Todos los alumnos de los institutos de la República del Gran Oriente Asiático sabían qué era aquello del Programa. Incluso se hablaba de todo aquello en los libros de texto a partir de cuarto. En la Enciclopedia Manual de la República del Gran Oriente Asiático había una entrada detallada en la que se explicaba todo.
Programa, n. m. 1. Un listado con el orden de actividades y otras informaciones relativas […] 4. Un programa de simulación bélica establecido y dirigido por nuestras fuerzas armadas, instituido por razones de seguridad. Oficialmente tiene el nombre de Programa de Experimentación Bélica núm. 68. El primer programa se desarrolló en 1947. Cincuenta clases de tercer año de instituto son seleccionadas anualmente (antes de 1950 se seleccionaba a cuarenta y siete) para desarrollar el Programa con propósitos científicos. Los alumnos de cada promoción están obligados a luchar unos contra otros hasta que solo quede un superviviente. Los resultados de este experimento, incluido el tiempo invertido, se consignan debidamente. Al superviviente final de cada promoción (el ganador) se le concede una pensión vitalicia y una tarjeta autografiada por el Gran Dictador. Como respuesta a las protestas y algaradas causadas por los extremistas durante el primer año de esta institución, el 317.° Gran Dictador pronunció su famoso «discurso de Abril».
Era obligatorio leer el «discurso de Abril» en el primer año de secundaria. He aquí algunos extractos:
Mis amados camaradas, que trabajáis por la Revolución y levantáis nuestra amada nación. [Dos minutos de interrupción para los aplausos y los vítores dedicados al 317.º Gran Dictador]. Gracias, bien. [Un minuto de interrupción]. Esos apestosos imperialistas todavía siguen acosando a nuestra República, intentando sabotearla. Han explotado a los pueblos de otras naciones, naciones que deberían haber sido nuestras aliadas, traicionándolas, lavándoles el cerebro y arrojándolas en las garras de sus propias tácticas imperialistas. [Exclamaciones unánimes de indignación]. Y si pudieran, a la menor oportunidad se abalanzarían contra la patria con la idea de invadir el suelo de nuestra República —el Estado revolucionario más avanzado del mundo— para llevar a cabo su malévolo plan con el fin de destruir nuestro pueblo. [Gritos de furia de la multitud]. Ante estas funestas circunstancias, el Programa experimental número 68 es absolutamente necesario para nuestra nación. Desde luego, me causa una inmensa tristeza pensar en los miles y decenas de miles de jóvenes que perderán sus vidas a la tierna edad de quince años. Pero si sus vidas servirán para proteger la independencia de nuestro pueblo, ¿no tenemos derecho a exigir que su carne y su sangre se derrame y se mezcle con nuestra hermosa tierra, que heredamos de nuestros dioses, para que vivan por toda la eternidad? [Aplausos, una oleada de vítores; interrupción de un minuto].
Como todos vosotros sabéis, nuestra nación no tiene un sistema de servicio militar obligatorio. El Ejército, la Marina y las Fuerzas Especiales de Defensa del Aire están integradas por espíritus patrióticos, jóvenes voluntarios todos ellos, apasionados soldados de la Revolución y la construcción de nuestra nación. Arriesgan sus vidas siempre, día y noche, en las líneas del frente. Querría que considerarais el Programa como un sistema único de reclutamiento en nuestro país. Con el fin de proteger nuestra nación…
Ya es suficiente. (Era típico ver en el exterior de las estaciones de ferrocarril a los reclutadores, de mediana edad, de las Fuerzas Especiales, aproximándose a los potenciales candidatos con el señuelo: «¿Qué tal si nos tomamos un poco de arroz con pollo?»).
