Los rayos de sol que se reflejaban en los enrevesados dibujos de la ventana opaca comenzaron a volverse blancos. El sol se derramaba por la parte superior de la ventana y entraba en el edificio donde Yumiko Kusaka (la estudiante número 7) se encontraba sentada, apoyada contra una pared. Entrecerró los ojos. Yumiko recordaba la frase manida y repetida mil veces en los sermones que el párroco local de la Iglesia Halo, a la que sus padres y ella misma asistían (antes de que su nombre hubiera sido siquiera registrado): «El sol saldrá todos los días, bendiciéndonos a todos con su alegría».
«Ah, sí, claro… estoy bendecida por ser parte de este juego maravilloso. Ja, ja, ja».
Yumiko hizo un gesto de incomprensión con la cabeza y agitó ligeramente su pelo corto, peinado como los chicos. Esbozó una sonrisa sarcástica a Yukiko Kitano (la estudiante número 6), que estaba sentada a su lado, apoyada también contra la pared. Yukiko seguía estupefacta, con la mirada clavada en el suelo de madera bañado de luz. Aunque el edificio en el que se encontraban ostentaba el nombre de Asociación Turística de la Isla de Okishima, aquello recordaba a un ayuntamiento de un pueblo modesto. Abajo, en la entrada, había un mostrador de recepción, una silla y un archivo oxidado. El mostrador tenía un teléfono (habían intentado utilizarlo, pero, por supuesto, como ya les había advertido Sakamochi, no había señal). En el archivador encontraron solo algunos folletos turísticos bastante feos.
Yumiko y Yukiko eran amigas desde la guardería. Estuvieron en clases distintas y no vivían en el mismo barrio, pero se encontraron gracias —nuevamente— a la Iglesia Halo, a la que acudían sus padres. Cuando se conocieron, era la tercera ocasión en que Yumiko iba a la iglesia, pero parecía que Yukiko iba por vez primera. Parecía asustada por todo lo que había allí, incluido el gong que se hacía sonar con cada canto y la atmósfera general de la iglesia, cuya decoración era tal vez muy recargada. Así que Yumiko se acercó a aquella niña callada a la que sus padres habían dejado sola —ocupados en alguna otra cosa, al parecer—, y le dijo: «¿No te parece que todo esto es una tontería?».
La niña pareció un poco sorprendida, pero luego sonrió. Y desde entonces habían sido amigas.
Aunque tenían un nombre muy parecido, las dos muchachas eran muy diferentes. Yumiko era enérgica, y todo el mundo la consideraba un marimacho. En la actualidad (aunque las posibilidades de regresar a «esa actualidad» eran muy, muy escasas) entraba de cuarta en el equipo de béisbol, lo cual era todo un privilegio. Yukiko era más hogareña y cocinaba pasteles para Yumiko, que en ese momento era quince centímetros más alta que su amiga. Yukiko a menudo decía que tenía envidia de lo alta que era su amiga Yumiko y de su rostro bien perfilado, pero en realidad Yumiko sentía más envidia de Yukiko por su cuerpo pequeño y sus mejillas redondeadas. Era verdad: eran totalmente distintas, pero seguían siendo magníficas amigas. Eso no había cambiado.
Afortunadamente —bueno, es una manera de hablar—, la muerte de Yoshitoki Kuninobu (el estudiante número 7) en el aula permitió que las dos salieran solo con una diferencia de dos minutos. Cuando salió de allí, Yumiko se escondió detrás de un poste y esperó a Yukiko, cuyo rostro se había quedado blanco tras los acontecimientos de aquella noche. Ambas se fueron juntas (veinte minutos después Yoshio Akamatsu regresó para empezar a matar compañeros, pero ellas ya no se enteraron) y se encaminaron hacia el norte, yendo más allá de la zona residencial y siguiendo una carretera que discurría por la costa oriental. En dirección a las montañas del norte, encontraron un edificio, aislado en una colina. Se encerraron allí dentro.
Ya habían transcurrido más de cuatro horas desde entonces. Estaban agotadas por la extrema tensión y permanecieron sentadas una junto a la otra al tiempo que dejaban pasar las horas.
Yumiko apartó la mirada de Yukiko y, como ella, observó el suelo.
