Cuando llegué a casa, mi madre estaba doblándome la ropa limpia mientras veía un magazín en la tele. Le conté que los tulipanes, el artista holandés y todo lo demás eran porque Augustus iba a utilizar su deseo para llevarme a Amsterdam.
—Es demasiado —dijo sacudiendo la cabeza—. No podemos aceptar algo así de alguien que es prácticamente un extraño.
—No es un extraño. Es mi segundo mejor amigo.
—¿Después de Kaitlyn?
—Después de ti —le contesté.
Era verdad, pero lo dije sobre todo porque quería ir a Amsterdam.
—Lo consultaré con la doctora Maria —respondió por fin.
La doctora Maria dijo que no podía ir a Amsterdam si no me acompañaba un adulto que conociera muy bien mi caso, lo que más o menos significaba que o bien mi madre o bien ella misma. (Mi padre entendía mi cáncer como yo, es decir, de la forma vaga e incompleta en que se entienden los circuitos eléctricos y las mareas. Pero mi madre sabía más sobre los carcinomas de tiroides en adolescentes que la mayoría de los oncólogos).
—Pues vienes conmigo —le dije—. Los genios lo pagarán. Están forrados.
—¿Y tu padre? —me preguntó—. Nos echará de menos. No sería justo, él no puede dejar el trabajo.
—¿Estás de broma? ¿No crees que a papá le encantará pasar unos días viendo programas que no sean realities para ser modelo, pidiendo pizza cada noche y utilizando servilletas de papel en lugar de platos para no tener que fregarlos?
Mi madre se rió. Al final empezó a entusiasmarse y a anotar en la agenda de su teléfono todo lo que tenía que hacer. Tendría que llamar a los padres de Gus, hablar con los genios sobre mis necesidades médicas y preguntarles si habían reservado ya el hotel, buscar las mejores guías, investigar un poco, ya que solo teníamos tres días, y muchas cosas más. Me dolía un poco la cabeza, así que me tomé un par de ibuprofenos y decidí hacer una siesta.
Acabé simplemente tumbada en la cama recreando el picnic con Augustus. No podía dejar de pensar en el instante en que me puse tensa porque me tocó. De alguna manera, sentí extraño aquel gesto de ternura. Pensaba que quizá había sido por cómo Augustus lo había organizado todo. Había estado genial, pero en el picnic todo era excesivo, empezando por los sándwiches, que tenían connotaciones metafóricas, pero estaban malísimos, y el discurso memorizado, que impidió que charláramos. Era todo muy novelesco, pero nada romántico.
Aunque la verdad es que nunca había deseado que me besara, al menos no como se supone que se desean estas cosas. Bueno, era guapísimo y me atraía, pero pensaba en él en estos términos, como las colegialas de mi ciudad. Aunque el hecho de que me tocara, de que se decidiera a tocarme… había sido un error.
Entonces me descubrí a mí misma pensando si debería haberme enrollado con él para ir a Amsterdam, que no es el pensamiento más agradable, porque: a) no debería haberme preguntado siquiera si quería besarlo, y b) besar a alguien para poder hacer un viaje gratis está peligrosamente cerca del puterío total, y tengo que confesar que, aunque no me consideraba una persona especialmente buena, nunca pensé que mi primera relación sexual pudiera tener algo que ver con la prostitución.
Aunque lo cierto es que Augustus no había intentado besarme. Solo me había tocado la cara, un gesto que ni siquiera es sexual. No fue un gesto para ponerme cachonda, pero sin duda sí que fue calculado, porque Augustus Waters no era de los que improvisaban. ¿Qué había querido darme a entender? ¿Y por qué yo no había querido aceptarlo?
Llegado este punto, me di cuenta de que estaba haciendo lo mismo que Kaitlyn, así que decidí mandarle un mensaje para pedirle consejo. Me llamó inmediatamente.
—Tengo problemas con un chico —le dije.
—FANTÁSTICO —me respondió Kaitlyn.
Le conté toda la historia, incluso que me había sentido incómoda cuando me había tocado la cara. Solo me callé lo de Amsterdam y el nombre de Augustus.
—¿Estás segura de que está bueno? —me preguntó cuando hube terminado.
—Totalmente segura —le respondí.
—¿Está cachas?
—Sí, jugaba al baloncesto en el North Central.
—¡Uau! —exclamó Kaitlyn—. Solo por curiosidad: ¿cuántas piernas tiene el chaval?
