—Despierta, Astrid. Tu delincuente psicópata está jugando con cuchillos.
Astrid se despertó de inmediato al escuchar la voz de Sasha en su cabeza.
—¿Qué? —preguntó en voz alta antes de darse cuenta. Se sentó en la cama.
Vio en su mente la imagen que le enviaba Sasha. Zarek estaba en la cocina, rebuscando en el cajón donde guardaba los cubiertos. Sacó un enorme cuchillo de carnicero cuyo filo probó con el pulgar. Astrid frunció el ceño por el gesto.
¿Qué estaba haciendo?
Dejó el cuchillo a un lado y siguió buscando entre los restantes.
Sasha gruñó.
—Cállate, Scooby —masculló Zarek. Le lanzó a Sasha una mirada feroz y viciosa que rezumaba más veneno que un criadero de serpientes—. ¿Te he dicho que me encanta el estofado de perro? Tienes suficiente carne como para que me dures una semana.
Sasha avanzó.
—¡Quieto! —exclamó Astrid en la cabeza de su compañero.
—Vamos, Astrid. Deja que le muerda. Solo una vez.
—No, Sasha. Quieto.
Lo hizo, pero muy a regañadientes. Retrocedió sin apartar los ojos de Zarek, que estaba sacando un pequeño cuchillo para pelar. Volvió a comprobar la hoja, con la vista clavada en Sasha. Astrid percibió un brillo en esos ojos oscuros que indicaba que el Cazador estaba considerando muy seriamente usar el cuchillo en su compañero.
A la postre, devolvió el cuchillo de carnicero al cajón y regresó a la salita con el cuchillo pequeño.
La perplejidad de Astrid aumentó al ver que Zarek se acercaba a la pila de leña que había junto a la chimenea y cogía un trozo de madera bastante grande. Se lo llevó con él al sofá, donde se sentó.
Sin prestarle atención a Sasha, que lo siguió en todo momento hasta sentarse a escasa distancia de sus pies, Zarek comenzó a tallar la madera.
Astrid se quedó paralizada por lo sorprendente de sus acciones.
El hombre permaneció sentado en completo silencio durante un buen rato mientras trabajaba en la madera. Aunque lo que más sorpresa le causó, además de ese comportamiento silencioso y paciente, fue el modo en que iba cobrando forma el lobo que estaba tallando. En muy poco tiempo pasó de ser un trozo de madera a una imagen muy parecida a Sasha.
Incluso Sasha había ladeado la cabeza para observarlo.
Las manos de Zarek movían el cuchillo sobre la madera con una agilidad que denotaba experiencia. Solo se detenía de tanto en tanto para mirar a Sasha y comparar la talla con el original.
Era un artista con un enorme talento, que parecía estar totalmente fuera de lugar con lo que Astrid sabía de él.
Intrigada, se descubrió levantándose de la cama para regresar a la sala de estar. Al moverse, rompió su conexión mental con Sasha. Andar siempre provocaba el mismo efecto. Solo podía utilizar la vista del lobo cuando estaba quieta.
Zarek levantó la vista al sentir una leve corriente de aire a su espalda.
Se detuvo cuando sus ojos se posaron sobre Astrid y la mujer le robó el aliento. Ya que no estaba acostumbrado a compartir una casa con gente, no estaba seguro de si debía saludarla o permanecer callado.
Optó por mirarla sin más.
Era tan femenina y hermosa… Muy parecida a Sharon, salvo por ese halo de vulnerabilidad del que Sharon carecía. Sharon poseía una lengua viperina que podía rivalizar con la suya, y los años como madre soltera la habían convertido en una persona de lo más borde. En ese sentido Astrid era distinta. Tenía esa aura de increíble dulzura que llevaría a ciertas personas a abusar y a aprovecharse de ella.
Esa idea le provocó un repentino ramalazo de furia.
Astrid se adentró en la estancia y se encaminó en línea recta hacia la otomana que Zarek había movido poco antes.
Su primer impulso fue dejarla donde estaba y que la chica se cayera, pero la apartó de su camino justo a tiempo. No tropezó con la otomana, pero en cambio chocó contra él, lo que provocó que soltara el cuchillo.
Zarek siseó cuando el afilado borde de la hoja le hizo un profundo corte en la mano.
