Unos días después, en casa de Gus, sus padres, mis padres, él y yo nos apretábamos alrededor de la mesa del comedor y comíamos pimientos rellenos sobre un mantel que, según el padre de Gus, no utilizaban desde el siglo pasado.
Mi padre: Emily, este risotto…
Mi madre: Está delicioso.
La madre de Gus: Gracias. Puedo daros la receta.
Gus, tragando un bocado: Mirad, a primer bocado diría que no tiene nada que ver con el Oranjee.
Yo: Bien visto, Gus. Aunque la comida está deliciosa, no sabe como en el Oranjee.
Mi madre: Hazel.
Gus: Sabe a…
Yo: Comida.
Gus: Sí, exacto. Sabe a comida muy bien cocinada. Pero no sabe a… ¿cómo podría decirlo con delicadeza?
Yo: No sabe como cuando Dios en persona cocina el cielo en una serie de cinco platos que después te sirven acompañados de bolas luminosas de plasma fermentado y burbujeante mientras pétalos reales y literales descienden flotando alrededor de tu mesa junto al canal.
Gus: Muy bien expresado.
El padre de Gus: Nuestros hijos son raros.
Mi padre: Muy bien expresado.
Una semana después de aquella cena, Gus acabó en urgencias con dolor de pecho y lo dejaron ingresado, así que a la mañana siguiente fui a visitarlo a la cuarta planta del Memorial. No había estado en el Memorial desde la visita a Isaac. Las paredes no estaban pintadas de colores vivos y empalagosos ni había cuadros de perros conduciendo coches, como en el Hospital Infantil, sino que era tan absolutamente aséptico que me hizo sentir nostalgia de aquellas gilipolleces que hacían felices a los niños. El Memorial era funcional. Era un almacén. Un prematorio.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la cuarta planta, vi a la madre de Gus recorriendo de un lado a otro la sala de espera y hablando por el móvil. Colgó rápidamente, me abrazó y se ofreció a llevarme el carrito.
—No es necesario —le dije—. ¿Cómo está Gus?
—Ha pasado una noche difícil, Hazel —respondió—. Su corazón está trabajando demasiado duro. Tiene que frenar la actividad. De ahora en adelante, silla de ruedas. Están dándole una medicina nueva que debería aliviarle un poco el dolor. Sus hermanas están a punto de llegar.
—Bien —le dije—. ¿Puedo verlo?
Me rodeó con el brazo y me apretó el hombro. Me sentí rara.
—Sabes que te queremos, Hazel, pero ahora mismo preferimos estar en familia. Gus está de acuerdo. ¿Te parece bien?
—Bien —le contesté.
—Le diré que has venido.
—Bien —le dije—. Creo que me quedaré un rato a leer.
La madre de Gus cruzó el pasillo en dirección a la habitación. Lo entendía, pero eso no evitaba que lo echara de menos, que pensara que quizá estaba perdiendo mi última oportunidad de verlo y de despedirme de él. La sala de espera estaba enmoquetada de color marrón, y las sillas también estaban forradas de tela marrón. Me senté un rato en un sofá de dos plazas, con el carrito del oxígeno entre los pies. Me había puesto las Converse y la camiseta de Ceci n’est pas une pipe, exactamente la misma ropa que había llevado dos semanas antes, la tarde del diagrama de Venn, pero Gus no lo vería. Me puse a ver las fotos del móvil, un catálogo en sentido inverso de los últimos meses, que empezaba con él e Isaac frente a la casa de Monica y terminaba con la primera foto que le hice, cuando fuimos a los Funky Bones. Parecía una eternidad, como si hubiéramos estado juntos una breve pero infinita eternidad. Hay infinitos más grandes que otros infinitos.
Dos semanas después, empujaba la silla de ruedas de Gus por el parque, en dirección a los Funky Bones, con una botella entera de champán carísimo y mi bombona de oxígeno en su regazo. El champán había sido una donación de un médico de Gus, ya que Gus era de esas personas que inspiran a los médicos a regalar sus mejores botellas de champán a los chavales. Gus estaba en su silla de ruedas, y yo me senté en el césped, lo más cerca de los Funky Bones que pudimos llegar con la silla de ruedas. Señalé a los niños pequeños picándose entre sí por saltar del tórax al hombro, y Gus me contestó en voz baja, en el volumen mínimo para que lo oyera a pesar del jaleo:
—La última vez me imaginaba a mí mismo como un niño. Ahora me veo como el esqueleto.
Bebimos en vasos de papel de Winnie the Pooh.