Prólogo

 

Si algo caracteriza a José Gil Olmos, además de su larga y necesaria trayectoria periodística, es que ha tenido el acierto de seguir muy de cerca los dos grandes movimientos morales de los últimos 20 años en México: el zapatismo –que nació en 1994 con el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en las montañas del sureste mexicano como una respuesta a la ancestral opresión de los pueblos indios, a la corrupción del Estado y a la violencia que se ahondaría con la apertura del país al TLC y a la llamada economía neoliberal– y el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), que en 2011, a raíz de la masacre de siete personas en Morelos, comenzó a movilizarse por todo el país y Estados Unidos para visibilizar a las víctimas de la violencia y buscar una ruta de justicia y de paz. Supongo que buscaba en ellos un diagnóstico y una respuesta a la emergencia nacional y a la tragedia humanitaria que desde entonces no ha dejado de crecer y de hacerse más honda con la guerra contra el narcotráfico y la solidificación del crimen organizado.

Recuerdo, en este sentido, que durante la caravana que el MPJD hizo a lo largo de la frontera y de la costa este de Estados Unidos, Pepe, como le llamamos los amigos, me dijo que quería escribir un libro sobre ambos movimientos. No lo hizo. Nunca le pregunté el porqué. La respuesta, sin embargo, me llegó cuando me pidió prologar el libro Batallas de Michoacán. Autodefensas, el proyecto colombiano de Peña Nieto. Al leerlo, me di cuenta de que José Gil no había escrito aquel libro, primero, porque sabía que, a pesar del profundo trabajo que ambos movimientos habían hecho por la justicia y la paz, la corrupción de las élites políticas no haría nada por resolver el problema y la lucha para detener el horror continuaría de otras maneras. Segundo, necesitaba saber con claridad lo que en el fondo de la propuesta neoliberal –desde Carlos Salinas de Gortari, pasando por Vicente Fox y Felipe Calderón, hasta Enrique Peña Nieto, que había iniciado su administración tratando de borrar de la conciencia pública la violencia y las víctimas, y haciendo los consensos para las reformas estructurales– no sólo la había generado, sino exponenciado.

La respuesta llegó bajo la forma de un nuevo alzamiento. El 24 de febrero de 2013, a inicios de la administración de Enrique Peña Nieto, en Michoacán –el estado de la República Mexicana donde Felipe Caderón, al comienzo de su mandato, en 2006, y vestido de militar, lanzó su guerra contra el narcotráfico– un numeroso grupo de hombres armados apareció en la región de Tierra Caliente. No eran, como los zapatistas y las policías comunitarias, indios armados con escopetas, algunas armas de alto poder y “rifles de palo”; mucho menos, como el MPJD, víctimas urbanas que, apertrechadas con las enseñanzas de Gandhi, se habían puesto a desafiar al crimen y al Estado. Eran rancheros –pequeños propietarios– equipados con armas de asalto que, como muchas comunidades del país, habían sido sometidos, mediante el terror, a la extorsión y el pago de piso, y que se llamaban Autodefensas. Eran, también, la confirmación de lo que había afirmado el MPJD a finales de 2011, en Xalapa, frente a las simulaciones, corrupciones, traiciones y complicidades de los gobiernos con el poder del dinero: “Seremos el último movimiento no violento que tenga el país”.

