Zarek estaba dispuesto a internarse en la tormenta. Se subió la capucha del abrigo y comenzó a cruzar el vestíbulo.
Astrid salió a su paso a medio camino de la puerta. Se detuvo al ver que lo estaba esperando y lo invadió una oleada de deseo que le provocó una palpitante erección. Su expresión parecía triste, y fue la rareza de ese gesto lo que más lo sorprendió.
Por los dioses, qué hermosa era. Por un momento deseó con todas sus fuerzas poder quedarse allí con ella. Deseó tener tanta suerte como ese lobo salvaje al que había domesticado.
Deseó tener valor para alzar la mano y coger una estrella.
¡Hazlo!, gritó su mente.
Apretó los puños para no rendirse a ese abrasador anhelo. Los esclavos no tenían sueños ni deseos.
Los esclavos no deseaban a mujeres que estaban muy por encima de ellos.
Ni siquiera debería estar mirándola, y mucho menos tener una erección por el deseo de tocarla.
Sin importar lo mucho que luchara contra ello, sin importar las veces que había retado a Aquerón y a Artemisa, sabía la verdad. Dos mil años después, seguía siendo un esclavo; un esclavo cuya dueña era una diosa griega que quería matarlo.
Podía negar su destino cuanto quisiera, pero a la postre sabía cuál era su lugar en el mundo.
Las mujeres como Astrid no eran para hombres como él. Eran para hombres decentes y educados. Para hombres que conocían el significado de palabras tan simples como «amabilidad», «cariño», «compasión» y «amistad».
«Amor.»
Hizo ademán de esquivarla.
—Toma —dijo ella al tiempo que le ofrecía una taza de té caliente.
Desprendía un aroma dulce y agradable, pero eso no lo caldeó tanto como la visión del tenue sonrojo que le cubría las mejillas.
—¿Qué es esto?
—Te diría que es arsénico y vómito, pero dado lo poco que confías en mí, no me atrevo. Es té caliente de romero con un poquito de miel. Quiero que te lo bebas antes de marcharte. Te ayudará a mantenerte caliente durante el viaje.
Aunque le hizo gracia que le devolviera el comentario maleducado, el primer impulso de Zarek fue arrojarlo al suelo. Pero no pudo hacerlo. Era un obsequio demasiado considerado y los obsequios considerados eran, según su experiencia, algo extremadamente raro.
Detestaba tener que admitir lo mucho que le había conmovido ese sencillo gesto.
Se endureció todavía más al pensarlo.
Tras darle las gracias, se lo bebió sin dejar de observarla por encima del borde de la taza. Por los dioses, ¡cómo iba a echarla de menos! Aunque eso tenía incluso menos sentido que todo lo demás.
Se la comió con los ojos mientras se bebía el té.
Los pantalones vaqueros enfundaban unas piernas largas y esbeltas que cualquier hombre soñaría con tener alrededor de la cintura.
O de los hombros.
Sin embargo, era su trasero lo que más deseaba. Parecía suplicar que lo cubriera con las manos mientras se frotaba contra su suavidad para que sintiera lo mucho que ardía por ella.
Contra su voluntad, la imaginó desnuda entre sus brazos. Imaginó esos labios pegados a los suyos y esos pechos entre las manos mientras se perdía en ese cuerpo cálido y húmedo.
Tengo que salir de aquí, se dijo.
Apuró de un trago lo que le quedaba de té y le devolvió la taza vacía.
Ella se apartó un poco y apretó la taza entre las manos con una expresión aún más triste que antes.
—Me gustaría que te quedaras, Zarek.
Saboreó el sonido de esas extrañas palabras. Aun cuando no las hubiera dicho en serio, le habían calado muy hondo.
—Seguro que sí, princesa.
—Es la verdad.
La sinceridad que se leía en su rostro le abrasó las entrañas. Sin embargo, sus palabras le provocaron más ira que ninguna otra cosa.
—No me mientas. No soporto las mentiras.
La apartó de su camino para abrirse paso hacia la puerta, pero antes de llegar una especie de bruma le nubló el pensamiento.
Comenzó a perder la vista.
Se detuvo un momento para tratar de enfocar la mirada. De repente notaba las extremidades pesadas. Como si fueran de plomo. Respirar suponía todo un esfuerzo.
¿Qué le ocurría?
Dio un paso en dirección a la puerta, pero se le doblaron las rodillas. Acto seguido, todo se volvió negro.
Astrid dio un respingo cuando oyó que Zarek caía al suelo. Ojalá hubiera podido sostenerlo antes de que se desplomara. Aunque sin la vista no había nada que pudiera hacer.
Se acercó a él para asegurarse de que se encontraba bien.
Por suerte, su engaño no parecía haberle ocasionado daños graves.
—¿Sasha? —lo llamó. Necesitaba su ayuda para levantar a Zarek del suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el lobo cuando llegó junto a ella.
—Lo he drogado.
Sintió que Sasha adoptaba su forma humana.
Sabía muy bien que su acompañante estaría desnudo en esos momentos… siempre lo estaba cuando cambiaba de forma.
Solo lo había visto transformarse unas cuantas veces. Puesto que era un katagario Licos, su estado favorito y natural era el de lobo; pero sus habilidades mágicas innatas le permitían adoptar forma humana en ocasiones, ya fuera por necesidad o a voluntad. Sus poderes y su fuerza eran menores en su forma humana que en la de lobo, y por esa razón prefería el cuerpo animal.
Aun así, había ciertas cosas que los de su raza preferían hacer como humanos.
Cosas como aparearse y comer…
En forma humana Sasha tenía el pelo largo y rubio, tan claro que era casi tan blanco como su pelaje de lobo. Sus ojos tenían un azul vibrante que resultaba estremecedor en cualquiera de las encarnaciones. Y sus rasgos…
Marcados y cautivadores. Los ángulos de su rostro eran duros y perfectos. Viriles.
Era una lástima que nunca se hubiera sentido sexualmente atraída por él, ya que poseía un cuerpo tan musculoso y tan en forma como el de Zarek.
Sin embargo, a pesar de toda la belleza y el encanto de Sasha, para ella no era más que un amigo. Uno que a menudo actuaba como un hermano mayor demasiado protector.
—¿En qué estabas pensando? —preguntó con un grave tono de barítono que dejaba traslucir la magnitud de sus poderes como hechicero. Según los rumores, los katagarios podían seducir a cualquier mujer con tan solo pronunciar su nombre.
Sus proezas sexuales y su resistencia eran legendarias, incluso entre los dioses.
Aun así, Astrid solo era capaz de apreciar el seductor atractivo de Sasha. Nunca había sucumbido a él.
—No puede salir de la cabaña hasta que termine el juicio, ya lo sabes.
Sasha resopló, irritado.
—¿Con qué lo drogaste?
—Con suero de Loto.
—Astrid, ¿tienes la más mínima idea de lo peligroso que es eso? Ha matado a un sinfín de mortales. Un sorbito basta para que algunos se vuelvan locos. O peor, para que se hagan tan adictos que se nieguen incluso a abandonar sus sueños.
—Zarek no es mortal.
Sasha suspiró.
—No, no lo es.
Astrid se sentó sobre los talones.
