12

Zarek arrojó el teléfono a un lado y observó durante un instante a Astrid, que dormía sobre su abrigo. Él también necesitaba descansar, pero le era imposible hacerlo. Estaba demasiado nervioso para dormir.

Tras cerrar la trampilla, se acercó al colchón donde dormía ella. Los recuerdos lo asaltaron.

Se vio hecho una furia. Vio rostros y llamas. Sintió el poderoso asalto de la ira que se adueñaba de su cuerpo. Había matado a la gente que se suponía debía proteger.

Había matado…

Una risa malévola resonó en su cabeza. Un fogonazo de luz llenó la habitación.

Y Ash…

Zarek se esforzó por recordar. ¿Por qué no podía recordar lo que había sucedido en Nueva Orleans? ¿Qué había pasado en su pueblo?

No eran más que fragmentos sin sentido alguno. Como un rompecabezas de miles de piezas tirado en el suelo, y él era incapaz de montarlas.

Se paseó por el reducido espacio mientras hacía lo imposible por recordar el pasado.

Las horas se sucedieron con lentitud mientras agudizaba el oído en busca de cualquier indicio de que Tánatos se acercaba. Poco después del mediodía, la extenuación pudo con él y se acostó junto a Astrid.

Contra su voluntad, se encontró estrechándola entre sus brazos e inhalando el dulce y fragante aroma de su cabello.

Se acurrucó contra ella, cerró los ojos y rezó por un sueño agradable…

Zarek se tambaleó cuando lo empujaron y lo ataron al poste de castigo en el viejo patio romano. Le arrancaron el andrajoso peplo del cuerpo, dejándolo desnudo a los ojos de las tres personas que se habían reunido para castigarlo.

Tenía once años.

Sus hermanos Mario y Marco estaban delante de él mirándolo con hastío, mientras que su padre desenrollaba el látigo de cuero.

Zarek ya estaba tenso, puesto que conocía demasiado bien el dolor lacerante que estaba a punto de experimentar.

—No me importa cuántos latigazos le des, padre —dijo Mario—. No me arrepiento de haber insultado a Maximilio y tengo toda la intención de repetirlo la próxima vez que lo vea.

Su padre se detuvo.

—¿Qué pasaría si os dijera que este lastimoso esclavo es vuestro hermano? ¿Os importaría entonces?

Los dos chicos se echaron a reír.

—¿Este desgraciado? No tiene ni una gota de sangre romana.

Su padre se adelantó. Enterró la mano en el cabello de Zarek y le levantó la cabeza para que sus hermanos pudieran ver su rostro lleno de cicatrices.

—¿Estáis seguro de que no?

Ambos dejaron de reírse.

Zarek se quedó completamente inmóvil, incapaz de respirar. Siempre había conocido sus orígenes. Se los recordaban todos los días cada vez que los otros esclavos escupían en su comida, le tiraban cosas o le pegaban porque no se atrevían a dar rienda suelta a su rabia y su odio con el resto de su familia.

—¿Qué estás diciendo, padre? —preguntó Mario.

Su padre golpeó la cabeza de Zarek contra el poste antes de soltarlo.

—Lo engendré en la puta favorita de vuestro tío. ¿Por qué creéis que me lo enviaron de niño?

Mario frunció los labios.

—No es mi hermano. Prefiero reconocer a Valerio antes que a esta carroña.

Mario se acercó a Zarek. Se agachó, intentando que Zarek lo mirara a los ojos.

Sin más salida, Zarek cerró los ojos. Había aprendido hacía mucho que mirar a sus hermanos a la cara solía empeorar las palizas.

—¿Qué dices tú, esclavo? ¿Tienes sangre romana en las venas?

Zarek negó con la cabeza.

—¿Eres mi hermano?

Volvió a sacudir la cabeza.

—¿Eso quiere decir que estás llamando mentiroso a mi noble padre?

