Las lágrimas humedecieron las mejillas de Astrid cuando sintió la cálida fuerza de esa mano sobre la suya; cuando vio los dedos largos y delgados que se entrelazaban con los suyos.
Era una mano grande y masculina que la envolvía con su fuerza.
Esas manos habían matado, pero también habían protegido. La habían cuidado y le habían proporcionado placer.
A través de ese pequeño gesto supo que por fin había conectado con él.
Por fin había alcanzado lo inalcanzable.
Sin embargo, el contacto se interrumpió.
El rostro de Zarek se tornó adusto al tiempo que apartaba la mano de la suya de un tirón.
—No quiero cambiar. No quiero que tú me cambies. No quiero que nadie me cambie.
Con un gruñido de furia, pasó junto a ella y se encaminó hacia la puerta.
Astrid hizo algo que jamás había hecho: soltó una maldición.
Maldito fuera por apartarse de ella. Maldito fuera por ser tan estúpido.
—Ya te lo dije: es un poco cabezota.
Se dio la vuelta y vio a M’Adoc a su espalda, contemplando por el vano de la puerta a Zarek mientras este caminaba por la nieve sin camisa.
—¿Cuánto tiempo llevas espiándonos? —le preguntó al Oneroi.
—No mucho. Sé cuándo no debo importunar en un sueño.
Astrid lo miró con los ojos entrecerrados y un gesto elocuente.
—Eso espero.
Sin hacer caso ni de ella ni de su amenaza, M’Adoc se alejó para observar a Zarek abrirse camino a través de la nieve.
—Así pues, ¿qué vas a hacer ahora? —le preguntó a Astrid.
—Golpearlo con un palo hasta que entre en razón.
—No serías la primera que lo intenta —replicó M’Adoc con sequedad—. La cuestión es que Zarek es inmune a ese método.
Astrid exhaló un largo suspiro de cansancio. Era cierto.
—No sé qué hacer —confesó—. Me siento tan impotente en lo que a él se refiere…
Un brillo sagaz apareció en los resplandecientes ojos claros de M’Adoc.
—No deberías haberlo atrapado en este lugar y, ya puestos, tú tampoco deberías estar aquí. Es peligroso demorarse demasiado en este reino.
—Lo sé, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No había manera de detenerlo y estaba decidido a marcharse de mi cabaña. Ya sabes que no puedo permitirlo. —Hizo una pausa y lanzó al Cazador Onírico una mirada suplicante—. Necesito ayuda, M’Adoc. Ojalá pudiera hablar con Aquerón. Es el único que conozco que podría contarme algo sobre Zarek.
—No es cierto. Zarek también podría hacerlo.
—Pero no lo hará.
M’Adoc enfrentó su mirada.
—¿Te rindes, pues?
—Jamás.
El Oneroi le dedicó una extraña sonrisa que le indicó que estaba canalizando sus emociones.
—Lo suponía. Me alegra saber que has superado el desánimo.
—Pero ¿cómo puedo llegar hasta él? A estas alturas, estoy abierta a cualquier idea, a cualquier sugerencia.
M’Adoc extendió la mano y un librito azul oscuro apareció en su palma. Se lo ofreció a Astrid, quien se limitó a mirar la copia de El principito.
—También es el libro favorito de Zarek —le dijo el Oneroi.
No era de extrañar que se lo supiera de memoria…
M’Adoc se alejó un poco.
—Es un libro de sufrimiento y supervivencia. Un libro que habla de magia, esperanza y promesas. Es extraño que lo conmueva, ¿no crees?
M’Adoc desapareció del sueño con un destello luminoso y la dejó hojeando el libro. Astrid se percató de que el Cazador Onírico había marcado ciertas páginas y ciertos párrafos.
Cerró el libro y se acercó a la cómoda butaca que había aparecido en la cabaña de repente. Esbozó una sonrisa. A todos los dioses del sueño les gustaba hablar con acertijos y metáforas. Apenas decían nada de forma directa, pero conseguían que la gente se esforzara en obtener sus respuestas.
M’Adoc, el jefe de los Oneroi, le había dejado ciertas pistas en ese libro. Si de ese modo podía entender mejor a Zarek, leería lo que le había señalado.
Tal vez así pudiera salvarlo.
Jess se agachó para entrar en la tienda y se sacudió como un perro mojado que acabara de refugiarse de la lluvia. No podía soportar el frío que hacía en ese puto lugar. ¿Cómo había sobrevivido Zarek en Alaska antes de que se inventara la calefacción central? No podía menos que admirar a su amigo. Un hombre tenía que ser duro y peligroso para establecer su hogar en ese sitio sin ayuda de ningún amigo o escudero.
A título personal, él prefería que lo molieran a golpes con la culata de un revólver y que lo arrojaran a un nido de víboras.
Tras el mostrador había un hombre mayor que le dedicó una sonrisa, como si entendiera el motivo del taco que había soltado al entrar. El tipo tenía una espesa mata de cabello canoso y una barba grisácea. El ajado jersey verde que llevaba tenía algunos desgarrones, pero parecía que abrigaba y era de buena calidad.
—¿Puedo ayudarlo?
Jess se apartó la bufanda de la boca al tiempo que saludaba al hombre de forma amigable con una inclinación de cabeza. Los buenos modales exigían que se quitara el Stetson negro de la cabeza mientras estuviera dentro de algún sitio, pero que lo colgaran si dejaba escapar aunque fuera un poco de calor corporal. Lo necesitaba todo para él.
—A las buenas —dijo despacio, haciendo un despliegue de buena educación—. Querría un poco de café negro o cualquier otra cosa caliente que tenga. Si está hirviendo, mejor.
El hombre dejó escapar una carcajada y señaló la cafetera que había al fondo del establecimiento.
—No debe de ser de por aquí.
Jess se acercó hacia la cafetera.
—No, señor, y le doy gracias a Dios por eso.
El anciano volvió a reírse.
—Vaya, vaya. Quédese un poco más y su sangre se espesará lo suficiente como para que ni siquiera lo note.
Lo dudaba mucho. Su sangre tendría que petrificarse para no sentir semejante frío. Quería pirarse de vuelta a Reno antes de convertirse en el primer Cazador Oscuro de la historia en morir congelado.
Jess llenó la taza de plástico hasta el borde y regresó al mostrador. La dejó allí y rebuscó entre las miles de capas formadas por el abrigo, la camisa de franela, el jersey y la ropa interior hasta sacar del bolsillo trasero del pantalón la cartera para pagar. Su mirada se posó sobre una vitrina de cristal donde alguien había colocado una figurilla tallada en madera. Era un vaquero montando un potro salvaje.
Frunció el ceño al reconocer el caballo y también al hombre.
¡Era él!
El verano pasado le había mandado por correo electrónico a Zarek una foto que le habían hecho mientras montaba su último semental. Que lo colgaran si la figurilla no era una réplica exacta de la imagen.
—Oiga —dijo el anciano, que también acababa de caer en la cuenta—. Es igualito a la figurilla.
—Sí, señor. Me he dado cuenta. ¿Dónde la ha conseguido?
La mirada del hombre volaba entre la figura y Jess mientras comparaba el parecido.
—En la subasta anual navideña del pasado mes de noviembre.
Jess frunció el ceño.
—¿Una subasta navideña?
—El Club del Oso Polar recauda dinero para los pobres y los enfermos. Por eso celebramos una subasta anual y desde hace ya unos… no sé, veinte años o así, Santa nos deja un enorme par de bolsas llenas de figurillas talladas a mano como esta para que se subasten. Suponemos que debe de tratarse de un artista local o algo así que quiere mantener el anonimato. También recibimos todos los meses una enorme suma de dinero en nuestro apartado de correos. Casi todos creemos que se trata de la misma persona.
—¿Se refiere a Santa… Claus?
El hombre asintió con la cabeza.
—Sé que suena un poco estúpido, pero no sabemos qué otro nombre ponerle. Es un tipo que pasa aquí los inviernos y se dedica a hacer obras de caridad. La policía lo ha visto un par de veces llevando las bolsas a nuestro local, pero lo dejan tranquilo. Despeja los caminos de nieve para los ancianos y esculpe en el hielo todas esas figuras que habrá visto por la ciudad.
Jess se quedó boquiabierto por el asombro, pero se recuperó pronto para no dejar los colmillos a la vista del anciano. Sí. Había visto las esculturas.
