En el vuelo de regreso, a veinte mil pies por encima de las nubes, que estaban a diez mil pies de la tierra, Gus dijo:
—Antes pensaba que sería divertido vivir en una nube.
—Sí —contesté—. Como uno de esos trastos hinchables que andan por la luna, pero para siempre.
—En mitad de una clase de ciencias, el señor Martinez preguntó quién de nosotros había fantaseado alguna vez con la idea de vivir en las nubes, y todos levantamos la mano. Entonces nos contó que en las nubes el viento soplaba a doscientos kilómetros por hora, que la temperatura era de cuarenta grados bajo cero, que no había oxígeno y que todos moriríamos en segundos.
—Qué tío tan majo.
—Yo diría que era especialista en matar los sueños, Hazel Grace. ¿Los volcanes te parecen maravillosos? Díselo a los diez mil cuerpos que gritaron en Pompeya. ¿Crees que todavía queda algo de magia en este mundo? No es más que moléculas sin alma rebotando entre sí al azar. ¿Te preocupa quién cuidará de ti si tus padres mueren? Haces bien, porque a su debido tiempo se convertirán en gusanos.
—La ignorancia es la felicidad —le dije.
Una azafata cruzó el pasillo con un carro de bebidas.
—¿Algo para beber? ¿Algo para beber? ¿Algo para beber?
Augustus se inclinó hacia mí y levantó la mano.
—Champán, por favor.
—¿Tenéis veintiún años? —preguntó con tono de duda.
Me recoloqué los tubos de la nariz a propósito, para que los viera. La azafata sonrió y lanzó una mirada a mi madre, que estaba dormida.
—¿No le importará? —nos preguntó.
—Qué va —le contesté.
Así que llenó de champán dos copas de plástico. Premios de consolación por tener cáncer.
Gus y yo brindamos.
—Por ti —dijo.
—Por ti —contesté golpeando mi copa contra la suya.
Dimos un sorbo. Estrellas menos brillantes que las que habíamos tomado en el Oranjee, pero se podían beber.
—¿Sabes? —me dijo Gus—, todo lo que dijo Van Houten era verdad.
—Puede ser, pero no era necesario ser tan despreciable. No me creo que imaginara un futuro para el hámster Sísifo pero no para la madre de Anna.
Augustus se encogió de hombros. De repente pareció ausente.
—¿Estás bien? —le pregunté.
Movió la cabeza casi imperceptiblemente.
—Me duele —dijo.
—¿El pecho?
Asintió con los puños apretados. Más tarde lo describiría como un tipo gordo con una sola pierna y zapato de tacón alto de pie encima de su pecho. Puse recto el respaldo de mi asiento y me incliné hacia delante para sacar las pastillas de su mochila. Se tragó una con champán.
—¿Estás bien? —volví a preguntarle.
Gus seguía con los puños apretados, esperando que la medicina hiciera efecto, una medicina que, más que acabar con el dolor, le distanciaba de sí mismo (y de mí).
—Parecía algo personal —me dijo Gus en voz baja—. Como si estuviera enfadado con nosotros por algo. Me refiero a Van Houten.
Se bebió el champán que le quedaba con tragos rápidos y no tardó en quedarse dormido.
Mi padre estaba esperándonos en la zona de recogida de equipajes, entre los chóferes de limusinas uniformados y con carteles en los que estaba impreso el apellido de sus siguientes pasajeros: JOHNSON, BARRINGTON, CARMICHAEL… Mi padre también llevaba un cartel. MI BONITA FAMILIA, decía, y debajo: (Y GUS).
Lo abracé y empezó a llorar (por supuesto). En el coche Gus y yo contamos a mi padre historias de Amsterdam, pero hasta que estuve en casa, conectada a Philip, viendo viejos programas de televisión con mi padre y comiendo pizza que dejábamos en servilletas encima de los portátiles, no le dije lo de Gus.
—Gus ha recaído —le dije.
