3

Astrid se sentó en el borde de la cama mientras examinaba las heridas de su «invitado». Llevaba cuatro días inconsciente en su cama, bajo sus cuidados.

Los músculos que sentía bajo las manos eran fuertes y firmes, pero no podía verlos.

Ni a él tampoco.

Siempre perdía la visión cuando la enviaban a juzgar a alguien. Los ojos podían engañar. Juzgaban las cosas de un modo muy diferente al resto de los sentidos.

Astrid debía ser siempre imparcial, aun cuando en ese preciso momento no estuviera muy predispuesta a serlo.

¿Cuántas veces se había enfrentado a un juicio de todo corazón y la habían engañado al final?

El peor caso había sido el de Miles. Un Cazador Oscuro renegado de modales encantadores y divertidos que la deslumbró con su vivacidad y con su habilidad para convertirlo todo en un juego. Cada vez que intentaba presionarlo hasta el límite, él desechaba con indiferencia las pruebas y se comportaba como un buen perdedor.

Parecía ser un hombre perfectamente equilibrado.

Durante un tiempo incluso creyó estar enamorada de él.

Hasta que intentó matarla. Fue del todo amoral y cruel. Frío. Insensible. Solo era capaz de amarse a sí mismo y, a pesar de que no era más que un canalla, creía firmemente que los humanos lo habían juzgado mal y que, por tanto, tenía derecho a hacer con ellos lo que le viniera en gana.

Ese era el gran problema que Astrid veía con los Cazadores Oscuros. Casi todos ellos eran humanos reclutados entre la escoria de la sociedad. Gente que había sufrido el desprecio de los demás desde su nacimiento hasta su muerte y que odiaba al mundo en general. Artemisa jamás tenía en cuenta ese detalle cuando los convertía. Lo único que quería era un nuevo soldado bajo el mando de Aquerón. Una vez que los creaba, la diosa se lavaba las manos y los abandonaba para que otros les enseñaran las reglas y los mantuvieran con vida.

Al menos hasta que traspasaban la línea que ella misma había trazado. En ese caso, la diosa no dudaba en promover su juicio y ejecución y, aunque no tenía pruebas fehacientes, Astrid sospechaba que solo seguía ese protocolo para evitar que Aquerón se enfadara con ella.

De modo que, a lo largo de los siglos, Astrid había sido convocada en numerosas ocasiones para descubrir alguna razón que permitiese que un Cazador Oscuro siguiera con vida.

Jamás lo había logrado. Ni una sola vez. Todos y cada uno de los Cazadores que había juzgado habían sido peligrosos y violentos. Mucho más peligrosos para la humanidad que los daimons a los que perseguían.

La justicia del Olimpo no funcionaba exactamente igual que la de los humanos. No había presunción de inocencia. Una vez que alguien era acusado, el inculpado debía demostrar ser digno de clemencia.

Nadie lo había logrado.

El único caso en el que Astrid había estado a punto de solicitar clemencia había sido el de Miles. Y solo había que ver cómo había acabado todo… Le aterrorizaba pensar en lo cerca que había estado de declararlo inocente y de soltarlo de nuevo por el mundo.

La experiencia había sido la gota que colmara el vaso. Desde entonces, Astrid mantenía las distancias con todos y no permitía que ni la apostura ni el encanto de un hombre la engañaran de nuevo. Su trabajo en esos momentos consistía en llegar al corazón del hombre que yacía en su cama.

Artemisa le había dicho que Zarek carecía de corazón. Aquerón había guardado silencio y se había limitado a lanzarle una mirada penetrante para hacerle entender que todo dependía de que ella hiciera lo correcto.

Pero ¿qué era lo correcto?

—Despierta, Zarek —susurró—. Solo te quedan diez días para salvarte.

Zarek despertó sufriendo un dolor indescriptible que, dado su brutal pasado como esclavo, le resultaba difícil de creer. Más aun cuando el dolor había sido la única certeza durante aquella vida.

Con un palpitante dolor de cabeza, se movió un poco esperando encontrar el gélido suelo nevado bajo su cuerpo. En cambio, sintió una asombrosa calidez.

Estoy muerto, se dijo con sorna.

Ni siquiera en sueños había sentido ese calorcito tan agradable.

Sin embargo, cuando parpadeó para abrir los ojos y descubrió el fuego que ardía en una chimenea y la montaña de edredones que lo cubría, se dio cuenta de que estaba muy vivo y de que se encontraba en la habitación de otra persona.

Observó la estancia, decorada en tonos discretos: rosa pálido, arena, marrón y verde oscuro. Las paredes estaban construidas con troncos de excelente calidad que delataban a una persona que quería vivir en una cabaña rústica, pero que contaba con el dinero necesario para asegurarse de que estuviera bien aislada y resultara acogedora, en lugar de estar plagada de heladas corrientes.

La cama de hierro en la que yacía era una costosa reproducción de las enormes camas de finales del siglo XIX. A su izquierda había una mesita de noche sobre la que descansaban una palangana y un aguamanil de aspecto anticuado.

Quienquiera que fuese el dueño de ese lugar estaba forrado.

