6

—¿Eras ciego? —preguntó Astrid.

Zarek no contestó. No podía creer que se le hubiera escapado ese detalle. Era algo de lo que nunca había hablado, ni siquiera con Jess.

Solo Aquerón lo sabía y era de agradecer que hubiera guardado el secreto.

Poco dispuesto a hacer esa noche una nueva visita a su pasado y al dolor que allí lo aguardaba, salió de la salita y volvió a su habitación, donde cerró la puerta con pestillo para poder esperar con tranquilidad que la tormenta amainara.

Al menos estando solo no tendría que preocuparse por la posibilidad de traicionarse o de herir a alguien. Sin embargo, mientras tomaba asiento en la mecedora, no fueron las imágenes del pasado las que lo asaltaron.

Fue un aroma a rosas y a madera acompañado de los ojos claros de una mujer.

Recordó el tacto suave y fresco de esa mejilla bajo las yemas de los dedos. El cabello húmedo y despeinado que enmarcaba un rostro femenino e incitante.

Una mujer que no lo evitaba ni se acobardaba ante él.

Era asombrosa y sorprendente. De haber sido una persona distinta, tal vez habría regresado a la salita donde ella estaba sentada con su lobo para hacerla reír. Pero no sabía cómo hacer reír a la gente. Sabía lo que era el humor, sobre todo la ironía, pero no era el tipo de hombre que bromeaba o provocaba sonrisas. Y mucho menos en las mujeres.

Eso no lo había molestado con anterioridad.

Esa noche sí lo hacía.

—¿Es culpable?

Astrid dio un respingo al escuchar la voz de Artemisa en la cabeza. Desde que llevaron a Zarek a su casa, la diosa se empeñaba en molestarla todas las noches con la misma pregunta; una y otra vez, hasta el punto de que ya se sentía como Juana de Arco, atormentada por las voces.

Todavía no, Artemisa. Acaba de despertarse.

Bueno, ¿y por qué estás tardando tanto? Mientras siga con vida, Aquerón estará con los nervios de punta y detesto que esté nervioso. Decláralo culpable ya.

¿Por qué deseas la muerte de Zarek con tanto ahínco?

Se hizo el silencio. Al principio pensó que Artemisa se había marchado, por eso se sorprendió al escuchar su respuesta.

A Aquerón no le gusta que la gente sufra. Sobre todo si se trata de uno de sus Cazadores Oscuros. Mientras Zarek viva, Aquerón estará sufriendo y, a pesar de lo que él pueda pensar, no me gusta verlo sufrir.

Era la primera vez que Astrid escuchaba semejante confesión de parte de Artemisa. La diosa no era conocida precisamente por su amabilidad o compasión, ni tampoco por pensar en nadie que no fuera ella misma.

¿Lo amas?

Artemisa contestó con voz cortante:

Eso no es de tu incumbencia, Astrid. Encárgate de Zarek, porque te juro que si la lealtad de Aquerón se resiente un poco más a causa de esto, lo pagarás caro.

Astrid se tensó ante el tono hostil y la amenaza. Haría falta alguien más poderoso que Artemisa para hacerle daño y si la diosa quería pelear, ya podía ir preparándose.

Tal vez su trabajo hubiera dejado de gustarle, pero se lo tomaba muy en serio y nadie iba a amedrentarla para que emitiera un veredicto prematuro, mucho menos Artemisa.

¿No crees que Aquerón se enfadará y exigirá un nuevo juicio si dicto sentencia antes de tiempo?

Artemisa resopló de forma poco elegante.

Además, le aseguraste que no te entrometerías, Artemisa. Le hiciste jurar que no se pondría en contacto conmigo para no interferir en mi veredicto y, aun así, eso es precisamente lo que tú estás haciendo. ¿Cómo crees que reaccionará si le informo de tus acciones?

Muy bien. No volveré a molestarte. ¡Pero acaba pronto!

Por fin a solas, Astrid tomó asiento en la salita y meditó acerca de su plan de acción y del mejor modo de presionar a Zarek para comprobar si volvía a perder los estribos y se tornaba más violento.

La había emprendido con su casa, pero no con ella. En respuesta, Sasha se había abalanzado sobre Zarek y si bien el lobo había resultado herido en la lucha, los daños que el animal le había ocasionado a él habían sido mucho mayores. La lucha entre ellos había sido justa y el Cazador no había intentado matar a Sasha por haberlo atacado. Se había limitado a quitarse al lobo de encima, nada más.

Y, en lugar de vengarse del animal, le había dado agua.

Hasta el momento, los peores crímenes de Zarek eran la beligerancia y el hecho de poseer una presencia en extremo aterradora. Sin embargo, la amabilidad que demostraba era todo un contraste con su acritud.

El sentido común le decía que le hiciera caso a Artemisa, que lo declarara culpable y saliera corriendo.

Sus instintos le decían que esperara.

Mientras no los atacara presa de la ira, ni a ella ni a Sasha, seguiría adelante.

No obstante, si llegaba a hacerles algo, saldría por la puerta y él acabaría frito.

«Ningún hombre es inocente, no existe tal cosa…»

Astrid exhaló un suspiro de cansancio. Eso mismo le había dicho a su hermana Atri la última vez que habían hablado. Una parte de ella lo creía a pies juntillas. Ni una sola vez a lo largo de los siglos había encontrado un inocente. Todos los hombres que había juzgado le habían mentido.

Todos ellos habían intentado engañarla.

Algunos habían intentado sobornarla.

Otros habían intentado escapar de ella.

Hubo quienes habían intentado golpearla.

Y uno había intentado matarla.

Se preguntó en qué categoría entraría Zarek.

Tras tomar una honda bocanada de aire para darse fuerzas, se puso en pie y fue a su dormitorio con la intención de echar un vistazo a la ropa que Sasha utilizaba en su forma humana.

¿Qué estás haciendo? —le preguntó el lobo al reunirse con ella.

—Zarek necesita algo que ponerse —contestó en voz alta sin pensar.

Sasha le mordisqueó la mano y empujó la ropa con el hocico para volver a meterla en la cesta, en el fondo del armario.

Pues que se traiga su propia ropa. Esta es mía.

Astrid volvió a sacar las prendas.

Venga, Sasha, sé amable. Aquí no tiene nada y lo que lleva puesto está hecho trizas.

¿Y?

Siguió rebuscando entre los pantalones y las camisas, deseando poder verlas.

Eras tú quien se quejaba por tener que ver a un hombre desnudo. Creí que preferirías verlo con algo de ropa encima.

También me he quejado por tener que salir para hacer pis o por comer directamente de un cuenco, pero no veo que estés dispuesta a dejarme usar el baño ni los cubiertos mientras él esté aquí.

Astrid meneó la cabeza.

¿Por qué no paras ya? Refunfuñas más que una vieja.

Alzó un jersey grueso.

¡Ni hablar! —exclamó el lobo—. El borgoña no. Es mi favorito.

Es increíble lo quisquilloso que eres, Sasha.

Me da igual. Ese es mi jersey. Déjalo donde estaba.

Astrid volvió a ponerse en pie para llevarle la prenda a Zarek. Sasha la siguió sin dejar de quejarse.

Te compraré uno nuevo, te lo prometo.

No quiero uno nuevo. ¡Quiero ese!

No va a romperlo.

Sí que lo hará. Mira su ropa. Está hecha polvo. Y no quiero que su cuerpo entre en contacto con nada que yo me ponga. Lo contaminaría.

