Tánatos yacía en una cálida y confortable cama en casa de un guerrero spati. El spati, al igual que los miembros de su familia (tanto daimons como apolitas), estaban durmiendo en sus cuartos, a la espera de la puesta del sol, momento en el que sería seguro salir.
Tras perder el rastro de Zarek la noche anterior, Tánatos lo había buscado hasta que el cansancio se apoderó de él.
Los daimons lo habían llevado hasta allí para que descansara y, a pesar de que seguía exhausto, ya no podía dormir más, mientras las pesadillas lo acosaban sin descanso.
Podía sentir la llamada de los Oráculos, que trataban de obligarlo a regresar a su celda en el Tártaro.
Se negaba a obedecer.
Llevaba esperando ese momento novecientos años. Esperando su venganza.
El día que Artemisa lo creó, le había prometido que podría matar a Zarek de Moesia. Después, por alguna razón desconocida, había cambiado de opinión.
Nada había sido como ella dijera en un principio.
En lugar de disfrutar de una vida de lujos y riquezas, había sido confinado en una diminuta celda, solo y olvidado.
—Nadie puede saber jamás que estás vivo —le había dicho ella—. Al menos hasta que te necesite.
De modo que había esperado. Había pasado año tras año, siglo tras siglo, gritándole a la diosa que lo matara o lo dejara salir.
Ella jamás había respondido.
De manera que había descubierto que había cosas peores que la corta vida que tanto aterraba a sus hermanos apolitas.
La inmortalidad en un agujero oscuro era mucho peor.
No regresaría. Nadie volvería a encerrarlo. Antes destruiría el Olimpo.
Artemisa tenía tanto miedo de que sus Cazadores Oscuros enloquecieran que no había pensado en las consecuencias. No había nadie que pudiera detenerlo.
Algo le pasó por la mente. El fragmento de un recuerdo.
Se vio a sí mismo como apolita… Vio…
La imagen cambió y vio a Zarek matando a su esposa.
Soltó un rugido de furia.
No, matar a Zarek sería demasiado sencillo.
Quería que el hombre sufriera tanto como él.
Sufrimiento.
Dolor…
Por primera vez en novecientos años, sonrió. Sí. Zarek había protegido a una mujer la noche anterior. La había acurrucado contra él en la motonieve.
Era su mujer.
Tánatos se levantó y se puso el abrigo. A pesar de que estaba agotado, no intentaría dormir un poco más. Se vistió a toda prisa y en silencio.
Encontraría al Cazador Oscuro. Encontraría a su mujer.
Ella moriría, pero Zarek… seguiría con vida. Tal y como lo había hecho él. Sufriría un tormento eterno, llorando a su amor perdido.
Zarek hizo una pausa para observar a Astrid, que se había quedado dormida mientras charlaban.
Charlar.
Jamás había creído posible poder charlar con nadie. No obstante, había hecho muchas cosas con ella que nunca había creído posible experimentar.
Incluso dormida parecía cansada. Esos dulces ojos tenían sombras oscuras bajo ellos.
Le dio un beso en los labios y se apartó un poco para no molestarla.
El demonio yacía en el mismo lugar donde se había sentado. También parecía dormir. Tenía un brazo doblado bajo la cabeza y el otro metido bajo la barbilla. Le recordaba a una niña pequeña. No era de extrañar que Ash estuviera encariñado con ella.
Volvió a mirar a Astrid. Ella era su fuerza.
Y su debilidad.
Simi era la de Ash.
Y era su deber cuidar de ambas.
Con el peso de esa enorme responsabilidad sobre sus hombros, Zarek cogió otra manta y cubrió al demonio.
Ella sonrió en sueños y dijo en voz muy baja:
—Gracias, akri.
Zarek contempló con anhelo su abrigo, que seguía debajo de Astrid.
Cogió otra manta y la colocó sobre ella. Rebuscó en el bolsillo y sacó los pequeños objetos que había recogido minutos antes en la cabaña, cuando se aventuró en busca de comida para Simi.
Se sentó junto a Astrid y le puso la mano sobre ellos, para que pudiera «ver» lo que eran cuando despertara.
Zarek dejó que su mano se demorara unos segundos sobre su rostro.
—Te echaré de menos —susurró, a sabiendas de que incluso si se convertía en una Sombra, ella lo atormentaría.
Después de todo, la necesitaba más que a la comida o al aire.
Ella era su vida.
Respiró hondo y enterró los dedos en su cabello, dejando que su calor los entibiara. Se la imaginó dulce y apasionada entre sus brazos. Recordó su aspecto mientras se corría con él.
Recordó el sonido de su voz cada vez que pronunciaba su nombre.
Sí, sin duda alguna la echaría de menos.
Por esa razón tenía que mantenerla a salvo.
Se obligó a alejarse del consuelo que le proporcionaba y dejó a las dos mujeres.
Caminó hasta el final del túnel que conducía al bosque.
Llevando tantas armas como podía acarrear, abrió la trampilla, se estremeció al sentir el viento gélido y partió en busca de Tánatos.
Astrid se despertó sobresaltada cuando un sonido extraño invadió sus sueños.
—A Simi le gusta ese Zarek. ¡Es un tío de primera!
Parpadeó varias veces cuando reconoció la voz de Simi. Comenzó a moverse hasta que notó algo bajo la palma de la mano.
Eran algunas de las figurillas de Zarek y las recorrió con los dedos hasta que se dio cuenta de qué eran.
Cada una era un personaje de El principito. Había seis en total: el principito, la oveja, el elefante, la rosa, el zorro y la serpiente.
Eran piezas exquisitas que habían sido talladas prestando mucha más atención a los detalles que en el resto de las que había «visto».
—Hasta le ha dado a Simi un abrelatas para que no tuviera que utilizar los colmillos. Eso me gusta. El metal resulta bastante duro para los dientes. —Simi se llevó la mano a los labios—. Un helado de judías y carne de cerdo. ¡Genial! El favorito de Simi.
—¿Simi? —preguntó Astrid al tiempo que se sentaba—. ¿Dónde está Zarek?
—Simi no lo sabe. Se despertó hace un momento y descubrió la estupenda comida que le había dejado.
—¿Zarek? —llamó Astrid.
No obtuvo respuesta.
Por supuesto, eso era algo típico en él.
—Simi, ¿está en la cabaña?
—Simi no lo sabe.
—¿Te importaría ir a comprobarlo, por favor?
—¡Zarek! —gritó.
—Simi, eso también podría haberlo hecho yo.
El demonio emitió un largo e irritado suspiro.
—Vale, pero no dejes que las judías se descongelen. —Hizo una pausa antes de añadir—: Akri dijo que te protegiera, Astrid, no que te hiciera los recados. Zarek es un Cazador Oscuro bastante mayorcito y puede andar solito por ahí.
Astrid percibió que el demonio se desvanecía.
Después de unos minutos, regresó.
—No, tampoco está allí.
El corazón de Astrid comenzó a latir con fuerza.
Tal vez hubiera ido a por más comida.
—¿Ha dejado alguna nota, Simi?
—No.
Zarek abrió de una patada la puerta de la primera casa apolita que encontró. La pequeña comunidad de apolitas llevaba varias décadas asentada a las afueras de Fairbanks, pero él los dejaba en paz.
El Código les prohibía hacer daño a los apolitas hasta que se convirtieran en daimons que se alimentaran de humanos. Mientras se estuvieran quietecitos, no hicieran daño a los humanos y vivieran su vida hasta su muerte a los veintisiete años, gozaban de la misma protección que cualquier ser humano.
Esa era la razón, al menos según Simi, de que Zarek hubiera sido desterrado. Para Artemisa y el resto de los dioses, matar a un apolita era un crimen tan serio como matar a un humano.
No obstante, en esos momentos Zarek estaba más que dispuesto a romper esa y cualquier otra norma para mantener a Astrid a salvo.
Tan pronto como la puerta se abrió con un crujido, las apolitas que vivían en la casa comenzaron a gritar y corrieron en busca de refugio mientras los hombres se abalanzaban sobre él.