Y él odiaba a los ricos.

—¿Sasha?

Zarek frunció el ceño al escuchar la suave y melódica voz. Una voz femenina. La mujer estaba en otra habitación al fondo del pasillo, pero no acababa de localizarla con precisión debido al dolor de cabeza.

Escuchó un gemido canino.

—¡Venga, déjalo ya! —reprendió la desconocida con dulzura al animal—. Ni siquiera he herido tus sentimientos, ¿no es cierto?

El ceño de Zarek se acentuó cuando intentó comprender lo que le había sucedido. Jess y los demás lo estaban persiguiendo, y luego recordaba haberse desplomado frente a una casa.

Quien viviera en ella debía de haberlo encontrado y llevado al interior, aunque no acababa de entender por qué se molestaría nadie en hacer algo así.

Claro que tampoco importaba. Jess y Tánatos andaban tras su pista y no haría falta ser ingeniero espacial para descubrir su paradero, sobre todo dada la cantidad de sangre que había perdido mientras corría. Seguro que había dejado un rastro que conducía directamente hasta la puerta de la cabaña.

Lo que significaba que tenía que salir de allí lo antes posible. Jess no le haría daño a la persona que lo hubiera ayudado, pero era imposible saber de lo que Tánatos era capaz.

Se le vino a la mente la imagen de una aldea en llamas. La horrible visión de los muertos que yacían en el suelo…

Se sintió sobresaltado por el recuerdo y se preguntó por qué lo atormentaba en ese preciso momento.

No era más que un recordatorio de lo que él mismo era capaz de hacer, decidió, y de las razones por las que tenía que largarse de allí. No quería hacer daño a alguien que había sido amable con él.

Otra vez no.

Se obligó a pasar por alto los dolores que sentía y se sentó muy despacio.

El perro entró al instante en la habitación.

Salvo que no era un perro, comprobó en cuanto el animal se detuvo junto a la cama y le gruñó. Era un enorme lobo blanco. Y parecía odiarlo.

—Atrás, Scooby —masculló—. Me he hecho botas con lobos más grandes y más malos que tú.

El animal enseñó aún más los colmillos, como si hubiera comprendido sus palabras y quisiera retarlo a que las demostrara.

—¿Sasha?

Zarek se quedó de piedra cuando la mujer entró en la habitación.

Joder…

Era increíble. Tenía una larga melena de color miel que caía en ondas alrededor de unos hombros delgados. Su tez era clara, de mejillas rosadas y labios que a todas luces habían estado muy bien protegidos del riguroso clima de Alaska. Su altura sobrepasaba el metro ochenta e iba ataviada con un jersey de ochos y unos vaqueros.

Sus ojos eran de un azul increíblemente claro. Tan claro que a primera vista parecían incoloros. Cuando se adentró muy despacio y con sumo cuidado en la habitación con los brazos extendidos hacia delante para localizar al lobo, Zarek comprendió que era ciega.

El animal ladró a Zarek dos veces antes de darse la vuelta para acercarse a su dueña.

—Aquí estás —susurró ella al tiempo que se arrodillaba para acariciarlo—. No deberías ladrar, Sasha. Vas a despertar a nuestro invitado.

—Estoy despierto y no me cabe duda de que ese es el motivo por el que ladra.

La chica giró la cabeza en su dirección, como si intentara verlo.

—Lo siento. No estamos acostumbrados a tener compañía y Sasha suele mostrarse un poco huraño con los desconocidos.

—Créeme, sé cómo se siente.

La mujer extendió los brazos de nuevo para acercarse a la cama.

—¿Qué tal estás? —le preguntó, localizándolo con unos golpecitos en el hombro.

Zarek dio un respingo al sentir el contacto de esa mano cálida sobre la piel. Era suave. Abrasadora. Y despertó un anhelo en una parte de sí mismo que desconocía. Aunque lo peor fue la tensión que le provocó en la entrepierna.

Nunca había soportado que otra persona lo tocara.

—Preferiría que no hicieras eso.

—¿El qué? —quiso saber ella.

—Tocarme.

La chica se apartó despacio y parpadeó con lentitud, como si fuera un hábito más que un reflejo.

—Veo a través del tacto —le explicó con voz dulce—. Si no te toco, estoy completamente ciega.

—Sí, bueno, todos tenemos nuestros problemas.

Zarek se movió hasta el otro extremo de la cama y se puso en pie. Estaba desnudo, salvo por los pantalones de cuero y unas cuantas vendas. La desconocida debía de haberlo desvestido para curarle las heridas. La idea le provocó una sensación extraña. Nadie se había molestado nunca en cuidarlo cuando estaba herido.

¿Por qué lo habría hecho esa mujer?

Incluso Aquerón y Nick habían dejado que se las apañara por su cuenta cuando lo hirieron en Nueva Orleans. Solo se habían ofrecido a llevarlo a casa en coche para que sanara en soledad. Tal vez lo habrían ayudado más si no se hubiera mostrado tan hostil con ellos; pero claro, la hostilidad era lo suyo…

Encontró su ropa doblada sobre una mecedora situada junto a la ventana. A pesar de las dolorosas protestas de sus músculos, comenzó a vestirse. Sus poderes de Cazador Oscuro le habían permitido recuperarse casi por completo mientras dormía, pero no estaba en tan buena forma como lo habría estado si los Cazadores Oníricos lo hubieran ayudado. Solían asistir a los Cazadores Oscuros, sanándolos durante el sueño… salvo a él.

