Capítulo 5

No volví a hablar con Augustus en casi una semana. La noche de los trofeos rotos lo había llamado yo, así que lo normal en estos casos era esperar a que me llamara él. Pero no lo hizo. Sin embargo, no me pasaba todo el día con el teléfono en la mano sudorosa, mirándolo fijamente, vestida con mis mejores galas y esperando pacientemente a que mi caballero estuviera a la altura de su nombre. Seguí con mi vida. Una tarde quedé con Kaitlyn y su novio (mono, pero nada augusto, la verdad) a tomar un café, ingerí mi dosis diaria de Phalanxifor, fui tres mañanas a mis clases de la facultad, y cada noche me senté a cenar con mis padres.

El domingo por la noche cenamos pizza de pimiento verde y brócoli. Estábamos en la cocina, sentados alrededor de nuestra pequeña mesa redonda, cuando empezó a sonar mi móvil, pero no pude ir a ver quién era porque en casa teníamos la estricta norma de no contestar al teléfono mientras cenábamos.

Comí un poco mientras mis padres charlaban sobre el terremoto que acababa de asolar Papúa Nueva Guinea. Se habían conocido allí, en el Cuerpo de Paz, así que cada vez que sucedía algo en Papúa Nueva Guinea, por terrible que fuera, era como si de pronto ya no fueran criaturas maduras y sedentarias, sino los jóvenes idealistas, autosuficientes y fuertes que habían sido en otros tiempos. Se quedaron tan embelesados que ni siquiera me miraban mientras yo comía más deprisa que nunca, trasladando los alimentos del plato a mi boca a una velocidad y con una furia que casi me dejaron sin aliento, lo que por supuesto hizo que me preocupara la posibilidad de que mis pulmones volvieran a nadar en una piscina cada vez más llena de líquido. Me quité la idea de la cabeza como pude. En dos semanas tenía una hora para que me hicieran un escáner PET. Si algo no iba bien, pronto lo descubriría. No ganaba nada preocupándome hasta entonces.

Pero aun así me preocupaba. Me gustaba ser una persona. Quería seguir adelante. Preocuparse es otro efecto colateral de estar muriéndose.

Acabé por fin la cena y pregunté a mis padres si me disculpaban, pero a duras penas interrumpieron su conversación sobre los puntos fuertes y las debilidades de la infraestructura guineana. Saqué el móvil del bolso, que estaba en la encimera de la cocina, y miré las llamadas perdidas. Augustus Waters.

Salí por la puerta trasera hacia la penumbra. Veía los columpios y pensé en acercarme y columpiarme mientras hablaba con él, pero me pareció que estaban demasiado lejos, porque la cena me había dejado agotada.

Me tumbé en la hierba, en un extremo del patio, observé Orión, la única constelación que distinguía, y lo llamé.

—Hazel Grace —me dijo.

—Hola —le contesté—. ¿Qué tal?

—Muy bien —me contestó—. Quería llamarte a todas horas, pero he esperado a hacerme una idea coherente en lo relativo a Un dolor imperial.

(Dijo «en lo relativo», de verdad. Este chico…).

—¿Y? —le pregunté.

—Creo que es como… Al leerlo, sigo pensando algo así como… como…

—¿Cómo? —le pregunté para chincharlo.

—¿Como si fuera un regalo? —me preguntó a su vez—. Como si me hubieras regalado algo importante.

—Vaya —respondí en voz baja.

—Decepcionante —añadió—. Lo siento.

—No —le contesté—. No. No lo sientas.

—Pero no acaba.

—No.

—Qué tortura, aunque lo entiendo muy bien. Entiendo que murió o algo así.

—Sí, eso mismo creo yo —le dije.

—De acuerdo, me parece muy bien, pero entre el autor y el lector hay una especie de contrato no escrito, y creo que no acabar un libro infringe ese contrato.

—No lo sé —le contesté, decidida a defender a Peter van Houten—. Según cómo, es de lo que más me gusta del libro. Describe la muerte sinceramente. Te mueres en medio de la vida, en mitad de una frase. La verdad es que quiero saber qué pasa con los demás, por eso se lo pregunté en mis cartas. Pero nunca contesta.

—¿Me dijiste que vivía apartado del mundo?

—Exacto.

—Imposible seguirle el rastro.

—Exacto.

—Totalmente inalcanzable —dijo Augustus.

—Desgraciadamente.

—«Querido señor Waters —siguió diciendo Augustus—. Le escribo para agradecerle su correo electrónico, que recibí por medio de la señorita Vliegenthart el 6 de abril, procedente de Estados Unidos, siempre y cuando pueda decirse que la geografía existe en nuestra triunfalmente digitalizada contemporaneidad».

