpeándole el pelo a la muchacha… varios mechones se agitaron en el aire. Takako rápidamente adelantó el picahielo y se lo clavó en la muñeca derecha. Notó cómo lo hería ligeramente mientras Kazushi gruñía un poco y daba un paso atrás.
De nuevo estaban separados. La muñeca de Kazushi, la mano que sujetaba uno de los palos de los nunchakus, estaba roja, pero el corte no parecía muy grave.
En cambio, la herida que Takako tenía en la pierna comenzaba a palpitar. Podría jurar que toda la pierna, por debajo del muslo, estaba empapada en sangre. No podría resistir mucho tiempo así. También se percató de que había alguien jadeando. Y era ella.
Kazushi una vez más hizo girar los nunchakus. Ella adivinó que intentaba apuntar a la parte izquierda de su cabeza y a su hombro.
Takako se adelantó. De repente recordó algo que Hiroki, experto en artes marciales, le había enseñado: «Puedes acabar con tu oponente adelantándote a sus intenciones. A veces, dar un paso audaz hacia delante puede ser crucial».
Los nunchakus golpearon su hombro, pero tal y como Hiroki había dicho, solo fue la cadena, que no le hizo apenas daño. Takako, por el contrario, se lanzó contra el pecho de Kazushi. Ahora tenía el rostro del enemigo justo delante de ella, con los ojos abiertos como platos por el miedo. Levantó con fuerza el picahielos.
Kazushi intentó empujar a Takako con la mano izquierda, que tenía libre. Takako perdió el equilibrio de su pierna herida y cayó de bruces.
Kazushi apenas había podido escapar de la puñalada y se frotó su pecho con la mano izquierda, aunque no estaba herido.
—Vaya, qué valiente… —dijo. Y rápidamente lanzó de nuevo los nunchakus hacia Takako. ¡Esta vez apuntó a su rostro!
Takako detuvo el golpe con el picahielos. Con un estallido metálico, este voló por los aires y fue a parar al suelo. Lo único que le quedaba ahora en la mano era un intenso dolor.
Takako se mordió el labio. Lo miró mientras retrocedía.
Kazushi sonrió y avanzó lentamente. Sin duda, aquel muchacho era un perturbado mental. No tenía ningún escrúpulo en golpear a una chica hasta matarla. De hecho, estaba disfrutando.
Kazushi volvió a hacer girar sus nunchakus. Ella los esquivó doblándose hacia atrás… pero los nunchakus seguían amenazándola. A lo mejor estaba acostumbrado a utilizarlos. Esta vez, Kazushi consiguió aumentar su alcance.
Takako sintió un golpe violento en la parte izquierda de la cabeza. Comenzaba a desvanecerse. Un líquido caliente empezó a manar de su nariz.
Estaba mareada y a punto de derrumbarse. Kazushi probablemente pensaba que ya había vencido.
Todavía tambaleándose, los bonitos y afilados ojos de Takako bizquearon.
Al caer, estiró todo lo que pudo las piernas y, con todas sus fuerzas, golpeó la rodilla izquierda de Kazushi. El muchacho dejó escapar un aullido de dolor y cayó de rodillas. Luego se tambaleó y se volvió, dándole a Takako la espalda.
Si hubiera intentado recuperar el picahielos, Takako habría perdido aquel combate. Pero no fue eso lo que hizo.
Se lanzó hacia la espalda de Kazushi.
Se aferró a su cabeza como si estuviera yendo a caballito. El peso de la muchacha lo derribó de bruces.
Lo único que se le ocurrió fue hacer el mejor uso posible de sus dedos índice y corazón. ¡No! La combinación más fuerte sería la del corazón y el pulgar. Y Takako siempre había cuidado muy bien sus uñas. No importaba las veces que su entrenador, el señor Tada, la regañara a propósito de esas extravagancias: ella se negaba a cortarse las uñas.
A horcajadas sobre la espalda de Kazushi, Takako le agarró del pelo y tiró de la cabeza hacia atrás. Sabía dónde golpear.
Kazushi debió de comprender enseguida cuál era su intención. Takako vio cómo cerraba con fuerza los ojos.
No le sirvió de nada. El dedo corazón y el pulgar volaron feroces y desgarraron los párpados de Kazushi, hundiéndose en los cuévanos de sus ojos.
—¡AAAAAHHGG!
