Una de las convenciones menos idiotas del género cáncer juvenil es la del Último Día Bueno, el día en que la víctima de cáncer goza de unas inesperadas horas porque parece que el inexorable declive se ha estancado de repente y por un momento puede soportar el dolor. El problema, claro, es que no hay manera de saber si tu último día bueno es tu Último Día Bueno. En esos momentos no es más que otro día bueno.
Un día no fui a visitar a Augustus porque no me encontraba muy bien. Nada serio, solo estaba cansada. Aquel día no hice nada en especial, y poco después de las cinco de la tarde, cuando Augustus me llamó, estaba ya conectada al BiPAP, que habíamos trasladado al comedor para que pudiera ver la tele con mis padres.
—Hola, Augustus —le saludé.
Me contestó con el tono de voz que me chiflaba.
—Buenas tardes, Hazel Grace. ¿Crees que podrías estar en el corazón de Jesús literal hacia las ocho?
—Supongo —le contesté.
—Perfecto. Otra cosa: si no es mucho pedir, prepara un discurso fúnebre, por favor.
—Uf —le dije.
—Te quiero —me dijo.
—Y yo a ti —le contesté.
Colgó.
—Tengo que ir al grupo de apoyo a las ocho —dije a mis padres—. Sesión de emergencia.
Mi madre quitó el volumen a la tele.
—¿Pasa algo?
La miré un segundo alzando las cejas.
—Entiendo que es una pregunta retórica —le contesté.
—Pero por qué…
—Porque por alguna razón Gus me necesita. No hay problema. Puedo conducir.
Toqueteé el BiPAP para que mi madre me ayudara a quitármelo, pero no lo hizo.
—Hazel —me dijo—, a tu padre y a mí nos da la sensación de que ya apenas te vemos.
—Sobre todo yo, que me paso el día trabajando —añadió mi padre.
—Me necesita —les contesté quitándome el BiPAP yo misma.
—Nosotros también te necesitamos, cariño —me respondió mi padre.
Me cogió por la muñeca, como si fuera una niña de dos años a punto de salir corriendo a la calle, y me mantuvo sujeta.
—Bueno, pilla un cáncer terminal, papá, y entonces pasaré más tiempo en casa.
—Hazel —dijo mi madre.
—Erais vosotros los que no queríais que me pasara el día en casa —respondí.
Mi padre seguía agarrándome del brazo.
—Y ahora queréis que se muera de una vez para que vuelva a encerrarme en casa y os deje cuidarme como siempre. Pero no lo necesito, mamá. No te necesito como antes. Eres tú la que necesita tener una vida propia.
—¡Hazel! —exclamó mi padre apretándome todavía más la muñeca—. Pídele perdón a tu madre.
Yo tiraba del brazo, pero mi padre no me soltaba, y no podía coger el tubo con una sola mano. Era desquiciante. Lo único que quería era rebelarme, salir con paso decidido del comedor, cerrar mi habitación de un portazo, poner The Hectic Glow y escribir frenéticamente un discurso. Pero no podía porque no podía respirar, joder.
—El tubo —protesté—. Lo necesito.
Mi padre me soltó inmediatamente y corrió a conectarme al oxígeno. Veía en sus ojos que se sentía culpable, pero seguía enfadado.
—Hazel, pídele perdón a tu madre.
—Muy bien, perdón. Pero dejadme, por favor.
No dijeron nada. Mi madre se quedó sentada con los brazos cruzados, sin mirarme siquiera. Me levanté y me fui a mi habitación a escribir sobre Augustus.
Mis padres llamaron varias veces a la puerta, pero les contesté que estaba haciendo algo importante. Tardé muchísimo en decidir lo que quería decir, y ni siquiera entonces me quedé contenta. Justo antes de terminar me di cuenta de que eran las ocho menos veinte, lo cual quería decir que llegaría tarde aunque no me cambiara de ropa, así que al final me quedé con el pantalón de pijama azul celeste, las zapatillas y la camiseta del Butler de Gus.
Salí de mi habitación e intenté pasar por delante de ellos.
—No puedes salir de casa sin permiso —me dijo mi padre.
—Dios, papá. Me ha pedido que le escribiera un discurso fúnebre, ¿vale? Muy pronto me quedaré en casa cada puta noche, ¿vale?
Al final se callaron.
Necesité todo el trayecto para tranquilizarme. Me metí por la parte de atrás de la iglesia y aparqué en el camino, detrás del coche de Augustus. Alguien había dejado una piedra delante de la puerta trasera de la iglesia para que no se cerrara. Una vez dentro, me planteé bajar por las escaleras, pero decidí esperar el viejo y chirriante ascensor.
Abrí las puertas del ascensor y llegué a la sala del grupo de apoyo, donde las sillas seguían formando un corro. Pero esta vez vi solo a Gus en su silla de ruedas, delgadísimo. Me miraba desde el centro del corro. Había estado esperando a que se abrieran las puertas del ascensor.
—Hazel Grace, estás de muerte —me dijo.
—Ya lo sé, ¿vale?
Oí pasos en un rincón oscuro de la sala. Isaac estaba detrás de un pequeño atril de madera, al que se aferraba.