Pero… ¿¡Zarek!?
No parecía propio del antiguo esclavo. Su amigo era brusco en el mejor de los casos, y hostil en sus peores días.
Pero claro, Zarek jamás le había contado lo que hacía para matar el tiempo. No contaba casi nada.
Pagó el café y regresó a la calle.
Caminó hasta uno de los extremos, hasta el cruce donde se alzaba una de las esculturas de hielo. Se trataba de la reproducción de un alce y tendría unos dos metros y medio de altura. La luz de la luna brillaba sobre la superficie y la reproducción era tan detallada que el animal parecía estar a punto de dar un brinco y salir corriendo hacia su hogar.
¿Lo habría hecho Zarek?
No le pegaba en absoluto.
Hizo ademán de tomar otro sorbo de café, pero descubrió que ya se había congelado.
—Odio Alaska —murmuró al tiempo que arrojaba el café al suelo y aplastaba la taza en un puño.
Antes de que encontrara una papelera en la que tirarla, su móvil comenzó a sonar.
Vio que se trataba de Justin Carmichael, uno de los escuderos Iniciados en el Rito de Sangre que estaban en la zona para dar caza a Zarek. Al parecer, en cuanto los Oráculos escucharon el rumor de que tanto Artemisa como Dionisio querían a Zarek muerto, se lo notificaron de inmediato al Consejo, cuyos miembros, a su vez, enviaron al grupo más intratable de Iniciados para abatir al Cazador Oscuro renegado.
Él era lo único que se interponía entre los escuderos y Zarek.
Nacido y criado en Nueva York, Justin era un tipo joven, de unos veinticuatro años, con un carácter arisco que a Jess le traía sin cuidado.
Contestó la llamada.
—Dime, Carmichael, ¿qué necesitas?
—Tenemos un problema.
—¿Cuál?
—¿Conoces a la mujer que ayudaba a Zarek? ¿Sharon?
—¿Qué pasa con ella?
—Acabamos de encontrarla. Le han dado una paliza brutal y han incendiado su casa. Mi olfato me dice que Zarek buscaba venganza.
A Jess se le heló la sangre en las venas.
—Eso es una gilipollez. ¿Has hablado con ella?
—No estaba en condiciones de hablar cuando la encontramos, créeme. Ahora mismo está con un grupo de médicos y nosotros vamos a volver a la cabaña de Zarek para ver si podemos encontrar a ese cabrón y le hacemos pagar por esto antes de que vuelva a herir a alguien.
—¿Y la hija de Sharon?
—Estaba en casa de una vecina cuando sucedió. Gracias a Dios. He dejado a Mike para que la vigile, por si acaso Zarek quiere hacerle otra visita.
A Jess le resultaba imposible respirar, y no precisamente por el gélido azote del viento. ¿Cómo había podido suceder algo así? Al contrario que los escuderos, sabía a ciencia cierta que Zarek no había tenido nada que ver con lo sucedido.
Solo él sabía dónde estaba Zarek.
Ash le había confiado la verdad de lo que estaba sucediendo y le había endosado la responsabilidad de que nadie la jodiera hasta que el juicio de Zarek concluyese.
Bueno, la cosa parecía ir cuesta abajo y sin frenos.
—No te muevas hasta que yo llegue —le ordenó al escudero—. Quiero acompañarte a su cabaña.
—¿Por qué? ¿Es que piensas entorpecer otra vez nuestra labor cuando lo encontremos?
Semejante pregunta le sentó como una patada en el culo.
—Será mejor que dejes ese tonito, chaval. No estás hablando con un escudero. Da la casualidad de que soy uno de los tipos para los que trabajas. Y donde yo vaya o deje de ir, te trae sin cuidado. Limítate a quedarte ahí hasta que yo te lo diga o voy a enseñarte cómo conseguí que Wyatt Earp se meara en los calzoncillos.
Carmichael titubeó antes de volver a hablar. Cuando lo hizo, su voz fue amable y distante.
—Sí, señor. Estaremos esperándolo en el hotel.
Jess colgó y se guardó el móvil en el bolsillo.
Sentía lástima por Sharon. No debería haber corrido riesgo alguno. Ninguno de los escuderos se habría atrevido a hacerle daño. Y, a pesar de lo que opinaran los demás, sabía que Zarek no lo habría hecho aunque hubiera sido capaz.
Tenía la impresión de que Zarek no era el tipo de tío que se ensañaba con los más débiles que él.
Aunque eso hacía aflorar una pregunta: ¿quién se habría atrevido a hacer algo así?
Astrid descubrió a Zarek en el centro de una aldea medieval calcinada.
Había cuerpos desperdigados por todas partes, carbonizados y sin carbonizar. Hombres y mujeres. De todas las edades. Casi todos habían sido degollados, como si un daimon o una criatura similar se hubiera alimentado de ellos.
Zarek caminaba entre ellos con expresión taciturna y mirada atormentada.
Se rodeaba con los brazos, como si quisiera protegerse del horror que se extendía frente a sus ojos.
—¿Dónde estamos? —le preguntó ella.
Para su estupefacción, le contestó:
—En Taberleigh.
—¿En Taberleigh?
—Mi aldea —susurró con la voz ronca por la angustia—. Viví aquí durante trescientos años. Esta vieja bruja me vio una vez cuando era una chiquilla. Solía dejarme cosas de vez en cuando. Una pierna seca de cordero, un odre de cerveza… A veces, solo era una nota dándome las gracias por cuidar de ellos. —Miró a Astrid con semblante atormentado—. Se suponía que yo debía protegerlos.
Antes de poder preguntarle qué le había sucedido a la aldea, Astrid escuchó los sollozos sofocados de una anciana.
Zarek corrió hacia ella.
La mujer yacía en el suelo con la ropa hecha jirones y todo el cuerpo malherido. Estaba cubierta de sangre y moratones. Se dio cuenta de inmediato de que se trataba de la mujer a la que Zarek había hecho referencia.
Zarek se arrodilló junto a ella y le limpió la sangre de los labios mientras la anciana se esforzaba por respirar. Su intensa mirada lo acusaba de lo sucedido.
—¿Cómo has podido?
La vida abandonó los ojos de la anciana, que se tornaron vidriosos y apagados.
Se quedó inerte en brazos de Zarek.
Él dejó escapar un bramido de furia. Soltó a la mujer y se puso en pie. Describió un amplio círculo mientras se pasaba las manos por el cabello con furia. Resollando de ese modo parecía estar tan desquiciado como todos afirmaban.
Astrid sentía su dolor. No entendía qué estaba pasando. Ni qué era lo que estaba recordando.
Lo siguió.
—Zarek, ¿qué pasó aquí?
Con el rostro asolado por la angustia, se dio la vuelta para mirarla a la cara. El odio y la culpa ardían en las profundidades de sus ojos color azabache.
Hizo un gesto con la mano en dirección a los cadáveres que los rodeaban.
—Yo los maté. A todos. —Las palabras salieron entrecortadas de sus labios—. No sé por qué lo hice. Solo recuerdo la ira, la sed de sangre. Ni siquiera recuerdo haberlos matado. Solo recuerdo imágenes fugaces de gente muriendo al acercarse a mí.
Su rostro había perdido el color. En sus ojos había una mirada de autodesprecio.
—Soy un monstruo. ¿Entiendes ahora por qué no puedo hacerte mía? ¿Por qué no puedo quedarme contigo? ¿Y si un día te matara a ti también?
Astrid sintió una opresión en el pecho al escucharlo y una oleada de pánico se adueñó de ella.
¿Lo habría juzgado mal?
«Todos los hombres son culpables», rezaba el dicho favorito de su hermana Atri. «Los únicos hombres honestos son los niños que todavía no han aprendido a decir mentiras.»
Astrid miró horrorizada los cuerpos que la rodeaban…
¿Habría sido capaz de hacer algo así?
Ya no sabía qué pensar. Quienquiera que fuese el responsable de semejante carnicería merecía la muerte. Esto explicaba por qué Artemisa no lo quería cerca de la gente.
Astrid detuvo el hilo de sus pensamientos.
Un momento…
Algo no encajaba.
No encajaba en absoluto.
Observó de nuevo los cadáveres. Eran cadáveres humanos. Algunos de ellos eran niños; la mayoría, mujeres.