—Llévalo a la cama, Sasha.
El aire restalló con la ira del katagario.
—¿Y dónde está el «por favor»?
Ella se giró hacia la izquierda con la esperanza de estar fulminándolo con la mirada.
—¿Por qué estás tan insoportable últimamente?
—¿Por qué estás tú tan mandona? Creo que este hombre te está afectando y eso no me gusta. —Hizo una pausa antes de seguir hablando—. No lo olvides nunca, Astrid: estoy aquí porque quiero. Solo sigo a tu lado porque no quiero que te hagan daño.
Astrid extendió la mano para colocarla sobre su brazo.
—Lo sé, Sasha. Te lo agradezco.
Sasha cubrió esa mano con la suya y le dio un ligero apretón.
—No dejes que te llegue al alma, ninfa. Tiene tanta oscuridad dentro que podría aniquilar por completo la bondad que posees.
Astrid lo meditó durante un momento. Hacía mucho tiempo que no se consideraba buena. Se había mantenido aletargada durante demasiados siglos.
—Hay gente que diría lo mismo de ti.
—No me conocen.
—Y nosotros no conocemos a Zarek.
—Conozco a los de su clase mucho mejor que tú, ninfa. He pasado toda mi vida luchando contra hombres como él. Hombres que ven el mundo como un enemigo y que odian a todos los que los rodean. —Se apartó de ella y resopló mientras alzaba a Zarek del suelo—. Protege tu corazón, Astrid. No quiero que te hagan daño otra vez.
Ella se sentó en el suelo mientras Sasha llevaba a Zarek hasta su cama y reflexionó sobre su advertencia. Tenía razón. Había estado tan embelesada con Miles que, pese a la ceguera, no había conseguido verlo tal y como era en realidad.
No obstante, Miles era un hombre arrogante. Vanidoso.
Zarek no era ninguna de las dos cosas.
Miles fingía preocuparse por los demás, pero no se preocupaba más que de sí mismo.
Zarek no se preocupaba por nadie, y mucho menos de sí mismo.
Sin embargo, solo había una forma de asegurarse.
Se levantó y le sirvió a Sasha un vaso de zumo.
—¿Qué vas a hacer con él? —le preguntó el katagario unos minutos más tarde, cuando volvió a reunirse con ella.
—Lo dejaré dormir un rato —respondió ella de forma evasiva.
A Sasha le daría un ataque si se enteraba de lo que tenía en mente y no estaba de humor para enfrentarse a un hombre-lobo furioso.
Le tendió el vaso y él lo cogió sin decir palabra. Escuchó que abría el frigorífico y se encaminó hacia la encimera mientras él buscaba algo de comida.
Mientras Sasha se ocupaba de Zarek, había echado una pequeña cantidad de suero de Loto en el zumo de su compañero.
Con él llevó algo más de tiempo que el suero hiciera efecto. A causa de su metabolismo, los Cazadores Katagarios eran mucho más resistentes a las drogas que los humanos.
—Astrid, dime que no has sido tú quien me ha hecho esto… —dijo Sasha poco tiempo después, cuando el narcótico comenzó a hacer efecto.
Astrid escuchó el leve chasquido eléctrico que anunciaba el cambio de forma. Avanzó a tientas hacia él. Había vuelto a convertirse en lobo y estaba dormido como un tronco. Ya a solas, recorrió la casa para asegurarse de que las luces y el horno estaban apagados y de que el termostato de la calefacción estaba programado a una temperatura agradable.
Se dirigió hacia su habitación y cogió el suero Idios. Lo apretó con fuerza y se encaminó a la habitación de Zarek. Tomó un sorbo antes de acurrucarse a su lado para dormir, para averiguar más cosas sobre ese hombre y sobre los secretos que albergaba en su corazón…
Zarek estaba en Nueva Orleans. El eco de la música flotaba en la fresca brisa nocturna cuando se detuvo cerca del antiguo convento de las ursulinas, en el Barrio Francés.
Un grupo de turistas rodeaba a un guía ataviado de forma muy parecida al Lestat de Anne Rice, mientras que un segundo «vampiro», con una larga capa negra y colmillos falsos, lo observaba a cierta distancia.
Los turistas escuchaban con atención mientras el guía narraba un famoso asesinato acaecido en la ciudad. En la escalera del convento se habían encontrado dos cadáveres completamente desangrados. Según la leyenda, el convento había sido en su día refugio de vampiros, que salían de noche para cazar en la ciudad.
Zarek soltó un resoplido ante tamaña gilipollez.
El guía, que decía ser un vampiro de trescientos años llamado André, volvió la vista hacia él.
—Miren —dijo André a los miembros de su grupo mientras señalaba a Zarek—, tienen a un verdadero vampiro justo a sus espaldas.
Los turistas se giraron al unísono para observar a Zarek, quien los contemplaba con una expresión malévola.
Sin pensárselo dos veces, les enseñó los colmillos y siseó.
Los turistas chillaron y salieron corriendo.
Al igual que los guías.
Si hubiera sido de risa fácil, habría soltado una carcajada al verlos salir pitando calle abajo como almas que llevaba el diablo. Tal y como eran las cosas, se limitó a observar el desbarajuste que había creado con una mueca cínica en los labios.
—No puedo creer que hayas hecho eso.
Echó un vistazo por encima del hombro y vio que Aquerón estaba de pie entre las sombras como un misterioso espectro, vestido de negro y con el pelo teñido de morado.
Zarek se encogió de hombros.
—Cuando dejen de correr y piensen en ello, creerán que formaba parte del espectáculo.
—El guía no.
—Creerá que le gastaron una broma. Los humanos siempre encuentran una forma de justificar nuestra presencia.
Aquerón dejó escapar un largo suspiro.
—Te lo juro, Z, creí que aprovecharías tu estancia aquí para demostrarle a Artemisa que estás listo para volver a relacionarte con la gente.
Zarek lo miró con expresión irónica.
—Claro, claro… ¿Por qué no me cubres de mierda y me dices que es barro, ya que estamos?
Comenzó a alejarse del lugar.
—No huyas de mí, Z.
Zarek no se detuvo.
Aquerón utilizó sus poderes para estamparlo contra el muro de piedra y retenerlo. Zarek no podía menos que admirar al jefe de los Cazadores Oscuros. Al menos él sabía que no debía tocarlo. No le había puesto una mano encima en dos mil años. El atlante parecía comprender la angustia que le creaba cualquier tipo de contacto físico.
De alguna extraña forma, sentía que Aquerón respetaba eso.
El atlante enfrentó su mirada.
—El pasado está muerto, Z. El futuro depende de las decisiones que tomes esta semana. He estado quinientos años negociando con Artemisa para conseguirte la oportunidad de que demuestres que sabes comportarte como es debido. Por el bien de tu cordura y de tu vida, no la desaproveches.
Aquerón lo liberó y partió en pos de los turistas.
Zarek no se movió hasta que volvió a estar solo. Dejó que las palabras del atlante penetraran en su cerebro mientras reflexionaba en silencio. No quería marcharse de esa ciudad. Nueva Orleans lo había hechizado desde el momento en que vio la multitud reunida en Jackson Square.
Y, sobre todo, no hacía frío.