Zarek utilizó la telequinesia para inmovilizarlos contra las paredes.
—Ni se os ocurra intentarlo —masculló—. No estoy de humor para lidiar con vosotros. He venido a buscar a Tánatos.
—No está aquí —dijo uno de los hombres.
—Ya me lo imaginaba. Pero también me imagino que podréis llevarle un mensaje, ¿verdad?
—No.
—Va a matarnos —gimoteó un niño desde la parte trasera de la casa.
El miedo que traslucía la voz del niño lo calmó un poco… pero solo un poco.
Zarek soltó a los apolitas que mantenía contra la pared.
—Decidle a Tánatos que si me quiere, lo estaré esperando a las afueras de la ciudad, en Bear’s Hollow. Si no está allí dentro de una hora, volveré y eliminaré a todos los daimons que pueda encontrar.
Se dio la vuelta y salió de la casa.
No se alejó mucho del lugar.
Los apolitas cerraron a toda prisa la puerta tras él y hablaron en susurros hasta que decidieron quién debía ir en busca de Tánatos.
Satisfecho al saber que le entregarían su mensaje, Zarek esbozó una sonrisa burlona y se dirigió a la motonieve.
La puso en marcha y condujo hacia el lugar de la cita, donde se sentó a esperar.
Sacó el móvil de Spawn y llamó a Jess.
El vaquero respondió al tercer tono.
—Vaya, esquimal, ¿eres tú?
—Sí, soy yo. Escucha, he dejado a Astrid en mi cabaña.
—¿Que has hecho qué? ¿Estás…?
—Sí, estoy loco, pero estará a salvo allí. Quiero que esperes unas tres horas y que después vayas a buscarla. Eso será tiempo más que suficiente.
—Tiempo más que suficiente ¿para qué?
—No te preocupes por eso. Entra en mi cabaña y dile a Astrid quién eres. Saldrá de su escondite con otra persona. Sé amable con la pequeñina, pertenece a Ash.
—¿Qué pequeñina?
—Ya lo verás.
—¿Dentro de tres horas? —repitió Jess.
—Eso es.
El vaquero hizo una pequeña pausa.
—¿Y qué pasará contigo, esquimal?
—¿A qué te refieres?
—No irás a cometer alguna estupidez, ¿verdad?
—No, voy a hacer algo de lo más inteligente —dijo antes de colgar.
Arrojó el teléfono a su mochila y sacó los cigarrillos y un mechero. Encendió el cigarrillo y esperó sentado, soportando el gélido frío y echando de menos su abrigo.
Sin embargo, al pensar en el abrigo sus pensamientos volvieron a Astrid y su temperatura subió de forma considerable.
Ojalá hubiera podido hacerle el amor una vez más.
Sentir el roce de esa piel contra la suya. Su aliento en el rostro. Sus manos recorriéndole el cuerpo.
Jamás había conocido a nadie como ella; claro que era una ninfa, después de todo. Muy distinta a cualquier otra criatura del universo.
Todavía no podía creer lo que sentía por ella.
La forma en que era capaz de aliviar el dolor que lo inundaba y que había creído imposible de aplacar.
Era curiosa esa facilidad que Astrid demostraba para mantener sus pensamientos alejados del pasado. De cualquier otra cosa.
No era de extrañar que Talon hubiese estado dispuesto a morir por Sunshine.
En esos momentos lo comprendía a la perfección.
La cuestión era que él no quería morir por Astrid. Quería vivir por ella. Quería pasar el resto de la inmortalidad a su lado.
Pero no podía hacerlo.
Levantó la vista para contemplar las montañas que lo rodeaban y pensó en el Olimpo. El hogar de Astrid.
Los mortales no podían vivir allí y los dioses no vivían en la Tierra.
No había esperanza para ellos.
Y él era lo bastante sensato como para darse cuenta. Carecía de esa parte ingenua que pudiera hacerle creer que tal vez algo llegaría a unirlos. Le habían arrebatado todo el optimismo a patadas antes de ser lo bastante mayor como para afeitarse.
Aun así, no podía eliminar esa parte de sí mismo que lloraba la pérdida. Esa parte de sí mismo que gritaba con todas sus fuerzas que Astrid se quedara a su lado.
—Malditas seáis, Moiras. Malditas seáis las tres.
Aunque la verdad era que ya estaban malditas. Desde hacía mucho, mucho tiempo.
Escuchó el rugido del motor de una motonieve que se aproximaba.
No se movió hasta que el vehículo se acercó y se detuvo. Estaba sentado de lado sobre el asiento de su motonieve, con las piernas estiradas por delante de él y cruzadas a la altura de los tobillos. Con los brazos cruzados frente al pecho, aguardó pacientemente a que el conductor se apeara.
Tánatos se quitó el casco y lo miró como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.
—Estás aquí de verdad.
Zarek inclinó la cabeza y le ofreció a la criatura una sonrisa fría y siniestra.
—¿No querías caldo? Pues aquí tienes tres tazas, chaval. Todos tenemos que bailar con el diablo tarde o temprano. A ti te ha llegado el momento esta noche.
Tánatos entrecerró los ojos.
—Eres un cabrón arrogante.
Zarek dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el tacón de la bota. Soltó una carcajada amarga y se apartó de la motonieve.
—No, no soy un cabrón arrogante. No soy más que un montón de mierda que ha alcanzado una estrella. —Sacó las Glock de las fundas que llevaba al hombro—. Y ahora seré el hijo de puta que va a librarte de tu miseria.
Comenzó a disparar.
No esperaba que sirviera de nada, y estaba en lo cierto.
Lo único que consiguió fue que Tánatos se tambaleara. Y que él se sintiera un poco mejor.
Arrojó los cargadores sobre la nieve, recargó las armas y volvió a disparar.
Tánatos se echó a reír.
—No puedes matarme con una pistola.
—Lo sé, pero dispararte es divertido de cojones. —Y con un poco de suerte, podría debilitarlo lo suficiente para tener una oportunidad de matarlo.
Era lo único que podía hacer.
Cuando hubo agotado los últimos cargadores, le arrojó las armas a Tánatos y continuó con dos granadas.
Ninguna de ellas sirvió para nada.
Apenas consiguieron detener a la criatura.
Con un gruñido, Zarek se abalanzó sobre él.
Ambos cayeron al suelo enzarzados en la pelea. Zarek utilizó todas sus fuerzas para darle patadas y puñetazos.
Tánatos estaba bastante ensangrentado… pero él también.
—No puedes matarme, Cazador Oscuro.
—Si sangras, puedes morir.
Tánatos sacudió la cabeza.
—Eso no es más que un mito que se cuentan los humanos para sentirse mejor.
Zarek le asestó otra patada y desenfundó su espada retráctil. Presionó el botón de la empuñadura para extender su metro y medio de longitud.
—Los Cazadores Oscuros también somos un mito, pero si nos cortas la cabeza, morimos. ¿Y tú? ¿Puedes volver a unir tu cabeza al cuerpo? —Zarek vio el brillo del pánico en los ojos del daimon—. No lo creo.
Blandió la espada en un arco.
Tánatos se agachó y giró para alejarse de él. Sacó del cinturón una enorme daga profusamente adornada.
La destreza de Zarek con la espada estaba un poco oxidada, pero su memoria se fue recuperando a medida que luchaban.
Sí… recordaba bien cómo ensartar cosas.
Le hizo un corte a Tánatos en el pecho. El daimon siseó y se tambaleó hacia atrás.
—Pareces asustado, Tánatos.
El daimon frunció los labios con desprecio.
—No le temo a nada, y menos a ti.
Lo atacó antes de que pudiera apartarse. Atrapó el brazo con el que Zarek sujetaba la espada y lo retorció. Gimió al sentir una oleada de penetrante dolor.
Aunque no fue nada comparado con la puñalada que Tánatos acababa de asestarle en el brazo izquierdo.
Soltó una maldición.
