Jess alzó la vista para contemplar la mayor horda de daimons que había visto en su vida. Debía de haber al menos cuarenta a la cabeza, aunque era difícil hacer un cálculo… sobre todo porque no creía que todos estuvieran a la vista. Sus poderes de Cazador Oscuro le indicaban que quedaban más en el bosque, como refuerzo.
Algunos vestían con cuero, otros con abrigos de piel. Había hombres y mujeres. Pero tenían varias cosas en común: el cabello rubio, los colmillos y el atractivo antinatural característico de su raza.
A pesar de eso, bastó una mirada para identificar a su jefe. Era un daimon al que había visto mientras corría tras Zarek. Aunque en lugar de huir de él como hacía la mayoría de los daimons, ese había corrido en pos de su amigo.
Había perseguido a Zarek a la vez que ellos.
El líder les sacaba una cabeza a los demás e iba algo más adelantado. A diferencia de los que lo seguían, no había miedo en su mirada.
Solo una cruda y tangible determinación. Y una crueldad que le brotaba de lo más hondo.
Sira soltó un resoplido a caballo entre la incredulidad y el humor.
—¿Qué coño es eso?
El jefe daimon sonrió.
—Podría decirse que «tu peor pesadilla», pero odio los tópicos.
—Marone, eres de verdad.
Todos en el bando de los «buenos» se giraron para mirar a Otto, que contemplaba al líder como si fuera la reencarnación del mismísimo diablo.
—¿Conoces a este tío, Carvalletti? —preguntó Jess.
—Al menos he oído hablar de él —contestó con voz ronca y grave—. Mi padre solía contarme historias del daimon llamado Tánatos cuando era niño. Siempre creímos que se las inventaba.
—Se inventaba ¿qué? —preguntó Bjorn mientras miraba en dirección a Tánatos.
—Las historias sobre un ejecutor de Cazadores Oscuros llamado el «Asesino de la Luz». Es una leyenda que se ha transmitido de generación en generación en mi familia. De escudero a escudero.
—¿Me estás diciendo que este gilipollas es él? —preguntó Bjorn al mismo tiempo que Sira decía:
—¿Ejecutor de Cazadores Oscuros?
Otto asintió.
—Se supone que Artemisa creó a un asesino que pudiera acabar con vosotros en caso de que os convirtierais en renegados. Puede caminar bajo la luz del sol y no necesita sangre para sobrevivir. La leyenda dice que es invencible.
Tánatos aplaudió con actitud sarcástica.
—Muy bien, escuderito. Estoy impresionado.
Los ojos de Otto se tornaron helados.
—Mi padre me dijo que Aquerón mató a Tánatos hace unos mil años.
—No es por hacerme el listillo —intervino Bjorn—, pero no me parece muerto.
Tánatos se echó a reír.
—No lo estoy. Al menos no estoy más muerto que tú.
Tánatos se acercó a ellos muy despacio y con evidente determinación.
Jess se tensó, listo para la batalla.
Tánatos unió las manos a la espalda y miró a Otto con una sonrisa abyecta.
—Una pregunta, humano: ¿te ha hablado tu padre alguna vez de los daimon spati? —Desvió la vista hacia los Cazadores Oscuros—. Seguro que los Cazadores más antiguos los recordáis, ¿verdad? —Suspiró con nostalgia—. Sí, los viejos tiempos… Los Cazadores Oscuros nos daban caza, nosotros los asesinábamos. Construíamos nuestros hogares en las catacumbas y en las criptas donde los Cazadores no podían aventurarse sin ser poseídos. Era una época interesante para ser apolita o daimon.
Miró por encima de su hombro a la horda de daimons que los observaba, la mayoría con nerviosismo. Había alguno que otro cuyos ojos no denotaban miedo y era a esos a los que Jess prestaba mayor atención.
No sabía nada de guerreros daimon, pero sí sabía cómo ejecutar a todos y cada uno de los seres que quisieran saborear un alma humana.
Cuando Tánatos volvió a hablar, su voz tenía una nota peligrosa y siniestra.
—Claro que eso fue antes de que descubriéramos la civilización y las maravillas modernas. Antes de que el mundo humano se desarrollara lo bastante para que pudiéramos vivir de noche como si fuéramos uno de ellos. Apolitas que poseen negocios y casas. Daimons que juegan a la Nintendo. ¿Adónde ha ido a parar el mundo?
Tánatos se movió con tanta rapidez que nadie tuvo tiempo siquiera de parpadear. Lanzó una descarga con las manos que envió por los aires a todos los escuderos. Contempló el caos con expresión complacida.
—Ahora, antes de que permita a mi gente que se alimente de vosotros y yo mate a los Cazadores Oscuros, tal vez debamos tener una charlita, ¿no os parece? ¿O de verdad queréis combatir contra mí mientras os debilitáis los unos a los otros?
—Una charlita ¿sobre qué? —preguntó Jess, que se acercó a Sira. Aunque sabía que la Cazadora podía cuidarse sola, proteger a una mujer era una costumbre innata en él.
—Sobre el paradero de Zarek —respondió Tánatos entre dientes.
—No lo sabemos —replicó Sira.
—Respuesta incorrecta.
Uno de los escuderos a los que no conocía dejó escapar un aullido. Jess contempló horrorizado cómo el brazo del hombre se partía por la mitad como por arte de magia.
Santa Madre de Dios, pensó, jamás había visto algo parecido.
Bjorn atacó.
Tánatos lo atrapó y lo tiró al suelo. Le abrió la camisa de un tirón para dejar al descubierto el arco doble con la flecha, la marca de Artemisa, que llevaba en el hombro. A continuación, hundió una ornamentada daga de oro en el centro de la marca.
Bjorn se desintegró como un daimon.
Ninguno de ellos se movió.
Jess apenas podía respirar mientras la furia se apoderaba de él. Había sido demasiado fácil para el daimon. Hasta ese momento, los Cazadores Oscuros sabían que podían morir por tres causas distintas: descuartizamiento, luz del sol o decapitación.
Al parecer, Aquerón había omitido una forma muy importante y extremadamente rápida de morir.