¡Por todos los dioses, Sasha! Ya es hora de que madures un poco. Tienes cuatrocientos años y sigues actuando como un cachorro. Ni que tuviese piojos o algo…

¡Los tiene!

Astrid lanzó una mirada furibunda hacia su pierna, allí donde sentía la presencia del animal. En ese momento, Sasha agarró el jersey con los dientes y se lo quitó de las manos de un tirón.

—¡Sasha! —gritó al tiempo que corría tras él—. Dame ese jersey o te juro que seré yo quien te castre.

El lobo atravesó la casa a la carrera.

Astrid lo siguió tan rápido como pudo. Se guiaba por los recuerdos que tenía del lugar que debían ocupar las cosas.

Sin embargo, alguien había movido la mesa de la salita. Gimió al golpearse con ella en la pierna y perdió el equilibrio. Extendió los brazos para sujetarse, pero notó que la mesa se tambaleaba. Al final cedió bajo su peso.

El cristal cayó a un lado y todo lo que había encima salió volando.

Algo la golpeó en la cabeza y escuchó que otra cosa se rompía.

El miedo la dejó paralizada.

No sabía lo que había roto, pero el sonido había sido inconfundible.

¿Dónde estaban los trozos de cristal?

Con el corazón desbocado, maldijo su ceguera. No se atrevía a moverse por temor a cortarse.

—¿Sasha?

El lobo no respondió.

—No te muevas. —La voz grave y autoritaria de Zarek le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda.

Al instante unos brazos fuertes la alzaron del suelo con una facilidad aterradora y se encontró apoyada contra un cuerpo esbelto, duro como una roca. Un cuerpo cuyos músculos se contraían con cada movimiento que hacía mientras la sacaba de la salita.

Rodeó esos hombros anchos con los brazos y notó que él se tensaba en respuesta al contacto. El roce de su aliento en la cara la derretía por completo.

—¿Zarek? —preguntó con voz insegura.

—¿Hay alguien más en esta casa que pueda llevarte en brazos y que todavía no me hayas presentado?

Astrid pasó por alto el sarcasmo mientras la llevaba a la cocina y la dejaba sobre una silla. Echó en falta su calor en cuanto se separó de ella. Había algo en Zarek que despertaba un extraño anhelo en su pecho, tan inesperado como indescifrable.

—Gracias —le dijo en voz baja.

Él no contestó. En cambio, lo escuchó abandonar la estancia.

Regresó unos minutos después para arrojar algo al cubo de la basura.

—No sé qué le has hecho a Scooby —comenzó con voz casi normal—, pero está acostado sobre un jersey en un rincón y no deja de gruñirme.

Astrid refrenó el impulso de soltar una carcajada ante semejante imagen.

—Ha sido malo.

—En fin… En mi tierra te dan una paliza si eres malo.

Esas palabras, junto con la emoción que dejaban entrever, hicieron que Astrid frunciera el ceño.

—Hay ocasiones en las que la comprensión es más importante que el castigo.

—Y hay otras en las que no.

—Tal vez —replicó ella en un susurro.

Zarek abrió el grifo del fregadero. Al parecer se estaba lavando otra vez las manos. Era extraño. Parecía hacerlo muy a menudo.

—He recogido todos los cristales que he encontrado —le dijo por encima del ruido del agua—, pero el jarrón que tenías en la mesa se ha hecho añicos. Tal vez sea mejor que no andes descalza durante unos días.

Astrid se sintió extrañamente conmovida tanto por sus acciones como por el consejo. Se puso en pie y atravesó la distancia que los separaba para situarse a su lado. Aunque no pudiera verlo, podía sentirlo. Podía sentir su calor, su fuerza.

La cruda sensualidad que exudaba ese hombre.

Una sensualidad que la traspasaba y le erizaba la piel, tentándola con el deseo que despertaba en ella.

Una parte desconocida de sí misma ansiaba extender un brazo y acariciar esa suave piel bronceada, cuyo calor animal resultaba irresistible. Todavía recordaba el aspecto de esa piel. El modo en que la luz jugueteaba sobre ella.

Sintió deseos de tirar de él para besarlo en los labios y probar su sabor. Ansiaba comprobar si era capaz de mostrarse tierno.

O si en cambio se mostraría rudo y violento.

Semejantes pensamientos deberían haberla avergonzado. Como jueza, se daba por sentado que carecía de ese tipo de curiosidad; sin embargo, como mujer no podía evitarlo.

Había pasado muchísimo tiempo desde que un hombre despertara su deseo.

En el fondo, había una parte de sí misma que ansiaba descubrir esa bondad en la que creía Aquerón. Y también habían pasados siglos desde la última vez que sintiera ese deseo.

La ternura de Zarek resultaba de lo más inesperada.

—¿Cómo has sabido que te necesitaba?

—Escuché que se rompía algo de cristal y supuse que estarías atrapada.

Astrid sonrió.

—Ha sido un bonito detalle por tu parte.

Tenía la sensación de que la estaba observando. Esa idea hizo que se acalorara. Se le endurecieron los pezones.

—No soy detallista, princesa. Créeme.

No, no era un tipo detallista. Era duro. Irritable y extrañamente fascinante. Como una bestia salvaje que hubiera que domesticar.

Si de verdad había alguien capaz de lograr semejante hazaña.

—Estaba buscando ropa para prestarte —le explicó en voz baja en un intento por recuperar el control de su cuerpo, que parecía dispuesto a hacer caso omiso al sentido común—. Hay más jerséis en el fondo de mi armario, si los necesitas.

Zarek resopló ante la sugerencia mientras cerraba el grifo y cortaba un trozo de papel de cocina para secarse las manos.

—Tu ropa me queda pequeña, princesa.

Astrid se echó a reír.

—No son míos. Son de un amigo.

Zarek no podía respirar estando ella tan cerca. Le bastaría con inclinar la cabeza un poquito para besar esos labios entreabiertos. O con extender un brazo para tocarla.

Y eso era precisamente lo que lo aterrorizaba: el intenso deseo de tocarla. El intenso deseo de estrecharla contra él y sentir esas suaves curvas femeninas sobre la dureza masculina de su cuerpo.

No recordaba haber sentido jamás un deseo tan poderoso.

Cerró los ojos y se vio asaltado por una imagen en la que ambos estaban desnudos. Una imagen en la que la sentaba frente a él sobre la encimera y le echaba un polvo que la dejaba sin sentido. En la que entraba y salía de su cuerpo hasta quedar exhausto.

Y dolorido.

Deseaba sentir la tibieza de esa piel al deslizarse contra la suya. El roce de su aliento sobre el cuerpo.

Pero, sobre todo, deseaba que lo impregnara con su olor. Deseaba saber lo que era estar con una mujer que no le demostrara miedo ni desprecio.

A lo largo de todos los siglos de su existencia, jamás había echado un polvo con una mujer a la que no le hubiera pagado. Y eso, en muy contadas ocasiones.

Llevaba tanto tiempo solo…

—¿Y dónde está ese amigo tuyo? —le preguntó a través del extraño nudo que se le había formado en la garganta al imaginarla con otro hombre. La idea no debería hacerle tanto daño.

Sasha entró en la cocina, los miró y ladró.

—Mi amigo murió —contestó Astrid sin vacilar.

Zarek arqueó una ceja.

—¿Cómo?

—Mmm, de parvo.

—¿Esa no es una enfermedad canina?

—Sí, por eso fue tan trágico.

¡Oye! Eso no me ha hecho ninguna gracia —protestó Sasha.

