11

—Vale —replicó Astrid con un tono tan sarcástico como el suyo—, espero que tengas un mapa, porque nunca he estado allí.

—Confía en mí, lo conozco como la palma de mi mano. He vivido allí casi toda la vida.

Sin saber muy bien si echarse a reír o a llorar, Astrid se sujetó con todas sus fuerzas al tanque de combustible que tenía delante cuando Zarek aceleró la motonieve al máximo. Vibraba tanto que temía que se desintegrara bajo ellos.

—Capitán —dijo ella con su mejor imitación del señor Scott—, no creo que aguante. Los motores warp no soportarán mucho más. Van a explotar.

De no haber sabido que era imposible, habría jurado escuchar el rugido de la risa de Zarek.

—Aguantará —le dijo él con voz profunda y ronca junto a la oreja derecha, provocándole un escalofrío que nada tenía que ver con las gélidas temperaturas.

—Creo que después de todo debo dar gracias por estar ciega —replicó ella—. Algo me dice que si pudiera ver la velocidad temeraria a la que conduces, es probable que me diera un infarto.

—Sin duda.

Astrid dejó los ojos en blanco ante tan alegre muestra de consenso.

—No tienes la menor idea de cómo tranquilizar a la gente, ¿verdad?

—Por si acaso no lo has notado, princesa, no se me dan muy bien las relaciones sociales. Joder, tienes suerte de que me hayan enseñado dónde hacer mis necesidades.

Sí que era un demonio.

Aunque sus cáusticas réplicas tenían un puntito encantador. Eran airadas e hirientes, pero en raras ocasiones estaban inspiradas por la malicia; y una vez que había visto al verdadero Zarek, ese que estaba oculto a los ojos de los demás, reconocía sus puyas por lo que eran: una coraza.

Las lanzaba a diestro y siniestro para mantener a todo el mundo a distancia. Si uno no dejaba que nadie le llegara al corazón, jamás llegaría a conocer el dolor de la traición.

No sabía cómo había podido soportar una vida semejante. Una vida de constante dolor y soledad. Una vida en la que el odio dictaba todos sus actos y palabras.

Zarek era un hombre brutal, con más veneno que la Hidra. No obstante, hasta la Hidra había encontrado al final la horma de su zapato.

Esa noche, Zarek había encontrado la suya, y no se trataba de Tánatos.

Astrid no estaba dispuesta a rendirse.

Viajaron hasta que le zumbaron los oídos y el frío le caló hasta los huesos. Se preguntó si llegaría a descongelarse algún día.

Zarek, que parecía no ser consciente del gélido clima, zigzagueó durante todo el trayecto, como si tratara de impedir que Tánatos los siguiera.

Justo cuando estaba convencida de que la idea de que los inmortales no podían perecer de frío no era más que un mito, Zarek se detuvo por fin. Apagó el motor.

El súbito silencio resultó ensordecedor. Opresivo.

Esperó a que Zarek se bajara y la ayudara a ella, pero lo único que hizo fue quitarle el casco de la cabeza y arrojarlo a un lado mientras soltaba un taco.

Astrid escuchó cómo el casco golpeaba el suelo y a continuación volvió a reinar el silencio, roto únicamente por el sonido de sus respiraciones.

La ira de Zarek la rodeaba como si de una amenaza palpable se tratara. Era intensa y aterradora.

Parte de él quería hacerle daño, Astrid lo sabía muy bien, pero también sentía el dolor subyacente.

—¿Quién eres? —preguntó con una voz exigente y tan fría como el invierno ártico. La mantenía entre sus brazos y le hablaba junto al oído.

—Ya te lo he dicho.

—Me mentiste, princesa —gruñó él—. Tal vez no sea capaz de leer los pensamientos, pero sé que no eres lo que pareces ser. Las humanas no tienen katagarios como acompañantes. Quiero saber quién eres en realidad y por qué andabas husmeando en mis sueños.

Astrid temblaba a causa del nerviosismo. ¿Qué pensaba hacer con ella?

¿La abandonaría para que Tánatos la encontrara?

Le daba miedo decirle la verdad, pero no tenía por costumbre mentir a menos que fuera necesario.

Tenía derecho a estar enfadado con ella. Aunque en realidad no le había mentido; más bien se había limitado a omitir unas cuantas cosillas. Cosas como su verdadero propósito, la razón por la que lo había ayudado y el hecho de que el lobo que odiaba podía convertirse en humano…

Bueno, había mentido al decirle que Sasha estaba muerto, pero Sasha se lo merecía.

Y lo había drogado.

Vale, sí, no ganaría el premio a Miss Simpatía ese año, pero tampoco lo haría Zarek. Sobre todo en el estado de humor en el que se encontraba en ese momento.

El cálido aliento de Zarek le rozaba la mejilla descubierta.

—¿Qué eres? —repitió él.

Astrid decidió que ya no había lugar para el engaño. Se merecía conocer la verdad y puesto que Artemisa ya había roto el acuerdo y había enviado a Tánatos, ¿qué sentido tenía seguir protegiendo a la diosa?

—Soy una ninfa.

—Espero que no hayas confundido esa palabra con otra muy similar, princesa.

—¿Cómo dices? —Tardó un segundo en comprender lo que quería decir. Su rostro se ruborizó por completo—. ¡No soy una ninfómana! Soy una ninfa. Una ninfa, no una ninfómana.

Él no hizo ningún movimiento ni dijo palabra alguna durante varios minutos.

Zarek dejó escapar el aire de sus pulmones con lentitud mientras contemplaba a la mujer que tenía delante y trataba de controlar su furia para variar.

Una puñetera ninfa. Tendría que haber sabido que se trataba de algo así.

Sí, claro… Como si la presencia de una ninfa griega en Alaska se le pudiera haber pasado por la cabeza. Su especie solía frecuentar las playas, los océanos y los bosques, o residía en el Olimpo.

Las ninfas no aparecían de la nada en medio de una tormenta de nieve y arrastraban a un Cazador Oscuro herido hasta sus hogares.

Se le encogió el estómago cuando comprendió de repente la razón de su presencia allí.

Alguien la había enviado.

Por él.

Apretó con fuerza el manillar de la motonieve para no dar rienda suelta a sus emociones, temeroso de lo que podría llegar a hacerle.

—¿Qué clase de ninfa eres, princesa?

—Soy una ninfa de la justicia —respondió ella en voz baja—. Sirvo a Temis y fui enviada aquí para juzgarte.

—¿Para juzgarme? —De su garganta brotó un sonido de extremo desprecio—. Por todos los dioses, esto es la leche…

Jamás había deseado hacer daño a alguien con tanta fuerza como en ese momento. Se bajó de la motonieve antes de dar rienda suelta a su rabia y puso distancia entre ellos.

Lo suyo sí que era suerte y lo demás, tonterías…

Por fin había encontrado a alguien que creía que no lo juzgaba y en realidad se trataba de una jueza cuyo único propósito era juzgarlo, tanto a él como a su forma de vida.

Sí, estaba claro que sabía elegirlas.

Los dioses seguían riéndose de él. A carcajadas.

Todos.

Enfurecido, se paseó alrededor de la moto para no perderla de vista mientras seguía sentada en el asiento, toda remilgada con las manos sobre el regazo y la cabeza gacha.

Como una señorita.

¿Cómo se atrevía a hacerle esa putada? ¿Quién se creía que era?