Si Zarek hubiera hecho eso, Aquerón lo habría matado de inmediato. No toleraba que nadie abusara de los débiles ni de los indefensos. Y mucho menos que se hiciera daño a un niño. Era imposible que hubiese permitido que un Cazador Oscuro capaz de asesinar a la gente que debía proteger siguiera con vida. Astrid lo sabía sin ningún género de dudas.
—¿Estás seguro de que lo hiciste tú? —le preguntó.
Su pregunta pareció dejarlo anonadado.
—¿Quién más podría haberlo hecho? No había nadie más. ¿Ves que haya alguien más con colmillos?
—Tal vez un animal…
—¡Yo fui el animal, Astrid! No había nadie más capaz de hacer esto.
Ella seguía sin creerlo. Tenía que haber otra explicación.
—Has dicho que no recuerdas haberlos matado. Tal vez no lo hiciste.
El dolor y la ira hicieron brillar sus ojos.
—Recuerdo lo suficiente. Sé que hice esto. Todo el mundo lo sabe. Por esto me temen los demás Cazadores Oscuros. Por esto no me hablan. Por esto me desterraron a un lugar donde no hubiera gente a la que proteger. Por esto me despierto cada noche con el temor de que Artemisa me traslade de Fairbanks a un lugar donde haya aún menos gente.
En parte, Astrid temía que estuviera diciendo la verdad, pero descartó la posibilidad.
En el fondo de su corazón sabía que ese hombre capaz de hablar de forma poética y hacer maravillosas obras de arte con sus manos, ese hombre que cuidaba del animal que lo había herido, jamás habría podido hacer algo así.
Sin embargo, necesitaba pruebas.
El instinto no sería evidencia suficiente para presentarle ni a su madre ni a Artemisa. Ambas le exigirían una prueba fehaciente de su inocencia.
Una prueba de que Zarek era incapaz de matar humanos.
—Ojalá supiera por qué hice esto —gruñó él—. Qué fue lo que me desquició hasta el punto de matarlos a todos y ni siquiera recordarlo después. —La miró con ojos desolados—. Soy un monstruo. Artemisa tiene razón. No puedo estar cerca de la gente normal y corriente.
Los ojos de Astrid se llenaron de lágrimas al escucharlo.
—No eres ningún monstruo, Zarek. —Se negaba a creerlo.
Lo encerró en un abrazo y le ofreció consuelo, si bien no estaba segura de que fuese a aceptarlo. Al principio se tensó, como si estuviera a punto de apartarla, pero no tardó en relajarse. Astrid soltó el aire de sus pulmones muy despacio, agradecida por el hecho de que hubiera aceptado su abrazo.
Unos brazos fuertes y sólidos la apretaron contra un cuerpo musculoso y esbelto. Jamás había sentido nada semejante. Zarek era duro como el acero, pero tierno al mismo tiempo. Su mejilla descansaba sobre unos duros pectorales y sus pechos contra unos abdominales muy bien definidos.
Le acarició la espalda con la mano, logrando que se estremeciera entre sus brazos. Y sonrió al descubrir el poder que tenía sobre él. Puesto que era una ninfa de la justicia, su feminidad había quedado relegada a un segundo plano. No tenía tiempo para sentirse femenina ni sensual.
Sin embargo, así se sentía en ese instante.
Gracias a Zarek.
Era consciente de su cuerpo por primera vez en la vida. Consciente del modo en que su corazón acompasaba los latidos del de Zarek. Consciente del modo en que su sangre hervía al sentirse encerrada entre sus brazos.
En ese momento, deseó hacer algo por él.
Deseó arrancarle una sonrisa.
Se apartó de él de mala gana y le ofreció la mano.
—Ven conmigo.
—¿Adónde?
—A algún sitio cálido.
Zarek vaciló. Solo había un aspecto de la gente en el que podía confiar: siempre acababan haciéndole daño. Jamás se había visto decepcionado en ese sentido.
Confiar en que alguien no le hiciera daño era algo nuevo.
En lo más profundo de su corazón, deseaba confiar en Astrid. No…, necesitaba confiar en ella.
Solo una vez.
Respiró hondo y extendió la mano con evidente renuencia. Ella lo trasladó a una soleada playa y la aldea quedó atrás.
Zarek parpadeó y entrecerró los ojos a causa del desconocido brillo del sol. Alzó la mano para protegerse del resplandor que había olvidado por completo. Jamás había pisado una playa. Solo había visto el mar en las fotos de las revistas o en la televisión. Y habían pasado siglos desde que viera la luz del día. Luz del día de verdad.
El sol le calentaba la piel, provocándole una especie de cosquilleo.
Dejó que el calor inundara su aterido cuerpo. Dejó que el sol le acariciara la piel y derritiera siglos de penurias y soledad.
Ataviado solo con los pantalones negros de cuero, caminó por la arena absorbiendo todos los detalles pero sin detenerse en ninguno en particular.
Eso era mucho mejor que su estancia en Nueva Orleans. El rumor de las olas al romper en la orilla los rodeaba y el viento le enredaba el pelo. La arena estaba caliente y se le pegaba a los pies.
Astrid pasó corriendo a su lado, de camino a la orilla.
La observó mientras se quitaba la ropa y se quedaba solo con un diminuto biquini azul. Acto seguido, lo recorrió de arriba abajo con una mirada sensual y picarona que le provocó un escalofrío a pesar del calor.
—¿Te gustaría acompañarme?
—Creo que tendría un aspecto un tanto extraño en biquini.
Astrid soltó una carcajada.
—¿Eso ha sido una broma? ¿Es posible que hayas hecho una broma de verdad?
—Sí, debo de estar poseído o algo así.
O más bien hechizado. Por una ninfa marina.
Se acercó a él con paso decidido. Zarek esperó, incapaz de respirar. Ni de moverse. Tenía la sensación de que su vida o su muerte dependían del descarado vaivén de esas caderas.
Se detuvo frente a él y le desabrochó los pantalones. El tacto de esos dedos contra la estrecha línea de vello que bajaba desde su ombligo hasta la entrepierna fue como una descarga eléctrica. Su miembro se endureció al instante por el deseo de volver a probarla.
Astrid le bajó despacio la cremallera mientras lo miraba con los párpados entornados.
Solo quedaba un mísero milímetro para que su erección quedara a la vista cuando ella pareció perder el valor. Se mordió el labio y sus manos lo acariciaron en dirección contraria, hacia el torso.
Sentir esas manos extendidas sobre el pecho no lo ayudó a recobrar la respiración.
—¿Por qué me tocas cuando nadie más lo hace? —quiso saber.
—Porque me lo permites. Me gusta tocarte.
Zarek cerró los ojos mientras sus delicadas caricias lo abrasaban. ¿Cómo podía ser tan increíble algo tan nimio?
Ella se acercó un poco más y la rodeó con los brazos de forma instintiva. Sintió el roce de sus pechos contra los abdominales y su miembro se tensó hasta extremos dolorosos.
—¿Has hecho el amor alguna vez en la playa?
La pregunta lo dejó aturdido.
—Solo he hecho el amor contigo, princesa.
Ella se puso de puntillas para poder atrapar sus labios y atormentarlos con un beso tierno. Cuando se apartó, esbozó una sonrisa mientras acababa de bajarle la cremallera y tomaba su miembro en la mano.
—Bueno, hombre de las nieves, pues estás a punto de hacerlo.
Ash estaba a solas en el templo de Artemisa, en la terraza adyacente a la sala del trono, desde donde podía contemplar la hermosa cascada iridiscente. Con el cabello rubio recogido en una coleta, estaba sentado sobre la barandilla de una balaustrada de mármol y apoyaba la espalda desnuda en una columna estriada.
Los animales salvajes, a salvo de los cazadores y de cualquier otro peligro gracias a la protección de Artemisa, pastaban en un patio cuyo suelo estaba formado por nubes. Los únicos sonidos que se escuchaban eran el rugido de la cascada y el ocasional trino de algún pájaro en libertad.
Debería ser un lugar en el que encontrar la tranquilidad; aun así, Ash estaba inquieto pese a su apariencia serena.
Artemisa y sus doncellas lo habían abandonado para ir a Teocrópolis, lugar desde donde Zeus gobernaba a todos los dioses del Olimpo. Tardarían horas en regresar.
Ni siquiera eso conseguía animarlo.