—¿Zarek?
Sin darse por aludido, regresó a toda prisa a la cocina para curar la palpitante herida y así no manchar de sangre el parquet y las costosas alfombras.
Dejó caer el cuchillo en el fregadero con una maldición y abrió el grifo para limpiarlo.
Astrid lo siguió a la cocina.
—¿Zarek? ¿Pasa algo?
—No —masculló mientras se lavaba la sangre de la mano. Hizo una mueca cuando vio la profundidad del corte. Si fuera humano, necesitaría puntos.
Ella se puso a su lado.
—Huelo a sangre. ¿Estás herido?
Antes de que se diera cuenta de sus intenciones, Astrid le cogió la mano para palparle la herida. Su tacto resultó tan ligero como una pluma mientras le tocaba el corte con sumo cuidado, y aun así la sensación de su mano lo abrumó. Era como si alguien lo hubiera golpeado en el estómago con un mazo.
Estaba tan cerca de él que solo tendría que inclinarse para besarla.
Para saborear su cuello.
Su sangre…
Ninguna otra mujer lo había tentado de esa manera.
Por primera vez en su vida quería saborear los labios de alguien. Tomarle el rostro entre las manos y devorar su boca con la lengua.
¿Qué se sentiría al ser abrazado…?
¿Qué coño me pasa?, pensó.
No era la clase de hombre que alguien quisiera abrazar y además él tampoco lo deseaba.
En absoluto.
Solo quería…
—Es profundo —dijo ella en voz baja, hechizándolo un poco más con el sonido de su voz.
Zarek bajó la vista, pero en lugar de su mano, lo único que sus ojos vieron fue el profundo escote que dejaba al descubierto su jersey de pico. Solo tendría que mover la mano unos centímetros para esconderla entre esas suaves curvas. Para apartar el jersey a un lado y así poder rodear uno de sus pechos con la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.
Zarek parpadeó para ahuyentar la imagen que había hecho que su entrepierna comenzara a palpitar dolorosamente, como si reclamara satisfacción.
—Nada.
—¿Es que no conoces otra palabra?
Lo miró con una mueca reprobatoria mientras le sostenía la mano y sacaba un bote de agua oxigenada del armarito que había sobre el fregadero. A Zarek le sorprendió que ella supiera qué bote era, pero claro, todo parecía estar colocado en el armarito con sumo cuidado y deliberación.
Siseó de nuevo cuando le roció la herida con el líquido. La frialdad del agua oxigenada escocía tanto como el desinfectante.
A pesar de todo, estaba atónito por lo solícito de sus acciones, por la ternura de la mano femenina que sostenía la suya.
Buscó a tientas el paño de cocina que había junto al fregadero. En cuanto lo encontró, lo enrolló alrededor de su mano.
—Mantenla en alto. Llamaré a un médico…
—No —replicó con sequedad, interrumpiéndola—. Nada de médicos.
—Pero estás herido.
—Créeme, no es nada.
Astrid se percató del tono de su voz cuando lo dijo. Deseó más que nunca poder verlo mientras hablaba.
—¿Te cortaste porque tropecé contigo?
No respondió.
Astrid intentó captar su presencia con sus sentidos, pero no encontró nada. Era incapaz de saber si estaba con ella o si se encontraba completamente sola.
Sus sentidos jamás le habían fallado con anterioridad.
Era escalofriante carecer de la habilidad para «sentirlo».
—¿Zarek?
—¿Qué?
El sonido de esa voz profunda y con un ligero acento que sonó tan cerca de su oído le hizo dar un respingo.
—No has contestado a mi pregunta.
—Sí, y ¿qué? Como si te importara cómo me corté…
Su voz se fue apagando, como si se estuviera alejando de ella.
—Sasha, ¿dónde está?
—Ha vuelto a la salita.
Escuchó que el lobo gruñía en el pasillo.
—Lo mismo te digo —refunfuñó Zarek—. ¿Sabes? —dijo más alto—, he oído que los perros viven más si se los castra. Y que también son más amigables.
—Claro, ¿por qué no te castramos y vemos si también se aplica a ti, hijo de…?
—¡Sasha!
—¿Qué? Es insoportable. Y no soy un perro.