Estaba harto de que la gente le causara problemas. Harto de los jueguecitos y las mentiras.

Una jueza. Aquerón había enviado a una jueza antes de que lo mataran. Ay, sí… Estaba encantado por semejante consideración.

Quizá debiera sentirse halagado por el hecho de que se tomaran la molestia de fingir imparcialidad. Sin duda era mucho más de lo que había conseguido cuando lo juzgaron siendo un esclavo.

—Para ti no ha sido más que un juego, ¿verdad, princesa? «Vamos, Zarek, siéntate en mi regazo. Dime por qué no quieres portarte bien.» —Su mirada se tornó siniestra. Letal—. Que te den por el culo, milady, y a ellos también.

Ella levantó la cabeza de golpe.

—¡Zarek, por favor!

—Y bien, ¿has decidido ya que Aquerón tenía razón? ¿Has decidido que soy un psicópata y has enviado tus perros tras de mí?

Astrid se puso en pie y se giró hacia el lugar del que procedía su voz.

—No. Se suponía que no debían mandar a Tánatos en tu busca. Y en lo que respecta a Aquerón, él nunca te declaró culpable. De no haber sido por él, a estas alturas estarías muerto. Hizo quién sabe qué trato con Artemisa para que yo pudiera estar contigo y encontrar un modo de salvarte la vida.

Zarek resopló.

—Sí, claro…

—Es la verdad, Zarek —replicó ella con voz sincera—. Puedes negarlo todo lo que quieras, pero eso no cambia el hecho de que los dos estemos de tu parte.

Le lanzó una mirada cargada de repugnancia que deseó que Astrid pudiera ver.

—Debería dejarte aquí para que murieras congelada. Huy, espera… Eres una ninfa inmortal. No puedes morir.

Astrid alzó la barbilla y enderezó los hombros como si estuviera preparándose para lo peor.

—Puedes abandonarme si quieres. Pero el hombre que he llegado a conocer no es tan insensible ni tan cruel. Él nunca dejaría morir a nadie.

Zarek tensó la mandíbula.

—No sabes nada sobre mí.

Astrid se apartó de la motonieve. Caminó muy despacio y extendió una mano; deseaba tocarlo. Lo necesitaba, y algo le decía que él también.

—He estado en tu interior, Zarek. Sé cosas que nadie más conoce.

—¿Y qué? ¿Se supone que eso va a hacer que me ponga cariñoso contigo? Anda, pero si la princesita se coló en mis sueños para salvarme… ¡Qué conmovido estoy! ¿Debería echarme a llorar ahora?

Ella lo agarró del brazo.

Sus músculos, al igual que él, estaban tensos y duros. Hirientes.

—¡Basta ya!

Extendió los brazos para acariciar sus gélidas mejillas con ambas manos. Estaban irritadas a causa del viaje, pero aun así le entibiaban los dedos congelados.

Puesto que en parte esperaba que se apartara de ella, se sorprendió cuando no lo hizo. Se quedó como una estatua. Impasible. Frío. Inflexible.

Astrid tragó saliva. Deseaba encontrar la manera de hacerlo comprender. La manera de llegar hasta él y conseguir que dejara de ser tan autodestructivo.

¿Por qué no era capaz de ver la verdad?

Zarek encontraba muy difícil respirar con las cálidas manos de Astrid sobre el rostro. Estaba preciosa con esos diminutos copos de nieve sobre las pestañas y el cabello rubio… Vio el dolor en su rostro, la ternura.

Parecía querer ayudarlo, aunque no acababa de creérselo.

La gente siempre actuaba en su propio beneficio. Todo el mundo. Ella no era una excepción.

No obstante, deseaba creerla.

Sentía deseos de echarse a llorar.

¿En qué lo había convertido?

Por un breve momento, en sus sueños, había comenzado a creer que quizá no fuera tan malo. Que quizá se mereciera un poco de felicidad.

Por los dioses, pero qué imbécil. ¿Cómo había sido tan estúpido y confiado? Sabía cómo eran las cosas en realidad.

La confianza no era más que un arma que se utilizaba para matar a la gente. No tenía cabida en su mundo.

Astrid le acarició las mejillas con los pulgares.

—No quiero que mueras, Zarek.

—Sorpresa, princesa. Yo sí.

Las lágrimas que se agolparon en los ojos de Astrid derritieron la nieve de sus pestañas.

—No te creo. Tánatos te habría concedido de buena gana ese deseo y sin embargo luchaste contra él. ¿Por qué?

—Por costumbre.

Ella cerró los ojos como si la sacara de quicio. Sujetó con más fuerza su rostro y después, para el más absoluto asombro de Zarek, estalló en carcajadas.

—En realidad no puedes evitarlo, ¿verdad?

Su reacción lo había descolocado por completo.

—¿Que no puedo evitar el qué?

—Ser un gilipollas —respondió ella entre carcajadas.

Zarek la observó con incredulidad mientras ella seguía desternillándose de la risa. Nadie se había atrevido a reírse de él jamás. Al menos desde el día en que murió.

Pero entonces Astrid hizo lo más inesperado de todo: se pegó a él y lo abrazó. Sus carcajadas hicieron que sus cuerpos se tocaran y el deseo lo consumió.

Le recordaba tanto al sueño…

Le rodeó el cuello con los brazos y lo estrechó con fuerza. Nadie lo había abrazado jamás de esa manera. No sabía si debía corresponder al abrazo o apartarla de un empujón.

Al final, acabó por devolverle el abrazo con torpeza. Era igual que en su sueño. Igual de maravilloso.

Y eso era lo que más detestaba.

Astrid le dio un pequeño apretón.

—Me alegro mucho de que Aquerón me enviara.

—¿Por qué?

—Porque me gustas, Zarek, y creo que cualquier otro ya te habría matado a estas alturas.

Más desconfiado que antes, Zarek la soltó y se apartó de su lado.

—¿Por qué te preocupa lo que me suceda? Has estado dentro de mí; sé sincera y dime si te asusté o no.

Ella suspiró.

—Para serte sincera, sí, me asustaste, pero también vi la bondad que hay en ti, Zarek.

—¿Y el pueblo que te mostré en mis sueños? El pueblo que destruí.

Astrid frunció el ceño.

—Era irregular y fragmentado. A mí no me pareció un recuerdo, sino otra cosa.

—¿El qué?

—No lo sé. Creo que pasaron más cosas además de las que recuerdas.

Él sacudió la cabeza. ¿Cómo era posible que tuviera fe en él cuando ni siquiera él mismo la tenía?

—Eres ciega de verdad, ¿no es cierto?

—No. Te veo, Zarek. Como nadie te ha visto jamás.

—Créeme, princesa, si me vieras de verdad, te meterías debajo de las mantas para no salir nunca —rezongó.

—Solo si supiera que me estás esperando allí.

Esas palabras lo abrumaron.

No hablaba en serio. Se trataba de otro juego. De otra prueba.

Nadie lo había querido jamás. Ni su madre ni su padre. Ni sus amos. Ni siquiera se soportaba a sí mismo. ¿Por qué ella sí?

Zarek se quedó muy quieto cuando lo recorrió un estremecimiento psíquico.

—Tánatos se acerca.

Ella abrió los ojos de par en par a causa del pánico.

—¿Estás seguro?

—Sí.

La empujó hacia la motonieve. No faltaba mucho para el amanecer. Él quedaría atrapado, pero Tánatos… El daimon podría caminar a la luz del día.

