Solo podíamos llevar una maleta. Yo no podía cargar con la mía, y mi madre insistió en que no podía llevar dos, así que tuvimos que repartir el espacio de la maleta negra que les regalaron a mis padres por su boda hace mil años, una maleta que se suponía que iba a pasarse la vida viajando a lugares exóticos, pero que acabó yendo y viniendo a Dayton, donde la empresa Morris Property tenía una sede a la que solía ir mi padre.
Discutí con mi madre porque yo creía que debía disponer de algo más de la mitad de la maleta, ya que, para empezar, sin mí y sin mi cáncer nunca habríamos ido a Amsterdam. Mi madre replicó que como era el doble de gorda que yo, y por lo tanto necesitaba más cantidad de tela para cubrir sus vergüenzas, merecía como mínimo dos terceras partes de la maleta.
Al final perdimos las dos. Suele pasar.
Aunque nuestro vuelo salía a las doce del mediodía, mi madre me despertó a las cinco y media de la mañana. Encendió la luz y gritó «¡AMSTERDAM!». Se pasó la mañana corriendo de un lado a otro, asegurándose de que llevábamos adaptadores internacionales para los enchufes, comprobando setenta veces que teníamos suficientes bombonas de oxígeno, que estaban llenas, etcétera, mientras yo salía de la cama y me vestía con la ropa que había elegido para el viaje (unos vaqueros, un top rosa y una chaqueta negra por si hacía frío en el avión).
Hacia las seis y cuarto habíamos metido ya la maleta en el coche, de modo que mi madre insistió en que desayunáramos con mi padre, pese a que me negaba por principio a comer antes de que hubiera amanecido. No era una campesina rusa del siglo XIX que tenía que coger fuerzas para una dura jornada en el campo. Aun así, intenté tragarme un par de huevos mientras mi padre y mi madre disfrutaban de unas versiones caseras del McMuffin de McDonald’s, que tanto les gustaba.
—¿Por qué la comida del desayuno es comida para el desayuno? —les pregunté—. ¿Por qué no podemos desayunar un curry?
—Hazel, come.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. Lo digo en serio. ¿Por qué los huevos revueltos se limitan exclusivamente al desayuno? Te haces un bocadillo de beicon y no pasa nada, pero en cuanto el bocadillo lleva huevo, zas, es un desayuno.
—Cuando vuelvas, tomaremos el desayuno en la cena, ¿de acuerdo? —me contestó mi padre con la boca llena.
—No quiero tomar el desayuno en la cena —le contesté dejando los cubiertos en mi plato, que estaba casi lleno—. Lo que quiero es comer huevos revueltos para cenar sin esa ridícula idea de que una comida que incluye huevos revueltos es un desayuno, aunque te lo comas para cenar.
—Vas a tener que elegir tus batallas en la vida, Hazel —me dijo mi madre—. Pero si éste es el objetivo por el que quieres luchar, estaremos contigo.
—Bueno, algo detrás de ti —añadió mi padre.
Mi madre se rió.
Sabía que era una tontería, pero lo de los huevos revueltos no me parecía bien.
Cuando acabaron de comer, mi padre fregó los platos y nos acompañó al coche. Por supuesto, empezó a llorar y me besó en la mejilla con la cara mojada y sin afeitar.
—Te quiero. Estoy muy orgulloso de ti —me susurró apretando la nariz contra mi pómulo.
(«¿Por qué?», me pregunté).
—Gracias, papá.
—Nos vemos dentro de unos días, ¿vale, cariño? Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, papá. —Sonreí—. Y son solo tres días.
Le dije adiós con la mano mientras salíamos del camino marcha atrás. Él se despedía también con la mano y lloraba. Se me pasó por la cabeza la idea de que seguramente estaba pensando que quizá no volvería a verme, cosa que seguramente pensaba cada mañana cuando se iba a trabajar, cosa que seguramente era una mierda.