Astrid recorrió el pasillo para darle unas palmaditas en la cabeza.
—Lo sé.
Zarek no hizo caso del lobo y de la mujer mientras se acercaba a la ventana y descorría las cortinas. Pasaban pocos minutos de la una de la madrugada y la tormenta seguía siendo tan violenta como antes.
Joder. Nunca conseguiría salir de allí. Solo esperaba que el tiempo mejorara lo bastante como para poder volver a su bosque. Sin duda alguna, los escuderos, Jess y Tánatos lo estarían esperando en su cabaña, pero tenía varios escondrijos seguros que ninguno conocía. Lugares en los que conseguiría armas y provisiones.
Claro que antes tenía que llegar a su propiedad.
—¿Zarek?
Dejó escapar un suspiro irritado.
—¿Qué? —rezongó.
—No uses ese tono conmigo —replicó ella con un deje tan cortante que le hizo enarcar una ceja por su audacia—. Me gusta saber dónde está la gente en mi casa. Pórtate bien o te obligaré a llevar un cascabel.
Zarek sintió el extraño impulso de reír. Pero la risa y él eran desconocidos.
—Me gustaría ver cómo lo intentas.
—¿Siempre eres tan gruñón o es que te has levantado con el pie izquierdo?
—Así es como soy, nena, ve acostumbrándote.
La chica se acercó hasta quedar pegada a él y Zarek tuvo la impresión de que lo hizo a propósito para molestarlo.
—¿Qué pasa si no quiero acostumbrarme?
Se giró para mirarla a la cara.
—No me presiones, princesa.
—¡Oh, qué miedo! —exclamó con un tono en absoluto impresionado—. Y ahora empezarás a hablar como el Increíble Hulk. «No hagas que me enfade. No te gustaría verme enfadado.» —Miró con expresión altanera en su dirección—. No me asusta, don Zarek. Así que ya puedes dejar esa actitud en la puerta y portarte bien mientras estás aquí.
Zarek no podía dar crédito a sus oídos. Nadie en los últimos dos mil años lo había despachado con tanta facilidad, y le cabreaba que ella se atreviera a hacerlo en ese momento. Le traía a la memoria malos recuerdos de gente que le había dado la espalda. Gente que no le había demostrado la menor consideración.
El primer juramento que se hizo como Cazador Oscuro fue que jamás intentaría ganarse el respeto o la amabilidad de los demás.
El miedo era una herramienta mucho más poderosa.
La acorraló contra una pared.
El pánico se apoderó de Astrid cuando sintió que él la acorralaba y que la pared le cortaba la retirada. No tenía adonde huir. No podía respirar. No podía moverse.
Era demasiado grande, demasiado fuerte.
Sus instintos solo lo percibían a él. La rodeaba con un halo de poder y de peligro. Con la promesa de unos instintos letales. Sabía que estaba intentando asustarla.
Y lo estaba logrando a la perfección.
No la tocaba; aunque, claro, tampoco le hacía falta. Su mera presencia era aterradora.
Oscura. Peligrosa.
Letal.
Lo sintió inclinarse para hablarle al oído con voz airada.
—Si quieres a alguien que se porte bien, nena, juega con tu puto perro. Avísame cuando estés lista para jugar con un hombre.
Antes de que pudiera replicarle, Sasha atacó.
Zarek se apartó tambaleándose de ella con una maldición mientras el aire que la rodeaba se agitaba con los frenéticos movimientos de Sasha.
Se encogió de forma instintiva y contuvo el aliento mientras escuchaba el fragor de la lucha entre el lobo y el hombre. Se esforzó por ver, pero lo único que la rodeaba era la oscuridad y unos sobrecogedores ruidos.
—¡Sasha! —gritó, deseando poder ver lo que sucedía entre ellos.
Lo único que escuchaba era una mezcla de siseos, gruñidos y maldiciones.
Y entonces algo sólido se estampó contra la pared, a su lado.
Sasha ladró.
Aterrada por lo que Zarek podría haberle hecho a su compañero, Astrid se arrodilló en el suelo y avanzó a tientas hasta donde se encontraba el lobo, tendido junto a la chimenea.
—¿Sasha? —Le pasó una temblorosa mano por la piel en busca de heridas.
El lobo no se movió.