Lo temían tanto como los demás.

Así pues, había aprendido a aguantar los golpes y a sobrellevar el dolor. Y le iba bien así. No le gustaba tener gente cerca, ya fuera inmortal o no.

Era mejor vivir la vida solo.

Hizo una mueca al ver el agujero que el disparo de escopeta había dejado en la parte trasera de la camiseta.

Sí… no cabía duda de que era mejor vivir solo. Al menos él no habría podido dispararse en la espalda aunque quisiera, cosa que no podía decirse de su «amigo».

—¿Te has levantado? —preguntó la desconocida con un deje de sorpresa en la voz—. ¿Te estás vistiendo?

—No —respondió él de mal humor—. Estoy meando en tu alfombra. ¿Qué crees que estoy haciendo?

—Estoy ciega. Por lo que yo sé, bien podrías estar meando en mi alfombra, que por cierto es preciosa, así que espero que se trate de una broma.

Zarek encontró gracioso el agudo comentario, cosa extraña en él. La mujer era inteligente y resuelta. Y eso le gustaba.

Sin embargo, no tenía tiempo que perder.

—Mira, milady, no sé cómo has conseguido traerme hasta aquí, pero te lo agradezco. Sin embargo, tengo que marcharme. Créeme, te arrepentirás si no lo hago.

La chica se alejó de la cama al escuchar las rudas palabras y fue entonces cuando Zarek comprendió que prácticamente le había gruñido.

—Hay una horrible tormenta de nieve —le informó ella con un tono menos amistoso que antes—. Nadie podrá salir durante un tiempo.

Zarek no lo creyó hasta que descorrió las cortinas de la ventana. La nieve caía con tanta fuerza y profusión que parecía una pared blanca.

Soltó un taco entre dientes antes de preguntar en voz alta:

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Varias horas ya.

Apretó los dientes al caer en la cuenta de que estaba atrapado en ese lugar.

Con ella.

La cosa no pintaba nada bien, pero al menos los otros no podrían salir en su busca. Con suerte, la nieve cubriría su rastro y sabía a ciencia cierta que Jess odiaba el frío.

En cuanto a Tánatos… bueno, dado su nombre, su idioma y su aspecto físico, estaba claro que era de orígenes mediterráneos al igual que él, así que seguía teniendo ventaja sobre ambos. Hacía siglos que había aprendido a moverse con rapidez por la nieve y a distinguir los peligros que debía evitar.

¿Quién iba a decirle que llegaría el día en el que los novecientos años pasados en Alaska iban a servirle de algo?

—¿Cómo puedes estar de pie y moviéndote?

La pregunta de la mujer lo sorprendió.

—¿Cómo dices?

—Cuando te traje hace unos cuantos días, tenías heridas muy graves. ¿Cómo es posible que estés moviéndote?

—¿Hace unos cuantos días? —repitió Zarek, aturdido por sus palabras. Se pasó la mano por la cara y se encontró con una áspera barba. Mierda. Llevaba días allí—. ¿Cuántos?

—Casi cinco.

El corazón comenzó a latirle con fuerza. ¿Llevaba cinco días allí y no lo habían descubierto? ¿Cómo era posible?

Frunció el ceño. Había algo que no encajaba en todo aquello.

—Creo que lo que tenías en la espalda era una herida de bala.

Zarek se desentendió del agujero de la camiseta negra y se la pasó por la cabeza. Estaba seguro de que el disparo había sido de Jess. Las escopetas eran las armas preferidas por los vaqueros. Su único consuelo era la certeza de que Jess estaría sufriendo tanto como él. A menos que Artemisa le hubiera dado carta blanca. En cuyo caso el muy cabrón estaría regodeándose.

—No era una herida de bala —mintió—. Me caí.

—No te lo tomes a mal, pero tendrías que haberte caído del Everest para acabar con esas heridas.

—Sí, bueno, quizá la próxima vez me acuerde de llevar el equipo de alpinismo.

La chica frunció el ceño.

—¿Te estás burlando de mí?

—No —respondió Zarek con sinceridad—. Pero no quiero hablar de lo que pasó.

Astrid asintió con la cabeza mientras intentaba comprender algo más acerca de ese hombre enojado que, al parecer, era incapaz de hablarle sin gruñir. Despierto no era ni remotamente agradable.

Estaba casi muerto cuando Sasha lo encontró. No debería estar permitido golpear y herir a alguien de un modo tan atroz para después dejarlo morir tirado en el suelo, tal y como habían hecho con él.

¿En qué habían estado pensando los escuderos?

Resultaba sorprendente que el Cazador renegado pudiera estar en pie después de apenas cuatro días de reposo.

