Ash abrió la puerta de la minúscula celda en la que Tánatos estaba confinado. Parte de él ansiaba su sangre por haber acabado con la vida de Bjorn y por el daño que le había ocasionado a tanta gente. Pero sobre todo ansiaba su sangre por lo que le había hecho a Simi y el miedo que le había ocasionado.
Aunque otra parte de él comprendía por qué Tánatos se había vuelto loco.
Él también poseía cierto grado de locura. Era lo que lo había mantenido con vida durante esos once mil años.
Tánatos alzó la mirada cuando entró. Tenía el semblante pálido y una expresión atormentada.
—¿Quién eres?
Ash se hizo a un lado de modo que la luz del exterior pudiera iluminar al pobre hombre que yacía en el suelo.
—Podría decirse que soy tu destino final. He venido a traerte la paz, hermanito.
—¿Vas a matarme?
Ash negó con la cabeza mientras se agachaba para sacar su daga de la vaina que Tánatos llevaba en la cintura. La sostuvo en alto y observó los antiquísimos grabados que cubrían la hoja. Como todas las dagas atlantes, tenía un diseño ondulado desde la empuñadura hasta la punta de la hoja. La cruz de la empuñadura estaba hecha de oro macizo y tenía un enorme rubí engastado en el centro.
Era una daga que pertenecía a un pueblo desaparecido largo tiempo atrás, un mito más que una realidad. Un tesoro de valor incalculable. En manos de la persona equivocada, semejante arma podía hacer algo mucho peor que herir a Simi.
Podía destruir el mundo.
La ira se apoderó de él. En ocasiones, le resultaba casi imposible reprimir el deseo de matar a Artemisa. Pero eso no era cosa suya. Le gustara o no, su deber era protegerla, aun de su propia estupidez.
Ash convocó sus poderes atlantes y los utilizó para desintegrar la daga.
Nadie volvería a herir a su Simi.
Y nadie destruiría el mundo. Al menos mientras estuviese él para protegerlo.
Extendió una mano en dirección a Tánatos.
—Ponte en pie, Cálix. Tengo una proposición para ti.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Ash aguardó a que Tánatos hubiera cogido su mano para ayudarlo a ponerse en pie antes de contestar.
—Lo sé todo sobre ti y siento muchísimo tu pérdida. Siento muchísimo no haber podido evitarlo.
—Fueron los poderes de Tánatos, ¿verdad? —preguntó en voz queda—. Fue el otro Tánatos quien mató a mi esposa, no Zarek.
Ash asintió con la cabeza. Había intentado borrar los recuerdos de Cálix en el pasado, pero Artemisa le había devuelto la memoria al apolita para poder convertirlo en su sirviente.
—Los humanos tienen un antiguo dicho: el poder absoluto lo destruye todo.
—No es el poder absoluto —musitó Cálix—, sino la venganza.
A Ash le alegró comprobar que el apolita mostraba signos de lucidez tras el confinamiento en ese infierno.
—Has dicho que tenías una proposición para mí, ¿de qué se trata? —preguntó Cálix con voz insegura.
—He conseguido hacer un trato para que puedas disfrutar del descanso eterno en los Campos Elíseos o bien, si lo prefieres, empezar una nueva vida, con la edad que aparentas tener, en Cincinnati, Ohio.
Tánatos frunció el ceño.
—¿Qué sitio es ese?
—Es una hermosa ciudad situada en un país llamado Estados Unidos.
—¿Y por qué querría vivir allí?
—Porque en la Universidad Estatal de Ohio hay una estudiante de segundo grado de danza clásica a la que creo que te encantaría conocer.
Ash abrió la mano y le mostró una fotografía de la chica. Era preciosa, con una larga melena rubia y enormes ojos azules. Estaba con un grupo de compañeros de clase.
—Dirce —susurró Cálix con la voz rota.
—En realidad ahora se llama Allison Grant. Es humana.
Los ojos de Cálix tenían una expresión agónica cuando se clavaron en los de Ash.
—Pero yo sería un apolita, condenado a morir dentro de unos años.
Ash hizo un leve gesto negativo con la cabeza.
—Si eliges estar con ella, tú también serás humano. No recordarás nada de tu existencia como Cálix ni como Tánatos. En tu mundo no existirán los daimons ni los apolitas. No habrá Cazadores Oscuros ni dioses antiguos. Lo ignorarás todo sobre eso.
—Pero ¿cómo voy a encontrarla si no recuerdo quién soy?
Ash cerró la mano y ocultó la imagen de Dirce.
—Me aseguraré de que la encuentres. Te lo juro. Tú también estudiarás allí.
—¿Y mi familia?
—Serás un huérfano a quien un pariente millonario llamado Ash legó toda su fortuna al morir. No os faltará nada durante el resto de vuestras vidas.
Los labios de Cálix comenzaron a temblar.
—¿Harías eso por mí aun después de haber matado a uno de tus hombres?
La mandíbula de Ash se tensó ante la mención de Bjorn.
—La clemencia es la mayor demostración de valentía.
—Siempre creí que era la prudencia.
Ash negó de nuevo con la cabeza.