—Augustus, ¿qué coño es eso?

—Tiene una ayudante —me contestó Augustus—. Lidewij Vliegenthart. La encontré, le mandé un e-mail, y ella se lo entregó. Me ha contestado desde el correo de la chica.

—Vale, vale. Sigue leyendo.

—«Le escribo mi respuesta con tinta y papel, en la gloriosa tradición de nuestros antepasados, y después la señorita Vliegenthart la transcribirá a series de unos y ceros para que viaje por la insípida red en la que últimamente ha quedado atrapada nuestra especie, de modo que le pido disculpas por cualquier error u omisión que pudiera producirse.

»Dada la bacanal de entretenimientos a disposición de los jóvenes de su generación, agradezco a cualquiera, esté donde esté, que reúna las horas necesarias para leer mi librito, pero me siento en deuda en especial con usted, tanto por sus amables palabras sobre Un dolor imperial como por haber dedicado tiempo a decirme que el libro, y aquí lo cito literalmente, “significa mucho” para usted.

»Sin embargo, este comentario me lleva a preguntarme qué significa para usted “significa”. Teniendo en cuenta que nuestra lucha es al final inútil, ¿es el efímero impacto del significado lo que el arte nos ofrece de valioso? ¿O el único valor es pasar el tiempo lo más cómodos posible? ¿Qué tendría que intentar emular una historia, Augustus? ¿Un timbre de alarma? ¿La llamada a las armas? ¿Un goteo de morfina? Por supuesto, como toda pregunta sobre el universo, esta vía de investigación nos obliga inevitablemente a preguntarnos qué significa ser humano y, tomando prestada una frase de los quinceañeros angustiados a los que usted sin duda vilipendia, si todo esto tiene sentido.

»Me temo que no, amigo mío, y que usted se sentiría muy poco estimulado si leyera otros textos míos. Pero responderé a su pregunta: no, no he escrito nada más, ni lo haré. No creo que seguir compartiendo mis pensamientos con lectores vaya a beneficiarlos a ellos, y tampoco a mí. Le agradezco de nuevo su generoso e-mail.

»Se despide atentamente, Peter van Houten, vía Lidewij Vliegenthart».

—¡Uau! —exclamé—. ¿Lo has escrito tú?

—Hazel Grace, ¿crees que con mi precaria capacidad intelectual podría escribir una carta de Peter van Houten utilizando expresiones como «nuestra triunfalmente digitalizada contemporaneidad»?

—No, no podrías —admití—. ¿Puedes… puedes pasarme su dirección de e-mail?

—Por supuesto —me contestó Augustus como si no fuera el mejor regalo posible.

Pasé las siguientes dos horas escribiendo un e-mail a Peter van Houten. Parecía que cada vez que lo corregía quedaba peor, pero no podía dejar de hacerlo.

Querido señor Peter van Houten

(a través de Lidewij Vliegenthart):

Me llamo Hazel Grace Lancaster. Mi amigo Augustus Waters, que leyó Un dolor imperial por recomendación mía, acaba de recibir un e-mail suyo desde esta dirección. Espero que no le importe que Augustus haya compartido el e-mail conmigo.

Señor van Houten, por su correo a Augustus entiendo que no tiene previsto publicar más libros. Me siento en parte decepcionada, aunque también aliviada, porque así no tendré que preocuparme de si su siguiente libro estará a la altura de la magnífica perfección del primero. Como enferma de un cáncer de estadio IV desde hace tres años, tengo que decirle que en Un dolor imperial todo es perfecto. O al menos para mí. Su libro me cuenta lo que estoy sintiendo incluso antes de que lo sienta, y lo he releído muchísimas veces.

Sin embargo, me pregunto si le importaría contestarme a un par de preguntas sobre lo que sucede después del final de la novela. Entiendo que el libro termina porque Anna muere o está demasiado enferma para seguir escribiendo, pero realmente me gustaría saber qué pasa con la madre de Anna, si se casa con el Tulipán Holandés, si tiene otro hijo, si sigue viviendo en el número 917 de la W. Temple, etcétera. Me gustaría saber además si el Tulipán Holandés es un impostor o la quiere de verdad. ¿Qué pasa con los amigos de Anna, en especial, Claire y Jake? ¿Siguen juntos? Y por último —soy consciente de que está es la profunda y sesuda pregunta que siempre esperó que le hicieran sus lectores—, ¿qué le sucede a Sísifo, el hámster? Estas preguntas llevan años obsesionándome, y no sé cuánto tiempo me queda para encontrar las respuestas.