—Más o menos, una coma cuatro —le contesté sonriendo.
En Indiana los jugadores de baloncesto eran conocidos, y aunque Kaitlyn no había ido al North Central, su vida social era infinita.
—Augustus Waters —me dijo.
—Puede ser…
—¡Madre mía! Lo he visto en varias fiestas. Me lo comería entero. Bueno, ahora que sé que te interesa, no, pero ¡virgen del amor hermoso!, daría veinte vueltas al corral montada en ese poni de una pierna.
—Kaitlyn —le dije.
—Perdona. ¿Crees que deberías montarlo tú?
—Kaitlyn —repetí.
—¿De qué estábamos hablando? Sí, de ti y de Augustus Waters. ¿No serás… lesbiana?
—No creo. Mira, estoy segura de que me gusta.
—¿Tiene las manos feas? Algunas veces los guapos tienen las manos feas.
—No. Tiene unas manos preciosas.
—Hummm… —dijo Kaitlyn.
—Hummm… —dije yo.
Nos quedamos un instante en silencio.
—¿Te acuerdas de Derek? —me preguntó de pronto Kaitlyn—. Rompió conmigo la semana pasada porque llegó a la conclusión de que en el fondo éramos totalmente incompatibles y de que, si seguíamos, solo conseguiríamos hacernos más daño. Lo llamó «corte preventivo». Quizá presientes que sois básicamente incompatibles y estás previniendo la prevención.
—Hummm… —dije.
—Solo estoy pensando en voz alta.
—Siento lo de Derek.
—Bah, ya lo he superado. Me bastó con una caja de galletas de chocolate y menta, y cuarenta minutos para superar a ese chico.
Me reí.
—Gracias, Kaitlyn.
—Si al final te enrollas con él, espero que me cuentes todos los detalles lascivos.
—Pues claro —le respondí.
Kaitlyn me mandó un sonoro beso desde el otro lado del teléfono. Me despedí de ella y colgó.
Mientras escuchaba a Kaitlyn me di cuenta de que no tenía la premonición de que acabaría haciéndole daño. Lo que tenía era una «posmonición».
Saqué mi portátil y busqué a Caroline Mathers. El parecido físico conmigo era impresionante: la misma cara redonda, la misma nariz y casi el mismo cuerpo. Pero tenía los ojos castaños (los míos son verdes) y era mucho más morena de piel, italiana o algo así.
Miles de personas —literalmente miles— habían dejado mensajes de pésame en su muro. Había una pantalla infinita de gente que la echaba de menos, tanta que tardé una hora en pasar de los posts que decían «Lamento mucho que hayas muerto» a los que decían «Rezo por ti». Había muerto hacía un año de cáncer cerebral. Pude abrir varias fotos suyas. Augustus aparecía en muchas de las primeras: señalando con los pulgares la cicatriz que rodeaba el cráneo calvo de la chica, cogidos de la mano y de espaldas a la cámara en el patio del Memorial y besándose mientras Caroline sujetaba la cámara, de modo que solo se les veían la nariz y los ojos cerrados.
Las últimas fotos eran todas de antes, de cuando Caroline estaba sana, y las habían colgado sus amigos después de que muriera. Era una chica guapa, de anchas caderas y curvas, con el pelo largo y liso de color negro azabache cayéndole sobre la cara. Cuando yo estaba sana, apenas me parecía a ella, pero con cáncer podríamos haber sido hermanas. No era raro que se fijara en mí en cuanto me vio.
Volví al muro y leí un post que había escrito un amigo suyo hacía dos meses, nueve después de su muerte. «Todos te echamos mucho de menos. No te olvidamos. Es como si hubiéramos salido todos heridos de tu batalla, Caroline. Te echo de menos. Te quiero».
Al rato, mis padres me avisaron de que la cena estaba lista. Apagué el ordenador y me levanté, pero no podía quitarme el post de la cabeza, y por alguna razón me puse nerviosa y se me quitó el hambre.