—Lo sé —me contestó. Se movió para pegarse a mí y añadió—: Su madre nos lo contó antes del viaje. Lamento que no te lo dijera. Lo siento, Hazel.
No dije nada durante bastante rato. El programa que estábamos viendo iba sobre gente que elegía la casa que iban a comprar.
—He leído Un dolor imperial mientras estabais de viaje —me dijo mi padre.
Me giré hacia él.
—¡Genial! ¿Qué te ha parecido?
—Está bien. Un poco demasiado para mí. Recuerda que yo estudié bioquímica. No soy de literatura. Habría preferido que tuviera fin.
—Sí —le contesté—. La queja de siempre.
—Y me ha parecido un poco pesimista, un poco derrotista —añadió.
—Si por derrotista quieres decir «sincero», estoy de acuerdo.
—No creo que el derrotismo sea sinceridad —me contestó mi padre—. Me niego a aceptarlo.
—Entonces, ¿todo sucede por alguna razón, y viviremos todos en mansiones en las nubes y tocaremos el arpa?
Mi padre sonrió. Me rodeó con el brazo, tiró de mí y me besó en la sien.
—No sé lo que creo, Hazel. Pensaba que ser adulto significaba saber lo que crees, pero no ha sido esa mi experiencia.
—Sí —respondí—, vale.
Volvió a decirme que sentía lo de Gus, y luego seguimos viendo el programa de televisión; la gente elegía una casa, mi padre todavía me rodeaba con el brazo y yo empezaba a quedarme dormida, pero no quería irme a la cama.
—¿Sabes lo que creo? —me preguntó de pronto mi padre—. Recuerdo una clase de mates en la facultad, una clase de mates buenísima que daba una mujer mayor muy bajita.
Hablaba de la transformada rápida de Fourier cuando de repente se detuvo en mitad de una frase y dijo: «A veces parece que el universo quiere que lo observen».
»Eso es lo que creo. Creo que el universo quiere que lo observen. Creo que, aunque no lo parezca, el universo se posiciona a favor de la conciencia, que recompensa la inteligencia en parte porque disfruta de su elegancia cuando lo observa. ¿Y quién soy yo, que vivo en mitad de la historia, para decirle al universo que algo —o mi observación de algo— es temporal?
—Eres muy inteligente —le dije.
—Y tú eres muy buena con los cumplidos —me contestó.
La tarde siguiente fui a casa de Gus, comí sándwiches de mantequilla de cacahuete y jalea con sus padres, y les conté historias sobre Amsterdam mientras Gus echaba la siesta en el sofá del salón, donde habíamos visto V de vendetta. Podía verlo desde la cocina. Estaba tumbado boca arriba y con la cara en dirección contraria a mí. Le habían puesto ya un catéter. Atacaban el cáncer con un nuevo cóctel: dos fármacos quimioterapéuticos y un receptor de proteínas que esperaban que desactivara el oncogén del cáncer de Gus. Me dijeron que había tenido la suerte de que lo seleccionaran para el experimento. La suerte. Yo conocía uno de los medicamentos. Tan solo con oír su nombre me entraban ganas de vomitar.
Al rato llegó Isaac acompañado por su madre.
—Hola, Isaac. Soy Hazel, del grupo de apoyo, no tu malvada exnovia.
Su madre lo acercó hasta mí. Me levanté de la silla y lo abracé. Su cuerpo tardó un momento en encontrarme antes de devolverme el abrazo con fuerza.
—¿Qué tal Amsterdam? —me preguntó.
—Increíble —contesté.
—Waters, tío, ¿dónde estás?
—Está echando la siesta —le dije.
Se me ahogó la voz. Isaac sacudió la cabeza. Nadie decía nada.
—Mierda —dijo Isaac por fin.
Su madre lo llevó hasta una silla, e Isaac se sentó.
—Todavía puedo controlar tu culo ciego en el Contrainsurgencia —respondió Augustus sin girarse hacia nosotros.
La medicina hacía que hablara un poco más lento, que era la velocidad de casi todo el mundo.