Sé que no son preguntas importantes desde el punto de vista literario y que su libro está lleno de cuestiones literariamente importantes, pero de verdad me gustaría mucho saberlo.

Y por supuesto, si algún día decide escribir algo más, aunque no quiera publicarlo, estaría encantada de leerlo. Le aseguro que leería hasta sus listas de la compra.

Con toda mi admiración,

Hazel Grace Lancaster.

(16 años)

Después de haberlo mandado volví a llamar a Augustus. Estuvimos mucho rato hablando de Un dolor imperial, le leí el poema de Emily Dickinson que Van Houten había utilizado para el título, y él me dijo que leía muy bien en voz alta, aunque no hice demasiada pausa entre los versos, y entonces me dijo que el sexto volumen de El precio del amanecer, La sangre está de acuerdo, empieza citando un poema. Tardó un minuto en encontrar el libro, pero al final me leyó la cita: «Y decirte: tu vida se ha roto. Tu último buen beso lo diste hace muchos años».

—No está mal —le dije—. Un poco pretencioso. Creo que Max Mayhem diría que es una mariconada.

—Sí, y apretaría los dientes, seguro. En este libro Mayhem se pasa el día apretando los dientes. Seguro que, si sale vivo del combate, acabará pillando una disfunción temporomandibular. —Y un segundo después me preguntó—: ¿Cuándo diste tu último buen beso?

Lo pensé. Mis besos —todos antes del diagnóstico— habían sido incómodos y sensibleros, hasta cierto punto siempre parecíamos niños jugando a ser mayores. Pero desde luego había pasado tiempo.

—Hace años —dije por fin—. ¿Y tú?

—Me di unos cuantos buenos besos con mi exnovia, Caroline Mathers.

—¿Hace años?

—El último fue hace menos de un año.

—¿Qué pasó?

—¿Mientras nos besábamos?

—No, contigo y con Caroline.

—Bueno… —me contestó. Y un segundo después—: Caroline ya no participa de la cualidad de ser persona.

—Vaya… —dije yo.

—Sí.

—Lo siento —añadí.

Había conocido a muchas personas que habían muerto, por supuesto, pero nunca había salido con ninguna de ellas. La verdad es que no podía ni imaginármelo.

—No es culpa tuya, Hazel Grace. Solo somos efectos colaterales, ¿verdad?

—«Percebes en el buque de la conciencia» —dije citando Un dolor imperial.

—Sí. Me voy a dormir. Es casi la una.

—Bien —le contesté.

—Bien —me respondió.

Me dio la risa tonta y repetí «Bien». La línea se quedó en silencio, pero no se cortó. Casi sentía que estaba en la habitación conmigo, pero mejor, porque ni yo estaba en mi habitación ni él en la suya, sino que estábamos juntos en algún lugar invisible e indeterminado al que solo podía llegarse por teléfono.

—Bien —dijo después de una eternidad—. Quizá «bien» será nuestro «siempre».

—Bien —añadí.

Al final colgó Augustus.

Peter van Houten contestó al e-mail de Augustus a las cuatro horas de habérselo mandado, pero dos días después todavía no había respondido al mío. Augustus me aseguraba que era porque mi e-mail era mejor y exigía pensar bien la respuesta, que Van Houten estaba escribiendo las respuestas a mis preguntas y que su prosa brillante requería tiempo. Pero aun así me preocupé.

El miércoles, durante la clase de poesía estadounidense para tontos, recibí un mensaje de Augustus:

Isaac ya ha salido del quirófano. Ha ido bien. Oficialmente SEC.

SEC significaba «sin evidencias de cáncer». Unos segundos después me llegó un segundo mensaje.

Bueno, está ciego. Es una pena.

Aquella tarde, mi madre aceptó prestarme el coche para que fuera al Memorial a ver a Isaac.

Encontré su habitación en la quinta planta. Llamé a la puerta, aunque estaba abierta, y una voz femenina me dijo que entrara. Era una enfermera que estaba haciendo algo en las vendas que cubrían los ojos de Isaac.

—Hola, Isaac —lo saludé.

—¿Mon? —preguntó.

—No, lo siento, no. Soy… Hazel. Bueno… Hazel, la del grupo de apoyo, la Hazel de la noche de los trofeos rotos.