Rodeó a Astrid con los brazos. Debería dejarla allí por lo que le había hecho, debería entregársela a Tánatos para ver si ella le conseguía un poco más de tiempo para escapar. Sin embargo, sentía el ridículo impulso de protegerla.

No, no era un impulso. Sentía un intenso anhelo de mantenerla a salvo.

Resignado ante su propia estupidez, puso en marcha el motor de la motonieve y se dirigió hacia su propiedad.

Astrid respiró hondo cuando se pusieron de nuevo en camino. Había violado más reglas de las que se atrevía a pensar. Aun así, cuando sintió los brazos de Zarek a su alrededor, supo que había merecido la pena. Tenía que salvarlo.

A cualquier precio.

Jamás había estado tan decidida. Ni más segura de sí misma. Él le proporcionaba una confianza y una fuerza que jamás había sentido.

Zarek la necesitaba. Sin importar lo que dijera ni lo que pensara. La necesitaba de una manera que resultaba dolorosa.

Ese hombre no tenía a nadie más en el mundo. Y por alguna razón que no podía comprender, quería ser la persona en quien él confiara. La única persona que pudiera domesticarlo.

Zarek condujo durante casi una hora más antes de detenerse de nuevo.

—¿Dónde estamos? —preguntó Astrid cuando él se apeó de la motonieve.

—En mi cabaña.

—¿Es un lugar seguro?

—Ni por asomo. Y al parecer se ha desatado un infierno por aquí.

Zarek observó lo que le rodeaba con absoluta incredulidad. Todavía había sangre en la nieve, aunque no tenía ni idea de a quién pertenecía.

La visión lo desgarró por dentro cuando la cruda realidad se abrió paso en su mente.

Allí había muerto un Cazador Oscuro.

Morían muy pocos de su raza y sintió un extraño pesar por el hombre que había muerto esa noche. No estaba bien.

No era justo.

Si alguien debía pagar ese precio, tendría que haber sido él. Tendría que haber estado allí para enfrentarse a Tánatos. La idea de que un hombre inocente se convirtiera en una Sombra le hizo desear la sangre de Artemisa.

¿Dónde coño estaba Aquerón? Para ser alguien que supuestamente estaba dispuesto a jugarse el culo por los Cazadores Oscuros, el atlante brillaba por su ausencia.

Frunció los labios con desprecio y regresó a la motonieve.

—Vamos —dijo—. Tenemos muchas cosas que hacer.

Se alejó del vehículo y dejó que ella se las apañara sola.

—Necesito tu ayuda, Zarek. Necesito que me digas dónde están las cosas para no pisar nada.

Zarek estuvo a punto de recordarle aquella afirmación de que era muy capaz de cuidarse sola. Sin embargo, los recuerdos afluyeron en tropel a su cabeza y rememoró lo que era no ver más que sombras. Darse de bruces con las cosas porque no podía verlas.

No quería tocarla otra vez. Detestaba el mero hecho de pensarlo, porque cuanto más la tocaba, más la deseaba.

Se descubrió dándole la mano contra su voluntad.

—Vamos, princesa.

Astrid reprimió una sonrisa. Aunque había hablado con voz seca, sintió que había conseguido una pequeña victoria. Por no mencionar el hecho de que ya no utilizaba ese «princesa» como un insulto. Estaba casi segura de que él ni siquiera se había dado cuenta de que, de un tiempo a esa parte, cada vez que lo decía suavizaba un poco la voz.

En algún momento durante los sueños, el insulto que solía utilizar para mantener las distancias se había convertido en un término cariñoso.

Zarek la guió hasta su cabaña.

—Quédate aquí —le dijo, dejándola un poco a la izquierda nada más traspasar la puerta.

Astrid lo escuchó trastear a su derecha. Mientras esperaba a que Zarek acabara, rozó la pared con la mano para abrirse camino hasta él. Y lo que descubrió la dejó perpleja.

Con el ceño fruncido, deslizó la mano sobre los planos y los profundos surcos de la pared. Era una sensación increíblemente táctil. Elaborada. Compleja. Aunque lo que estaba tocando era tan grande que ni siquiera podía hacerse una idea de lo que era.

Mientras seguía el diseño con la mano, se dio cuenta de que cubría toda la pared.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—El paisaje de una playa —respondió él de forma distraída.

Astrid enarcó una ceja.

—¿Tienes el paisaje de una playa grabado en la pared?

—Me aburro mucho, ¿vale? —masculló él—. Así que tallo cosas. A veces me quedo sin madera durante el verano y tallo las paredes y las estanterías.

Como el lobo que había tallado en su casa.

Astrid se tropezó con algo cuando intentó acercarse a la pared contigua. Varias cosas cayeron desperdigadas a sus pies.

Zarek soltó una maldición.

—Creo que te he dicho que te estuvieras quietecita.

—Lo siento. —Astrid se agachó para recoger las cosas y descubrió que se trataba de figurillas talladas de animales.

Parecía haber muchísimas.

Las recorrió con los dedos a medida que las iba recogiendo del suelo y se quedó asombrada al descubrir la complejidad de cada pieza.

—¿Has hecho todas estas?

Zarek no respondió; se limitó a quitárselas de las manos y a amontonarlas de nuevo.

—Zarek… —dijo con tono serio—, háblame.

—¿Qué quieres que te diga? Sí, yo tallé las puñeteras figurillas. Suelo hacer unas tres o cuatro por noche. ¿Y qué?

—En ese caso, debe de haber más. ¿Dónde están las otras?

—No lo sé —respondió él con un tono menos hostil—. Llevo algunas a la ciudad para regalarlas y utilizo el resto como leña cuando se estropean los generadores.

—¿No significan nada para ti?

—No. Nada significa una puta mierda para mí.

—¿Nada?

Zarek se detuvo mientras la observaba, arrodillada a su lado. Tenía las mejillas irritadas; su piel ya no estaba tan suave y cuidada como la primera vez que la vio al despertar en su cabaña. Miraba hacia algún punto situado por encima de su hombro, pero sabía que lo hacía porque no estaba segura del lugar donde él se encontraba. Tenía los labios entreabiertos y el cabello enredado.

Se la imaginó entre sus brazos, imaginó el roce de esa piel deslizándose contra la suya. Y en ese momento, descubrió algo sorprendente.

Sí que le importaba algo.

Ella.

A pesar de que le había mentido y engañado, no quería que sufriera daño alguno. No quería que su delicada piel se irritara a causa del riguroso clima.

Debería estar protegida de semejante crudeza.

Zarek se odió a sí mismo por semejante debilidad.

—No, princesa —susurró, aunque la mentira se le quedó atascada en la garganta—. No me importa nada.

En ese momento, ella extendió el brazo para poder tocarle la cara.

—¿Has mentido por tu propio bien o por el mío?

—¿Quién dice que miento?

—Yo, Zarek. Para ser un hombre a quien no le importa nada, te has tomado mucho trabajo para asegurarte de que estoy a salvo. —Le sonrió—. Te conozco, príncipe azul. Puedo ver lo que albergas en tu interior.

—Pues sí que estás ciega…

Astrid negó con la cabeza.

—No estoy ni mucho menos tan ciega como tú.

Y entonces hizo una cosa de lo más sorprendente: se inclinó hacia delante y lo besó.