La primera vez que Shuya había oído hablar del Programa había sido en cuarto. O puede que en quinto. Fue cuando lo dejaron en la Casa de Caridad, donde lo llevó un amigo de sus padres después de que estos murieran en un accidente de tráfico. (Todos sus parientes se habían negado a quedarse con él. Se enteró que semejante desprecio se debía a que sus padres se habían visto envueltos en actividades antigubernamentales, pero nunca pudo confirmar aquella historia). Estaba viendo la televisión en la sala de juegos con Yoshitoki Kuninobu, que había llegado a la Casa de Caridad antes que él. Su programa favorito de robots anime acababa de terminar, y la superintendente de la institución en aquel momento, la señorita Ryoko Anno (hija de la anterior superintendente; en aquel momento probablemente era una estudiante de instituto todavía, pero todos los que trabajaban allí se llamaban señor, señora o señorita), cambió de canal. Shuya estaba mirando precisamente la pantalla, pero en cuanto vio al hombre con un traje rígido dirigirse a él, se dio cuenta de que era aquel aburridísimo programa que se llamaba «las noticias» y que ponían en todos los canales a distintas horas.
El hombre estaba leyendo un papel. Shuya no podía recordar exactamente lo que decía, pero siempre era lo mismo y probablemente era algo parecido a esto:
«Hemos recibido un informe de las Fuerzas Especiales de Defensa y del Gobierno que anuncia que el Programa en la prefectura de Kagawa finalizó ayer a las 3:12 de la tarde. Han transcurrido tres años desde que se implementó el último Programa. La promoción era el tercer curso, clase E, del instituto de secundaria Zentsuji núm. 4. La localización, desconocida hasta este momento, fue la isla de Shidakajima, a cuatro kilómetros de distancia de Tadotsucho. El vencedor de esta edición ha ganado tras tres días, siete horas y cuarenta y tres minutos de Programa. Además, con la recuperación de los cadáveres y las autopsias que se efectuaron hoy, se han determinado ya las causas de las muertes de los treinta y ocho estudiantes fallecidos: diecisiete murieron por heridas de armas de fuego, nueve por heridas de cuchillos o armas blancas, cinco por armas contundentes y tres por asfixia hasta la muerte…».
Apareció en la pantalla una imagen de lo que parecía ser «el vencedor»: una chica vestida con un uniforme de marinerita muy ajado. Agarrada entre dos soldados de las Fuerzas Especiales de Defensa, seguía mirando a la cámara, con el rostro crispado. Bajo su largo pelo enmarañado, había un pegote de una sustancia de un color oscuro en su sien derecha. Shuya aún podía recordar perfectamente cómo aquel rostro crispado de vez en cuando parecía esbozar algo que se asemejaba, de un modo bastante raro, a una sonrisa.
Ahora se daba cuenta de que aquella era la primera vez que había visto a una persona loca. Pero en aquel momento no tenía ni idea de lo que le pasaba a aquella muchacha. Él solo se sintió inexplicablemente atemorizado, como si hubiera visto un fantasma.
Shuya creía recordar que en aquel momento había preguntado: «¿Qué es todo eso, señorita Anno?». Esta solo había negado con la cabeza y había contestado: «Oh, no es nada…». La señorita Anno se alejó un poco de Shuya y murmuró: «Pobre muchacha». Yoshitoki Kuninobu ya había dejado de mirar la tele un poco antes y solo estaba preocupado de comerse una mandarina.
Cuando Shuya creció un poco, aquel mismo informe local, ofrecido una media de una vez cada dos años, le resultaba en cada ocasión más insidioso. Del total de estudiantes de tercer año de instituto, cincuenta clases de las distintas prefecturas de la nación se destinaban a una sentencia de muerte garantizada. Eso significaba que, si cada clase tenía cuarenta estudiantes, dos mil estudiantes morían anualmente sin remedio. No, más precisamente significaba que 1.950 estudiantes eran asesinados todos los años. Peor todavía: no era simplemente una ejecución en masa… Los estudiantes tenían que matarse unos a otros, compitiendo por el título de superviviente. Era la versión más aterradora del juego de las sillas musicales que se pudiera imaginar.
Pero era imposible oponerse al Programa. Era imposible protestar contra nada que pudiera hacer la República del Gran Oriente Asiático.
Así que Shuya decidió olvidarse de ello. Así era como lo llevaban la mayoría de los «reservas» de los institutos, ¿no? Vale, ¿es nuestro sistema especial de reclutamiento? ¿El maravilloso país de las Vigorosas Plantas de Arroz? ¿Cuántos institutos había en la República? Puede que el índice de natalidad estuviera disminuyendo, pero las posibilidades de que te tocara participar en el Programa eran como de una entre ochocientas. En la prefectura de Kagawa eso significaba que solo escogerían una clase cada año. Dicho a lo bruto, era como si te murieras en un accidente de tráfico. Dado que Shuya nunca había tenido suerte en ningún sorteo, suponía que jamás lo escogerían. Ni siquiera en las rifas del pueblo había ganado más que un paquete de pañuelos de papel. A él nunca le tocaba nada. «Así que a joderse, tío».