Zarek se quedó helado al comprender que habían vuelto a engañarlo. Llevado por el pánico, intentó apartarse del poste. Quería huir de las consecuencias.

—Contesta —exigió Mario.

Negó con la cabeza.

Pero era demasiado tarde. El látigo restalló en el aire con un aterrador siseo y se clavó su espalda, lacerándole la piel desnuda.

Zarek se despertó temblando. Sin apenas resuello, se sentó a duras penas y miró a su alrededor sin ton ni son, casi esperando encontrar allí a sus hermanos.

—¿Zarek? —Sintió la calidez de una mano en la espalda—. ¿Estás bien?

Le fallaron las palabras mientras los viejos recuerdos se arremolinaban en su cabeza. Desde el momento en que Mario y Marco supieron la verdad hasta que su padre sobornó al comerciante de esclavos para que se lo quedara, sus hermanos habían hecho todo lo posible para que pagara por el hecho de estar emparentados.

Jamás conoció un solo día de tranquilidad.

Mendigos, campesinos o nobles, cualquiera era mejor que él. Él no era más que un patético chivo expiatorio para todos ellos.

Astrid se incorporó y le rodeó la cintura con los brazos.

—Estás temblando. ¿Tienes frío?

Aun así, no contestó. Sabía que debía apartarla de él, pero en ese preciso instante quería que lo reconfortara. Quería que alguien le dijera que no era un indeseable.

Alguien que le dijera que no se avergonzaba de él.

Cerró los ojos y la atrajo hacia él para apoyar la cabeza sobre su hombro.

Lo inusual de su actitud sorprendió a Astrid. Le acarició el cabello y lo meció entre sus brazos.

—¿Vas a decirme qué ha pasado? —preguntó en voz baja.

—¿Para qué? No cambiará nada.

—Pero a mí me interesa, Zarek. Quiero ayudarte. Si me dejas.

Zarek habló en voz tan queda que ella tuvo que agudizar el oído para escucharlo.

—Hay ciertas heridas que no se curan con nada.

Le acarició la áspera mejilla con la mano.

—¿Como cuáles?

Él vaciló varios segundos antes de responder.

—¿Sabes cómo morí?

—No.

—A cuatro patas como un animal, en el suelo, rogando clemencia.

Astrid dio un respingo por sus palabras. Sentía tanta pena por él que el nudo que tenía en la garganta apenas si la dejaba respirar.

—¿Por qué?

Zarek se tensó y tragó saliva. Al principio, Astrid creyó que se apartaría, pero no se movió. Se quedó donde estaba y dejó que ella lo abrazara.

—¿Viste cómo mi padre se libró de mí? ¿Cómo le pagó al comerciante de esclavos para que se quedara conmigo?

—Sí.

—Viví con él cinco años.

Sus brazos la estrecharon como si no soportara siquiera confesarle eso.

—No puedes imaginarte cómo me trataban. Lo que me obligaban a limpiar. Cada mañana, al despertar, maldecía al descubrir que seguía vivo. Cada noche rezaba para morir mientras dormía. Jamás soñé con escapar de esa vida. La idea de huir no se te ocurre cuando naces siendo esclavo. La idea de que no merecía lo que me estaban haciendo tampoco se me pasó por la cabeza. Mi vida era esa. Era lo único que conocía. Y no tenía esperanzas de que alguien me comprara y me sacara de allí. Cada vez que un cliente entraba y me veía, escuchaba sus jadeos. Veía sus borrosas expresiones de horror y desprecio.

Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas. Era un hombre tan apuesto que cualquier mujer mataría por tenerlo, y sin embargo habían arruinado su aspecto con brutalidad. Por simple crueldad.

Nadie debería ser mutilado y degradado de la manera en que él lo había sido.

Nadie.

Lo besó en la frente y le apartó el cabello del rostro mientras continuaba confesándole lo que estaba segura de que jamás le había contado a ningún otro ser humano.

