7

Zarek se despertó poco después del mediodía. Rara vez dormía durante el día. En realidad se trataba más bien de una siesta. En verano hacía demasiado calor en su cabaña para dormir cómodamente y en invierno hacía demasiado frío.

Aunque la razón principal era que sus sueños jamás le permitían dormir durante mucho tiempo. El pasado lo atormentaba demasiado como para dejarlo tranquilo y, cuando estaba inconsciente, era incapaz de mantener los recuerdos a raya.

Sin embargo, cuando abrió los ojos y escuchó el azote del viento en el exterior, recordó dónde se encontraba.

En la cabaña de Astrid.

Había cerrado las cortinas a conciencia la noche anterior, de manera que le era imposible saber si seguía nevando o no. Aunque tampoco importaba mucho. Durante el día estaba atrapado en ese lugar.

Atrapado con ella.

Salió de la cama y recorrió el pasillo que conducía a la cocina. Ojalá estuviera en su casa. Necesitaba una bebida vigorizante con desesperación. Si bien el vodka no podía ahuyentar los sueños que se demoraban en su mente, su quemazón lo distraía en cierta medida.

—¿Zarek?

Se giró al escuchar la dulce voz que lo recorrió como una sedosa caricia. Su cuerpo reaccionó al instante. Le bastaba con pensar en su nombre para que el deseo lo pusiera duro como una piedra.

—¿Qué?

No tenía ni idea de por qué respondía cuando por norma no se habría molestado.

—¿Estás bien?

Resopló por la pregunta. Ni una sola vez en su vida había estado bien.

—¿Tienes algo de beber en este lugar?

—Tengo zumo y té.

—Alcohol, princesa. ¿Tienes algo en este sitio con un poco de garra?

—Solo Sasha y, por supuesto, tú.

Zarek bajó la vista hasta los atroces cortes que su mascota le había dejado en el brazo tras atacarlo. Si fuera cualquier otro Cazador Oscuro, esas heridas ya se habrían curado. Aunque dada su suerte, le durarían unos cuantos días más.

Al igual que el agujero de la espalda.

Con un suspiro, abrió el frigorífico y sacó el zumo de naranja. Ya le había quitado el tapón y casi se había llevado el envase a los labios cuando recordó que no era suyo y que esa tampoco era su casa.

Su vena perversa le dijo que siguiera y bebiera, puesto que la chica jamás lo sabría, pero no le prestó atención.

Se acercó al armarito, sacó un vaso y lo llenó.

Astrid apenas escuchaba ruidos que indicaran que Zarek seguía en la cocina. Era tan silencioso que tenía que aguzar el oído para estar segura.

Dio un paso en dirección al fregadero.

—¿Tienes hambre?

Extendió el brazo por costumbre… y tocó una cálida cadera desnuda.

Era suave, tentadora.

Electrizante.

Sorprendida por el inesperado roce de su mano sobre la piel desnuda, la deslizó hacia abajo por la pierna hasta darse cuenta de que Zarek no llevaba ropa.

El tipo estaba totalmente desnudo en su cocina.

Se le desbocó el corazón.

Zarek se apartó de ella.

—No me toques.

Astrid se estremeció por la furia de su voz.

—¿Dónde te has dejado la ropa?

—No duermo con pantalones.

Le ardía la mano por el recuerdo de esa piel bajo los dedos.

—Pues deberías habértelos puesto antes de salir del dormitorio.

—¿Por qué? Eres ciega. No va a verme nadie.

Cierto, pero si Sasha estuviera despierto, le habría dado un ataque.

—No hace falta que me recuerdes mis deficiencias, príncipe azul. Créeme, soy muy consciente de que no puedo verte.

—Sí, bueno, mejor para ti.

—¿Por qué?

—Porque no vale la pena mirarme.

La sinceridad que destilaba su voz la dejó de piedra. Merecía muchísimo la pena mirar al hombre que había visto a través de los ojos de Sasha. Era un tío impresionante.

Tan guapo como los hombres a los que estaba acostumbrada a ver.

Fue entonces cuando recordó el sueño de Zarek. El modo en que lo miraba la gente en otra época. En su mente seguía siendo el maltrecho desgraciado que otras personas habían apaleado y maldecido.

