Grité para despertar a mis padres, que entraron corriendo en mi habitación, pero no pudieron hacer nada para atenuar la supernova que me explotaba en el cerebro, una interminable cadena de petardos intracraneales que me hicieron pensar que todo había acabado de una vez para siempre. Me dije a mí misma —como me había dicho a mí misma antes— que el cuerpo se desconecta cuando el dolor es demasiado intenso, que la conciencia es temporal y que pasaría. Pero, como siempre, no me desvanecí. Me quedé en la orilla, con las olas alcanzándome, incapaz de ahogarme.
Mi padre conducía y hablaba a la vez por teléfono con el hospital mientras yo estaba tumbada en el asiento trasero, con la cabeza sobre las rodillas de mi madre. No había nada que hacer. Si gritaba, me dolía todavía más. De hecho, cualquier reacción hacía que me doliera más.
La única solución era intentar deshacer el mundo, conseguir que volviera a ser oscuro, silencioso y deshabitado, devolverlo al instante anterior al Big Bang, al principio, cuando era el Verbo, y vivir en aquel espacio vacío previo a la creación solo con el Verbo.
La gente habla del coraje de los enfermos de cáncer, y no niego que lo tengamos. Me habían pinchado, acuchillado y envenenado durante años, y todavía seguían haciéndolo. Pero no os equivoquéis. En aquel momento me habría gustado mucho, mucho, morirme.
Me desperté en la UCI. Supe que era la UCI porque no estaba en una habitación individual, porque oía pitidos por todas partes y porque estaba sola. En la UCI del Hospital Infantil no dejan que la familia se quede veinticuatro horas al día, siete días por semana, para evitar el riesgo de infecciones. Se oían llantos al final de la sala. Había muerto el hijo de alguien. Estaba sola. Pulsé el botón rojo.
En unos segundos llegó una enfermera.
—Hola —la saludé.
—Hola, Hazel. Soy Alison, tu enfermera —me respondió.
—Hola, Alison Mi Enfermera —le dije.
Volvía a sentirme muy cansada, pero me incorporé un poco cuando mis padres entraron llorando y dándome besos en la cara. Intenté acercarme a ellos para abrazarlos, pero me dolía todo. Mis padres me dijeron que no tenía un tumor cerebral, que me había dolido la cabeza por la falta de oxigenación, ya que tenía los pulmones llenos de líquido. Me habían drenado del pecho un litro y medio (¡!), y por eso sentía molestias en el costado, donde de pronto vi un tubo que iba de mi pecho a un recipiente de plástico medio lleno de un líquido que a todo el mundo le parecía la cerveza preferida de mi padre. Mi madre me dijo que iba a volver a casa, que de verdad volvería, que solo tendrían que drenarme el líquido de vez en cuando y volver al BiPAP, esa máquina para las noches que introduce y saca el aire de mis pulmones de mierda. Pero añadieron que la primera noche que había pasado en el hospital me habían hecho un escáner de todo el cuerpo, y las noticias eran buenas: los tumores no crecían y no habían salido más. El dolor en el hombro había sido por la falta de oxígeno, porque el corazón había tenido que trabajar duro.
—La doctora Maria nos ha dicho esta mañana que sigue siendo optimista —me dijo mi padre.
La doctora Maria me caía bien, no decía gilipolleces, así que me alegró saberlo.
—No es nada, Hazel —continuó mi madre—. Podemos vivir con ello.
Asentí, y Alison Mi Enfermera les pidió amablemente que se marcharan. Me preguntó si quería cubitos de hielo. Le dije que sí, de modo que se sentó en la cama conmigo y me los metió en la boca con una cuchara.
—Te has pasado un par de días durmiendo —me dijo Alison—. Veamos lo que te has perdido… Un famoso se ha drogado. Los políticos no se han puesto de acuerdo. Otra famosa se ha puesto un biquini que mostraba que su cuerpo no era perfecto. Un equipo ha ganado un partido, pero otro equipo lo ha perdido.
Sonreí.
—No puedes desaparecer así como así, Hazel. Te pierdes demasiadas cosas —siguió diciéndome.