Compórtate o haré que enfermes de parvo de verdad.

Zarek se alejó de ella.

—¿Lo echas de menos?

Astrid giró la cabeza hacia el lugar del que procedía el ladrido.

—No, no mucho. En realidad era un coñazo.

Ya te enseñaré yo lo que es ser un coñazo, ninfa. Espera y verás.

Astrid resistió el impulso de sonreír.

—¿Quieres la ropa o no? —le preguntó a Zarek.

—Claro.

Lo guió hasta su dormitorio.

Mira que eres mala —gruñó Sasha—. Espera y verás. Me las pagarás por esto. ¿Recuerdas esa colcha que te gusta tanto? Chamuscada. Y si estuviera en tu lugar, no volvería a ponerme las zapatillas de estar en casa.

Astrid no le prestó atención.

Zarek guardó silencio mientras ella lo conducía hasta su dormitorio, decorado con distintos tonos de rosa pálido. Resultaba femenino y delicado. No obstante, fue el olor que reinaba en la estancia lo que despertó su deseo.

Rosas y madera.

Su perfume.

Un perfume que lo excitaba hasta un punto doloroso. Su verga se tensó contra la cremallera de los pantalones, suplicándole que hiciera algo más que mirarla. En contra de su voluntad, sus ojos se demoraron sobre la cama de la chica. La imaginó allí dormida, con los labios entreabiertos, relajada y desnuda… con las sábanas de color rosa pálido enredadas entre las piernas.

—Aquí tienes.

Zarek tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de la cama y fijarla en el armario. Astrid se hizo a un lado para permitirle que echara un vistazo a la ropa masculina que se encontraba primorosamente doblada en el interior de una cesta de mimbre.

—Puedes coger lo que quieras.

Una invitación con un claro doble sentido. El único problema era que lo él quería no estaba en la cesta ni mucho menos…

De modo que le dio las gracias antes de sacar un jersey negro de lana y otro gris de cuello vuelto que parecían ser de su talla.

—Me cambiaré en mi dormitorio —le dijo al tiempo que se preguntaba para qué se molestaba en hacerlo.

A ella le daría igual si se quedaba en su dormitorio o no. Ni que pudiera verlo…

En casa solía ir medio desnudo la mayor parte del tiempo.

Claro que eso no era de buena educación, ¿verdad?

¿Desde cuándo te comportas de un modo educado?, inquirió su mente.

Al parecer, desde esa noche.

Sasha le ladró al salir al pasillo y acto seguido entró en la habitación para ladrarle a su dueña.

—Cállate, Sasha —le dijo ella—. O dormirás en el garaje.

Zarek siguió su camino sin hacerles caso y entró en su dormitorio para ponerse la ropa limpia. Cerró la puerta y soltó la ropa, invadido por un sentimiento peculiar. La chica solo le había ofrecido ropa. Y refugio.

Y una cama.

Y comida.

Echó un vistazo a los costosos y elegantes muebles. Se sentía perdido en ese lugar. Inseguro. Jamás se había sentido así.

Se sentía humano.

Pero sobre todo se sentía aceptado. Algo que nunca había sentido con Sharon.

Al igual que el resto de la gente que había conocido a lo largo de los siglos, Sharon hacía aquello por lo que él le pagaba. Ni más, ni menos. Cada vez que se acercaba a ella, tenía la impresión de estar invadiendo su intimidad.

La actitud de la mujer era formal y distante, sobre todo desde que él rechazó su proposición. Había presentido desde el primer momento que en parte le tenía miedo. Que lo vigilaba, en especial cuando su hija estaba cerca; como si esperara que se volviera loco y las atacara o algo así.

Semejante actitud le había resultado insultante; pero, puesto que estaba tan acostumbrado a los insultos, se había limitado a pasarlo por alto.

Sin embargo, con Astrid no era así.

Ella lo trataba como si fuera un tipo normal y le ayudaba a olvidar el hecho de que en realidad no lo era.

Se vistió con rapidez y volvió a la salita. Astrid estaba sentada de lado en el sofá, leyendo un libro en braille. El lobo estaba tumbado a sus pies. Cuando entró, el animal alzó la cabeza y clavó en él sus ojos grises con algo parecido al odio.

Zarek, que había vuelto a coger el cuchillo de pelar de la cocina, eligió otro trozo de madera.

—¿Cómo acabaste adoptando a un lobo como mascota? —preguntó al tiempo que se sentaba en el sillón más cercano a la chimenea para poder arrojar las virutas al fuego.

No sabía por qué se empeñaba en hablar con ella. Por regla general, ni siquiera se habría molestado, y sin embargo sentía una extraña curiosidad por conocer la vida de la chica.

Astrid extendió una mano para acariciar al lobo.

—No estoy muy segura. Al igual que me ocurrió contigo, lo encontré herido y lo traje a casa para cuidarlo hasta que se restableciera. Lleva conmigo desde entonces.

—Me sorprende que permitiera que lo domesticaras.

Su comentario le arrancó una sonrisa.

—A mí también. Ganarme su confianza no fue tarea fácil.

Zarek meditó la respuesta durante un instante.

—«Hay que ser paciente. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba.»

Astrid se quedó boquiabierta por la sorpresa cuando Zarek continuó citando uno de sus pasajes favoritos. De haberle arrojado algo, no la habría sorprendido tanto.

—¿Has leído El principito?

—Un par de veces.

Muchas más si era capaz de citarlo sin cometer un solo error. Astrid se inclinó de nuevo para tocar a Sasha y así poder observar a Zarek.

Estaba sentado en diagonal a ella, tallando un trozo de madera. La luz del fuego hacía brillar sus ojos negros. El jersey negro se le ceñía al cuerpo y, pese a la barba, la apostura de su rostro la dejó aturdida una vez más.

Parecía casi relajado mientras trabajaba. Exudaba una elegancia poética que contrastaba enormemente con el rictus cínico de sus labios. Con ese halo letal que se ceñía a él incluso más que los pantalones.

—Me encanta ese libro —confesó en voz baja—. Siempre ha sido uno de mis favoritos.

Él no hizo comentario alguno. Se limitó a seguir sentado, sujetando con delicadeza el trozo de madera mientras sus dedos largos y delgados se movían sobre él con elegancia. Era la primera vez que no tenía ese aire tan siniestro. Que no parecía tan peligroso.

La palabra «relajada» no era del todo exacta, pero al menos su actitud no resultaba tan espeluznante como antes.

—¿Lo leíste cuando eras pequeño? —le preguntó.

—No —fue su queda respuesta.

Astrid ladeó la cabeza y siguió observando cómo trabajaba.

En un momento dado, él se detuvo y se giró para mirarla con el ceño fruncido.

Astrid soltó a Sasha y se enderezó en el sofá.

Zarek no hizo movimiento alguno mientras observaba a la chica y al chucho. Allí había algo muy raro; todos sus instintos se lo decían. Clavó la mirada en Sasha.

De no haber sabido que era absurdo, habría jurado que…

Pero ¿qué iba a hacer un hombre-lobo en Alaska con una ciega? Los campos magnéticos influirían drásticamente sobre un macho arcadio o katagario y harían casi imposible que pudiera mantener una forma estable, ya que los electrones de la atmósfera causaban estragos en sus poderes mágicos.

No, no era posible.

Aunque…

Echó un vistazo al pequeño reloj que había en la repisa de la chimenea. Eran casi las cuatro de la mañana. Para él todavía era temprano, pero eran pocos los humanos que seguían despiertos a esas horas.

