5

Zarek se quedó helado al otro lado de la puerta. Literal y figuradamente. El azote del viento era tan brutal que le robó el aliento e hizo que se estremeciera de arriba abajo. Hacía tanto frío que apenas se podía mover. La nieve caía deprisa y con tal profusión que no veía más allá de un palmo de su nariz. Incluso las gafas se le habían congelado.

Ninguna persona en su sano juicio saldría esa noche.

Así pues, era una suerte que él estuviera loco.

Apretó los dientes y se encaminó hacia el norte. Joder, iba a ser una larga y miserable caminata de vuelta a casa. Su única esperanza era la de encontrarse con algún tipo de refugio antes de que amaneciera. En caso contrario, Artemisa y Dioniso serían dos dioses muy felices en pocas horas y el bueno de Aquerón tendría un quebradero menos de cabeza en su vida.

—¿Zarek?

Maldijo cuando escuchó la voz de Astrid por encima del aullido del viento.

No respondas, se dijo.

No mires.

Pero fue superior a sus fuerzas. Echó la vista atrás antes de que pudiera evitarlo, y así fue como la vio salir de la cabaña sin abrigo.

—¡Zarek! —Tropezó en la nieve y cayó.

Déjala. Debería haberse quedado en el interior, donde estaba a salvo, se dijo.

No podía.

Estaba indefensa, sola y no podía dejarla allí fuera para que muriese.

Mascullando una maldición tan fuerte que le habría puesto los pelos de punta a un marinero, acudió a su lado. La levantó sin muchos miramientos y la empujó hacia la casa.

—Entra antes de que te congeles.

—Y tú ¿qué?

—¿Qué pasa conmigo?

—Tampoco puedes quedarte aquí fuera.

—Créeme, princesa, he dormido en peores condiciones.

—Morirás aquí fuera.

—No me importa.

—Pues a mí sí.

Zarek se habría sorprendido menos si lo hubiera abofeteado. Al menos eso sí se lo habría esperado.

Fue incapaz de moverse durante un minuto, mientras esas palabras resonaban en sus oídos. La idea de que a alguien le preocupara si vivía o moría le era tan extraña que no estaba seguro de cómo responder.

—Vuelve dentro —masculló al tiempo que la instaba a atravesar la puerta con delicadeza.

El lobo le gruñó.

—Cállate, Sasha —lo amonestó ella antes de que Zarek pudiera hacerlo—. Si te oigo una vez más, serás tú el que acabe fuera.

El lobo olisqueó el aire con indignación, como si la comprendiera, antes de dirigirse a la parte posterior de la casa.

Zarek cerró la puerta mientras Astrid temblaba de frío. La nieve se había derretido y la había empapado de inmediato. Él también estaba empapado, aunque no le importaba mucho. Estaba acostumbrado al malestar físico.

Ella no.

—¿En qué estabas pensando? —le gritó al tiempo que la obligaba a sentarse en el sofá.

—No te atrevas a usar ese tono de voz conmigo.

Así que se dirigió refunfuñando al cuarto de baño, donde cogió una toalla de un estante y después entró en el dormitorio de Astrid en busca de una manta.

Regresó al sofá.

—Estás empapada.

—Ya me he dado cuenta.

Astrid se vio sorprendida por la repentina e inesperada calidez de una manta que la cubría, sobre todo después de las furiosas palabras de él, que no habían hecho sino tacharla de idiota por salir en su busca.

Zarek la envolvió por completo antes de arrodillarse delante de ella. Le quitó las zapatillas de piel y le frotó los pies ateridos hasta que comenzó a sentir algo más que la dolorosa quemazón del frío.

Jamás había experimentado un frío semejante y se preguntaba cuántas veces lo habría padecido él sin nadie que lo ayudara a entrar en calor.

—Eso ha sido una estupidez —le dijo con rudeza.

—Y tú, ¿por qué lo hiciste?