No, no desaprovecharía la oportunidad. Cumpliría su deber y protegería a los humanos que vivían allí.
Sin importar lo que le costara, haría lo que fuera necesario para conseguir que Artemisa le permitiera quedarse.
Jamás mataría a otro humano…
Había comenzado a caminar calle abajo cuando un grupo de cuatro hombres llamó su atención. A juzgar por su elevada estatura, su cabello rubio y su apostura, eran daimons.
Murmuraban entre ellos, pero podía escucharlos con toda claridad.
—El jefe dice que vive en un ático encima del Club Runningwolf’s.
Uno de los daimons se echó a reír.
—Un Cazador Oscuro con novia. Creí que esas cosas no existían.
—Pues sí, ya ves. Aunque le costará muy caro. Imagínate lo que sentirá cuando descubra su cuerpo desnudo y desangrado sobre la cama, esperándolo.
Zarek estaba a punto de abalanzarse sobre ellos, pero se contuvo cuando vio que un grupo de humanos salía dando tumbos de un bar. Concentrados en su objetivo, los daimons ni siquiera los miraron.
Los turistas se quedaron en la calle, riendo y bromeando, ajenos al hecho de que, de no haber sido por un compromiso previo, los daimons habrían ido directos a por ellos.
La vida era algo muy frágil.
Zarek apretó los dientes a sabiendas de que debía aguardar hasta que pudiera acorralar a los daimons en un callejón donde no los viera nadie. Regresó a las sombras, desde donde podía vigilarlos y oírlos, y los siguió hacia el ático de Sunshine…
Astrid sentía un intenso dolor de cabeza mientras seguía a Zarek a través de sus sueños y dejaba que la ira y el dolor del Cazador la inundaran. Estaba con él en el callejón donde había luchado con los daimons antes de sufrir el asalto de los policías.
Y estaba con él en el tejado cuando llamó a Talon para advertirle que debía vigilar a Sunshine. Sentía la rabia de Zarek. Su deseo de ayudar a gente que no hacía otra cosa que despreciarlo y criticarlo.
Y juzgarlo mal.
No sabía cómo llegar hasta ellos.
Así que optaba por atacarlos. Los machacaba verbalmente antes de que ellos pudieran herirlo a él.
Llegó un momento en el que Astrid no pudo soportarlo más. Tuvo que apartarse de él para no acabar enloqueciendo a causa de la intensidad de sus emociones. Resultó muy duro alejarse de él. El suero vinculante era muy fuerte y luchaba por mantenerlos unidos; no obstante, sus poderes de ninfa eran aún mayores.
Echó mano de todos ellos y arrancó su cuerpo espiritual de Zarek y de sus recuerdos.
A partir de ese momento se convirtió en una simple espectadora de sus sueños, de modo que podía mirar, pero no sentía sus emociones.
Aunque seguía teniendo sentimientos propios y compadecía a ese hombre de una forma que jamás habría creído posible. Se sintió abrumada por la crudeza de las emociones que acababa de recuperar. El pasado y las cicatrices de Zarek la desgarraron e hicieron añicos la insensibilidad que la había protegido durante tanto tiempo.
Por primera vez desde hacía siglos sintió la agonía de otra persona. Incluso deseaba aliviarla. Abrazar a ese hombre que no podía escapar de lo que era.
El sueño de Zarek se tornó más siniestro delante de sus ojos. Lo vio luchar para abrirse camino a través de una terrible ventisca. Iba vestido tan solo con unos pantalones de cuero negro, sin camisa ni calzado. Con los brazos alrededor de la cintura y temblando a causa del frío, caminaba a duras penas y maldecía al ensordecedor viento cuando se tambaleaba y caía en la nieve, que le llegaba hasta la cintura.
Cada vez que caía, se ponía en pie y seguía avanzando. Su fuerza la dejó asombrada.
El viento azotaba sus amplios y bronceados hombros y enredaba su largo cabello negro alrededor de un rostro sin rastro de barba. Caminaba con los ojos entrecerrados, como si tratara de atisbar algo a través de la tormenta.
Pero no había nada a su alrededor. Nada salvo el yermo paisaje blanco.
Ajena al frío que lo atormentaba, Astrid lo siguió.
—No voy a morir —gruñó Zarek, que ganaba velocidad a medida que avanzaba. Contempló el cielo negro y sin estrellas—. ¿Me has oído, Artemisa? ¿Y tú, Aquerón? No pienso daros el gusto.
En ese momento comenzó a correr con dificultad sobre la nieve, como un niño que se tambaleara tras su juguete. Tenía los pies enrojecidos a causa del frío y la piel moteada.
Astrid se esforzó por seguirle el paso.
Hasta que lo vio caer.
Zarek yacía inmóvil sobre la nieve, bocabajo, con un brazo sobre la cabeza y el otro extendido por delante de él mientras jadeaba a causa de la carrera. Astrid observó el tatuaje que tenía en la parte baja de la columna y que se movía con cada respiración. Rodó para quedar de espaldas y contempló el cielo negro mientras los copos de nieve caían sobre su torso desnudo y sobre los pantalones de cuero. Tenía el cabello negro húmedo y pegado a la cabeza. Respiraba de forma entrecortada y le castañeteaban los dientes a causa del frío.
Aun así, no se movió.
—Solo quiero calor —susurró—. Dejadme sentir calor por una vez. ¿Es que no hay ninguna estrella capaz de compartir su fuego conmigo?
Astrid frunció el ceño al escuchar aquella extraña pregunta, pero sabía que era muy habitual que en sueños se dijeran e hicieran cosas de lo más extrañas.
Zarek rodó una vez más y se puso en pie para continuar caminando a través de la ventisca.
La condujo hasta una pequeña y solitaria cabaña situada en mitad del bosque. Solo tenía una ventana, pero la luz del interior era un faro resplandeciente en la gélida desolación de la tormenta ártica.
La visión resultaba increíblemente acogedora.
Astrid escuchó risas y conversaciones procedentes del interior.
Zarek se acercó con dificultad a la ventana. Entre resuellos, extendió la mano sobre el cristal lleno de escarcha y observó el interior como un niñito famélico que estuviera frente al escaparate de un restaurante de lujo al que sabía que jamás le permitirían entrar.
Se colocó detrás de él para poder ver lo que ocurría dentro.
La cabaña estaba llena de Cazadores Oscuros. Estaban celebrando algo mientras un alegre fuego crepitaba en la chimenea. Había comida y bebida en abundancia y no dejaban de reír, de beber y de hablar, como si fueran hermanos. Una familia.
Astrid no reconoció a ninguno de ellos, excepto a Aquerón. Pero era obvio que Zarek los conocía a todos.
Él apretó el puño y se apartó de la ventana antes de dirigirse a la puerta de la cabaña para golpearla con fuerza.
—Dejadme entrar —exigió.
Un hombre alto y rubio abrió la puerta. Llevaba una chupa negra con un diseño celta en color rojo y pantalones de cuero también negros. Sus ojos, de un ámbar oscuro, estaban cargados de desprecio y le conferían una expresión de lo más desagradable a su apuesto rostro.
—Nadie te quiere aquí, Zarek.
El rubio trató de cerrar la puerta.