Mi madre y yo fuimos a casa de Augustus, y al llegar, quiso que me quedara en el coche descansando, pero aun así fui con ella hasta la puerta. Cuando nos acercamos a la casa oí a alguien llorando dentro. Al principio no pensé que fuera Augustus, porque el llanto no tenía nada que ver con su tono grave, pero luego oí una voz que sin la menor duda era una versión deformada de su manera de hablar: «PORQUE ES MI VIDA, MAMÁ, Y ME PERTENECE». Enseguida mi madre me pasó el brazo por encima de los hombros y giró hacia el coche a toda prisa.
—Mamá, ¿qué pasa? —le pregunté.
—No podemos escuchar a hurtadillas, Hazel —me respondió.
Nos metimos en el coche y mandé un mensaje a Augustus diciéndole que estábamos fuera y que saliera cuando estuviera listo.
Observamos la casa un rato. Lo curioso de las casas es que casi siempre parece que dentro no está pasando nada, aunque encierran la mayor parte de nuestra vida. Me preguntaba si ése era el quid de la arquitectura.
—Bueno —me dijo mi madre al rato—, creo que vamos con tiempo.
—Casi como si no hubiera tenido que levantarme a las cinco y media —le dije.
Mi madre cogió su taza de café de la guantera situada entre los dos asientos y dio un sorbo. Mi teléfono zumbó. Un mensaje de Augustus.
No sé qué ponerme. ¿Prefieres un jersey o una camisa?
Le contesté:
Camisa.
Treinta segundos después se abrió la puerta de la casa y apareció Augustus, sonriente y arrastrando una maleta con ruedas. Llevaba una camisa estrecha de color azul cielo metida por dentro de los vaqueros. Un Camel Light colgaba de sus labios. Mi madre salió para saludarlo. Se retiró un momento el cigarrillo de la boca y habló con el tono seguro al que yo estaba acostumbrada.
—Es siempre un placer verla, señora.
Los observé por el retrovisor hasta que mi madre abrió el maletero. Enseguida Augustus abrió la puerta detrás de mí y emprendió la complicada tarea de sentarse en el asiento trasero de un coche con una sola pierna.
—¿Quieres sentarte delante? —le pregunté.
—Para nada —me contestó—. Y hola, Hazel Grace.
—Hola —le dije—. ¿Todo bien?
—Bien —me respondió.
—Bien —dije a mi vez.
Mi madre entró y cerró la puerta del coche.
—Próxima parada, Amsterdam —comentó.
Pero no fue así, claro. La siguiente parada fue el parking del aeropuerto, desde donde un autobús nos llevó a la terminal, y luego un coche eléctrico descapotable nos condujo a la fila del control. El tipo de seguridad gritaba que mejor que en nuestros equipajes no hubiera explosivos, ni armas de fuego, ni más de cien mililitros de líquido.
—Observación —le dije a Augustus—: Hacer cola es una forma de opresión.
—Lo es en serio —me contestó.
En lugar de que me registraran, preferí pasar por el detector de metales sin el carrito, sin la bombona de oxígeno e incluso sin los tubos de plástico de la nariz. Dirigirme a la máquina de rayos X fueron mis primeros pasos sin oxígeno en varios meses, y me pareció increíble andar tan ligera, cruzar el Rubicón mientras el silencio de la máquina reconocía que, aunque fuera por un momento, era una criatura sin metal.
Sentí un dominio de mi cuerpo que no puedo explicar del todo. Solo puedo decir que cuando era niña solía llevar a todas partes una mochila con mis libros, que pesaban mucho, y si andaba mucho rato con la mochila a la espalda, cuando me la quitaba parecía que estuviera flotando.
Unos diez segundos después sentía que mis pulmones se doblaban sobre sí mismos como flores al anochecer. Me senté en un banco gris justo al otro lado de la máquina e intenté recuperar la respiración, empecé a toser y me sentí fatal hasta que volví a ponerme los tubos.