No respondió. En cambio, le soltó el pie y se puso detrás de ella.

Astrid no supo lo que iba a hacer hasta que sintió que una toalla le cubría la cabeza. Se tensó a la espera de una demostración de rudeza.

No fue así. De hecho, sus manos se mostraron increíblemente delicadas mientras le secaba el cabello con la toalla.

Qué extraño… ¿Quién habría pensado que haría semejante despliegue de ternura?

Era del todo inesperado.

Tal vez hubiera más de lo que saltaba a la vista…

Zarek rechinó los dientes al sentir la suavidad de ese cabello húmedo en sus manos. Intentó mantener la toalla entre el pelo y las manos todo el tiempo, pero sin éxito. Los mechones de cabello le rozaban la piel una y otra vez, haciéndolo arder.

¿Qué se sentiría al besar a una mujer?

¿Qué se sentiría al besarla a ella?

Jamás había sentido semejante inclinación con anterioridad. Cada vez que una mujer lo había intentado, había apartado sus labios. Era una intimidad que no tenía deseos de experimentar con nadie.

Y sin embargo sentía el anhelo en esos momentos. Sentía un terrible deseo de saborear los húmedos labios rosados de Astrid.

¿Qué te pasa? ¿Estás loco?, se preguntó.

Sí, lo estaba.

En su vida no había cabida para una mujer, no había cabida para un amigo o un compañero. Desde su llegada al mundo había aprendido que solo tenía un destino: la soledad.

Ni siquiera tuvo éxito cuando intentó encajar. Era un intruso. Siempre lo había sido.

Apartó la toalla de su cabello y la observó, deseando deslizar las manos por esos húmedos mechones para peinarlos. Su piel aún estaba descolorida por el frío. Pero no había perdido su encanto. Ni su atractivo.

Antes de que pudiera evitarlo, colocó la palma de la mano contra su helada mejilla y dejó que la suavidad de la piel femenina lo atravesara.

Por los dioses, qué agradable era el mero hecho de tocarla.

Astrid no se apartó ni se sobresaltó. Se quedó sentada y dejó que la tocara como un hombre. Como un amante…

—¿Zarek? —Su voz estaba cargada de incertidumbre.

—Estás helada —gruñó antes de retirar la mano. Tenía que apartarse de ella y de los extraños sentimientos que despertaba en su interior. No quería estar cerca de esa mujer.

No quería que lo domesticaran.

Siempre que se había permitido establecer lazos con un humano, había acabado traicionado.

Siempre.

Incluso Jess, que había parecido seguro porque vivía tan lejos.

Sintió una dolorosa punzada en la espalda, un recuerdo de la herida.

Al parecer el vaquero no había vivido lo suficientemente lejos.

Zarek miró por la ventana de la cocina y comprobó que la nieve seguía cayendo. Tarde o temprano, Astrid se dormiría y él aprovecharía para marcharse.

Entonces no podría detenerlo.

Astrid hizo ademán de seguirlo, pero se detuvo. Quería saber lo que iba a hacer. Lo que pretendía.

Sasha, ¿qué está haciendo?

Se quedó muy quieta y utilizó la vista de Sasha. Zarek se estaba desabrochando el abrigo. Contuvo el aliento al ver su torso desnudo. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron cuando se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo de la silla.

Era un hombre impresionante. Su espalda, bronceada y desnuda, así como sus amplios hombros eran toda una tentación. Una delicia.

Sin embargo, le resultó mucho más sorprendente comprobar las penosas condiciones en las que se encontraban su brazo y hombro derechos debido al ataque de Sasha.

El resultado hizo que Astrid jadeara. Zarek, por su parte, no parecía afectado en absoluto por sus horrendas heridas. Seguía a lo suyo como si nada hubiera pasado.

¿Tengo que ver esto? —gimoteó Sasha en su cabeza—. Voy a quedarme ciego por mirar a un hombre desnudo.