Semejante comportamiento era inhumano e impropio de aquellos que habían jurado proteger a la humanidad. Si los humanos hubieran encontrado a Zarek, la dejadez de los escuderos habría acabado echando por tierra su tapadera y se habría descubierto su inmortalidad.

Y tenía toda la intención de informar a Aquerón al respecto.

Aunque eso tendría que esperar. De momento, Zarek estaba casi recuperado. La vida inmortal o la muerte de ese hombre estaban en sus manos y estaba más que dispuesta a ponerlo a prueba para descubrir el tipo de hombre que era.

¿Albergaría algo de compasión en su interior o estaría tan vacío como ella?

Su trabajo consistía en hacer todo lo posible para provocar la ira de Zarek. Tendría que presionarlo hasta el límite de su tolerancia y aún más allá para ver qué hacía.

Si era capaz de controlarse con ella, lo declararía cuerdo y capaz.

Si intentaba herirla de algún modo, lo declararía culpable y tendría que morir.

Las pruebas podían comenzar…

Recordó lo poco que sabía de él. No le gustaba hablar con la gente. No le gustaban los ricos.

Y sobre todo odiaba que lo tocaran y que le dieran órdenes.

Así pues, decidió presionar el primer resorte comenzando una conversación insustancial.

—¿De qué color es tu pelo? —La pregunta, aparentemente inofensiva, le trajo a la memoria lo suave que le había parecido mientras lo lavaba para limpiarle la sangre.

Suave y liso. Se había deslizado de forma sensual entre sus dedos, acariciándolos. Puesto que ya lo había tocado sabía que no lo llevaba ni muy corto ni muy largo; le llegaría a la altura de los hombros.

—¿Cómo dices? —Parecía sorprendido por la pregunta y, por primera vez, no le gruñó al hablar.

Su voz era hermosa. Profunda y rica. Tenía un ligero acento griego y cada vez que hablaba le provocaba un extraño escalofrío. Jamás había escuchado a otro hombre con una voz tan masculina.

—Tu pelo —repitió—. Me preguntaba de qué color era.

—¿Y a ti qué te importa? —preguntó Zarek con actitud beligerante.

Astrid se encogió de hombros.

—Simple curiosidad. Paso mucho tiempo sola y, aunque no recuerdo muy bien cómo son los colores, intento imaginarlos. Mi hermana Clo me regaló una vez un libro en el que explicaban que cada color tenía una textura y un tacto propios. Del rojo, por ejemplo, se dice que es cálido y rugoso.

Zarek la miró con el ceño fruncido. La conversación había adquirido un tinte extraño, pero teniendo en cuenta que él mismo había pasado mucho tiempo a solas, entendía la necesidad de hablar de cualquier cosa con el primero que se tomara la molestia de contestar.

—Es negro.

—Eso me pareció.

—¿En serio? —le preguntó antes de poder contenerse.

La mujer asintió mientras rodeaba la cama y se acercaba a él. Se detuvo tan cerca que sus cuerpos estuvieron a punto de rozarse. Zarek sintió el extraño impulso de tocarla. De comprobar si su piel era tan suave como parecía.

¡Por los dioses, qué hermosa era!

Alta y delgada, con unos pechos del tamaño perfecto para sus manos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había echado un polvo. Y una eternidad desde que había estado tan cerca de una mujer sin probar su sangre.

Habría podido jurar que en ese momento tenía en la boca el sabor de la sangre de la chica. Que podía sentir los latidos de su pulso contra los labios mientras bebía de ella; mientras se apoderaba de sus sentimientos y emociones para llenarse con algo que no fueran el entumecimiento y el dolor.

A pesar de que estaba prohibido beber la sangre de los humanos, eso era lo único que le había proporcionado placer a lo largo de su vida. Lo único que enterraba el dolor y le permitía experimentar sueños y esperanzas.

Lo único que le permitía sentirse humano.

Y deseaba sentirse humano.

Deseaba sentirla a ella.

—Tu cabello es fresco y sedoso —contestó ella en voz baja—, como el terciopelo negro.

Semejante respuesta hizo que la verga de Zarek se tensara por el deseo.

Fresco y sedoso.

Eso le hacía pensar en el roce de esas piernas largas contra las suyas. En la delicada piel femenina que sin duda le cubría las nalgas y los muslos. En el roce de esa piel contra sus piernas mientras se hundía en ella.

Con la respiración entrecortada, imaginó que le deslizaba esos vaqueros estrechos y desgastados por las piernas hasta poder separárselas. Que rozaba con la palma de la mano los rizos cortos de su entrepierna hasta poder tocarla íntimamente y acariciarla para que la húmeda evidencia de su deseo le empapara los dedos mientras ella le murmuraba al oído y se frotaba contra él.

Imaginó que se tumbaba en la cama detrás de ella y se hundía en el interior de ese cuerpo cálido y húmedo hasta que ambos alcanzaban el clímax.

Imaginó que sentía esa boca sobre su cuerpo.

Que esas manos lo acariciaban.

La chica extendió una mano para tocarlo.