Kazushi gritaba como un cerdo. Soltó los nunchakus y consiguió ponerse a cuatro patas, al tiempo que procuraba llevarse las manos a la cara. Se retorcía y se agitaba frenéticamente, intentando quitarse a Takako de encima.
Ella se sujetó con fuerza y se resistió a dejarlo ir. Metió los dedos más adentro. El pulgar y el dedo corazón penetraron hasta la segunda falange. Mientras hundía los dedos, sintió que algo reventaba en el interior y que debía tratarse de los globos oculares. No esperaba que los cuévanos oculares fueran tan pequeños. Takako no dudó en hurgar bien con sus dedos afilados en el interior. Sangre y una especie de líquido semitransparente y gelatinoso empezaron a escurrirse por las mejillas del muchacho, como unas extrañas lágrimas.
—¡AAAARGH! —Kazushi gritó cuando consiguió levantarse, y agitó los brazos aterrado a su alrededor. Intentó que Takako le soltara la cabeza haciendo uso de las dos manos y consiguió tirarle del pelo a la chica.
Takako saltó de su espalda y Kazushi se quedó con unos cuantos mechones de pelo en las manos. Bueno, ella pensó que no debía preocuparse por eso ahora.
Buscó por allí el picahielos, lo encontró y lo agarró con fuerza.
Kazushi gruñía de dolor y agitaba los brazos en dirección al enemigo (literalmente) invisible. Entonces se cayó de culo. Tenía los ojos abiertos, pero no eran más que una masa sanguinolenta y roja. Ahora su aspecto recordaba el de un mono albino. Takako arrastró su pierna derecha y se acercó cojeando a él. Levantó la pierna herida y le dio un patadón en su entrepierna desprotegida. La zapatilla blanca con rayas plateadas ahora era roja, empapada con la sangre de la propia Takako. Bajo la suela de la zapatilla, ella sintió que reventaba algo, como si hubiera aplastado un par de cucarachas.
—¡URGH! —gruñó Kazushi.
Se sujetó la entrepierna y se derrumbó hacia un lado, encogido en posición fetal.
Entonces Takako le pisó el cuello con la pierna izquierda, dejando descansar todo su peso en el talón del pie. Kazushi manoteó, intentando apartar el pie, golpeándolo débilmente e intentando liberarse.
—Soc… —intentó farfullar Kazushi. Sonó como una diminuta corriente de aire, porque le había reventado la laringe.
—Socorro…
«Sí, perfecto…»., pensó Takako. Pudo sentir el placer de notar cómo su boca esbozaba una sonrisa. Takako se dio cuenta de que ya no estaba enfadada. En realidad… estaba disfrutando de aquello. De eso estaba segura. ¿Y qué? Nunca había presumido de ser como el papa Juan Pablo II o como el decimocuarto Dalái Lama.
Arrodillada sobre él, le metió el picahielos en la boca. (Pudo distinguir incluso algunas caries reparadas). Kazushi manoteó, luchando por quitársela de encima, y de repente se quedó quieto. Takako empujó más fuerte. El picahielos se hundió en su garganta sin mucha resistencia. El cuerpo entero de Kazushi, desde el pecho a los dedos de los pies, empezó a convulsionarse, y luego se paró. Los ojos de mono albino seguían abiertos, rodeados como por una telaraña de sangre gelatinosa, gruesa como una mancha de pintura acrílica.
Takako sintió una repentina punzada de dolor en la pierna derecha y se derrumbó de espaldas junto a la cabeza del muchacho. Estaba jadeando como le ocurría después de correr los doscientos lisos en los entrenamientos.
Había ganado. Pero también se sentía vacía. Puede que toda aquella lucha no hubiera durado más de treinta segundos. No habría sobrevivido a una pelea más larga. En cualquier caso, había ganado. Y eso era lo que importaba.
Takako se sujetó la pierna derecha, empapada en sangre, mientras miraba el cadáver de Kazushi, que recordaba a un desafortunado mago ambulante intentando sacarse un picahielos de la garganta. «Y ahora, damas y caballeros, me sacaré lo que acabo de tragarme…».
—Takako.
La voz se oyó a sus espaldas. Aún sentada, Takako se volvió. Alargó la mano y sacó el picahielos de la boca de Kazushi. (La cabeza del muerto se levantó un poco y luego se derrumbó sobre el suelo al sacarle el picahielos.)
Mitsuko Souma (la estudiante número 11) estaba allí, observándola.
Takako rápidamente dirigió la mirada a la mano derecha de Mitsuko. Llevaba en su pequeña mano una gran pistola automática.