—¿Siempre trasnochas tanto, princesa?

—A veces.

—¿No tienes que madrugar para trabajar?

—No. Mi dinero proviene de una herencia familiar. ¿Y tú, príncipe azul?

Sus manos erraron al escuchar la respuesta. Una herencia familiar. Estaba aún más forrada de lo que había sospechado.

—Debe de ser agradable no tener que trabajar para ganarse la vida.

Astrid percibió la acritud del comentario.

—No te cae bien la gente que tiene dinero, ¿verdad?

—No tengo prejuicios contra nadie, princesa. Odio a todo el mundo por igual.

Eso había oído. Artemisa le había asegurado que Zarek era un tipo vulgar, maleducado y tosco. El imbécil más insoportable que había conocido jamás.

Y viniendo de la Reina de la Imbecilidad, la descripción tenía su peso…

—No has contestado a mi pregunta, Zarek. ¿Qué haces para ganarte la vida?

—Un poco de todo.

—Un poco de todo, ¿no? ¿Eres un vagabundo, entonces?

—Si te digo que sí, ¿me echarás de aquí?

Pese a su voz tranquila y desapasionada, Astrid notó que aguardaba su respuesta. Que había una parte de él que deseaba que lo echara.

Y otra parte que daba por supuesto que lo haría.

—No, Zarek. Ya te lo he dicho, eres bienvenido en mi casa.

Zarek dejó de tallar para contemplar el fuego. Esas palabras le habían provocado un inesperado temblor. Aunque no eran las llamas lo que veía, sino su rostro. Esa dulce voz resonaba en lo profundo de un corazón que había dado por muerto mucho tiempo atrás.

Nadie lo había acogido nunca de ese modo.

—Podría matarte y nadie se enteraría.

—¿Vas a matarme, Zarek?

Se le hizo un nudo en el estómago cuando los recuerdos lo asaltaron de repente. Se vio caminando entre los cadáveres, en su asolada aldea. Vio la sangre que manaba de las gargantas degolladas; las casas en llamas…

Se suponía que debía haber protegido a esa gente.

En cambio, los había matado a todos.

Y ni siquiera sabía por qué. No recordaba nada salvo la furia que se había apoderado de él. La sed de sangre y la necesidad de expiar la culpa.

—Espero que no, princesa —susurró.

Tras ponerse en pie, volvió a su dormitorio y cerró la puerta con el pestillo.

Solo esperaba que Astrid hiciera lo mismo.

Horas más tarde, Astrid permanecía atenta a la profunda respiración de Zarek mientras este dormía inquieto. En esos momentos la casa estaba tranquila, a salvo de su ira. El ambiente había perdido el aura malévola que el Cazador llevaba consigo y todo estaba en paz; salvo el propio Zarek, que parecía estar sumido en una pesadilla.

Aunque exhausta, no le apetecía dormir. Había demasiadas preguntas rondándole la cabeza.

Cómo deseaba poder hablar con Aquerón sobre Zarek y preguntarle qué cualidades veía en él para que mereciera la pena salvarlo. No obstante, Artemisa había accedido a que se celebrara el juicio con la única condición de que Aquerón permaneciera al margen del mismo y no hiciera nada que influyera en el veredicto. Si intentaba hablar con él, Artemisa pondría fin al juicio y mataría al Cazador de inmediato.

Tenía que encontrar otro modo de averiguar algo más sobre su invitado.

Miró a Sasha, que dormía sobre su cama aún en forma de lobo. Hacía siglos que se conocían. Apenas era más que un cachorro cuando su gente se había aliado con la diosa egipcia Bastet en su lucha contra Artemisa.

Una vez que la guerra entre las dos diosas llegó a su fin, Artemisa exigió que se juzgara a todos aquellos que habían luchado en su contra. La hermanastra de Astrid, Lera, había sido la jueza y había decretado la culpabilidad de todos ellos a excepción de Sasha, cuya juventud lo exoneraba de la responsabilidad de haber seguido el ejemplo de los demás.

Su gente lo había atacado de inmediato al creer que los había traicionado a cambio de la absolución, a pesar de que por aquel entonces solo tenía catorce años. El mundo de los katagarios estaba regido por las normas y los instintos animales. La manada era un núcleo compacto y cualquiera que la amenazara era eliminado, aunque formara parte de ella.

Habían estado a punto de matarlo. Por suerte, ella lo había encontrado y lo había cuidado hasta que se restableció. Y, aunque odiaba de todo corazón a los dioses del Olimpo, Sasha se había mostrado en extremo tolerante, que no cariñoso, con ella.

Podría marcharse cuando quisiera, pero no tenía ningún lugar adonde ir. Los Cazadores Arcadios lo querían muerto porque en una ocasión formó parte de los asesinos katagarios que se enfrentaron a los dioses olímpicos y, a su vez, los asesinos lo querían muerto porque creían que había traicionado a los suyos.

Su vida estaba en la cuerda floja, aun en esos momentos.

Cuando Astrid lo encontró, estaba aterrorizado por la posibilidad de que su manada lo hiciera pedazos.

Así que, siglos atrás, habían conformado una alianza que los beneficiaba a ambos. Mientras fuese un cachorro, ella impediría que los otros lo mataran y, a cambio, él la ayudaría cada vez que le arrebataran la vista.

Con el paso de los siglos se habían hecho amigos y, en ese momento, Sasha se quedaba a su lado por lealtad. Sus poderes mágicos de katagario eran mucho más fuertes que los de ella y estaban a su disposición siempre que los necesitaba.

En ese instante, Astrid estaba considerando la idea de utilizarlos.

Los katagarios podían viajar en el tiempo…

Pero con limitaciones. No, necesitaba algo que le garantizara poder regresar antes de que Zarek despertara.

En momentos así, deseaba ser una diosa en lugar de una simple ninfa. Los dioses tenían poderes con los que podría…

Esbozó una sonrisa ante la idea que acababa de ocurrírsele.

—M’Adoc —convocó en voz baja a uno de los Oneroi. Los Oneroi eran los dioses del sueño que reinaban en Fantosis, el velado dominio emplazado entre la consciencia y la inconsciencia.

El aire vibró con la poderosa e invisible energía que precedía la llegada de uno de ellos.

Al lado de los más de dos metros diez de M’Adoc, Astrid se sentía diminuta… como bien sabía por experiencia. Aun cuando no pudiera verlo en ese momento, conocía su aspecto a la perfección. Su cabello era largo y negro; tan negro que apenas reflejaba la luz. Sus ojos eran de un azul tan claro que parecían transparentes y daba la impresión de resplandecer.

Al igual que el resto de sus congéneres, era tan apuesto que, para aquellos que podían ver, resultaba difícil mirarlo.

—Primita —la saludó con voz electrizante y seductora, si bien carente de toda emoción; los Oneroi tenían prohibidas las emociones—. Ha pasado mucho tiempo. Unos trescientos o cuatrocientos años, al menos.

Astrid asintió con la cabeza.

—He estado ocupada.

M’Adoc extendió un brazo para tocarla y así hacerle saber dónde estaba.

—¿Qué necesitas?

—¿Sabes algo sobre Zarek, el Cazador Oscuro?