—Ah —contestó—. No dejan de repetirme que los demás sentidos se me desarrollarán más para compensar, pero ESTÁ CLARO QUE TODAVÍA NO. Hola, Hazel, la del grupo de apoyo. Acércate para que te examine la cara con las manos y vea tu alma más profundamente que cualquier persona con vista.

—Está de broma —me dijo la enfermera.

—Sí, ya me he dado cuenta —le contesté.

Me dirigí a la cama, acerqué una silla, me senté y le cogí de la mano.

—Hola —le dije.

—Hola —me respondió.

Nos quedamos un instante en silencio.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Bien —me contestó—. No sé.

—¿Qué es lo que no sabes? —le pregunté.

Le miraba la mano porque no quería mirar su rostro con los ojos vendados. Isaac se mordió las uñas, y vi un poco de sangre en los extremos de un par de cutículas.

—Ni siquiera ha venido a verme —me dijo—. No sé, salimos juntos catorce meses. Catorce meses es mucho tiempo. Joder, duele.

Isaac se soltó de mi mano para buscar a tientas la bomba de infusión, que presionó para que le proporcionara una dosis de narcóticos.

La enfermera, que había terminado de cambiar el vendaje, retrocedió unos pasos.

—Solo ha pasado un día, Isaac —le dijo con cierto tono condescendiente—. Tienes que darte tiempo para que cicatrice. Y catorce meses no es tanto tiempo, no en el orden del universo. Acabas de empezar, chaval. Ya lo verás.

La enfermera se marchó.

—¿Se ha ido?

Asentí, pero enseguida me di cuenta de que no podía ver mi gesto.

—Sí —respondí.

—¿Ya lo veré? ¿De verdad? ¿Lo ha dicho en serio?

—Cualidades de una buena enfermera: empieza —le dije.

—Uno: no jugar con palabras que tengan que ver con tu discapacidad —contestó Isaac.

—Dos: sacar sangre al primer intento —continué yo.

—De verdad, es muy fuerte. ¿Esto es mi puñetera mano o una diana? Tres: no hablar con condescendencia.

—¿Cómo estás, cariño? —le pregunté con tono empalagoso—. Ahora voy a pincharte con una aguja. Puede dolerte un poquito.

—¿Está pachuchito mi niño? —añadió Isaac—. En realidad la mayoría son buenas. Es solo que quiero acabar con esto de una puta vez.

—¿Te refieres al hospital?

—Al hospital también —me contestó.

Tensó la boca. Era evidente que le dolía.

—Sinceramente, pienso muchísimo más en Monica que en mi ojo. ¿No es una locura? Es una locura.

—Es un poco locura —admití.

—Pero creo en el amor verdadero. ¿Tú no? Creo que no todo el mundo puede conservar sus ojos, o no ponerse enfermo, o lo que sea, pero todo el mundo debería tener amor verdadero, y debería durar como mínimo toda la vida.

—Sí —le dije.

—A veces deseo que nada de esto hubiera sucedido. Esta historia del cáncer.

Hablaba cada vez más despacio. El medicamento empezaba a hacerle efecto.

—Lo siento —añadí.

—Gus ha estado aquí hace un rato. Estaba aquí cuando me he despertado. Se ha saltado las clases. Gus… —Ladeó un poco la cabeza—. Ahora mejor —dijo en voz baja.

—¿El dolor? —le pregunté.

Asintió ligeramente.

—Bien. —Y como soy una zorrona, añadí—: Estabas diciéndome algo de Gus.

Pero ya se había dormido.

Bajé a la tienda de regalos, diminuta y sin ventanas, y pregunté a la decrépita voluntaria que estaba sentada en un taburete detrás de la caja registradora qué flores olían más.

—Todas huelen igual. Las rocían con perfume —me contestó.

—¿En serio?

—Sí, las empapan.

Abrí el refrigerador situado a su izquierda, olí una docena de rosas y después me incliné sobre unos claveles. Olían igual, y además mucho. Los claveles eran más baratos, así que cogí una docena de color amarillo. Me costaron catorce dólares. Volví a la habitación. Había llegado su madre, que lo tenía cogido de la mano. Era joven y muy guapa.

—¿Eres una amiga? —me preguntó.

Su pregunta me golpeó, como si hubiera sido una de esas preguntas involuntariamente amplias e incontestables.

—Bueno, sí —le contesté—. Soy del grupo de apoyo. Le he traído unas flores.

Las cogió y las dejó sobre sus rodillas.

—¿Conoces a Monica? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—Bueno, está dormido —me dijo.

—Sí. He hablado con él hace un rato, cuando estaban cambiándole el vendaje.

