13

A su espalda se encontraba un demonio femenino, de largo cabello rubio, orejas puntiagudas y enormes alas de murciélago. Era mona de una manera un tanto extraña. Y lo estaba mirando sin pestañear siquiera.

Zarek atacó.

En lugar de pelear, el demonio se giró con un chillido y corrió hacia el fondo del túnel.

Zarek fue tras ella con la intención de detenerla antes de que llegara hasta Astrid, pero no pudo. El demonio corrió directa hacia ella y para su asombro se escondió detrás y la utilizó como escudo. Después encogió las alas y las replegó contra su cuerpo como si quisiera protegerse. Una de sus manos se posó en el hombro de Astrid mientras lo miraba con cautela.

—Dile que deje a Simi, Astrid. O tendré que asarlo a la barbacoa y eso hará que akri se enfade. Simi no quiere que akri se enfade.

Astrid cubrió la mano del demonio con la suya.

—¿Simi? ¿Eres tú?

—Sí. C’est moi. El pequeño demonio con cuernos.

Zarek bajó las garras.

—¿Os conocéis?

Astrid frunció el ceño cuando miró de nuevo en su dirección.

—¿No la conoces?

—Es un demonio. ¿Por qué tendría que conocerla?

—Porque es la compañera de Aquerón.

Completamente pasmado, Zarek miró boquiabierto a la criaturilla cuyos extraños ojos se parecían tanto a los de Aquerón. Eran pálidos y brillaban, pero los del demonio estaban ribeteados de rojo.

—¿Ash tiene una compañera?

El demonio resopló. Se puso de puntillas y le habló a Astrid al oído en voz bastante alta.

—Los Cazadores Oscuros son monos, pero muy estúpidos.

Zarek la fulminó con la mirada mientras Astrid ahogaba una carcajada.

—¿Qué estás haciendo aquí, Simi? —le preguntó.

El demonio echó un vistazo al túnel e hizo un mohín que le recordó a una niña pequeña.

—Simi tiene hambre. ¿Hay comida? Algo ligerito. Tal vez una vaca o dos.

—No, Simi —respondió Astrid—. Nada de comida.

El demonio emitió un sonido grosero al tiempo que se apartaba de Astrid.

—«No, Simi. Nada de comida» —se burló—. Pareces akri. «No te comas eso, Simi, provocarás un desastre ecológico.» Lo que quiere saber Simi es qué es un desastre ecológico. Akri dice que es Simi cuando tiene mucha hambre, pero ella no cree que sea eso, pero es lo único que él dice.

Sin prestarle atención a ninguno de los dos, la criatura comenzó a cotillear en su arsenal. Cogió una granada e intentó darle un mordisco.

Zarek se la quitó de las manos.

—Eso no es comida.

El demonio abrió la boca como si fuera a hablar, pero la volvió a cerrar.

—¿Por qué estás en este agujero oscuro, Astrid? ¿Te has caído?

—Nos estamos escondiendo, Simi.

—¿Escondiendo? —Resopló otra vez—. ¿De qué?

—Tánatos.

—¡Uf! —El demonio puso los ojos en blanco e hizo un gesto despectivo con las manos—. ¿Por qué os escondéis de ese perdedor? Ni siquiera sirve para una buena barbacoa. Ni siquiera le quitaría el hambre a Simi. Mmm… ¿Cómo es que no hay comida aquí? —Miró a Astrid con expresión calculadora.

Zarek se interpuso entre ellas. El demonio le sacó la lengua y siguió investigando sus provisiones.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Zarek.

El demonio no le hizo caso.

—¿Dónde está Sasha, Astrid? Serviría bien para una barbacoa. La carne de lobo tiene algo… Muy sabrosa cuando le quitas todo el pelo. El pelo a la parrilla no sabe muy bien, pero a falta de pan…

—Por suerte no está aquí. Pero ¿por qué estás aquí sin Aquerón?

—Akri me dijo que viniera.

—¿Quién es akri? —preguntó Zarek.

Simi siguió sin hacerle caso.

—Aquerón —explicó Astrid—. Akri es el término atlante para «amo y señor».

Zarek se burló.

—Vaya, vaya, vaya, no me extraña que se dé tantos aires con un demonio de mascota que le sigue a todas partes llamándolo «amo y señor».

Astrid lo miró con nerviosismo.

—Aquerón no es así, Zarek, y será mejor que no lo insultes delante de Simi. Suele tomarse esas cosas como algo personal y sin Aquerón para controlarla es más letal que una bomba nuclear.

Zarek desvió la vista hacia el pequeño demonio con renovado respeto.

—¿De verdad?

Astrid asintió.

—Hubo un tiempo en el que su raza dominaba toda la tierra. Incluso los dioses del Olimpo sentían pavor de los carontes y solo los atlantes consiguieron derrotarlos y controlarlos.

Simi levantó la vista y lo miró con una enorme sonrisa que dejó al aire sus afilados colmillos. Se relamió los labios como si estuviera saboreando un manjar.

—A Simi le encantaría hacer una barbacoa con los dioses del Olimpo. Son muy sabrosos. Algún día también se comerá a esa diosa pelirroja.

—No le gusta Artemisa —explicó Astrid.

Sí, ya se había dado cuenta.

—Simi la odia, pero akri dice: «No, Simi, no puedes matar a Artemisa. Compórtate, Simi, no le lances fuego, no la dejes calva, Simi». No, no, no. Eso es todo lo que oye Simi.

Lanzó a Zarek una mirada elocuente.

—A Simi no le gusta esa palabra. «No.» Incluso suena perversa. Simi suele asar a la parrilla a cualquiera lo bastante estúpido como para decírsela. Pero no a akri. Él puede decirle que no a Simi, pero a ella no le gusta.