Con el brazo insensibilizado no podía sujetar la espada.
Tánatos lo envió al suelo de un golpe. Le puso la rodilla sobre la columna y le tiró del pelo hasta que dejó expuesto el cuello.
Zarek trató de quitárselo de encima, pero no pudo hacer otra cosa que aguardar a que Tánatos le cortara la cabeza.
La hoja de la daga se le clavó en el cuello.
Zarek contuvo el aliento, asustado por la posibilidad de que el menor movimiento ayudara a rebanarle la garganta.
Justo cuando la hoja comenzaba a cortarle el cuello, un fogonazo de luz cruzó la nieve y golpeó a Tánatos, tumbándolo de espaldas.
Zarek cayó de bruces sobre la nieve.
—No, no y no… —dijo Simi cuando se materializó en su forma humana ante él—. Akri dijo que no podías matar a Zarek. Tánatos malo.
Con un dolor infernal en el cuerpo, Zarek rodó hasta quedar de espaldas mientras Tánatos se ponía en pie.
—¿Qué coño eres tú? —preguntó el daimon.
—Eso da igual —respondió ella al tiempo que se arrodillaba junto a Zarek. Tocó el corte que tenía en la frente y examinó las heridas sangrantes del brazo y del cuello—. Vaya, te han hecho mucho daño, Cazador Oscuro. Simi lo siente mucho. Creíamos que volverías, pero Astrid comenzó a preocuparse e hizo que Simi viniera a buscarte. No tienes muy buen aspecto, la verdad. Estabas mucho más guapo antes.
Tánatos comenzó a caminar hacia ellos.
Zarek se obligó a incorporarse y ayudó a Simi a ponerse en pie.
—Simi, vete antes de que acabes herida.
Ella resopló como un caballo.
—Él no puede hacerme daño. Nadie puede.
Tánatos la atacó con la daga.
—Ya lo verás. —Simi se dio la vuelta y dejó que Tánatos la apuñalara en el pecho.
El daimon hundió la daga hasta la empuñadura antes de sacársela.
El demonio abrió los ojos de par en par y soltó un gemido de dolor.
Zarek creyó que estaba fingiendo hasta que comenzó a tambalearse. Tenía lágrimas en los ojos mientras lo contemplaba con agonizante incredulidad.
—Se suponía que no debía doler —gimoteó como una niña pequeña—. Simi es invencible. Akri lo dijo.
El corazón de Zarek latía desbocado.
La sangre manaba de entre los labios de Simi.
Le dio una patada a Tánatos para alejarlo y cogió a Simi en brazos. A pesar de que el brazo herido le temblaba a causa del dolor, corrió con Simi hacia la motonieve.
Tánatos se quedó atrás, a la espera.
Los vio marcharse y sonrió.
—Eso es, Zarek. Corre de vuelta con tu mujer. Enséñame dónde la has escondido.
Artemisa sintió la onda expansiva que recorrió su templo como si fuera un terremoto. Alguien dejó escapar un rugido letal y furibundo.
Sus sirvientas alzaron la mirada con el semblante pálido.
La diosa se sentó en el trono. De no saber que era imposible, habría creído que…
Las puertas de sus aposentos privados se hicieron añicos. Los fragmentos volaron por la habitación como si los impulsara un violento tornado.
Las mujeres gritaron y salieron corriendo hacia la puerta, en busca de un lugar donde refugiarse de semejante vorágine. Artemisa quiso huir también, pero el miedo la dejó paralizada.
En muy raras ocasiones veía esa faceta de Aquerón.
La aterrorizaba demasiado para presionarlo hasta ese extremo.
El atlante salió flotando de su dormitorio con la larga melena negra sacudiéndose a su alrededor. Tenía los ojos rojos como la sangre y cambiaban como el fuego a medida que sus poderes sobrenaturales emergían. Sus largos colmillos estaban a la vista.
Esa era la criatura que más temía en el universo. En ese estado, podría matarla con un mero pensamiento.
El pánico la invadió. Si no conseguía apaciguarlo, el resto de los dioses notarían su presencia y todos pagarían caras las consecuencias.
Sobre todo ella.
Utilizó sus poderes para enmascarar los del atlante con la esperanza de hacerlos pasar por suyos. Con un poco de suerte, los demás dioses asumirían que le había dado otra de sus rabietas.
—¿Aquerón?
Él la maldijo en atlante y la mantuvo apartada con un muro invisible. Artemisa sintió su agonía. Sufría un dolor atroz y ella no sabía por qué.
Todo lo que había en su templo comenzó a girar en la vorágine de su furia y sus poderes. Los únicos que aún se mantenían en el suelo eran ellos dos.
—¿Artemisa? Tengo un problema.
La diosa dio un respingo al escuchar la voz de Astrid en la cabeza.
—Ahora no, Astrid. Yo también tengo un problemilla por aquí.
—Déjame adivinar, ¿Aquerón está furioso?
—Lo que siento va más allá de la furia, Astrid. —Su voz era grave, profunda y malévola. Esos ojos rojos se clavaron en Artemisa—. ¿Cómo es posible que Simi haya resultado herida?
El pánico de Artemisa se triplicó.
—¿El demonio está herido?
—Simi se está muriendo —dijeron Astrid y Aquerón a la vez.
Artemisa se cubrió la boca. De repente sentía ganas de vomitar. Se sentía enferma. Horrorizada y asustada más allá de lo imaginable.
Si algo le ocurría a su demonio…
La mataría.
Aquerón utilizó sus poderes para acercarla con brusquedad a él.
—¿Dónde consiguió Tánatos una de mis dagas, Artemisa?
La pregunta le provocó un estremecimiento de culpabilidad. Cuando creó al primer Tánatos, unos siete mil años atrás, le había proporcionado armas con las que matar a los Cazadores Oscuros. En aquel momento creyó que era justicia divina que utilizara una de las dagas atlantes de Aquerón para acabar con ellos.
Tan pronto como Aquerón se dio cuenta de que le faltaba una daga, había reunido todas sus armas y las había destruido.
Y en esos momentos entendía el motivo.
Lo había hecho para proteger a su demonio.
—No sabía que tu daga podría herirla.
—Maldita seas, Artemisa. Me lo has quitado todo. ¡Todo!
La diosa sintió su dolor, su pesar. Y lo odió por eso. Si muriera al día siguiente, a él no le importaría en lo más mínimo.
Sin embargo, lloraba por su demonio.
¿Por qué no la protegía y amaba a ella de esa manera?
—Te la traeré, Aquerón.
Él impidió que se apartara de su lado.
—No hagas nada, Artemisa. Te conozco. No tratarás de curarla ni de ayudarla en forma alguna. Te limitarás a cogerla y a traérmela de vuelta. Júralo por el río Estigio.
—Lo juro.
El atlante la liberó.
Artemisa se desvaneció de su templo para presentarse en el lugar donde Astrid, Simi y Zarek se ocultaban, bajo tierra. El demonio yacía en el suelo, y los otros dos estaban arrodillados a su lado.
—¡Simi quiere a akri! —gimoteaba Simi. Gritaba y lloraba presa de la histeria.
—Ya, pequeña… —dijo Zarek con la intención de calmarla. Sujetaba una venda sobre la herida. Tanto la venda como su mano estaban cubiertos de sangre—. Tienes que calmarte, Simi. Estás empeorando las cosas.
—¡Simi quiere a su papi! Quiere irse a casa, Astrid. Necesita irse a casa.
—No puedo hacerlo, Simi. Me han quitado los poderes hasta que le entregue un veredicto a mi madre.
—Simi quiere a akri… —aulló de nuevo—. No quiere morir sin él. Está asustada. Por favor… por favor, lleva a Simi a casa. Solo quiere a su papi…
Zarek levantó la vista cuando una sombra cayó sobre ellos.
Se trataba de un rostro que no había vuelto a ver desde el día en que se convirtió en Cazador Oscuro.
Artemisa.