—Me ha fastidiado mucho tener que dejarlo en ese momento, pero tenía que ir a buscar a Graham al colegio —me explicó.

—Ha ido bien —le dije.

La mujer asintió.

—Debería dejarlo dormir —añadí.

La madre de Isaac volvió a asentir, y me marché.

A la mañana siguiente me desperté temprano y lo primero que hice fue consultar mi correo.

lidewij.vliegenthart@gmail.com por fin me había contestado.

Querida señorita Lancaster:

Temo que ha depositado su fe en un lugar equivocado, pero suele pasar con la fe. No puedo contestar a sus preguntas, al menos no por escrito, porque poner por escrito esas respuestas constituiría la segunda parte de Un dolor imperial, que usted podría publicar o compartir en esa red que ha sustituido los cerebros de su generación. Está el teléfono, pero en ese caso podría grabar la conversación. No es que no confíe en usted, por supuesto, pero no confío en usted. Desgraciadamente, querida Hazel, solo podría responder a este tipo de preguntas en persona, pero usted está allí, y yo estoy aquí.

Una vez aclarado este punto, debo confesarle que me ha encantado recibir su inesperado correo a través de la señorita Vliegenthart. Es maravilloso saber que hice algo útil para usted, aunque siento ese libro tan distante que me da la impresión de que lo ha escrito otra persona. (El autor de esa novela era muy delgado, muy débil y relativamente optimista).

No obstante, si alguna vez pasa por Amsterdam, venga a visitarme cuando quiera. Suelo estar en casa. Incluso le permitiré que eche un vistazo a mis listas de la compra.

Atentamente,

Peter van Houten

a través de Lidewij Vliegenthart

—¿CÓMO? —grité—. ¿QUÉ MIERDA DE VIDA ES ESTA?

Mi madre entró corriendo.

—¿Qué pasa?

—Nada —le aseguré.

Todavía nerviosa, mi madre se arrodilló para comprobar si Philip condensaba el oxígeno adecuadamente. Me imaginé sentada en una luminosa cafetería con Peter van Houten, que se apoyaba en los codos, se inclinaba hacia delante y me hablaba en voz baja para que nadie pudiera oír lo que sucedió con los personajes en los que había pasado años pensando. Me había dicho que solo podría decírmelo en persona, y me había invitado a visitarlo en Amsterdam. Se lo expliqué a mi madre.

—Tengo que ir —le dije por fin.

—Hazel, te quiero y sabes que haría cualquier cosa por ti, pero no… no tenemos dinero para viajar al extranjero, y los gastos para conseguir equipo médico allí… Cariño, no es…

—Sí —la interrumpí. Me di cuenta de que había sido una tontería incluso planteárselo—. No te preocupes.

Pero mi madre parecía preocupada.

—Es muy importante para ti, ¿verdad? —me preguntó sentándose y acercando una mano a mi pierna.

—Sería increíble ser la única persona que sabe qué sucede aparte de él —le contesté.

—Sería increíble —me dijo—. Hablaré con tu padre.

—No, no hables con él —le dije—. En serio. No gastéis dinero en esto, por favor. Ya se me ocurrirá algo.

De pronto pensé que la razón por la que mis padres no tenían dinero era yo. Había dilapidado los ahorros de la familia con el Phalanxifor, y mi madre no podía trabajar porque se dedicaba profesionalmente a merodear a mi alrededor a jornada completa. No quise que se endeudaran todavía más.

Le dije a mi madre que quería llamar a Augustus para que saliera de mi habitación, porque no podía soportar su tristeza por no poder cumplir los sueños de su hija.

Le leí la carta sin haberle siquiera saludado, al más puro estilo Augustus Waters.

—Uau —dijo.

—Ya sé. ¿Cómo voy a ir a Amsterdam?

—¿No te corresponde un deseo? —me preguntó refiriéndose a «los genios», es decir, la Genie Foundation, una organización que se ocupa de financiar un deseo a niños enfermos.

—No —le respondí—. Ya lo gasté antes del milagro.

—¿Qué hiciste?

Suspiré ruidosamente.

—Tenía trece años —le dije.

—No me digas que fuiste a Disney…

No le contesté.

—Dime que no fuiste a Disney World.

No le contesté.

—¡Hazel GRACE! —gritó—. Dime que no gastaste tu único deseo de moribunda en ir a Disney World con tus padres.

—Y al Epcot Center —murmuré.

—Joder —dijo Augustus—. No me puedo creer que esté colado por una tía con deseos tan estereotipados.

—Tenía trece años —repetí.