Zarek frunció el ceño mientras la observaba revolotear de una caja a otra como una mariposa.

—¡Mirad! —dijo Simi, levantando un puñado de diamantes—. Tienes cositas brillantes como akri. Él se las da todas a Simi. —Se llevó un collar de esmeraldas al cuello—. Dice que está preciosa vestida con cositas brillantes, sobre todo con las rojas que hacen juego con sus ojos. Toma, Astrid —dijo al tiempo que les enseñaba otro collar y lo abrochaba alrededor del cuello de Astrid—. Simi sabe que no puedes verlo, pero es muy bonito, como tú. Necesitas llevarlo y así también tendrás cositas brillantes. —Levantó la vista hasta la cabeza de Astrid—. Pero todavía no hay cuernos. Tenemos que buscarte unos cuernos para que un día también puedas ser un demonio. Es divertido ser un demonio… salvo cuando la gente intenta ejercitarte… No, espera, no es la palabra correcta. Simi se olvida, pero ya sabes a qué se refiere.

La criatura tenía cierto carisma, aunque no parecía estar del todo bien… en más de un sentido.

—¿Está bien? —le preguntó Zarek a Astrid—. No te ofendas, pero parece más loca que yo.

Astrid se echó a reír.

—Tienes que recordar que Aquerón… digamos que la consiente mucho y que Simi aún no ha alcanzado la madurez.

—Claro que sí —replicó la aludida en un tono que a Zarek le recordó al de una niña de cinco años. Su voz poseía una musicalidad que jamás había escuchado antes.

—Simi tiene necesidades —continuó como si nada—. Un montón de necesidades. Necesita la tarjeta de plástico de akri, por ejemplo. Es muy bonita. La gente le da a Simi muchas cosas cuando la enseña. ¡Ah! Y también le gusta muchísimo la nueva tarjeta de plástico que tiene con su nombre en ella. Es azul y brilla y pone «Simi Partenopaeo». —Puso una expresión encantada—. ¿A que suena muy bien? Simi tiene que decirlo de nuevo. Simi Partenopaeo. A Simi le gusta mucho. Incluso tiene su foto en una esquina y, aunque esté mal decirlo, es un demonio muy atractivo. Akri también lo dice: «Simi, eres muy bonita». A Simi le gusta cuando le dice eso.

—¿Siempre divaga de esta manera? —le susurró Zarek al oído.

Astrid asintió.

—Créeme, es mejor dejarla divagar. Se enfada bastante si le dices que se calle. Una vez se comió a un dios menor que lo hizo.

Simi ladeó la cabeza como si otro pensamiento acabara de abrirse paso en su desconcertada cabeza.

—Y de repente a Simi le gustan mucho los hombres. —Miró a Zarek, quien no pudo evitar dar un respingo—. Pero no este. Demasiado moreno. A ella le gustan los de ojos azules porque le recuerdan a su tarjeta. Los hombres como ese modelo de Calvin Klein, Travis Fimmel, que estaba en ese enorme cartel en Nueva York la última vez que akri la llevó allí. Es muy guapo y hace que Simi quiera hacerle otras cosas que no son flambearlo. Hace que se eche a temblar y le dé mucho calor.

—Vale, Simi. Acalorada y temblorosa. Creo que necesitamos cambiar de tema —dijo Astrid.

Zarek no estaba seguro de si debía sentirse aliviado o insultado por el comentario sobre su persona. Aunque sin duda estaba de acuerdo en que un cambio de tema estaría bien.

Astrid se giró hacia donde creía que se encontraba Simi, pero el demonio se había movido.

Otra vez.

Parecía tener aversión a quedarse sentada y quietecita.

—Simi, ¿por qué te ha enviado Aquerón?

Simi sacó una daga con su funda de una caja y la examinó con tal pericia que hizo que Zarek enarcara las cejas. Tal vez tuviera la apariencia de una niña, pero su forma de examinar las armas no tenía nada de infantil. Comprobó el equilibrio de la hoja como una profesional.

—Para protegerte de Tánatos y evitar que tus hermanas se vuelvan locas y destruyan el mundo. O algo parecido. Simi no sabe por qué todos teméis que se acabe el mundo. No es tan malo, de verdad. Al menos así la mamá de akri sería libre. Y así no sería tan gruñona con ella todo el tiempo.

Zarek se sobresaltó ante sus palabras.

—¿La madre de Ash sigue viva?

Simi se cubrió la boca con la mano y dejó caer la daga.

—Vaya, akri se enfada cada vez que Simi lo dice. Simi mala. Simi no habla más. Necesita comida.

Zarek se frotó la nuca mientras el demonio retomaba la inspección. Aquello era genial. Tenía que proteger a una ninfa, enfrentarse a una criatura psicópata que quería matarlos y también lidiar con un demonio chiflado.

Sí, la cosa mejoraba por momentos.

Desvió la vista hacia Astrid, que tenía el ceño fruncido como si estuviera meditando sobre las revelaciones de Simi.

—¿Quiénes son tus hermanas, Astrid, para que puedan destruir el mundo? —preguntó Zarek.

Astrid dio un pequeño respingo y se movió, nerviosa.

La cosa estaba a punto de empeorar. Lo sabía.

Mientras se encogía un poco más, ella susurró:

—Las Moiras.

Zarek se quedó de piedra. Sí, estupendo, por mala que fuera su vida en esos momentos iba cuesta abajo, sin frenos… y de culo.

—Tus hermanas son las Moiras —repitió, enfatizando y vocalizando cada palabra para que no hubiera malentendido posible.

Astrid asintió.

La furia se apoderó de él.

—Vale. Tus hermanas son las Moiras, las tres Parcas que están a cargo de todo. Mujeres conocidas por su falta de misericordia o lástima hacia nadie. Mujeres que los propios dioses temen.