Los Oneroi solían actuar como sanadores de los Cazadores Oscuros, tanto a nivel físico como mental. Puesto que Artemisa los creaba tras haber sido horriblemente humillados o destrozados como humanos, siempre se asignaba a un Cazador Onírico para que ayudara al nuevo Cazador Oscuro a sanar su mente, de modo que este pudiera moverse por el mundo sin hacerle daño a nadie. Una vez que el nuevo Cazador Oscuro estaba mentalmente curado, el Cazador Onírico lo seguía a través del tiempo para sanarlo cada vez que resultaba herido. Ese era el motivo de que los Cazadores Oscuros sintieran una necesidad sobrenatural de dormir cuando estaban heridos. Los Oneroi solo podían actuar durante el sueño.

—He oído hablar de él.

Astrid aguardó una explicación, pero al ver que M’Adoc continuaba en silencio, le preguntó:

—¿Qué sabes?

—Que es un caso tan perdido que ninguno de los míos estaría dispuesto a ayudarlo.

Jamás había escuchado algo así.

—¿Nunca?

—Los Skoti se acercan a él en ocasiones mientras duerme, aunque solo para poder nutrirse de su ira. Es tan intensa que tampoco ellos pueden soportarla durante mucho tiempo.

Astrid estaba atónita. Los Skoti eran prácticamente demonios. Hermanos de los Oneroi, devoraban las emociones humanas con el fin de volver a sentir algo. Si no se les vigilaba, resultaban en extremo peligrosos y podían acabar con la vida de la persona a la que «trataban».

En lugar de aliviar a Zarek, una visita de cualquiera de ellos empeoraría su locura.

—¿Por qué es así? ¿Qué es lo que alimenta su ira?

—¿Y qué más da? —preguntó el Oneroi a su vez—. Según me han dicho, está sentenciado a muerte.

—Le prometí a Aquerón que primero lo juzgaría. Solo morirá si yo así lo decido.

—En ese caso, deberías ahorrarte la molestia y decretar su muerte ya.

¿Por qué todo el mundo deseaba verlo muerto? Semejante animosidad le resultaba incomprensible. No era de extrañar que el hombre se comportara de ese modo.

¿Había alguien a quien le cayera bien?

Ni una sola vez en toda la eternidad había escuchado a M’Adoc hablar con tanta crueldad sobre alguien.

—Eso no es propio de ti.

Astrid notó que respiraba hondo y que la mano que reposaba sobre su hombro se tensaba.

—No se puede salvar a un perro rabioso, Astrid. Lo mejor para todos, incluso para el perro, es que sea eliminado.

—¿El Dominio de las Sombras es preferible a la vida? ¿Es que estás loco?

—En el caso de Zarek, así es.

La respuesta la horrorizó.

—Si eso fuera cierto, Aquerón se habría mostrado clemente con él y no me habría pedido que lo juzgara.

—Aquerón no lo mata porque sería como matarse a sí mismo.

Astrid analizó un instante la respuesta.

—¿Qué quieres decir? No veo nada similar entre ellos.

Tuvo la impresión de que M’Adoc estaba intentando leerle la mente.

—Aquerón y Zarek tienen mucho en común. Ciertas cosas que la mayoría de la gente no es capaz de ver ni de entender. En mi opinión, Aquerón cree que si Zarek no es digno de ser salvado, tampoco lo es él.

—¿De qué tiene que salvarse Aquerón?

—De sí mismo. Ambos muestran cierta tendencia a elegir su propio sufrimiento. Y no parecen elegir muy bien.

Astrid sintió algo extraño al escuchar esas palabras. Una especie de punzada en el estómago. Algo que llevaba mucho tiempo sin sentir. Sentía lástima por esos dos hombres.

Aunque en especial por Zarek.

—¿Cómo eligen su propio sufrimiento?

M’Adoc se negó a explicarse. Claro que eso era algo normal en él… Tratar con los dioses del sueño era casi tan frustrante como tratar con un Oráculo.

—M’Adoc, muéstrame por qué todo el mundo ha dejado de lado a Zarek.

—No creo que necesites…

—Muéstramelo —insistió.

Necesitaba saberlo y, en el fondo, sospechaba que ese afán no tenía tanto que ver con su trabajo como quería pensar. Semejante necesidad parecía más personal que profesional.

La voz de M’Adoc le replicó sin inflexión alguna.

—Va en contra de las normas.

—Asumiré cualquier consecuencia. Muéstramelo, por favor.

M’Adoc la ayudó a sentarse en la cama.

Astrid se recostó y dejó que el Cazador Onírico la ayudara a conciliar el sueño. Los Oneroi podían utilizar varios sueros para dormir a la gente, así como la bruma de Parpádeo, un dios menor del sueño. A lo largo del tiempo, tanto los Oneroi como el resto de los dioses habían usado la bruma de Parpádeo para controlar a los humanos. Sin importar el método que utilizaran, los efectos sobre el elegido eran inmediatos.

Astrid no sabía muy bien cuál era el método que M’Adoc había empleado con ella, pero tan pronto como cerró los ojos se descubrió flotando en el reino de Morfeo. Allí podía contar con el sentido de la vista, aun cuando estuviese juzgando. Por eso le gustaba tanto soñar durante sus asignaciones.

M’Adoc apareció a su lado. Su belleza masculina resultaba aún más espectacular en ese reino.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto?

Astrid asintió.

M’Adoc la guió a través de una serie de puertas emplazadas en el vestíbulo de Fantosis. Desde allí, un kalitecnis o señor del sueño, podía moverse a través de los sueños de cualquiera. Podía ir al pasado, al futuro o acceder a reinos que escapaban al conocimiento humano.

M’Adoc se detuvo frente a una puerta.

—Está soñando con su pasado.

—Quiero verlo.

El Oneroi dudó como si estuviera debatiéndose consigo mismo. A la postre, abrió la puerta.

Astrid entró en primer lugar. Tanto ella como M’Adoc se mantuvieron ajenos a la escena, lejos de cualquiera que pudiera verlos o sentirlos. Aunque no importaba mucho, quería asegurarse de no intervenir en el sueño de Zarek.

Aquellos que soñaban solo podían ver a los Cazadores Oníricos o a los Skoti si estos se lo permitían. Siendo una ninfa, no sabía con certeza si Zarek podía verla o no.

Echó un vistazo a su alrededor, inmersa en el sueño.

Le sorprendió mucho que todo fuera tan detallado. Los sueños de la mayoría de la gente solían ser esquemáticos. No obstante, ese era claro como el agua y tan real como el mundo que acababa de dejar atrás.

Vio tres chiquillos reunidos en el atrio de una antigua mansión romana. Los niños, de edades comprendidas entre los cuatro y los ocho años, portaban palos, gritaban y se reían.

—¡Pruébala, pruébala, pruébala!

Un cuarto muchacho de unos doce años pasó corriendo junto a ella. Su pelo negro y sus ojos azules eran sorprendentes, y guardaba un notable parecido con el hombre que había visto a través de los ojos de Sasha.

—¿Ese es Zarek?

M’Adoc negó con la cabeza.

—Ese es Mario, su hermanastro.

Mario se acercó corriendo a los otros tres.

—No quiere hacerlo, Mario —le dijo uno de ellos antes de golpear con el palo a lo que hubiera en el suelo.

Mario le quitó el palo a su hermano y lo hundió en el bulto.

—¿Qué pasa, esclavo? ¿Eres demasiado bueno para comer sobras?

Astrid jadeó al comprender que lo que había en el suelo era otro niño. Uno vestido con harapos al que intentaban obligar a comer unas hojas de col podridas. El muchacho yacía en posición fetal y se protegía la cabeza con las manos de tal forma que apenas parecía humano.