No era nada bueno, y en ese preciso instante estaba cabreado porque nadie se lo hubiera advertido.
Aunque eso tendría que esperar. Había personas inocentes presentes, y si luchaba en presencia de Sira, ambos sabían que lo estarían haciendo con las manos atadas a la espalda mientras que Tánatos lucharía en posesión de todas sus facultades.
—¿Quieres a Zarek? —preguntó Jess.
Tánatos se puso en pie muy despacio.
—Por eso estoy aquí.
Jess estaba aturdido por lo que había presenciado, y aunque no conociera a Bjorn desde hacía mucho tiempo, el hombre le había parecido bastante decente. Era una putada perder a un camarada, sobre todo a manos de Tánatos.
Ya se lamentaría después. En ese momento quería asegurarse de que los escuderos siguieran con vida.
Jess desvió la mirada hacia Sira y le envió un mensaje mental.
—Pon a los escuderos a salvo. Yo entretendré al gilipollas este un rato.
En voz alta dijo:
—Pues sígueme y tráete todo lo que tengas contigo. Zarek va a disfrutar matándote.
Y echó a correr hacia su Bronco.
Zarek seguía desnudo en la orilla, acunando a Astrid contra su cuerpo. Había perdido la cuenta de las veces que habían hecho el amor en las pasadas horas. Habían sido tantas que se preguntaba si estaría dolorido cuando despertara.
Estaba claro que nadie podía mostrarse tan acrobático, ni siquiera en sueños, sin acabar con algún daño físico.
Las horas pasadas haciendo el amor lo habían dejado exhausto y aun así sentía una paz totalmente nueva para él.
¿Era eso lo que los demás sentían?
Astrid se recostó sobre él.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algodón de azúcar?
Frunció el ceño por la inesperada pregunta.
—¿Qué es el algodón de azúcar?
Ella jadeó, estupefacta.
—¿Ni siquiera sabes lo que es el algodón de azúcar?
Él negó con la cabeza.
Se puso de pie con una sonrisa y lo obligó a levantarse.
—Vamos al paseo marítimo.
Vale, se había vuelto loca de remate.
—No hay paseo marítimo.
—Claro que lo hay, está justo al otro lado de esas rocas.
Zarek levantó la vista para ver un muelle que no estaba allí antes.
Qué raro que hubiera aparecido en su sueño por voluntad de Astrid y no de la suya. La miró con recelo.
—¿Eres un Skoti que finge ser Astrid?
—No —respondió ella con una sonrisa—. No intento quitarte nada, Zarek. Solo intento ofrecerte un recuerdo agradable.
—¿Por qué?
Astrid suspiró al ver la expresión de su rostro. La amabilidad le era tan ajena que ni siquiera entendería por qué quería hacerle sonreír.
—Porque te mereces uno.
—¿Por qué? No he hecho nada.
—Porque estás vivo, Zarek —dijo, recalcando las palabras, intentando que comprendiera—. Por esa única razón mereces algo de felicidad.
La duda que asomó a sus ojos le provocó a Astrid una dolorosa punzada.
Decidida a llegar hasta él, conjuró unos pantalones cortos blancos y una camiseta azul para ella y después lo ayudó a vestirse con unos vaqueros negros y una camiseta de manga corta.
Lo condujo hacia la multitud del sueño.
Zarek guardaba silencio mientras subían las escaleras que conducían al antiguo paseo marítimo. Se tensó de forma ostensible cuando la gente comenzó a pasar demasiado cerca de él. Astrid sabía a ciencia cierta que estaba a un paso de soltar un comentario muy cruel.
—No pasa nada, Zarek.
Le siseó a un hombre que se acercó demasiado.
—No me gusta que nadie me toque.
Y sin embargo no protestó por el hecho de ir cogidos del brazo. Eso la derritió.
Sonriendo para sus adentros, lo llevó hasta un puestecillo donde una señora vendía perritos calientes y algodón de azúcar. Compró uno extra grande y deshilachó un poco del ligero y esponjoso azúcar rosa para ofrecérselo.
—Aquí tienes. Un bocado y sabrás a qué sabe la ambrosía.
Zarek extendió la mano, pero ella apartó la suya.
—Quiero dártelo yo.
La furia asomó a sus ojos.
—No soy un animal para comer de tu mano.
El semblante de Astrid se descompuso por la réplica y su buen humor se esfumó de inmediato.
—No, Zarek, no eres un animal. Eres mi amante y quiero cuidar de ti.
Zarek se quedó helado por sus palabras mientras contemplaba esa expresión adorable y sincera.
¿Cuidar de él? Una parte de sí mismo quería gruñir de furia ante la idea; pero otra, una parte recóndita de su ser, dio un respingo por sus palabras.
Era una parte famélica.
Una parte anhelante. Necesitada.
Una parte de él que había sido sellada y olvidada hacía tanto tiempo que apenas si la recordaba.
Apártate, pensó.
No lo hizo. En su lugar se obligó a inclinarse hacia ella y a separar los labios.
Astrid esbozó una sonrisa que lo abrasó mientras el extraño azúcar se evaporaba en su boca.
Ella le colocó la mano contra la mejilla.
—¿Ves? No duele.
No, no lo hacía. Era una sensación cálida y maravillosa. Incluso divertida.
Pero era un sueño.
Se despertaría en breve y volvería a sentir frío.
A estar solo.
La Astrid real no le daría algodón de azúcar ni lo abrazaría en la playa.
Lo miraría con miedo y recelo en su precioso rostro. Estaría protegida por un lobo blanco que lo odiaba tanto como él se odiaba a sí mismo.
La Astrid real jamás se tomaría el tiempo necesario para domarlo.
Aunque tampoco importaba. Estaba sentenciado a muerte. No tenía tiempo para la Astrid real. Solo tenía tiempo para la supervivencia más básica. Por eso este sueño significaba tanto para él.
Por una vez en su vida, estaba teniendo un buen día. Solo esperaba que al despertar lo recordase.
Astrid lo acompañó por los recreativos, mientras jugaban y se atiborraban de comida basura, que según palabras de Zarek solo conocía por internet. A pesar de que no sonreía, demostraba la curiosidad de un niño.