Su largo cabello rojizo se rizaba alrededor de su esbelto y hermoso cuerpo. Llevaba puesta una larga túnica blanca y sus ojos verdes resplandecían, amenazadores, a la tenue luz del túnel.
Zarek contuvo el aliento a la espera de que lo matara. Ningún Cazador Oscuro tenía permitido estar en presencia de un dios.
Simi la vio y soltó un terrible alarido.
—¡Ella no! ¡Esa foca matará a Simi!
—Cierra la boca —masculló Artemisa—. Créeme, me encantaría verte muerta, pero si mueres, Aquerón jamás me permitirá olvidarlo.
Artemisa la cogió en brazos a pesar de todos sus forcejeos.
Echó un vistazo a Astrid y a Zarek.
—¿Lo has juzgado ya?
Antes de que Astrid pudiera responder, la trampilla que había tras ellos se abrió de golpe.
Zarek soltó un juramento al ver que Tánatos entraba.
Se giró para ordenarle a Artemisa que se llevara a Astrid junto con Simi, pero la diosa ya se había desvanecido.
Tendría que protegerla sin ayuda.
¡Maldita fuera Artemisa!
—¡Corre! —le gritó a Astrid.
La empujó hacia la trampilla que conducía a la cabaña.
—¿Qué está ocurriendo?
—Tánatos está aquí, así que a menos que tengas algún poder divino que pueda matarlo, ¡corre!
—¿Dónde está Artemisa?
—Se ha evaporado.
Astrid puso una expresión contrariada antes de hacer lo que le había ordenado.
Tánatos llegó hasta ellos mientras Zarek la ayudaba a subir.
Alejó al ejecutor de una patada.
—No escaparás de mí, Cazador Oscuro. Aunque no es a ti a quien realmente busco.
Zarek sintió que se le helaba la sangre al escuchar esas palabras y bajó la mirada para descubrir que Tánatos tenía la vista clavada en Astrid.
El daimon se lamió los labios.
—La venganza es un plato que se sirve frío.
Una vez que Astrid hubo abandonado el sótano, Zarek bajó las escaleras a toda prisa y la emprendió a puñetazos con Tánatos.
—Estamos en Alaska, gilipollas. Aquí todo está frío.
Lo estampó contra la pared y corrió a toda prisa hacia la trampilla.
Una vez en el interior de la cabaña, cerró y aseguró la trampilla. Colocó la estufa de leña encima antes de meter la mano en su interior para sacar al visón y sus cachorros. La madre le arreó un buen mordisco, pero él ni se inmutó.
Con tanta delicadeza como pudo, los metió en su mochila y salió en tromba de la cabaña.
Astrid estaba justo en la puerta.
—¿Eres tú, Zarek? —Él le dio un beso—. Será mejor que seas tú.
Zarek resopló al escucharla.
Puesto que no tenían tiempo que perder, corrió hacia la motonieve de Tánatos y le quitó un manguito antes de guiar a Astrid hacia su vehículo.
—Tienes que alejarte de aquí, princesa. Mis poderes no podrán retenerlo durante mucho tiempo.
—No podré conducir este cacharro sin ver.
Zarek clavó la vista en ella para memorizar su rostro. Para memorizar el aspecto que tenía bajo la luz de la luna que se derramaba a través de las nubes.
Su estrella era muy hermosa.
Muy diferente a cualquier otra del universo.
Escuchó que Tánatos se liberaba.
En ese momento, hizo algo que no había hecho nunca. Era un poder que Ash le había enseñado siglos antes, pero que nunca había utilizado.
Esa noche lo haría.
La besó con pasión.
Astrid sintió la calidez de los labios de Zarek. Mientras sus lenguas se unían, notó que los ojos comenzaban a escocerle.
Se apartó de él con un siseo y se dio cuenta de que podía ver todo lo que la rodeaba.
Se le paró el corazón.
Zarek estaba frente a ella, con los ojos pálidos, del mismo azul claro que tenían los suyos cuando perdía la visión. Tenía los labios hinchados y magullados y uno de sus ojos estaba negro y azul.
Tenía sangre seca alrededor de la nariz y en la oreja. Y su ropa también estaba rota y ensangrentada.
Le habían dado una soberana paliza y ni siquiera se lo había dicho.
Sintió un nudo en la garganta al ver la sangre que le corría por el brazo y que manaba de la puñalada que le había asestado Tánatos.
Zarek le tendió la mochila y, a tientas, puso en marcha el motor del vehículo.
—Vete, Astrid. Fairbanks está al final de ese camino. —Señaló un sendero que se abría en el bosque—. No te detengas hasta que llegues allí.
—¿Y qué pasa contigo?
—No te preocupes por mí.
—¡Zarek! —gritó ella—. No pienso dejarte aquí para que mueras.
Él sonrió mientras le tomaba el rostro entre las manos.
—No pasa nada, princesa. No me importa morir por ti.
La besó dulcemente en los labios.
Tánatos salió en tromba por la puerta de la cabaña.
—Súbete a la motonieve, Zarek. ¡Ahora mismo!
Él negó con la cabeza.
—Es mejor así, Astrid. Si muero, él no tendrá razón alguna para hacerte daño.
El corazón de Astrid se hizo añicos por sus palabras. Por el sacrificio que estaba dispuesto a hacer por ella.
Astrid abrió la boca para protestar, pero la motonieve se puso en marcha. Trató de detenerla, pero él debía de estar utilizando sus poderes para impedirlo.
Lo último que vio fue a un Zarek ciego que se giraba para enfrentarse a Tánatos.
Ash cogió a Simi de los brazos de Artemisa en el mismo instante en que la diosa se materializó frente a él.
Acunó a su «pequeña» con dulzura entre sus brazos de camino a la cama de Artemisa.
—¡Akri! —aulló Simi mientras se acurrucaba contra su pecho—. Simi está herida. Tú dijiste que nada podía herirla.
—Lo sé, Simi, lo sé. —La estrechó con fuerza, temeroso de quitarle el improvisado vendaje para ver lo que le habían hecho.
Las lágrimas le corrían por las mejillas, haciendo que sus ojos se anegaran. Movido por la costumbre, comenzó a entonar una antigua nana atlante que solía cantarle desde que era apenas una recién nacida.
Eso la calmó un poco.
Ash le enjugó las lágrimas de las gélidas mejillas antes de quitarle el vendaje.
Su daga la había atravesado y había estado a punto de traspasarle el corazón, si bien la herida era limpia y la hemorragia había cesado. Gracias a Zarek, sin duda.
Le debía a ese hombre mucho más de lo que podría pagarle.
Ash invocó sus poderes y colocó la mano sobre la herida de Simi para curarla.
El demonio miró a su alrededor antes de clavar la vista en él.
—¿Simi está mejor?
Él asintió con una sonrisa.
—Simi está estupenda.
El demonio se miró el pecho. Se levantó la camisa para mirar también debajo, como si quisiera verificar por sí misma que estaba bien.
Soltó una carcajada y se arrojó a sus brazos.
Ash la estrechó con fuerza, agradecido hasta lo inimaginable de que no hubiera muerto.
La abrazó hasta que ella comenzó a rogar que la soltara.
Le dio un beso en la frente antes de liberarla.
—Regresa conmigo, Simi.
Por primera vez, ella no protestó. Adoptó la forma de dragón y se colocó sobre su corazón.
El lugar al que pertenecía.
Ash se giró muy despacio para enfrentarse a Artemisa.
Resentida, la diosa permanecía inmóvil, con los brazos en jarras y el cuerpo tenso.
—Venga, admítelo, ya no estás enfadado. He hecho lo correcto. Te lo he traído.
—¡No es una cosa! —replicó a voz en grito, logrando que Artemisa diera un respingo—. Simi no es una cosa, Artemisa. Es mía y, por una vez, quiero oírte pronunciar su nombre.
La diosa alzó la barbilla de forma desafiante. Entrecerró los ojos verdes y se obligó a decir:
—Simi.