Su voz carecía de emoción. El único indicio del dolor que estaba sintiendo era la rigidez de su cuerpo.

El hecho de que aún no la hubiera soltado.

—Un día entró una hermosa dama —susurró—. Llevaba un soldado romano como escolta. Se quedó en la puerta. Llevaba un peplo azul oscuro. Su cabello era negro como el cielo de medianoche, y su piel era suave e inmaculada. No podía distinguirla muy bien, pero escuché a los otros esclavos hablar de ella, cosa que solo hacían cuando una mujer era realmente excepcional.

Astrid sintió una punzada de celos. ¿La habría amado Zarek?

—¿Quién era? —preguntó.

—Otra dama noble en busca de un esclavo.

El aliento de Zarek le acariciaba el cuello mientras sus callosos dedos jugueteaban con un mechón de cabello. A Astrid no se le escapó la ternura del gesto.

—Se acercó a la celda en la que estaba limpiando los orinales —continuó—. No me atreví a mirarla, pero escuché cómo decía «Quiero a ese». Supuse que se refería a uno de los otros. Pero cuando vinieron a por mí, me quedé atontado.

Astrid esbozó una sonrisa triste.

—Reconoció lo bueno nada más verlo.

—No —la corrigió con aspereza—. Quería a un siervo que los avisara a ella y a su amante cuando su esposo llegaba a casa sin previo aviso. Quería a un esclavo que le fuera leal. Uno que le debiera todo. Yo era la criatura más mísera que había y ella nunca dejó de recordármelo. Una palabra y me habría devuelto al infierno.

En ese momento se alejó de ella. Astrid extendió la mano y lo encontró sentado a su lado.

—¿Lo hizo?

—No. Me retuvo a pesar de que a su marido le enfurecía mi presencia. No soportaba verme. Así de repugnante era yo. Lisiado. Medio ciego. Tenía tantas cicatrices que los niños se echaban a llorar al verme. Las mujeres soltaban un jadeo y apartaban la vista antes de alejarse de mí, como si temieran que les fuera a contagiar mi estado.

Astrid se estremeció por lo que describía.

—¿Durante cuánto tiempo serviste a esa mujer?

—Seis años. Le fui completamente leal. Habría hecho cualquier cosa que me pidiera.

—¿Era amable contigo?

—No. En realidad, no. Solo era algo más amable que el resto. Le repugnaba en la misma medida que a los demás. De manera que me mantenía oculto en una pequeña celda y solo me sacaba cuando su amante estaba en la casa. Me quedaba de guardia en las puertas y estaba atento para cuando los guardias saludaran a su esposo. Cuando el marido volvía estando el amante en casa, corría a sus aposentos y daba unos golpecitos en la puerta para avisarlos.

Astrid comprendió entonces los motivos de su muerte.

—¿Fue así como moriste? ¿Su esposo te pilló avisándolos?

—No. Aquel día me acerqué a la puerta para avisarla, pero cuando llegué la escuché gritar de dolor y decirle a su amante que dejara de hacerle daño. Me apresuré a entrar y lo encontré golpeándola. Intenté apartarlo de ella, pero se revolvió contra mí. Al final escuchó al marido que se acercaba y se marchó. Ella me dijo que me fuera y así lo hice.

Zarek se quedó en silencio mientras los recuerdos de aquel día lo destrozaban de nuevo. Aún podía ver la pequeña celda que había sido su habitación. Oler su hedor y sentir las heridas de su cuerpo. Sentir el dolor en la cara y en el cuello, allí donde Arco lo había golpeado repetidamente mientras él intentaba que el soldado dejara de pegarle a Carlia.

El soldado lo había golpeado con tanta saña que casi había esperado morir de la paliza. Las heridas y el dolor habían sido tan brutales que apenas podía moverse, apenas podía respirar, mientras regresaba cojeando al agujero donde Carlia lo mantenía encerrado.

Una vez allí, se había sentado en el suelo de cara a la pared, deseando que el dolor desapareciera. Y entonces la puerta se abrió de par en par.