—Prueba esto —le dijo al tiempo que le ofrecía una manzana bañada en caramelo.
Astrid no tardó en darse cuenta que comer manzanas bañadas en caramelo con colmillos no era tarea fácil.
Cuando Zarek por fin consiguió darle un mordisco, lo miró expectante.
—¿Y bien?
Él tragó el bocado antes de responder.
—Está bueno, pero no creo que quiera repetir la experiencia. No está lo bastante bueno para compensar el esfuerzo que conlleva conseguirlo.
Ella se echó a reír mientras Zarek tiraba la manzana en un enorme cubo de basura blanco.
Dentro del salón, le enseñó a jugar al Skee-Ball, uno de sus juegos favoritos. Zarek mostró ser increíblemente bueno.
—¿Dónde has aprendido a lanzar así?
—Vivo en Alaska, princesa, tierra de hielo y nieve. No hay mucha diferencia entre esto y tirar bolas de nieve.
El comentario le resultó sorprendente. Su mente conjuró una imagen muy graciosa en la que Zarek jugaba en la nieve, cosa que no encajaba con él en absoluto.
—¿A quién le tirabas bolas de nieve?
Tiró otra bola, que subió por la rampa hasta el centro del círculo.
—A nadie. Se las tiraba a los osos para que se enfadaran y se acercaran lo suficiente como para matarlos.
—¿Matabas oseznos?
La miró con sorna.
—Te aseguro, princesa, que no eran oseznos. Y a diferencia de los conejos, puedes comer más de una vez con ellos y no se necesitan tantas pieles para hacer un abrigo o una manta. En mitad del invierno no hay mucho que comer. La mayoría de las veces, antes de que hubiera tiendas de comestibles, era carne de oso o morir de hambre.
A Astrid se le hizo un nudo en el estómago por sus palabras. Sabía que su supervivencia no había sido fácil, pero lo que acababa de describir despertó en ella unos enormes deseos de apretarlo con un fuerte abrazo.
—¿Cómo los matabas?
—Con mis garras de plata.
Estaba estupefacta.
—¿Matabas osos con garras? Por favor, dime que hay formas más fáciles de hacerlo. ¿Una lanza, un arco con flechas, una pistola?
—Era mucho antes de que aparecieran las pistolas, y además no habría sido justo para el oso. No podían atacarme desde lejos. Así que supuse que si él tenía garras, yo también. Y el ganador se lo llevaba todo.
Astrid sacudió la cabeza con incredulidad. Al menos tenía que concederle que jugaba limpio.
—¿Te hirieron alguna vez?
Zarek se encogió de hombros con indiferencia antes de lanzar otra bola.
—Era mejor que morirse de hambre. Además, estoy acostumbrado a que me corten. —Le lanzó una mirada traviesa—. ¿Quieres una alfombra de oso, princesa? Tengo toda una colección.
Su pregunta no le hizo gracia. Con un nudo en la garganta, Astrid quería echarse a llorar por lo que le estaba contando. Su cabeza se llenó con un montón de imágenes de él solo, herido, mientras arrastraba un oso que pesaba diez veces más que él a través de la nieve ártica tan solo para poder comer.
Y llevar el oso a casa no era más que el principio. Habría tenido que despellejarlo y descuartizarlo antes de que otros animales olieran su presa o la sangre de ambos. Y después cocinarlo.
Sin nadie que lo ayudara y sin más alternativa si no quería morir de hambre.
Se preguntó cuántos días habría pasado sin comida alguna…
—¿Cómo conseguías comida en verano con las veintidós horas o más de sol al día? Me refiero a que no podías conservar la carne mucho tiempo y tampoco podías plantar algo o criar animales de granja. ¿Qué hacías entonces?
—Pasaba hambre, princesa, y rezaba para que llegara el invierno.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas.
—Lo siento, Zarek.
Él tensó la mandíbula y se negó a mirarla a la cara.
—No lo sientas, no es culpa tuya. Además el hambre no es tan mala como la sed. Gracias a los dioses por el agua embotellada. Antes de eso, había días en los que ni siquiera podía llegar al pozo, aunque está muy cerca de la puerta.
Extendió la mano para coger otra bola.
Astrid colocó una mano sobre la suya para detenerlo.
Zarek se giró para mirarla con los labios entreabiertos. Ella lo rodeó con los brazos y lo besó, deseando ofrecerle algo de consuelo, un poco de paz. Él la aplastó contra su cuerpo y Astrid abrió los labios para saborearlo plenamente y para dejar que su fuerza la consumiera.
No tardó en apartarse de ella con un gemido.
—¿Por qué estás aquí?
—Estoy aquí por ti, príncipe azul.
—No te creo. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de mí?
Astrid suspiró.
—Eres de lo más desconfiado.
—No, soy realista. Y nunca tengo sueños como este.
Ella lo miró con una ceja arqueada.
—¿Nunca?
—Al menos en los últimos dos mil años.
Borró su ceño con la yema del índice y le sonrió.
—Pues las cosas están cambiando.
Zarek ladeó la cabeza ante el comentario, sin creerlo ni por un segundo.
Algunas cosas nunca cambiaban.
Nunca.
—¡Zarek!
Sintió un extraño tirón en el pecho. Pero no era Astrid la causante.
—¿Pasa algo? —preguntó Astrid.
—¡Zarek!
Era una voz de hombre la que lo llamaba. Una que parecía llegar desde kilómetros de distancia.
—De repente me siento raro.
—Raro ¿en qué sentido? —preguntó ella.
—¡Zarek!
El luminoso paseo marítimo se oscureció. Su vista comenzó a nublarse a la par que la cabeza empezaba a darle vueltas.
Sintió cómo comenzaba a alejarse de Astrid. Luchó con todas sus fuerzas para quedarse con ella.
Para quedarse en su sueño.
No quería que acabara. No quería despertar en un mundo donde no había nadie que lo quisiera.
Tenía que volver con ella.
Por favor, solo un minuto más…
—¡Zarek! Joder, tío, no hagas que tenga que darte un puñetazo. Lo último que necesitas ahora mismo es una conmoción. ¡Despierta de una vez!
Zarek se despertó para encontrar a Jess inclinado sobre él, sacudiéndolo con fuerza.