Eso provocaba en ella unos enormes deseos de llorar.

—No sé por qué, pero lo dudo —susurró pese al nudo que tenía en la garganta.

—No lo hagas.

Lo oyó pasar a su lado, furioso, en dirección al pasillo. Cerró de un portazo.

Astrid se quedó en la cocina, meditando cómo proceder.

Estaba muy perdido.

Y ella por fin lo había entendido.

No, se corrigió. En realidad no lo entendía en absoluto. ¿Cómo podría hacerlo?

Nadie se había atrevido jamás a tratarla como lo habían tratado a él. Su madre y sus hermanas habrían matado a cualquiera que se atreviera a mirarla con desprecio. Siempre la habían protegido del mundo, aun cuando trataba de zafarse de ellas.

Zarek jamás había experimentado una caricia tierna.

Jamás había conocido el cariño de una familia.

Siempre había estado solo de una manera que ella ni siquiera alcanzaba a imaginar.

Abrumada por las nuevas emociones, no estaba segura de lo que debía hacer. Aunque tenía muy claro que quería ayudarlo.

Recorrió el pasillo y descubrió que había cerrado la puerta con pestillo.

—¿Zarek?

De nuevo se negó a responderle.

Con un suspiro, pegó la frente a la puerta y se preguntó si habría alguna forma de llegar hasta él.

Alguna forma de salvar a un hombre que no quería que lo salvaran.

Tánatos estaba furioso por la orden de Artemisa.

—Que me quede quieto… ¡y una mierda!

No tenía ninguna intención de quedarse quieto. Llevaba novecientos años a la espera de ese momento.

A la espera de una oportunidad para saldar cuentas con Zarek de Moesia.

Nadie, y mucho menos Artemisa, se interpondría en su camino.

Mataría a Zarek o moriría en el intento.

Tánatos sonrió. Artemisa no tenía tanto poder como creía. Al final, sería él quien se saldría con la suya.

No ella.

La diosa no significaba nada para él. Nada salvo el medio para conseguir un fin que estaba decidido a alcanzar.

La venganza por fin sería suya.

Tánatos aporreó la puerta de la recóndita cabaña. Al otro lado se escucharon voces muy bajas cargadas de pánico: apolitas que se apresuraban a esconder a sus mujeres e hijos.

Apolitas temerosos de cualquiera que fuera a buscarlos.

—Soy la luz de la lira —dijo Tánatos; unas palabras que tan solo un apolita o un daimon reconocería. Palabras que se utilizaban siempre que un daimon o un apolita buscaba refugio entre los de su especie. La frase hacía referencia a su relación con Apolo, el dios del Sol, que los había maldecido y abandonado.

—¿Cómo es posible que camines a la luz del día?

Era la voz de una mujer. Una voz cargada de miedo.

—Soy el Asesino de la Luz. Abre la puerta.

—¿Cómo podemos estar seguros?

En esa ocasión fue la voz de un hombre.

Tánatos emitió un gruñido ronco.

¿Por qué quería ayudar a esa gente?

Eran despreciables.

Aunque no tardó en hacer memoria. Una vez, hacía mucho tiempo, había sido uno de ellos. Él también se habría escondido, asustado de los escuderos y de los Cazadores Oscuros. Asustado de los patéticos humanos que iban a por ellos a la luz del día…

Cuánto los odiaba a todos.

—Voy a abrir la puerta —les advirtió Tánatos—. Solo he llamado para que pudierais descorrer el cerrojo y apartaros de la luz del sol antes de que entre. Abridla o la echaré abajo.

Escuchó el chasquido del pestillo.

Tras inspirar hondo para calmarse, abrió la puerta despacio.

Tan pronto como entró en la casa y cerró la puerta, una pala cayó sobre su cabeza.

Tánatos la agarró y tiró de ella, arrastrando en el proceso a una mujer desde las sombras.

—¡No dejaré que les hagas daño a mis hijos!

Le quitó la pala de las manos y la contempló, furioso.

—Créeme, si quisiera hacerles daño, no podrías detenerme. Nadie podría. Pero no estoy aquí para eso. Estoy aquí para matar al Cazador Oscuro que caza a tu gente.

El alivio inundó su hermoso rostro mientras lo miraba como si fuera un ángel.