No tenía ni idea de cuáles podrían ser sus intenciones. Pero si, como Kazushi Niida, tenía intención de seguir el juego (y al fin y al cabo, era Mitsuko Souma), Takako no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, pues ella tenía una pistola.
Tenía que escapar. Tenía que hacerlo. Takako se apoyó dolorosamente en la pierna herida e intentó levantarse.
—¿Estás bien? —le preguntó Mitsuko. Su voz sonaba tremendamente amable. Y desde luego no le estaba apuntando con la pistola.
Pero Takako tenía que ser precavida. Se arrastró hacia atrás y al final consiguió levantarse apoyándose en un árbol cercano. Sentía la pierna derecha increíblemente pesada.
—Bueno, sí, supongo… —contestó.
Mitsuko observó el cadáver de Kazushi. Luego miró el picahielos que tenía Takako en la mano.
—¿Lo has matado con eso? Tengo que decir que estoy impresionada. De chica a chica.
Por su voz podría decirse que efectivamente parecía impresionada. Casi parecía que lo decía como un cumplido. Su rostro angelical sonreía beatíficamente.
—Bueno… —respondió Takako. Se sentía como si fuera a perder el equilibrio. A lo mejor era por la pérdida de sangre.
—Vaya… —dijo Mitsuko—. Nunca vas a dejar de impresionarme.
Sin embargo, incapaz de decidir cuáles podrían ser las intenciones de Mitsuko, Takako se quedó mirándola fijamente. (Las dos chicas más guapas del insti de Shiroiwa estaban mirándose, frente a frente. Bonitas joyas y el cadáver de un chico. «Oh, eres tan bonita…»).
Mitsuko estaba absolutamente en lo cierto. Takako era incapaz de darle coba a nadie, así que nunca se sentía intimidada cuando le hablaba Mitsuko, como les ocurría a las otras chicas. Era demasiado orgullosa, y además, no le tenía ningún miedo.
Entonces recordó algo que se decía sobre un estudiante mayor con el que había tenido un lío hacía algún tiempo (en realidad, había acabado solo un par de meses antes). Mientras que sus sentimientos por Hiroki Sugimura eran vagos y dubitativos, ella, desde luego, había tenido un rollo con aquel tío. Después de haberse peleado con uno de sus amigos, se había presentado magullado y malherido en el vestuario donde habían quedado, y había dicho con su voz única: «No hay nada que temer. Nada que temer».
«Sé fuerte y hermosa…». Takako le había echado el ojo a aquel chico desde secundaria y había tenido un profundo efecto en su personalidad. Pero ya tenía novia. Una muy elegante, sí. Una como Sakura Ogawa, una chica tranquila como un lago en calma oculto en lo más profundo de un bosque. Bueno, todo eso pertenecía al pasado.
Pero el hecho de que recordara repentinamente sus palabras, pensó Takako, aunque no se le habían ocurrido ni siquiera cuando estaba luchando con Kazushi Niida unos momentos antes… ¿Significaba eso que de hecho sí que temía a Mitsuko?
—Siempre te he tenido un poco de envidia —continuó Mitsuko—. Eres tan guapa, y además siempre fuiste mejor chica que yo.
Takako escuchó en silencio. Inmediatamente se dio cuenta de que algo no iba bien. ¿Por qué se estaba refiriendo a ella hablando en pasado?
—Pero… —Los ojos de Mitsuko parpadearon juguetones. Ahora volvía al presente—. De verdad que me gustan las chicas como tú. A lo mejor soy un poco tortillera. En fin…
Los ojos de Takako se abrieron como platos. Se dio la vuelta y comenzó a correr. Cojeaba un poco de la pierna derecha, pero aún podía considerarse una buena carrera para una estrella del atletismo.
—En fin…
Mitsuko levantó el revólver del 45. Apretó el gatillo tres veces seguidas. Takako había conseguido bajar corriendo la colina y adentrarse en el bosque, cubriendo unos veinte metros cuando aparecieron tres agujeros en la parte de atrás de su uniforme. Cayó hacia delante como si se lanzara de cabeza por un tobogán. Siguió arrastrándose de bruces por la tierra, y se vieron fugazmente las piernas en rojo y blanco cuando se levantaron en el aire, con la falda ondeando sobre ellas. Se quedó tendida en el suelo.
Mitsuko bajó la pistola y dijo.
—En fin… un asco.
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