Con una maldición, lanzó al vaquero contra la pared de una patada.
El juramento de Jess se unió al suyo cuando rebotó contra la pared. La espalda y el brazo de Zarek comenzaron a palpitar en respuesta a los golpes que acababa de recibir el otro Cazador. Aunque no le importó. Tenía la intención de añadir tantas heridas al vaquero que ninguno podría andar sin cojear.
Se la debía al cabrón por dispararle por la espalda. Y siempre pagaba sus deudas por completo y con intereses.
Zarek se levantó de la cama gruñendo, listo para la batalla.
—¡Joder, Z! —exclamó Jess al tiempo que esquivaba el puñetazo de Zarek—. Cálmate.
Zarek lo persiguió como un león que contemplara una gacela herida. Un león que pretendía zamparse a la gacela para cenar…
—¿Que me calme? Me disparaste por la espalda, hijo de puta.
El rostro de Jess se tornó pétreo y lo fulminó con una mirada gélida.
—Tío, no te atrevas a insultar a mi madre, y será mejor que te pares a pensar un momento. Fui asesino a sueldo desde que pude sostener un arma. De haberte disparado, tonto del culo, no tendrías cabeza. Después de que un amigo me disparara por la espalda, desde luego que no le haría el mismo favor a nadie. Ni siquiera a un testarudo desagradable como tú. Además ¿por qué coño iba a provocarme una herida solo para herirte a ti? Tío, usa la cabeza.
Zarek aún no estaba dispuesto a creerlo. Aunque ya casi estaba curada, su espalda era un doloroso recordatorio de que alguien había hecho todo lo posible para matarlo.
—¿Quién me disparó?
—Uno de esos estúpidos escuderos. Que me cuelguen si sé cuál. Todos parecen iguales cuando no son el tuyo.
Zarek titubeó mientras intentaba desenmarañar todo lo ocurrido en los últimos días.
Todo estaba un poco confuso en su mente. Lo último que recordaba con claridad era que intentaba salir de la cabaña de Astrid…
Frunció el ceño al mirar a su alrededor y al percatarse de que todavía seguía allí.
Jess lo había despertado mientras yacía totalmente vestido en una cama en la que no recordaba haberse metido.
Su ceño se acentuó al ver que Astrid también estaba en esa misma cama.
Los sueños que había tenido…
¿Qué coño…?
Jess cargó su arma.
—Mira, no tengo tiempo para esto. ¿Sabes quién es Tánatos?
—Sí, nos conocemos.
—Bien, porque ya ha matado esta noche a un Cazador Oscuro y me está pisando los talones. Te necesito despierto y en marcha. Cagando leches.
A Zarek se le revolvieron las tripas al escucharlo.
—¿Qué?
El semblante de Jess era adusto y letal.
—Mató a un Cazador Oscuro sin el más mínimo esfuerzo. Jamás había visto nada igual en toda mi vida. Ahora Tánatos viene a por ti, Z. Es hora de hacer como el zorro y largarse pitando de Dallas.
¿Qué quería decir eso? Si antes le dolía la cabeza, no tenía ni punto de comparación con el dolor que le estaba provocando tratar de descifrar esa última perla de jerga vaquera.
—Hagas lo que hagas —siguió Jess con un tono ronco y aleccionador—, no dejes que Tánatos se acerque a la marca del arco y la flecha. Al parecer funciona como el lamparón que tienen los daimons en el centro del pecho. Un pinchacito y somos polvo.
Zarek frunció el ceño por esas palabras.
—¿Qué arco ni qué flechas? Yo no tengo ninguna marca.
Jess resopló.
—Claro que la tienes. Todos la tenemos.
—No, no la tengo.
Jess levantó la vista de su arma sin el menor rastro de humor en el rostro.
—Tal vez la tengas en un sitio que nunca te miras. Como en el culo o algo. Sé que tienes una. Es donde Artemisa te toca cuando captura tu alma.
Zarek negó con la cabeza.
—Artemisa no llegó a tocarme. No podía acercarse a mí sin encogerse, así que utilizó un palo para hacerme Cazador Oscuro. Te juro que no tengo ninguna marca.
Jess abrió la boca de par en par, estupefacto.
—Espera, espera. ¿Me estás diciendo que te mandaron aquí, en medio de la nada, donde no hay daimons y sin tener un punto débil? ¿Qué mierda es esta? Yo vivo en una central de daimons con un puto talón de Aquiles que nadie tuvo a bien mencionarme y tú vives aquí donde no hay peligro… ¿Y no tienes marca?
Jess comenzó a pasearse de un lado a otro. Era una costumbre de la que Zarek sabía por sus conversaciones telefónicas a altas horas de la madrugada. Cuando Jess se lanzaba a una diatriba, costaba mucho pararlo.
—¿Qué es lo que no encaja aquí? —siguió Jess—. Y luego Ash me pide que venga para salvarte el culo, y nosotros empezamos a caer como moscas mientras tú estás blindado. No, eso no me gusta. Te quiero, tío, pero joder… No está bien. Aquí estoy, congelándome las pelotas y tú no necesitas protección. Mientras que yo tengo una diana en el brazo que dice: «Oye, daimon hasta el culo de esteroides, pínchame justo aquí». —Pero no acababa ahí la cosa—. ¿Sabes que me puse las llaves en la boca para sacar la cartera al pagar la gasolina y se congelaron? Lo último que quiero es morir en este puto lugar a manos una cosa acojonante de la que nadie había oído hablar salvo Guido el Escudero Asesino de Jersey? Te juro que voy a pedir la cabeza de alguien por esto.
Jess inspiró hondo, pero antes de que pudiera proseguir con su perorata, la puerta principal de la cabaña se abrió de un golpe. La casa entera se sacudió.
Zarek sintió un escalofrío conocido en la espalda.
Un recuerdo muy borroso se abrió paso en su cabeza. Era vago y desconcertante.
Ya había sentido algo así antes…
Sin tiempo para pensar, utilizó la telequinesia para cerrar la puerta del dormitorio con el pestillo.
Empujó a Jess hacia la ventana.