Ella se mordió el labio.

—No son tan malas. Pueden ser casi amables si las pillas de buen humor.

—Genial. —Zarek se pasó la mano por el cabello mientras se esforzaba por evitar que su genio estallara. No era de extrañar que Ash hubiera enviado a Simi. No había forma de predecir lo que podía suceder si llegara a pasarle algo a Astrid—. Por favor, dime que hubo una pelea familiar y que no te hablas con tus hermanas. Que no soportan que se pronuncie tu nombre.

—No, no, nos llevamos a las mil maravillas. Soy la pequeña de la familia y son como tres madres para mí.

Zarek llegó a gemir al escucharla.

—Así que me estás diciendo que ahora soy responsable de la amada mascota de Aquerón y de la hermana preferida de las Moiras.

Simi abrió los ojos de par en par.

—Dile a Colmillitos que Simi no es una mascota. Si no adopta un tono más agradable con ella, dile que va a sentirlo mucho.

Astrid pasó por alto el comentario de Simi.

—La situación no es tan mala.

—¿No? Pues ya puedes estar diciéndome algo bueno, Astrid.

—Lo más probable es que me apoyen cuando te declare inocente.

—¿Lo más probable?

Ella asintió sin mucha convicción.

Zarek gruñó al ver el gesto. Tenía un don. Cuando la cagaba, no se conformaba nunca con medias tintas.

Astrid se dirigió de nuevo al demonio.

—Simi, ¿por qué no le hablas a Zarek?

—Porque akri dijo que no lo hiciera. Aunque no dijo que no podía hablar contigo.

—¿Recuerdas todo lo que te dice? —le preguntó Zarek.

Simi no le hizo caso.

—Sí, lo hace —respondió Astrid—. Aunque la buena noticia es que Simi no puede mentir. ¿No es cierto, Simi?

—Bueno, ¿por qué iba a mentir? Las mentiras son demasiado confusas.

Claro, como si ella no lo fuera. Jamás se había topado con nada ni nadie tan confuso como ese demonio.

—¿Por qué te dijo Aquerón que no hablaras con Zarek?

—No lo sé. Esa zorra pelirroja se cabreó cuando akri le dijo a Simi que viniera a protegeros. Fue así…

El demonio abandonó su forma para convertirse en Aquerón.

—Protege a Zarek y a Astrid. Ahora.

Después se transformó en Artemisa.

—¡No! —rugió—. ¡No puedes dejarla marchar, podría contarle a Zarek todo lo que pasó!

Simi, con la apariencia de Artemisa, se llevó las manos a las mejillas y susurró en voz alta a Astrid.

—Esta es la parte en la que la diosa pelirroja sigue y sigue con lo que pasó en el pueblo de Zarek y akri se enfada mucho con ella. No sé por qué no deja que Simi la mate y acaba de una vez, pero al final akri dice…

Cambió a la forma de Ash una vez más.

—Simi, no hables con Zarek, pero asegúrate de que Tánatos no mata a ninguno de los dos.

Simi retomó su aspecto de demonio pequeño y delgado.

—Así que Simi le dice que vale y aquí está, sin hablar a Zarek.

—Vaya —dijo Zarek cuando terminó el espectáculo demoníaco—, también es una cámara de vídeo. Qué oportuno.

Simi lo miró con expresión asesina, pero dirigió sus palabras a Astrid.

—Simi echa de menos los tiempos en los que podía eliminar a Cazadores Oscuros y nadie se daba cuenta.

Astrid dio unos pasos hacia delante para encontrar a Simi, que la cogió de la mano y la recibió con una expresión dulce y afable. Era evidente que le caía muy bien al demonio.

—¿Qué pasó en su pueblo para que Artemisa no quiera que Zarek se entere?

Simi se encogió de hombros.

—No lo sé. Aunque siempre está paranoica. Teme que akri se vaya y no vuelva, que es lo que Simi le dice que haga. Pero ¿la escucha? No. —Su siguiente comentario salió con la voz de Ash—. «No es de tu incumbencia, Simi. No lo entiendes, Simi.» —Emitió otro sonido grosero—. Simi comprende muy bien. Comprende que esa puta necesita que Simi la haga a la barbacoa hasta que aprenda a ser amable con la gente. Simi cree que será más atractiva a la parrilla. O podría cambiarle el aspecto y hacerla parecer una vieja arrugada o algo.

—¡Simi! —Astrid hizo hincapié en su nombre y la cogió de los brazos como si intentara mantenerla centrada—. Por favor, dime lo que pasó en el pueblo de Zarek.

—Ah, eso. Bueno, ese Tánatos, no el que os persigue, sino el que estuvo antes que él, se volvió loco y mató a todo el mundo. La pobre gente no tuvo la menor oportunidad. Akri se cabreó tanto que quería el corazón de la zorra pelirroja, pero Simi le dijo que la diosa no tenía corazón que arrancarle.

Para Zarek fue como un mazazo en el estómago.

—¿Qué estás diciendo? ¿Quieres decir que no los maté yo?

La mente de Astrid se convirtió en un torbellino por las revelaciones de Simi. Si Zarek era inocente, ¿por qué lo habían desterrado?

—¿Zarek no los mató? —le preguntó a Simi.

—Por supuesto que no. Ningún Cazador Oscuro mataría a sus protegidos. Akri se los zamparía si lo hicieran. Zarek mató a los apolitas… por eso se cabrearon todos.

Zarek frunció el ceño. No se acordaba de ningún apolita. Jamás había habido ninguno cerca de su pueblo.

—¿Qué apolitas?

Astrid repitió la pregunta.

Simi habló despacio y pronunció con cuidado como si fueran ellos quienes tuvieran problemas para seguir la conversación.