Zarek colocó una mano en el marco y otra en la hoja de la puerta para impedir que lo dejara fuera.
—Maldito seas, celta. Déjame entrar.
El celta se echó hacia atrás cuando Aquerón dio un paso hacia delante para impedirle el paso a Zarek.
—¿Qué quieres, Z?
El rostro de Zarek tenía un aspecto angustiado cuando enfrentó la mirada del atlante.
—Quiero entrar. —Titubeó un instante y cuando volvió a hablar sus ojos brillaban por la humillación y la necesidad—. Por favor, Aquerón. Por favor, déjame entrar.
El rostro de Aquerón no mostró emoción alguna. Nada.
—No eres bienvenido aquí, Z. Jamás serás bienvenido entre nosotros.
Cerró la puerta.
Zarek golpeó la madera y soltó un juramento.
—¡Maldito seas, Aquerón! ¡Malditos seáis todos! —Le dio una patada a la puerta y probó el picaporte una vez más—. ¿Por qué no me matas de una vez, cabrón? ¿Por qué?
Cuando habló de nuevo, la ira había desaparecido de su voz. Sonaba hueca, suplicante y angustiada, y afectó a Astrid mucho más que cuando había rogado que lo mataran.
—Déjame entrar, Ash, te juro que me portaré bien. Te lo juro. Por favor, no me dejes solo aquí fuera. No quiero pasar frío nunca más. ¡Por favor!
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Astrid mientras contemplaba cómo Zarek golpeaba la puerta y exigía que la abrieran.
Nadie lo hizo.
Las carcajadas continuaron en el interior, como si él no existiera.
En ese momento Astrid comprendió a la perfección la descarnada soledad que sentía. La soledad y el abandono.
—¡Que os den por el culo a todos! —rugió Zarek—. No os necesito a ninguno. No necesito nada.
A la postre, apoyó la espalda sobre la puerta y se dejó caer de rodillas al suelo, a merced del gélido azote del viento. Tenía las pestañas y el cabello blancos y congelados a causa de la nieve; la piel que quedaba al descubierto estaba enrojecida.
Cerró los ojos, como si no pudiera soportar el sonido de las risas.
—No necesito nada ni a nadie —susurró.
Y entonces el sueño cambió por completo. La cabaña se transformó en la casa provisional que Astrid tenía en Alaska. Ya no aparecía ningún Cazador Oscuro. Ninguna tormenta. Era una noche perfecta y tranquila.
—Astrid. —Murmuró su nombre como si fuera una oración—. Ojalá pudiera estar contigo.
Se quedó petrificada al escuchar ese quedo susurro. Jamás había pronunciado su nombre antes y oírlo de sus labios fue como escuchar una dulce melodía.
Zarek alzó la vista hacia el cielo oscuro, donde brillaba un millar de estrellas entre las nubes.
—«Me pregunto si las estrellas están encendidas —dijo en voz baja, citando El principito—, a fin de que cada uno pueda encontrar la suya algún día.»
Tragó saliva y se rodeó las piernas con los musculosos brazos con los ojos aún clavados en el cielo.
—He encontrado mi estrella. Es la belleza y el encanto. La elegancia y la bondad. Mi alegría en invierno. Es valiente y fuerte. Audaz y seductora. Muy distinta a todas las demás del universo, pero no puedo tocarla. Ni siquiera me atrevo a intentarlo.
Astrid se quedó sin respiración al escucharlo hablar de una forma tan poética. Jamás se había parado a pensar que su nombre significaba «estrella» en griego.
Pero Zarek sí.
Ningún asesino podría albergar tanta belleza en su interior, ¿verdad?
—Astrid o Afrodita —dijo él con suavidad—, ella es mi Circe. Aunque en lugar de convertir al hombre en animal, ha convertido al animal en hombre.
La ira se apoderó de él mientras asestaba una patada a un montón de nieve que tenía delante. Soltó una amarga risotada.
—No soy más que un puto idiota que desea una estrella que no puede alcanzar. —Alzó la vista con tristeza—. Aunque bien pensado, las estrellas están fuera del alcance de los humanos, y yo ni siquiera soy humano.
Enterró la cabeza entre los brazos y se echó a llorar.
Astrid no pudo soportarlo más. Quería salir de ese sueño, pero sin la ayuda de M’Adoc no podía hacerlo.
Lo único que podía hacer era observar a Zarek. Contemplar su angustia y su sufrimiento, que la desgarraban como un cuchillo afilado.
La vida lo había hecho muy fuerte. De un hierro forjado capaz de resistir cualquier sacudida. Capaz de atacar a los demás para mantenerlos alejados.
Solo en sus sueños Astrid podía contemplar lo que había en su interior. La vulnerabilidad.
Solo allí podía comprender de verdad al hombre que él no se atrevía a mostrar a los demás. Al corazón tierno que había sido herido por su desprecio.
Astrid deseaba aliviar su sufrimiento. Quería tenderle la mano y mostrarle un mundo donde no tuviera que quedarse fuera. Mostrarle lo que era extender la mano para tocar a alguien sin que te la apartaran de un empujón.
Durante todos los siglos que había actuado como jueza jamás había sentido algo así por alguien. Zarek conmovía una parte de sí misma que ni siquiera sabía que existía.
Aunque sobre todo conmovía su corazón. Un corazón que creía exánime.
Y que sin embargo latía por él.
No podía quedarse de brazos cruzados, viendo cómo sufría en soledad.
Sin pensárselo dos veces, apareció en el interior de la cabaña vacía y abrió la puerta…
El corazón de Zarek dejó de latir cuando alzó la vista y contempló el rostro del paraíso. No, ella no era el paraíso.
Era algo mejor. Mucho mejor.
En sus sueños nadie le había abierto la puerta después de cerrársela.
Pero Astrid sí.
Estaba de pie en el umbral, con una expresión amable. Sus ojos azul claro ya no estaban ciegos. Tenían un brillo ardiente y acogedor.
—Entra, Zarek. Deja que te caliente.
Casi de forma automática, se puso en pie y tomó la mano que le ofrecía. Algo que jamás habría hecho en la vida real. Solo en sueños se atrevería a tocarla.
Su piel era tan cálida que lo abrasaba.
Lo atrajo hacia sus brazos y lo estrechó con fuerza. Zarek se estremeció al experimentar por vez primera lo que era un abrazo, al notar la sensación de esos pechos contra su torso y del aliento que rozaba su piel aterida.
De modo que eso era un abrazo… Algo cálido. Reconfortante. Milagroso.
Lo habían tocado tan pocas veces durante su vida que se limitó a cerrar los ojos y a disfrutar de la sensación de calidez del cuerpo que lo abrazaba.
De su suavidad.
Inhaló su delicado y dulce aroma y se deleitó con las novedosas emociones que lo embargaban.
¿Eso era la aceptación?
¿El nirvana?
No lo tenía muy claro. Pero, por una vez, no quería despertarse.
De repente sintió que le colocaban una manta sobre los hombros. Ella todavía lo abrazaba con fuerza. Zarek le tomó el rostro con una mano mientras apoyaba la mejilla contra la suya. Por los dioses, sentir el roce de esa piel…
Era tan suave…
Jamás habría imaginado que alguien pudiera ser tan suave. Tan tierna e incitante.