Aunque estaba confusa y aturdida, seguía pensando. ¿Qué mierda se suponía que debían hacer ahora? La comunicación de Sakamochi se escuchó perfectamente incluso dentro del edificio. Aparte de Yoshitoki Kuninobu y Fumiyo Fujiyoshi, ya habían muerto otros nueve compañeros. Y aparte de Sakura Ogawa y Kazuhiko Yamamoto, los demás no podían haberse suicidado. La gente había salido de clase y se había puesto a asesinarse unos a otros. Justo en ese momento alguien podía estar muriendo. De hecho, creía haber oído disparos justo después de la comunicación de las seis de la mañana.
¿Cómo puedes tener estómago para matar a tus compañeros de clase? Desde luego, esas eran las normas, pero Yumiko no se podía creer que hubiera gente que se atreviera a seguirlas realmente. Pero…
Pero si alguien intentaba matarla… si daba por supuesto que alguien tenía intención de hacerlo, entonces seguramente ella se defendería. Sí.
«Siendo así, entonces…».
Yumiko observó el megáfono que había en la esquina de la estancia. ¿Podría utilizarlo? Si pudiera…
¿No debía intentar hacer algo? Sin embargo, sencillamente temía hacerlo. Y no solo hacerlo. Porque aunque no podía creer que nadie estuviera participando realmente en aquel juego, tampoco podía desembarazarse totalmente de aquel miedo incontenible. Ese temor fue el que la había obligado a buscar refugio allí, con Yukiko. ¿Y si…?
Pero…
Recordó una cosa de cuando iba a primaria: el rostro de su mejor amiga. No era Yukiko, sino otra. Su amiga estaba llorando. Por alguna razón, lo único que podía recordar de su amiga eran sus lágrimas y sus zapatillas rosas.
—Yumi —dijo Yukiko, interrumpiendo los pensamientos de Yumiko, que se volvió para mirar a su amiga—. ¿Nos comemos el pan? No seremos capaces de pensar nada positivo si no comemos algo. —Yukiko le lanzó una amable sonrisa. Le resultó ligeramente forzada, pero de todos modos era su sonrisa de siempre—. ¿De acuerdo? —insistió Yukiko, y Yumiko le devolvió la sonrisa y asintió.
—De acuerdo.
Sacaron el pan y el agua de sus mochilas. Yumiko observó las dos latas que había dentro. Eran de un color verde metalizado, y en la parte de arriba sobresalía una especie de pequeño tubito, como del tamaño de un cigarro, unido a una palanca y a un aro metálico de aproximadamente tres centímetros de diámetro. Dio por sentado que eran granadas de mano. (El arma de Yukiko eran una serie de dardos. Aquello debía de ser una especie de broma. Los dardos venían incluso con una diana de corcho.)
Cuando acabaron la mitad del pan y tomaron un sorbito de agua, Yumiko dijo:
—¿Te sientes ahora un poco mejor, Yukiko?
Mientras esta masticaba su pan, sus grandes ojos redondos se abrieron aún más.
—Has estado temblando todo el rato.
—Oh —dijo Yukiko con una sonrisa—, creo que ya estoy bien. Quiero decir, ahora que estás conmigo.
Yumiko sonrió y asintió. Había pensado si, mientras comían, debería plantearle a su amiga lo que podrían hacer, pero al final lo descartó. Simplemente no tenía suficiente confianza en su idea. Podría resultar extremadamente peligrosa. Llevarla a cabo no solo la pondría en peligro a ella misma, sino también a Yukiko. Pero, por otra parte, era esa clase de peligro que obligaba a cualquiera a superar el temor.
¿Qué era lo que debían hacer? Yumiko simplemente no estaba segura.
Se quedaron calladas durante un rato. Entonces Yukiko, de repente, dijo:
—Oye, Yumiko.
—¿Eh? ¿Qué?
—Puede que esto te resulte estúpido, pero… —Yukiko se mordió ligeramente sus pequeños y gordezuelos labios.
—¿Qué pasa?
Yukiko titubeó un poco, pero al final lo soltó:
—¿Estás por alguien de clase?
Los ojos de Yumiko de repente se abrieron como platos.
Vaya. Ese era el tipo de temas que uno discute por la noche cuando se está de viaje de estudios. Después de pasar por los rituales de jugar a las cartas, la lucha de almohadas y de escaparse del refugio, a última hora se podía incordiar a los profesores o hablar del futuro, pero nada de todo aquello tenía mucha relevancia en la situación en la que estaban. Ese tipo de conversación era «la conversación de las conversaciones». Y, desde luego, había dado por sentado que tendría ese tipo de conversación durante el viaje de estudios, hasta que se quedaron dormidas en el autobús.
—Te refieres a… ¿un chico?
—Sí.
Yukiko apartó tímidamente la mirada.