Aquerón inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—Y en cuanto a lo de hacer lo correcto… No, Artie. Lo correcto habría sido no robarme. Lo correcto habría sido escucharme cuando te dije que no crearas otro Tánatos. Lo que has hecho hoy solo ha sido lo más inteligente. Gracias a eso, no voy a cometer la incorrección de matarte. Sin embargo, Tánatos es otra cuestión.
—No puedes marcharte de aquí para matarlo.
—No tengo que marcharme de aquí para matarlo.
—¡Maldito cabrón! —rugió Tánatos mientras apartaba a Zarek con un puñetazo.
Zarek trató de ponerse en pie, pero su cuerpo ya no respondía. No había ninguna parte que no le doliera. Que no sufriera.
Seguía utilizando sus poderes para mantener la motonieve en marcha en la dirección correcta.
Estaba agotado y no le quedaban fuerzas para luchar. Por no mencionar el hecho de que de todas formas no podía ver a Tánatos.
Los golpes parecían venir de todas partes.
Igual que cuando era humano.
Se echó a reír.
—¿Qué es lo que encuentras tan gracioso?
Zarek yacía en la nieve, congelado y desangrándose, pero sin dejar de reír.
—Tú. Yo. La vida en general y el hecho de que me estoy congelando el culo, como de costumbre.
Tánatos le pateó el costado con saña.
—Eres un psicópata.
Sí, lo era. Pero sobre todo estaba exhausto. Demasiado cansado para levantarse y ponerse en movimiento. Demasiado cansado para seguir luchando.
Pensó en Astrid.
Lucha por ella, se dijo.
Por primera vez en su vida, tenía algo por lo que seguir viviendo. Una razón para levantar el puñetero culo y luchar.
Cerró los ojos con fuerza e intentó reunir parte de sus debilitados poderes para seguir luchando contra la criatura.
Escuchó el sonido de una daga que salía de su vaina.
—Zarek… —susurró la voz de Ash en su cabeza.
Zarek dio un respingo al recuperar la vista de forma inesperada.
—¿Qué coño…?
En su mano izquierda aparecieron cinco resplandecientes garras.
Sonrió mientras cerraba el puño y sentía en la palma de la mano los afilados extremos.
Ash lo conocía demasiado bien.
—Hay una media luna entre los omóplatos de Tánatos —le susurró la voz de Aquerón—. Apuñálalo justo ahí y morirá. >Artemisa jamás crea nada sin un botón de apagado.
Zarek se levantó con rapidez.
Tánatos enarcó una ceja en un gesto de sorpresa.
—Así que todavía te sientes con fuerzas para luchar…
—Según parece, el diablo ha movido el culo hasta Alaska para ver la nieve. Vamos a echar un bailecito, desgraciado.
Zarek lo golpeó y Tánatos salió disparado hacia atrás. Al parecer, Ash le había dado algo más que garras. La fuerza y el poder emanaban de él como nunca antes.
Respiró hondo al sentir que el dolor se desvanecía.
El daimon le dio un puñetazo en la cara.
Zarek se echó al reír al sentir que el dolor llegaba y se desvanecía casi al instante. Ni siquiera se sintió atolondrado.
El rostro de Tánatos perdió el color.
—Sí, deberías asustarte. —Volvió a golpearlo—. Es una putada no ser la criatura más mala del lugar, ¿verdad?
Zarek lo levantó del suelo y lo lanzó a una buena distancia.
Tánatos rodó sobre la nieve. Trató de levantarse y volvió a caer.
Había llegado el momento de acabar con todo aquello.
Plantó el pie en la espalda de Tánatos con el fin de inmovilizarlo y le desgarró el abrigo y la camisa para revelar la media luna.
Comprobó que Ash no le había mentido.
—Puedes matarme si quieres, Cazador Oscuro, pero eso no quita el hecho de que debas morir por asesinar a Dirce. Era inocente y acabaste con ella.
Zarek titubeó un instante.
—¿Dirce?
—¿Ni siquiera la recuerdas? —Tánatos se tensó por la furia y se retorció para clavar en él una mirada acusadora—. Solo tenía veinte años cuando la atravesaste con la espada.
Los pensamientos de Zarek volvieron a lo que Simi le había mostrado.
Recordó a la mujer rubia que por culpa de Tánatos había ensartado con su espada.
—¿Era tuya?
—Mi esposa, cabrón.
Zarek contempló la marca de Tánatos. Debería matarlo.
Pero no podía hacerlo.
A ambos les había jodido la misma persona: Artemisa.
Y no era justo que matara a Tánatos por querer vengarse.
La venganza era algo que entendía a la perfección. Joder, había vendido su alma por venganza. ¿Cómo podía culpar a Tánatos por hacer lo mismo?
Zarek escuchó el sonido de una motonieve que se acercaba hacia él.
Supo sin mirar que se trataba de Astrid. Sin duda había dado la vuelta en el mismo instante en que él se había distraído con la pelea.
Utilizó los poderes que le había dado Ash para inmovilizar a Tánatos en el suelo.
El daimon gritaba para que lo liberara.
Para que lo matara.
Zarek conocía a la perfección el sonido de esos gritos. Había pasado muchas noches tumbado en la cama, suplicando lo mismo.
Si fuera misericordioso, lo mataría. Pero ese no era su trabajo.
Era un Cazador Oscuro y Tánatos…
Dejaría que Aquerón se encargara de él.
Astrid aparcó la moto y corrió hacia él.
Sus ojos tenían un azul más profundo cuando recuperaba la vista.
—¿Está bajo control?
Zarek asintió con la cabeza.
Ella se echó a sus brazos y Zarek se tambaleó hacia atrás.
—Cuidado, princesa. Lo único que me mantiene en pie es la fuerza de voluntad.
Astrid miró más allá y vio a Tánatos en el suelo, maldiciéndolos a ambos.
—¿Por qué no lo has matado?
—No es mi trabajo. Además, se acabó lo de ser el perrito faldero de Artemisa. Ha llegado el momento de decirle a esa «foca» que se pierda.
Astrid se quedó blanca.
—No puedes renunciar sin más, Zarek. Te matará.
Él esbozó una torva sonrisa.
—Que lo intente. Tengo ganas de pelea. —Resopló por el comentario—. A decir verdad, siempre tengo ganas de pelea.
Astrid contuvo el aliento al escuchar sus palabras. Le dieron algo de esperanza.
—¿Qué pasa con nosotros? —le preguntó.
Por primera vez percibió la angustia que reflejaba el rostro de Zarek al mirarla; el dolor que traslucían sus ojos negros.
—No hay un «nosotros», princesa. Nunca lo hubo.
Astrid abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera hacerlo apareció su madre con Sasha, que había adoptado forma humana.
Astrid le lanzó una mirada burlona.
—Llegas un poco tarde, mamá.
—Échale la culpa a tus hermanas. Atri me dijo que no me moviera. He venido en cuanto me lo ha permitido.
Sasha frunció los labios al ver a Zarek, quien le devolvió el gesto.
—Lo siento, Scooby, se me han acabado las galletitas.
El desprecio de Sasha se hizo más evidente.
—No sabes cómo te odio…
Zarek esbozó una sonrisa desdeñosa.
—El sentimiento es mutuo.
Temis hizo caso omiso a los hombres y se dirigió a Astrid.
—¿Lo has juzgado ya, hija?
—Es inocente. —Señaló a Tánatos, que seguía soltando una retahíla de maldiciones—. Ahí está la prueba de su clemencia y de su humanidad.
Se escuchó un penetrante alarido, que fue seguido por un silencio sepulcral.
—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó Zarek.
—Artemisa —respondió Astrid a la vez que Sasha y su madre.
Temis suspiró.
—No me gustaría estar en el lugar de Aquerón esta noche.
—¿Por qué? —quiso saber Zarek.
Fue Sasha quien respondió.
—Jamás cabrees a una diosa. No quiero ni imaginarme lo que le hará por haberte sacado del atolladero.