Algo en el interior de Zarek se hizo añicos por aquel contacto, por la sensación de esos labios, dulces y húmedos. Por el roce de su lengua.

Eso no era un sueño. Eso era real. Y era maravilloso. Si antes su sabor había sido delicioso, en ese instante era mucho mejor.

La apretó contra él para tomar el control del beso. Quería devorarla. Tomarla allí mismo, sobre el suelo, y saciar de una vez por todas su palpitante erección. Aunque si los sueños eran un indicativo, tendría que tomarla más de una vez para apagar el fuego que le abrasaba la entrepierna.

Podría amar a esa mujer durante toda la noche y seguir insatisfecho cuando llegara la mañana.

Astrid apenas podía respirar a causa de la ferocidad del beso. La pasión que desprendía el cuerpo de Zarek incendiaba también el suyo. Su guerrero era un verdadero salvaje.

Sintió cómo le deslizaba la gélida mano bajo el jersey para cubrirle un pecho. Se estremeció cuando sus dedos tironearon del encaje del sujetador para apartarlo y acariciarle el endurecido pezón con la palma de la mano.

Jamás había permitido que nadie la tocara de esa manera. Claro que también había hecho un montón de cosas con él que no había hecho nunca antes.

Durante toda su vida había sido un modelo de decoro y discreción. Había sido la clase de mujer que siempre acataba las normas y que nunca trataba de romperlas ni de utilizarlas a su favor.

Zarek había liberado algo en su interior. Algo salvaje y maravilloso.

Algo inesperado.

Los labios masculinos abandonaron su boca y la mano se deslizó hacia abajo, por encima de su vientre, hasta llegar a la cinturilla de los pantalones.

Astrid se echó a temblar cuando le desabrochó el botón y comenzó a bajarle la cremallera. En el sueño tenía la excusa de que no era real. De que todo era un sueño.

Esa noche, la barrera había desaparecido. Una vez que la tocó en el plano de la realidad, ya no hubo vuelta atrás. ¡Qué narices! No habría habido vuelta atrás de todas formas. Jamás volvería a ser la misma.

—¿Me vas a dejar que te eche un polvo en el suelo, princesa? —le preguntó con voz entrecortada y cargada de deseo.

—No, Zarek —respondió ella en un susurro—. Pero puedes hacerme el amor donde quieras.

Le cogió la mano y se la llevó bajo los pantalones, deslizándola por debajo de las braguitas de algodón.

Zarek comenzó a respirar con dificultad cuando la vio separar las piernas a modo de invitación. La contempló allí tumbada en el suelo. Tenía el jersey arrugado y levantado, lo que dejaba a la vista la redondez de su vientre; el contraste entre su mano y el rosa claro de la ropa interior resultaba sorprendente. Su vello púbico asomaba bajo el elástico mientras la acariciaba con suavidad.

Astrid le desabrochó los pantalones para liberar su erección y fue incapaz de moverse cuando lo tomó entre sus cálidas manos.

Con el cuerpo en llamas, deslizó la mano por los húmedos rizos que le cubrían la entrepierna hasta poder tocarla de una forma mucho más íntima mientras ella lo acariciaba. Su sexo estaba mojado e inflamado, suplicando más. Entretanto, las manos de Astrid se deslizaban sobre su miembro endureciéndolo hasta un punto doloroso.

Zarek introdujo los dedos entre esos pliegues y se deleitó al escuchar sus murmullos de placer. Inclinó la cabeza hacia un pecho para juguetear con su pezón. Lo succionó y lo estimuló, tomándose su tiempo para saborearla.

Deseaba más de ella, de modo que introdujo los dedos en su interior y descubrió algo que lo dejó perplejo. Algo que no había estado allí durante el sueño.

Se quedó de piedra. Se apartó un poco y frunció el ceño cuando notó el himen bajo sus indagadores dedos.

—¿Eres virgen?

—Sí.

Zarek soltó una maldición y se apartó de ella.

—¿¡Eres virgen!? —repitió—. ¿Cómo coño es posible que seas virgen?

—Muy fácil. Nunca me he acostado con un hombre.

—Pero en mis sueños…

—Eran sueños, Zarek. No se trataba de mi cuerpo real.

Zarek lo vio todo negro. Unos celos injustificados se apoderaron de él. Su pequeña ninfa había encontrado una forma de pasárselo en grande.

—¿Y a cuántos hombres te has follado en sueños?

—¡Serás cabrón! —exclamó Astrid al tiempo que se incorporaba para sentarse en el suelo—. Si pudiera encontrar tu rostro, ¡te lo borraría de un tortazo!

Enfadada, comenzó a colocarse bien la ropa y se apartó de él. Tenía las mejillas sonrojadas, le temblaban las manos y no dejaba de maldecirlos a ambos entre dientes.

Fue entonces cuando Zarek lo supo. No estaría tan cabreada si fuera culpable de lo que la había acusado.

Jamás había estado con otro hombre.

Solo con él.

Saberlo lo dejó perplejo.

Ni siquiera comprendía por qué le ofrecía algo que no le había ofrecido a ningún otro. Eso no tenía el más mínimo sentido en su mundo.

—¿Por qué quieres estar conmigo?

Ella dejó de vestirse y miró en su dirección.

—No tengo la menor idea. Eres arisco. Grosero. Insoportable. En mi vida he conocido a nadie con peores modales ni… ni… tan exasperante. No respetas a nadie, ni siquiera a ti mismo. Lo único que sabes hacer es chinchar, chinchar y chinchar. Ni siquiera sabes cómo ser feliz.

Astrid abrió la boca para continuar, pero se detuvo al darse cuenta del tono en el que Zarek le había hecho la pregunta.

Con una leve curiosidad. Ni mucho menos acusatorio.

Y lo que era más importante: le había salido de dentro.

De modo que también ella respondió con el corazón en la mano.

—¿Quieres saber la verdad, Zarek? Quiero estar contigo porque hay algo en tu interior que me pone a cien. Siempre que estás cerca, deseo extender la mano para tocarte. Pegarte a mi cuerpo para abrazarte con fuerza y decirte que todo va a salir bien. Que no voy a permitir que nadie más te haga daño.

—No soy un niño —replicó él con tono airado.

Astrid extendió el brazo en la oscuridad y descubrió su mano sobre el suelo, frente a ella. La tomó entre las suyas y la apretó con fuerza.

—No, no eres ningún niño. Jamás lo fuiste. Se supone que hay que proteger a los niños, cuidarlos. Tú no tuviste a nadie que te abrazara cuando llorabas. Nadie te consoló jamás. Jamás te contaron cuentos ni te hicieron reír cuando estabas triste.

La tragedia que había sido la vida de ese hombre le dolió en el alma y le entraron ganas de echarse a llorar por todas las injusticias que había soportado.

Le habían negado cosas que ella había dado por sentadas de niña. La amistad, la felicidad, la familia, los regalos… Y sobre todo el amor.

Su vida había sido muy injusta.

Deslizó la mano por su musculoso brazo antes de enterrarla en su cabello para poder acariciarle el cuero cabelludo.

—Hazme el amor, Zarek. No puedo borrar tu pasado, pero puedo abrazarte. Quiero compartir mi cuerpo contigo, aunque solo sea un instante.

Él la estrechó con fuerza contra su cuerpo y la besó con pasión. Astrid gimió y arqueó la espalda cuando volvió a tumbarla en el suelo. Se quitó los zapatos antes de deshacerse de los pantalones y las braguitas. Se quitó la camisa y se desabrochó el sujetador.