Aun así, me dolía. El dolor siempre estaba ahí, obligándome a centrarme en mí misma y a sentirlo. Siempre parecía que estaba despertando del dolor cuando algo del mundo exterior exigía de pronto que hiciera algún comentario o que le prestara atención. Mi madre me observaba preocupada. Acababa de decir algo. ¿Qué acababa de decir? Entonces lo recordé. Me había preguntado qué pasaba.
—Nada —le contesté.
—¡Amsterdam! —casi gritó.
Sonreí.
—Amsterdam —le respondí.
Alargó la mano hasta mí y me levantó.
Llegamos a la puerta de embarque una hora antes de lo que debíamos.
—Señora Lancaster, es usted de una puntualidad impresionante —dijo Augustus sentándose a mi lado en la zona de embarque, que estaba casi vacía.
—Bueno, el hecho de que no tenga mucho que hacer ayuda —le contestó mi madre.
—Tienes mucho que hacer —dije yo.
Aunque pensé que lo que mi madre hacía era sobre todo ocuparse de mí. Tenía también la ocupación de estar casada con mi padre, que era un negado para llevar las cuentas, contratar a un fontanero, cocinar y hacer cualquier cosa que no fuera trabajar para la empresa Morris Property, pero yo le daba más trabajo. Su primera razón para vivir y mi primera razón para vivir estaban íntimamente unidas.
Cuando los asientos de alrededor de la puerta de embarque empezaron a llenarse, Augustus dijo:
—Voy por una hamburguesa antes de que embarquemos. ¿Queréis algo?
—No —le contesté—, pero me encanta que te niegues a aceptar las convenciones sociales sobre el desayuno.
Ladeó la cabeza hacia mí, confundido.
—Hazel tiene problemas con eso de que se margine a los huevos revueltos —dijo mi madre.
—Me fastidia que vayamos por la vida ciegos y aceptemos que los huevos revueltos son básicamente para las mañanas.
—Quiero que lo comentemos un poco más —dijo Augustus—, pero me muero de hambre. Enseguida vuelvo.
Como a los veinte minutos Augustus no había aparecido, pregunté a mi madre si creía que le había pasado algo. Levantó los ojos de su espantosa revista un segundo, lo justo para decir:
—Seguramente habrá ido al cuarto de baño.
Una empleada del aeropuerto se acercó a mí y me cambió la bombona de oxígeno por otra que nos facilitó la compañía aérea. Me incomodó que aquella mujer se arrodillara frente a mí y que todo el mundo me mirara, así que mientras lo hacía escribí un mensaje a Augustus.
No me contestó. Mi madre no parecía preocupada, pero yo imaginaba todo tipo de desgracias que nos fastidiaban el viaje a Amsterdam (que lo habían detenido, que se había hecho daño, que se había deprimido…), y a medida que pasaban los minutos sentía que algo que nada tenía que ver con el cáncer no iba bien en mi pecho.
Justo cuando la mujer de detrás del mostrador anunció que iban a empezar a embarcar a las personas que necesitaban un poco más de tiempo y todo el mundo se giró directamente hacia mí, vi a Augustus cojeando a toda prisa hacia nosotras con una bolsa de McDonald’s en una mano y la mochila colgándole del hombro.
—¿Dónde estabas? —le pregunté.
—Había mucha cola. Lo siento —me contestó tendiéndome una mano.
La cogí y nos dirigimos juntos a la puerta de embarque.
Sentía que todo el mundo nos miraba y se preguntaba qué nos pasaba, si íbamos a morirnos, pensaba en lo heroica que debía de ser mi madre, y esas cosas. A veces era lo peor de tener cáncer: el hecho de que sea físicamente evidente que estás enfermo te aleja de los demás. Éramos definitivamente diferentes, y nunca fue más obvio que cuando los tres nos dirigíamos al avión vacío, y la azafata cabeceaba con lástima y nos hacía gestos desde la distancia para indicarnos nuestra fila de asientos. Me senté en el medio, con Augustus en el asiento de la ventana y mi madre en el del pasillo. Me sentía un poco asediada por mi madre, así que me acerqué a Augustus. Estábamos justo detrás del ala del avión. Él abrió la bolsa y desenvolvió su hamburguesa.