Incapaz de zafarse de la poderosa ensoñación, Zarek permaneció totalmente inmóvil mientras ella le colocaba la mano sobre el hombro. Lo inundó un olor a mujer, madera y rosas que despertó en él una acuciante necesidad de inclinarse, enterrar el rostro en esa piel sedosa e inhalar su dulce perfume. De hundir los colmillos en ese cuello suave y delicado y probar la fuerza vital que la animaba.

Separó los labios de forma inconsciente y dejó a la vista los colmillos.

El deseo de probarla resultaba abrumador.

Aunque no tanto como el de tocar su cuerpo.

—Eres más alto de lo que creía —dijo ella al tiempo que trazaba con la mano el contorno de su bíceps.

Zarek sintió que se le erizaba la piel y que su miembro se endurecía aún más.

La deseaba. Con desesperación.

Muérdele el cuello, le ordenó su mente.

El lobo gruñó.

Zarek no le hizo caso y continuó observando a la mujer.

Sus relaciones con las mujeres siempre habían sido breves y apresuradas. Ni una sola vez había permitido que una mujer lo mirara a la cara o lo tocara mientras echaba un polvo. Siempre las había tomado a cuatro patas desde atrás, con rapidez y desenfreno, como un animal. Jamás había sentido deseos de pasar más tiempo con ellas que el necesario para que su cuerpo quedara satisfecho.

Sin embargo, le resultaba muy fácil imaginarse abrazando a esa mujer y echándole un polvo cara a cara. O sintiendo su aliento sobre la piel mientras se hundía en ella lenta y vigorosamente durante toda la noche y bebía de su sangre…

Guardó silencio mientras ella le recorría el brazo con la mano, sin acabar de entender por qué no la apartaba de un empujón.

Por algún motivo desconocido, las caricias de esa mujer lo dejaban paralizado.

Su endurecido miembro ardía con un deseo feroz. De no haber sabido que era imposible, habría jurado que lo estaba poniendo cachondo a propósito.

No obstante, había cierta ingenuidad en sus caricias que denotaba su deseo de «verlo». No había nada sexual en aquello.

Al menos no por parte de la chica.

Zarek se alejó hasta que hubo un metro de distancia entre ellos.

Tuvo que hacerlo.

Un minuto más y habría estado desnuda en la cama, a su merced.

Y puesto que él no concedía merced alguna a nadie…

La mujer apartó la mano y se quedó de pie donde estaba, como si esperara que él la tocase.

No lo hizo. Una caricia y se convertiría en el animal que todos creían que era.

—¿Cómo te llamas? —La pregunta salió de sus labios antes de que pudiera detenerse.

La desconocida esbozó una sonrisa cordial que logró que su miembro diera un respingo.

—Astrid. ¿Y tú?

—Zarek.

Su sonrisa se ensanchó.

—Eres griego. Lo suponía por tu acento.

El lobo dio una vuelta alrededor de la chica y se sentó a su lado desde donde siguió vigilándolo. Le enseñó los dientes con un gesto amenazador. Empezaba a odiar al animal.

—¿Necesitas algo, Zarek?

Sí, que te metas desnuda en esa cama y me dejes darte placer hasta que llegue el alba, contestó su mente.

Se le hizo un nudo en la garganta al pensarlo y la tensión de su entrepierna se incrementó aún más al escuchar cómo pronunciaba su nombre.

No conseguiría provocarle una erección mayor ni aunque lo acariciara con las manos…

O con la boca.

¿Qué coño le pasaba? Estaba huyendo para salvar la vida ¿y solo podía pensar en el sexo?

Se estaba comportando como un completo imbécil.

—No, gracias —contestó—. Estoy bien. —El rugido de su estómago lo traicionó.

—A mí me parece que tienes hambre.

A decir verdad estaba famélico, aunque el deseo de saborearla a ella era mucho más poderoso que el de comer.

—Sí, supongo que un poco…

—Ven —le dijo al tiempo que le ofrecía una mano—. Aunque sea ciega, sé cocinar. Te prometo que, a menos que Sasha haya estado trasteando en la cocina, no he envenenado el estofado.

Zarek no le dio la mano.

La mujer tragó saliva como si estuviera nerviosa o avergonzada; acto seguido dejó caer la mano y se encaminó hacia la puerta de la habitación. El lobo volvió a gruñirle.

Zarek le gruñó a su vez y dio un pisotón en el suelo para amedrentar al molesto chucho, que parecía arder en deseos de arrancarle la pierna de un bocado.

Percibió una desenfocada mirada reprobatoria en el rostro de la chica cuando se detuvo junto a la puerta y se giró hacia ellos.

—¿Estás siendo malo con Sasha?

—No. Me limito a devolverle el saludo. —Las orejas del lobo seguían gachas cuando salió a toda prisa de la habitación—. Al parecer, a Rin-Tin-Tin no le caigo muy bien.

La chica se encogió de hombros.

—No le cae bien nadie. En ocasiones ni siquiera yo.

Astrid se dio la vuelta y se encaminó hacia el pasillo seguida de Zarek. Había algo siniestro en ese hombre. Letal. Y no se trataba simplemente de la fuerza que había percibido en su brazo al tocarlo.