Debería estar avergonzada. Jamás se había desnudado delante de nadie. Nunca había estado desnuda delante de personas vestidas. Sin embargo, no lo estaba.

Con él se sentía poderosa. Femenina. Sabía que la deseaba y solo anhelaba complacerlo. Se tendió de nuevo sobre el gélido suelo.

Hipnotizado, Zarek permaneció inmóvil cuando Astrid dobló las rodillas y separó las piernas en clara invitación. Tenía los pezones endurecidos a causa del frío y del deseo; el cabello suelto y desparramado sobre los hombros; las manos sobre el vientre.

Y sin embargo él no podía apartar la vista de su sexo. Húmedo e hinchado por el deseo, al igual que el suyo.

—Tengo frío, Zarek —susurró—. ¿Quieres hacerme entrar en calor?

Debería levantarse y dejarla allí, tal y como estaba. No pudo hacerlo.

Nadie le había ofrecido nunca un obsequio tan precioso.

Nadie salvo Astrid.

Cogió las pieles del colchón y la cubrió con ellas. Se deshizo de su propia ropa antes de reunirse con ella. Le separó aún más los muslos y se tomó un momento para contemplar la parte más íntima de su cuerpo.

Era hermosa.

Recorrió con los dedos su excitado sexo, haciendo que se estremeciera con más fuerza a pesar de estar bajo las cálidas pieles. Con los pulgares, le separó los pliegues y después se agachó para tomarla en la boca.

Astrid jadeó al sentir el roce de la lengua de Zarek. La lamió y la estimuló mientras sentía el cálido roce de su aliento sobre el trasero. Las ardientes manos masculinas le sujetaron las caderas para acercársela más a la boca y a las mejillas, ásperas por la barba.

Zarek soltó un gemido, como si encontrara delicioso su sabor. Astrid se lamió los labios y extendió el brazo para acariciarle el rostro mientras él le proporcionaba placer. Su corazón se desbocó a causa de las sensaciones que le provocaba esa mandíbula que se movía bajo sus manos.

Sus caricias habían sido increíbles en sueños, pero la realidad resultaba mucho más intensa. Mucho más satisfactoria.

La cabeza comenzó a darle vueltas al tiempo que su pulso se aceleraba todavía más. Un éxtasis desenfrenado comenzó a insinuarse en su interior y le hizo gritar su nombre mientras se apretaba contra sus labios. Y cuando se corrió, gritó y le sujetó la cabeza contra su cuerpo mientras el placer la hacía estallar en un millar de pedazos. Sin embargo, él siguió lamiéndola y estimulándola hasta que se le saltaron las lágrimas por el increíble placer.

Zarek se separó para observarla allí en el suelo con la respiración entrecortada. La parte superior de su cuerpo estaba cubierta por las pieles, pero la inferior estaba desnuda y resplandecía bajo la tenue luz de la linterna por la combinación de su saliva y su propio flujo.

Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes.

Ninguna mujer había estado en su casa con anterioridad. Y mucho menos una desnuda.

Le quitó las pieles de encima. Ella jadeó cuando le rozaron los pezones, sensibles e inflamados y le tendió los brazos. Zarek se tumbó sobre ella y dejó que su calor lo entibiara.

Gimió al sentir el roce de sus endurecidos pezones contra el pecho. La punta de su verga presionó sobre los húmedos rizos de su entrepierna.

Astrid los cubrió a ambos con las pieles y lo acunó contra su cuerpo.

Por los dioses, era maravilloso sentirla bajo su cuerpo. Cara a cara. Sus piernas alrededor de la cintura. Sus manos acariciándole la espalda.

Inclinó la cabeza para besarla y tanteó sus labios con la lengua. Aunque no era precisamente su boca lo que quería penetrar…

Bajó la mano a lo largo de su brazo para entrelazar los dedos con los de ella. Acto seguido, le llevó la mano por encima de la cabeza y la retuvo allí antes de profundizar el beso.

Astrid tragó saliva al sentir el peso de ese magnífico y sensual cuerpo masculino contra el suyo. Sintió el extremo de su erección contra la entrada de su cuerpo y arqueó la espalda, a la espera de que la llenara. En ese momento, él intensificó el beso y con una única embestida se hundió hasta el fondo en ella.

Astrid dio un respingo y gimoteó ante el súbito dolor que sustituyó al placer.

Zarek se apartó de inmediato.

—Por los dioses, Astrid, ¿te he hecho daño? Lo siento mucho. No sabía que te iba a doler.

Su arrepentimiento fue tan inmediato y sincero que la sorprendió incluso más de lo que lo había hecho el dolor. Las disculpas y Zarek eran tan incompatibles como los globos y los puercoespines.

Era obvio que Zarek carecía de cierta información.

—No pasa nada —le dijo, besándolo hasta que se relajó—. Lo normal es que duela la primera vez.

—No me dolió la primera vez que lo hice. Créeme.

Ella se echó a reír al escucharlo.

—Solo les duele a las mujeres, príncipe azul. No pasa nada, de verdad.

Bajó la mano y lo encontró aún duro y palpitante. Zarek soltó un gemido gutural cuando comenzó a acariciarlo.

Astrid se mordió el labio y lo guió de nuevo hacia su interior, pero él se tensó, negándose a que lo llevara de nuevo hacia ese lugar.

—No quiero hacerte daño.

La inundó la felicidad.

—No lo harás, Zarek. Te quiero dentro de mí.

Él titubeó durante unos instantes antes de deslizarse lentamente en su interior una vez más.

Ambos gimieron.

Astrid arqueó la espalda ante la increíble sensación de ese duro miembro, enterrado profundamente en su interior. La llenaba por completo de una forma tan abrumadora…

Le acarició la musculosa espalda hasta llegar a los hombros. El único modo de mejorar la experiencia sería poder mirarlo a los ojos mientras la amaba. Eso era lo único que echaba de menos de los sueños. Aunque las sensaciones que le provocaba en ese instante eran mucho más intensas, deseaba poder observarlo de nuevo.

Zarek balbuceó su nombre y enterró los labios en su garganta, arañándole la piel con los colmillos mientras la penetraba con acometidas lentas y poderosas. La deliciosa sensación de verse rodeado por esa cálida humedad le desbocó el corazón. Dejó que la suavidad de su cuerpo lo calmara.

Sus caricias eran celestiales. Y celestial era también escuchar cómo pronunciaba su nombre. Jamás había imaginado que tomar a una mujer pudiera ser así.

Astrid le tomó el rostro entre las manos.

—¿Qué haces? —le preguntó él.

—Quiero verte.

Zarek colocó las manos sobre las suyas y giró la cara para depositar un beso en su palma.

Astrid se derritió ante la ternura del gesto mientras él seguía con ese ritmo lento y a la vez poderoso. La barba le raspaba las manos, pero sus labios eran suaves, tiernos.

Era como una pantera domesticada. Una criatura que seguía siendo salvaje pero que podría acercarse para olisquearte la mano siempre que cuidaras de ella y no hicieras movimientos bruscos.

Volvió a inclinarse hacia ella para enterrar la boca en su garganta. Astrid se estremeció mientras recorría con las manos esa magnífica espalda hasta las caderas.

Adoraba sentirlo sobre ella. Adoraba el movimiento de sus caderas.