Cuando levantó la vista se encontró con una borrosa imagen del marido de Carlia, Teodosio, que lo miraba iracundo con el rostro distorsionado por la furia.

Al principio, Zarek asumió en un arranque de inocencia que el senador había descubierto la infidelidad de su mujer así como el papel que él había jugado al avisarlos cuando llegaba a casa.

No había sido así.

—¡Cómo te atreves! —Teodosio lo sacó de la celda tirándole del pelo. El hombre lo golpeó y pateó por todo el patio de la villa hasta llegar de nuevo a los aposentos de Carlia.

Zarek se desplomó en el suelo, a unos pasos de ella. Permaneció allí tirado, sangrando y temblando por los golpes, sin imaginarse siquiera por qué lo habían atacado en esa ocasión.

Indefenso, esperó que ella dijera algo.

Carlia se mantuvo serena como una reina derrotada mientras lo observaba con el rostro ceniciento y malherido, y envolvía su maltrecho cuerpo con los jirones ensangrentados de lo que fuera su vestido.

—¿Este es el que te violó? —le preguntó Teodosio a su esposa.

A Zarek se le secó la boca de golpe por la pregunta. No… No podía haber escuchado bien.

Ella se echó a llorar de forma inconsolable mientras una criada intentaba calmarla.

—Sí. Él me hizo esto.

Zarek se atrevió a levantar la vista hacia Carlia, incapaz de creer que pudiera mentir. Después de todo lo que había hecho por ella… Después de la paliza que había recibido de su amante para protegerla. ¿Cómo podría estar haciéndole aquello?

—Señora…

Teodosio le asestó una furiosa patada en la cabeza, atajando el resto de la frase.

—¡Silencio, perro sarnoso! —En aquel momento se dirigió a su esposa—. Te dije que tendrías que haberlo dejado en la sentina. Ya ves lo que sucede cuando te apiadas de semejantes criaturas.

Después, Teodosio llamó a sus guardias.

Se llevaron a Zarek de la estancia para presentarlo ante las autoridades. Intentó proclamar su inocencia, pero la justicia romana seguía un principio básico: culpable hasta que se demostrara lo contrario.

Su palabra como esclavo no podía compararse con la de Carlia.

En el transcurso de una semana, sus jueces romanos consiguieron arrancarle una confesión completa.

Habría dicho cualquier cosa con tal de que dejaran de aplicarle su dolorosa tortura.

Jamás había conocido un dolor semejante al que experimentó esa semana. Ni siquiera la crueldad de su padre podía igualar los instrumentos del gobierno romano.

Y así lo habían condenado. Él, un joven virgen que jamás había tocado la carne de una mujer, iba a ser ejecutado por violar a su dueña.

—Me sacaron de la celda y me llevaron por la ciudad para que cualquiera pudiera escupirme —susurró con voz tensa a Astrid—. Me abuchearon y me tiraron comida podrida mientras me insultaban de la peor manera que puedas imaginar. Los soldados me desataron de la carreta y me llevaron hasta el centro de la multitud. Trataron de ponerme de pie, pero tenía las piernas rotas. Al final me dejaron allí a cuatro patas para que la muchedumbre me lapidara. ¿Sabes?, aún siento la lluvia de piedras contra mi cuerpo. Aún los escucho diciéndome que muriera.

Cuando Zarek llegó al final, Astrid luchaba por seguir respirando.

—Lo siento, Zarek —susurró, rota de dolor por él.

—No me tengas lástima —gruñó.

Astrid se inclinó hacia él y depositó un beso en su mejilla.

—Créeme, no es eso. Jamás le tendría lástima a alguien tan fuerte como tú.

Intentó alejarse de ella, pero Astrid se apresuró a sujetarlo.

—No soy fuerte.

—Sí que lo eres. No sé cómo has soportado el dolor de tu vida. Siempre me he sentido sola, pero no de la manera en la que tú lo has estado.