—Los que Tánatos reunió para utilizarlos como carne de cañón. A ver, ¿es que no sabéis nada de los daimons y los apolitas? Tánatos puede convocarlos y obligarlos a hacer cosas por él. A veces también puede hacerlo con la gente. Artemisa lo envió a Escocia a matar a un Cazador Oscuro, pero después de matarlo, fue tras el resto de Cazadores para destruirlos y conseguir que los apolitas pudieran vivir en paz y alimentarse de los humanos sin tener que preocuparse por vosotros.

Astrid se estremeció por las palabras de Simi en cuanto recordó el lugar donde se encontraba novecientos años atrás.

—¿Fue Tánatos quien mató a Miles en Escocia?

—Sí —confirmó Simi.

—¿Y después fue a la caza de Zarek?

Simi emitió un ruido exasperado.

—Es un Cazador Oscuro, ¿no? ¿Es que sufrís alguna cosa rara de humanos por la que no podéis seguir lo que dice Simi?

Astrid le dio unas palmaditas en la mano con la esperanza de calmarla un poco.

—Lo siento, Simi. Es que nos estás diciendo cosas de las que no sabíamos nada.

El demonio ladeó la cabeza y miró a Zarek.

—Bueno, entonces a Simi le parece bien. Aunque… deberíais saber algo acerca de Tánatos. Ya que puede mataros a todos y eso.

Astrid presintió que Zarek estaba a punto de decir algo. Le hizo una señal para que mantuviera la boca cerrada mientras continuaba con el interrogatorio del demonio.

—Simi, ¿por qué no recuerda Zarek que el primer Tánatos fuera tras él?

—Porque se supone que no debe hacerlo. Akri tuvo que matar a Tánatos delante de él y se aseguró de que Zarek no recordara nada de todo aquel embrollo.

Zarek dejó escapar el aire lentamente mientras dejaba que la respuesta penetrara despacio en su cabeza. Ash se había asegurado de que no lo recordara.

—¿Aquerón tonteó con mi cerebro?

El rostro de Astrid adquirió una expresión relajada.

—Eres inocente, Zarek.

La furia se apoderó de él.

—¿Así que me desterraron a este agujero de mierda porque Aquerón mató a Tánatos? ¿De qué coño va esto? —Se paseó, furioso, de un lado para otro—. Voy a matar a ese cabrón.

Simi adoptó de inmediato la forma de un «pequeño» dragón. Uno que estaba atascado en su cueva. Sus ojos brillaban por la furia mientras siseaba en su dirección.

—¿Has insultado al akri de Simi?

Listo para la lucha, Zarek abrió la boca para decirle que sí, pero Astrid se colocó delante de él para interponerse entre ambos y protegerlo.

—No, Simi. Zarek tiene derecho a estar enfadado. Ha estado desterrado por algo que no hizo.

Simi retomó su forma humana.

—No, eso no es verdad. Lo desterraron porque mató a los apolitas.

Simi se transformó de nuevo en Artemisa.

—¿Ves? Te lo dije, Aquerón, está loco. Sabía muy bien que no debía matarlos.

El demonio se convirtió en Aquerón.

—¿Qué se suponía que debía hacer? Se estaban abalanzando sobre él, intentando matarlo. Fue en defensa propia.

—Fue un asesinato.

—Artemisa, te juro que si matas a Zarek por esto, saldré por esa puerta y no regresaré jamás.

Simi volvió a su forma original.

—Ya veis. Por eso lo desterraron. La zorra pelirroja no quería que akri la dejara, por eso accedió a que Zarek siguiera viviendo, siempre que no tuviera a nadie alrededor. —Simi paseó la vista por el deprimente túnel—. De verdad, Simi cree que preferiría estar muerta. Este sitio parece más aburrido que Katoteros y Simi no sabía que algo podía ser más aburrido que Katoteros. Simi reconoce el error. La próxima vez que akri le diga que no se está tan mal en casa, tal vez Simi lo crea. Ni siquiera tenéis comida decente aquí. Ni tele.

Zarek retrocedió un paso y clavó la vista en la pared mientras intentaba recordar el pasado, sin prestar atención a la continua cháchara de Simi. Los gritos de los habitantes de la aldea aún resonaban en sus oídos, pero comenzaba a preguntarse si…

¿De quién eran los gritos que escuchaba?

Astrid llegó a tientas a su lado. La calidez de su presencia lo inundó. Le tocó el brazo y él ardió en respuesta. Sus caricias tenían algo que siempre lo estremecía y lo hacían desear estrecharla entre sus brazos.

Tocarla.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

—No, no lo estoy. Quiero saber lo que me sucedió aquella noche.

Ella asintió como si lo entendiera.

—Simi, ¿hay alguna manera de que se pueda deshacer lo que Aquerón le hizo a la memoria de Zarek?

—Nanay. Akri es infalible. Bueno, salvo por un par de cosillas de las que no hablamos porque akri se pone gruñón. A Simi le gusta la palabra «infalible». Es como Simi. Infalible.

—Entonces no hay solución —dijo Zarek entre dientes—. No tengo pruebas que demuestren mi inocencia y jamás sabré lo que sucedió.

—Yo no estoy tan segura —dijo Astrid con una sonrisa—. No pierdas tan pronto la fe en mí, Zarek. Si conseguimos pruebas de que lo que dice es cierto, mi veredicto prevalecerá. Eres inocente. Y nadie podrá negarlo. Mis hermanas no permitirán que te condenen injustamente.

Zarek resopló.

—También era inocente cuando me lapidaron, princesa. Perdona que no tenga mucha fe en la justicia ni en tus hermanas.