—Tiene un lobo en algún sitio de la casa. Búscalo y sácalo de aquí.
Algo golpeó la puerta con fuerza.
—Sal de ahí, Zarek —bramó Tánatos—. Creí que te gustaba jugar con los daimons.
—Sí, y jugaré contigo, cabrón. —Zarek reventó la ventana con sus poderes telequinéticos y empujó a Jess hacia ella mientras Tánatos continuaba con su asalto a la puerta.
Acto seguido, cruzó la estancia, cogió a Astrid, que seguía profundamente dormida, y se la pasó a Jess por la ventana.
—Sácala de aquí.
Jess apenas había tenido tiempo de cogerla en brazos cuando la puerta se hizo añicos.
Zarek se dio la vuelta despacio.
—¿No te enseñó tu madre que es de mala educación meterse en las casas de los demás?
Tánatos entrecerró los ojos y le lanzó una mirada gélida y cruel.
—Mi madre se desintegró cuando yo tenía un año. No tuvo tiempo de enseñarme nada. Aunque tú, en cambio, me enseñaste muy bien cómo cazar y matar a mis enemigos.
Zarek estaba tan estupefacto por sus palabras que quedó expuesto al primer ataque. Tánatos lo golpeó en el pecho con una descarga.
Cayó al suelo por el ataque y sacó fuerzas del dolor. Eso se le daba muy bien.
Mientras se preparaba para atacar, se escucharon dos disparos. Tánatos se tambaleó hacia delante antes de girarse con un gruñido.
Los ojos de Zarek se abrieron de par en par al ver los dos agujeros de bala en la parte posterior de la cabeza del daimon. Agujeros de bala que sanaron al instante.
Jess maldijo desde el pasillo.
—¿Qué eres?
—Jess —masculló Zarek—, lárgate de aquí. Puedo apañármelas solo.
Cuando Tánatos se abalanzó hacia el vaquero, Zarek se lanzó contra su espalda y lo hizo chocar contra el marco de la puerta.
—¡Vete! —le gritó a su compañero—. No puedo luchar contra él contigo aquí. Necesito todos mis poderes.
Jess asintió y corrió hacia la puerta principal. Zarek lo escuchó detenerse lo suficiente para sacar al lobo.
—Por fin solos. —Se echó a reír cuando Tánatos lo empujó contra la pared del fondo—. Sí, el placer del dolor…
Tánatos lo recorrió con una mirada asqueada.
—Estás loco de verdad, ¿no es cierto?
—Lo dudo. Aunque sí reconozco que disfruto cada minuto. —Zarek dejó que sus poderes fluyeran por su cuerpo hasta que comenzaron a arderle las manos. Canalizó los iones del aire y los cargó al máximo antes de dirigirlos hacia Tánatos.
La descarga lo lanzó hasta la mitad del pasillo.
Reuniendo más poder, Zarek volvió a atacarlo hasta hacerlo caer en la salita. No dejó de golpearlo hasta que Tánatos estuvo en el suelo delante de la chimenea.
Si Zarek hubiera sido inteligente, habría aprovechado la ventaja para huir. Pero no era tan inteligente. Además, Tánatos se habría limitado a seguirlo, y él era demasiado viejo y tenía un enfado de cojones como para correr.
Tánatos se puso de pie.
Zarek le lanzó otra descarga, que lo arrojó hecho un ovillo sobre el sofá.
Sacudió la cabeza en dirección al daimon, que había dejado de moverse.
—Voy a decirte algo: ¿por qué no me avisas cuando estés listo para jugar con los chicos mayores?
Zarek salió de la casa y reunió sus poderes para cerrar la puerta tras él. Escuchó cómo Tánatos la aporreaba en un intento por echarla abajo.
Sin volver la vista atrás, se encaminó hacia la motonieve que debía de pertenecer a Tánatos. Abrió el tanque de gasolina y comprobó que estuviera lleno.
Arrancó uno de los manguitos del motor y lo utilizó para chupar un poco de gasolina, que retuvo en la boca.
Regresó a la cabaña y sacó el encendedor del bolsillo trasero de los pantalones. Encendió el mechero, después escupió la gasolina hacia la casa y contempló cómo la puerta se incendiaba.
Tras unos cuantos viajes más, se apartó para observar cómo las llamas consumían con rapidez la casa de Astrid. Menos mal que era rica. Todo parecía indicar que iba a necesitar un nuevo sitio donde vivir.
Sacó un cigarrillo del bolsillo del abrigo y sonrió. Entre dientes canturreó el clásico de Talking Heads que decía: «Ciento ochenta y cinco grados… Quemando la casa».
A Astrid la despertó un rugido. La ceguera la sorprendió por un instante hasta que se dio cuenta de que la habían sacado de su sueño inducido.
La pregunta era cómo.
Tanto ella como Zarek deberían seguir durmiendo durante al menos otro día.
Por los sonidos y por la posición de su cuerpo se percató de que ya no estaba en su cama.
Parecía ser el coche de alguien.
—¿Zarek? —preguntó, indecisa.
—No, señorita —respondió una voz profunda con un marcado acento sureño—. Mi nombre es Sundown.
El corazón se le desbocó.
—¿Dónde está Zarek? ¡Sasha!
Una mano le tocó el brazo para reconfortarla.
—Tranquila, preciosa. Todo va a salir bien.
—¿Dónde está mi lobo?
Por la manera en la que se agitaba el aire delante de su cara, se dio cuenta de que Sundown estaba moviendo la mano a un centímetro de su nariz.
—Sí, soy ciega —saltó, irritada—. Dime dónde está Sasha.
—Es la cosa peluda a sus pies.
Astrid dejó escapar un suspiro de alivio, pero eso solo mitigaba la mitad de su preocupación.
—¿Y Zarek?
—Lo hemos dejado atrás.
—No —dijo ella, con el corazón desbocado de nuevo—. Se supone que no debo dejarlo solo.
—No tenemos…
Astrid no escuchó el resto de la frase. Estaba demasiado ocupada abriendo la puerta del coche.
Una mano fuerte la apartó de la puerta.
—Un momento, señorita, lo que estoy haciendo es peligroso. Tengo que alejarla lo más posible de la cabaña. Confíe en mí, si alguien puede encargarse de esto, ese es Zarek.