Los demás siguieron golpeándolo con los palos. O dándole patadas al ver que no reaccionaba ni a los golpes ni a los insultos.

—¿Quiénes son esos chicos? —preguntó Astrid.

—Los hermanastros de Zarek. —M’Adoc los fue señalando—. Ya conoces a Mario. Marco es el que tiene los ojos marrones y va vestido de azul. Creo que tiene nueve años. Lucio es el pequeño; va vestido de rojo y acaba de cumplir cinco años. Ásculo tiene ocho años.

—¿Dónde está Zarek?

—Es el que está en el suelo, protegiéndose la cabeza.

Astrid dio un respingo, a pesar de que ya lo intuía. Era incapaz de apartar la vista de él. Seguía sin moverse. Sin importar la fuerza de los golpes o de los insultos. Yacía como una roca inamovible.

—¿Por qué lo torturan?

A los ojos de M’Adoc asomaba una mirada triste, por lo que Astrid comprendió que estaba canalizando parte de las emociones de Zarek mientras observaba a los chicos.

—Porque pueden hacerlo. Su padre era Gayo Magno. Dominaba a todo el mundo con puño de hierro, incluyendo a su familia. Era tan sanguinario que una noche asesinó a la madre de los chicos porque se atrevió a sonreírle a otro hombre.

La información dejó a Astrid horrorizada.

—Magno solía utilizar a los esclavos para inculcar la crueldad en sus hijos. Zarek tuvo la desgracia de ser uno de los niños usados como chivos expiatorios y, al contrario de lo que les ocurrió a muchos otros, no tuvo la suerte de morir.

Las palabras de M’Adoc apenas tenían sentido para Astrid. Había presenciado su buena cuota de crueldad, pero nada semejante a esa escena. Resultaba inconcebible que se les permitiera tratar a Zarek de ese modo, sobre todo siendo de la familia.

—Has dicho que eran los hermanastros de Zarek. ¿Cómo es posible que él sea un esclavo si los demás no lo son? ¿Era hijo de la mujer muerta?

—No. Gayo Magno engendró a Zarek tras violar brutalmente a una esclava griega propiedad de su hermano. Cuando Zarek nació, su madre sobornó a otra sirvienta para que dejara al niño a la intemperie y muriera. La sirvienta se compadeció del bebé y, en lugar de matarlo, se aseguró de que llegara a manos de su padre.

Astrid volvió a mirar al niño acurrucado en el suelo.

—Su padre tampoco lo quería. —Una afirmación de lo más evidente.

No había duda de que nadie quería a Zarek en ese lugar.

—No. Para él, Zarek era impuro. Más débil. Tal vez llevara su sangre, pero también llevaba la de una despreciable esclava. Así pues, Gayo dejó a Zarek en manos de sus sirvientes, quienes trasladaron al hijo el odio que le profesaban al padre. Cada vez que uno de los esclavos o de los sirvientes se enfadaba con su padre o con sus hermanos, el muchacho pagaba las consecuencias. Creció siendo el chivo expiatorio de todos los que lo rodeaban.

Astrid observó cómo Mario agarraba a Zarek por el pelo y lo alzaba del suelo. El estado en el que se encontraba su hermoso rostro la dejó sin aliento. Con poco más de diez años, tenía tantas cicatrices que apenas parecía humano.

—¿Qué pasa, esclavo? ¿No tienes hambre?

Zarek no contestó. Tiró de la mano de Mario en un intento por zafarse. Pero no pronunció ni una sola palabra de protesta. Parecía saber que no le convenía o tal vez estuviera tan acostumbrado a los abusos que le daba igual.

—¡Suéltalo!

Al darse la vuelta, Astrid vio a otro chico de edad aproximada a la de Zarek. Al igual que este, tenía el cabello negro y los ojos azules, y guardaba un enorme parecido con sus hermanos.

El recién llegado se abalanzó sobre Mario y lo obligó a soltar a Zarek. Acto seguido, le sujetó la muñeca y le retorció el brazo a la espalda.

—Ese es Valerio —dijo M’Adoc—. Otro de los hermanos de Zarek.

—¿Qué es lo que te pasa, Mario? —quiso saber Valerio—. No deberías abusar de aquellos que son más débiles que tú. Míralo. Apenas puede tenerse en pie.

Mario se zafó de su hermano antes de enviarlo al suelo de un bofetón con el dorso de la mano.

—Eres un inútil, Valerio. No puedo creer que lleves el nombre del abuelo. No haces más que deshonrarlo. —Soltó una risotada burlona, como si le asqueara la mera presencia de Valerio—. Eres débil. Cobarde. El mundo pertenece a los que son lo bastante fuertes como para conquistarlo. Y aun así te compadeces de aquellos que son demasiado débiles para luchar. No puedo creer que hayamos nacido del mismo vientre.

Los otros dos chicos atacaron a Valerio cuando Mario volvió a centrar su atención en Zarek.

—Tienes razón, esclavo —le dijo tras agarrarlo del pelo—. No mereces comer col. Solo te mereces estiércol.

Mario arrojó a Zarek a un montón de…

Astrid abandonó el sueño, incapaz de soportar lo que sabía que vendría a continuación. Acostumbrada a no sentir nada por nadie, en ese momento la abrumaban las emociones. Temblaba de ira y de compasión por Zarek.

¿Cómo lo habían permitido?

¿Cómo había podido Zarek resistir la vida que le habían asignado?

En ese momento odiaba a sus hermanas por haber dispuesto esa infancia para él.

Aunque, a decir verdad, ni siquiera las Moiras podían controlarlo todo. Y ella lo sabía muy bien. De todos modos, eso no apaciguaba el dolor que sentía en su corazón por un niño al que deberían haber mimado.

Un niño que se había convertido en un hombre irascible y resentido.

¿Cómo no iba a ser rudo? ¿Cómo podían esperar que fuese de otro modo cuando lo único que había conocido era el desprecio?

—Te lo advertí —le dijo M’Adoc una vez que se reunió con ella—. Esa es la razón por la que incluso los Skoti se niegan a visitar sus sueños. Después de todo, ese es uno de sus recuerdos más apacibles.

—No entiendo cómo sobrevivió —susurró Astrid mientras trataba de encontrarle el sentido a todo aquello—. ¿Por qué no se suicidó?

M’Adoc le lanzó una mirada penetrante.

—Solo Zarek puede responder a esa pregunta.

El Cazador Onírico le tendió un frasquito.

Astrid observó el oscuro líquido rojo, de aspecto muy parecido a la sangre. Idios. Un raro suero destilado por los Oneroi que permitía a aquel que lo tomara convertirse en uno con cualquiera que soñara, si bien por un corto intervalo de tiempo. Podía utilizarse para guiar y dirigir los sueños, para experimentar la vida de otra persona y así entenderla mejor.

Tan solo tres Oneroi lo poseían: M’Adoc, M’Ordant y D’Alerian. Solían utilizarlo con los humanos para proporcionarles compasión y comprensión.

Un sorbito y se convertiría en Zarek en sus sueños. Entendería sus motivaciones.

Sería él.

Y sentiría todas sus emociones.

Era un paso muy grande. En el fondo sabía que si bebía, jamás volvería a ser la misma.

No obstante, existía la posibilidad de descubrir que Zarek solo albergaba ira y odio. Bien podría ser el animal que decían que era.

Un sorbito y sabría la verdad.

Astrid quitó el tapón y bebió.

No sabía con qué estaba soñando Zarek en ese momento, pero esperaba que hubiera dejado atrás el recuerdo del que ella acababa de ser testigo.