No dejaba de pensar en el hombro, que me dolía, y también seguía doliéndome la cabeza, pero quizá era porque había estado pensando en una chica que había muerto de cáncer cerebral. Me repetía una y otra vez que no debía mezclar las cosas, que ahora estaba allí, en aquella mesa redonda (seguramente demasiado grande para tres personas, y sin la menor duda para dos), con aquel brócoli pasado y una hamburguesa de judías negras que todo el kétchup del mundo no podría humedecer mínimamente. Me decía a mí misma que imaginar que tenía un tumor en el cerebro o en el hombro no iba a afectar a la invisible realidad de lo que sucedía dentro de mí, y que por lo tanto todos aquellos pensamientos eran momentos perdidos en una vida que, por definición, está formada por una cantidad finita de momentos. Incluso intenté decirme a mí misma que aquél sería el mejor día de mi vida.
La mayor parte del tiempo no llegaba a entender por qué el hecho de que un extraño hubiera escrito en internet a una chica también extraña (y muerta) me molestaba tanto y me hacía preocuparme de que tuviera algo en el cerebro, que realmente me dolía, aunque sabía por años de experiencia que el dolor no es un elemento de diagnóstico contundente.
Como aquel día no había habido un terremoto en Papúa Nueva Guinea, mis padres se centraron en mí, así que no pude ocultar mi evidente angustia.
—¿Va todo bien? —me preguntó mi madre mientras comía.
—Ajá —le contesté.
Cogí un trozo de hamburguesa y me la tragué. Intenté decir algo que diría una persona normal cuyo cerebro no estuviera sumido en el pánico.
—¿Las hamburguesas llevan brócoli?
—Un poco —me respondió mi padre—. Qué emocionante que puedas ir a Amsterdam…
—Sí —le dije.
Intenté no pensar en la palabra «heridos», lo que, por supuesto, es una manera de pensar en ella.
—Hazel —me dijo mi madre—, ¿estás en la luna?
—No, estoy pensando, supongo —le contesté.
—Estás enamorada —dijo mi padre sonriendo.
—No soy una pardilla, y no estoy enamorada ni de Gus Waters ni de nadie —le contesté demasiado a la defensiva.
«Heridos». Como si Caroline Mathers hubiera sido una bomba y, cuando explotó, a todos los que la rodeaban se les hubiera incrustado metralla.
Mi padre me preguntó si tenía trabajo para la facultad.
—Tengo unos ejercicios muy complicados de álgebra —le contesté—. Tan complicados que no podría explicar de qué van a alguien que no tiene ni idea.
—¿Y cómo está tu amigo Isaac?
—Ciego —respondí.
—Hoy estás de lo más adolescente —me dijo mi madre un poco molesta.
—¿No es lo que querías, mamá? ¿Que fuera una adolescente?
—Bueno, no necesariamente este tipo de adolescente, pero por supuesto tu padre y yo estamos muy contentos de ver que te conviertes en una jovencita, haces amigos y sales con chicos.
—No salgo con chicos —le contesté—. No quiero salir con nadie. Es una pésima idea, una pérdida de tiempo total y…
—Cariño —me interrumpió mi madre—, ¿qué te pasa?
—Que soy como… como una granada, mamá. Soy una granada, y en algún momento explotaré, así que me gustaría que hubiera el menor número de víctimas posible, ¿vale?
Mi padre ladeó un poco la cabeza, como un perro al que acaban de reñir.
—Soy una granada —repetí—. Lo único que quiero es mantenerme alejada de la gente, leer libros, pensar y estar con vosotros, porque a vosotros no puedo evitar haceros daño. Estáis demasiado involucrados. Así que dejadme hacerlo, por favor, ¿vale? No estoy deprimida. No necesito salir más. Y no puedo ser una adolescente normal, porque soy una granada.
—Hazel… —dijo mi padre.
Y de repente se quedó sin habla. Mi padre lloraba mucho.
—Me voy a mi habitación a leer un rato, ¿vale? Estoy bien. De verdad, estoy bien. Solo quiero ir a leer un rato.
Intenté leer la novela que me habían pedido en la facultad, pero vivíamos en una casa de paredes dramáticamente finas, así que oía casi toda la conversación que mantenían mis padres entre susurros. Mi padre decía: «Me mata», y mi madre le respondía: «Eso es precisamente lo que no tiene que oírte decir», y mi padre decía: «Lo siento, pero…», y mi madre replicaba: «¿No estás contento?», y él respondía: «Pues claro que estoy contento». Seguí intentando meterme en la novela, pero no podía dejar de escucharlos.
Encendí el ordenador para escuchar un poco de música, y mientras sonaba el grupo preferido de Augustus, The Hectic Glow, volví a las páginas que rendían homenaje a Caroline Mathers y leí lo heroicamente que había luchado, lo mucho que la echaban de menos, que se había ido a un lugar mejor, que viviría siempre en el recuerdo de los que la querían y que todos los que la conocían —todos— se habían quedado hundidos por su marcha.