Desprendía una oscuridad sobrenatural que parecía advertir a todos, incluso a los ciegos, que se mantuvieran alejados de él. Era bastante probable que ese fuera el motivo de la reacción de Sasha. Resultaba de lo más desconcertante.

E incluso aterrador.

Tal vez Artemisa tuviera razón. Tal vez debiera declararlo culpable y volver a casa sin más…

Pero no la había atacado. Al menos, todavía.

Lo condujo hasta la encimera de la cocina y los tres taburetes adyacentes. Sus hermanas los habían dejado allí poco antes, cuando se acercaron para hacerle unas cuantas advertencias sobre su nueva asignación.

Las tres se habían mostrado disconformes con la idea de que hubiera decidido ocupar el lugar de su madre para juzgar a Zarek; pero, a la postre, no tenían más opción que dejarla hacer su trabajo. Para su eterna consternación, había ciertas cosas que ni siquiera las Moiras podían controlar.

Y el libre albedrío era una de ellas.

—¿Te gusta el estofado de ternera? —le preguntó a Zarek.

—No soy un tiquismiquis. Me viene bien cualquier cosa caliente que pueda llevarme a la boca sin tener que cocinarla yo mismo.

Astrid percibió la amargura en su voz.

—¿Lo haces con frecuencia?

No obtuvo respuesta.

Se abrió camino a tientas hasta la cocina.

En cuanto se acercó a la olla, Zarek la tomó de la mano para apartarla. Se había movido tan rápido y de modo tan sigiloso que Astrid jadeó, asustada.

Su velocidad y su fuerza le dieron que pensar. Ese hombre podía hacerle daño cuando le viniera en gana y, dados los planes que tenía para él, saberlo no resultaba muy agradable.

—Deja que lo haga yo —le dijo con brusquedad.

Astrid tragó saliva ante la injustificada ira que destilaba su voz.

—No soy ninguna inútil. Me paso el día haciendo esto.

Zarek la soltó.

—Vale, quémate la mano si quieres, me da igual —replicó al tiempo que se apartaba de ella.

—¿Sasha?

El lobo se acercó y se apoyó contra su pierna para hacerle saber dónde estaba. Tras arrodillarse junto al animal, le tomó la cabeza con las manos y cerró los ojos. Utilizó el poder de su mente para conectar con la de Sasha y así hacer uso de la visión del lobo. Vio que Zarek regresaba a la encimera y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener un jadeo.

No había hecho uso de ese poder hasta entonces por miedo a que su aspecto físico pudiera influir a la hora de juzgar su carácter antes de haber conversado con él.

Y en ese momento comprendió lo acertada que había sido su decisión.

Era un hombre increíblemente atractivo. Su cabello negro era liso y caía sobre unos hombros muy anchos. El jersey de cuello vuelto negro que llevaba se ceñía a su cuerpo y dejaba adivinar los contornos de unos músculos muy desarrollados. Tenía unas facciones marcadas y un rostro delgado cuyos ángulos, pese a la barba, eran un ejemplo de perfección masculina. Aun así, no era guapo, sino misteriosamente atractivo. Habría tenido un aspecto casi siniestro de no haber sido por esas largas pestañas negras y esos labios carnosos que suavizaban su expresión.

Y cuando tomó asiento, vislumbró la espectacular imagen de un trasero muy bien formado bajo los pantalones de cuero.

¡Ese tipo era un dios!

Aunque lo más impresionante de todo fue la tristeza que asomó a esos ojos negros como el azabache cuando se sentó y echó un vistazo a la encimera. La sombra atormentada que revoloteaba en su mirada.

Parecía cansado. Perdido.

Pero sobre todo, parecía terriblemente solo.

En ese momento miró hacia ellos y frunció el ceño.

Astrid le dio unas palmaditas a Sasha en la cabeza y lo abrazó como si no hubiera pasado nada anormal. Esperaba que Zarek no sospechara lo que acababa de hacer.

Sus hermanas le habían advertido de los tremendos poderes que poseía ese Cazador en particular, como la telequinesia y una aguda capacidad auditiva, pero ninguna de ellas sabía si el hombre podría percibir sus limitados poderes.

Daba gracias por el hecho de que Zarek no fuera telépata. Eso habría complicado sobremanera su trabajo.

Se puso en pie y se acercó al armarito con el fin de sacar un cuenco para Zarek que procedió a llenar de estofado con mucho cuidado. Acto seguido lo dejó en la encimera, no muy lejos de donde él se encontraba.

El Cazador extendió el brazo para coger el cuenco.

—¿Vives sola?

—Solo somos Sasha y yo. —Se preguntó el motivo de su curiosidad.

Su hermana Clo le había advertido de la tendencia de Zarek a tornarse violento ante la más mínima provocación. Así como del hecho de que hubiera atacado a Aquerón y a todo aquel que se le acercaba.

Según se rumoreaba entre los Cazadores Oscuros, la causa de su exilio en Alaska había sido la destrucción de una aldea que estaba bajo su protección. Nadie sabía por qué lo hizo. Tan solo que una noche se había vuelto loco y había matado a todos los habitantes antes de asolar sus casas.