—Entonces, es cierto que eres el Asesino de la Luz. —La voz era masculina.

Tánatos giró la cabeza para ver cómo un daimon abandonaba las sombras. El daimon parecía estar en la veintena. Al igual que el resto de los de su raza, era un parangón de perfección física. Hermoso en su juventud y su aspecto físico, con el largo cabello rubio trenzado a la espalda. En la mejilla derecha llevaba tatuadas tres lágrimas de color rojo sangre.

Tánatos reconoció su estirpe al instante.

El daimon era uno de los excepcionales guerreros spati que iba buscando.

—¿Son las lágrimas por tus hijos?

El daimon asintió con un brusco movimiento de cabeza.

—Cada uno de ellos murió a manos de un Cazador Oscuro. Así que mato a los Cazadores.

Tánatos compartía el dolor del hombre. Los apolitas no tenían elección y aun así se les castigaba porque elegían la vida en lugar de la muerte. Se preguntaba qué harían los humanos y los Cazadores Oscuros si les dijeran que tenían dos opciones: morir dolorosamente en plena juventud o apoderarse de almas humanas y vivir.

Como mero apolita, Tánatos había estado preparado para morir. Al igual que su mujer…

Zarek le había arrebatado incluso esa opción a su familia. El Cazador Oscuro se había abalanzado en un arranque de locura sobre su pueblo y había arrasado con todo a su paso. Los hombres apenas si fueron capaces de esconder a las mujeres y a los niños antes de que Zarek los destruyera a todos.

Nadie que se cruzara en su camino había sobrevivido.

Nadie.

Zarek había asesinado a apolitas y a daimons indiscriminadamente. Y su único castigo por semejante crimen había sido el destierro.

¡El destierro!

La furia se apoderó de él. ¿Cómo se había atrevido Zarek a seguir llevando una cómoda existencia durante todos los siglos transcurridos desde entonces cuando su corazón estaba emponzoñado con el recuerdo de aquella noche?

Sin embargo, se obligó a contener el odio. Ese no era el momento de dejarse llevar por la furia. Era el momento de ser tan frío y calculador como su enemigo.

—¿Cuántos años tienes, daimon? —preguntó Tánatos al spati.

—Noventa y cuatro.

Tánatos arqueó una ceja.

—Te las has apañado bien.

—Así es. Me cansé de esconderme.

Sabía a lo que se refería. No había nada peor que verse obligado a vivir en la oscuridad. A vivir confinado.

—No tengas miedo. Ningún Cazador Oscuro te perseguirá. Estoy aquí para asegurarme de ello.

El daimon sonrió.

—Creíamos que eras un mito.

—Todos los buenos mitos tienen algo de verdad y de realidad. ¿Acaso tu madre no te lo enseñó?

Los ojos del spati se tornaron sombríos y atormentados.

—Tenía tres años cuando cumplió los veintisiete. No tuvo tiempo de enseñarme nada.

Tánatos le colocó una mano sobre el hombro para confortarlo.

—Recuperaremos este planeta, hermano. Quédate tranquilo, porque nuestro día ya ha llegado. Convocaré a toda tu estirpe y uniremos nuestros ejércitos. Los humanos ya no tienen a nadie que los proteja.

—¿Y qué pasa con los Cazadores Oscuros? —preguntó la apolita.

Tánatos sonrió.

—Están vinculados a la noche. Yo no. Puedo acecharlos cuando me apetezca. —Soltó una carcajada—. Soy inmune a sus heridas. Soy la Muerte para ellos y por fin me encuentro en casa con mi gente. Juntos, gobernaremos la Tierra y a todos los que la habitan.

Zarek despertó al percibir un olor celestial. Habría creído que estaba soñando de no ser porque sus sueños jamás eran tan placenteros. Tumbado en la cama, tenía miedo de moverse. Miedo de que el delicioso aroma acabara siendo un fragmento de su imaginación.

Le rugió el estómago.

Escuchó el gruñido del lobo.

—Cállate, Sasha. Despertarás a nuestro invitado.

Zarek abrió los ojos ante esa frase. «Invitado.» Nadie salvo Astrid lo había llamado así con anterioridad.

Su mente regresó a la semana que había pasado en Nueva Orleans.