Por supuesto, lo único que pensaba era «colado, colado, colado, colado, colado». Me sentía halagada, pero cambié de tema inmediatamente.

—¿No tendrías que estar en el instituto?

—Me he saltado la clase para estar con Isaac, pero está durmiendo, así que estoy en el vestíbulo haciendo geometría.

—¿Cómo está? —le pregunté.

—No sé si es que no está preparado para enfrentarse a la gravedad de su discapacidad o si realmente le importa más que lo haya dejado Monica, pero no habla de otra cosa.

—Ya —le dije—. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en el hospital?

—Unos días. Luego irá un tiempo a rehabilitación, pero dormirá en su casa, creo.

—Qué mierda.

—Llega su madre. Tengo que irme.

—Bien —le dije.

—Bien —me contestó.

Podía oír su sonrisa torcida.

El sábado fui con mis padres al mercado al aire libre de Broad Ripple. Hacía sol, cosa rara en Indiana en el mes de abril, así que todo el mundo iba en manga corta, aunque la temperatura no era para tanto. Los de Indiana somos demasiado optimistas respecto del verano. Mi madre y yo nos sentamos en un banco frente a un puesto de jabones de leche de cabra en el que un hombre con un pantalón de peto explicaba a todo el que pasaba que sí, que las cabras eran suyas, y que no, que el jabón de leche de cabra no huele a cabra.

Sonó mi móvil.

—¿Quién te llama? —me preguntó mi madre antes de que hubiera podido verlo.

—No lo sé —le contesté.

Era Gus.

—¿Estás en casa? —me preguntó.

—No —le contesté.

—Era una trampa. Ya sabía que no, porque ahora mismo estoy en tu casa.

—Vaya… Bueno, creo que volvemos ya.

—Genial. Hasta ahora.

Augustus Waters estaba sentado en la escalera de la entrada cuando llegamos al camino. Llevaba en la mano un ramo de tulipanes de color naranja que apenas empezaban a abrirse e iba vestido con una camiseta de los Pacers de Indiana y una chaqueta por encima, elección poco habitual en él, aunque le sentaba muy bien. Se levantó y me tendió los tulipanes.

—¿Quieres que vayamos de picnic? —me preguntó.

Asentí mientras cogía las flores.

—¿Es una camiseta de Rik Smits? —le preguntó mi padre.

—Por supuesto.

—Me encantaba ese tío —dijo mi padre.

Se metieron de inmediato en una conversación sobre baloncesto a la que no podía (y no quería) unirme, así que entré en casa a dejar los tulipanes.

—¿Quieres que los ponga en un jarrón? —me preguntó mi madre con una enorme sonrisa en la cara.

—No, déjalo —le contesté.

Si los hubiéramos puesto en un jarrón en el comedor, habrían sido flores para todos. Quería que fueran mías.

Me metí en mi habitación, pero no me cambié de ropa. Me cepillé el pelo y los dientes, y me di brillo en los labios y un ligero toque de perfume. No dejaba de mirar las flores. Eran de un naranja chillón, casi demasiado anaranjadas para ser bonitas. No tenía ningún jarrón, así que saqué el cepillo de dientes del vaso, lo llené de agua hasta la mitad y dejé las flores allí, en el cuarto de baño.

Cuando volví a mi habitación, los oí hablando, de modo que me senté un rato en el borde de la cama y escuché por el hueco de la puerta.

Mi padre: Así que conociste a Hazel en el grupo de apoyo…

Augustus: Sí, señor. Tienen una casa muy bonita. Me gustan los cuadros.

Mi madre: Gracias, Augustus.

Mi padre: Entonces tú también has tenido…

Augustus: Sí. No me corté la pierna por puro placer, aunque es un método excelente para perder peso. Las piernas pesan mucho…

Mi padre: ¿Y cómo estás ahora?

Augustus: SEC desde hace catorce meses.

Mi madre: Qué bien. Hoy en día hay muchas opciones de tratamiento.

Augustus: Lo sé. Tengo mucha suerte.

Mi padre: Augustus, tienes que entender que Hazel todavía está enferma, y lo seguirá estando el resto de su vida. Querrá seguir tu ritmo, pero sus pulmones…

En ese momento aparecí y mi padre se calló.

—¿Adónde vais a ir? —preguntó mi madre.

Augustus se levantó, se inclinó hacia ella y le susurró la respuesta, pero enseguida le colocó un dedo sobre los labios.

—Chist —le dijo—. Es un secreto.

Mi madre sonrió.

—¿Has cogido el móvil? —me preguntó.