Quería saber cómo se estaba desarrollando el juicio de Zarek. Algo iba mal, lo sabía. Lo presentía, pero no se atrevía a utilizar sus poderes para indagar. Él podía capear la ira de Artemisa, pero jamás se arriesgaría a que Zarek o Astrid quedaran expuestos a ella.
Así pues, siguió sentado, refrenando sus poderes y dando rienda suelta a la furia y a la frustración.
—Akri, ¿Simi puede abandonar tu brazo un ratito?
La voz de Simi mitigó en parte sus conflictivas emociones. Cuando estaba en su cuerpo, el demonio no podía ver ni escuchar nada, salvo cuando la llamaba por su nombre para darle una orden. Ni siquiera podía escuchar sus pensamientos. Simi solo podía sentir sus emociones, y eso le permitía saber cuándo estaba en peligro, la única circunstancia en la que le estaba permitido abandonar su cuerpo sin que él se lo ordenara.
—Sí, Simi. Puedes adoptar tu forma humana.
El demonio caronte se apartó de él y se manifestó. Llevaba trenzado el largo cabello rubio; sus ojos tenían un tono gris plomizo y sus alas eran azul claro.
—¿Por qué estás tan triste, akri?
—No estoy triste, Simi.
—Sí que lo estás. Simi te conoce, akri. Te duele el corazón igual que a Simi cuando llora.
—Yo nunca lloro, Simi.
—Simi lo sabe —replicó al tiempo que se ponía frente a él para apoyar la cabeza en su hombro.
Uno de los cuernos negros del demonio le arañó la mejilla, pero a Ash no le importó. Simi lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza.
Ash cerró los ojos, alzó la mano para acariciar la nuca del demonio y la apretó contra él. El abrazo ayudó a apaciguar su atribulado espíritu. Solo Simi era capaz de conseguirlo. Solo ella lo tocaba sin exigencia física alguna.
Solo deseaba ser su «bebé».
Infantil e inocente, era el bálsamo que necesitaba.
—Entonces, ¿Simi puede comerse ya a la diosa pelirroja?
Ash esbozó una sonrisa al escuchar la pregunta favorita de su demonio.
—No.
Ella alzó la cabeza y le sacó la lengua antes de apartarse con un gesto irritado para sentarse junto a sus pies desnudos, en la barandilla.
—Simi quiere comérsela, akri. Es una persona horrible.
—Como la mayoría de los dioses.
—No. Algunos, quizá. Pero a Simi le gustan los atlantes. Eran muy buenos. Casi todos. Tú no conociste a Arcón, ¿verdad?
—No.
—Ese sí que era malo. Era rubio como tú, alto como tú… bueno, más alto que tú, y guapo como tú… aunque no tanto. Simi no cree que nadie sea tan guapo como tú. Ni siquiera los dioses. Está claro que eres único… ¡Vaya! —Se sobresaltó al recordar a su hermano gemelo—. Bueno… en realidad no eres único, ¿verdad? Pero tú eres más mono que el otro. Él es una mala imitación. Ya le gustaría ser tan mono…
La sonrisa de Ash se ensanchó.
El demonio se llevó el dedo índice a la barbilla y guardó silencio durante un instante, como si estuviera intentando reconducir sus pensamientos.
—¿A qué venía eso? ¡Ah, ya! A Arcón no le gustaba casi nadie, cosa que a ti no te pasa. ¿Recuerdas eso que haces cuando te cabreas muchísimo? ¿Eso que hace explotar todas las cosas y lo deja todo en llamas, retorcido y hecho un desastre? Pues él también podía hacerlo, pero no con tanta elegancia como tú. Tú sí que sabes hacer las cosas con elegancia, akri. Mejor que nadie.
»Bueno, Simi tiene que corregirse. A Arcón le gustaba Simi. Una vez le dijo: “Simi, eres un demonio de primera”. ¿Tú conoces a algún demonio que no lo sea? Eso es lo que Simi quiere saber.
Sin dejar de sonreír, Ash siguió escuchando la cháchara de Simi sobre los dioses y las diosas que se adoraban durante su vida como mortal. Dioses y diosas muertos desde hacía mucho tiempo. Le encantaba escuchar las absurdas e inconexas historias de su demonio. Era como observar a un niño pequeño que intentara descubrir el mundo y de repente recordara algo. No había modo de predecir lo que saldría de sus labios después de cada frase. Para ella, las cosas tenían una lógica aplastante, como para cualquier niño.
Si tenía un problema, lo mataba.
Fin del problema.
Las sutilezas y la política no existían.
Simi era lo que era. No era un ser amoral ni depravado, sino un demonio muy joven con poderes semejantes a los de los dioses y que no comprendía lo que eran el engaño y la traición. Cosa que él envidiaba. Por eso la protegía con tanto ahínco. No quería que aprendiera las duras lecciones que a él le había tocado vivir.
Se merecía la infancia que él no había tenido. Una infancia resguardada. Una infancia en la que nadie pudiera hacerle daño.
No sabía qué sería de su vida sin ella.
Cuando se la regalaron, no era más que un bebé. Él acababa de cumplir los veintiún años y, en cierto modo, se habían criado el uno al otro. Ambos eran los últimos miembros de sus respectivos pueblos que aún caminaban por el mundo.
Llevaban solos más de once mil años.
Simi formaba parte de él en la misma medida que cualquier órgano de su cuerpo.
Sin ella, moriría.
La puerta del templo se abrió. Simi siseó y dejó a la vista sus colmillos, actitud que le indicó a Ash que Artemisa había regresado antes de lo previsto. Giró la cabeza para cerciorarse y descubrió que, en efecto, caminaba hacia él. Exhaló un suspiro hastiado.
La diosa se detuvo en seco tan pronto como vio a Simi sentada a sus pies.
—¿Qué está haciendo fuera de tu brazo?
—Hablando conmigo, Artie.
—Haz que se vaya.
Simi resopló, furiosa.
—Simi no tiene que hacer nada que tú ordenes, vieja foca. Y mira que eres vieja. Muy, muy vieja. Y una foca.
—Simi —dijo Ash, enfatizando el nombre—. Por favor, regresa conmigo.
El demonio miró a Artemisa con expresión malévola antes de convertirse en una sombra oscura y amorfa. Al instante, comenzó a moverse sobre el cuerpo de Ash hasta detenerse en su torso, donde adquirió la forma de un enorme dragón con dos colas que se enrollaron a lo largo de sus brazos.
Ash soltó una torva carcajada al ver la forma que había adoptado. Así lo abrazaba y, al mismo tiempo, irritaba a Artemisa. La diosa no soportaba que el demonio ocupara una parte tan extensa de su cuerpo.
Artemisa resopló, asqueada.
—Haz que se mueva.
Ash cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Por qué has vuelto tan pronto?
La actitud de la diosa se tornó nerviosa de repente.
El mal presentimiento de Ash se intensificó hasta niveles insospechados.
Artemisa caminó hasta la columna en la que se apoyaba y, tras rodearla con los brazos, reclinó la cabeza contra el mármol. Comenzó a juguetear con el borde dorado de su peplo mientras se mordía el labio con actitud preocupada.
Ash se enderezó con un nudo en el estómago. Esa actitud evasiva solo podía significar que algo iba fatal.
—Dímelo, Artemisa.
La diosa parecía exasperada y furiosa.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Acabarías enfadándote conmigo, aunque de todos modos ese parece tu estado habitual. Si te lo digo, querrás marcharte y, como no puedes hacerlo, comenzarás a gritarme.
El nudo de su estómago empeoró.
—Te doy tres segundos para que hables o me olvido de lo mucho que te asusta la posibilidad de que uno de tus familiares descubra que estoy viviendo en tu templo. Usaré mis poderes y descubriré por mi cuenta lo que ha pasado.
—¡No! —exclamó furiosa al tiempo que se giraba para mirarlo—. No puedes hacer eso.
Un músculo comenzó a palpitar en la mandíbula de Ash.
Artemisa retrocedió y dejó que la columna se interpusiera entre ellos. Respiró hondo como si quisiera reunir fuerzas y acto seguido comenzó a hablar con la voz débil y asustada de una niña.
—Tánatos está libre.
—¿Qué? —rugió Ash al tiempo que bajaba los pies al suelo y se ponía en pie.
—¿Lo ves? Ya estás gritando.