«—¿Quieres que me quede con Kirian y contigo o que me vaya con Nick?

»—Hemos pensado que es mejor que tengas un alojamiento propio.»

Las palabras de Aquerón habían removido algo en su interior que ni siquiera sabía que seguía teniendo. Nadie había querido tenerlo cerca. A esas alturas creía que ya había aprendido a pasar del tema. Sin embargo, las sencillas palabras de Astrid habían tocado, al igual que lo hicieran las de Aquerón, esa parte desconocida de sí mismo.

Se levantó de la cama, se vistió y fue en busca de la chica. Se detuvo en la puerta para observarla mientras hacía tortitas en el microondas. Era increíblemente independiente a pesar de su ceguera.

El lobo lo miró y gruñó.

Astrid ladeó la cabeza como si estuviera intentando escucharlo.

—¿Zarek? ¿Estás aquí?

—En la puerta.

No sabía por qué se lo había dicho. No sabía por qué seguía allí.

Por supuesto que la tormenta seguía en todo su apogeo, pero a lo largo de los siglos había viajado con muchas tormentas semejantes cuando aún no existían las comodidades modernas. Hasta hacía relativamente poco tiempo tenía que salir en busca de comida en mitad del invierno. Y fundir nieve para beber algo.

—He hecho tortitas. No sé si te gustan, pero tengo sirope de arándanos y arce, y también frambuesas frescas si lo prefieres.

Zarek se acercó a la encimera para coger un plato.

—Siéntate, te lo serviré.

—No, princesa —dijo con sequedad. Tras haberse visto obligado a servir a otros, se negaba a que nadie lo sirviera—. Puedo servirme yo.

Ella levantó las manos a modo de rendición.

—Vale, príncipe azul. Si respeto algo, es a aquellos que saben cuidarse sin ayuda.

—¿Por qué me sigues llamando así? ¿Te estás burlando de mí?

Astrid se encogió de hombros.

—Tú me llamas «princesa» y yo te llamo «príncipe azul». Me parece justo.

Tras concederle cierto grado de respeto a regañadientes, cogió el beicon que estaba en un platillo junto a la cocina.

—¿Cómo lo fríes si no puedes verlo?

—El microondas. Me limito a pulsar el temporizador.

El lobo se acercó a él y comenzó a olisquearle la pierna. Tras alzar la vista como si hubiera acabado de ofenderlo, comenzó a gruñir.

—Cállate, Pluto —masculló Zarek—. No pienso aguantar una crítica sobre mi higiene personal de alguien que se lame las pelotas.

—¡Zarek! —exclamó Astrid—. No puedo creer que hayas dicho eso.

Zarek apretó los dientes. Perfecto, no volvería a hablar. De todas maneras, el silencio era lo que se le daba mejor.

El lobo gimoteó.

—Calla —lo tranquilizó ella—. Si no quiere bañarse es asunto suyo.

Con el apetito perdido, Zarek dejó el plato sobre la mesa y volvió a su habitación, donde no volvería a ofenderlos.

Astrid se abrió camino a tientas hasta la mesa con la esperanza de encontrar allí a Zarek. Lo único que encontró fue su plato intacto de comida.

¿Qué ha pasado? —le preguntó a Sasha.

Si tuviera sentimientos, diría que los has herido. Como lo dudo, diría que fue a su cuarto en busca de un arma con la que matarnos.

¡Sasha! Cuéntame lo que acaba de pasar.

Vale, dejó el plato en la mesa y se largó.

¿Qué cara tenía?

Ninguna. No mostraba ninguna emoción.

Eso no la ayudaba en absoluto.

Fue en busca de Zarek.

—Lárgate —masculló después de que llamara a la puerta y la abriera sin esperar respuesta.

Astrid se quedó en el vano, deseando poder verlo.

—¿Qué quieres, Zarek?

—Yo… —Dejó la frase en el aire.

—Tú ¿qué?

Zarek no podía decir la verdad. Quería sentir calidez. Por una sola vez en su vida, quería calidez. No solo calidez física, sino también mental.

—Quiero marcharme.

Astrid suspiró ante su respuesta.

—Morirás si sales.

—¿Qué más da si muero?