—No, no puedes alejarme —replicó al tiempo que intentaba enderezarse—. Tengo que volver con él. Si alguien descubre que no estoy con él, es hombre muerto. ¿Lo entiendes?
—Señorita…
Le apartó la mano.
—Enviarán a Tánatos a matarlo. Tengo que volver.
—¿Conoce a Tánatos?
Astrid extendió la mano en un intento por encontrar la boca de Sundown en busca de sus colmillos.
Él esquivó su mano.
—¿Trabajas para Aquerón? —preguntó—. ¿Lo haces? Contéstame. ¿Eres uno de sus… hombres?
El aludido vaciló antes de contestar.
—Sí.
Astrid dejó escapar el aire, aliviada. Gracias a Zeus por los pequeños milagros.
—Soy la jueza de Zarek. Si lo dejo solo, Artemisa soltará a Tánatos para que lo mate.
—Odio tener que decírselo, pero ya lo ha hecho. Acabo de dejarlos a los dos en su casa para que lo resuelvan.
Astrid giró la cabeza de golpe. ¿Cómo era posible?
—¿Estás seguro de que es Tánatos?
—Eso es lo que él dice, y después de cómo se abrió paso entre los Cazadores, me siento inclinado a creerlo.
Las noticias le provocaron una oleada de náuseas. Aquello no podía estar pasando.
¿Por qué habría roto Artemisa su promesa?
Sabía que la diosa estaba impaciente por obtener un veredicto, pero aun así…
—Tienes que llevarme de vuelta. Zarek no puede matarlo. Ninguno de vosotros puede.
—¿Qué quiere decir?
—Solo Aquerón tiene poder para matar a Tánatos. Solo Aquerón. Ninguno de vosotros tiene la menor oportunidad contra él.
Sundown soltó un juramento.
—Muy bien. Agárrese fuerte. Rezaré por que esté equivocada.
Astrid sintió que Sasha se movía mientras Jess daba la vuelta con una brusca maniobra.
—Tranquilo, Sasha —dijo al tiempo que extendía la mano para tranquilizarlo.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?
Lo sintió moverse un poco para mirar a Sundown. Dejó escapar un gruñido sordo.
—¿Y quién coño es este tío que parece haber salido de Por un puñado de dólares?
—Es un amigo, así que pórtate bien.
—¿Bien? Vale. No le morderé. Todavía. —Sasha se calmó un poco—. ¿Por qué estoy en un coche? ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Y por qué siento la cabeza a punto de explotar?
—Te drogué.
Astrid tenía la sensación de que Sasha la miraba con los ojos entrecerrados y de que le estaba enseñando los colmillos.
—Que tú ¿qué?
Astrid dio un respingo por la furia que transmitía su voz.
—No me quedó más remedio. Pero grítame más tarde. Ahora mismo tenemos un problema.
—¿Y cuál es?
—Tánatos anda suelto. Y ya está detrás de Zarek.
—Bien, el Asesino de la Luz tiene buen gusto.
—¡Sasha!
—No puedo evitarlo. Sabes que no me gusta el psicobestia.
Con un suspiro, Astrid enterró las manos en el pelaje de Sasha y utilizó los ojos del lobo como si fueran los suyos. Sasha se subió en su regazo para poder mirar por la ventana en su lugar.
Pasados unos kilómetros, el paisaje se hizo familiar a medida que se acercaban a su cabaña.
Aunque lo que la asustó fue la visión de una enorme columna de fuego a lo lejos.
Sundown maldijo y aceleró.
Según se acercaban, vio su cabaña ardiendo. Había una oscura y solitaria figura delante de la cabaña, pero era incapaz de distinguir si se trataba de Zarek o de Tánatos.
Aterrada, contuvo el aliento a la espera de que fuera Zarek quien siguiera con vida.
Hasta que Sundown paró el coche no pudo asegurarse.
Sintió un inmenso alivio. Era Zarek el que estaba recortado contra el fuego. Soltó a Sasha, abrió la puerta y corrió hacia el lugar donde lo había visto.
Astrid no tenía ni idea de cómo había sobrevivido a Tánatos ni de dónde se encontraba el Ejecutor. Lo único que importaba era llegar hasta Zarek.
Quería tocarlo, asegurarse de que no estaba herido.
A medio camino, el horrendo alarido de un hombre atravesó el aire. Astrid se paró en seco mientras intentaba situar el origen del grito.
Escuchó que la nieve crujía a su lado y asumió que se trataba de Sundown, que se dirigía hacia Zarek. Sasha se acercó desde atrás y le acarició la mano con el hocico.
El grito no parecía haber procedido de ninguno de ellos.
De pronto, se escuchó una explosión.
Astrid se postró de rodillas y usó a Sasha para ver lo que estaba sucediendo. Su casa había estallado. El fuego y los escombros se elevaban por el cielo y se mezclaban de forma amenazadora con la aurora boreal.
De entre los llameantes restos apareció Tánatos. Sin una sola herida. Ni siquiera se había despeinado.
Era una visión espeluznante.
Zarek maldijo.
—¿Es que no hay forma de matarte?
Tánatos no respondió. Se limitó a acercarse para golpear a Zarek, quien esquivó el golpe y le devolvió uno que hizo que se tambaleara.
Sundown se acercó a Astrid.
—Tengo que sacarla…
Ella echó a correr antes de que Sundown pudiera terminar la frase.
—Sasha —gritó—, ¡ataca!
—¡Y una mierda! —exclamó el lobo—. Puede que sea tu guardián, pero esa es la mascota de Artemisa. No puedo matarlo. Tendré suerte si consigo herirlo siquiera. Y ya sabes lo que se le hace a los lobos heridos… Les disparan.
El pánico se adueñó de Astrid. No podía ver. Solo podía escuchar los gruñidos de los hombres que peleaban y el sonido de los impactos de los puños.
Alguien la cogió y la tiró al suelo para después cubrir su cuerpo con el suyo.
Dejó escapar un chillido.
—¡Vale ya! —gritó Zarek.
Rodó con ella antes de levantarse y obligarla a caminar.