—¡Ja! —exclamó entre dientes—. Esto no es gritar, créeme. Ni siquiera se le acerca. —Se alejó de la balaustrada y comenzó a pasearse de un lado a otro de la amplia terraza. Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no utilizar sus poderes contra Artemisa—. Me prometiste que lo harías regresar.
—Lo intenté, pero se escapó.
—¿Cómo?
—No lo sé. Yo no estaba allí y ahora se niega a obedecerme.
Ash le lanzó una mirada furibunda.
Tánatos andaba suelto y el único que podía detenerlo estaba bajo arresto en el templo de Artemisa. Malditos fueran sus trucos y sus promesas. No había manera de que pudiera marcharse. Al contrario que los dioses del Olimpo, cuando daba su palabra, se veía obligado a mantenerla.
Romper la promesa lo mataría. Literalmente.
Ash hervía de furia. Si Artemisa le hubiera hecho caso la primera vez, no estarían reviviendo semejante pesadilla.
—Cuando maté al último hace novecientos años, me juraste que no volverías a crear un nuevo Tánatos. ¿A cuántas personas mató aquel? ¿A cuántos Cazadores Oscuros? ¿Lo recuerdas siquiera?
Artemisa se tensó y lo miró con una furia que igualaba la suya.
—Ya te lo dije. Necesitábamos a alguien capaz de acorralar a los tuyos. Tú te niegas a hacerlo. Ni siquiera controlas a tu demonio. Esa fue la única razón que me impulsó a crear otro. Necesitaba a alguien que pudiera ejecutarlos cuando traspasaran los límites. Tú te limitas a disculparlos. «No lo entiendes, Artemisa. Bla, bla, bla.» Sí que lo entiendo. Prefieres atender a cualquiera antes que a mí, por eso creé a alguien que sí me escucha cuando hablo. —Lo miró de modo elocuente—. Alguien que me obedece de verdad.
Ash tuvo que contar hasta diez tres veces seguidas mientras abría y cerraba los puños. Artemisa lograba despertar en él un horrible deseo de atacarla y herirla que le costaba horrores controlar.
—No me hagas hablar de ese tema, Artie. Al parecer, la palabra «obedecer» no está en el vocabulario de tu ejecutor.
Enloquecido por su confinamiento y su sed de venganza, el último Tánatos había arrasado Inglaterra a su paso con tal saña que Ash se había visto obligado a inventar una supuesta «plaga» que impidiera tanto a los humanos como a los Cazadores Oscuros descubrir la verdadera causa que había acabado con el cuarenta por ciento de la población del país.
Ash se pasó la mano por la cara al pensar en lo que Artemisa acababa de dejar suelto por el mundo. Cuando le pidió que lo hiciera volver, debería haber imaginado que ya era demasiado tarde.
Pero como un imbécil, había confiado en que ella cumpliría su promesa.
A esas alturas ya debería haber aprendido…
—Maldita seas, Artemisa. Tánatos tiene el poder de convocar a los daimons y hacer que lo obedezcan. Puede llamarlos desde cientos de kilómetros de distancia. Al contrario que mis Cazadores, puede moverse durante el día y resulta imposible matarlo. Ellos desconocen el único punto vulnerable que tiene.
La diosa resopló.
—Bueno, eso es culpa tuya. Deberías haberles hablado de él.
—¿Qué tendría que haberles dicho? ¿Que sean buenos si no quieren que la puta de Artemisa envíe a su asesino para matarlos?
—¡Yo no soy ninguna puta!
Ash se acercó a ella y la dejó aprisionada contra la columna.
—No tienes ni idea de lo que has creado, ¿verdad?
—No es más que un sirviente. Puedo hacerlo volver.
Ash observó las temblorosas manos de la diosa y las gotas de sudor que le cubrían la frente.
—Entonces, ¿por qué tiemblas? —le preguntó—. Dime cómo ha logrado escaparse.
Artemisa tragó saliva, pero tuvo el buen tino de proporcionarle la información que pedía.
—Fue Dioni. Se estaba jactando de ello en Teocrópolis momentos antes de que yo viniera a decírtelo.
—¿Dioniso?
La diosa asintió con la cabeza.
En esa ocasión, Ash maldijo su propia estupidez. No debería haber borrado los recuerdos de Dioniso sobre lo sucedido en Nueva Orleans. Debería haber dejado que el imbécil recordara exactamente a qué se enfrentaba. Debería haberlo dejado con tanto miedo en el cuerpo que jamás volviera a tener la osadía de enfrentarse a él o a sus Cazadores.
En cambio, había elegido proteger a Artemisa. Ella no quería que su familia supiera quién o qué era él. Para ellos solo era su mascota. Una curiosidad humana de la que se podía prescindir fácilmente.
Si ellos supieran…
Había borrado los recuerdos de aquella noche de todos los presentes y solo recordaban que había habido una pelea y la identidad de los vencedores.
Ni siquiera Artemisa se había librado.
La diosa le había prometido que Dioniso no perseguiría a Zarek para vengarse de él. Pero eso fue antes de que ella misma ordenara la muerte del Cazador.
¿Cuándo iba a aprender? No se podía confiar en ella.
Se alejó de Artemisa.
—No tienes ni idea del efecto que tiene un encierro sobre una persona. El efecto de que te dejen olvidado en un agujero.
—¿Y tú sí lo sabes?
Ash guardó silencio y acalló los recuerdos que amenazaron con inundarlo. Unos recuerdos amargos y dolorosos que lo asaltaban cada vez que se atrevía a pensar en el pasado.
—Será mejor que reces para que nunca sepas lo que se siente. La locura, la sed… La ira. Has creado un monstruo, Artemisa, y yo soy el único que puede matarlo.
—En ese caso, tenemos un problemilla, ¿no es cierto? No puedes marcharte.
Ash entrecerró los ojos.
La diosa dio un respingo.
—Ya te lo he dicho, me pondré en contacto con los Oráculos para que lo traigan de vuelta.
—Será mejor que lo hagas, Artemisa. Porque si no lo controlas, el mundo va a convertirse precisamente en la peor pesadilla que puedas tener.
Zarek yacía en la playa, todavía dentro de Astrid, mientras las olas rompían sobre sus cuerpos. Ese sueño era tan real e intenso que no quería despertarse nunca.
¿Cómo sería hacer el amor con ella de verdad?
Pero sabía la respuesta mientras se formulaba la pregunta. Una mujer como Astrid ni necesitaba ni quería a su lado a un hombre como él. Solo en sueños podía sentirse deseado. Querido.
Humano.
Se apartó de ella para tumbarse a su lado y ver cómo el agua acariciaba su cuerpo desnudo. El pelo mojado se le pegaba a la piel. Parecía una nereida que acabara de nadar hasta la orilla para disfrutar de la luz del sol y seducirlo con esas curvas y esa piel sedosa. Mientras le recorría el torso y los brazos con las manos, alzó la cabeza y lo miró con una tierna sonrisa que le desbocó el corazón.
Astrid descansaba en silencio sobre la arena, observándolo a su vez. Zarek parecía totalmente perdido en ese momento, como si el hecho de hacer el amor lo hubiera dejado confundido. Se preguntó qué haría falta para domesticar a ese hombre, aunque fuera un poquito. Lo suficiente para que los demás pudieran ver en él lo que ella veía.
Al menos ya permitía que lo tocara sin maldecir ni alejarse de ella…
Era un comienzo.
Bajó la mano a lo largo de los duros contornos de su torso hasta llegar a esos abdominales tan perfectos. El deseo brilló en los ojos de Zarek cuando su mano siguió descendiendo. Se humedeció los labios al tiempo que se preguntaba si sería capaz de mostrarse un poco más atrevida. Aún no estaba segura de la reacción que el más mínimo movimiento podría provocar.
Sus dedos se entretuvieron en la línea de vello rizado que comenzaba bajo el ombligo masculino. Su miembro comenzaba a endurecerse…
Zarek contuvo el aliento mientras la observaba. Era maravilloso sentir esas manos sobre su cuerpo, trazando círculos alrededor de su ombligo antes de seguir con la uña la línea de vello que descendía por su vientre.
La deseaba de nuevo.
En ese momento, la mano de Astrid bajó un poco más.
Zarek gimió cuando esa mano tomó sus testículos con delicadeza para cerrarse a su alrededor y apretarlos de forma exquisita. Su miembro dio un respingo y toda la sangre de su cuerpo volvió a concentrarse en esa zona, provocándole una dolorosa erección.