Astrid tragó saliva. Era verdad, los inocentes a menudo también sufrían. Su madre y sus hermanas se desentendían de esa idea al decir que así funcionaba el universo, a pesar de que su madre impartía justicia sobre todos.

A veces sucedían injusticias. No había forma de negar ese hecho.

Zarek era el vivo ejemplo.

A pesar de eso, necesitaba averiguar la verdad de lo que le había sucedido. Al menos se merecía eso.

—¿Simi? ¿Hay alguna manera de que le muestres a Zarek lo que pasó aquella noche?

Simi se dio unos golpecitos en la mejilla con el dedo índice mientras lo pensaba.

—Supongo que sí. Akri no dijo que no pudiera «mostrarle» nada, solo dijo que no podía hablar con él.

Astrid sonrió. Simi siempre había sido muy literal en su interpretación de todo lo que Aquerón le ordenaba que hiciera.

—¿Lo harías? ¿Por favor?

Simi se acercó a Zarek y le cogió la barbilla.

Zarek hizo ademán de protestar, pero algo pareció introducirse en él a través de la mano del demonio. Lo dejó paralizado.

Simi le bajó la cabeza para que pudiera mirarla a los ojos, que habían pasado a ser una mezcla de rojo y amarillo, y allí vio el pasado.

Todo se desvaneció a su alrededor mientras se concentraba en los ojos de Simi. Las imágenes se sucedían en sus pupilas para filtrarse directamente en su cabeza. No recordaba que nada de aquello hubiera sucedido. Era como ver una película de su propia vida.

Vio el fuego que asoló su pueblo. Los cuerpos desperdigados. Cosas que lo habían atormentado durante siglos. Pero eso no fue lo único que vio en esa ocasión.

Había más…

Imágenes olvidadas que le habían arrebatado.

Se vio a sí mismo entrar a trompicones en el pueblo. Confuso. Enfadado. El daño ya estaba hecho, él no era responsable.

Otra persona había pasado por el pueblo antes que él.

Vio a la anciana, a quien tomó en sus brazos como siempre. Solo que en esa ocasión dijo algo más que su habitual acusación.

—La muerte vino a por ti. Mató a todo el mundo porque quería que le dijéramos dónde vivías. No lo sabíamos y por eso se enfadó. —Sus ancianos ojos brillaban por el odio y la condena—. ¿Por qué no viniste? Es culpa tuya. Se suponía que debías protegernos y fuiste tú quien nos mató. Tú mataste a mi hija.

Vio el rostro de la anciana. Sintió de nuevo la furia al ver lo que los daimons habían hecho…

El corazón de Zarek se desbocó al darse cuenta de la verdad. Era inocente de haber matado a los que estaban bajo su protección. No había sido culpa suya. Había estado haciendo la ronda habitual cuando atisbó el fuego y corrió para llegar hasta ellos, pero había llegado demasiado tarde.

Tánatos había acudido al pueblo durante el día y lo había destruido. No habría tenido forma de salvarlos.

Mientras contemplaba los ojos del demonio, Simi le mostró el olvidado trayecto de cinco noches hasta llegar al pueblo apolita donde fue en busca de los responsables de las muertes en Taberleigh.

Había combatido a los daimons spati a cada paso, y uno de ellos le había dicho que el Asesino de la Luz uniría a todo su pueblo y destruiría a los Cazadores Oscuros. El spati había reído al morir, diciéndole que el reinado de los Cazadores Oscuros había llegado a su fin.

El Asesino de la Luz recuperaría el poder sobre el mundo humano y después derrocarían a los dioses del Olimpo.

A medida que pasaban las noches y el número de los spati se incrementaba, Zarek había comprendido a lo que se enfrentaba el mundo. Todos los pueblos humanos por los que había pasado estaban destruidos. La gente, muerta. Exterminada. Consumida por los daimons que no querían morir.

Jamás había visto tanta devastación. Tanta desolación.

De haber tenido un escudero, lo habría enviado para advertir al resto de Cazadores Oscuros o para encontrar a Aquerón y llevarlo para que ayudara en la lucha. En sus circunstancias, solo estaba él y había querido detener la destrucción antes de que nadie más sufriera.

Aterido y hambriento, se había abierto camino a la fuerza hasta el pueblo apolita que protegía al misterioso ente que había asesinado a su pueblo.

Llegó apenas una hora después de la puesta del sol. Como era habitual, los apolitas habían construido sus hogares bajo tierra. Las catacumbas eran oscuras, frías y no había ni un alma en ellas. Por aquel entonces los apolitas tenían la costumbre de levantar sus hogares cerca de los muertos, de manera que pudieran apoderarse de las almas sin cuerpo en caso de necesitar un tentempié. Además semejante emplazamiento les proporcionaba un escudo. Dado que los Cazadores Oscuros eran cuerpos sin alma, las almas que necesitaban cuerpos tenían la molesta tendencia de querer poseerlos. Así que las catacumbas y las criptas eran los mejores escondrijos para apolitas y daimons.

Puesto que ya habían despachado todas las almas antes de que él llegara, Zarek se abrió camino sin dificultad por las catacumbas.

Mientras recorría los pasillos y las estancias de aquella madriguera subterránea, descubrió que no había ninguna familia apolita ni daimon, solo pruebas de haberse marchado a toda prisa.

En una habitación encontró a una mujer con un bebé que lloraba. La mujer levantó la vista y jadeó al verlo.

—No te haré daño —le dijo.

Ella comenzó a gritar pidiendo ayuda.

Zarek salió de su casa y cerró la puerta.

Todos sus pensamientos estaban puestos en una persona: Tánatos.

La criatura que según palabras del spati había enviado Artemisa para matar a todos los Cazadores Oscuros. Ella era su creadora y los había traicionado al crear un monstruo invencible.