Lo alcé para que lo viera, incliné el carro del oxígeno y eché a andar. Augustus llegó corriendo hasta mí para ofrecerme su brazo, que cogí. Rodeé con los dedos su bíceps.

Desgraciadamente, se empeñó en conducir para que la sorpresa fuera una sorpresa.

—Mi madre se ha quedado encantada contigo —le dije mientras traqueteábamos hacia nuestro destino.

—Sí, y tu padre es fan de Smits, que algo ayuda. ¿Crees que les gusto?

—Seguro, pero ¿qué importa? Solo son padres.

—Son tus padres —dijo lanzándome una mirada—. Además, me gusta gustar. ¿Es una tontería?

—Bueno, no tienes que correr a abrirme las puertas ni cubrirme de piropos para gustarme.

Pegó un frenazo y salí disparada hacia delante con tanta fuerza que me costaba mucho respirar. Pensé en el escáner. «No te preocupes. Preocuparse es inútil». Pero me preocupaba.

Íbamos a toda pastilla, dejamos atrás un stop y giramos a la izquierda, hacia el mal llamado Grandview (creo que se ve un camino de cabras, pero nada especialmente bonito). No podía dejar de pensar que aquella dirección llevaba al cementerio. Augustus alargó un brazo hasta la guantera, abrió un paquete de tabaco y sacó un cigarrillo.

—¿Los tiras alguna vez? —le pregunté.

—Una de las muchas ventajas de no fumar es que los paquetes de tabaco duran una eternidad —me contestó—. Éste lo tengo desde hace casi un año. Algunos cigarros se rompen por el filtro, pero creo que este paquete fácilmente podría durarme hasta que cumpla dieciocho. —Sujetó el filtro entre los dedos y después se lo llevó a la boca—. Bueno, dime algunas cosas que nunca se ven en Indianápolis.

—A ver… Gente mayor flaca —le contesté.

Se rió.

—Bien. Más cosas.

—Pues… playas. Restaurantes familiares. Paisajes.

—Excelentes ejemplos de cosas que no tenemos. Tampoco cultura.

—Sí, estamos algo escasos de cultura —le dije cayendo en la cuenta de adónde me llevaba—. ¿Vamos al museo?

—Por así decirlo.

—Ah, ¿vamos a esa especie de parque?

Gus pareció desanimarse un poco.

—Sí, vamos a esa especie de parque —me dijo—. Lo habías deducido, ¿verdad?

—¿Deducido el qué?

—Nada.

Detrás del museo había un parque con grandes esculturas de varios artistas. Había oído hablar de él, pero nunca había ido. Pasamos el museo y aparcamos justo al lado de un campo de baloncesto con enormes arcos metálicos azules y rojos que representaban el itinerario de un balón en movimiento.

Caminamos al pie de lo que en Indianápolis se considera una colina hacia un claro en el que los niños subían por una enorme escultura con forma de esqueleto. Los huesos eran más o menos del grosor de un cuerpo humano, y el fémur era más largo que yo. Parecía un dibujo infantil de un esqueleto tumbado en el suelo.

Me dolía el hombro. Temía que el cáncer se hubiera extendido desde los pulmones. Imaginaba que el tumor hacía metástasis en mis huesos y me agujereaba el esqueleto como una anguila resbaladiza y malintencionada.

Funky Bones —me dijo Augustus—, de Joep van Lieshout.

—Suena a holandés.

—Lo es —me contestó Gus—. Como Rik Smits. Y como los tulipanes.

Gus se detuvo en medio del claro, con los huesos justo enfrente de nosotros. Se soltó la mochila de un hombro, y luego del otro. La abrió y sacó una manta naranja, una botella de zumo de naranja y unos sándwiches sin corteza envueltos en film transparente.

—¿Qué pasa con tanto naranja? —le pregunté.

No me permitía a mí misma imaginar que todo aquello pudiera conducir a Amsterdam.

—Es el color nacional de Holanda, por supuesto. ¿Recuerdas a Guillermo de Orange y todo eso?

—No entraba para el examen de bachillerato —le contesté sonriendo e intentando contener los nervios.

—¿Un sándwich? —me preguntó.

—A ver si lo adivino… —le dije.

—Queso holandés. Y tomate. Los tomates son de México. Lo siento.

—Siempre lo fastidias todo, Augustus. ¿No podrías al menos haber comprado tomates naranjas?

Se rió. Nos comimos los sándwiches en silencio, observando a los niños que jugaban en la escultura. No podía preguntarle más, de modo que me limité a quedarme allí sentada, rodeada de cosas holandesas y sintiéndome torpe e ilusionada.