—Hum… —protestó Yumiko, dudando un poco, pero al final contestó sinceramente—. Pues sí.
—Ya, entiendo. —Yukiko bajó la mirada, mirándose las rodillas bajo su falda tableada y dijo—: Siento no habértelo dicho nunca, pero me gusta… Shuya.
Yumiko asintió sin decir una palabra. Ya. Tenía ese presentimiento. Lo suponía.
Mentalmente, Yumiko sacó el expediente de Shuya Nanahara. Medía 1,71, pesaba 58 kilos, tenía 1,2 en el ojo derecho y 1,5 en el izquierdo, y aunque era delgado, tenía músculos. En la escuela había sido stopper de segunda base y primera entrada en la Liga Infantil de Béisbol, pero lo dejó y se decantó por la música. Era un guitarrista y un cantante excelente. Debido a su fama de estrella como mejor jugador del equipo durante su época de jugador de béisbol, unido al hecho de que el primer kanji[3] de su apellido significaba «siete», había recibido el apodo de Wild Seven, igual que la marca de tabaco. Su sangre era del tipo B, y había nacido, tal y como indicaba el primer kanji de su nombre, en otoño. Perdió a sus padres siendo muy niño, y ahora vivía en un orfanato católico llamado Casa de Caridad. Era el mejor amigo de Yoshitoki Kuninobu —«oh, Dios mío, y ahora estaba muerto…».—, que también vivía en la Casa de Caridad. Las asignaturas fuertes de Shuya eran las humanidades, la literatura y el inglés, así que era un buen estudiante. Tenía un rostro único, con los labios ligeramente ondulados, pero su párpado doble estaba claramente definido y resultaba muy atractivo, así que no estaba nada, pero nada mal. Tenía el pelo ligeramente ondulado y largo; le cubría el cuello y casi le llegaba a los hombros.
El expediente de Yumiko sobre Shuya Nanahara estaba lleno a reventar. (Estaba bastante convencida de que su expediente era más extenso y preciso que el de Yukiko). Uno de los asuntos más importantes del expediente de Shuya era su altura, porque —eso pensaba— si Shuya no crecía más, a ella ya no le sería posible ponerse zapatos de tacón, porque sería más alta que él cuando fueran a dar un paseo juntos por ahí…
Pero ahora que tenía la seguridad de que Yukiko también estaba detrás de Shuya, no le importaría compartir aquellos pensamientos con ella.
—Uf… —Yumiko intentó parecer todo lo tranquila que pudo—. ¿De verdad?
—Sí.
—Hum…
Yukiko miraba al suelo. Y luego planteó lo que había estado queriendo decir.
—Me gustaría verlo. Me pregunto qué estará haciendo.
Allí sentada, con las manos sobre las piernas, estalló en lágrimas.
Yumiko acarició a Yukiko en el hombro cariñosamente.
—No te preocupes. Conociendo a Shuya, no importa lo que pase… —Entonces, percatándose de que aquello podría haber sonado un poco raro, añadió inmediatamente, un poco nerviosa—: Quiero decir… que ya sabes lo atlético que es. Además, parece bastante valiente. Quiero decir, yo no lo conozco bien, pero…
Yukiko se secó las lágrimas y asintió entre hipos. Luego, como si ya se sintiera mejor, preguntó a su amiga:
—Y entonces, ¿a ti quién te gusta, Yumiko?
Yumiko solo pudo mirar al techo y murmurar un «Humm…»., mientras se lo pensaba. Estaba en un aprieto. «Tal vez lo mejor sea decir un nombre al azar para librarme de este asunto».
Tatsumichi Oki era toda una estrella en el equipo de balonmano. Aunque tenía un poco cara de bruto, parecía un chico muy majo. Todo el mundo aseguraba que Shinji Mimura era un genio del baloncesto, además de muy listo. Incluso contaba con un grupo de seguidoras. (No eran de la clase, tal vez porque en tercero B todas las chicas decían que tenía fama de ligón). Mitsuru Numai actuaba como si fuera un gamberro, pero en realidad no parecía que fuera tan malo. Era amable con las chicas —«Oh, Dios, pero ya está muerto también»—. Hiroki Sugimura parecía tener un aire amenazador que resultaba muy atractivo. Algunas chicas le tenían miedo porque practicaba artes marciales, pero a Yumiko le parecía muy interesante. Pero era muy amigo de esa chica… Takako Chigusa. «Takako Chigusa se mosquearía si lo supiera. Pero es una buena chica. Bien pensado, todo el mundo era bueno, tanto los chicos como las chicas…».