Sus hermanas se habían negado a entrar en detalles sobre los acontecimientos de aquella noche por temor a influir en su punto de vista.

Por semejante crimen, Artemisa había desterrado a Zarek a los páramos helados.

¿Sentiría el Cazador simple curiosidad sobre su modo de vida o habría un motivo más siniestro tras su pregunta?

—¿Te gustaría beber algo? —le preguntó.

—Sí.

—¿Qué prefieres?

—Me da igual.

Astrid meneó la cabeza ante su respuesta.

—Está claro que no eres un tiquismiquis.

Escuchó cómo carraspeaba.

—No.

No me gusta su forma de mirarte.

Astrid enarcó una ceja al escuchar en su mente las airadas palabras de Sasha.

No te gusta la forma en que me mira ningún hombre.

El lobo resopló.

De todos modos, no te quita los ojos de encima, Astrid. Ahora mismo te está observando. Tiene la cabeza inclinada, pero está claro que te mira con deseo. Como si ya pudiera imaginarte bajo su cuerpo. No me fío ni de él ni de su mirada. Es demasiado penetrante. ¿Puedo darle un bocado?

Por alguna razón desconocida, saber que Zarek la estaba observando la dejó acalorada y temblorosa.

No, Sasha. Compórtate.

No quiero comportarme, Astrid. Todos los instintos que poseo me dicen que le muerda. Si respetas en algo mis habilidades animales, deja que acabe con él ahora mismo y así nos evitaremos diez días más en este sitio tan frío.

Astrid negó con la cabeza.

Acabamos de conocerlo, Sasha. ¿Y si Lera te hubiera declarado culpable en cuanto te conoció, hace ya tantos siglos?

Así que vuelves a creer en la bondad

Astrid guardó silencio. No, no creía en la bondad. Era probable que Zarek mereciera morir, sobre todo si la mitad de lo que le habían dicho era cierto.

Aun así, no dejaba de darle vueltas al comentario de Aquerón.

Le debo a Aquerón mucho más que diez minutos de mi tiempo.

Sasha resopló.

Astrid sirvió una taza de té caliente para Zarek y la puso frente a él.

—Es té de romero, ¿te gusta?

—Está bien.

Cuando él se la quitó de las manos, Astrid notó el cálido roce de sus dedos. La recorrió una increíble descarga. Percibió la sorpresa que lo embargaba. El potente deseo. El insaciable anhelo.

Y se asustó de verdad. Ese hombre era capaz de cualquier cosa. Sus poderes casi podían equipararse a los de los dioses.

Podría hacerle lo que se le antojara.

Necesitaba distraerlo con algo… algo que la distrajera también a ella.

—Cuéntame, ¿qué te pasó en realidad? —inquirió al tiempo que se preguntaba si rompería su Código de Silencio y le contaría que lo estaban persiguiendo.

—Nada.

—Bueno, espero no encontrarme nunca con ese tal Nada si es capaz de hacerme un agujero así en la espalda.

Escuchó que levantaba la taza, pero siguió sin pronunciar palabra.

—Deberías ser más cuidadoso —le aconsejó.

—Créeme, no soy yo quien necesita serlo. —El comentario fue pronunciado con voz siniestra, lo que incrementó el aura letal que lo rodeaba.

—¿Me estás amenazando? —quiso saber ella.

No obtuvo respuesta. Ese hombre era la personificación del silencio.

De modo que volvió a presionarlo.

—¿Quieres llamar a alguien para decirle que estás bien?

—No —contestó sin inflexión alguna en la voz.

Astrid asintió al tiempo que meditaba sobre ello. Zarek nunca había contado con un escudero.

Le resultaba imposible imaginarse el destierro al que había sido sometido. En la época en que fue decretado, esa zona del mundo apenas estaba poblada.

Una zona con un clima espantoso. Inhóspita. Desolada. Yerma.

Ella solo llevaba unos cuantos días viviendo allí y le había costado bastante acostumbrarse. Aunque al menos contaba con la presencia de su madre, de sus hermanas y de Sasha para adaptarse mejor al cambio.

A Zarek le habían prohibido cualquier contacto con otras personas.

Mientras que a los restantes Cazadores Oscuros se les permitía tener compañeros y sirvientes, Zarek se había visto obligado a soportar una vida en soledad.

Incomunicado.

No podía imaginarse lo mucho que debía de haber sufrido a lo largo de los siglos mientras luchaba por sobrevivir un día más, a sabiendas de que jamás disfrutaría de ningún momento de respiro.

No era de extrañar que estuviera desquiciado.

De todos modos, esa no era excusa para su comportamiento. Tal y como él mismo le había dicho antes, «todos tenemos problemas».

En cuanto hubo acabado de comer, Zarek llevó los platos al fregadero. Sin pensarlo, los limpió y los fregó, tras lo cual los dejó secar.

—No tienes por qué hacer eso. Yo podría haberlos limpiado —le dijo ella.

Zarek se secó las manos en el paño de cocina que la chica había dejado en la encimera.

—Es la costumbre.

—También vives solo, entonces.