Un dedo de Astrid recorrió su verga desde la base hasta la punta, donde se detuvo para atormentarlo.
—Creo que te gusta que te haga eso.
Zarek le respondió con un beso.
Ella gimió ante ese despliegue de pasión. Sentía cómo su miembro palpitaba en su mano mientras sus lenguas jugueteaban, excitándola hasta un punto insoportable.
Se alejó de él con renuencia, desesperada por darle algo que jamás hubiera conocido.
Ternura.
Aceptación.
Amor.
La palabra se demoró en su mente. Sabía que no lo amaba. Apenas lo conocía, pero… Zarek había hecho que volviera a sentir. Había despertado esas emociones que había creído perdidas para siempre. Solo por eso, la deuda que tenía con él era muy grande.
Tras darle un fugaz beso en los labios, se deslizó a lo largo de su cuerpo.
Zarek frunció el ceño. No adivinó lo que Astrid planeaba hasta que se apoyó sobre su vientre. Su espalda desnuda estaba totalmente expuesta ante sus ojos mientras seguía acariciándolo con la mano.
Zarek pasó la mano por el cabello largo y húmedo que descansaba sobre la espalda femenina mientras sentía el roce de su aliento sobre la cadera. La piel de Astrid era suave y delicada. Ni una sola mancha o lunar la estropeaba.
En ese momento, su cabeza descendió… y él jadeó al sentir que sus labios rodeaban la punta de su miembro.
El placer lo dejó paralizado. Las caricias de esos labios y esa lengua no se parecían a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Ninguna mujer salvo ella lo había tocado así. Jamás lo había permitido. Sin embargo, dudaba muchísimo que a partir de ese momento pudiera negarle algo. Lo había reclamado como ninguna mujer lo había hecho nunca.
Astrid gimió al paladear el sabor salado de Zarek. Cuando sus hermanas le hablaron de ese tipo de «caricia» le había parecido algo obsceno y asqueroso. Por aquel entonces y durante muchos siglos después fue incapaz de imaginarse haciendo algo parecido con un hombre. Sin embargo, lo estaba haciendo por Zarek. Y no había nada obsceno en los sentimientos que albergaba en ese momento. No había nada obsceno en su sabor.
Le estaba ofreciendo un momento de placer de valor incalculable y, por extraño que pareciera, ella también lo estaba disfrutando.
En ese instante él la agarró por los hombros y gimió en respuesta a cada roce de su lengua, a cada mordisco, a cada succión que le prodigaba. Su apasionada respuesta la excitó. Quería complacerlo. Quería darle todo lo que se merecía.
Zarek arqueó la espalda y la dejó hacer. El hecho de que le permitiera seguir adelante era sorprendente incluso para él. Nunca le había confiado su cuerpo a una amante. Siempre había sido él quien controlara la situación por completo.
La mujer nunca lo tocaba. Jamás.
No lo acariciaba ni lo besaba.
Él se inclinaba sobre su espalda, hacía lo que tenía que hacer y se largaba.
Pero con Astrid era diferente. Tenía la extraña sensación de estar compartiendo su cuerpo con ella. De que ella hacía lo mismo con él.
Era una entrega mutua y maravillosa.
Astrid dio un respingo cuando sintió que los dedos de Zarek se deslizaban por su entrepierna. Separó los muslos para facilitarle el acceso al tiempo que seguía dándole placer con la boca. Él se puso de costado sin dejar de acariciarla y de explorar.
Astrid se estremeció al sentir el ardor de sus caricias y la frescura de las olas que batían sobre ellos. El calor del sol sobre su piel no era nada comparado con el efecto de esas caricias.
La hacía arder.
En ese momento él le separó las piernas un poco más.
Astrid gimió cuando sintió que la tomaba en la boca. Cuando pasó la lengua por el centro de su ser, allí donde más anhelaba sus caricias, la cabeza comenzó a darle vueltas por la intensidad del placer. Siguió lamiéndola y hundiéndose en ella. Seduciéndola. La agarró por las caderas y la acercó un poco más a su boca para seguir atormentándola con caricias mucho más licenciosas.
Zarek se estremeció al probar su sabor mientras ella hacía lo propio. Lo que estaban compartiendo era mucho más que sexo.
Astrid tenía razón, estaban haciendo el amor.
Y saberlo lo conmovía hasta el fondo del alma que no poseía.
Se tomaron su tiempo y no dejaron de acariciarse hasta quedar saciados. Se corrieron juntos en un estallido de exquisita emoción.
Astrid se apartó de él, pero Zarek siguió acariciándola. Tan concentrado estaba en ella que no prestó atención al mar. Hasta que una enorme ola cayó sobre ellos.
Escupió, pero no pudo evitar tragar una buena cantidad de agua.
La ola retrocedió y los dejó jadeantes y medio ahogados.
Astrid soltó una carcajada. Su risa era dulce y vibrante.
—Eso sí que ha sido interesante…
Zarek ascendió por su cuerpo dejando a su paso un reguero de besos y se alzó sobre ella para sonreírle.
—De lo más irritante, en mi opinión.
Astrid extendió una mano para acariciarle la mejilla.
—El príncipe azul tiene hoyuelos.
La sonrisa se borró del rostro de Zarek, que apartó la mirada al instante.
Ella le giró la cabeza de nuevo.
—No dejes de sonreír, Zarek. Me gusta esta faceta tuya.
La ira restalló en sus ojos.
—¿Eso quiere decir que no te gusta mi otra faceta?
Astrid le contestó con un resoplido hastiado.
—Mira que eres arisco… —le dijo al tiempo que deslizaba las manos por su espalda hasta llegar a su trasero, al que propinó un buen apretón—. Después del día que hemos pasado, ¿aún no te has dado cuenta de que me gustan mucho todas tus facetas? Aunque algunas sean mucho más espinosas que otras. —Pasó una mano por su mejilla, áspera por la barba, para enfatizar el comentario.
Zarek se relajó un tanto.
—No debería estar contigo.
—Y yo no debería estar contigo. Sin embargo, aquí estamos, algo de lo que me alegro muchísimo. —Se frotó contra él y consiguió arrancarle un gemido.
Zarek la observaba como si no pudiera creer que fuera real y, en su mente, no lo era. Solo era un sueño.
A Astrid le intrigaba saber cómo reaccionaría al despertar. ¿Lo ayudaría en algo lo que habían compartido o solo conseguiría alejarlo aún más de ella? Deseaba poder borrar todos los malos recuerdos que albergaba en su memoria y darle una infancia llena de amor y ternura.
Una vida de alegría y amistad.
Zarek apoyó la cabeza entre sus senos y permaneció así, como si no hubiera nada mejor que estar recostado sobre ella mientras el sol los calentaba.
—¿Tienes algún recuerdo feliz, Zarek? Un recuerdo de algo bueno que te haya pasado en la vida.
Tardó tanto en hablar que Astrid creyó que no iba a hacerlo. Cuando por fin contestó, su voz fue tan suave que se le encogió el corazón.
—Tú.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo abrazó con todo su cuerpo y lo acunó con la esperanza de consolar su atormentado espíritu, aunque fuese un poco.
Fue en ese instante cuando supo que lucharía por ese hombre y una aterradora certeza se abrió paso en su cabeza: se estaba enamorando de él.
Se quedó sin respiración mientras la idea flotaba en su mente como si de un terrorífico espectro se tratara. Aunque era imposible negar no solo lo que sentía por él, sino también los extremos a los que sería capaz de llegar para verlo a salvo y feliz.
Apoyado sobre su abdomen, donde sentía los latidos de su corazón, Zarek dejaba que su aliento le acariciara un pezón. Nadie la había tocado como él y no solo en lo referente al sexo. Ese hombre lograba que se sintiera delicada y femenina. Deseable.
No la trataba como si fuera una niña y, sin embargo, hacía las cosas más dulces en su afán por cuidar de ella.
Cerró los ojos para disfrutar al máximo de su peso y de las caricias del agua. Se relajó con el tacto fresco y resbaladizo de su piel.
¿Qué iba a hacer? Zarek no era el tipo de hombre que permitía que alguien lo amara.
Y mucho menos si se trataba de una mujer que había sido enviada para juzgarlo.
Si alguna vez descubría su verdadera identidad, la odiaría.
La idea la desgarró y se llevó la alegría que le había deparado el día.
Sin embargo, llegaría el momento en que tendría que contárselo todo.