—El problema con los huevos —comentó Augustus— es que convertir el huevo revuelto en desayuno le otorga cierto carácter sagrado, ¿no? Puedes comer beicon o queso en cualquier comida y a cualquier hora, desde tacos hasta bocadillos para el desayuno, pero los huevos revueltos… son importantes.
—Es absurdo —le contesté.
Los pasajeros empezaban a entrar en el avión. No quería mirarlos, así que miré a otra parte, y mirar a otra parte significaba mirar a Augustus.
—Lo que quiero decir es que quizá los huevos revueltos están marginados, pero también son especiales. Tienen un lugar y un momento, como la iglesia.
—Estás totalmente equivocado —le repliqué—. Estás tragándote las frases bordadas en los cojines de tus padres. Argumentas que las cosas frágiles y raras son bonitas simplemente porque son frágiles y raras, pero todo eso es mentira, y lo sabes.
—No es fácil consolarte —me dijo Augustus.
—El consuelo fácil no consuela —le contesté—. Una vez fuiste una flor rara y frágil, lo recuerdas.
Se quedó un momento en silencio.
—Sabes cómo hacerme callar, Hazel Grace.
—Es mi privilegio y mi responsabilidad —le respondí.
Antes de que apartara la vista de él, me dijo:
—Oye, perdona que evitara la zona de embarque. En realidad no había tanta cola en el McDonald’s. Es que… no quería estar ahí sentado con toda esa gente mirándonos.
—Sobre todo a mí —contesté.
Podías mirar a Gus y no darte cuenta de que había estado enfermo, pero yo cargaba con mi enfermedad, y fue una de las principales razones por las que decidí no salir de casa.
—Al carismático Augustus Waters le incomoda sentarse al lado de una chica con una bombona de oxígeno.
—No me incomoda —respondió—. Algunas veces me cabrean. Y hoy no quiero cabrearme.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el paquete de cigarrillos.
Todavía no habían pasado diez segundos cuando una azafata rubia llegó corriendo hasta nuestros asientos.
—Señor, no puede fumar en este avión. En ningún avión —le dijo.
—No estoy fumando —le contestó con el cigarrillo bailando en sus labios.
—Pero…
—Es una metáfora —le expliqué—. Se coloca el arma asesina en la boca, pero no le concede el poder de matarlo.
La azafata se quedó un segundo desconcertada.
—Bueno, esa metáfora está prohibida en este vuelo —contestó.
Gus asintió y metió el cigarrillo en el paquete.
Avanzamos por fin hacia la pista y el piloto dijo: «Tripulación, preparados para despegar». Dos inmensos motores rugieron y empezamos a acelerar.
—Es como ir en coche contigo —le dije.
Sonrió, pero mantuvo la mandíbula apretada. Le pregunté si estaba bien.
Estábamos ya cogiendo velocidad cuando Gus se agarró a los apoyabrazos con los ojos en blanco. Apoyé mi mano sobre la suya y volví a preguntarle si estaba bien. No me contestó. Me miró fijamente con los ojos como platos.
—¿Te da miedo volar? —le pregunté.
—Te lo diré dentro de un minuto —me contestó.
El morro del avión se elevó y estuvimos en el aire. Gus observaba por la ventana cómo el planeta se hacía cada vez más pequeño. De repente sentí que su mano se relajaba debajo de la mía. Me miró y volvió a girar los ojos hacia la ventana.
—Estamos volando —me dijo.
—¿Es la primera vez que coges un avión?
Asintió.
—¡MIRA! —casi gritó señalando la ventana.
—Sí, sí, lo veo —le dije—. Es como si estuviéramos en un avión.
—NO SE HA VISTO NADA IGUAL EN TODA LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD —exclamó.
Me encantó su entusiasmo. No pude evitar inclinarme hacia él y besarlo en la mejilla.
—Por si no lo recuerdas, estoy aquí —dijo mi madre—. Sentada a tu lado. Tu madre, la que te llevaba de la mano cuando empezabas a andar.