No vas a quedarte ciego y no está desnudo. —Por desgracia, pensó.

Astrid se sorprendió un poco por esa idea tan inusual en ella. Jamás había espiado a un hombre, pero se descubrió hipnotizada por Zarek.

Sí que voy a quedarme ciego y desde luego que está desnudo. Al menos lo bastante como para hacerme vomitar.

Sasha hizo ademán de abandonar la cocina.

Sasha, quédate.

No soy un perro, Astrid, y ese tono imperioso no surte efecto conmigo. Me quedo contigo porque quiero, no porque tú me lo ordenes.

Lo sé, Sasha. Lo siento. Quédate por mí, por favor.

Con un gruñido que recordaba mucho a los de Zarek, el lobo regresó a la cocina y se sentó para observarlo.

El Cazador no prestó atención a Sasha mientras se movía por la cocina en busca de algo.

Astrid frunció el ceño cuando lo vio sacar un pequeño cazo. Cuando se acercó al frigorífico y reparó en el estilizado dragón que llevaba tatuado en la base de la espalda se quedó sin aliento. Y justo por encima estaba la horrenda herida, allí donde le habían disparado.

Una inesperada oleada de conmiseración de apoderó de ella. Por primera vez en mucho tiempo sentía verdadera pena por alguien. La herida parecía horrible y muy dolorosa.

Zarek se movía como si apenas la sintiera. Sacó la leche y la enorme tableta de chocolate Hershey que ella había comprado por impulso. Echó la leche en el cazo y comenzó a añadir trocitos de chocolate.

Qué raro. Había estado a punto de arrancarle la cabeza de un mordisco, la había intimidado, después la había atendido y por último le estaba preparando chocolate caliente…

No es para ti —le dijo el lobo.

Cállate, Sasha.

No es para ti. ¿Te apuestas algo a que intenta envenenarme con el chocolate?

Pues no te lo bebas.

Zarek se giró y miró a Sasha con una mueca siniestra.

—Oye, Lassie, ¿no te apetece ir a buscar a Timmy al pozo? Vamos, chica, incluso te abriré la puerta y te daré una galletita.

Oye, Cazador majara, ¿no te apetece que te clave los dientes en el…?

¡Sasha!

No puedo evitarlo. Me fastidia. Muchísimo.

Zarek miró los cuencos para el agua y la comida que Astrid había colocado en una pequeña bandeja a unos diez centímetros del suelo para Sasha.

El lobo enseñó los dientes.

Mi comida no, tío. Si envenenas mi comida, te juro que te arranco el pellejo a mordiscos.

Por favor, Sasha…

Zarek se acercó a los cuencos de acero inoxidable.

Te lo dije, Astrid, este cabrón va a envenenarme. Va a escupir en mi agua o hacer algo peor.

Zarek hizo lo que menos se esperaban. Se agachó, recogió el cuenco de agua que estaba casi vacío, lo enjuagó en el fregadero y lo llenó de nuevo antes de volver a colocarlo en la bandeja con mucho cuidado.

Astrid no estaba segura de quién estaba más asombrado por sus actos: Sasha o ella misma.

El lobo se acercó al agua y la olisqueó con recelo.

Zarek regresó al fregadero y se lavó las manos. En cuanto el chocolate estuvo listo, lo vertió en una taza y se la ofreció a Astrid.

—Toma —le dijo, con ese tono hostil y brusco tan normal en él. Le cogió la mano y se la llevó a la taza.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—Arsénico con vómito.

Ella hizo una mueca de asco ante la idea.

—¿De verdad? Y has conseguido vomitar sin hacer el menor ruido… ¿Quién lo habría dicho? Gracias. Nunca he probado el vómito. Estoy segura de que tiene incluso denominación de origen.

En fin… eso de que Zarek tuviera un lado dulce y amable…

—Bébetelo o déjalo —rezongó—. No me importa.