—Yo diría que todos los culos son ciegos —le contestó Isaac alzando las manos al aire en busca de su madre.
Su madre lo sujetó, lo ayudó a levantarse y lo acercó al sofá, donde Gus e Isaac se abrazaron con torpeza.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Isaac.
—Todo me sabe a metal. Aparte de eso, estoy en una montaña rusa que no hace más que subir —le contestó Gus.
Isaac se rió.
—¿Qué tal los ojos? —le preguntó Gus.
—Oh, fantásticos —le contestó—. El único problema es que no están en mi cara.
—Increíble, sí —añadió Gus—. Que conste que no es por quitarte méritos, pero tengo el cuerpo lleno de cáncer.
—Eso me han dicho —respondió Isaac intentando no darle importancia.
Buscó a tientas la mano de Gus; sin embargo, encontró el muslo.
—Tengo novia —le dijo Gus.
La madre de Isaac trajo dos sillas del comedor, e Isaac y yo nos sentamos al lado de Gus. Lo cogí de la mano y tracé círculos entre su índice y su pulgar.
Los mayores bajaron al sótano a lamentarse y nos dejaron a los tres solos en el salón. Augustus giró la cabeza hacia nosotros, todavía espabilándose.
—¿Cómo está Monica? —preguntó.
—No he vuelto a saber nada de ella —le contestó Isaac—. Ni una tarjeta, ni un e-mail. Tengo un cacharro que me lee los e-mails. Es increíble. Puedo poner voz de chico o de chica, cambiar el acento o lo que quiera.
—¿Puedo mandarte una historia porno y que te la lea un vejestorio alemán?
—Exacto —le dijo Isaac—. Aunque mi madre todavía tiene que ayudarme, así que mejor espera una semana o dos para mandármela.
—¿Ni siquiera te ha mandado un mensaje para preguntarte cómo te va? —le pregunté.
Me parecía una tremenda injusticia.
—Silencio total —me dijo Isaac.
—Ridículo —añadí yo.
—Ya ni lo pienso. No tengo tiempo para tener novia. Me toca aprender a ser ciego a jornada completa.
Gus giró la cabeza hacia la ventana, que daba al patio trasero, con los ojos cerrados.
Isaac me preguntó cómo me iba, y le contesté que bien. Me contó que en el grupo de apoyo había una chica nueva con una voz preciosa, y me pidió que fuera y le dijera si en realidad estaba buena. Entonces, sin venir a cuento, Augustus dijo:
—No puedes cortar todo contacto con tu ex cuando le acaban de quitar los putos ojos de la cara.
—Solo un… —empezó a decir Isaac.
—Hazel Grace, ¿tienes cuatro dólares? —me preguntó Gus.
—Sí, claro —le contesté.
—Perfecto. Mi pierna está debajo de la mesita —me dijo.
Gus se incorporó y se desplazó al extremo del sofá. Le pasé la pierna ortopédica, que se colocó lentamente.
Lo ayudé a levantarse. Después le ofrecí mi brazo a Isaac y lo guié entre muebles que de repente parecían molestos. Se me pasó por la cabeza la idea de que, por primera vez en años, era la persona más sana de la sala.
Me senté al volante, Augustus, en el asiento del copiloto, e Isaac, detrás. Paramos en un colmado, donde, siguiendo las instrucciones de Augustus, compré una docena de huevos mientras ellos me esperaban en el coche. Luego Isaac nos guió de memoria hasta la casa de Monica, una casa de dos plantas totalmente aséptica cerca del Centro de la Comunidad Judía. El brillante Pontiac Firebird verde de Monica, de los años noventa y con ruedas anchas, estaba aparcado en el camino.
—¿Es aquí? —preguntó Isaac al darse cuenta de que nos habíamos parado.
—Sí, es aquí —le contestó Augustus—. ¿Sabes lo que veo, Isaac? Veo que van a cumplirse nuestras esperanzas.