Inmediatamente, José Gil Olmos se trasladó allí y, al igual que lo hizo con el zapatismo y el MPJD, acompañó, miró, indagó, entrevistó. Lo que allí encontró no fue un movimiento puramente moral, como el del zapatismo y el del MPJD, sino una estrategia de guerra diseñada por Óscar Naranjo, el general colombiano que había enfrentado a los cárteles en su país y a quien Enrique Peña Nieto, desde que era candidato a la Presidencia de la República, había traído como su asesor en seguridad para fracturar, utilizando gente vinculada con los cárteles, el inmenso poder que, en connivencia con el Estado, habían adquirido Los Caballeros Templarios. Esos grupos, con excepción, a lo que parece, del doctor José Manuel Mireles –quien no dejó de denunciar, hasta su encarcelamiento, los vínculos de muchos líderes de las Autodefensas con Los Caballeros Templarios y funcionarios del gobierno, incluyendo al comisionado Alfredo Castillo, enviado por Enrique Peña Nieto a pacificar la región–, hunden sus raíces en las rutas del narcotráfico que se generaron, a causa de la miseria y del abandono, durante la década de los cincuenta, en el reforzamiento y multiplicación de los grupos delictivos bajo la política neoliberal del salinismo y su reforma del artículo 27 constitucional y en los intrincados vínculos que, a partir de entonces, fueron tejiendo con el Estado. En este sentido, el nacimiento de las Autodefensas no es sólo el fruto de sectores de la población indignados frente a la ausencia del Estado y los crímenes de los cárteles. Es, sobre todo, el fruto de una estrategia de guerra diseñada no para reconstruir el Estado de derecho –la lógica neoliberal, basada en la maximización de los capitales, no conoce ni el derecho ni la ética política–, sino para quitarle el mando político y comercial a Los Caballeros Templarios que, a través del gobierno, controlaban la mayor parte de los 113 municipios de Michoacán. En la lógica de Enrique Peña Nieto, que es la lógica del neoliberalismo y de una nueva forma de la dictadura, el Estado –parece decirnos la larga, fascinante y aterradora investigación periodística de José Gil Olmos– no sólo debe poseer el uso legítimo de la violencia –de allí la transformación de las Autodefensas, cuando cumplieron su cometido, en policías rurales, y el encarcelamiento de Mireles–, sino, por lo mismo, la administración del crimen. Al Estado no le importa que quienes conformaron las Autodefensas hayan sido templarios, narcotraficantes o asesinos; no le importa tampoco que lo sigan siendo. Le importa, en cambio, que el control y la administración de esas actividades los tenga él. El dinero de los capitales legales o ilegales es, como el uso de la fuerza, competencia exclusiva del Estado.

Las batallas de Michoacán. Autodefensas, el proyecto colombiano de Peña Nieto es así la historia de la violencia que en los últimos 20 años se ha instalado en el país. Porque el micro contiene al macro, José Gil Olmos, al investigar y contarnos la génesis de las rutas de las drogas en Michoacán, su reforzamiento y expansión a través de la política neoliberal del salinismo y de las siguientes administraciones, el surgimiento de La Familia Michoacana y, luego, de Los Caballero Templarios y de su cultura –una New Age criminal mezcla de autoayuda, principios religiosos, contrainsurgencia paramilitar y guerrillera y fanatismo–, la espantosa degradación del Estado que los protegió hasta convertirlos en gobierno, y la estrategia de la administración de Peña Nieto para recuperar la administración política y comercial del crimen, nos revela la realidad del país. Nos revela también, de alguna forma, las causas estructurales que generaron el surgimiento del zapatismo, del MPJD y, recientemente con la tragedia de Ayotzinapa, las movilizaciones de miles de jóvenes, del hartazgo de la nación y de las estrategias de control que ha comenzado a articular el Estado utilizando la violencia de los mal llamados “anarquistas”. Nos revela, por último, el absoluto fracaso del Estado, su articulación en una dictadura de nuevo cuño y la necesidad de una refundación nacional.

Libro imprescindible para entender parte de la crisis civilizatoria en la que estamos inmersos, Batallas de Michoacán. Autodefensas, el proyecto colombiano de Peña Nieto, sienta las bases para que un día José Gil Olmos escriba el libro del que en la caravana por Estados Unidos me habló. En esos movimientos, que también acompañó e investigó a fondo, hay una profunda respuesta al fracaso del Estado y su intento de rearticularse en una dictadura basada en el dinero y la administración del crimen.

 

 

Javier Sicilia

Barranca de Acapantzingo, 6 de diciembre de 2014