—Ajá.

La observó mientras se acercaba a él. Ella volvió a ponerse a su lado y a invadir su espacio. El deseo de quedarse donde estaba pugnaba contra el de maldecir su cercanía.

Decidió alejarse.

—Oye, ¿podrías mantenerte lejos de mí?

—¿Te molesta que me acerque?

Más de lo que se imaginaba. Cada vez que la tenía cerca, le resultaba muy fácil olvidarse de lo que era. Le resultaba muy fácil fingir que era un ser humano normal.

Pero no lo era.

Jamás lo había sido.

—Sí, me molesta —respondió con voz baja y amenazadora—. No me gusta que la gente se acerque a mí.

—¿Por qué?

—Eso no es de tu puta incumbencia —le soltó—. No me gusta que la gente me toque y tampoco que se acerque a mí. Así que aléjate y déjame solo antes de que te haga daño.

El lobo volvió a gruñirle, en esa ocasión con más agresividad.

—Y tú, Pluto —masculló en dirección al animal—, será mejor que dejes de molestarme. Un gruñido más y juro que te castro con una cuchara.

—Sasha, ven aquí.

Observó cómo el lobo la obedecía al instante.

—Siento mucho que seamos una molestia para ti —replicó Astrid—. Pero puesto que al parecer vamos a estar encerrados aquí durante un tiempo, podrías intentar ser un poquito más sociable. O al menos un poquito más educado.

Tal vez la chica tuviera razón. Pero lo malo era que no sabía ser sociable y, mucho menos, educado. Nadie había querido hablar con él ni en su vida de mortal ni en la de Cazador Oscuro.

Incluso la primera vez que entró en el chat de la web, Dark-Hunter.com, los demás Cazadores, más antiguos que él, se habían lanzado en grupo a por él.

Estaba desterrado. Las reglas decían que ninguno de ellos podía hablarle. Le habían prohibido dejar mensajes en los tablones de noticias, entrar en las salas de chat e incluso enviar privados.

Con Jess, que en aquel momento estaba en una de las salas de juego esperando que su oponente en el Myst se conectara, se topó por accidente. Jess, que ignoraba la regla de no hablar con él debido a su «juventud», lo había saludado como a un amigo.

La novedad había hecho a Zarek vulnerable, y se descubrió charlando con el vaquero. Antes de darse cuenta, entre ellos había nacido una especie de amistad.

Y ¿qué le había reportado?

Un agujero en la espalda.

A la mierda. No necesitaba hablar. No necesitaba nada. Y lo último que deseaba era ser sociable con una humana que llamaría a la policía en cuanto descubriera quién y qué era.

—Mira, princesa, esto no es una visita social. Me largaré de aquí en cuanto el tiempo mejore, dentro de unas horas. Así que déjame en paz y haz como si no estuviera aquí.

Astrid decidió darle un pequeño respiro y concederle algo de tiempo para que se acostumbrara a ella.

Se llevaría una buena sorpresa cuando descubriera que estaría atrapado allí durante algo más que «unas horas». La tormenta de nieve no iba a amainar hasta que ella así lo quisiera.

Por el momento, le daría tiempo para que reflexionara y recuperara fuerzas. Todavía le quedaban otras pruebas que pasar. Otras pruebas en las que ella no cedería terreno.

Aunque ya habría tiempo para eso más tarde. En ese instante Zarek estaba herido y se sentía traicionado.

—Vale —le contestó—. Estaré en mi habitación, si me necesitas.

Dejó a Sasha en la cocina para que lo vigilara.

No quiero vigilarlo —masculló el lobo.

Obedece, Sasha.

¿Y si hace algo asqueroso?

¡Sasha!

El lobo gruñó.

Muy bien. Pero ¿no podría darle un mordisquito? Solo para que me respete un poquitín, ¿vale?

No.

¿Por qué?

Astrid guardó silencio mientras entraba en su dormitorio.

Porque algo me dice que si lo atacas, serás tú el que acabes respetando sus poderes.

Sí, claro…

¡Sasha! Por favor.

Está bien, lo vigilaré. Pero si hace algo asqueroso, me largo de aquí.

Astrid suspiró ante la reacción de su incorregible compañero y se recostó en la cama para intentar descansar un poco antes de encarar una nueva batalla de voluntades con Zarek.

Inspiró hondo y cerró los ojos. Volvió a conectar mentalmente con Sasha para echarle un vistazo al Cazador. En ese momento estaba de pie frente a la ventana, contemplando la nieve.

Se fijó en el agujero que había en la parte trasera del jersey. Vio el cansancio que reflejaba su rostro. Parecía desalentado y, al mismo tiempo, decidido.

Había una cualidad intemporal en sus facciones. Una sabiduría que no encajaba con su aspecto tan siniestro.

¿Qué eres, Zarek?, se preguntó en silencio.

Otra pregunta siguió a esa, en un impulso morboso. A lo largo de los siguientes días descubriría exactamente quién y qué era. Y si Artemisa estaba en lo cierto y el Cazador era un asesino amoral, no dudaría a la hora de permitir que Sasha lo matara.