—¿Es que tu vida no tiene ni valor ni significado para ti?

—No.

—En ese caso, ¿por qué no te has suicidado?

Él soltó un resoplido.

—¿Por qué iba a hacerlo? La única diversión que tengo en la vida es saber que cabreo a los que están a mi alrededor. Si muriera, eso los haría felices. Ni de coña voy a permitirlo.

Para su sorpresa, la chica se echó a reír.

—Ojalá pudiera verte la cara para saber si bromeas o no.

—Créeme, no estoy bromeando.

—Pues entonces me das lástima. Desearía que tuvieras algo que te hiciera feliz.

Zarek apartó la mirada de ella. «Feliz.» Ni siquiera comprendía el significado de esa palabra. Le era tan extraña como «ternura» o «compasión».

O «amor».

Esa sí que era una palabra que jamás había formado parte de su vocabulario. Ni siquiera se imaginaba lo que los demás debían de sentir.

Por amor, Talon casi había muerto para que Sunshine pudiera vivir. Por amor, Sunshine había vendido su alma para liberar a Talon.

Él solo sabía de odio, de ira. Era lo único que lo mantenía caliente. Lo único que lo mantenía con vida.

Mientras siguiera odiando, tendría un motivo para vivir.

—¿Por qué vives sola en esta cabaña?

Ella se encogió de hombros.

—Me gusta tener mi propio espacio. Mi familia me visita a menudo, pero prefiero estar sola.

—¿Por qué?

—Porque odio que me traten como a un bebé. Mi madre y mis hermanas se comportan como si fuera una inútil. Quieren hacerlo todo por mí.

Astrid esperó a que él dijera algo.

No lo hizo.

—¿Te gustaría darte un baño? —preguntó ella tras una breve pausa.

—¿Te molesto?

Negó con la cabeza.

—En absoluto. Haz lo que quieras.

Zarek jamás había tenido que preocuparse por cosas como un baño. Cuando era un esclavo, a nadie le importaba si estaba limpio o no; de hecho, solía estar casi siempre sucio para que nadie quisiera acercarse más de lo necesario.

Como Cazador Oscuro había estado completamente solo aun antes de su destierro a Alaska. Y una vez allí había sido tan difícil hacer algo tan sencillo como darse un baño que lo había olvidado por completo.

Hasta que Fairbanks no se convirtió en un asentamiento poblado no pudo comprar una enorme bañera que solo usaba cuando proyectaba un viaje a la ciudad.

Su breve estancia en Nueva Orleans había sido un inolvidable placer de despilfarros de agua caliente y fría, y de duchas que podían durar toda una hora antes de que el agua se enfriara.

Si Astrid le hubiera ordenado bañarse, ni siquiera habría considerado la idea. Dado que ella le había dejado la elección, se encaminó hacia el cuarto de baño.

—Las toallas están en el armarito de la entrada.

Zarek se detuvo junto al armario que había a la entrada del cuarto de baño y abrió la puerta. Al igual que el resto de la casa, estaba impecable. Todas las toallas estaban dobladas primorosamente. Joder, los colores incluso combinaban con el resto de la casa.

Cogió una enorme y gruesa toalla verde y entró en el baño.

Astrid escuchó correr el agua. Inspiró hondo para recuperar el ánimo.

Era extraño, pero hasta que Sasha no lo mencionó, no se había dado cuenta de que Zarek no se había bañado. No olía mal, y se lavaba tanto las manos que había asumido que el resto de su persona también estaba limpio.

Cuando regresó a la cocina, descubrió a Sasha comiéndose las tortitas de Zarek.

—¿Qué estás haciendo?

No las quería. Se estaban enfriando.

¡Sasha!

¿Qué? No es de buena educación desperdiciar la comida.

Meneó la cabeza por semejante razonamiento y se apresuró a hacer otra tanda para Zarek. Tal vez se mostrara más sociable cuando saliera de la ducha.

No fue así. En todo caso se mostró aún más hosco mientras devoraba las tortitas.

Es asqueroso —le dijo Sasha—. Come como un animal. Da gracias de que estás ciega.

Sasha, déjalo tranquilo.

Ni pensarlo. Usa el tenedor como si fuera una pala y te juro que se ha metido una tortita entera en la boca.