Deslizó las manos hasta los costados de Zarek antes de introducirlas entre sus cuerpos. El vello masculino le rozó la piel cuando rodeó el húmedo miembro con las manos para notar cómo entraba y salía de ella.

Zarek contuvo el aliento cuando comenzó a acariciarlo mientras la penetraba. Por los dioses, la ternura de esas manos…

La besó mientras ella exploraba la zona donde sus cuerpos se unían y soltó un gemido gutural cuando apretó con suavidad sus testículos, caricia que lo dejó al borde al orgasmo.

—Despacio, princesa —susurró al tiempo que le apartaba las manos—. No quiero correrme todavía. Quiero sentirte un poco más.

Sus roncas palabras le arrancaron una sonrisa. Zarek le sujetó los brazos por encima de la cabeza y se inclinó para mordisquearle el pezón con delicadeza.

Cómo amaba a ese hombre… Con sus defectos, su malhumor y todo lo demás.

—Soy toda tuya, encanto —murmuró—. Tómate el tiempo que quieras.

Y así lo hizo. Besó cada centímetro de su cuerpo que pudo alcanzar sin salir de ella.

El efecto de cada tierna caricia resultaba más intenso porque Astrid sabía lo raros que eran esos gestos en él. No era un hombre dado a prodigar cariño. No se iba con la primera mujer que le sonreía.

Era un zorro que solo había abandonado su guarida al oír sus pasos. Solo ella había sido capaz de domesticarlo. Jamás le pertenecería a nadie del modo que le pertenecía a ella.

Astrid se corrió de nuevo gritando su nombre.

Zarek aceleró el ritmo de sus embestidas y se unió a ella en el paraíso, con la mente convertida en un torbellino. Se quedó tendido sobre ella, jadeante y débil, mientras escuchaba los rápidos latidos del corazón de Astrid contra su pecho.

No deseaba estar en ningún otro lugar que no fuera allí con ella, dejando que el aroma de su dulce y sudorosa piel lo arrullara y lo reconfortara.

Jamás había sentido el calor que lo inundaba. Ni la saciedad.

Ni la felicidad.

Lo único que quería era quedarse allí desnudo con ella y olvidarse del resto del mundo.

Por desgracia, eso era lo único que no podía hacer.

La besó con dulzura y se apartó de ella.

—Deberíamos vestirnos. No sé si Tánatos vendrá aquí, pero apostaría cualquier cosa a que lo hará.

Ella asintió con la cabeza.

Zarek vaciló un instante al ver la sangre que le manchaba los muslos, la sangre que demostraba la pérdida de la virginidad.

Apretó los dientes y se dio la vuelta, avergonzado por haberla tomado en el suelo, como un animal después de todo. Astrid no se merecía aquello.

Él no la merecía.

¿Qué había hecho?

La había arruinado.

Ella se sentó y le tocó el hombro. La sensación lo recorrió de arriba abajo. Era una sensación conocida.

Sublime.

En ese caso, ¿por qué le provocaba un nudo en el estómago?

—¿Zarek? ¿Pasa algo malo?

—No —mintió él, incapaz de confesarle sus pensamientos.

Astrid jamás debería haberse acostado con alguien como él. Estaba tan por debajo de ella que no se merecía su ternura.

No se merecía nada.

Y a pesar de todo ella había extendido la mano y lo había tocado. No lo entendía.

Astrid apoyó la mejilla contra su espalda y le rodeó la cintura con un brazo. Zarek se quedó sin aliento cuando comenzó a recorrer su pecho con la mano en un gesto reconfortante.

—No me arrepiento de nada, Zarek. Espero que tú sientas lo mismo.

Se recostó contra ella e intentó que el dolor de su corazón no ensombreciera lo que habían compartido.

—¿Cómo podría arrepentirme de la mejor noche de mi vida? —Rió con amargura al recordar todo lo que había ocurrido desde que Jess lo despertó con una sacudida—. Bueno, siempre que no tengamos en cuenta al Terminator que nos persigue y a la diosa que quiere verme muerto, por no mencionar…

—Ya me hago una idea —lo interrumpió ella con una carcajada. Le acarició el cuello con la nariz, provocándole un millar de escalofríos—. Sí que parece una situación desesperada, ¿verdad?

Zarek lo meditó un instante.

—«Desesperada» implica que alguna vez hubo esperanza. Y esa es otra de las palabras que no comprendo. La esperanza solo existe para la gente que puede elegir.

—¿Y tú no puedes?

Zarek jugueteó con un mechón de su cabello rubio.

—Soy un esclavo, Astrid. Jamás he conocido la esperanza. Me limito a hacer lo que me ordenan.

—Aun así jamás lo has hecho.

Eso no era del todo cierto. Como humano, jamás se había atrevido a abrir la boca para protestar por nada. Había sufrido una paliza tras otra, una humillación tras otra, y no había hecho nada para impedirlo.

Tan solo como Cazador Oscuro había aprendido a luchar.

—¿Crees que Sasha estará bien?

El brusco cambio de tema lo pilló desprevenido.

—Sí. Jess es un hacha con los animales. Incluso con los katagarios.

La respuesta le arrancó una risilla.

—Vaya, Zarek… me parece que después de todo estás aprendiendo a tranquilizar a la gente. Casi esperaba que expresaras tu deseo de verlo muerto en una cuneta…

Él bajó la vista hacia la pequeña mano que le acariciaba la piel y que descansaba justo sobre su corazón. Era cierto. Estaba domesticándolo.

Cambiándolo.

Y eso lo asustaba aún más que el monstruo que los perseguía para matarlos.

Podía enfrentarse a Tánatos, pero a esas emociones… Ella lo dejaba indefenso.

—Sí, bueno, con un poco de suerte a estas alturas será un caso perdido.

Astrid se echó a reír al escucharlo antes de darle un pequeño beso en la espalda y alejarse para comenzar a vestirse.

Zarek la observó con el corazón en un puño. ¿Qué tenía esa mujer que le hacía desear ser más de lo que era? Por ella deseaba de corazón convertirse en un hombre decente. Amable.

Humano.

Cosas que jamás había sido.

Se obligó a ponerse en pie y arrojó la ropa que se había quitado al cubo de la basura antes de sacar otras prendas limpias del armario. Al menos ya no tendría un agujero en la parte trasera del abrigo. Sacó uno de sus viejos abrigos para Astrid, se lo colocó sobre los hombros y lo abotonó.

—¿Qué es esto? —preguntó ella.

—Te mantendrá más caliente que tu abrigo.

Astrid metió las manos en las larguísimas mangas mientras Zarek cogía guantes, gorros y bufandas para ambos.

—¿Adónde vamos? ¿No amanecerá pronto?

—Sí, y ya lo verás. Más o menos.

Una vez que la tuvo vestida adecuadamente y él se hubo puesto las botas térmicas, apartó la estufa de leña para tener acceso a la trampilla que había debajo. Ayudó a Astrid a bajar por el agujero y descendió tras ella antes de cerrar la trampilla. Utilizó la telequinesia para volver a colocar la estufa en su lugar.

—¿Dónde estamos?

—En los túneles.

Zarek encendió la linterna. Allí abajo estaba más oscuro que la boca de un lobo y hacía un frío de tres pares de narices. Pero estarían a salvo… al menos de momento.

Si Tánatos aparecía durante el día, no descubriría ese lugar. Nadie conocía su existencia.