Astrid escuchó cómo volvía a abandonar la estancia.

Sostuvo la taza. A pesar de que lo había visto hacer el chocolate a través de los ojos de Sasha y de que sabía que no le había echado nada raro, seguía sintiéndose algo reacia a probarlo después de ese comentario tan chocante.

Te está observando —le dijo Sasha.

Astrid ladeó la cabeza muy despacio.

¿Qué cara tiene?

Como si te estuviera retando a que lo probaras.

Astrid contuvo el aliento mientras meditaba qué hacer. ¿Era una prueba? ¿Le estaba pidiendo que confiara en él?

Inspiró hondo y bebió el chocolate, que estaba a la temperatura perfecta y riquísimo.

El despliegue de valentía asombró a Zarek. De manera que había pasado de su baladronada para confiar en él. Por su parte, jamás habría bebido algo que un extraño le ofreciera, y le sorprendía mucho que ella lo hubiera hecho.

Sintió un vacilante respeto hacia ella. Tenía que reconocer que la mujer tenía agallas.

Aunque a la postre las agallas no servían de mucho y solo conseguirían que acabara muerta si Tánatos los encontraba antes de que tuviera la oportunidad de marcharse.

Sus ojos se ensombrecieron al recordar al demonio, daimon o lo que quiera que fuese que habían enviado para matarlo.

Durante todo ese tiempo, los Cazadores Oscuros habían asumido que Aquerón era el sabueso que Artemisa utilizaba para rastrear y matar a los Cazadores Oscuros renegados.

Todos los hombres que conocían la verdad se encontraban en ese momento recorriendo el mundo como Sombras. Entes sin alma y sin cuerpo capaces de sentir hambre y sed pero a los que jamás se les permitiría saciar su ansia.

Podían sentir y percibir el mundo, pero nadie podía sentirlos ni percibirlos a ellos.

Comprendía esa existencia. Durante los veintiséis años que había vivido como mortal, él había sido una Sombra. Solo que por aquel entonces era preferible un mundo que no supiera de su existencia. Porque cada vez que la gente se percataba de su presencia, se empeñaban en aumentar su sufrimiento en lugar de dejarlo tranquilo.

Se empeñaban en herirlo y humillarlo en lugar de dejarlo tranquilo.

La rabia comenzó a correr por sus venas a medida que su mirada se endurecía una vez más. Observó la inmaculada cabaña en la que todos los detalles mostraban la riqueza de Astrid. Durante su existencia humana, una mujer como ella le habría escupido a la cara por el simple hecho de haber osado cruzarse en su camino. Habría estado tan por debajo de ella que le habrían dado una paliza por atreverse siquiera a mirarla a la cara.

Mirarla a los ojos habría significado su muerte.

«—¿Os molesta este esclavo, señora?»

Dio un respingo cuando su mente comenzó a recordar.

Con doce años había sido lo bastante estúpido como para hacer caso a sus hermanos cuando le señalaron a una mujer que estaba en el mercado.

«—Es tu madre, esclavo. ¿No lo sabías? Nuestro tío la liberó el año pasado.

»—¿Por qué no te acercas a ella, Zarek? Tal vez se apiade de ti y consiga que también te liberen.»

Demasiado joven y demasiado estúpido para comprender la realidad, se había quedado mirando a la mujer que le indicaban. Tenía el pelo tan negro como el suyo y unos maravillosos ojos azules. Jamás había visto a su madre. Jamás le habían dicho que fuera tan hermosa.

Claro que en su corazón siempre había sido más hermosa que Venus. La había imaginado como una esclava, al igual que él, a quien no le había quedado más remedio que acatar las órdenes de su amo. Había creado todo un sueño de cómo lo habían arrancado de sus brazos al nacer. De cómo había llorado para que se lo devolvieran.

De cómo había llorado todos los días por su hijo perdido.