Quizá se suponía que tenía que odiar a Caroline Mathers, porque había estado con Augustus, pero no la odiaba. No podía hacerme una idea demasiado clara de ella a partir de todos aquellos mensajes, pero no parecía haber mucho que odiar. Parecía más bien una enferma profesional, como yo, lo que hizo que me preocupara el hecho de que cuando yo muriera solo pudieran decir de mí que había luchado heroicamente, como si lo único que hubiera hecho en mi vida hubiera sido tener cáncer.
En cualquier caso, al final empecé a leer las breves notas de Caroline Mathers, aunque en realidad casi todas las habían escrito sus padres, porque supongo que su cáncer cerebral era de ésos que hacen que dejes de ser tú antes de quitarte la vida.
Eran notas del tipo: «Caroline sigue teniendo problemas de conducta. Se enfrenta a la rabia y la frustración de no poder hablar (también a nosotros nos frustran estas cosas, por supuesto, pero nosotros disponemos de más maneras socialmente aceptables de manejar la rabia). A Gus le ha dado por llamar a Caroline EL INCREÍBLE HULK, de lo que se han hecho eco los médicos. No es fácil para ninguno de nosotros, pero cada uno proyecta su sentido del humor donde puede. Esperamos volver a casa el jueves. Ya os contaremos…».
No será necesario que diga que no volvió a casa el jueves.
Por supuesto que me puse tensa cuando me tocó. Estar con él suponía inevitablemente hacerle daño. Y eso fue lo que sentí cuando se acercó a mí, como si estuviera ejerciendo violencia sobre él, porque la ejercía.
Decidí mandarle un mensaje. Quería evitar hablar con él sobre el tema.
Hola, en fin, no sé si lo entenderás, pero no puedo besarte ni nada de eso. No doy por hecho que tú quieras, pero yo no puedo.
Cuando intento mirarte en ese sentido, solo veo los problemas que voy a causarte. Quizá no lo entiendes.
En fin, lo siento.
Me respondió a los pocos minutos:
Bien.
Le contesté.
Bien.
Me respondió:
¡Joder, deja de coquetear conmigo!
Me limité a escribir:
Bien.
Mi teléfono zumbó al momento.
Era broma, Hazel Grace. Lo entiendo. (Pero los dos sabemos que bien es una palabra para ligar. Bien REBOSA sensualidad).
Estuve tentada de volver a responderle «Bien», pero me lo imaginé en mi funeral, y eso me ayudó a escribir lo que debía.
Lo siento.
Intenté dormir con los auriculares puestos, pero al rato entraron mis padres. Mi madre cogió a Bluie del estante y lo estrechó contra su estómago, y mi padre se sentó en mi silla y me dijo sin llorar:
—No eres una granada. Para nosotros, no. Nos da mucha pena pensar que puedes morirte, Hazel, pero no eres una granada. Eres fantástica. Tú no puedes saberlo, cariño, porque nunca has tenido una hija que se haya convertido en una brillante lectora a la que además le interesan los espantosos realities de la tele, pero la alegría que nos das es mucho mayor que la tristeza que sentimos por tu enfermedad.
—Vale —le contesté.
—En serio —siguió diciendo mi padre—. No te engañaría en estas cosas. Si dieras más problemas que alegrías, sencillamente te echaríamos a la calle.
—No somos unos sentimentales —añadió mi madre con cara inexpresiva—. Te dejaríamos en un orfanato con una nota pegada al pijama.
Me reí.
—No tienes que ir al grupo de apoyo —me dijo mi madre—. No tienes que hacer nada, aparte de ir a la facultad.
Me tendió el oso.
—Creo que Bluie puede dormir en la estantería esta noche —le dije—. Permíteme que te recuerde que tengo más de la mitad de treinta y tres años.
—Duerme con él esta noche —me dijo.
—Mamá —protesté.
—Se siente solo —insistió.
—¡Dios, mamá! —exclamé.
Pero cogí al idiota de Bluie y lo abracé mientras me dormía.
De hecho, todavía tenía un brazo encima de Bluie cuando me desperté, poco después de las cuatro de la madrugada, con un apocalíptico dolor surgiendo de lo más recóndito de mi cerebro.