«Y he llegado otra vez a la misma cuestión: ¿debería confiar en ellos o no?».
—Bueno, ¿y quién es? —volvió a preguntar Yukiko.
Yumiko se giró para mirar a su amiga.
Volvió a titubear… pero al final decidió soltarlo. Al fin y al cabo, acabaría sabiéndolo. Después de todo, Yumiko era la compañera ideal con la que compartir sus sentimientos.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Yukiko inclinó la cabeza, perpleja.
Yumiko cruzó los brazos para concentrarse. Y luego preguntó:
—¿De verdad piensas que en nuestra clase hay gente que quiere matar a sus compañeros?
Yukiko frunció el ceño ligeramente.
—Bueno… no sé… lo cierto es que hay compañeros que han mue… —cuando quiso pronunciar la palabra «muerto», su voz tembló—, que han muerto. Algunos han muerto. Lo han dicho esta mañana. Desde que salimos de ese sitio, ya han muerto nueve compañeros. No se van a haber suicidado todos. Además, ¿no hemos oído disparos hace solo un rato?
Yumiko mantenía la cabeza ladeada mientras miraba a Yukiko. Estiró las manos. Por vez primera notó que tenía unos ligeros arañazos en el envés de la mano izquierda.
—Mira. Ya ves lo asustadas que estamos. Las dos, ¿no?
—Sí.
—Yo creo que los otros estarán igual. Todo el mundo estará aterrorizado. ¿No crees?
Yukiko parecía estar reflexionando sobre lo que decía su amiga. Al final, dijo:
—Sí, puede ser. He estado tan preocupada por mi propio miedo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza lo que dices.
Yumiko asintió.
—Y hemos tenido la suerte de seguir juntas. Es probable que nada sea peor que estar solo, estoy segura de que eso será absolutamente aterrador.
—Sí, tienes razón.
—¿Y qué pasaría si te encontraras a alguien en ese estado de miedo, Yukiko?
—Yo saldría corriendo.
—¿Y si no pudieras?
Yukiko pareció meditar con cuidado la situación que se le planteaba. Luego empezó a hablar lentamente…
—Yo… yo… a lo mejor lucharía. Si tuviera algo que pudiera tirarle o algo como una pistola, a lo mejor… solo a lo mejor… dispararía… Claro, antes intentaría hablar. Pero si todo ocurriera muy deprisa y no tuviera otra opción…
Yumiko asintió.
—Exactamente. Por eso pienso que aquí realmente nadie quiere matar a nadie. Lo que creo es que estamos tan aterrorizados que llegamos a formarnos la ilusión de que todos los demás vienen a matarnos y por tanto nos obligamos a luchar. Y en ese estado, incluso aunque nadie te ataque, podríamos incluso decidir atacar a otros por nuestra cuenta. —Se interrumpió, estiró los brazos que tenía doblados, y apoyó las manos en el suelo—. Creo que todo el mundo está simplemente aterrado.
Yukiko apretó sus pequeños y gordezuelos labios. Un poco después, miró al suelo y dijo con voz vacilante:
—No sé. Hay algunos en los que sencillamente no puedo confiar, como en las chicas de Mitsuko Souma o en los amigos de Kazuo Kiriyama…
Yumiko forzó una sonrisa y cambió de postura para esconder las piernas bajo su falda tableada.
—Te diré lo que creo, Yukiko.
—¿Sí?
—Creo que, tal y como están las cosas, vamos a morir de todos modos. ¿Y el límite de tiempo? ¿Y si nadie muere en las próximas veinticuatro horas? Aunque lográramos sobrevivir todo ese tiempo, acabarían matándonos.
Yukiko asintió. Parecía aterrorizada otra vez.
—Eso… eso es verdad.
—Así que lo único que podemos hacer es buscar la ayuda de todos los que podamos para intentar salir de aquí, ¿no te parece?
—Bueno, sí, pero…
—Tengo que decirte una cosa —dijo Yumiko, interrumpiendo a su amiga, y luego ladeó ligeramente la cabeza—: En cierta ocasión tuve una horrible experiencia porque no confié en alguien. Fue en la escuela, en primaria.
Yukiko miró fijamente a Yumiko.
—¿Qué pasó?
Yumiko miró al techo. Recordó el rostro de su amiga llorando. Y las zapatillas rosas. Yukiko la observaba fijamente.
—¿Te acuerdas de aquellos dibujos, los Gatohuevos? Estuvieron muy de moda y fueron muy populares. A todo el mundo le encantaban.