Mientras tanto, a él lo habían entregado a su despiadado padre, que lo había mantenido lejos de sus maternales brazos por venganza.

Zarek estaba seguro de que lo amaba. Todas las madres amaban a sus hijos. Ese era el motivo de que no lo quisieran las demás esclavas. Guardaban todas sus comidas y su cariño para sus hijos.

Pero esa mujer… Ella era suya.

Y lo amaría.

Zarek corrió hacia ella y la abrazó mientras le explicaba quién era él y cuánto la amaba.

Pero no recibió una cálida bienvenida. Ni cariño maternal.

Su madre lo miró con una expresión desalmada de asco y horror. Sus labios adoptaron un rictus cruel cuando le siseó:

«—Le pagué a esa puta mucho dinero para que murieras.»

Sus hermanos se rieron de él.

El rechazo lo dejó demasiado destrozado como para moverse o respirar. Saber que su madre le había pagado a otra esclava para matarlo resultó devastador.

Cuando un soldado se acercó para preguntar si la estaba molestando, ella respondió con frialdad:

«—Este esclavo despreciable me ha tocado. Quiero que lo azoten.»

Aun dos mil años después, aquellas palabras reverberaban por todo su cuerpo. Al igual que la despiadada expresión de su rostro cuando se dio la vuelta y lo dejó en manos de los soldados, que acataron su orden con perversa satisfacción.

«—Eres despreciable, esclavo. No vales para nada. Ni siquiera mereces las migajas que te mantienen con vida. Si tenemos suerte, tal vez mueras y nos ahorres las raciones de invierno para usarlas con un esclavo que valga algo.»

Zarek gruñó cuando los recuerdos se apoderaron de él. Incapaz de lidiar con el dolor que le causaban, liberó sus poderes. Todas las bombillas de la salita se hicieron añicos, el fuego se avivó en la chimenea y a punto estuvo de quemar a Sasha, que se había tumbado justo delante. Los cuadros se cayeron de las paredes.

Lo único que quería era que el dolor cesara…

Astrid gritó cuando sus oídos se vieron asaltados por una confusa mezcla de sonidos.

Sasha, ¿qué pasa?

El cabrón ha intentado matarme.

¿Cómo?

Ha lanzado una bola de fuego desde la chimenea a mis cuartos traseros. Joder, tengo la piel chamuscada. Le está dando un ataque o algo y está usando sus poderes.

—¿Zarek?

La cabaña se sacudía con tal fiereza que Astrid temía que se hiciera añicos.

—¡Zarek!

Se hizo un silencio sepulcral.

Lo único que Astrid escuchaba eran los atronadores latidos de su corazón.

¿Qué está pasando? —le preguntó a Sasha.

No lo sé. El fuego se ha apagado y no veo nada. Está todo oscuro. Ha reventado las bombillas.

—¿Zarek? —lo llamó de nuevo.

Y siguió sin obtener respuesta. El pánico que sentía se triplicó. Bien podría matarla y ni Sasha ni ella lo verían acercarse.

Podía hacerle cualquier cosa.

—¿Por qué me salvaste?

Astrid dio un respingo al escuchar su voz justo junto a la oreja. Estaba junto a ella en el sofá, tan cerca que podía sentir su cálido aliento sobre la piel.

—Porque estabas herido.

—¿Cómo supiste que estaba herido?

—No lo supe hasta que te metí en la casa. Yo… creí que estabas borracho.

—Solo un completo idiota metería a un extraño en su casa cuando se es ciego y se vive solo. Y a mí no me pareces una idiota.

Astrid tragó saliva. Era mucho más astuto de lo que había asumido.

Y muchísimo más terrorífico.

—¿Por qué estoy aquí? —exigió saber.

—Ya te lo he dicho.

Empujó el sofá con tanta fuerza que lo desplazó varios centímetros. Después se colocó delante de ella, aplastándola contra los cojines. Haciéndola temblar por su temible presencia.