—Ha sido un beso de amiga —le contesté.
Y me giré para besarla también a ella en la mejilla.
—Pues no me ha parecido muy de amiga —murmuró Gus lo bastante alto para que lo oyera.
Cuando del Augustus de los grandes gestos metafóricos emergía el Gus sorprendido, entusiasmado e inocente, realmente no podía resistirme.
Fue un vuelo rápido hasta Detroit, donde el pequeño coche eléctrico vino a buscarnos cuando desembarcamos y nos llevó a la puerta de embarque hacia Amsterdam. Aquel avión tenía una tele en el respaldo de cada asiento, así que, en cuanto estuvimos por encima de las nubes, Augustus y yo nos sincronizamos para ver la misma comedia romántica al mismo tiempo en nuestras respectivas pantallas. Pero aunque nos sincronizamos perfectamente para apretar el «Play», su película empezó unos segundos antes que la mía, de modo que cada vez que había una escena divertida, él se reía justo cuando yo empezaba a escuchar la broma.
Mi madre tuvo la brillante idea de que durmiéramos las últimas horas del vuelo, para que después de aterrizar, a las ocho de la mañana, llegáramos a la ciudad listos para sacarle todo el jugo. Por eso, al acabar la película, mi madre, Augustus y yo cogimos unas almohadas. Mi madre se quedó frita en segundos, pero Augustus y yo pasamos un rato mirando por la ventana. Era un día claro, y aunque no podíamos ver la puesta de sol, sí veíamos los matices del cielo.
—¡Qué bonito! —dije sobre todo para mí misma.
—«El amanecer brilla en sus ojos, que se pierden» —dijo Augustus citando una frase de Un dolor imperial.
—Pero no está amaneciendo —le dije.
—Está amaneciendo en alguna parte —me contestó. Y al momento añadió—: Una observación: sería genial volar en un avión superrápido que por un tiempo pudiera seguir el amanecer alrededor del mundo.
—Además viviría más tiempo —dije yo.
Augustus me miró de refilón.
—Ya sabes, por la relatividad.
Siguió sin entenderme.
—Envejecemos más despacio cuando nos movemos deprisa frente a lo que está en reposo. Así que ahora mismo el tiempo pasa más despacio para nosotros que para los que están en la Tierra.
—Es lo que tienen las universitarias… —dijo—. Son tan inteligentes…
Puse los ojos en blanco. Me golpeó la rodilla con la suya (la real), y yo le devolví el golpe.
—¿Tienes sueño? —le pregunté.
—Nada de nada —me contestó.
—Yo tampoco —le dije.
Las pastillas para dormir y los narcóticos no funcionaban conmigo como con las demás personas.
—¿Quieres que veamos otra peli? —me preguntó—. Hay una de Portman, de la época Hazel.
—Quiero ver alguna que no hayas visto.
Al final vimos 300, una película de guerra sobre trescientos espartanos que defienden Esparta de un ejército invasor de miles y miles de persas. La película de Augustus volvió a empezar antes que la mía, y tras unos minutos escuchándole exclamar «¡No!» o «¡Qué horror!» cada vez que mataban a alguien de malas maneras, me incliné sobre el apoyabrazos y posé la cabeza en su hombro para ver la película en su pantalla.
La película mostraba una importante colección de robustos chavales a pecho descubierto y aceitosos, así que no era un engorro para la vista, aunque básicamente lo único que se veía eran espadas entrechocando sin ton ni son. Los cadáveres de los persas y de los espartanos se acumulaban, y no entendía por qué los persas eran tan malos y los espartanos tan maravillosos. Como decía Un dolor imperial, «la contemporaneidad se especializa en batallas en las que nadie pierde nada de valor, excepto seguramente su vida». Y es lo que sucedía en aquella lucha de titanes.
Hacia el final de la película casi todo el mundo ha muerto y llega un momento de locura en el que los espartanos empiezan a amontonar los cadáveres para levantar un muro. Los muertos se convierten en una enorme barrera que se interpone entre los persas y Esparta. Tanta sangre me parecía un poco gratuita, de modo que aparté un segundo la mirada.