—Sí, eran como personajes. Yo tenía un tablero de plástico con todos.
—Y yo tenía un bolígrafo de tres colores de los Gatohuevos. Una edición limitada. En fin, ahora parece una tontería, pero en aquella época para mí era un verdadero tesoro.
—Ajá.
—Bueno, pues me desapareció —Yumiko bajó la mirada—. Sospeché que mi amiga me lo había robado. Porque yo sabía que lo deseaba de mala manera. Para colmo, me di cuenta de que había desaparecido después de clase de gimnasia, y ella se había excusado de acudir a gimnasia porque no se sentía bien y había vuelto al aula. Y, bueno, esto es lo realmente horrible: no tenía padre y su madre trabajaba en un bar, así que la niña no tenía muy buena fama.
Yukiko asintió lentamente.
—Vale.
—Yo la bombardeé a preguntas, pero ella dijo que no sabía nada del boli. Incluso se lo conté a la maestra. Nuestra maestra, ahora que lo pienso, debía de tener también sus prejuicios. La maestra le pidió que dijera la verdad. Pero ella lo único que hacía era llorar y decir que no sabía nada del bolígrafo.
Yumiko miró entonces fijamente a Yukiko.
—Cuando volví a casa, encontré el bolígrafo en mi mesa.
Yukiko permaneció callada y atenta.
—Le pedí disculpas. Ella me dijo que no pasaba nada. Pero al final todo acabó fatal (creo que su madre acabó casándose otra vez) y a ella la trasladaron a otro colegio, y eso. Éramos muy buenas amigas, tanto como tú y yo. Pero en un momento dado, no fui capaz de confiar en ella.
Yumiko se encogió de hombros y luego añadió:
—Así que desde aquel incidente he hecho todo lo posible por confiar en la gente. Quiero confiar en la gente. Y si no puedo, entonces todo se desbarata. Eso es distinto de lo que la gente de aquella estúpida Iglesia Halo predicaba. Eso es lo que creo. Espero que me entiendas.
—Claro.
—Así que pensemos en la situación en la que estamos ahora. Bueno, sí, Mitsuko Souma parece verdaderamente peligrosa. Es la fama que tiene. Pero dudo que sea tan mala como para salir ahí fuera a matar a la gente. No puede serlo. Nadie de nuestra clase puede ser tan malo. ¿No crees?
Algunos instantes después Yukiko asintió y contestó.
—Sí.
—Entonces —continuó Yumiko—, si pudiéramos entrar en contacto con todo el mundo, en circunstancias propicias, entonces toda la lucha se detendría. Entonces podríamos pensar entre todos en cómo afrontar la situación. Y aunque no pudiéramos hacer nada para salvarnos, como mínimo evitaríamos matarnos los unos a los otros. ¿No crees?
—Sí… —Yukiko parecía bastante dubitativa, pero asentía.
Un poco cansada de hablar, Yumiko inspiró profundamente y estiró las piernas de nuevo.
—En todo caso, esa es mi opinión. Ahora, dime qué piensas tú. Si te parece mal, entonces no lo haremos.
Yukiko miró al suelo, meditando profundamente.
Tras dos minutos largos, farfulló algo:
—¿Recuerdas cuando una vez me dijiste que yo siempre estaba demasiado preocupada por la opinión de los demás?
—¿Sí? —dijo Yumiko—. ¿Te dije eso? —Se puso a estudiar el rostro de su amiga. Yukiko levantó la vista y sus miradas se encontraron.
—Creo que tienes toda la razón. Eso es lo que pienso —dijo Yukiko con una encantadora sonrisa.
Yumiko le devolvió la sonrisa y le dio las gracias. Le agradecía sinceramente a Yukiko que hubiera considerado en serio la idea antes de compartir sus pensamientos. Y ahora parecía que su respuesta confirmaba la validez de su idea.
«Tenemos que hacerlo. No quiero morir sin ofrecer resistencia. Si hay una posibilidad, iremos a por ella. Tal y como le he dicho a Yukiko, necesito confiar en la gente. Intentémoslo».
Entonces Yukiko preguntó:
—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Cómo nos vamos a poner en contacto con todos?
Yumiko señaló el megáfono que había en un rincón de la sala.
—Tendremos que averiguar cómo funciona esa cosa.
Yukiko asintió repetidamente y miró al techo. Luego dijo:
—Si todo va bien, podré ver a Shuya.
Yumiko asintió.
—Sí, estoy segura de que lo veremos —dijo, llena de esperanza esta vez.
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