—¿Cómo me metiste en la casa?

—Te arrastré.

—¿Sola?

—Por supuesto.

—No me pareces lo bastante fuerte.

El pánico la hizo jadear. ¿Adónde quería llegar? ¿Qué pretendía hacerle?

—Soy más fuerte de lo que parezco.

—Demuéstramelo.

Le cogió las muñecas.

Astrid forcejó varios segundos.

—Suéltame.

—¿Por qué? ¿Te doy asco?

Sasha gruñó. Con fuerza.

Ella dejó de forcejear y fulminó con la mirada el lugar donde esperaba que estuviese su cara.

—Zarek —dijo con firmeza—, me estás haciendo daño. Suéltame.

Para su total asombro, así lo hizo. Se apartó un poco, aunque su furiosa presencia seguía siendo tangible. Opresiva. Aterradora.

—Haz algo inteligente, princesa —le gruñó al oído—. Mantente alejada de mí.

Astrid oyó cómo se alejaba de ella.

Es culpable —masculló Sasha—. Dicta sentencia, Astrid.

No podía. Todavía no. A pesar de que Zarek la asustaba. A pesar de que en ese momento pareciera desequilibrado y aterrador. A decir verdad, no le había hecho daño. Solo la había asustado y ese no era motivo suficiente para que alguien muriera.

Después del episodio, comprendía cómo podía haber estallado una noche y matado a todos los habitantes del pueblo cuyo cuidado le habían confiado.

¿Estallaría de la misma forma con ella?

Dado que era inmortal, no podría matarla, pero sí podría hacerle daño.

Una jueza menos experimentada se dejaría llevar y dictaría un fallo basándose solo en los actos de esa noche. Ella misma estaba tentada, pero no lo haría. Todavía no.

¿Estás bien? —preguntó Sasha después de que hiciera caso omiso a su orden.

.

Pero estaba mintiendo y presentía que Sasha lo sabía. Zarek la aterraba como nadie lo había hecho jamás.

A lo largo de los siglos, había juzgado a innumerables hombres y mujeres. Asesinos, traidores, blasfemos. Todo lo habido y por haber.

Aunque ninguno la había asustado. Ninguno le había hecho desear salir corriendo en busca de la protección de sus hermanas.

Zarek sí.

Había algo en él claramente perturbador. Estaba acostumbrada a tratar con gente que intentaba esconder su locura. Hombres que fingían ser caballeros andantes cuando en realidad eran fríos y crueles.

Zarek había estallado y aun así no le había hecho daño. Al menos de momento.

Pero sus tácticas de matón tenían que desaparecer.

Recordó las palabras que Aquerón le había dicho: «No se ve bien sino con el corazón…».

¿Qué había en el corazón de Zarek?

Dejó escapar un largo suspiro y liberó sus sentidos para intentar localizar a Zarek.

Al igual que antes, no pudo encontrar ni rastro. Era como si estuviera tan acostumbrado a esconderse que ningún radar recogía su señal. Ni siquiera uno tan agudizado como el suyo.

¿Dónde está? —le preguntó a Sasha.

Creo que en su habitación.

¿Dónde estás tú?

Sasha se sentó a sus pies.

Artemisa tiene razón. Por el bien de la humanidad, debería morir. Está claro que le falta un tornillo de los gordos.

Astrid le acarició las orejas mientras lo pensaba.

No sé. Aquerón hizo un trato con Artemisa para que yo juzgara a Zarek. No lo habría hecho por nada. Solo un tonto hace tratos con Artemisa por nada. Y Aquerón dista mucho de serlo. Tiene que haber un atisbo de bondad en Zarek o…

Aquerón siempre se sacrifica por sus hombres. Es lo que da sentido a su vida… —se burló Sasha.