Pero luego, algunas veces, cuando oía a alguien en clase, especialmente a alguna chica envuelta en lágrimas, diciendo algo como «A mi primo le tocó ir al Programa y…»., un oscuro terror lo paralizaba de nuevo. También se enfurecía. «Es decir… ¿quién tenía derecho a aterrorizar a esa pobre chica?».
Pero en el transcurso de unos pocos días aquella misma chica que había estado tan triste comenzaba a sonreír. Y el temor de Shuya y su furia se desvanecían gradualmente hasta desaparecer también. Pero de todos modos permanecía aquella vaga desconfianza e impotencia que sentía hacia el Gobierno.
Así eran las cosas.
Y cuando Shuya empezó aquel año su tercer curso en el instituto, junto con otros compañeros de clase, dio por sentado que estaba a salvo. En realidad no tenían otra opción más que darlo por sentado.
Hasta ese momento.
—Esto no puede estar pasando…
Se oyó el ruido de una silla al caer cuando alguien se puso en pie.
La voz era lo suficientemente chillona para hacer que Shuya intentara otear el pupitre que había más allá de Hiroki Sugimura. Era Kyoichi Motobuchi, el delegado masculino de la clase. Tenía el rostro más que pálido. Lo tenía casi gris, un surrealista contraste con sus gafas de montura plateada, y recordaba una de aquellas serigrafías de Andy Warhol catalogadas en los libros de texto de arte como «el decadente arte de los imperialistas americanos».
Algunos de sus compañeros de clase tal vez estaban esperando que Kyoichi presentara alguna adecuada protesta bien argumentada. ¿De verdad había que matar a los amigos con los que habías estado saliendo por ahí hasta ayer? Imposible. Alguien estaba cometiendo un gravísimo error. «Oye, dele, ¿te importaría ocuparte de esto por nosotros?».
Pero Kyoichi los dejó colgados a todos.
—Mi… mi padre es director de Asuntos Medioambientales en el Gobierno de la prefectura. ¿Cómo va a seleccionarse para el programa la clase en la que estoy yo?
Debido a sus temblores, su voz tensa sonaba incluso más histérica de lo habitual.
El hombre que decía llamarse Sakamochi sonrió e hizo un gesto paternalista con la cabeza, haciendo ondear su cabellera al viento.
—Veamos… Tú eres Kyoichi Motobuchi, ¿correcto?
Kyoichi asintió.
—Deberías saber lo que es la igualdad. Atiéndeme: todo el mundo nace igual. El trabajo de tu padre en el Gobierno de la prefectura no te otorga ningún derecho a privilegios especiales. No eres distinto a los demás. Escuchadme todos —dijo Sakamochi—. Todos vosotros tenéis historias y pasados distintos y personales. Desde luego, algunos de vosotros provenís de familias acaudaladas, otros de familias pobres. Pero circunstancias que están más allá de vuestro control, como las descritas, no deberían determinar lo que sois. Todos vosotros debéis ser conscientes de lo que sois por vuestros propios medios. Así que, Kyoichi, no pretendas convencernos de que eres alguien especial… ¡porque no lo eres!
Sakamochi le espetó aquello con un alarido tan repentino que Kyoichi se derrumbó en su silla. Sakamochi lo observó durante un rato con una mirada feroz, pero luego volvió a lucir su sardónica sonrisa.
—Vuestra clase será mencionada en las noticias matinales de hoy. Por supuesto, como el Programa tiene que llevarse a cabo en secreto, los detalles no se revelarán hasta que acabe el juego. Veamos ahora, ah, sí… Bien… —Bajó la mirada para consultar sus notas—. A vuestros padres ya se les ha notificado.
Todo el mundo parecía perdido y estupefacto. ¿Compañeros de clase destripándose unos a otros? Imposible.
—Aún no creéis que esto os pueda estar pasando a vosotros, ¿verdad?