Jess salió del Ford Bronco negro y sacó la escopeta de cañones recortados de debajo del asiento.
Por si acaso.
El viento nocturno era gélido; la luz de la luna, brillante y espectral sobre la nieve. Se ajustó las gafas de sol, aunque tampoco notó mucho la diferencia…
El clima de Alaska era duro para los sensibles ojos de un Cazador Oscuro.
La casa de Zarek estaba oscura y vacía, pero había una motonieve roja aparcada frente a ella. Su escudero, Andy Simms, que lo había acompañado desde Reno, salió despacio del Bronco y observó con recelo el vehículo.
Andy acababa de cumplir los veintiuno. Medía poco más de un metro ochenta, tenía los ojos castaños y el pelo negro. Solo llevaba unos cuantos meses trabajando para él y era el sucesor de su padre, que se había jubilado en primavera.
Jess conocía al muchacho desde el día en que nació y lo quería como si fuera su hermano pequeño.
Por muy molesto que fuera.
—¿Hay otro escudero? —preguntó al tiempo que señalaba con la cabeza la motonieve.
Jess hizo un gesto negativo. Los escuderos viajaban en los dos coches que acababan de llegar. Bajaron de los vehículos con el mismo estruendo que una manada de terneros nerviosos y se agruparon a su alrededor.
Había doce, aunque Jess solo conocía a tres de ellos.
Otto Carvalletti era el más alto del grupo. Tenía la impresionante altura de un metro noventa y cinco, y llevaba el pelo negro azabache un tanto largo pero bien cortado, como si dedicara mucho tiempo a arreglárselo. Solía observar a todo el mundo con una mirada furiosa y penetrante. Jess tenía la impresión de que al tipo se le rompería la cara si llegaba a sonreír algún día. Una rama de su familia formaba parte de la mafia italiana, mientras que la otra conformaba uno de los linajes más antiguos de escuderos. Era un escudero de sangre azul y su abuelo había dirigido el Consejo de Escuderos en el pasado.
Tyler Winstead había llegado desde Milwaukee. Con solo un metro setenta de altura, el rubio era el epítome de la inocencia hasta que se miraban sus ojos. En ellos no había ni pizca de inocencia. Solo ferocidad.
Y el último era Allen Kirby. Otro escudero de rancio abolengo que había sido convocado desde Toronto para la persecución. Puesto que Otto jamás pronunciaba dos palabras seguidas, Allen debía de ser el listillo de la jauría. Sin embargo, Jess supo de forma instintiva que Otto sería capaz de superar el sarcasmo de Allen cuando le apeteciera.
—Sabía que estaría aquí —dijo Allen mientras observaba la motonieve con insolente socarronería.
Jess lanzó una mirada hastiada en su dirección.
—No es Zarek. Te aseguro que el rojo no le va.
No obstante, sospechaba que el vehículo pertenecía a un Cazador. Ya podía notar cómo mermaban sus poderes.
—¿Cómo sabes que no es él? —le preguntó Tyler.
Jess se apoyó la escopeta en el hombro.
—Porque sí.
Ordenó a los escuderos que no se movieran y recorrió despacio la distancia que lo separaba de la motonieve. Utilizando los dientes, se quitó el guante de la mano izquierda y la colocó sobre el motor. De repente, comprendió que el hecho de que estuviera frío no significaba nada con una temperatura bajo cero y se sintió como un imbécil por haberse tomado la molestia de comprobarlo. El vehículo podía llevar allí cinco minutos o cinco horas. Con semejante frío, incluso un incendio se habría apagado en cuestión de minutos.
¿De quién sería? Echó un vistazo a izquierda y a derecha, pero no vio rastro de nadie.
Hasta que escuchó un golpe seco a su izquierda. Apenas tuvo tiempo de quitarse la escopeta del hombro antes de que cuatro daimons salieran de los matorrales.
Se detuvieron un instante al verlo antes de agachar las cabezas y echar a correr hacia él.
Jess alcanzó a uno de ellos con un disparo en el pecho, a otro lo lanzó por los aires y a un tercero lo envió al suelo con un golpe de la culata.
En ese momento una flecha pasó rozándole la cara y se clavó en uno de los daimons mientras él remataba al que tenía a sus pies. El último se lanzó al ataque, pero apenas si fue capaz de dar un paso antes de recibir una flecha en mitad del pecho y convertirse en una nube de polvo.
—Asquerosas ratas chupasangre…
Jess enarcó una ceja al escuchar la suave voz femenina que precedió la llegada de una mujer alta de figura llamativa. Llevaba el cabello negro trenzado a la espalda. Iba ataviada con un mono de cuero negro muy ceñido que le trajo a la mente a Emma Peel, de Los vengadores. Salvo que su efecto era mucho más devastador en la mujer que se acercaba a él.
Del bosque que se alzaba a su espalda surgió un segundo Cazador Oscuro. Sobrepasaba la altura de Jess en unos buenos diez centímetros; su pelo era tan rubio que habría pasado por blanco y el aire amenazador de sus movimientos parecía decir a voz en grito: «Interponte en mi camino y eres hombre muerto». Llevaba un largo abrigo de piel y parecía estar en su salsa en el frío ártico.
La mujer se detuvo al llegar junto a Jess y le ofreció la mano.
—Sira de Antikabe.
Jess inclinó la cabeza a modo de saludo al tiempo que aceptaba el apretón de manos.
—Jess Brady, señora, encantado de conocerla.
—Sundown —lo saludó el otro Cazador cuando se reunió con ellos. Sus manos siguieron ocultas en los bolsillos—. Me han hablado mucho de ti. Estás muy lejos de casa.
Jess lo observó con recelo.
—Y ¿tú eres…?
—Bjorn Thorssen.
Saludó al guerrero vikingo inclinando de nuevo la cabeza. Según se rumoreaba, Bjorn había formado parte de la partida vikinga que conquistó Normandía en la Edad Media.
—He oído hablar de ti —le dijo antes de dirigirse a Sira—. Sin ánimos de ofenderla, señora, a usted no la conozco.
—Claro que sí. Me llaman Yukon Jane en la web, los muy capullos.
Jess esbozó una sonrisa. Yukon Jane era una guerrera amazona nacida en el siglo III o IV a.C. Según los rumores, tenía casi tan mal carácter como Zarek. Le encantaba rastrear y matar y estaba destinada en Yukon porque en una ocasión mutiló a un rey que la había molestado.
—Bueno —replicó Jess muy despacio con una pícara sonrisa, al tiempo que observaba hasta el más mínimo detalle del elegante porte de la Cazadora—, lo único que puedo decir es que ninguno de esos que la insultan ha tenido el placer de disfrutar de su compañía, señorita Sira. De otro modo, la llamarían Queen Jane, porque tiene el porte de una reina.
El comentario le arrancó a la mujer una sonrisa cordial.
—Ya veo que eres educado y encantador. Zoe tenía razón.
La sonrisa de Jess se ensanchó.
Allen carraspeó.
—Bueno, lord Cortesía y lady Perfidia, si nos conceden un minuto de su tiempo, hay un psicópata al que dar caza.
Jess fulminó al escudero con una mirada por encima del hombro; no obstante, antes de que pudiera replicarle, Sira volvió a disparar su ballesta. Allen salió despedido de espaldas y aterrizó en el suelo. La Cazadora se acercó a él y lo miró desde arriba.
—No me gustan mucho los escuderos y odio a muerte a los Iniciados. Así que ahórrate el mal rato y no vuelvas a dirigirme la palabra… o la próxima vez te disparo una flecha con punta.
Se agachó y recogió la flecha roma que le había disparado.
Jess se echó a reír. Le gustaban las mujeres con agallas.
Y con buena puntería.
—A ver —continuó Sira al tiempo que se giraba para echar un vistazo a todos los presentes—, llevo cuatro días persiguiendo a un grupo de daimons que se dirige hacia Fairbanks. Bjorn ha estado siguiendo a toda una tribu desde Anchorage. Eso explica el motivo de nuestra presencia en este lugar. ¿Cuáles son los vuestros? Jess, ¿has seguido a algún daimon desde Reno hasta Alaska?
Otto se apartó del grupo de escuderos para plantarse frente a Sira.
—Hemos venido a matar a Zarek de Moesia y si te interpones en nuestro camino, chata, también te mataremos a ti.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Jess mientras se bajaba las gafas de sol para mirar a Otto—. Si habla y todo… O más bien, gruñe.