—¿Cuánta gente crees que ha muerto? —pregunté a Augustus.
Me hizo callar con un gesto.
—Chist. Chist. Está en lo mejor.
Cuando los persas atacaban, tenían que subir por la montaña de cadáveres. Los espartanos seguían cayendo en la cima, unos encima de otros, y a medida que iban amontonándose, el muro de mártires era cada vez más alto, y por lo tanto resultaba más difícil subir por él, y todos blandían espadas y disparaban flechas, y por la montaña de cadáveres fluían ríos de sangre, etcétera.
Levanté la cabeza del hombro de Augustus para descansar un momento de tanta sangre y lo observé viendo la película. No podía reprimir su sonrisa de oreja a oreja. Miré mi pantalla con los ojos entrecerrados: la montaña seguía aumentando con los cadáveres de los persas y de los espartanos. Cuando por fin los persas lograron traspasar la montaña de cadáveres, volví a mirar a Augustus. Aunque los buenos habían perdido, él parecía contentísimo. Volví a pegarme a él, pero mantuve los ojos cerrados hasta que la batalla hubo terminado.
Empezaron a desfilar los créditos y Augustus se quitó los auriculares.
—Perdona, estaba totalmente metido en el noble sacrificio. ¿Qué me decías? —me preguntó.
—¿Cuánta gente crees que ha muerto?
—¿Preguntas cuánta gente ficticia muere en esta película de ficción? No la suficiente —bromeó.
—No. Quiero decir desde siempre. ¿Cuánta gente crees que ha muerto en total?
—Pues resulta que puedo responderte —me dijo—. Hay siete mil millones de personas vivas, y alrededor de noventa y ocho mil millones muertas.
—Vaya —dije.
Pensaba que, como la población había aumentado tan rápido, habría más vivos que muertos en total.
—Hay unos catorce muertos por cada vivo —me dijo.
Los créditos seguían desfilando. Estaba claro que se necesitaba mucho tiempo para nombrar a todos aquellos muertos. Seguía con la cabeza apoyada en el hombro de Augustus.
—Investigué un poco este tema hace un par de años —me comentó—. Me preguntaba si era posible recordar a todo el mundo. Si nos organizáramos y asignáramos determinada cantidad de cadáveres a cada persona viva, ¿habría suficientes personas vivas para recordar a todos los muertos?
—¿Las habría?
—Claro. Todo el mundo puede recordar a catorce muertos. Pero somos plañideras desorganizadas, así que muchos acaban recordando a Shakespeare, pero nadie recuerda a la persona sobre la que escribió el soneto 55.
—Sí —le dije.
Me quedé un minuto en silencio.
—¿Quieres leer? —me preguntó por fin.
Le dije que sí. Me puse a leer el largo poema titulado «Aullido», de Allen Ginsberg, para mi clase de poesía, y Gus releía Un dolor imperial.
—¿Está bien? —me preguntó al rato.
—¿El poema? —le pregunté.
—Sí.
—Sí, está muy bien. Los tipos de este poema se meten más drogas que yo medicamentos. ¿Qué tal Un dolor imperial?
—Todavía perfecto —me contestó—. Lee en voz alta.
—La verdad es que no es un poema para leer en voz alta cuando estás sentada al lado de tu madre dormida. Habla de sodomía y de polvo de ángel.
—Dos de mis pasatiempos favoritos —me dijo—. Bueno, pues lee otra cosa.
—Es que… no tengo nada más —le contesté.
—Lástima. Me apetecía algo de poesía. ¿No te sabes ningún poema de memoria?
—«Vamos entonces, tú y yo» —empecé nerviosa— «cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre una mesa».
—Más despacio —me dijo.
Me daba vergüenza, como la primera vez que le hablé de Un dolor imperial.