La calidez de su mejilla hizo desaparecer la quemazón del frío. Penetró en su cuerpo hasta descongelarlo por completo. Incluso su corazón, que llevaba siglos cubierto por el hielo.
Astrid se estremeció al sentir el áspero roce de la mejilla de Zarek sobre la piel. Al sentir la suavidad de su aliento sobre la mejilla.
Esa inesperada ternura la desgarraba por dentro.
Había visto lo bastante de su vida como para saber que no tenía experiencia alguna con la ternura y aun así la abrazaba con suma delicadeza.
—Eres tan cálida… —le susurró al oído. Su aliento le hizo cosquillas en el cuello y le produjo un sinfín de escalofríos.
Se separó un poco y la contempló como si fuera algo indeciblemente valioso para él. Recorrió su mentón con los nudillos. La contemplaba con unos ojos sombríos y atormentados, como si no pudiera creer que estuviera con él.
Con una mirada insegura, acarició sus labios con la yema del dedo índice.
—Nunca he besado a nadie.
Esa confesión la dejó perpleja. ¿Cómo era posible que un hombre tan guapo jamás hubiera besado a nadie?
La pasión ardía en sus ojos.
—Quiero saborearte, Astrid. Quiero sentirte mojada y caliente bajo mi cuerpo. Mirarte a los ojos mientras te follo.
Astrid se estremeció ante semejante crudeza. Habría esperado eso del Zarek consciente, pero se negaba a aceptarlo en el que tenía delante.
A esas alturas lo conocía muy bien.
Lo que sugería estaba prohibido. No le estaba permitido mantener relaciones físicas con sus imputados. Solo se había sentido tentada de romper esa regla con Miles. Aunque se había enfrentado a la tentación y había tenido el buen tino de mantenerse alejada de él.
Con Zarek no resultaba tan sencillo. Había algo en ese hombre que la conmovía como ninguna otra cosa lo había hecho jamás.
Alzó la vista para mirar esos atormentados ojos negros y vio su lastimado corazón…
Nunca había conocido la amabilidad.
Nunca había conocido la ternura de una caricia.
No podía explicarlo, pero deseaba ser la primera en mostrárselo de la misma manera que quería que él fuera el primero para ella. Quería abrazarlo y enseñarle lo que era sentirse querido por alguien.
Si lo haces, podrías perder tu cargo de jueza, se dijo.
Y eso era lo que siempre había querido ser.
Si no lo hacía, Zarek podría perder la vida. Si lo tocaba en esos momentos, tal vez pudiera enseñarle que no había nada de malo en confiar en alguien.
Tal vez pudiera llegar hasta el poeta que moraba en su interior y revelarle un mundo donde sería libre para mostrarles a los demás su lado más tierno. Demostrarle que no había nada de malo en entablar amistad con otras personas.
Por fin comprendía lo que Aquerón había querido decir.
Pero ¿cómo podría salvar a Zarek? Se había revuelto contra la gente que debía proteger y la había matado.
Necesitaba pruebas de que nunca volvería a hacerlo.
¿Podría encontrarlas?
Tenía que hacerlo. No le quedaba otro remedio. Lo último que deseaba era que lo lastimaran más.
Defendería a ese hombre a cualquier precio.
—No follaré contigo, Zarek —susurró—. Jamás. Pero sí te haré el amor.
La expresión de Zarek se tornó confusa e insegura.
—Jamás he hecho el amor con nadie.
Astrid tomó su mano helada y se la llevó a los labios para besar sus dedos.
—Si quieres aprender, ven conmigo.
Zarek apenas podía respirar cuando ella se apartó. Su cabeza era un hervidero de sentimientos extraños y emociones desconocidas. Le daba miedo lo que ella le ofrecía.
¿Cambiaría en algo si Astrid lo tocaba?
No esperaba amabilidad por su parte, ni por la de nadie. Había muerto virgen después de haber sido un esclavo patético y lleno de cicatrices, y como Cazador Oscuro había echado algún que otro polvo en contadas ocasiones. Ni una sola vez en dos mil años había mirado a los ojos de una amante mientras se la tiraba. Jamás había permitido que cualquiera de ellas lo abrazara ni lo tocara.
Si seguía a Astrid, todo eso cambiaría.
En el sueño, ella no era ciega y podía verlo.
Acabaría domesticándolo. Por primera vez en su vida, tendría lazos con alguien. Físicos. Emocionales.
A pesar de ser un sueño, la relación que mantenía con ella cambiaría para siempre, ya que ese era el anhelo que albergaba en lo más profundo de su ser, enterrado en un lugar que ni siquiera se atrevía a mirar. Enterrado en un corazón que había sido aplastado por la crueldad.
—¿Zarek?
Levantó la vista y la vio de pie en la entrada de su dormitorio. La larga melena rubia se derramaba sobre sus hombros y solo llevaba una fina camisa de algodón abotonada hasta abajo. Sus largas piernas estaban desnudas y resultaban de lo más incitantes.
La luz del interior hacía que el fino tejido se transparentara, delineando cada una de las preciosas curvas de su cuerpo…
Zarek tragó saliva. Si hacía aquello, Astrid se convertiría en una persona única en el mundo para él. Sería suya.
Y él de ella.
Lo domesticaría.
No es más que un sueño, se dijo.
Pero nadie lo había domesticado jamás, ni siquiera en sueños.
Hasta ese momento.
Con el corazón desbocado, se acercó a ella y la cogió en brazos. No, no acabaría domesticado. No de ese modo y no por ella. Sin embargo, en ese sueño Astrid sería suya.
Toda suya.
Astrid se estremeció al ver la expresión feroz y decidida de Zarek mientras la llevaba hasta la cama. El deseo resplandecía en sus ojos color azabache. Tenía la extraña sensación de que Zarek podría tener razón después de todo.
Un hombre tan salvaje jamás le haría el amor a una mujer.
La parte más cuerda de sí misma le dijo que se apartara de él. Que lo detuviera antes de que fuera demasiado tarde.
Sin embargo, otra parte de ella se negaba a hacerlo. Aquello le revelaría el verdadero carácter de ese hombre.
La tendió sobre la cama y le rozó los labios con la yema de los dedos, como si tratara de memorizarlos. De saborearlos. A continuación, le separó los labios con suavidad y la besó.
Astrid no estaba preparada en absoluto para la pasión de ese beso. Para su ferocidad. Resultaba rudo y tierno a un tiempo. Exigente. Abrasador. Dulce. Zarek emitió un salvaje gruñido cuando sus lenguas se rozaron y la saboreó antes de explorar cada centímetro de su boca. Para ser un hombre que jamás había besado con anterioridad, lo hacía increíblemente bien.
Astrid se echó a temblar cuando él le acarició el paladar, cuando su lengua comenzó a provocarle intensas oleadas de placer. Enterró las manos en su suave cabello y gimió mientras la lamía y la mordisqueaba hasta que estuvo a punto de perder el sentido a causa del placer. Jamás había experimentado nada parecido.
Nada parecido a Zarek.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que besó a un hombre y ninguno le había parecido tan sublime como ese. En esos momentos tenía miedo. No de él, sino de sí misma.
