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Por un momento, Shuya pensó que se encontraba en su clase de siempre.

No era la clase de siempre de tercero B, pero había un atril, una pizarra vieja y, a la izquierda, una gran peana con un enorme televisor. Había filas de pupitres y sillas de contrachapado atornillado a tubos metálicos. En el pupitre de Shuya alguien había grabado un grafiti antigubernamental en una esquina, con un bolígrafo: «Al Dictador le gustan las mujeres de uniforme». Luego vio a todo el mundo en los pupitres, los chicos con uniformes escolares abotonados hasta arriba y las chicas vestidas con sus uniformes escolares de marineritas: sus cuarenta y un compañeros que solo unos momentos antes (al menos eso era lo que le había parecido) iban juntos de viaje en el autobús. Lo único que pasaba era que estaban todos completamente dormidos… algunos, tumbados sobre sus pupitres, y otros, derrumbados sobre sus asientos.

Sentado junto a una ventana de cristal esmerilado, en el lado del pasillo (suponiendo que aquel edificio tuviera la misma disposición que su colegio), Shuya recorrió con la mirada el resto de la sala. Al parecer él era el único que estaba despierto. Delante de él, a su izquierda y hacia la mitad de la sala, estaba Yoshitoki Kuninobu. Detrás de él se encontraba Noriko Nakagawa y, al otro lado de Yoshitoki, estaba Shinji Mimura. Todos ellos estaban derrumbados sobre los pupitres, durmiendo profundamente. El larguirucho corpachón de Hiroki Sugimura yacía tumbado sobre un pupitre junto a las ventanas de la pared izquierda del aula. Al final, Shuya comprendió que la asignación de asientos era idéntica a la que tenían en el instituto Shiroiwa. Entonces comenzó a comprender por qué el lugar le resultaba tan extraño. Las ventanas parecían estar cubiertas como con una especie de planchas negras. ¿Paneles metálicos? Estos proporcionaban un gélido reflejo de la turbia luz de las hileras de fluorescentes que colgaban del techo. Las ventanas de cristal esmerilado que daban al pasillo parecían estar cubiertas con telas negras por fuera. A lo mejor también eran planchas de metal. Era imposible determinar la hora que era.

Shuya miró su reloj de pulsera. Marcaba la una. ¿De la mañana? ¿De la tarde? La fecha señalaba que era «22 Jue», lo cual significaba que, a menos que alguien hubiera estado manipulando su reloj, habían transcurrido tres o quince horas desde que sufrió aquel extraño ataque de somnolencia. «Muy bien, supongamos que me quedé dormido… —pensó—. Sin embargo…».

Shuya miró a sus compañeros de clase.

Algo no iba bien. Desde luego, toda la situación era muy rara. Pero había algo en particular que le incomodaba…

Shuya inmediatamente se dio cuenta de lo que era. Con la cara apoyada en el pupitre, Noriko tenía un collar de metal plateado ceñido a su cuello, justo por encima de la camisa. Como la chaqueta de Yoshitoki Kuninobu estaba abotonada hasta arriba, el collar metálico apenas se veía, pero Shuya consiguió vislumbrarlo también. Shinji Mimura, Hiroki Sugimura… todos tenían un collar metálico alrededor del cuello.

Entonces Shuya se dio cuenta. Levantó la mano derecha buscando su propio collar metálico.

Notó algo duro y frío. Aquella misma cosa debía estar aprisionando su cuello.

Shuya tiró un poco del collar, pero estaba tan ceñido que ni siquiera se movió. En el momento en que fue consciente de tenerlo en torno a su cuello, comenzó a sentirse asfixiado. «¡Collares metálicos! ¡Collares metálicos, como si fuéramos unos putos perros!».

Se peleó un poco con el collar, pero pronto se rindió. Se preguntó qué habría ocurrido en el viaje de estudios. Shuya notó la bolsa de deporte a sus pies, en el suelo. La noche anterior había metido despreocupadamente algo de ropa, una toalla, el cuaderno de viaje de la escuela y una petaca de bourbon. Todos tenían también sus bolsas a los pies.

De repente se oyó un violento ruido en la entrada, y la puerta se abrió lentamente. Shuya levantó la mirada.

Entró un hombre.

Era robusto y fornido. Tenía las piernas extraordinariamente cortas, como si fueran un mero apéndice de su torso. Llevaba unos pantalones de color beis claro, una chaqueta gris, una corbata roja y unos mocasines negros. Toda su indumentaria parecía bastante raída. En la solapa de la chaqueta llevaba prendida una insignia de color naranja, lo cual indicaba su relación con la administración gubernamental. Tenía las mejillas coloradas. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era su corte de pelo. Lo llevaba largo, hasta los hombros, como una jovencita. A Shuya le recordaba la carátula fotocopiada y granulada de una cinta de Joan Baez que había comprado en el mercado negro.

El hombre se plantó ante el atril y echó un vistazo a toda la clase. Su mirada se detuvo en Shuya, que era el único despierto… suponiendo que aquello no fuera un sueño.

Ambos permanecieron sin inmutarse, mirándose al menos durante un minuto entero. Pero a lo mejor porque los otros estudiantes ya se estaban desperezando, y las toses y los bostezos iban oyéndose poco a poco por toda la clase, el hombre apartó la mirada de Shuya. Los movimientos y bostezos de unos despertaron a los otros de su profunda ensoñación.

Shuya miró al resto de la clase. A medida que se despertaban, daba la impresión de que sus ojos intentaban entender dónde estaban. Todo el mundo estaba confuso. Shuya cruzó la mirada con Yoshitoki Kuninobu cuando este se volvió. Shuya señaló su collar, dándose unos golpecitos en el cuello. Yoshitoki inmediatamente se llevó las manos al cuello. Parecía conmocionado. Sacudió la cabeza a la derecha y a la izquierda, y luego se volvió hacia el atril. Noriko Nakagawa también buscó la mirada de Shuya, con una mirada aterrorizada. El solo pudo encogerse de hombros a modo de respuesta.

En cuanto todos se despertaron, el hombre dijo con una voz alegre:

—Muy bien, ¿todos despiertos? ¡Espero que hayáis dormido bien!

Nadie contestó. Incluso los payasetes de la clase, Yutaka Seto y Yuka Nakagawa (la estudiante número 16) estaban mudos.

QUEDAN 42 ESTUDIANTES