Zarek se sintió fatal al recordar algunas de las cosas que Aquerón le había insinuado en el pasado con respecto al hecho de que la diosa aplacaba su ira con él.
—No irá a castigarlo, ¿verdad?
La expresión de sus rostros fue respuesta suficiente.
Zarek se encogió por dentro al recordar las numerosas ocasiones en las que Ash le había pedido que no le pusiera las cosas difíciles. Las numerosas ocasiones en las que él lo había mandado al infierno.
Sasha se acercó a Tánatos.
—¿Qué será de él? —preguntó Zarek.
Temis se encogió de hombros.
—Eso depende de Artemisa. Le pertenece.
Zarek suspiró al escucharlo.
—Tal vez habría sido mejor matarlo, después de todo.
Astrid utilizó su manga para limpiarle la sangre del rostro.
—No —replicó Temis—. Lo que hiciste por Simi y por mi hija, además de la clemencia que mostraste con Tánatos, es la razón por la que permito que su veredicto prevalezca aunque haya violado su juramento de imparcialidad.
Astrid le sonrió, pero Zarek no se sentía demasiado contento con la forma en que se estaban solucionando las cosas.
—Vamos, Astrid —dijo su madre—. Tenemos que volver a casa.
Zarek fue incapaz de apartar los ojos de ella mientras esas palabras se clavaban en su corazón como un cuchillo.
Dejarla marchar…
Tenía que hacerlo.
Aun así, cada una de las células de su cuerpo le gritaba que la mantuviera a su lado. Que extendiera el brazo y la tomara de la mano.
—¿Tienes algo que decir al respecto, Cazador Oscuro? —inquirió su madre.
Así era, pero no le salían las palabras.
Había sido fuerte durante toda su vida. También lo sería esa noche. Jamás la ataría a él. No sería justo.
—A veces las estrellas caen del cielo.
Escuchó las palabras de Aquerón en la cabeza. Era cierto. Algunas veces caían y se convertían en cosas normales, como el resto de la mierda del planeta.
Su estrella era única.
Jamás permitiría que fuera como cualquier otra. Jamás permitiría que se convirtiera en algo común y corriente.
No, su lugar estaba en el cielo. Con su familia.
Y con su apestoso lobo domesticado.
Nunca con él.
—Que tengas una hermosa vida, princesa.
A Astrid le temblaron los labios. Tenía los ojos anegados de lágrimas.
—Y tú también, príncipe azul.
Su madre le dio la mano mientras Sasha se encargaba de Tánatos. En un abrir y cerrar de ojos, habían desaparecido.
Todo era igual que antes de que ella llegara.
Y sin embargo nada volvería a ser lo mismo.
Zarek permaneció en pie en mitad de su patio. No había viento. Nada se movía.
Todo estaba en silencio.
En calma.
Salvo su corazón, que se estaba haciendo pedazos.
Astrid se había ido.
Era lo mejor para ella.
¿Por qué se sentía tan destrozado, entonces?
Cuando agachó la cabeza, se dio cuenta de que la sangre le corría por el brazo.
Sería mejor que se ocupara de la herida antes de que los osos o los lobos captaran el olor. Con un suspiro, entró en la cabaña vacía, cerró la puerta y la atrancó. Cruzó la habitación hasta la despensa y la abrió.
En realidad no había nada allí con lo que atender la herida. Como no habían llegado a llevarle el generador, el agua se había congelado con el frío y no había nada con lo que descongelarla.
Incluso el agua oxigenada se había congelado.
Soltó una maldición y dejó el agua oxigenada en su sitio antes de coger una botella de vodka. Estaba medio congelado, pero seguía líquido.
Se escuchó el débil sonido de un teléfono, procedente del exterior. Salió de nuevo al patio y cogió la mochila que Astrid había dejado. El visón y sus crías seguían en el interior, y todavía estaban cabreados.
Zarek no les hizo caso alguno y sacó el teléfono.
—¿Sí? —preguntó al responder.
—Soy Jess. Aquerón me acaba de llamar para decirme que Andy y yo podemos volver a casa. Quería hablar contigo primero para comprobar si seguías con vida.
Zarek devolvió el visón y sus cachorros a la seguridad de su estufa de leña.
—Puesto que he respondido al teléfono, supongo que sí, que sigo con vida.
—Capullo… ¿Todavía quieres que vaya a buscar a Astrid?
—No, ella se ha… —Zarek se atragantó con la palabra. Se aclaró la garganta y se obligó a pronunciarla—: Se ha marchado.
—Lo siento.
—¿Por qué?
Se hizo el silencio entre ellos.
Pasaron varios segundos antes de que Jess hablara de nuevo.
—A propósito, ¿te ha contado alguien lo de Sharon? Con todo este lío, no he tenido tiempo de hacerlo.
Zarek se detuvo con la mano sobre la estufa.
—¿Qué pasa con ella?
—Tánatos la atacó para tratar de localizarte, pero se pondrá bien. Otto va a quedarse aquí algunos días más para asegurarse de que consigue una casa nueva y de que tiene alguien que cuide de ella cuando salga del hospital y regrese a casa. Creí que querrías saberlo. Yo… bueno… le envié unas flores de tu parte.
Zarek soltó el aire con lentitud. Le apenaba que ella hubiera resultado herida y que ni siquiera se hubiera enterado. Como siempre, arruinaba todo lo que tocaba.
—Gracias, Jess. Ha sido un detalle por tu parte. Te lo agradezco.
Algo golpeó el teléfono al otro lado. Con fuerza. El oído de Zarek comenzó a zumbar a causa del ruido.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Jess con incredulidad—. Estoy hablando con Zarek, el Hombre de Hielo, ¿no? No serás algún impostor alienígena, ¿verdad?
Zarek sacudió la cabeza al escuchar las bromas de Jess.
—Soy yo, soplapollas.
—Oye, espera un momento, nada de entrar en el terreno personal. No necesito saber algo tan íntimo de ti.
Zarek sonrió de mala gana.
—Cierra el pico.
—De acuerdo. Me marcharé y dejaré que Mike se lleve mi culo de aquí antes de que se me congele del todo… ¡Ah, sí! Olvidaba decirte que Spawn pasó por aquí hace un rato. Dice que no te molestes en devolverle el teléfono. En realidad no es mal tío para ser un apolita y no vive tan lejos de aquí. Tal vez debieras llamarlo alguna vez.
—¿Estás haciendo de casamentero?
—Mmm… no. Desde luego que no, y me estás acojonando otra vez con esas cosas tan íntimas. Me han contado muchas cosas sobre vosotros los griegos y tal… ¿Sabes lo que te digo? Que no te he mencionado nada de Spawn. Me largo de aquí. Cuídate, Z. Te veré en la Red.
Zarek colgó y apagó el teléfono. Total… Jess era el único que lo llamaba.
Se quedó en el centro de la cabaña, presa de un dolor tan grande que apenas podía respirar. El regreso de la soledad le hizo comprender que necesitaba a Astrid de un modo que desafiaba a la razón. Quería algo que le hubiera pertenecido.
No, mejor dicho «necesitaba» algo.
Echó a un lado la estufa y volvió al túnel para recordar cómo la había abrazado. Allí abajo, en la oscuridad, podía fingir que todavía estaba con él.
Si cerraba los ojos, podría fingir que estaba en sus sueños.
Pero no era ella. No de verdad.
Dejó escapar un suspiro entrecortado y recogió su abrigo del suelo. Cuando iba a ponérselo, percibió un leve aroma a rosas.
Astrid.
Lo apretó con fuerza sobre el pecho y enterró la cara en la piel para capturar su aroma.
Lo sostuvo entre sus trémulas manos mientras las emociones y los recuerdos se abrían paso en su interior, destrozándolo.
La necesitaba.
Por todos los dioses, la amaba. La amaba más de lo que jamás habría creído posible. Recordaba cada una de sus caricias. Cada una de sus risas.
La forma en que lo había hecho sentirse humano.
Y no quería vivir sin ella. Ni un minuto. Ni siquiera un segundo.