A Astrid le habría resultado asqueroso de no haber estado en sus sueños. Nadie le había enseñado los modales más básicos. Había quedado relegado a un rincón en el suelo, como el animal que Sasha creía que era.

Durante su vida como humano, la comida había escaseado. Y al hilo de ese pensamiento, comprendió algo desconcertante: la comida durante su etapa de Cazador Oscuro habría sido igual de escasa.

A diferencia de los otros Cazadores, Zarek no tenía un escudero que cuidara de un huerto durante el día. Que cuidara a los animales y que le preparara la comida. Durante siglos había vivido en el desapacible clima de Alaska, donde la comida en invierno era más que limitada.

Sintió una oleada de náuseas ante la idea. Sin duda, habría estado casi muerto de hambre durante su vida como mortal. Los Cazadores Oscuros no podían morir de inanición. Pero sí podían padecer tanta hambre como un ser humano.

Le hizo otra bandeja de tortitas.

—¿Y esto? —le preguntó él cuando la colocó a su lado.

—Por si tienes más hambre.

No replicó, pero Astrid lo escuchó deslizar la bandeja por la mesa un segundo antes de que le escuchara abrir el bote de sirope.

No soporto ver cómo hace sopa de tortitas con el sirope —dijo Sasha—. Estaré en la salita, si me necesitas.

Astrid no le hizo caso y siguió escuchando a Zarek mientras comía. Cómo deseaba poder verlo.

No, no lo deseas —la contradijo Sasha.

Tenía la sensación de que el lobo estaba exagerando. Lo conocía lo suficiente para saber que Zarek podría hacer gala de los mejores modales y Sasha seguiría quejándose.

Cuando Zarek terminó de comer, se levantó de la mesa y fregó su plato.

No, no era un cerdo. Era un hombre solitario y herido que no sabía cómo enfrentarse a un mundo que le había dado la espalda.

Vio en él lo mismo que Aquerón, y su respeto por el atlante creció enormemente al darse cuenta de que era capaz de ver lo que nadie más veía.

Ya solo tenía que encontrar la manera de salvar a Zarek de una diosa que estaba harta de él.

Si no lo hacía, Artemisa ordenaría su muerte.

Lo escuchó cortar un trozo de papel del rollo de cocina.

—He oído en las noticias que la tormenta sigue. No tienen ni idea de cuándo amainará. Dicen que es la peor tormenta de nieve desde hace siglos.

Zarek dejó escapar un largo suspiro de cansancio.

—Tengo que marcharme esta noche.

—No puedes.

—No me queda alternativa.

—Todos tenemos alternativas.

—No todos, princesa. Solo la gente con dinero e influencia tiene alternativas. Para el resto de nosotros, las necesidades básicas dictan nuestros métodos de supervivencia. —Se movió por la habitación—. Tengo que irme.

El pánico se adueñó de Astrid. Dado que era un Cazador Oscuro, podía irse cuando quisiera. A diferencia de los humanos a los que había juzgado, la vida de Zarek no correría peligro si abandonaba la cabaña esa noche. Haría frío y sería muy duro, pero estaba acostumbrado.

¿Qué podía hacer ella?

Si lo seguía, Zarek no tardaría ni un segundo en darse cuenta de que ella también era inmortal.

Por un instante sopesó la idea de llamar a sus hermanas, pero se contuvo. Si lo hacía, jamás le permitirían olvidarlo. Tenía que solucionar el problema ella sola.

Pero ¿qué podría mantenerlo allí cuando estaba tan decidido a marcharse?

Se giró hacia la puerta y tiró algo que había en la encimera. Al levantarlo, se dio cuenta de que era un botecito de especias que le recordó los frascos de suero que M’Adoc le había dado.

Una dosis generosa de suero de Loto mantendría a Zarek inconsciente durante unos cuantos días…

Claro que entonces estaría atrapado en sus pesadillas sin manera de despertar.

Eso lo volvería loco.

A menos que dirigiera sus sueños como lo haría un Skoti.

¿Se atrevería a hacerlo?

Antes de que pudiera pensarlo mejor, fue a su dormitorio para coger el frasquito que había escondido en su mesita de noche.

Ya solo le restaba encontrar la forma de que Zarek se tomara el suero.