—Aunque no por mucho tiempo si no cuida su lengua. —Sira lanzó una mirada letal y malévola al escudero—. Para que lo sepas, escudero, harían falta unos cuantos como tú para hacerme un simple arañazo.
Otto correspondió la furibunda mirada con una sonrisa arrebatadora.
—Me encantan las mujeres que arañan. Pero asegúrate de que sea en la espalda, nena. No me gustan las cicatrices. —Y, con eso, se alejó de ella.
—No soporto a los escuderos —rezongó Sira antes de sacar otra flecha roma, cargar la ballesta y disparar a Otto.
Con una rapidez de reflejos que casi escapaba a la vista, el escudero se dio la vuelta y atrapó la flecha sin pestañear. Se la llevó a la nariz y la olfateó con delicadeza.
—Mmm, rosas —musitó—. Mi favorito.
Jess intercambió una mirada elocuente con Andy.
—Tal vez sería mejor que os dejáramos.
—Sí —acordó Allen con una risotada—, esto me recuerda al dicho ese: «Dios los cría y ellos se juntan». El único que hace falta aquí es Nick Gautier.
Otto le lanzó la flecha y Allen gruñó cuando le golpeó en el vientre.
El rostro de Sira estaba rojo como un tomate mientras fulminaba con la mirada a Otto, quien, sin hacerle el menor caso, siguió andando tranquilamente hasta la cabaña.
—¿Tienes escudero, Jess? —preguntó Sira mientras caminaba con Bjorn a su lado.
Jess señaló a Andy con la cabeza.
—Lo crié desde que era un mocoso.
—¿Y te hace caso?
—Casi siempre.
—Tienes suerte. Yo disparé a los tres últimos. —Mientras se acercaban hacia la cabaña, la Cazadora añadió—: Y no con una flecha roma.
Bueno, al menos la cosa se había animado un poco con las dos últimas incorporaciones al grupo. No obstante, cuando entró en la cabaña de Zarek detrás de Bjorn, Sira y tres de los escuderos, perdió todo rastro de buen humor.
El resto del grupo se vio obligado a quedarse en el exterior porque no había espacio para todos en la reducida estancia. No era precisamente uno de esos casos en los que la cabaña parecía más pequeña desde el exterior. Más bien lo contrario.
El interior estaba bien atendido, pero el lugar era asfixiante y deprimente.
Los escuderos alzaron las linternas halógenas para iluminar la lúgubre estancia. Había un colchón en el suelo con una almohada vieja y ajada por el uso, unas sábanas casi transparentes y unas cuantas pieles. La televisión estaba en un estante bajo y en las paredes se alineaban un buen número de estanterías. El único mobiliario de la casa estaba compuesto por dos armarios.
—¡Santo Dios! —exclamó Allen—. Vive como un animal.
—No —lo corrigió Sira al tiempo que se acerca a las estanterías para ojear los títulos de los libros—. Vive como un esclavo. Para él esto debe de ser toda una mejora.
Buscó la mirada de Jess.
—¿Lo conoces?
—Sí, y tienes razón. —Jess tuvo que agachar la cabeza para apartarse de las aspas del ventilador mientras inspeccionaba el lugar. Recordó en ese momento que Zarek era un poco más alto que él—. ¡Joder! —exclamó al tiempo que hacía girar las aspas y recordaba un detalle que Zarek le había confesado en una ocasión.
—¿Qué? —le preguntó Bjorn.
Jess miró al Cazador nórdico mientras este inspeccionaba la despensa de Zarek, en la que solo había unas cuantas latas de comida y un montón de botellas de vodka sin abrir.
—¿Qué temperatura hace aquí en verano?
Bjorn se encogió de hombros.
—En pleno verano se pueden alcanzar los treinta grados. ¿Por qué?
Jess soltó otro taco.
—Recuerdo una conversación que mantuve con Zarek. Le pregunté cómo le iba y me dijo que se estaba asando. —Señaló el ventilador de techo con la cabeza—. Acabo de comprender lo que quería decir. ¿Os imagináis lo que debe de ser estar atrapado en este lugar en pleno verano, sin ventanas y sin aire acondicionado?
Sira dejó escapar un silbido.
—Tenemos veinticuatro horas de sol. Con suerte se puede salir unos diez minutos al día.
—¿Dónde está el baño? —preguntó Allen.
Sira señaló el pequeño orinal que había en un rincón.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó a Jess—. ¿Ochocientos o novecientos años?
Jess asintió con la cabeza.
La Cazadora volvió a silbar.
—No me extraña que esté chalado.
Allen resopló.
—Con lo que le pagan, ese idiota podría haberse construido una mansión.
—No —lo corrigió Jess—. No es su estilo. Confía en mí, cuando estás acostumbrado a no tener nada, no esperas otra cosa.
Sira se acercó al rincón donde se amontonaban unas figurillas talladas.
—¿Qué es esto?
Jess frunció el ceño al percatarse de que las paredes de la cabaña estaban talladas de arriba abajo con un diseño semejante al de las figurillas. De repente recordó la figurilla de madera que había visto en la tienda. Las esculturas de hielo de la ciudad.
El pobre Zarek debía de haberse vuelto loco de aburrimiento en incontables ocasiones a lo largo de los meses que se veía obligado a encerrarse en ese minúsculo cobertizo.
Qué coño, hasta su garaje era más grande que esa cabaña.
—Yo diría que es como Zarek intenta mantenerse cuerdo mientras está encerrado aquí.
Bjorn cogió una figurilla pintada que parecía un oso polar con sus crías.
—Son increíbles.
Sira asintió con la cabeza.
—Nunca he visto nada semejante. No me parece correcto matar a alguien que ha estado viviendo así durante siglos.
Allen resopló.
—A mí no me parece correcto que lo dejaran vivir después de haber matado a todos los habitantes de la aldea que estaba bajo su protección.
Otto miró a su compañero de forma peculiar. De no haber sabido que era imposible, Jess habría jurado que el tipo se estaba pensando mejor lo de matar a Zarek.
Su mirada se topó con la del escudero.
No, no era imposible. De hecho, sospechaba que habían enviado a Otto por otras razones… igual que a él.
—Bueno, chicos, ha sido un placer conoceros —dijo Bjorn—, pero mis poderes comienzan a mermar a causa de la presencia de Jess y de Sira y todavía tengo que resolver ese asuntillo de la migración de los daimons. ¿A alguien se le ocurre qué motivo pueden tener?
Todos miraron a Sira, puesto que era la mayor de los presentes.
—¿Qué? —les preguntó ella.
—¿Alguna vez has visto u oído algo semejante?
La Cazadora negó con la cabeza.
—Sé que los daimons se agrupaban. Siglos antes de que ninguno de vosotros naciera, solían tener una élite de guerreros. Pero nadie ha visto un solo spati durante el último milenio. Esto me huele mal. Es una lástima que no podamos ponernos en contacto con Aquerón. Es muy posible que él tenga más información.
Bjorn salió de la cabaña.
Jess lo hizo en último lugar y, antes de salir, echó un vistazo a la mísera cabaña de Zarek.
Joder. Sentía lástima por su amigo y por la vida que le había tocado.
No podía imaginarse allí recluido en mitad del bosque, solo y con una temperatura que oscilaba entre los treinta bajo cero del invierno y los treinta grados sobre cero del verano. No era de extrañar que Aquerón se compadeciera de Zarek.
Seis de los escuderos regresaron a los coches y descargaron varias latas de gasolina.
—¿Qué estáis haciendo? —les preguntó Jess con recelo.
—Sacarlo de su escondrijo con el fuego —contestó un pelirrojo—. Si queremos atraparlo, tenemos que…
—¡Y una mierda! —exclamó Jess, que acababa de quitarle al escudero la lata de gasolina de las manos para arrojarla al bosque—. Esto es lo único que tiene en el mundo. De ningún modo permitiré que se lo arrebatéis.
—Le dio una paliza a esa mujer. —La réplica de Allen estaba cargada de desprecio.
Jess lo miró con los ojos entrecerrados.
—Todavía tenéis que demostrármelo.
El escudero puso los ojos en blanco, como si el hecho de que defendiera a su amigo le resultara imposible de entender.
—Si Zarek no lo hizo, ¿quién fue?
—Yo.