Así era.

Zarek tenía catorce años en ese instante.

Al principio Astrid creyó que había vuelto a quedarse ciega, pero después comprendió que estaba «viéndolo» todo a través de los ojos de Zarek. O para ser más precisa, del ojo. Le dolía toda la parte izquierda del rostro cada vez que intentaba pestañear. El párpado superior había quedado unido al inferior por una mala cicatrización, lo que le causaba un tremendo dolor.

La visión del ojo derecho, aunque mejor, tenía una especie de neblina muy semejante al efecto de una catarata. Astrid tardó varios minutos en asimilar los recuerdos del muchacho y entender lo que había pasado.

Dos años antes un soldado le había dado una paliza tan brutal en el mercado que la córnea de su ojo derecho había quedado seriamente dañada. El ojo izquierdo había quedado inutilizado varios años antes a causa de otra paliza propinada por su hermano Valerio.

Zarek lo veía todo oscuro y desenfocado.

Aunque no le importaba demasiado. Al menos así no tenía que ver su reflejo.

Y tampoco tenía que aguantar las miradas de desprecio de los demás.

Caminaba despacio por un antiguo mercado abarrotado de gente. Tenía una rigidez constante en la pierna derecha y apenas podía doblarla debido a que las múltiples fracturas ocasionadas por las palizas nunca habían sanado bien. Como consecuencia, era un poco más corta que la izquierda. Así pues, caminaba con una cojera que le impedía moverse tan rápido como los demás. Su brazo derecho estaba más o menos en las mismas condiciones; apenas podía moverlo y la mano derecha era prácticamente inútil.

En la mano izquierda, su mano buena, llevaba tres cuadrantes. Monedas insignificantes para muchos romanos, pero un verdadero tesoro para él. Valerio se había enfadado con Mario y había tirado su monedero por la ventana. Mario le había ordenado a un esclavo que recogiera las monedas, pero esos tres cuadrantes habían quedado olvidados. Y Zarek los había descubierto porque las monedas le habían golpeado en la espalda al caer.

Debería haberlas devuelto, pero de haberlo intentado, Mario le habría dado una paliza. Su hermano mayor no podía soportar su presencia y hacía mucho tiempo que Zarek había aprendido a evitarlo en la medida de lo posible.

En cuanto a Valerio…

Lo odiaba mucho más que a los demás. A diferencia de ellos, Valerio intentaba ayudarlo; pero, hasta la fecha, siempre lo habían descubierto y los castigos que recaían sobre Zarek eran cada vez más duros. Al igual que el resto de su familia, también él odiaba el corazón compasivo de Valerio. Habría sido mucho mejor que le escupiera como hacían los otros. Porque a la postre Valerio se veía obligado a darle una paliza aún mayor para demostrar a los demás que no era un pusilánime.

Atraído por el aroma del pan recién hecho, Zarek se acercó cojeando al puesto del panadero. Tenía un olor delicioso. Tibio. Dulce. La idea de probar un trozo de pan le hacía la boca agua y le inundaba el corazón de alegría.

A medida que se aproximaba iba escuchando las maldiciones que la gente le lanzaba. Veía sus sombras alejándose de él. Le daba igual. Sabía que su aspecto era repulsivo. Así se lo habían dicho desde el día en que nació. De haber tenido la oportunidad, él mismo se habría alejado. Pero estaba atrapado en ese cuerpo desfigurado e inútil. Lo único que deseaba era ser sordo además de ciego. Así no tendría que escuchar los horribles insultos.

Se acercó a la silueta de lo que le parecía ser un joven inclinado sobre una cesta de pan.

—¡Vete de aquí! —masculló el muchacho.

—Por favor, señor —dijo Zarek, asegurándose de que su borrosa mirada permanecía fija en el suelo—. Solo vengo a comprar una rebanada de pan.

—Aquí no hay nada para ti, desgraciado.

Algo duro le golpeó la cabeza.

Tan acostumbrado estaba al dolor que ni siquiera retrocedió. Intentó ofrecerle el dinero al muchacho, pero algo lo golpeó en el brazo y sus preciosas monedas se le cayeron de la mano.

Desesperado por una rebanada de pan recién hecho, se postró de rodillas para volver a cogerlas. El corazón le latía desbocado. Entrecerró el ojo izquierdo para intentar ver algo mejor y así encontrarlas.

¡Por favor! ¡Tenía que encontrar sus monedas! Jamás conseguiría otras y era imposible saber si Valerio y Mario volverían a pelearse o cuándo se produciría ese nuevo enfrentamiento.

Rebuscó con frenesí entre la tierra.

¿Dónde estaba su dinero?

¿Dónde?

Había encontrado solo una de las monedas cuando alguien le golpeó la espalda con lo que parecía ser una escoba.

—¡Largo de aquí! —exclamó una mujer con voz desagradable—. Estás espantando nuestra clientela.

Demasiado acostumbrado a las palizas como para prestar atención a los escobazos, Zarek siguió buscando las dos monedas que le faltaban. Antes de que pudiera encontrarlas alguien le asestó una patada en las costillas.

—¿Acaso estás sordo? —le preguntó un hombre—. Largo de aquí, mendigo despreciable, o llamaré a los soldados.

Zarek se tomó la amenaza muy en serio. Su último encontronazo con un soldado le había costado el ojo derecho. No quería perder la poca visión que le quedaba.

El corazón le dio un vuelco al recordar a su madre y el desprecio que le había demostrado.

Aunque lo que mejor recordaba era la reacción de su padre cuando lo llevaron de vuelta a su casa una vez que los soldados terminaron de golpearlo.

La paliza de los soldados había sido una minucia comparada con el castigo de su padre.

Si lo descubrían de nuevo en la ciudad, era imposible predecir lo que le haría. No tenía permiso para abandonar la villa. Por no mencionar el hecho de que había robado tres monedas…

Bueno, a esas alturas, solo una.

Apretando la moneda en el puño, se alejó del panadero tan rápido como su destrozado cuerpo se lo permitió. Mientras se abría camino entre la multitud, sintió algo húmedo en la mejilla. Cuando se limpió, descubrió que era sangre. Suspiró con cansancio y se pasó la mano por la cabeza hasta descubrir la brecha que tenía justo sobre la frente. No era muy profunda. Pero sí lo justo para que resultara dolorosa.

Resignado a la vida que le había tocado, se la limpió.

Lo único que quería era pan recién hecho. Solo un trocito. ¿Era tanto pedir?

Echó un vistazo a su alrededor, intentando utilizar su borrosa visión y su olfato para encontrar otro panadero.

—¿Zarek?

La voz de Valerio le provocó un pánico atroz.

Intentó escabullirse entre el gentío para regresar a la villa, pero no llegó muy lejos antes de que su hermano lo alcanzara.

Valerio lo sujetó con fuerza para inmovilizarlo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber al tiempo que zarandeaba su brazo inútil—. ¿Tienes la menor idea de lo que ocurriría si alguno de los otros te descubriera?

Por supuesto que la tenía.

Pero estaba demasiado asustado como para responder. Todo su cuerpo temblaba a causa del miedo. Lo único que podía hacer era protegerse la cara para evitar los golpes que, a buen seguro, llegarían en cualquier momento.

—Zarek —dijo Valerio con una evidente nota de fastidio en la voz—. ¿Por qué no haces nunca lo que se te ordena? Estoy por pensar que te encantan las palizas. ¿Por qué si no harías las cosas que haces?