Ningún hombre la había tocado jamás. Jamás había roto su juramento de no tocar a los imputados.
Las caricias de Zarek podían costarle todo lo que poseía y sin embargo no era capaz de reunir las fuerzas necesarias para apartarse de él.
Por una vez en su vida deseaba algo para sí misma. Deseaba alcanzar lo inalcanzable. Darle a Zarek algo especial. Un extraño momento de paz con alguien que deseaba estar con él.
Nadie más valoraría su entrega como lo haría Zarek.
Solo él comprendería…
Zarek se apartó de ella para desabrocharle la camisa. Aunque lo que en realidad quería era arrancársela de un tirón. Quería perderse en su interior, aplastarla mientras la poseía con la salvaje pasión que sentía.
Pero no la trataría de esa forma, ni siquiera en sueños.
Por alguna extraña razón, deseaba ser tierno con ella. Deseaba echar un polvo con ella como lo haría un hombre y no como un animal salvaje. No quería hundirse en ella como una bestia en busca de un efímero momento de placer. Quería que esa noche durara. Quería pasarse la noche entera abrazándola.
Por primera vez en su vida, deseaba que una persona lo tratara como si de verdad le importara. Como si se preocupara por él.
Nunca había dejado que sus fantasías y sus sueños lo llevaran tan lejos.
Esa noche en cambio…
Ella encerró su rostro entre las manos y le inclinó la cabeza para que pudiera ver esos ojos claros que lo miraban como si fuera humano. Unos ojos que veían algo bueno en él.
—Eres muy guapo, Zarek.
Esas palabras dulces y serenas lo atravesaron como una daga. No había nada atractivo en él. Nunca lo había habido.
Era insignificante.
Sin embargo, mientras contemplaba su precioso rostro se sintió por un instante como si fuera algo más.
Estaba claro que una mujer como esa no lo tocaría si fuese un ser insignificante.
Ni siquiera en sueños…
Le abrió la camisa para poder contemplar su cuerpo. Sus pechos tenían un tamaño medio y esos pezones, rosados y endurecidos, parecían suplicar que los saboreara. Su vientre era ligeramente redondeado y su piel, pálida y apetitosa. Aunque fueron sus piernas, algo separadas, lo que lo dejaron sin aliento. Los húmedos rizos rubios de su entrepierna, que prometían el paraíso. O al menos lo más cerca que un hombre como él podría llegar a estar del paraíso.
Astrid contuvo el aliento mientras contemplaba cómo Zarek recorría su cuerpo con una mirada feroz. Era tan abrasadora que casi pudo sentirla como una caricia real.
Él se apartó de la cama para quitarse los pantalones.
Astrid tragó saliva con fuerza al descubrir su erección. Su piel bronceada estaba salpicada de vello negro y resultaba la visión más masculina que había contemplado jamás. Era hermoso. Su guerrero oscuro. Al contrario que él, sabía que esa noche era real. Sabía que no debería estar haciendo aquello, ya que ambos lo recordarían al despertar.
Su trabajo consistía en ser imparcial. Pero no podía serlo con ese hombre, con su dolor.
Quería consolarlo de la forma que fuera.
Nadie merecía la vida que él había tenido que soportar. La degradación y hostilidad.
Zarek se colocó encima de ella y la estrechó entre sus brazos. Su peso resultaba delicioso. Cerró los ojos y dejó que el poder y la fuerza que emanaban de él la envolvieran mientras sentía ese cuerpo duro y masculino en todos los poros de su piel.
A Zarek le costaba trabajo respirar. Sentir el cuerpo de esa mujer pegado al suyo era lo más increíble que había experimentado jamás.
Sus manos le acariciaban la espalda mientras él contemplaba la ternura de sus ojos.
No había desprecio en ellos. Ni furia.
Eran unos ojos muy bonitos.
La besó con suavidad antes de apoderarse del labio superior y succionarlo con delicadeza para saborear la dulzura de su boca.
Durante su vida como humano las mujeres habían retrocedido con asco cada vez que se acercaba a ellas. Gritaban y le arrojaban cosas. Había pasado muchas noches en vela tratando de imaginar lo que sería tocar a una. Tratando de imaginar lo que sería sentir unos brazos femeninos a su alrededor.
La realidad era mucho mejor que cualquier cosa que pudiera haber imaginado.
Antes de que ese sueño terminara tenía la intención de poseerla una y otra vez, hasta que ambos suplicaran clemencia.
Astrid gimió cuando Zarek interrumpió el beso para deslizar los labios y la lengua por su cuello hasta llegar a los pechos. Percibía la dura erección y la suavidad de sus testículos contra el muslo, una sensación íntima y abrasadora que le erizaba la piel. Al mismo tiempo, sintió que le cubría un pecho con una mano y deslizaba la lengua alrededor del endurecido pezón antes de mordisquearlo y succionarlo con suavidad.
Astrid encerró su cabeza entre las manos y lo observó mientras soltaba un gruñido de satisfacción. Saboreaba su cuerpo como si de ambrosía se tratara. Se recreaba con ella. No le quedó un centímetro de piel sin lamer y estimular. Sin probar y saciar. Daba la impresión de que nunca tendría suficiente. Jamás había permitido que un hombre le hiciera eso y le aterrorizaba lo que estaba por llegar. A pesar de saber lo que era el sexo, las sensaciones le resultaban del todo extrañas.
No obstante, también lo eran los sentimientos que Zarek despertaba en ella.
Se suponía que todas las ninfas de la justicia debían ser castas y puras.
Ningún hombre podía ponerles la mano encima.
Pero a Astrid ya no le importaba. Su madre comprendería, sin lugar a dudas, la pasión que sentía. Después de todo, Temis tenía muchos hijos. El padre de Astrid había sido un mortal de quien su madre se negaba a hablar, y nadie había averiguado jamás el nombre ni el origen del padre de las Moiras.
Seguro que su madre le perdonaría esa única trasgresión.
¿Acaso una noche era mucho pedir?
Pese a todo, mientras lo pensaba, se preguntó si pasar una noche con él sería suficiente.
Zarek se sentía embriagado por el dulce aroma de Astrid y la sensación que le provocaba tenerla entre sus brazos. Soltó un gruñido mientras lamía y mordisqueaba cada centímetro de esa deliciosa piel y escuchaba los murmullos de placer que escapaban de su boca. Ella era el sustento que necesitaba para vivir.
Aun así no era suficiente.
Astrid gritó de placer cuando Zarek le separó los muslos y comenzó a acariciar su sexo con la lengua y los labios. No podía hablar ni respirar mientras ese placer supremo se adueñaba de su cuerpo. Cada roce de su lengua, cada delicada succión, provocaba una oleada de salvaje éxtasis que la recorría por entero.
Jamás habría podido imaginar algo así.
Debería sentirse avergonzada por lo que estaban haciendo.
No lo estaba. De hecho, quería más.
Más de él.
Con el corazón desbocado, bajó la vista para contemplarlo entre sus muslos. Zarek tenía los ojos cerrados y una expresión que parecía indicar que estaba obteniendo tanto placer como el que ella estaba recibiendo.