—¿Más? —le pregunté, señalando con la cabeza la cubitera de corcho blanco que tenía en las manos.
—No debería —me respondió—, pero soy una rebelde.
Me dio otra cucharada de hielo picado. Se lo agradecí en un murmullo. Que Dios bendiga a las buenas enfermeras.
—¿Estás cansada? —me preguntó.
Asentí.
—Duerme un rato —me dijo—. Intentaré que no te interrumpan para que tengas un par de horas antes de que vengan a revisarte las constantes vitales y esas cosas.
Volví a darle las gracias. En un hospital das las gracias muchas veces. Intenté acomodarme en la cama.
—¿No vas a preguntar por tu novio? —me preguntó.
—No tengo novio —le contesté.
—Bueno, hay un chico que apenas se ha movido de la sala de espera desde que te trajeron —me dijo.
—No me ha visto así, ¿verdad?
—No. Solo pueden entrar los familiares.
Asentí y me sumí en un sueño acuoso.
Tardaría seis días en volver a casa, seis días perdidos contemplando las placas del techo, viendo la tele, durmiendo, sintiendo dolor y deseando que el tiempo pasara. No vi ni a Augustus ni a nadie aparte de mis padres. Mi pelo parecía el nido de un pájaro, y andaba pesadamente, como un paciente senil, aunque me sentía un poco mejor cada día. Cada vez que me despertaba, me parecía un poco más a mí misma. «Dormir va bien para el cáncer», me dijo el doctor Jim por enésima vez inclinándose hacia mí, rodeado de un grupo de estudiantes de medicina.
—Entonces soy una máquina contra el cáncer —le dije.
—Lo eres, Hazel. Sigue descansando y seguramente podremos mandarte a casa pronto.
El martes me dijeron que volvería a casa el miércoles. El miércoles, dos estudiantes de medicina, sin apenas control por parte de los médicos, me quitaron el tubo del pecho. Sentí como si me pegaran un navajazo en el costado, y la cosa no iba bien en general, así que decidieron que me quedaría hasta el jueves. Empezaba a pensar que formaba parte de algún angustioso experimento sobre retraso permanente de la recompensa cuando el viernes por la mañana apareció la doctora Maria, husmeó a mi alrededor un minuto y me dijo que podía marcharme.
Mi madre abrió su enorme bolso para mostrarme que siempre llevaba consigo mi ropa de calle. Llegó una enfermera y me quitó el gota a gota. Me sentí liberada, aunque tenía que seguir cargando con la bombona de oxígeno. Fui al baño, me di mi primera ducha en una semana, me vestí y, cuando salí, estaba tan cansada que tuve que tumbarme para recuperar la respiración.
—¿Quieres ver a Augustus? —me preguntó mi madre.
—Supongo —le contesté un minuto después.
Me levanté, me arrastré hasta una silla de plástico apoyada en la pared y metí la bombona debajo de la silla. Me quedé agotada.
A los pocos minutos mi padre volvió con Augustus. Llevaba el pelo alborotado y el sudor le resbalaba por la frente. Al verme, me lanzó la auténtica sonrisa de oreja a oreja de Augustus Waters y no pude evitar devolvérsela. Se sentó en el sillón azul de imitación de piel, junto a mi silla, y se inclinó hacia mí. Era evidente que no podía reprimir la sonrisa.
Mis padres nos dejaron solos y me sentí un poco incómoda. Hice un esfuerzo por mirarlo a los ojos, aunque eran tan bonitos que costaba mirarlos.
—Te he echado de menos —me dijo Augustus.
—Gracias por no intentar verme cuando estaba hecha un cristo —le dije con voz más baja de lo que habría querido.
—Para ser sincero, sigues teniendo una pinta horrorosa.
Me reí.
—Yo también te he echado de menos. Es solo que no quería que vieras… esto. Solo quiero que… No importa. No siempre se consigue lo que se quiere.
—¿En serio? —me preguntó—. Siempre había pensado que el mundo era una gran fábrica de conceder deseos.
—Pues resulta que no es el caso —le respondí.