A cierta distancia, bañados en una luz nítida, tan escasa y apreciada en nuestra ciudad, unos niños hacían un esqueleto en un parque infantil y saltaban entre los huesos falsos.

—Me gustan dos cosas de esta escultura —me dijo Augustus.

Sostenía entre los dedos el cigarrillo sin encender y le daba golpecitos, como si quisiera expulsar la ceniza. Volvió a colocárselo en la boca.

—Lo primero, que los huesos están tan separados que, si eres un niño, no puedes resistir la tentación de saltar entre ellos. Tienes que saltar de la caja torácica al cráneo. Y eso significa, en segundo lugar, que la escultura básicamente obliga a los niños a jugar con huesos. Las connotaciones simbólicas son infinitas, Hazel Grace.

—Te encantan los símbolos —le dije con la esperanza de orientar la conversación hacia los símbolos holandeses de nuestro picnic.

—Tienes razón. Seguramente te preguntas por qué estás comiéndote un sándwich de queso malo y bebiéndote un zumo de naranja, y por qué llevo la camiseta de un holandés que jugaba a un deporte que he llegado a odiar.

—Se me ha pasado por la cabeza —le contesté.

—Hazel Grace, como muchos otros niños antes que tú, y te lo digo con todo el cariño, gastaste tu deseo deprisa y corriendo, sin plantearte las consecuencias. La Parca te miraba fijamente, y el miedo a morirte, junto con el deseo todavía en tu proverbial bolsillo, sin haberlo utilizado, te hizo precipitarte hacia el primer deseo que se te ocurrió, y, como muchos otros, elegiste los placeres fríos y artificiales de un parque temático.

—La verdad es que me lo pasé muy bien en aquel viaje. Vi a Goofy y a Minnie…

—¡Estoy en mitad de un discurso! Lo he escrito y me lo he aprendido de memoria, así que si me interrumpes, seguro que la cago —me cortó Augustus—. Te pido que te comas tu sándwich y que me escuches.

El sándwich estaba tan seco que era incomestible, pero aun así sonreí y le di un mordisco.

—Bien, ¿por dónde iba?

—Por los placeres artificiales.

Metió el cigarrillo en el paquete.

—Sí, los placeres fríos y artificiales de un parque temático. Pero permíteme que te diga que los auténticos héroes de la fábrica de los deseos son los jóvenes que esperan, como Vladimir y Estragon esperan a Godot, y las buenas chicas cristianas esperan casarse. Estos jóvenes héroes esperan estoicamente y sin lamentarse a que se presente su verdadero deseo. Es cierto que podría no llegar nunca, pero al menos descansarán en su tumba sabiendo que han hecho su pequeña aportación para preservar la integridad de la idea de deseo.

»Pero resulta que quizá el deseo sí se presenta. Quizá descubres que tu único y verdadero deseo es ir a ver al brillante Peter van Houten a su exilio en Amsterdam, y en ese caso sin duda te alegrarás de no haber gastado tu deseo.

Augustus se quedó callado el tiempo suficiente para que imaginara que había terminado su discurso.

—Pero yo sí que gasté mi deseo —le respondí.

—Vaya… —me dijo. Y luego, después de lo que me pareció una pausa calculada, añadió—: Pero yo no he gastado el mío.

—¿En serio?

Me sorprendió que Augustus fuera un candidato a recibir un deseo, porque todavía iba al instituto y su cáncer había remitido hacía un año. Hay que estar muy enfermo para que los genios te concedan un deseo.

—Me lo concedieron a cambio de la pierna —me explicó.

El sol le daba en la cara. Tenía que entrecerrar los ojos para mirarme, lo que le hacía arrugar la nariz. Estaba guapísimo.

—Pero no voy a regalarte mi deseo, no creas. A mí también me interesa conocer a Peter van Houten, y no tendría sentido conocerlo sin la chica que me recomendó su libro.

—Claro que no.

—Así que he hablado con los genios, y están totalmente de acuerdo. Me han dicho que Amsterdam es preciosa a principios de mayo. Me han propuesto que salgamos el 3 de mayo y volvamos el 7.

—¿De verdad, Augustus?

Se acercó, me tocó la mejilla y por un momento pensé que iba a besarme. Me puse tensa y creo que se dio cuenta, porque retiró la mano.

—Augustus, no tienes que hacerlo, de verdad.

—Claro que lo haré —me contestó—. He encontrado mi deseo.

—Eres el mejor —le dije.

—Apuesto a que se lo dices a todos los chicos que te financian los viajes internacionales —me contestó.