Zarek se relajó un tanto mientras ella se pegaba a su costado. Deseó poder verlo en aquellos momentos. Ver las emociones que se reflejaban en sus ojos oscuros.

—¿Sabes? No estoy loco.

Ella sonrió.

—Sé que no lo estás.

Él dejó escapar un largo suspiro de cansancio.

—¿Por qué no te fuiste con Jess cuando tuviste la oportunidad? Podrías estar a salvo a estas alturas.

—Si te dejo antes de que acabe el juicio, las Moiras te matarán.

—¿Y qué?

—No quiero que mueras, Zarek.

—Insistes en decir eso y sigo sin saber por qué.

Porque te quiero, pensó. Las palabras se le atascaron en la garganta. Deseaba con desesperación tener el coraje de decírselas en voz alta, pero sabía que no las aceptaría.

Su príncipe azul no.

Rezongaría algo y la haría a un lado, porque en su cabeza ese concepto no existía. No lo comprendía.

Ni siquiera sabía si llegaría a hacerlo algún día.

Astrid quería abrazarlo. Consolarlo.

Aunque lo que más deseaba era amarlo. De tal forma que le hacía daño y le daba alas a la vez.

¿Permitiría Zarek algún día que ella o cualquier otra persona lo amara?

—¿Qué puedo hacer para que me creas? —quiso saber—. Te reirías si te dijera que me preocupo por ti. Te alejarías enfadado si te dijera que te quiero. Así que dime tú por qué no quiero que mueras.

Astrid sintió cómo se tensaban los músculos de su mandíbula bajo la mano.

—Ojalá pudiera sacarte de aquí, princesa. No necesitas estar conmigo.

—No, Zarek, no lo necesito. Pero quiero estar contigo.

Zarek dio un respingo cuando escuchó las palabras más hermosas que había oído en su vida.

Esa mujer no dejaba de sorprenderlo. No había ningún muro entre ellos. Nada de secretos. Lo conocía como nadie jamás lo había hecho.

Y no lo despreciaba.

No la comprendía.

—Ni siquiera yo quiero estar conmigo la mayor parte del tiempo. ¿Por qué lo quieres tú?

Astrid le dio un empujón.

—Te juro que eres como un niño pequeño. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué mi perro tiene pelo? Algunas cosas son porque sí, Zarek. No tienen por qué tener sentido. Acéptalas sin más.

—¿Qué pasa si no puedo?

—En ese caso tienes problemas mucho peores que el hecho de que Tánatos te quiera muerto.

Zarek sopesó esas palabras un momento. ¿Podría aceptar lo que le ofrecía? ¿Se atrevería?

No sabía cómo ser un amigo. No sabía cómo reír por placer ni cómo ser amable. Para tener dos mil años de edad, sabía muy poco acerca de la vida.

—Dime, princesa. Y sé sincera. ¿Cómo vas a juzgarme?

No vaciló en su respuesta.

—Voy a exculparte si puedo.

Eso le arrancó una carcajada amarga.

—Fui condenado por algo que no hice y absuelto por algo que sí. Hay algo ahí que no está bien.

—Zarek…

—Además ¿aceptarán tu veredicto ahora? —le preguntó, interrumpiéndola—. No eres lo que se dice imparcial, ¿no te parece?

—Yo… —Astrid se detuvo para reflexionar un instante—. Lo aceptarán. Solo tenemos que encontrar la manera de demostrar que no eres peligroso para el resto de la gente.

—No pareces muy convencida de eso, princesa.

No lo estaba. Ni una sola vez había violado el juramento de imparcialidad. Pero con Zarek lo había hecho.

—Túmbate, Zarek —le dijo, dándole un tironcito del hombro—. Necesitamos descansar.

Zarek la obedeció. Para su consternación y placer, Astrid recostó la cabeza sobre su pecho y se pegó más a él.