Separó más las piernas para proporcionarle un mejor acceso mientras enterraba la mano en su sedoso cabello. Zarek soltó una extraña carcajada contra ella, logrando que la invadiera una nueva oleada de deleite, antes de frotarle la entrepierna con su áspera mejilla.
Astrid emitió un gemido gutural.
Él deslizó los dedos en su interior sin llegar a tocar ese lugar que palpitaba de necesidad. Se demoró a placer y Astrid sintió que su cuerpo comenzaba a arder entre estremecimientos de deleite.
¿Quién habría imaginado que se podría sentir algo así?
El éxtasis creció y creció hasta que ya no pudo soportarlo más. Su nombre se le escapó de entre los labios cuando se corrió por primera vez en su vida. Sin embargo, eso no lo detuvo. Zarek se limitó a gruñir en respuesta a su grito de placer y siguió atormentándola hasta que le rogó que parara.
—Por favor, Zarek. Por favor, ten piedad de mí.
Él se apartó para mirarla. Sus ojos se clavaron en ella al tiempo que esbozaba una sonrisa torcida.
—¿Piedad, princesa? No he hecho más que empezar.
Comenzó a ascender por su cuerpo como una especie de bestia gigante y feroz, mordisqueando y lamiendo todo aquello que encontraba a su paso hasta cubrirla por completo.
Sujetó su rostro con la mano y le dio un profundo beso. Un beso apasionado.
Astrid gimió cuando sintió su rodilla entre los muslos. El encrespado vello de sus piernas le rozó la piel y se estremeció por la expectación.
El aroma y el sabor de Astrid, el suave roce de esos sedosos miembros eran embriagadores para Zarek. No podía haber nada mejor que la sensación de esas manos que se deslizaban por su espalda para aferrarle el trasero y acercarlo más a ella.
Nada podía ser tan dulce como el sonido de su nombre en los labios de Astrid cuando se corrió de nuevo.
Por primera vez en dos mil años, se sentía humano.
Más aún, se sentía deseado.
Se apartó un poco para poder mirarla mientras le separaba un poco más los muslos.
Eso era lo que quería: a Astrid, desenfrenada y empapada bajo su cuerpo mientras su humedad lo rodeaba hasta volverlo loco de placer.
Quería ver su rostro cuando la penetrara. Quería ver si se arrepentía de lo que le estaba permitiendo hacerle.
Preparándose para lo peor, enfrentó su mirada y se hundió hasta el fondo en la aterciopelada calidez de su cuerpo.
Se sintió mareado a causa del placer. A causa del placer que vio reflejado en esos ojos azules.
Ella gimió y arqueó la espalda al tiempo que se aferraba con fuerza a sus hombros.
Sin embargo, no había desprecio ni arrepentimiento en sus ojos.
Al contrario, en ellos brillaba una intensa pasión y otras emociones que ni siquiera acertaba a comprender.
Zarek sonrió a su pesar, entusiasmado por el milagro que suponía esa mujer y lo que acababa de obsequiarle.
Astrid se quedó sin respiración al sentirlo duro y palpitante en su interior. Había tratado de imaginarse en muchas ocasiones lo que sería tener a un hombre dentro de su cuerpo, pero nada la había preparado para aquello. Para las sensaciones que le provocaba el miembro de Zarek. La embestía lenta y suavemente, como si deseara que ese momento durara para siempre, como si el mero hecho de estar dentro de ella le bastara. Astrid le rodeó las caderas con las piernas y levantó la mirada para descubrir que la estaba observando.
La sensación de tenerlo encima y dentro de ella era increíble. Adoraba sentir el peso de su cuerpo. La expresión de su rostro mientras la contemplaba.
—Hola —le dijo. De repente le resultaba desconcertante mirarlo a los ojos mientras estaban unidos de un modo tan íntimo.
Al rostro de Zarek asomó una expresión a caballo entre la perplejidad y la risa.
—Hola, princesa.
Astrid alzó las manos para cubrirle las mejillas mientras él la penetraba una y otra vez, fuerte y profundamente. Por los dioses, era delicioso sentirlo así. Estaba tan enterrado en ella que habría podido jurar que el extremo de su miembro le llegaba hasta el ombligo.
Zarek cerró los ojos para disfrutar de las sensaciones mientras ella le acariciaba la cara.
No era de extrañar que los hombres mataran por las mujeres. Por fin lo entendía. Supo por qué Talon había estado dispuesto a morir por Sunshine.
Astrid llegaba hasta algunas partes de él que ni siquiera sabía que existían. Hasta su corazón. Hasta su alma. Lo elevaba hasta alturas inimaginables.
Entre sus brazos supo por primera vez lo que era la paz.
Parte de él se sentía relajado y tranquilo mientras que otra parte estaba en llamas y agonizaba por acariciarla.
Se tendió sobre ella con la intención de mordisquear la suave piel de su cuello. Su oreja. Percibió los escalofríos que la recorrieron. Le arañó la piel con los colmillos, tentado de clavárselos en la garganta.
¿Qué sabor tendría su sangre?
¿Qué otras emociones le provocaría?
—¿Vas a morderme, Zarek? —preguntó ella, y su garganta tembló bajo sus labios.
Deslizó la lengua sobre la vena que palpitaba en su cuello.
—¿Quieres que lo haga?
—No. Me da miedo. No quiero ser para ti como las demás mujeres.
—Princesa, jamás podrías serlo. Eres única para mí.
—¿Soy tu rosa?
Zarek soltó una breve carcajada mientras recordaba la lección de El principito.
—Sí, eres mi rosa. No hay otra como tú entre los millones de planetas y estrellas.
Ella le respondió con un abrazo.
Ese abrazo lo conmovió como nada lo había hecho nunca. Fue como si algo en su interior crujiera y estallara, inundándolo de ternura y calidez.
Se enterró profundamente en ella mientras se corría.
Astrid se mordió el labio cuando notó su clímax. Zarek se estremeció entre sus brazos. Sonrió mientras lo estrechaba con fuerza y lo besaba en el hombro.
Estaba tan quieto… tan callado…
¿Quién habría imaginado que ese hombre fuera capaz de algo semejante? Su aspecto era siempre fuerte y agresivo.
Su mera presencia lograba que el aire restallara a su alrededor.
Pero no en ese momento. En ese momento solo había silencio.
Zarek permaneció tendido sobre ella, débil y exhausto, sin separar aún sus cuerpos. No quería moverse.
No podía hacerlo.
Sus caricias eran el paraíso. Más que eso, se sentía ligado a ella. Algo que no le había sucedido jamás.
¿De verdad no era más que un sueño?
Por los dioses, ojalá que no. Por favor, que sea real, suplicó su mente.
Necesitaba con desesperación que fuera real.
Astrid cerró los ojos cuando Zarek comenzó a rozar su cuello con la boca una vez más. Por alguna razón, tenía la impresión de que acababa de domesticar a una criatura salvaje e incontrolable.
Le frotó las piernas con las suyas y lo abrazó con fuerza mientras le pasaba una mano por ese cabello negro como el ébano. Él se apartó un poco para mirarla con una expresión de asombro.
Astrid se sentía muy feliz por lo que había hecho esa noche.