Se dejó caer de rodillas, incapaz de soportar la idea de no volver a verla jamás.
Mientras abrazaba el abrigo impregnado de su olor, se echó a llorar.
Ash se alejó de Zarek para dejar que diera rienda suelta a su sufrimiento en la intimidad.
Artemisa estaba en el patio del templo, chillando en plena rabieta a causa del veredicto mientras él permanecía a solas en el salón del trono, con Simi sobre su pecho.
—Qué imbéciles son los mortales —susurró.
Claro que él se había comportado como un imbécil por amor. El amor volvía imbécil a cualquiera. A hombres y dioses por igual.
Aun así, era tan incomprensible que Zarek hubiera dejado marchar a Astrid como que esta se hubiese ido.
¡Och mensch!
Artemisa se materializó frente a él.
—¿Cómo es posible? —le gritó—. Jamás en toda su vida ha declarado inocente a un hombre.
La miró con calma.
—Porque jamás ha juzgado a un hombre inocente.
—¡Te odio!
Ash rió con amargura al escucharla.
—Por favor, no me des esperanzas… Casi se me pone dura al pensarlo. Al menos, dime que esta vez tu odio durará más de cinco minutos.
La diosa trató de abofetearlo, pero él le aferró la mano. De modo que, en cambio, lo besó antes de apartarse de él con un alarido.
Ash sacudió la cabeza cuando Artemisa volvió a desvanecerse.
Se calmaría cuando llegara el momento. Siempre lo hacía.
Y él tenía otras cosas de las que preocuparse en esos momentos.
Cerró los ojos y atravesó con la mente la distancia que separaba el Olimpo del mundo de los humanos.
Y allí encontró lo que estaba buscando.
Zarek levantó la cabeza de golpe y se descubrió en el centro de una estancia blanca y dorada. Era descomunal, con una bóveda dorada y adornada con bajo relieves de animales. La estancia estaba rodeada por columnas de mármol blanco y en el medio había un enorme canapé de marfil.
Lo que más lo sorprendió fue ver a Aquerón de pie delante del canapé, mirándolo con esos extraños y turbulentos ojos plateados.
El atlante tenía el cabello largo y rubio, y parecía extrañamente vulnerable… algo impensable en él. Iba ataviado con unos pantalones negros de cuero y una camisa de seda del mismo color, de manga larga y desabotonada.
—Gracias por lo de Simi —dijo Ash, inclinando la cabeza en su dirección—. Te agradezco mucho lo que hiciste por ella cuando estaba herida.
Zarek se aclaró la garganta, se puso en pie y miró con furia al atlante.
—¿Por qué me jodiste la mente?
—Tuve que hacerlo. Hay algunas cosas que es mejor que la gente no sepa.
—Me dejaste creer que había matado a mi propia gente.
—¿Te habría resultado menos traumática la verdad? En lugar de la cara de la vieja bruja, habrías visto la de una joven y su marido. Por no mencionar que habrías sabido cómo matar a cualquier Cazador Oscuro que se hubiera cruzado en tu camino, incluido Valerio; y si lo hubieras hecho, ni siquiera yo habría podido salvarte. Jamás.
Zarek se encogió ante la mención de su hermano. Por mucho que odiara admitirlo, Ash tenía razón. Podría haber utilizado lo que sabía para matar a Valerio.
—No tienes derecho a jugar con la mente de las personas.
El asentimiento de Aquerón lo dejó estupefacto.
—No, no lo tengo. Y lo creas o no, rara vez lo hago. Aunque no es esa la razón de que estés cabreado, ¿verdad?
Zarek se tensó.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que sí, Z. —Cerró los ojos y ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando algo—. Conozco cada uno de tus pensamientos. Igual que la noche que mataste a los apolitas y a los daimons después de lo de Taberleigh. Traté de proporcionarte un poco de paz mental eliminando tus recuerdos, pero no la aceptaste. No pude eliminar tus sueños y M’Adoc se negó a ayudarte. Acepta mis disculpas al respecto. Sin embargo, ahora tienes un problema mucho mayor que el sufrimiento que te provoqué al tratar de ayudarte.
—¿Sí? ¿Cuál?
Aquerón levantó la mano y proyectó una imagen sobre la palma.
Zarek se quedó sin aliento cuando vio a Astrid llorando. Estaba sentada en un pequeño atrio con otras tres mujeres que la abrazaban mientras sollozaba.
Caminó hacia la imagen antes de recordar que no podía tocarla.
—Duele demasiado —dijo ella con un sollozo.
—¡Haz algo, Atri! —exclamó una rubia, dirigiéndose a la pelirroja que parecía ser la mayor de todas—. ¡Mátalo por hacerle daño!
—¡No! —chilló Astrid—. No te atrevas a hacerlo. Jamás te perdonaré si le haces daño.
—¿Quiénes son esas mujeres que están con ella? —preguntó Zarek.
—Las tres Moiras. Atri, o Átropos, es la pelirroja. Cloto es la rubia que sujeta a Astrid; y la morena es Láquesis, o Laqui.
Zarek las observó con detenimiento y se le partió el corazón al ser testigo del dolor que le había causado a Astrid. Jamás había tenido intención de hacerle daño.
—¿Por qué me estás mostrando esto?
Aquerón respondió su pregunta con una propia.
—¿Recuerdas lo que te dije en Nueva Orleans?
Zarek lo miró de mal humor.
—Me dijiste un montón de gilipolleces.
Así pues, Aquerón lo repitió.
—«El pasado está muerto, Z. El mañana depende de las decisiones que tomes.» —La mirada del atlante se clavó en él con una intensidad abrasadora—. Por culpa de Dioniso la jodiste aquella noche en Nueva Orleans, la noche que atacaste a los policías; pero te ganaste otra oportunidad cuando salvaste a Sunshine. —Señaló a Astrid—. Ahora te encuentras en otra encrucijada, Z. ¿Qué decides? —Aquerón cerró la mano y la imagen de Astrid y de sus hermanas se desvaneció—. Todo el mundo merece ser amado, Zarek. Incluso tú.
—¡Cállate! —masculló Zarek—. Ni siquiera sabes de lo que estás hablando… Alteza. —Pronunció el título con desprecio. Estaba harto de que la gente le diera lecciones sin saber lo que había tenido que pasar en la vida.
Era fácil para alguien como Aquerón hablarle de amor. ¿Qué sabía un príncipe sobre el odio de la gente, sobre el desprecio?
¿Acaso le habían escupido alguna vez al atlante?
Sin embargo, Aquerón no dijo nada.
Al menos, con palabras.
En su lugar una imagen apareció en la mente de Zarek. La imagen de un adolescente rubio encadenado en el interior de una antigua casa griega. El chico estaba ensangrentado y lo estaban golpeando.
Suplicaba clemencia a los que lo rodeaban.
Zarek se quedó sin aliento al reconocer al muchacho…
—Te comprendo como ningún otro podría hacerlo —dijo Ash en voz baja—. Tienes una oportunidad fuera de lo común, Z. No la jodas.
Por primera vez, Zarek escuchó a Aquerón. Y lo miró con creciente respeto.
Se parecían mucho más de lo que podría haber imaginado y se preguntó cómo había encontrado Ash la humanidad que él había perdido tanto tiempo atrás.
—¿Y si le hago daño? —preguntó Zarek.
—¿Tienes planeado hacérselo?
—No, pero no puedo vivir aquí y ella…
—¿Por qué no se lo preguntas, Z?
—¿Y su madre?
—¿Qué pasa con ella? Estabas deseando luchar contra Artemisa por Tánatos. ¿Es que Astrid no se merece lo mismo?
—Más. —Enfrentó la mirada de Ash con fiera determinación—. ¿Dónde está?
En un abrir y cerrar de ojos, Zarek se encontró en el atrio que Aquerón le había mostrado.
Atri levantó la vista con un siseo.
—¡Aquí no se permite la entrada a ningún hombre!