Jamás había abrazado a una mujer de esa forma y se descubrió peinándole el rubio cabello con los dedos. Extendiéndolo sobre su pecho. Ladeó la cabeza para poder mirarla.

Había cerrado los ojos y sus dedos le acariciaban el pecho, trazando círculos alrededor de uno de sus pezones, que estaba duro y enhiesto bajo el jersey negro.

Sentía una afinidad con ella que desafiaba las palabras. Si supiera cómo hacerlo, desearía quedarse allí para siempre. Pero los sueños y las esperanzas le eran tan extraños como el amor y la ternura.

A diferencia de ella, no veía un futuro. Lo único que veía con claridad era su muerte.

Incluso si Tánatos no lo mataba, no tenía sentido desear quedarse con Astrid.

Ella era una diosa.

Él era un esclavo.

No tenía cabida en su mundo en la misma medida que no tenía cabida en el mundo de los mortales.

Solo. Siempre estaba solo. Y seguiría de esa manera.

No importaba si sobrevivía a Tánatos. Su única razón para seguir viviendo era verla a salvo.

Con un suspiro, cerró los ojos y se obligó a dormirse de nuevo.

Astrid escuchó a Zarek mientras dormía. Tenía la mano enterrada en su pelo e incluso inconsciente se aferraba a ella como si temiera dejarla ir.

Ojalá pudiera entrar en su cabeza de nuevo. Ojalá pudiera mirarlo a esos ojos negros como el azabache y ver la belleza de su guerrero oscuro.

Pero no era su rostro ni su cuerpo lo que la hacía arder por él.

Era el hombre que escondía en su maltrecho y herido corazón. El que era capaz de crear poesía y arte. El que escondía su vulnerabilidad tras réplicas mordaces e hirientes.

Y ella lo amaba. Incluso cuando era cruel y desagradable. Incluso cuando estaba enfadado.

Pero claro, ella entendía esa parte de él.

¿Cómo podría alguien soportar tanto dolor sin acabar afectado? Y ¿qué sería de él a partir de ese momento?

Aun si conseguía que su veredicto prevaleciera, dudaba de que Artemisa le permitiera abandonar Alaska. Estaría atrapado allí para siempre. Se echó a temblar al pensar en su aislamiento.

Y ¿qué pasaría con ella? ¿Cómo podía regresar a su vida sin él? Le encantaba estar con él. Era un hombre muy gracioso a pesar de su brusquedad.

—¿Astrid?

Ella levantó la cabeza, sorprendida al escuchar su nombre en sus labios. Era la primera vez que lo utilizaba fuera de un sueño. No se había dado cuenta de que estaba despierto.

—¿Sí?

—Hazme el amor.

Cerró los ojos y saboreó esas palabras en la misma medida que acababa de saborear su nombre. Enarcó una ceja con un gesto pícaro.

—¿Por qué?

—Porque necesito estar dentro de ti en este instante. Quiero sentirme conectado a ti.

Esas palabras le provocaron un nudo en la garganta. ¿Cómo podría negarle una petición tan sencilla?

Astrid se puso de rodillas y se colocó a horcajadas sobre sus caderas. Él le rodeó la cara con las manos y la acercó para darle un beso abrasador.

Jamás imaginó que un hombre pudiera ser así. Tan rudo y a la vez tan tierno. Le mordisqueó los labios y la mandíbula.

—Deberías descansar.

—No quiero descansar. Además, casi nunca duermo.

Sabía que era cierto. La única ocasión en la que había dormido más de un par de horas seguidas fue cuando lo drogó. A juzgar por lo que había visto en sus sueños y por lo que M’Adoc le había dicho, comprendía muy bien el motivo. Y en lo más profundo de su ser quería aliviarlo.

Se sacó el jersey por la cabeza.

Zarek tragó saliva al ver sus pechos desnudos y su piel. Su miembro cobró vida bajo ella. Apenas habían pasado un par de horas desde el último polvo.