Estaba guapísimo. Quiso cogerme de la mano, pero negué con la cabeza.
—No —le dije en voz baja—. Si vamos a salir juntos, no quiero que sea así.
—Bien —me dijo—. Bueno, tengo noticias de las altas instancias que conceden deseos, una buena y otra mala.
—Cuéntame.
—La mala noticia es que obviamente no podemos ir a Amsterdam hasta que te mejores. Pero los genios harán su magia en cuanto estés bien.
—¿Ésa es la buena noticia?
—No. La buena noticia es que, mientras dormías, Peter van Houten ha compartido un poco más de su brillante cerebro con nosotros.
Volvió a buscar mi mano, pero esta vez para darme una hoja doblada varias veces con un membrete que decía: «Peter van Houten, novelista emérito».
No la leí hasta que llegué a casa y me senté en mi cama, grande y vacía, donde era imposible que los médicos me interrumpieran. Tardé un siglo en entender la letra inclinada e irregular de Van Houten.
Querido señor Waters:
Acabo de recibir su correo electrónico con fecha 14 de abril, y obviamente la complejidad shakespeariana de su tragedia me ha impresionado. En esta historia todo el mundo carga con una hamartía sólida como una roca: ella, estar tan enferma; usted, estar tan bien. Si ella estuviera mejor, o usted más enfermo, las estrellas no se habrían cruzado de forma tan terrible, pero la naturaleza de las estrellas es cruzarse, y nunca Shakespeare se equivocó tanto como cuando hizo decir a Casio: «La culpa, querido Bruto, no la tienen nuestras estrellas / sino nosotros». Es muy fácil decirlo cuando eres un noble romano (o Shakespeare), pero nuestras estrellas tienen no poca culpa de lo que nos sucede.
Y hablando de las imperfecciones del viejo Will, lo que me escribe sobre la joven Hazel me recuerda al soneto 55 del Bardo, que, como sabe, empieza diciendo: «Ni el mármol ni los regios monumentos / son más indestructibles que estas rimas; / tú brillarás en ellas cuando el tiempo / desgaste, vil, las piedras que ahora brillan». (No tiene que ver con el tema, pero ¿qué es un tiempo vil? El tiempo nos aprieta a todos). El poema es excelente, pero embustero. Es cierto que recordamos las indestructibles rimas de Shakespeare, pero ¿qué recordamos de la persona a la que se las dedica? Nada. Sabemos seguro que era un hombre, pero todo lo demás son conjeturas. Shakespeare nos contó muy poco del hombre al que sepultó en su sarcófago lingüístico. (Lo que también pone de manifiesto que, cuando hablamos de literatura, lo hacemos en presente. Cuando hablamos del muerto, no somos tan amables). No se inmortaliza a los seres perdidos escribiendo sobre ellos. El lenguaje entierra, pero no resucita. (En honor a la verdad, no soy el primero que hace esta observación. Véase el poema de MacLeish «Ni el mármol ni los regios monumentos», que contiene el heroico verso «Tendré que decirte que vas a morir y que nadie te recordará»).
Estoy divagando, pero el problema es el siguiente: a los muertos solo se les ve con el terrible ojo sin párpado de la memoria. Los vivos, gracias a Dios, siguen sorprendiéndose y decepcionándose. Su Hazel está viva, Waters, y no debe usted imponer su voluntad sobre la decisión de otra persona, en especial una decisión muy meditada. Quiere evitarle el dolor, y usted debería permitírselo. Quizá no le parezca convincente la lógica de la joven Hazel, pero llevo en este valle de lágrimas más tiempo que usted, y desde mi punto de vista la loca no es ella.
Atentamente,
Peter van Houten.
La había escrito él de verdad. Me chupé el dedo, froté el papel, y la tinta se corrió un poco, así que supe que era real.
—Mamá —dije.
Me dirigí a ella en voz baja, aunque no tenía por qué. Siempre estaba esperándome. Asomó la cabeza por la puerta.
—¿Estás bien, cariño?
—¿Podemos llamar a la doctora Maria y preguntarle si viajar al extranjero me mataría?