—¿Qué son los túneles?

—Para abreviar, el resultado de mi aburrimiento. Tras tallar las paredes de la cabaña, comencé a excavar por debajo. Supuse que así tendría más espacio para moverme durante el verano y además aquí abajo no hace tanto calor en verano ni tanto frío durante el invierno. Por no mencionar que me obsesionaba la idea de que Aquerón viniera un día para matarme. Quería tener una vía de escape que él no conociera.

—Pero el suelo está congelado. ¿Cómo te las apañaste?

—Soy más fuerte que un humano y he tenido novecientos años para trabajar aquí. Estar atrapado y aburrido hace que la gente cometa las locuras más increíbles.

—¿Como excavar un túnel hasta China?

—Exacto.

La condujo a través del estrecho corredor hasta una pequeña cámara donde guardaba las armas.

—¿Nos quedaremos aquí durante el día?

—Teniendo en cuenta que no quiero sufrir una combustión espontánea a causa del sol, creo que es lo más seguro, ¿no te parece?

Ella asintió.

Una vez que hubo reunido tantas armas como podía llevar encima, Zarek la llevó hasta el extremo del túnel más largo. La trampilla que había sobre ellos daba a la parte más densa del bosque que rodeaba la cabaña. Sería un lugar seguro para salir cuando cayera la noche.

—¿Por qué no duermes un poco? —preguntó Zarek.

Sin pensarlo dos veces, se quitó el abrigo de buey almizclero y lo echó al suelo a modo de improvisado lecho.

Astrid hizo ademán de protestar, pero se contuvo. Los gestos de amabilidad eran extraños en Zarek. No iba a quejarse por su buena obra. Así pues, se acostó sobre el abrigo.

Sin embargo, él no mostró intenciones de reunirse con ella. Comenzó a pasearse por la reducida estancia, esperando al parecer a que ella se durmiera.

Con cierta curiosidad por lo que tenía planeado, Astrid cerró los ojos y fingió dormirse.

Zarek aguardó unos minutos antes de sacar el teléfono móvil que le había dado Spawn. Subió las escaleras y abrió la trampilla que daba al bosque para tener un poco de cobertura. Se aseguró de que la luz del alba no lo rozara.

No sabía si aquello iba a funcionar o no, pero tenía que intentarlo.

Marcó el número de teléfono de Ash y pulsó el botón de llamada.

—Vamos, Aquerón… —dijo en voz baja—. Coge el puñetero teléfono.

Astrid permaneció tumbada en silencio, a sabiendas de que el teléfono jamás sonaría allí donde se encontraba Aquerón. Artemisa no lo permitiría.

Claro que la diosa no lo controlaba todo.

Utilizó sus limitados poderes para «dar un empujoncito» a la señal.

Ash se despertó de golpe en cuanto sonó el teléfono. La fuerza de la costumbre le hizo rodar sobre la cama; ya había extendido el brazo en busca de su mochila cuando de repente recordó el lugar donde se encontraba y la prohibición de responder al teléfono cuando estaba en el templo de Artemisa.

Aunque, puestos a pensar, el teléfono ni siquiera debería haber sonado en ese lugar. Después de todo, en el Olimpo no había ningún repetidor que llevara la señal. Lo que significaba que debía de ser una llamada de Astrid…

El problema era que si Artemisa lo pillaba hablando con la ninfa, agarraría un buen cabreo y rompería su trato. No le importaba mucho lo que pudiera hacerle a él, pero no tenía la menor intención de desatar la ira de la diosa sobre Astrid.

Con los dientes apretados, sacó el teléfono y dejó que el buzón de voz recibiera la llamada mientras escuchaba el mensaje. Lo que escuchó le nubló la vista.

No era Astrid. Era Zarek.

—Joder, Aquerón… ¿dónde estás? —gruñó el Cazador; tras unos segundos de silencio, continuó—: Yo… necesito tu ayuda.

Ash sintió un nudo en el estómago al escuchar esas palabras; unas palabras que jamás creyó posible que Zarek pronunciara. Al antiguo esclavo debía de estar costándole mucho admitir siquiera que necesitaba algo de alguien. En especial de él.

—Mira, Ash, sé que soy hombre muerto y me importa una mierda. No estoy seguro de hasta qué punto conoces mi situación, pero hay otra persona conmigo. Se llama Astrid y dice que es una ninfa de la justicia. Esa cosa, Tánatos, me persigue y ya ha matado a un Cazador Oscuro esta noche. Sé que matará a Astrid si llega a ponerle las manos encima. Tienes que protegerla por mí, Aquerón… Por favor. Necesito que vengas y que la mantengas a salvo mientras lucho con Tánatos. Si no quieres hacerlo por mí, hazlo por ella. No se merece morir por intentar ayudarme.

Ash se sentó en la cama. Apretaba el teléfono con tanta fuerza que se le clavó en la mano.

Quería responder. Pero no se atrevía. La furia y el dolor se abrieron paso en su interior. ¿Cómo se atrevía Artemisa a traicionarlo de nuevo?

Maldita fuera.

Debería haber sabido que no encerraría a Tánatos, tal y como había prometido. ¿Qué significaba una muerte más para ella?

Nada. Nada le importaba excepto sus propios deseos.

Pero a él sí le importaba. Le importaba de una forma que Artemisa jamás llegaría a comprender.

—Estoy en mi cabaña con el teléfono de Spawn. Llámame. Hay que sacarla de aquí lo antes posible.

La línea quedó en silencio.

Ash apartó a un lado las mantas y se vistió con el pensamiento. Furioso, arrojó el móvil a la mochila y abrió de par en par las puertas del dormitorio.

Artemisa estaba sentada en su trono y su gemelo, Apolo, estaba de pie delante de ella. Ambos dieron un respingo cuando lo vieron entrar.

No era de extrañar que Artemisa le hubiera dicho que debía descansar. La diosa sabía que era mejor no tenerlos juntos en la misma estancia. Se llevaban incluso «mejor» que Artemisa y Simi.

Apolo se abalanzó sobre él.

Ash extendió la mano y apartó al dios de un golpe.

—Mantente alejado de mí, Lorenzo. Hoy no estoy de humor para aguantarte.

Se encaminó hacia la puerta y descubrió que Artemisa le bloqueaba el paso.

—¿Qué estás haciendo?

—Me voy.

—No puedes hacerlo.

—Apártate de mi camino, Artemisa. Con el humor que tengo, podría hacerte daño si no te alejas.

—Juraste que te quedarías dos semanas. Si abandonas el Olimpo, morirás. No puedes romper tu promesa y lo sabes.

Ash cerró los ojos y maldijo el detallito que se le había olvidado a causa del enfado. A diferencia de los dioses del Olimpo, su palabra era vinculante. Una vez que pronunciaba un juramento, estaba obligado a cumplirlo por más que deseara otra cosa.

—¿Qué está haciendo aquí? —gruñó Apolo—. Me aseguraste que ya no venía.

—Cierra la boca, Apolo —dijeron la diosa y el atlante al unísono.

Ash fulminó a Artemisa con la mirada mientras ella retrocedía un paso.

—¿Por qué me mentiste acerca de Tánatos? Me dijiste que lo habías encerrado de nuevo.

—No te mentí.

—¿No? ¿Cómo es posible entonces que anduviera anoche por Alaska matando a mis Cazadores Oscuros cuando me prometiste que lo encerrarías de nuevo?