Zarek agachó la cabeza para besarla de nuevo.
Ella percibió su fragancia y dejó que la dulzura de sus labios la embriagara.
—Zarek… —susurró.
Él cerró los ojos con fuerza al escucharla pronunciar su nombre. Una punzada agridulce lo atravesó.
Mordisqueó la delicada piel de su cuello y se permitió rozarla con los colmillos. En la vida real, ya la habría mordido a esas alturas.
Jamás la habría poseído de esa manera.
Habría compartido sus emociones mientras bebía su sangre y se preguntó qué sabor tendría en el sueño…
Separó los labios y sintió el pulso de la sangre en las venas contra la lengua.
Tendría un sabor dulce, de eso estaba seguro.
—¿Zarek?
Su garganta vibró al hablar.
—¿Sí?
—Me gustas mucho más cuando te muestras tan tierno como ahora.
Se apartó un poco de ella y frunció el ceño al sentir un cosquilleo en las entrañas.
—¿Pasa algo malo?
Todo. Aquello no era un sueño. Era algo surrealista. Sus sueños nunca eran agradables. Jamás había tenido una amante en sueños.
Nadie le había hablado jamás como ella lo hacía.
Nadie le había abierto la puerta y le había permitido entrar a la cabaña después de que Aquerón lo echara.
Se levantó de la cama y se puso los pantalones. Tenía que alejarse de ese lugar. Allí pasaba algo raro. Sus instintos se lo decían. Las cosas no eran como debían ser.
No tenía derecho a estar con ella.
Ni siquiera en sueños.
Astrid observó el pánico que reflejaba el rostro de Zarek mientras se vestía. Se envolvió con la manta y se acercó a él.
—No tienes por qué huir de mí.
—No estoy huyendo de ti —masculló él—. Yo no huyo de nadie.
Astrid asintió con la cabeza. Era cierto. Zarek era más fuerte de lo que ningún hombre tenía derecho a ser. Encajaba golpes y reveses que nadie tenía por qué soportar.
—Quédate conmigo, Zarek.
—¿Por qué? No soy nada para ti.
Ella le acarició el brazo.
—No tienes por qué apartar a todo el mundo.
Con un gruñido, él se zafó de su contacto.
—No sabes de lo que estás hablando.
—Sí que lo sé, Zarek —replicó, deseando que hubiera alguna forma de hacerle ver lo que quería que comprendiera—. Créeme. Sé lo que es desear hacer daño antes de que te lo hagan a ti.
—Claro, princesa. ¿Cuándo le has hecho daño a alguien? ¿Cuándo te han hecho daño a ti?
—Muéstrame la bondad que albergas en tu interior, Zarek. Sé que está ahí. Sé que en algún lugar bajo todo ese dolor y todas esas heridas hay alguien que sabe cómo amar. Alguien que sabe cómo proteger y cuidar.
Zarek esbozó una sonrisa sarcástica mientras se abotonaba los pantalones.
—No sabes una puta mierda. —Compuso una mueca feroz y se encaminó hacia la puerta.
Astrid hizo ademán de seguirlo, pero lo pensó mejor.
No sabía qué hacer. No sabía cómo llegar hasta él.
Sus palabras pretendían reconfortarlo, no enfurecerlo. Pero Zarek jamás reaccionaba del modo que ella esperaba.
Frustrada, se vistió y fue tras él.
Al parecer, la amabilidad tampoco funcionaba con él.
Así pues, optó por una vía alternativa.
Pasó a su lado por el pasillo y le abrió la puerta principal.
Zarek se detuvo; el sol brillaba fuera y él no había estallado en llamas.
Quizá aquello fuera un sueño.
Tenía que serlo, sin embargo…
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Te abro la puerta para estampártela en el culo cuando salgas.
—¿Por qué?
—Has dicho que querías irte. Pues venga. Vete. No quiero que te quedes aquí cuando es obvio que te doy asco.
Semejante lógica lo dejó desconcertado.
—¿De qué estás hablando?
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Es que no resulta evidente? Me he acostado contigo y ahora estás impaciente por largarte. Siento no haber sido lo bastante buena para ti. Al menos lo he intentado.
¿Que no había sido lo bastante buena para él? ¿Estaba de broma?
La miró de hito en hito, desgarrado entre el deseo de maldecirla por su estupidez y el de consolarla.
Al final, ganó la ira.
—¿Te consideras despreciable? Entonces ¿qué soy yo? ¿Te das cuenta de que antes de morir ni siquiera merecí un polvo por compasión? Nadie se atrevía a tocarme con ninguna parte de su cuerpo. Podía considerarme afortunado cuando utilizaban un bastón para apartarme de su camino. Así que no me vengas con agravios y no me hables de desprecios. Nadie ha pagado jamás para que desaparecieras de su vista.
Zarek se quedó helado al darse cuenta de lo que acababa de decirle. Eran cosas que había mantenido enterradas en su interior durante siglos. Cosas de las que jamás había hablado con nadie.
Dolorosas verdades que habían languidecido en su corazón, reconcomiéndolo siglo tras siglo.
Nadie había querido acercarse a él.
Nadie salvo Astrid.
Y por eso no podía quedarse. Ella despertaba su lado afectuoso y eso lo aterrorizaba, porque sabía que no podía ser real.
No era más que otro cruel tormento que le infligía el destino.
Cuando despertara, se encontraría con ella y ella no querría tener nada que ver con él. No había lugar para él en la vida de la Astrid real.
Y nunca lo habría.
—Pues debían de estar ciegos para no ver lo que eres, Zarek. Fueron ellos los que salieron perdiendo, no tú.
Por los dioses, cómo deseaba creerla.
Cuánto necesitaba creerla.
—¿Por qué eres tan amable conmigo?
—Ya te lo he dicho, Zarek. Me gustas.
—¿Por qué? Jamás le he gustado a nadie.
—Eso no es cierto. Siempre has tenido amigos, pero nunca les has permitido que te ayudaran.
—Aquerón —dijo en un susurro—. Jess. —Frunció los labios al recordar a Sundown.
—Tienes que aprender a abrirte a la gente.
—¿Para qué? ¿Para que puedan dispararme por la espalda?
—No, para que puedan amarte.
—¿Amor? —Soltó una carcajada ante semejante idea—. ¿Y quién cojones lo necesita? He pasado toda la vida sin él. No necesito amor y puedes estar segura de que no quiero el de nadie.
Astrid siguió en sus trece. Indoblegable.
—Puedes engañarte cuanto quieras, pero yo sé la verdad. —Extendió una mano en su dirección—. Tienes que aprender a confiar en alguien, Zarek. Has sido valiente durante toda tu vida. Muéstrame ahora ese coraje. Dame la mano. Confía en mí y te juro que no te traicionaré.
Zarek siguió donde estaba, indeciso y con el corazón desbocado. Nunca se había sentido tan aterrorizado.
Ni siquiera el día en que lo mataron.
—Confía en mí, por favor. Jamás te haré daño.
Zarek clavó la mirada en su mano. Era alargada y elegante. Delicada. Una mano diminuta.
La mano de una amante.
Le entraron ganas de salir corriendo.
En cambio, se descubrió alzando la mano y enlazando los dedos con los de ella.