La mujer que Aquerón había señalado como Cloto hizo ademán de atacarlo. Sin embargo, se contuvo de inmediato cuando el atlante apareció a su lado.
Zarek no le prestó atención a ninguna de ellas y se concentró en Astrid, que estaba sentada con los ojos llenos de lágrimas y lo miraba como si fuera una aparición.
Con el corazón desbocado, se acercó a ella y se arrodilló.
—Las estrellas no lloran —susurró de modo que solo ella pudiera oírlo—. Se supone que tienen que reír.
—¿Cómo puedo reír si no tengo corazón?
Zarek tomó su mano para besar la punta de cada dedo.
—Sí que tienes corazón. —Se llevó la mano de Astrid al pecho—. Uno que solo late por ti, princesa.
Astrid esbozó una trémula sonrisa.
—¿Por qué has venido, Zarek?
Él le enjugó las lágrimas de las mejillas.
—He venido a buscar mi rosa, si ella está dispuesta a venir conmigo.
—Ni se te ocurra pensarlo —gritó Atri—. Astrid, por favor, no me digas que vas a escuchar a ese baboso…
—Es un hombre, hermanita —intervino Laqui—. Si sus labios se mueven, está mintiendo.
—¿Por qué no os mantenéis las tres al margen de esto? —inquirió Aquerón.
Atri se puso rígida.
—¿Cómo has dicho? Somos las Moiras y…
La mirada de soslayo de Ash cortó de raíz la perorata.
—¿Por qué no los dejamos a solas? —les dijo Atri a sus hermanas.
Las tres se apresuraron a salir mientras Aquerón contemplaba a Zarek y a Astrid con los brazos cruzados sobre el pecho.
Zarek aún no había apartado la mirada de Astrid.
—¿Vas a convertirte en un mirón, Ash?
—Depende. ¿Vas a ofrecerme algo que merezca la pena mirar?
—Si sigues ahí de pie, sí. —Le echó un vistazo por encima del hombro en ese preciso instante.
Aquerón inclinó la cabeza en su dirección y se dio la vuelta para marcharse. Mientras lo hacía, la brisa agitó su camisa y la levantó, revelando parte de un hombro.
Zarek contempló los verdugones rojos que quedaron a la vista. Sabía por experiencia que esas heridas habían sido producidas por un látigo.
—¡Espera! —exclamó Astrid para detener a Aquerón—. ¿Qué pasa con el alma de Zarek?
Ash se tensó un poco antes de gritar:
—¡Artemisa!
La diosa se materializó entre destellos junto a él.
—¿Qué? —respondió con un gruñido.
El atlante los señaló con un gesto de la cabeza.
—Astrid quiere el alma de Zarek.
—¿Y a mí qué? Además, ¿qué está haciendo él aquí? —Miró a Astrid con los ojos entrecerrados—. Sabes muy bien que no puedes traerlo a este lugar.
Ash se aclaró la garganta.
—Yo traje a Zarek aquí.
—¡Ah! —Artemisa se calmó de inmediato—. ¿Y por qué lo hiciste?
—Porque deben estar juntos. —Esbozó una sonrisa irónica—. Así lo han declarado… las Moiras.
Artemisa puso los ojos en blanco.
—No sigas por ahí.
Astrid se puso en pie.
—Quiero el alma de Zarek, Artemisa. Devuélvesela.
—No la tengo.
Todos se quedaron estupefactos al escuchar su respuesta.
—¿Qué quieres decir con eso de que no la tienes? —preguntó Aquerón con un tono brusco y enfadado—. Dime que no la has perdido…
—Por supuesto que no. —Echó un vistazo a Zarek y a Astrid, y de no haber estado convencido de que era imposible, Zarek habría jurado que parecía avergonzada—. En realidad, nunca se la quité.
Los tres la miraron con incredulidad.
—¿Me lo puedes repetir? —preguntó Aquerón.
Artemisa miró a Zarek al tiempo que hacía un mohín.
—No pude cogerla. Para hacerlo habría tenido que tocarlo y por aquel entonces tenía un aspecto asqueroso. —Se estremeció de arriba abajo—. No le habría puesto la mano encima por nada del mundo. Apestaba.
Aquerón miró a Zarek con la boca abierta de par en par.
—Cabrón con suerte… —Acto seguido se giró hacia Artemisa de nuevo—. Si no lo tocaste, ¿cómo es posible que haya sido un Cazador Oscuro inmortal durante todo este tiempo?
Artemisa le dirigió una mirada altiva y desdeñosa.
—Parece que no siempre lo sabes todo, ¿no es así, Aquerón?
El atlante dio un paso hacia ella y la diosa soltó un chillido antes de poner más distancia entre ellos.
—Le inyecté icor —respondió con rapidez.
Zarek se quedó estupefacto. El icor era un mineral que se encontraba en la sangre de los dioses y que, según se decía, los hacía inmortales.
—¿Y los poderes de Cazador Oscuro? —quiso saber Aquerón.
—Se los otorgué por separado, junto con los colmillos y todo eso, para que no te dieras cuenta de que no era como los demás.
El atlante la contempló con exasperación y repugnancia.
—Bueno, sé que no me gustará la próxima respuesta, pero tengo que saberlo. ¿Qué pasa con la luz del sol, Artemisa? Puesto que tiene alma, supongo que nunca habría podido hacerle daño la luz solar, ¿cierto?
La expresión del rostro de la diosa lo confirmó.
—¡Puta! —exclamó Zarek al tiempo que se abalanzaba hacia ella.
Para su sorpresa, fue Ash quien impidió que la alcanzara.
—Suéltame. ¡Quiero rebanarle el pescuezo!
Astrid tiró de él hacia atrás.
—Déjala, Zarek. Tiene sus propios problemas.
Zarek siseó en dirección a Artemisa y le mostró los colmillos.
Unos colmillos que se desvanecieron al instante.
Zarek recorrió con la lengua sus dientes humanos.
—Un regalo —dijo Aquerón.
Zarek se calmó un tanto y se tranquilizó aún más al darse cuenta de que Astrid le rodeaba la cintura con los brazos. Tenía la parte delantera del cuerpo pegada por completo a su espalda, de modo que sentía sus pechos clavados en ella.
Cerró los ojos y disfrutó de su contacto.
—Eres libre de Artemisa, Zarek —le dijo Astrid al oído—. Has sido declarado inocente y eres inmortal. Dime, ¿qué quieres hacer durante el resto de la eternidad?
—Quiero tumbarme en la playa, en algún lugar cálido.
A Astrid le dio un vuelco el corazón al escuchar esas palabras. Como una estúpida, había creído que diría algo sobre ella.
—Ya.
—Pero sobre todo —añadió él al tiempo que se daba la vuelta entre sus brazos para mirarla—, quiero cabrear a todo el mundo.
—¿A todo el mundo? —preguntó Astrid con el corazón aún más destrozado.
—Claro —respondió Zarek con una extraña sonrisa—. Tal y como yo lo veo, si me separo de ti, solo sufriremos tú y yo. Si te llevo conmigo, se cabrearán todos menos nosotros, sobre todo esa cosa sarnosa a la que llamas lobo. Y eso me atrae un montón.
Astrid enarcó una ceja al escucharlo.
—Si estás tratando de cortejarme con eso, príncipe azul, te has…
Zarek interrumpió sus palabras con un beso tan maravilloso que a Astrid comenzó a darle vueltas la cabeza. Su corazón comenzó a latir a toda prisa.
Él le mordisqueó los labios antes de apartarse un poco para mirarla.
—Ven conmigo, Astrid.
—¿Por qué debería hacerlo?
La mirada de Zarek la abrasó.
—Porque te amo, e incluso si estuviera tumbado sobre el mismo sol, me congelaría si no estuvieras conmigo. Necesito mi estrella para poder escuchar las risas.
Con una carcajada nerviosa, Astrid le dio un beso «esquimal».
—Bora Bora, allá vamos…
Zarek selló sus palabras con un beso.
Un beso muy, muy, pero que muy largo.