—Vale, vale. «Vamos, por ciertas calles medio abandonadas, / los mascullantes retiros / de noches inquietas en baratos hoteles de una noche / y restaurantes con serrín y conchas de ostras: / calles que siguen como una aburrida discusión / con intención insidiosa / de llevarnos a una pregunta abrumadora… / Ah, no preguntes “¿Qué es eso?”. / Vamos a hacer nuestra visita».
—Estoy enamorado de ti —me dijo en voz baja.
—Augustus —dije yo.
—Lo estoy.
Me miraba fijamente, y yo veía cómo se le arrugaban las comisuras de los ojos.
—Estoy enamorado de ti, y no me apetece privarme del sencillo placer de decir la verdad. Estoy enamorado de ti y sé que el amor es solo un grito en el vacío, que es inevitable el olvido, que estamos todos condenados y que llegará el día en que todos nuestros esfuerzos volverán al polvo. Y sé que el sol engullirá la única tierra que vamos a tener, y estoy enamorado de ti.
—Augustus —repetí.
No sabía qué decir. Sentía como si todo en mí se elevara, como si me ahogara en una alegría extrañamente dolorosa, pero no pude decirle que también yo estaba enamorada de él. No pude responderle nada. Simplemente lo miré y dejé que me mirara hasta que sacudió la cabeza, con los labios fruncidos, se giró y se apoyó contra la ventana.
Creo que Augustus debió de quedarse dormido. Al final también yo me dormí, y me desperté con el ruido del motor aterrizando. Tenía muy mal sabor de boca, así que intenté no abrirla por miedo a envenenar a todo el avión.
Miré a Augustus, que estaba con los ojos fijos en la ventana, y mientras descendíamos por debajo de las nubes, estiré la espalda para ver Holanda. La tierra parecía hundida en el mar, con pequeños rectángulos verdes rodeados por todas partes de canales. De hecho aterrizamos en paralelo a un canal, como si hubiera dos pistas, una para nosotros y la otra para las aves acuáticas.
Recogimos las maletas, pasamos por la aduana y nos metimos en un taxi. El taxista era un tipo calvo que hablaba un inglés perfecto, mejor que yo.
—Al hotel Filosoof —le dije.
—¿Sois estadounidenses? —nos preguntó.
—Sí —le contestó mi madre—. De Indiana.
—Indiana —dijo el taxista—. Les roban las tierras a los indios, pero dejan el nombre, ¿verdad?
—Algo así —dijo mi madre.
El taxista se metió entre el tráfico y nos dirigimos a una autopista con muchos letreros azules en los que aparecían vocales dobles: Oosthuizen, Haarlem. Junto a la autopista, kilómetros de tierra plana interrumpida ocasionalmente por oficinas de grandes empresas. En definitiva, Holanda se parecía a Indianápolis, solo que los coches eran más pequeños.
—¿Esto es Amsterdam? —pregunté al taxista.
—Sí y no —me contestó—. Amsterdam es como los anillos de un árbol: se hace más vieja a medida que te acercas al centro.
Fue cosa de un instante: salimos de la autopista y ahí estaban las hileras de casas que había imaginado precariamente inclinadas sobre los canales, las bicicletas por todas partes y los coffee shops con rótulos que decían LARGE SMOKING ROOM. Cruzamos un canal, y desde el puente vi decenas de casas flotantes amarradas en el agua. No tenía nada que ver con Estados Unidos. Parecía un viejo cuadro, pero real —todo dolorosamente idílico a la luz de la mañana—, y pensé que sería muy extraño vivir en un lugar en el que casi todo lo habían construido personas ya muertas.
—¿Son muy viejas estas casas? —preguntó mi madre.
—Muchas casas de los canales son de la Edad de Oro, del siglo XVII —le contestó el taxista—. Nuestra ciudad tiene una rica historia, aunque a muchos turistas solo les interesa ver el barrio rojo. —Se calló un momento—. Algunos turistas creen que Amsterdam es la ciudad del pecado, pero en realidad es la ciudad de la libertad. Y en la libertad casi todos encuentran el pecado.