Sakamochi se rascó la cabeza con aire de tener alguna duda. Luego se volvió hacia la puerta y exclamó:
—¡Eh, vosotros, muchachos! ¡Entrad!
La puerta se abrió inmediatamente y entraron tres hombres como un vendaval. Los tres vestían ropa de combate de camuflaje y botas militares, y traían bajo el brazo cascos metálicos con la insignia oficial. Era evidente que eran soldados de las Fuerzas Especiales de Defensa. Traían rifles de asalto colgando del hombro, y Shuya pudo ver pistolas automáticas enfundadas colgando de sus cinturones. Uno de los soldados era muy alto, llevaba el pelo peinado de un modo estrafalario y daba la impresión de ser un modernillo. Otro, de una estatura mediana, tenía una cara aniñada y bastante agraciada. El último venía sonriendo, pero quedó eclipsado por el carisma de los otros dos. Traían un saco de nailon, grande y grueso, que recordaba las fundas de los sacos de dormir. En algunas partes del saco sobresalían bultos, como si estuviera lleno de piñas.
Sakamochi permaneció junto a la ventana, y los tres hombres colocaron en el atril el saco, que se quedó allí, a horcajadas. Parecía querer volcarse hacia el lado de las ventanas, y se quedó colgando, tal vez porque lo que tenía dentro no pesaba mucho.
Sakamochi anunció:
—Permitidme presentaros a estos hombres, que os ayudarán durante el Programa. Señor Tahara, señor Kondo y señor Nomura. Y ahora, ¿por qué no les muestran lo que hay ahí dentro?
El soldado del peinado modernillo, Tahara, se aproximó al atril desde el lado del pasillo, tiró de la cremallera y empujó la bolsa abierta. Una cosa empapada en rojo…
—¡Aaaaaaaah!
Antes de que se abriera por completo, una de las chicas de la primera fila chilló enloquecida. Inmediatamente la siguieron todas las demás. Como todos los pupitres y las sillas empezaron a entrechocar, otras voces gritaron:
—¿Qué es? ¿Qué es?
Y un coro de sopranos se elevó en el aire.
Shuya se quedó sin aliento.
Pudo ver en el interior de la bolsa medio abierta el cuerpo del maestro que estaba al cuidado de la clase de tercero B durante el viaje, el señor Masao Hayashida. Ahora ya era el que había sido su maestro. De hecho, ya era el que había sido conocido como señor Hayashida.
Su liviano traje gris azulado estaba empapado en sangre. Solo seguía en su cara la mitad de las grandísimas gafas negras que le habían valido el apodo de Libélula. Normal: únicamente le quedaba la mitad izquierda de su cabeza. Bajo un solo cristal, un globo ocular marmóreo y carmesí observaba con mirada ausente el techo. Una gelatina grisácea, lo que seguramente debían de haber sido sus sesos, colgaban sobre lo que le quedaba de pelo. Como si se alegrara de haberse liberado, el brazo izquierdo, todavía con el reloj, se había deslizado fuera del saco y colgaba por la parte anterior del atril. Solo los que estaban en la primera fila pudieron darse cuenta de que no tenía la otra mano.
—Bueno, bueno, bueno… silencio, ya. —Sakamochi dio unas palmadas, pero los alaridos de las chicas no menguaban—. Callaos ya. ¡Silencio!
De repente, el soldado de cara aniñada que se llamaba Kondo sacó la pistola.
Shuya imaginó que haría un disparo de advertencia al techo pero, en vez de eso, el soldado agarró con una mano la bolsa que contenía al profesor Hayashida y tiró el saco al suelo. Agarró la cabellera y la levantó hasta la altura de su cara. Parecía el héroe de una peli de ciencia ficción enfrentándose a una larva gigante.
El soldado le metió dos tiros a la cabeza del señor Hayashida. Los restos salieron volando. Las potentes balas le arrancaron los sesos y los huesos: una masa informe salpicó todos los rostros y las pecheras de los estudiantes de la primera fila.
Los ecos del disparo aún resonaban. Era difícil descubrir cualquier rasgo del señor Hayashida en aquella cabeza.
El soldado arrastró el cuerpo a un lado del atril. Ya nadie gritaba.
QUEDAN 42 ESTUDIANTES