—¿Quieres sentarte? —le pregunté.
—No. Voy a dar mi discurso. Llegas tarde.
—¿Vas a qué?
Gus me indicó con un gesto que me sentara. Acerqué una silla al centro del corro, a su lado, y él giró la silla de ruedas para colocarse frente a Isaac.
—Quiero asistir a mi funeral —dijo Gus—. Por cierto, ¿hablarás en mi funeral?
—Bueno… sí, claro —le contesté apoyando la cabeza en su hombro.
Estiré los brazos y lo rodeé, a él y la silla de ruedas. Hizo una mueca de dolor y lo solté.
—Estupendo —me dijo—. Espero asistir en espíritu, pero, para asegurarme, había pensado… en fin, no ponerte en ese aprieto, pero esta tarde se me ha ocurrido organizar un prefuneral, y como estoy relativamente animado, supongo que es el mejor momento.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunté.
—¿Te lo creerías si te digo que dejan la puerta abierta toda la noche? —me preguntó Gus.
—Pues no —le contesté.
—Haces bien —me dijo Gus sonriendo—. Bueno, sé que es un poco grandilocuente…
—Oye, estás pisándome el discurso —lo interrumpió Isaac—. Lo primero que digo de ti es que eras un capullo grandilocuente.
Me reí.
—Vale, vale —dijo Gus—. Cuando quieras.
Isaac carraspeó.
—Augustus Waters era un capullo grandilocuente, pero se lo perdonamos. Se lo perdonamos no porque tuviera un corazón tan metafóricamente bueno como literalmente asqueroso, ni porque supiera coger los cigarros mejor que ningún no fumador de la historia, ni porque llegara a los dieciocho años cuando debería haber cumplido más.
—Diecisiete —lo corrigió Gus.
—Estoy dando por sentado que te queda algo de tiempo. Y no me interrumpas, capullo.
—Os aseguro —siguió diciendo Isaac— que a Augustus Waters le gustaba tanto hablar que os interrumpiría en su propio funeral. Y era un pedante. El chaval era incapaz de mear sin plantearse las enormes connotaciones metafóricas de la producción de excrementos. Y era un creído. Creo que nunca he conocido a nadie tan atractivo físicamente que fuera tan consciente de su atractivo físico.
»Pero tengo que decir algo: cuando los científicos del futuro se presenten en mi casa con ojos robot y me pidan que los pruebe, les contestaré que se vayan a tomar por culo, porque no quiero ver un mundo sin él.
A esas alturas yo ya estaba llorando.
—Y después, una vez hecho mi gesto retórico, me pondría los ojos robot, porque, bueno, con esos ojos seguramente se podrá traspasar la ropa de las chicas, y esas cosas. Augustus, amigo mío, buen viaje.
Augustus asintió varias veces, con los labios apretados, y después levantó el pulgar en dirección a Isaac.
—Yo eliminaría eso de traspasar la ropa de las chicas —dijo tras recuperar la compostura.
Isaac, que seguía aferrado al atril, empezó a llorar. Apoyó la frente contra el podio y vi que le temblaban los hombros.
—Joder, Augustus, tienes que corregir hasta los discursos de tu funeral —dijo por fin.
—No digas tacos en el corazón de Jesús literal —le contestó Gus.
—Joder —repitió Isaac.
Levantó la cabeza y tragó saliva.
—Hazel, ¿puedes echarme una mano?
Yo había olvidado que no podía volver al corro solo. Me levanté, le coloqué la mano en mi brazo y lo llevé despacio hasta la silla en la que me había sentado yo, al lado de Gus. Luego me dirigí al podio y desdoblé la hoja de papel en la que había imprimido mi discurso.
—Me llamo Hazel. Augustus Waters fue el fugaz gran amor de mi vida. La nuestra fue una historia de amor épica, y no profundizaré más en el tema para no hundirme en un mar de lágrimas. Gus lo sabía. Gus lo sabe. No voy a contaros nuestra historia de amor porque, como todas las historias de amor reales, morirá con nosotros, como debe ser. Esperaba que él me hiciera un discurso fúnebre a mí, porque nadie podría habérmelo hecho mejor…
Empecé a llorar.
—Bueno, ¿cómo no voy llorar? ¿Por qué estoy…? Bien, bien.
Tomé aire y volví a la página.
—No puedo hablar de nuestra historia de amor, así que hablaré de matemáticas. No soy matemática, pero de algo estoy segura: entre el 0 y el 1 hay infinitos números. Están el 0.1, el 0.12, el 0.112 y toda una infinita colección de otros números. Por supuesto, entre el 0 y el 2 también hay una serie de números infinita, pero mayor, y entre el 0 y un millón. Hay infinitos más grandes que otros. Nos lo enseñó un escritor que nos gustaba. En estos días, a menudo siento que me fastidia que mi serie infinita sea tan breve. Quiero más números de los que seguramente obtendré, y quiero más números para Augustus de los que obtuvo. Pero, Gus, amor mío, no puedo expresar lo mucho que te agradezco nuestro pequeño infinito. No lo cambiaría por el mundo entero. Me has dado una eternidad en esos días contados, y te doy las gracias.