Valerio lo agarró del hombro derecho sin muchos miramientos y lo condujo a empujones hacia la villa familiar.

Zarek se tambaleó y cayó al suelo. La moneda que le quedaba se le escapó de la mano y rebotó unas cuantas veces.

—¡No! —gritó al tiempo que se arrastraba tras ella.

Valerio lo agarró y lo puso en pie de nuevo.

—Pero ¿qué es lo que te pasa?

Zarek contempló la borrosa silueta de un niño que cogía su moneda y se largaba corriendo con ella. Su estómago se contrajo por el hambre. Se sentía completamente derrotado.

—Solo quería una rebanada de pan —dijo con el corazón roto y los labios temblorosos.

—Tienes pan en casa.

No. Valerio y sus hermanos tenían pan. A él le daban las sobras que ni siquiera se habrían comido ni los demás esclavos ni los perros.

Por una sola vez en su vida, quería comer algo recién hecho, algo que ninguna otra persona hubiera probado antes.

Algo sobre lo que nadie hubiera escupido.

—¿Qué significa esto?

Zarek se estremeció al escuchar esa voz estentórea que siempre lo atravesaba como una daga. Se encogió en un intento por pasar desapercibido ante el comandante que se sentaba a lomos de su caballo, aunque sabía que era imposible.

A ese hombre no se le escapaba nada.

Valerio parecía tan asustado como él. Como siempre sucedía cuando se dirigía a su padre, comenzó a tartamudear.

—Yo… yo… yo es… estaba…

—¿Qué hace aquí ese esclavo?

Zarek retrocedió un paso mientras Valerio abría los ojos de par en par y tragaba saliva. Era evidente que estaba intentando mentir.

—Íba… íbamos al mer… mercado —contestó.

—¿Con el esclavo? —preguntó el comandante con incredulidad—. ¿Para qué? ¿Ibas a comprar un látigo nuevo para azotarlo?

Zarek rogó que Valerio no mintiera. Los resultados siempre eran desastrosos cuando mentía para protegerlo. Ojalá él mismo se atreviera a decir la verdad, pero hacía mucho que había aprendido que los esclavos nunca se dirigían a sus amos. Y él, más que ningún otro, tenía prohibido dirigirse a su padre.

—Bu… bu… bueno… yo…

El comandante masculló una maldición y le asestó a Valerio una patada en la cara. La fuerza del golpe lo tumbó de espaldas a los pies de Zarek y le provocó una hemorragia en la nariz.

—Me asquea el modo en que lo mimas. —Su padre desmontó y se abalanzó sobre Zarek, quien se puso de rodillas y se protegió la cabeza, en espera de la paliza que estaba a punto de comenzar.

El comandante le dio una patada en las doloridas costillas.

—¡En pie, perro!

Zarek no podía respirar a causa del intenso dolor que sentía en el costado y del miedo que lo consumía.

Su padre le asestó otra patada.

—Maldito seas, ¡arriba!

Zarek se obligó a ponerse en pie, aunque lo único que deseaba era salir corriendo. Claro que hacía ya mucho tiempo que había aprendido a no hacerlo… Correr para escapar solo empeoraba el castigo.

Así que se puso en pie y se preparó para recibir los golpes.

Su padre lo agarró por el cuello y se giró para mirar a Valerio, que a esas alturas ya estaba también en pie. Tras agarrarlo por la ropa, le gruñó:

—Me das asco. Tu madre era tan puta que no dejo de preguntarme qué cobarde te engendraría. Está claro que no fui yo.

Zarek vio el dolor que por un momento asomó a los ojos de Valerio antes de que este lo disimulara. Era una mentira que su padre solía decir cada vez que se enfadaba con él. Solo había que echarles un vistazo a ambos para saber que Valerio era tan hijo de Gayo Magno como el propio Zarek.

El comandante apartó a Valerio de un empujón y agarró a Zarek del pelo para arrastrarlo hasta un tenderete.

Zarek quería zafarse de la mano de su padre para que no siguiera haciéndole daño, pero no se atrevía. No soportaba que lo tocara.

—¿Eres un comerciante de esclavos? —preguntó.

Frente a ellos había un anciano.

—Sí, señor. ¿Puedo ofreceros alguno?

—No. Quiero venderte uno.

Zarek se quedó boquiabierto al entender lo que estaba ocurriendo. La idea de abandonar su hogar lo aterrorizaba. Tan malas como eran las cosas allí, había escuchado suficientes historias de labios de otros esclavos como para saber que su vida podía empeorar de modo significativo.

El anciano comerciante de esclavos miró a Valerio con júbilo. Este retrocedió con el rostro pálido.

—Es un muchacho guapo, señor. Puedo conseguir una bonita suma de dinero por él.

—Él no —masculló el general—. Este.

Empujó a Zarek en dirección al comerciante, que frunció los labios, asqueado, y se tapó la nariz.

—¿Es una broma?

—No.

—Padre…

—Cierra la boca, Valerio, o juro que aceptaré la oferta que me haga por ti.

Valerio miró a Zarek de forma compasiva, pero tuvo el buen tino de guardar silencio.

El comerciante de esclavos meneó la cabeza.

—Este no sirve para nada. ¿Para qué lo usáis?

—Es el chivo expiatorio de mis hijos.

—Ya es demasiado mayor para eso. Mis clientes quieren niños más pequeños y guapos. Este desgraciado solo sirve para mendigar.

—Te daré dos denarios si te lo quedas.

Zarek jadeó al escuchar las palabras de su padre. ¿Iba a pagarle a un comerciante de esclavos para que se quedara con él? Era algo inaudito.

—Me lo quedo por cuatro.

—Tres.

El comerciante asintió con la cabeza.

—Tres está bien.

Zarek apenas podía respirar mientras asimilaba lo que acababa de ocurrir. ¿Tan inútil era que su padre se había visto obligado a pagar para librarse de él? Hasta los esclavos más baratos costaban dos mil denarios.

Pero él no.

Era tan inútil como decían.

No era de extrañar que lo odiaran.

Observó cómo su padre le pagaba al anciano. Sin dignarse a mirarlo de nuevo, el comandante agarró a Valerio del brazo y lo alejó a rastras de allí.

Una versión más joven del comerciante apareció ante la borrosa mirada de Zarek y resopló asqueado al verlo.

—¿Qué vamos a hacer con él, padre?

El comerciante mordió las monedas para comprobar que eran auténticas.

—Mándalo a limpiar la sentina de los demás esclavos. ¿Qué más da que muera de alguna enfermedad? Mejor él que cualquier otro del que podamos obtener beneficios.

El muchacho sonrió por el comentario.

Utilizando el extremo de un bastón, empujó a Zarek en dirección a las barracas.

—Vamos, rata. Voy a enseñarte tus nuevos deberes.

Astrid despertó del sueño con el corazón desbocado. Estaba acostada en su cama, rodeada por la oscuridad a la que estaba acostumbrada y abrumada por el sufrimiento de Zarek.

Jamás había sentido tanta desesperación. Tanta necesidad.

Tanto odio.

Zarek odiaba a todo el mundo, pero sobre todo se odiaba a sí mismo.

No era de extrañar que estuviera loco. ¿Cómo había sido capaz de soportar tanta mezquindad?

—¿M’Adoc? —lo llamó en un susurro.

—Estoy aquí —respondió el Oneroi, sentándose a su lado.

—Déjame un poco más de ese suero. Y un poco de Loto también.

—¿Estás segura?

—Sí.