—¿Está en casa?
Gus giró la cabeza despacio para mirar a Isaac.
—¿A quién le importa dónde esté? No tiene nada que ver con ella. Tiene que ver contigo.
Gus cogió la caja de los huevos de sus rodillas, abrió la puerta del coche y sacó las piernas. Abrió la puerta de Isaac, y por el retrovisor vi cómo lo ayudaba a salir. Se apoyaban el uno en el hombro del otro, de manera que sus cuerpos formaban una figura parecida a dos manos que rezan sin que las palmas lleguen a tocarse.
Bajé la ventanilla y observé desde el coche, porque las gamberradas me ponían nerviosa. Avanzaron unos pasos hacia el coche de Monica, Gus abrió la huevera y le pasó a Isaac un huevo. Isaac lo lanzó, pero fue a parar a más de diez metros del coche.
—Un poco a la izquierda —le dijo Gus.
—¿He tirado demasiado a la izquierda o tengo que tirar un poco a la izquierda?
—Tirar a la izquierda.
Isaac giró los hombros.
—Más a la izquierda —dijo Gus.
Isaac volvió a girar.
—Sí, perfecto. Y tira fuerte.
Gus le pasó otro huevo. Isaac lo lanzó. El huevo trazó un arco por encima del coche y se estrelló contra el techo inclinado de la casa.
—¡Diana! —exclamó Gus.
—¿En serio? —le preguntó Isaac entusiasmado.
—No, lo has lanzado unos cinco metros más allá del coche. Tira fuerte, pero bajo. Y un poco más a la derecha.
Isaac alargó el brazo y cogió él mismo un huevo de la huevera que sujetaba Gus. Lo lanzó y dio a las luces traseras.
—¡Sí! —gritó Gus—. ¡Sí! ¡LUCES!
Isaac cogió otro huevo, que lanzó demasiado a la derecha, luego otro, que lanzó demasiado alto, y después un tercero, que se estrelló contra el parabrisas trasero. A continuación estampó tres seguidos contra el maletero.
—Hazel Grace —me gritó Gus—, haz una foto para que Isaac pueda verlo cuando inventen ojos robot.
Me levanté, me senté en el hueco de la ventanilla, apoyé los codos en el capó del coche y saqué una foto con el móvil: Augustus, con un cigarrillo sin encender en la boca y su preciosa sonrisa torcida, sujeta la huevera rosa casi vacía por encima de su cabeza. Tiene la otra mano apoyada en el hombro de Isaac, cuyas gafas de sol no miran a la cámara. Detrás de ellos, el parabrisas y el parachoques del Firebird verde, por el que resbalan yemas de huevo. Y detrás, una puerta que se abre.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó la mujer de mediana edad un segundo después de que yo hubiera tomado la foto—. ¡Por todos los…!
Se calló.
—Señora —le dijo Augustus saludándola con la cabeza—, un ciego acaba de lanzar huevos al coche de su hija merecidamente. Por favor, entre en su casa y cierre la puerta o nos veremos obligados a llamar a la policía.
La madre de Monica dudó un momento, pero cerró la puerta y desapareció. Isaac lanzó los últimos tres huevos a toda prisa, uno detrás del otro, y Gus lo acompañó de vuelta al coche.
—Ya ves, Isaac. Si les quitas (ahora llegamos al bordillo) el sentimiento de legitimidad, si le das la vuelta a la tortilla para que crean que están cometiendo un delito por mirar (unos pasos más), les llenas el coche de huevos, se quedarán confundidos, asustados y preocupados, y se limitarán a volver a sus (tienes la manilla justo delante) desesperadas y silenciosas vidas.
Gus rodeó deprisa el coche y se sentó en el asiento del copiloto. Cerraron las puertas, yo arranqué con un estruendo y conduje varios cientos de metros antes de darme cuenta de que me había metido en una calle sin salida. Di la vuelta, aceleré y dejé atrás la casa de Monica.
Nunca volví a hacerle una foto.