A menos que él lo detuviera antes. En aquel momento odió a Artemisa. La odió no solo por crear a Tánatos, sino por liberar a semejante criatura en el mundo sin advertir a nadie.

Mientras se desplazaba por las catacumbas, daimons y apolitas lo atacaron. Luchó contra todos y mató a cualquiera que se le acercaba con una espada. No, no le importó si era daimon o apolita. No importaba en absoluto.

Solo importaba su venganza.

Encontró a Tánatos al final de uno de los pasillos más largos. Estaba con doce seguidores en una estancia donde los apolitas almacenaban telas.

Zarek contó cinco apolitas y ocho daimons.

Sin embargo, lo que le sorprendió fue la única mujer del grupo, situada junto a Tánatos. Iba vestida como los spati y estaba lista para la lucha.

Tánatos esbozó una sonrisa cruel.

—Mirad —les dijo a los apolitas y los daimons que se congregaban allí—, no es más que uno y nosotros somos muchos. Los Cazadores Oscuros no son tan temibles. No pueden luchar juntos sin debilitarse. Podemos matarlos con tanta facilidad como ellos nos matan a nosotros. Atravesad su marca y morirá como cualquiera de vosotros.

Tras eso se abalanzaron sobre él.

Zarek intentó abrirse paso, pero luchaban con más fuerza de la que se había encontrado jamás. Daba la impresión de que recibieran poder de Tánatos. Lo redujeron y lo arrojaron al suelo al tiempo que le arrancaban las ropas en busca de su marca.

Ya estaba herido de luchas anteriores. Debilitado por el hambre. Aunque eso no impidió que luchara con todas sus fuerzas.

—¡No tiene la marca de Artemisa! —gritó uno de ellos.

—Por supuesto que la tiene. —Tánatos se acercó para mirar.

Zarek aprovechó aquel momento para liberarse. Blandió la espada para cortarle la cabeza a Tánatos, pero este retrocedió y colocó a la mujer frente a él a modo de escudo.

Sin tiempo para reaccionar, Zarek contempló impotente cómo la mujer quedaba empalada en la espada.

Al ver que no explotaba, se dio cuenta de que no era una daimon. Era una apolita.

Horrorizado, la miró a los ojos y vio sus lágrimas. Quiso ayudarla. Tranquilizarla.

Lo último que habría deseado era hacerle daño.

Jamás le había hecho daño a una mujer… ni siquiera a aquella que lo acusó de violarla.

Y en aquel instante se odió a sí mismo mucho más de lo que odiaba a Artemisa; se odió por no haber sido más rápido. Por no haber matado a Tánatos en su lugar.

Uno de los apolitas gritó.

Un hombre que se apresuró a coger a la mujer en brazos y a acunarla mientras moría. El hombre lo miró con odio y furia.

Era el rostro del nuevo Tánatos.

Zarek intentó apartarse de Simi al ver ese rostro, pero ella lo retuvo con fuerza. Lo obligó a contemplar su pasado.

El Tánatos del remoto pasado lo agarró por el cuello y lo estampó contra la pared.

—Con marca o sin ella, puedes morir si te descuartizo.

Consumido por la culpa de haber matado a la mujer, Zarek ni siquiera se defendió. Su único deseo era que terminara todo. Pero cuando Tánatos se abalanzó hacia él, Aquerón apareció de la nada.

—Suéltalo.

Los demás daimons y apolitas huyeron presas del pánico. Solo se quedó el hombre que sostenía a su esposa ya muerta.

Tánatos se giró muy despacio para enfrentarse a Ash.

—¿Qué pasa si no lo hago?

Ash le lanzó entonces una descarga con la mano y Tánatos soltó a Zarek de inmediato. Cayó al suelo, jadeando en busca de aire. Le ardía la garganta.

—No te estaba dando a elegir —dijo Ash.

Tánatos se lanzó al ataque.

Los ojos de Ash se tornaron de un rojo oscuro. Más oscuros que la sangre, estaban llenos de un fuego turbulento.

Justo cuando Tánatos debería haberlo atacado, el asesino invencible se desintegró en una nube de polvo.

Nadie lo había tocado.

Ash no se había movido ni un ápice, ni siquiera había pestañeado.

El apolita que quedaba atacó en ese instante. Ash se giró y lo atrapó entre sus brazos, con la espalda del hombre contra su pecho. El apolita luchó por liberarse, pero él lo retuvo sin esfuerzo.

—Tranquilo, Cálix —le murmuró al oído—. Duerme…

El apolita perdió el sentido. Ash lo dejó en el suelo.

Aturdido, Zarek no se movió cuando Ash se acercó a él. No tenía ni idea de cómo podía conocer el nombre del apolita ni tampoco encontraba explicación para la facilidad con la que había matado a Tánatos.

Nada tenía sentido.

Ash no intentó tocarlo. Se agachó a su lado y ladeó la cabeza.

—¿Estás bien?

Zarek pasó por alto la pregunta.

—¿Por qué Artemisa nos quiere muertos?

Ash lo miró con el ceño fruncido.

—¿De qué estás hablando?

—Los spati me lo han dicho. Está creando un ejército para matarnos. Yo…

Ash levantó la mano. Y en aquel momento sintió que algo le paralizaba las cuerdas vocales.

La indecisión se reflejó en el rostro de Ash mientras lo miraba. Habría jurado que podía sentir al atlante en su cabeza, buscando algo.

A la postre, Ash suspiró.

—Has visto demasiado. Mírame, Zarek.

No le quedó más remedio que obedecer.

Los ojos de Ash habían recuperado una vez más su extraño color plateado. Después todo se volvió borroso, oscuro. Zarek luchó contra la agobiante sensación de calor.

Lo último que escuchó fue la voz de Ash.