—La prudencia no conlleva dificultad alguna. Es mucho más duro encontrar el valor para perdonarse a uno mismo y a los demás.
Cálix meditó unos instantes.
—Eres un hombre sabio.
Ash soltó una carcajada ante el comentario.
—No te creas. Así pues, ¿has elegido ya?
La mirada de Tánatos se clavó en la de Ash con una intensidad abrasadora antes de darle la respuesta que esperaba.
—No hay nada que elegir. ¿Cómo podría conocer el paraíso sin Dirce? Quiero ir a Cincinnati.
—Eso supuse.
Ash retrocedió un paso y le concedió el deseo.
A solas en la celda de Tánatos, echó un vistazo a los muros sombríos y húmedos mientras luchaba contra sus propios demonios. Artemisa no tenía derecho a condenar a Cálix a ese infierno.
Algún día recibiría el castigo que se merecía.
Pero antes tenía que encargarse de Dioniso. La próxima vez que el dios del vino quisiera soltar a una de las mascotas de Artemisa contra sus hombres se lo pensaría dos veces.
Y también había otras personas de las que debía ocuparse. Todavía tenía que borrar la información sobre la marca del arco y la flecha de las mentes de Jess, Sira y los escuderos.
Sin duda debería borrar la memoria de Zarek también, pero a él ya le había hecho demasiado daño. Zarek no se lo diría a nadie y estaría ocupado con cosas más importantes.
Además, si todo iba tal y como presentía, Zarek iba a descubrir otras cosas acerca de sí mismo y de los Cazadores Oscuros muchísimo más interesantes que el secreto que encerraba el arco doble.
Artemisa estaba sentada a solas en su trono, jugueteando con los almohadones. Aquerón llevaba mucho tiempo fuera y estaba empezando a preocuparse.
No podía salir del Olimpo, pero podía hacer otras cosas… cosas que podrían meterla en serios problemas si Zeus llegaba a enterarse.
Tal vez hubiera sido una estupidez concederle una tarde libre fuera de su templo.
Justo cuando estaba a punto de ir en su busca, las puertas del templo se abrieron de par en par.
Artemisa sonrió al ver cómo Aquerón las atravesaba.
Su Aquerón era magnífico.
La larga melena rubia flotaba alrededor de sus hombros y los pantalones negros de cuero se ceñían a un cuerpo creado para seducir. Un cuerpo creado para dar placer a los demás.
Las puertas se cerraron tras él.
Repentinamente acalorada, Artemisa se incorporó presa de una dulce expectación. Reconocía la fiera expresión de sus ojos.
El hambre voraz que brillaba en su mirada.
El deseo inundó sus venas y sintió que se le humedecía la entrepierna.
Ese era el Aquerón que más amaba.
El depredador. El que tomaba lo que quería sin dar explicaciones.
Su ropa se disolvió mientras se aproximaba.
La de Artemisa también.
La magnitud de sus poderes la hizo temblar. Unos poderes que dejaban los suyos a la altura del betún.
Aquerón llevaba mucho tiempo sin alimentarse. Y ambos lo sabían. Cada vez que llegaba a un punto determinado, su compasión desaparecía y se convertía en un ser amoral y sin sentimientos.
Había llegado a ese punto.
La diosa gimió cuando él la agarró y la estrechó contra su duro y musculoso cuerpo. Su erección le abrasó la cadera.
—¿Qué quieres, Aquerón? —le preguntó, pero la falta de aliento traicionó su fingida indiferencia.
Esa ardiente mirada recorrió su cuerpo y la excitó aún más.
—Sabes muy bien lo que quiero —le dijo en atlante con voz ronca—. Después de todo, yo estoy en la cúspide de la cadena alimentaria y tú… tú eres la comida.
Un brillo rojizo se apoderó de sus ojos mientras le separaba los muslos.
Artemisa gimió y se corrió en cuanto él la penetró con una experta embestida. Con la cabeza dándole vueltas, lo estrechó con fuerza y acarició la piel sedosa de esa musculosa espalda mientras él se hundía en ella hasta el fondo una y otra vez con un ritmo endiablado que la dejó extasiada.
Sí, eso era lo que deseaba. Ese era el Aquerón del que se había enamorado. El hombre por el que desafiaría incluso a los mismísimos dioses para mantenerlo a su lado.
El hombre por quien había roto todas y cada una de las reglas para asegurarse de que estuviera unido a ella para siempre.
Aquerón le hizo el amor con frenesí y el ávido deseo que demostraba inflamó el suyo.
Artemisa ladeó la cabeza y aguardó lo que sabía que estaba por llegar.
Los ojos de Ash se tornaron de un fiero rojo un instante antes de que inclinara la cabeza y hundiera los colmillos en su cuello para alimentarse.
La diosa gritó mientras se corrían al unísono. Mientras sus poderes la inundaban y le impedían percibir otra cosa que no fuera la poderosa sensación de tenerlo en su interior.
Por más que fingiera dominar a ese hombre, Artemisa era muy consciente de la realidad.
Era él quien dominaba.
Y lo odiaba por ello.