—¿Qué pasa? —preguntó Astrid mientras seguía tirando de ella.
—No mucho —le contestó él con voz aburrida aunque algo jadeante—. Un gilipollas invencible intenta matarme. Y se supone que tú no tienes que estar aquí. —La soltó—. Sácala de aquí, Jess.
—No puedo.
Zarek frunció los labios. De haber podido permitirse la disminución de sus poderes, le habría atizado a Jess por eso.
En cambio, solo pudo girarse para hacer frente a Tánatos, que lo acosaba sin cuartel.
—¿Qué pasa, Zarek? ¿Tienes miedo de morir?
El aludido se burló mientras empujaba a Astrid hacia Jess.
—Morir es fácil. Lo difícil es vivir.
Tánatos se detuvo como si esas palabras lo hubieran pillado desprevenido.
Y eso le proporcionó a Zarek el tiempo que necesitaba. Tras sacar la daga daimon de la funda oculta que llevaba en la bota, se abalanzó y la clavó en el pecho de Tánatos, allí donde debería estar la mancha que parecía un lamparón de tinta. Por norma general, el golpe habría liberado las almas humanas atrapadas en el cuerpo del daimon. La fuerza de su salida solía bastar para partir al daimon por la mitad, lo que causaba la desintegración inmediata.
No funcionó en esa ocasión.
Tánatos se arrancó la daga y se acercó a él.
—No soy un daimon, Cazador Oscuro. ¿No te acuerdas? Era apolita hasta que te conocí.
Zarek frunció el ceño.
Tánatos lo cogió del cuello y lo sostuvo con fuerza.
—¿Te acuerdas de mi esposa, a la que mataste? ¿De mi pueblo, que destruiste?
Unos fugaces recuerdos pasaron por su cabeza. Zarek no vio nada más que su propio pueblo.
No, un momento. Recordaba algo…
Un fogonazo de un daimon invencible, pero no del hombre al que se enfrentaba.
Ese tenía ojos rojos y brillantes. No, era otra persona.
Sus pensamientos se desviaron hacia Nueva Orleans. Hacia…
¿Por qué no podía recordar?
Recordaba a Sunshine Runningwolf en el almacén con él mientras les decía a Dioniso y a Camulos que se metieran sus órdenes por el ano, y lo siguiente que recordaba era alejarse de Aquerón en una calle atestada.
Un fogonazo de luz le atravesó la cabeza.
Había visto algo…
¿Se trataba de Aquerón? ¿De sí mismo?
Zarek se esforzó por poner en orden sus recuerdos. A la mierda. Solo le hacía falta un recuerdo: le asestó un rodillazo en la entrepierna a Tánatos. El daimon se dobló por la mitad.
—Vivo o muerto, las pelotas siguen doliendo cuando te las patean, ¿verdad?
El daimon siseó y maldijo en respuesta.
Zarek lo golpeó en la espalda con los dos puños.
—Si alguien tiene alguna idea acerca de cómo matar a este tío, soy todo oídos.
Jess negó con la cabeza.
—No me queda dinamita. ¿Tienes granadas?
—Aquí no.
Tánatos se enderezó.
—Muérete, Cazador.
—Muy bien. Me muero, ¿por qué tú no?
Zarek agachó la cabeza y cargó contra él. Sus brazos se enzarzaron y acabaron en el suelo.
Tánatos se incorporó sobre él y le abrió la camisa de un tirón. Por la manera en que estaba moviendo las manos, Zarek supo que buscaba la marca del arco y la flecha que Jess había mencionado.
—Sorpresa, capullo, a mami se le olvidó contarte algunas cosillas sobre mí.
A lo lejos, Zarek escuchó el sonido de un motor que se acercaba. Escuchó el zumbido por encima de la voz de Jess, que instaba a Astrid a irse, y por encima de la negativa de Astrid y de los ladridos de Sasha, que tiraba de ella.
De repente, una motonieve apareció volando en el mismo momento en el que Zarek se soltaba de Tánatos.
—¡Al suelo!
Zarek no reconoció la voz, y por regla general no habría obedecido, pero ¡qué coño!, estaba cansado de que ese daimon le pateara el culo.
Cayó al suelo y se apartó rodando mientras la motonieve verde pasaba volando por encima de él. El hombre estaba vestido de negro de pies a cabeza, incluido el casco. El recién llegado se detuvo y sacó un arma.
Un destello de luz brillante atravesó la oscuridad. La llamarada alcanzó a Tánatos en el centro del pecho y lo lanzó por los aires.
Tánatos rugió.
—¡Cómo es posible que te atrevas a traicionarme! ¡Eres uno de los nuestros!
El tipo pasó una larga pierna por encima del asiento de la motonieve y recargó la pistola de bengalas mientras se acercaba al lugar donde Zarek seguía en el suelo.
—Sí —dijo con aspereza—. Deberías haberlo recordado antes de cargarte a Bjorn. —El recién llegado disparó y volvió a tirarlo—. Era el único de ellos al que aguantaba.
El desconocido extendió una mano y ayudó a Zarek a levantarse. Se quitó el casco y se lo tendió.
—Coge a la mujer y lárgate de aquí. Deprisa.
Zarek lo reconoció en cuanto lo miró a los ojos. Que él supiera, era el único Cazador Oscuro aún más odiado que él.
—¿Spawn?
El Cazador Oscuro apolita asintió con un movimiento de su rubia cabeza.
—Vete —dijo al tiempo que recargaba—. Soy el único que puede retrasarlo, pero no puedo matarlo. Por el amor de Apolo, que alguien busque a Aquerón y le diga que el Asesino de la Luz anda suelto.
Zarek echó a correr hacia Astrid.
—¡No! —rugió Tánatos.
Zarek vio la descarga antes de que saliera de las manos de Tánatos. Por instinto, se giró hacia Spawn. La descarga no lo alcanzó, pero sí le dio al lobo de Astrid.
El animal aulló antes de que se convirtiera en un hombre y después volviera a su forma de lobo.
Zarek se detuvo en seco al darse cuenta de que la mascota de Astrid era un katagario.
¿Por qué una mujer ciega con un compañero katagario daría refugio a un Cazador Oscuro renegado?