Su corazón se detuvo y el pánico se apoderó de ella. Si algo le había sucedido a Sasha, ¡mataría a Zarek con sus propias manos!
Por favor, por favor, que esté bien, rogó.
—¿Sasha? —Lo apretó contra su cuerpo e intentó contactar con él mentalmente.
—Lo mataré. Juro que lo mataré.
Astrid se echó a temblar por el alivio al sentir la furia de Sasha. ¡Gracias a Zeus que estaba vivo!
Zarek se quitó el jersey destrozado y lo usó para taponar la sangre que le manaba del brazo, del cuello y del hombro, allí donde el chucho le había desgarrado la piel con las garras y los dientes.
Apenas era capaz de contener su furia. No lo habían herido tanto en el transcurso de una hora desde el día que murió.
Con un gruñido, clavó la vista en la piel inflamada. Odiaba que lo hirieran.
Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no regresar a la salita y asegurarse de que ese puñetero animal jamás atacaba a otro ser vivo en la vida.
Quería sangre. Sangre lobuna.
Aunque, ya que estaba, quería sangre humana. Un sorbito de nada para aplacar su furia y recordarle lo que era.
Tan solo saborearla una vez…
Astrid entró en el cuarto de baño y se dio de bruces con él.
Zarek soltó un gruñido ante la cálida sensación que le provocó el encontronazo con ese cuerpo.
Sin decir ni una palabra, la chica lo apartó del lavabo y se agachó para sacar un botiquín.
—Podrías haber dicho «lo siento».
—No me hablo contigo —masculló ella.
—Yo también te quiero, nena.
Astrid se quedó helada al escuchar su sarcasmo y lanzó una mirada furibunda en su dirección.
—No cabe duda de que eres un animal, ¿verdad?
El comentario le hizo apretar los dientes. Así era como todo el mundo lo había considerado siempre. Y ya era demasiado viejo para cambiar sus hábitos.
—Guau, guau.
Tras soltar un resoplido, ella comenzó a alejarse, pero se detuvo. Se giró de nuevo hacia él y le dijo con voz desabrida:
—Te voy a decir una cosa: no tengo ni idea de dónde vienes ni tampoco me importa. Nada te da derecho a herir a los demás o a Sasha. Solo estaba protegiéndome, mientras que tú… no eres más que un matón.
Zarek se quedó muy quieto mientras que una serie de horrendas y crueles imágenes pasaban por su cabeza. La imagen de su aldea en llamas.
Los cuerpos desperdigados por todas partes.
Los apagados gritos de la gente.
La ira que le inundaba el corazón y que clamaba sangre…
Hizo una mueca cuando el dolor lo atravesó. Odiaba los recuerdos casi tanto como se odiaba a sí mismo.
—Algún día alguien te enseñará algo de educación.
Astrid se giró y regresó a la salita.
—Sí —replicó él con una mueca en los labios—. Ve a cuidar de tu perro, princesa. Te necesita.
Él, en cambio, no necesitaba a nadie.
Nunca lo había hecho.
Con esa idea en mente, se dirigió a la habitación en la que había despertado.
Con tormenta o sin ella, ya era hora de marcharse.
Se puso el abrigo sobre el torso desnudo y lo abotonó. Los disparos lo habían dejado hecho un desastre y el agujero le dejaría la espalda, aún sin curar, expuesta a las inclemencias del tiempo. Que así fuera.
Como si corriera peligro de congelarse hasta morir… La inmortalidad tenía ciertas ventajas.
El agujero solo haría que una suave brisa le recorriera la espalda hasta que pudiera encontrar otra ropa.
Después de vestirse, se encaminó a la puerta e hizo todo lo que estuvo en su mano para no fijarse en Astrid, de rodillas delante del cálido fuego mientras calmaba y consolaba a su mascota al tiempo que curaba sus heridas.
El cuadro le encogió el estómago de una manera que jamás habría creído posible. Sí, ya era hora de que se largara de una puta vez.
—Se marcha.
Astrid se sobresaltó al escuchar a Sasha en su cabeza.
—¿Qué quieres decir con eso de que se marcha?
—Está justo detrás de ti, vestido, y va hacia la puerta.
—¿Zarek?
Su única respuesta fue el portazo que dio al salir.