—¿Mató a Zarek?

Ash frunció los labios con desprecio.

—Borra esa expresión esperanzada de tu rostro. Zarek sigue con vida, pero otro fue asesinado.

La alegría desapareció del rostro de Artemisa.

—¿Quién?

—¿Cómo voy a saberlo? Estoy atrapado aquí contigo.

La diosa se puso rígida al escuchar la forma en que lo había dicho.

—Les dije a los Oráculos que lo encerraran después de que Dioni lo liberara. Di por supuesto que habían cumplido mis órdenes.

—En ese caso, ¿quién lo liberó esta vez?

Ambos se giraron para mirar a Apolo.

—Yo no he sido —aseguró el dios—. Ni siquiera sé dónde ocultas a esa criatura.

—Será mejor que no hayas sido tú —gruñó Ash.

Apolo sonrió con desdén.

—No me asustas, humano. Te maté una vez y puedo hacerlo de nuevo.

Ash sonrió lentamente, con frialdad. Las cosas habían cambiado mucho desde aquel entonces; además, en esos momentos jugaban a otra cosa muy distinta y con unas reglas totalmente diferentes que le habría encantado mostrarle al dios.

—Inténtalo, por favor.

Artemisa se interpuso entre ellos.

—Apolo, márchate.

—¿Y qué pasa con él?

—No es de tu incumbencia.

Apolo los miró como si ambos le dieran asco.

—No puedo creer que permitas entrar en tu templo a alguien como él.

Con el rostro sonrojado, Artemisa apartó la mirada, demasiado avergonzada para replicarle a su hermano. Tal y como Aquerón había esperado que hiciera.

Avergonzada de él y de la relación que mantenían, la diosa siempre había intentado mantenerlo lo más apartado posible del resto de los habitantes del Olimpo. Los dioses sabían de sus visitas desde hacía siglos. Corrían muchos rumores sobre lo que hacían juntos y sobre cuánto tiempo permanecía con ella, pero Artemisa nunca había confirmado la relación que existía entre ellos. Jamás se había dignado a tocarlo en presencia de otra persona.

Resultaba curioso que después de once mil años aún le molestara ser el sucio secretillo de la diosa. Que después de todo lo que habían compartido ella apenas soportara mirarlo cuando había alguien cerca. Y a pesar de todo lo había atado a ella y se negaba a dejarlo marchar. Mantenían una relación enfermiza y Ash lo sabía muy bien.

Por desgracia, no tenía ni voz ni voto en ese asunto.

Aunque si alguna vez encontraba la manera de liberarse de ella, echaría a correr sin pensarlo. Y Artemisa lo sabía tan bien como él.

Esa era la razón de que se aferrara a él con todas sus fuerzas.

Apolo lo recorrió de arriba abajo con una mirada despectiva.

Tsoulus.

Ash se tensó al escuchar el antiguo insulto griego. No era la primera vez que lo llamaban así. Cuando era humano había respondido a él de forma desafiante, con una especie de perverso regocijo. Lo único que de verdad dolía era saber que tras once mil años, seguía siendo tan válido como en aquel entonces. Sin embargo, ya no se vanagloriaba del título.

En esos momentos le dolía.

Artemisa agarró a su hermano de la oreja y lo arrastró hasta la puerta.

—Lárgate —le gritó con furia antes de empujarlo hacia fuera y cerrar la puerta con fuerza.

Se giró para enfrentarse a Aquerón.

Ash no se había movido. El insulto seguía haciendo mella en su corazón.

—Es un imbécil.

No se molestó en contradecirla. No podría estar más de acuerdo.

—Simi, toma forma humana.

Simi salió flotando de su manga para manifestarse delante de él.

—¿Sí, akri?

—Protege a Zarek y a Astrid.

—¡No! —exclamó Artemisa—. No puedes dejarla marchar; podría contarle a Zarek todo lo que ocurrió.

—Pues que lo haga. Ya es hora de que se entere.

—¿En serio? ¿Quieres que sepa la verdad sobre ti?

Ash sintió una descarga en su interior y supo que sus ojos habían perdido el color plateado para convertirse en rojos. Artemisa retrocedió un paso, hecho que confirmó sus sospechas.

—Fue la verdad sobre ti lo que le oculté —respondió Ash entre dientes.

—¿De verdad, Aquerón? ¿Fue de verdad por mí o borraste sus recuerdos de aquella noche porque temías lo que llegara a pensar de ti?

La descarga se intensificó.

Ash alzó la mano para silenciar a Artemisa antes de que fuera demasiado tarde y sus poderes se hicieran con el control. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había alimentado y su genio estaba demasiado a flor de piel como para controlarse.

Si continuaban peleándose, no había forma de predecir lo que podría llegar a hacer.

Miró a Simi, que esperaba a su lado.

—Simi, no hables con Zarek, pero asegúrate de que Tánatos no mata a ninguno de los dos.

—Dile que tampoco mate a Tánatos.

Ash abrió la boca para discutir, pero se contuvo. Ni disponían de tiempo ni poseía el control suficiente sobre sí mismo. Si Tánatos mataba a Zarek y a Astrid, la vida se complicaría mucho para todo el mundo.

—No mates a Tánatos, Simi. Ahora márchate.

—De acuerdo, akri, Simi los protegerá. —Se desvaneció.

Artemisa lo miró con los ojos verdes entrecerrados.

—No puedo creer que hayas dejado que se marche sola. Es peor que Zarek y Tánatos juntos.

—No tenía elección, Artie. ¿Has pensado por un momento lo que ocurrirá si muere Astrid? ¿Cómo crees que reaccionarían sus hermanas?

—Ella no puede morir a menos que sus hermanas lo deseen.

—Eso no es cierto y lo sabes muy bien. Hay ciertas cosas que ni siquiera las Moiras pueden controlar. Y te aseguro que si tu desquiciada mascota destruye a su adorada hermanita pequeña, exigirán tu cabeza a cambio.

No le hizo falta decir más. Porque si Artemisa perdía la cabeza, el mundo tal y como todos lo conocían se convertiría en algo realmente aterrador.

—Iré a hablar con los Oráculos.

—Desde luego, Artie. Y entretanto ve meditando la idea de ir a buscar a Tánatos en persona y traerlo de vuelta a casa.

La diosa hizo un mohín.

—Soy una diosa, no una sirvienta. Yo no voy en busca de nadie.

Ash se acercó tanto a ella que apenas los separaba un palmo. El espacio entre ellos crepitaba con el enfrentamiento de sus poderes y la ferocidad de sus emociones.

—Tarde o temprano, todos nos vemos obligados a hacer cosas que están por debajo de nosotros. No lo olvides, Artemisa.

Se apartó de ella y le dio la espalda.

—El hecho de que tú te vendieras tan barato, Aquerón, no significa que yo tenga que hacer lo mismo.

Ash se detuvo en seco, aún de espaldas a ella, mientras las palabras lo desgarraban. El comentario había sido cruel e hiriente. Estuvo a punto de maldecirla por ello.

No lo hizo, y Artemisa podía considerarse de lo más afortunada por el control que estaba demostrando. En cambio, habló con calma y eligió las palabras con cuidada deliberación.

—Si estuviera en tu lugar, Artie, rezaría para no conseguir nunca lo que de verdad te mereces. Pero si Tánatos mata a Astrid, ni siquiera yo seré capaz de salvarte.