No, no habían echado un polvo.

Por eso necesitaba sentirla en ese instante. Deseaba con desesperación sentir sus manos en la piel. Sentir su cuerpo desnudo contra el suyo.

Porque no habían echado un polvo. Lo que habían compartido era mucho más que eso. Era tan primitivo y atávico como sublime.

¿Qué le había hecho esa mujer? Aunque no tardó en descubrirlo.

Había hecho lo imposible. Se había colado en su inerte corazón.

Gracias a ella tenía anhelos. Deseos.

Se sentía humano.

En sus brazos había descubierto su humanidad. Incluso el alma que no tenía.

Esa mujer significaba algo para él y al menos podía fingir que él significaba algo para ella.

Extendió las manos para bajarle lentamente la cremallera de los pantalones y así poder deslizar la mano bajo sus braguitas de algodón rosa e introducir los dedos en su húmeda calidez. Aún le asombraba que le permitiera tocarla de esa forma.

Por supuesto que las mujeres se habían mostrado mucho más receptivas con él como Cazador Oscuro que como humano, pero eso no lo había hecho cambiar. Las evitaba, a sabiendas de que el único motivo por el que las atraía era el hecho de que Aquerón hubiera reparado su cuerpo. De manera que espantaba a las que se ofrecían a él y solo se había tirado a unas cuantas cuando se cansaba de masturbarse.

Aunque a la postre no habían significado nada para él. Ni siquiera podía recordar sus rostros.

Astrid gimió bajo sus caricias.

—Zarek —susurró, rozándole la mejilla con su aliento—, adoro el tacto de tus manos sobre mi cuerpo.

—¿A pesar de que soy un esclavo y tú una diosa?

—Ni yo soy una diosa ni tú eres un esclavo.

Comenzó a contradecirla, pero se detuvo. No quería que nada ensombreciera ese momento. Bien podría ser el último que pasara con ella.

Tánatos podría echar la puerta abajo en cualquier momento y matarlo; y si tenía que morir, quería un momento de felicidad.

Y ella lo hacía feliz. De una forma que jamás creyó posible. Cuando estaba con ella, parecía que algo en su interior quisiera alzar el vuelo. Quisiera reír. Sentía una calidez que lo envolvía por completo.

—¿Sabes? —susurró Astrid—, creo que antes estaba equivocada. Creo que me has convertido en una nin… fómana.

Zarek sonrió y apartó la mano de ella para bajarse la cremallera de los pantalones y liberar su miembro. Se bajó los pantalones hasta las rodillas, pero se negó a soltar a Astrid para quitárselos por completo.

La levantó por la cintura y la hizo descender sobre su miembro. Gimieron al unísono.

Verla totalmente desnuda sobre su cuerpo mientras él seguía prácticamente vestido era de lo más erótico. Levantó las caderas del suelo para hundirse más en su calidez al tiempo que le recorría los pechos desnudos con las manos.

Astrid jadeó al sentir la dureza de Zarek en su interior. Le alzó la camisa para desnudar ese torso musculoso y duro, pero seguía estando vestido. Sus pantalones de cuero le rozaban los muslos a cada movimiento que hacía.

Las manos de Zarek la soltaron. Unos segundos después, sintió su suave abrigo de piel cubriendo su desnudez.

—No quiero que pases frío —le explicó en voz queda.

Astrid le sonrió, conmovida por su preocupación.

—¿Cómo podría pasar frío cuando te tengo dentro de mí?

Zarek se incorporó y la abrazó. Se apoderó de su boca con una fiera pasión que la dejó sin aliento y embriagada.

Astrid gritó mientras se corría entre sus brazos.

Zarek esperó hasta haber absorbido el último de los estremecimientos provocados por su orgasmo antes de girarse, sin salir de ella, y obligarla a recostarse en el suelo.

La volvió a besar y aceleró las embestidas de sus caderas, en busca de su propia liberación.