—¿Sasha? —llamó Astrid.
Jess corrió hacia el katagario para mantenerlo a cubierto mientras Zarek llegaba hasta Astrid.
—Tu hombre-lobo ha recibido un disparo, princesa.
El miedo se reflejó en su rostro.
—¿Está bien?
Zarek la levantó en brazos y se acercó a Jess, pero maldijo al darse cuenta de que su compañero no podría ponerlos a ambos a salvo. Después de una descarga de energía, los katagarios solían sufrir cambios de forma intermitentes durante un rato.
Jess llevó al hombre-lobo hacia la seguridad de su Bronco con gran esfuerzo. Tan pronto como lo tuvo dentro, se marchó.
Zarek le puso el casco a Astrid.
—Parece que estamos solos, princesa. Sin duda vas a desear que te hubiera dejado aquí con el daimon.
Astrid titubeó al escuchar la furia y el odio que traslucía la voz de Zarek.
—Confío en ti, Zarek.
—Pues eres una idiota.
La cogió del brazo y la alejó de allí para que no pudiera escuchar a Spawn y a Tánatos. La ayudó a montarse en la motonieve sin muchos miramientos.
Astrid esperaba que la llevara en dirección contraria a la pelea. En cambio se encaminaron hacia ella.
Se cubrió la cara por instinto cuando algo restalló cerca de ellos.
—Monta —masculló Zarek—. Deprisa.
Sintió cómo se hundía el asiento antes de alejarse del ruido. Su corazón latía desbocado mientras esperaba que algo más sucediera.
Tras lo que le parecieron horas, aunque solo habían sido unos cuantos minutos, Zarek detuvo la motonieve.
De nuevo sintió el movimiento en el asiento cuando alguien se bajó. Dado que los brazos de Zarek seguían a su alrededor, asumió que debía tratarse de Spawn.
—Gracias —dijo este—. Jamás esperé que Zarek de Moesia acudiera en mi rescate.
—Lo mismo digo, Spawn. ¿Desde cuándo los daimons luchan contra los suyos?
La voz de Spawn destilaba veneno.
—Jamás fui un daimon, romano.
—Y yo jamás fui un puto romano.
Spawn soltó una breve y amarga carcajada.
—¿Tregua?
Astrid sintió que Zarek se movía tras ella.
—Tregua. —Tuvo la sensación de que Zarek se giraba para mirar hacia el camino que habían seguido—. ¿Tienes idea de lo que es esa cosa que va detrás de mí?
—Piensa en Terminator. La única diferencia es que tiene el beneplácito de Artemisa.
—¿Qué quieres decir?
—Mi gente tiene una leyenda acerca del Asesino de la Luz: Artemisa escoge a uno de mi raza para ser su guardián personal. Más querido que cualquiera de su propia gente, el Asesino de la Luz carece de punto débil conocido. Una vez que está suelto, su objetivo es destruir Cazadores Oscuros.
—¿Me estás diciendo que es el Hombre del Saco?
—¿Es que dudas de lo que te digo?
—No. No después de lo que he visto.
Astrid escuchó cómo Spawn dejaba escapar el aire.
—Me llegó el rumor de que Artemisa había lanzado a los Iniciados contra ti. Creí que sería Aquerón quien iba a matarte.
—Bueno, pues créeme, todavía no me han ejecutado. Hace falta mucho más que esa cosa para matarme. —Zarek hizo una pausa—. Solo por curiosidad, ¿qué hacéis todos vosotros aquí arriba? ¿Convocó Aquerón una reunión sin invitarme?
—Bjorn vino porque estaba persiguiendo un grupo de daimons. Yo viene porque sentí la Llamada.
—¿La «Llamada»? —preguntó Astrid. A decir verdad, sabía muy poco sobre los apolitas y los daimons. Ese era el terreno de Apolo y Artemisa.
—Es como una baliza —explicó Spawn— y es irresistible para cualquiera con sangre apolita. Incluso ahora siento cómo Tánatos me llama. Creo que la única razón por la que puedo resistirme es porque soy Cazador Oscuro. Si no lo fuera… En fin, digamos que te espera una temporadilla acojonante.
Zarek resopló.
—Lo dudo. ¿Cómo lo mato?
—No puedes. Artemisa lo hizo de manera que pudiera rastrearnos y matarnos. Carece de punto débil conocido. Ni siquiera la luz del día. Lo que es peor, destruirá a cualquiera que intente cobijarte.
«Cobijarte.»
Una vez más la mente de Zarek voló hacia su pueblo. Hacia la anciana que había muerto en sus brazos…
¿Qué intentaba decirle su cerebro?
—¿Ha venido alguna otra vez Tánatos a por mí? —le preguntó a Spawn.
El otro Cazador resopló.
—Sigues vivo, así que es evidente que la respuesta es no.
Aun así…
Zarek se bajó de la motonieve.
—Vamos, llévate a Astrid…
—¿No me has oído, Zarek? No puedo llevármela. Tánatos la matará por darte refugio. Está muerta si la abandonas.
—Está muerta si se queda conmigo.
—Todos tenemos problemas y resulta que ella es el tuyo. No el mío.
Astrid tuvo la clara impresión de que Zarek intentaba poner a Spawn cabeza abajo en el aire.
—Ni en tus sueños, griego —dijo Spawn, confirmando sus sospechas.
Zarek se volvió a sentar en la motonieve.
—Oye, Zarek —lo llamó Spawn—, ¿tienes móvil?
—No, se quemó con su casa.
Astrid escuchó las pisadas de Spawn sobre la nieve al regresar a su lado.
—Llévate este y llama a Aquerón cuando estéis a salvo. Tal vez pueda ayudarte con la chica.
—Gracias. —La palabra encerraba más beligerancia que gratitud—. Pero ¿qué vas a hacer sin móvil ni motonieve?
—Congelarme el culo. —Hubo una pausa muy breve—. No te preocupes por mí, te aseguro que estaré bien.
Los brazos de Zarek volvieron a rodear a Astrid. Lo escuchó poner la motonieve en marcha de nuevo.
—¿Adónde vamos? —le preguntó.
—Directos a la puta mierda.