—Llévalo a casa, Simi. Necesita descansar.

Llegados a ese punto, Simi liberó a Zarek.

Ni siquiera se movió mientras la repetición de los hechos de aquella noche rellenaba los huecos de su fragmentada memoria.

Se había quedado de piedra por lo que había visto. Por lo que había averiguado.

—¿Por qué me has mostrado todo eso? —le preguntó.

El demonio se encogió de hombros.

Aquello comenzaba a ser molesto. Maldito fuera Ash por prohibirle hablar con él.

—Astrid, por favor, repítele mi pregunta.

Astrid así lo hizo.

Simi lo miró como si fuera un zoquete.

—Nada se pierde en la mente humana. Solo se descoloca, tonta —le dijo a Astrid mientras se pasaba los dedos por el pelo—. Simi se ha limitado a sacar las piezas para verlas y que así él también las viera cuando mirara a Simi. Fácil.

Aturdido por lo que había averiguado, Zarek miró a Astrid, que esperaba con paciencia a que terminaran.

—¿Qué es Aquerón? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella.

Zarek se apartó un paso con la cabeza dándole vueltas mientras intentaba recordar lo que había sucedido en Nueva Orleans.

—Volvió a hacerme algo en la cabeza en Nueva Orleans, ¿verdad?

Simi comenzó a silbar al tiempo que miraba para otro lado.

—Simi, ¿lo hizo? —preguntó Astrid.

—Akri solo lo hace cuando tiene que hacerlo. En Nueva Orleans ocurrieron algunas cosas malas. Cosas que los Cazadores Oscuros y los dioses del Olimpo no tienen por qué saber.

Zarek apretó los dientes.

—¿Como cuáles?

Astrid repitió la pregunta.

—Simi ha dicho que ninguno de vosotros tiene por qué saberlas.

Zarek quería estrangular al demonio, pero después de ver lo que el atlante era capaz de hacer, se lo pensó mejor.

—¿Por qué se esconde Aquerón?

Simi le siseó y en su rabia olvidó la orden de Ash.

—Akri no se esconde de nadie. No tiene que hacerlo. Si alguien le hace daño al akri de Simi, Simi se lo come.

Zarek no le hizo caso.

—¿Es humano? —le preguntó a Astrid.

Astrid dejó escapar un largo suspiro.

—De verdad que no lo sé. Cada vez que pronuncio su nombre delante de mis hermanas, salen con evasivas y se quedan calladas. Parecen tenerle miedo. Siempre me he preguntado por qué, pero nadie en el Olimpo habla mucho de él. Es muy extraño.

Con una expresión interrogante en el rostro, Astrid se giró hacia el demonio.

—Simi, cuéntame cosas de Aquerón.

—Es genial y maravilloso, y trata a Simi como a una diosa. La diosa Simi. Esa es Simi.

Astrid compuso una mueca al escucharla.

—Quiero decir que me cuentes cosas de su nacimiento.

—Ah, eso. Aquerón nació en el 9548 antes de Cristo en la isla griega de Didimos.

—¿Quiénes fueron sus padres?

—El rey Icarión y la reina Aara de Didimos y Ligos.

Zarek se percató de que la respuesta había sorprendido a Astrid, pero no así a él. Siempre había sospechado que Ash era aristócrata. Tenía un aire regio. Algo que decía: «Yo soy el amo; tú, el esclavo. Póstrate y bésame el culo». Esa era la razón por la que a él jamás le había caído bien.

—¿Aquerón no es un semidiós? —preguntó Astrid.

Simi se echó a reír a mandíbula batiente por su pregunta.

—¿Akri un semidiós? Por favor…

Zarek frunció el ceño al darse cuenta de lo que Simi había desvelado.

—Espera, creí que Ash era un atlante.

Astrid negó con la cabeza.

—A juzgar por lo poco que ha llegado a mis oídos, dicen que nació en Grecia pero que se crió en la Atlántida. Se rumorea que es uno de los hijos de Zeus. Pero como ya he dicho, la mayoría de la gente es muy reacia a hablar de él.

Simi se echó a reír de nuevo.

—¿Tiene el aspecto de un lanzarrayos de tres al cuarto? No. ¿Hijo de Zeus? ¿Cuántos insultos más debe soportar el akri de Simi?

Zarek meditó eso unos instantes antes de que se le ocurriera otra cosa.

—¿Puede Simi comunicarse con Ash en este momento?

—Sí.

—Pues dile que sería mejor que moviera su culo hasta aquí para protegerte.

Los ojos de Simi llamearon y sus alas se extendieron.

—Simi —intervino Astrid de inmediato—, no quería decir eso. ¿Puede venir Aquerón?

Eso la calmó un poco.

—No. Le prometió a esa foca que se quedaría en el Olimpo dos semanas. No puede romper su juramento.

—¿Y cómo voy a matar a Tánatos? Me atrevería a decir que Ash es el único capaz de lograr que haga «puf» con solo mirarlo.

—Simi puede matarlo —dijo Astrid.

—No, Simi no puede. Akri lo dijo.

—¿Y cómo vamos a detenerlo? —preguntó Astrid.

El demonio se encogió de hombros.

—Simi lo asaría a la parrilla si akri se lo permitiera, pero como vosotros no sabéis soltar fuego por la boca, os resultaría un poco difícil.

—Tengo un lanzallamas.

Astrid giró la cabeza de golpe hacia él.

—Que tienes ¿qué? —le preguntó, incrédula.

En esa ocasión fue Zarek quien se encogió de hombros.

—Viene bien estar preparado.

—Bueno —intervino Simi—, esos no están mal para asar malvaviscos, pero a Tánatos solo le hará cosquillas. El fuego normal no sirve. Simi tiene esa cosa pegajosa que sale con su fuego y que rocía a las víctimas para impedir que se apague. ¿Queréis verla?