Y cuando la encontró, no cerró los ojos. Clavó la mirada en la mujer que se la había dado.

Astrid yacía bajo él, con la respiración entrecortada, la mirada vacía y expresión embelesada.

Y en ese momento comprendió que no había nada que no pudiera hacer por ella. Si se lo pedía, bajaría al infierno con tal de hacerla sonreír.

Maldijo al darse cuenta de ese hecho.

—¿Zarek?

Él apretó los dientes mientras salía de ella.

—¿Qué?

Astrid le cogió la barbilla con la mano y le giró la cara antes de besarlo con pasión.

—No te atrevas a apartarte de mí.

La presencia de Astrid era tan intensa que le costaba trabajo respirar. Sentía la humedad femenina contra la entrepierna y el tacto fresco de su piel.

Aunque era la calidez de sus labios y de su aliento lo que lo enardecía. Era el fuego de su intrépida voluntad lo que lo hacía arder, llevándose consigo siglos de soledad y dolor.

—«¿Sabes…?, mi flor… —musitó—, soy responsable. —La besó con ternura—. Tiene cuatro espinas insignificantes para protegerse contra todo el mundo…»

Astrid lo escuchó citar El principito.

—¿Por qué te gusta tanto ese libro? —le preguntó.

—Porque quiero escuchar las risas cuando miro al cielo. Quiero reír, pero no sé cómo.

Los labios de Astrid temblaron por la tristeza. Esa era la moraleja del libro. Recordarle a la gente que preocuparse por los demás no tenía nada de malo y que una vez que se le abría el corazón a otra persona, jamás se volvía a estar solo. Incluso la cosa más simple como mirar al cielo reportaría consuelo, a pesar de que el ser amado estuviera lejos.

—¿Y si te enseño a reír?

—Estaría domesticado.

—¿De verdad? ¿O serías la oveja con bozal pero sin correa que se come la rosa cuando se supone que no debe hacerlo? Me da la sensación de que incluso domesticado estarías fuera de control.

Astrid sintió entonces la cosa más asombrosa. Los labios de Zarek se curvaron ligeramente bajo su mano.

—¿Estás sonriendo?

—Estoy sonriendo, princesa. Pero poco. No enseño los dientes.

—¿Y los colmillos?

—Los colmillos tampoco.

Astrid se inclinó para besarlo de nuevo.

—Apuesto lo que quieras a que estás increíble cuando sonríes.

Él farfulló algo en respuesta al comentario antes de ayudarla a vestirse.

Astrid se acurrucó de nuevo contra él para escuchar el latido de su corazón. Adoraba su sonido, adoraba sentir su fuerza bajo ella. A pesar de que sus vidas estaban en peligro, sentía una extraña sensación de seguridad en ese lugar.

Con él.

O eso creía.

En el silencio, escuchó un ruido extraño por encima de ellos.

Zarek se incorporó de golpe.

—¿Qué es eso? —preguntó ella en un susurro.

—Alguien está arriba, en mi cabaña.

El terror se apoderó de ella.

—¿Crees que es Tánatos?

—Sí.

La apartó de él con suavidad y la pegó a la pared. Aterrada, Astrid se quedó muy quieta mientras escuchaba sus movimientos y los de quienquiera que estuviese arriba.

Zarek cogió una granada, pero después se lo pensó mejor. Lo último que quería era que quedaran atrapados bajo tierra. Sacó las garras de plata de repuesto que le cubrían todos los dedos de la mano izquierda y recorrió el pasillo hacia la trampilla que estaba bajo su estufa.

Escuchó el sonido de unos pasos ligeros por encima de él. Después, una maldición.

De repente volvió a reinar el silencio.

Zarek agudizó el oído, desesperado por averiguar quién estaba allí arriba y qué estaba haciendo.

Un extraño escalofrío le recorrió la espalda en el mismo instante en que el aire se agitaba tras él.

Se volvió esperando encontrarse a Astrid.

No era ella.