Tal vez…

Pero ella no se dejaba engañar. Aquerón siempre haría lo que fuese mejor para todos los implicados. Jamás había interferido con anterioridad a la hora de juzgar o ejecutar a un Cazador Oscuro renegado, y sin embargo había pedido en persona que ella juzgara a ese…

No había permitido que asesinaran a Zarek novecientos años atrás por destruir su pueblo y matar a humanos inocentes.

Si de verdad Zarek supusiera un peligro, Aquerón jamás habría negociado para conseguir un juicio ni habría permitido que el Cazador Oscuro viviera. Allí había algo más.

Tenía que creer a Aquerón.

Tenía que hacerlo.

Zarek estaba sentado en su dormitorio, contemplando a través de las cortinas descorridas cómo caía la nieve. Estaba en la mecedora, pero no se movía. Después de que se le «fundieran los plomos», había recorrido toda la casa reemplazando bombillas y recogiendo los cuadros rotos. En ese momento reinaba un extraño silencio.

Tenía que salir de allí antes de que volviera a estallar. ¿Por qué no amainaba la tormenta?

La luz del pasillo se encendió, cegándolo un instante.

El hecho lo dejó perplejo. ¿Por qué utilizaba esa mujer luces si era ciega?

La escuchó recorrer el pasillo en dirección a la salita. Una parte de sí mismo quería unirse a ella, hablar con ella. Pero la charla insustancial jamás había sido lo suyo. No tenía ni idea de cómo conversar. Nadie se había mostrado nunca interesado en lo que él tuviera que decir.

De manera que permanecía callado y hasta el momento le había ido perfectamente.

—¿Sasha?

El sonido de su melodiosa voz lo atravesó como si de una esquirla se tratara.

—Siéntate aquí mientras enciendo el fuego otra vez.

Estuvo a punto de levantarse para ayudarla, pero se obligó a quedarse sentado. Sus días como sirviente de los ricos habían terminado. Si quería fuego, era tan capaz de hacerlo como él mismo.

Claro que él podía ver para prender la leña y sus manos estaban más que acostumbradas al trabajo duro.

Las de ella eran suaves. Delicadas.

Manos frágiles que podían calmar…

Antes de darse cuenta, iba camino de la salita.

La encontró arrodillada frente a la chimenea, intentando apilar más troncos en el hogar de hierro. Se afanaba en la tarea al tiempo que hacía lo imposible por no quemarse en el proceso.

Zarek la apartó sin decir una palabra.

Ella jadeó, asustada.

—Quítate de en medio —rezongó Zarek.

—No estaba en medio. Estoy donde tengo que estar.

Cuando se negó a moverse, la levantó y la dejó caer en el sillón verde oscuro.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó ella con expresión sorprendida.

—Nada. —Zarek regresó a la chimenea y encendió el fuego—. Con todo el dinero que tienes, no puedo creer que no tengas a nadie que te ayude.

—No necesito que nadie me ayude.

Zarek se detuvo al escuchar su réplica.

—¿No? ¿Cómo te mueves por aquí tú solita?

—Me las apaño. No soporto que la gente me trate como si fuera una inútil. Da la casualidad de que soy tan capaz como cualquier otro.

—Impresionante, princesa… —Pero sintió que lo inundaba otra oleada de respeto hacia ella. En el mundo donde él había crecido, las mujeres como ella jamás hacían nada por sí solas. Compraban a gente como él para que atendieran todos y cada uno de sus caprichos.

—¿Por qué te empeñas en llamarme «princesa»?

—Es lo que eres, ¿no? La princesita adorada de tus padres.

Ella frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes?

—No hay más que verte. Eres una de esas personas que jamás ha tenido una sola preocupación en la vida. Siempre has conseguido todo lo que se te ha antojado.

—No todo.

—¿No? Y ¿qué es lo que te falta?

—La vista.

Zarek guardó silencio mientras esas palabras resonaban en sus oídos.

—Sí, estar ciego es un asco.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé de buena tinta.