—¡No! —gritaron ambos al unísono.

Simi se tensó.

—¿No? A Simi no le gusta esa palabra.

—Te queremos, Simi —dijo Astrid de inmediato—. Es que nos da miedo esa cosa pegajosa.

Astrid le dio un codazo a Zarek en el estómago cuando hizo ademán de corregir la parte de su supuesto amor por el demonio.

—Vaya —dijo Simi—, Simi lo entiende. Vale, podéis vivir.

Tras asegurarse de que no había comida por ningún lado, Simi se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Comenzó a canturrear por lo bajo mientras se enroscaba un mechón de cabello en el meñique.

—Bueno, ¿tenéis el canal de Teletienda?

—Me temo que no, cariño —respondió Astrid.

—¿Y el de Telenovelas?

Zarek negó con la cabeza.

—¿Tenéis tele? —inquirió Simi con el tono de voz de un crío impertinente.

—Lo siento.

—¿Estáis de cachondeo? —El demonio apoyó la barbilla en la mano y lo miró—. Sois aburridos. Un demonio necesita su tele por cable. Akri ha vuelto a engañar a Simi. No le dijo que tenía que aguantar sin tele por cable. ¿Ni siquiera tenéis una de esas teles chiquitinas que llevan pilas?

Claro, y qué más… Zarek aprovechó el comentario para apartar a Astrid del demonio.

—No servirá —le susurró ella.

—¿El qué?

—Apartarme de ella para que no nos escuche. Lo oye todo.

Zarek se detuvo.

—Bueno, pues que se prepare para escuchar.

Se quedó allí contemplándola. Grabando en su memoria cada rasgo, cada curva de su cuerpo.

No sabía qué hacer para protegerla. Jess no podría ir a recogerla a plena luz del día y tampoco se fiaba de los escuderos para que la pusieran a salvo. Por no mencionar que la idea de darles a conocer su escondrijo mientras iban siguiéndole el rastro para matarlo no parecía una estrategia muy brillante.

No podía confiar en nadie y la única manera de proteger a Astrid era desafiar a Tánatos y acabar de una vez por todas.

Esa noche saldría en busca de Tánatos y uno de ellos moriría.

Aunque no quería decírselo a Astrid. No lo dejaría marchar si lo sabía.

—A ver, vamos a necesitar comida. Voy a dejaros a ti y a Simi aquí a salvo mientras yo voy a por provisiones.

—¿Por qué no enviamos a Simi? Nada puede hacerle daño.

Zarek desvió la vista hacia el demonio, que estaba jugando a «Este compró un huevo» con los dedos de los pies…

—Sí, pero no creo que deba andar por ahí ella sola, ¿no te parece?

Astrid vaciló.

—Tal vez tengas razón.

Zarek se dejó caer al suelo y la arrastró con él. Echó un vistazo a su reloj y comprobó que faltaban menos de dos horas para el anochecer. Menos de dos horas para estar con la mujer que había llegado a significar tanto para él.

Se recostó y cerró los ojos cuando ella apoyó la cabeza sobre su pecho y comenzó a trazar círculos con los dedos.

—Cuéntame algo bonito, princesa. Dime lo que harás cuando esto acabe.

Astrid dejó de mover la mano mientras meditaba su respuesta. Lo que ella quería era quedarse con Zarek. La pregunta era cómo.

Artemisa tendría que dejarlo libre y conocía demasiado bien a su prima para saber que no le gustaba compartir sus juguetes.

—Te echaré de menos, príncipe azul.

Sintió cómo se ponía rígido por sus palabras.

—¿De verdad?

—Sí, te echaré de menos. ¿Y tú?

—Sobreviviré. Siempre lo hago.

Sí, siempre lo hacía. De un modo sorprendente para ella.

Astrid le recorrió el mentón con los dedos.

—Deberías descansar.

—No quiero descansar. Quiero disfrutar de tu compañía un poco más.

Eso le arrancó una sonrisa.

—¿Vais a besaros? —preguntó Simi—. Quizá sea mejor que Simi se vaya arriba o algo así.

Astrid se echó a reír.

—No pasa nada, Simi. No vamos a besarnos delante de ti.

—¿Duerme alguna vez? —preguntó Zarek.

—No lo sé. Simi, ¿duermes alguna vez?

—Sí, claro. Simi también tiene una cama muy bonita. Con dragones tallados y un enorme dosel de color marfil encima. Akri la hizo especialmente para ella hace mucho y tiene una bailarina de cuerda en el cabecero. Cuando Simi era un bebé, akri la ponía en marcha cuando la arropaba y Simi la miraba hasta que se quedaba dormida. Algunas veces akri también le cantaba nanas a Simi. Akri es un buen papá. Se preocupa mucho de su Simi.

—¿Y tú qué, princesa? —preguntó Zarek—. ¿Te arropaba tu madre de pequeña?

—Todas las noches, a menos que estuviera juzgando a alguien, y entonces era mi hermana Atri quien lo hacía.

Astrid no le preguntó a Zarek quién lo arropaba. Ya conocía la respuesta. Nadie.

Se pegó más a él.

Zarek clavó la vista en el irregular techo del túnel. Era gracioso que hubiera cavado aquella sección hacía más de cincuenta años sin saber que llegaría el día en el que estaría allí con una amante a su lado.

Astrid.

No se le había perdido nada con ella. No tenía derecho a tocarla.

Era lo más cerca del paraíso que un hombre como él podría llegar a estar jamás.

Y a pesar de eso no quería renunciar a ella. Todavía no.

O mejor aún, nunca.

Era la única persona en todo el universo por la que moriría.

Tal y como haría esa noche, sin duda.