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Zarek soltó una maldición cuando su reproductor de MP3 se quedó sin batería. Menuda suerte la suya…

Aún faltaba una hora larga para aterrizar y lo último que deseaba era escuchar a Mike quejándose entre dientes en la cabina por haberse visto obligado a hacerle de taxista en su viaje de vuelta a Alaska. Pese a la sólida pared de acero negro de casi treinta centímetros de grosor que separaba la cabina del oscuro compartimiento en el que él viajaba, podía escuchar al piloto como si estuviera sentado a su lado.

Y lo que era peor: odiaba estar en ese reducido espacio, cuyas paredes parecían cerrarse en torno a él. Cada vez que se movía, se golpeaba un brazo o una pierna. Claro que, puesto que viajaban de día, era ese cubículo o la muerte.

Por alguna razón que todavía no comprendía muy bien, había elegido el cubículo…

Se quitó los auriculares y sus oídos sufrieron de inmediato el asalto del rítmico zumbido de las aspas del helicóptero, del aullido del viento invernal y de la conversación que Mike mantenía con otra persona por encima de los crujidos y chasquidos que emitía la radio.

—Entonces, ¿lo has hecho?

Zarek enarcó una ceja al escuchar la nota de ansiedad en la desconocida voz masculina.

¡Mmm! ¡Qué maravillosos resultaban sus poderes! Su capacidad auditiva pondría celoso al mismísimo Superman. Y tenía muy claro de qué estaban hablando: de él.

O para ser más exactos: de su muerte.

A Mike le habían ofrecido una fortuna por matarlo y, desde que salieran de Nueva Orleans doce horas atrás, Zarek había estado esperando que el escudero de mediana edad abriera las ventanas selladas a cal y canto para dejar entrar la letal luz del sol o que utilizara las compuertas de descarga para arrojarlo sobre algún lugar que garantizara el fin de su inmortalidad.

En cambio, Mike seguía haciendo el gilipollas y aún no había pulsado el interruptor. Aunque a él le traía sin cuidado. Tenía unos cuantos ases bajo la manga que enseñarle al escudero en caso de que este intentara hacer algo.

—No —contestó Mike mientras el helicóptero viraba con brusquedad hacia la izquierda, haciendo que Zarek se estampara contra la pared. Comenzaba a sospechar que el piloto lo hacía por mera diversión.

El helicóptero se inclinó de nuevo, pero en esa ocasión Zarek estaba preparado.

—Después de pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que freír a este cabrón es demasiado bueno para él. Prefiero dejárselo a los Iniciados en el Rito de Sangre para que acaben con él lenta y dolorosamente. A título personal, me encantaría oír cómo este gilipollas psicópata suplica clemencia a gritos, sobre todo después de lo que les hizo a esos pobres e inocentes policías.

Mientras escuchaba, en la mandíbula de Zarek comenzó a palpitar un músculo al unísono con el furioso latido de su corazón. Sí, claro, esos policías habían sido de lo más inocentes, ¡no te jode!, pensó. De haber sido mortal, la paliza que le dieron podría haberlo matado o haberlo dejado en coma.

La voz desconocida volvió a escucharse por la radio.

—Según los Oráculos, Artemisa doblará la paga del escudero que lo mate. Si a eso le sumas la cantidad que Dioniso iba a pagarte por cargártelo, en mi opinión eres un imbécil si dejas pasar la oportunidad.

—Llevas toda la razón, pero tengo dinero de sobra. Además, soy yo quien ha tenido que aguantar las bromitas de este gilipollas. Se cree un tipo tan, tan duro que estoy deseando ver cómo lo ponen en su lugar antes de cortarle la cabeza.

Zarek puso los ojos en blanco al escuchar las palabras de Mike. Le importaba una mierda lo que el escudero pensara de él. Había aprendido hacía mucho tiempo que no tenía sentido intentar entenderse con la gente.

Lo único que esa actitud reportaba era una patada en el culo.

Devolvió el reproductor de MP3 al petate negro e hizo una mueca de dolor al golpearse de nuevo la rodilla con la pared. ¡Joder, a ver si lo sacaban ya de ese cuchitril! Era como estar metido en un sarcófago.

—Me sorprende que el Consejo no haya activado el estatus de Nick como Iniciado para que participara en la cacería —dijo la voz—. Es la opción más lógica después de haber pasado toda la semana con él.

Mike resopló.

—Lo intentaron, pero Gautier se negó en redondo.

—¿Por qué?

—Ni idea. Ya lo conoces. Las órdenes no le van. No sé ni cómo le permitieron convertirse en escudero. No me imagino a otro Cazador, aparte de Aquerón o de Kirian, soportando sus comentarios.

—Sí, es un enteradillo. Y hablando de Cazadores, el mío me está llamando al busca, así que será mejor que me ponga a trabajar. Ten cuidado con Zarek y mantente fuera de su camino.

—No te preocupes. Lo soltaré para que los demás le sigan el rastro y después me piraré de Alaska antes de que puedas decir «supercalifragilisticoespialidoso».

La radio emitió un chasquido cuando la conexión se cortó.

Zarek siguió sentado en silencio en la oscuridad, escuchando el sonido de la respiración de Mike en la cabina.

Así que el capullo había cambiado de opinión sobre lo de matarlo. Bueno, menuda sorpresa… Por fin le había echado cojones a algo y había demostrado tener un poco de cerebro. En algún momento de las últimas horas debía de haber decidido que el suicidio no era una solución viable.

Y solo por eso le permitiría seguir con vida.

Aunque lo haría sufrir por semejante privilegio.

Y que los dioses ayudaran a todos los que acudieran en su busca. En los helados páramos del corazón de Alaska era invencible. A diferencia de los restantes Cazadores y de los escuderos, él había disfrutado de novecientos años de entrenamiento de supervivencia en el clima ártico. Novecientos años de soledad en un entorno inexplorado.

Solo Aquerón había ido cada diez años más o menos para cerciorarse de que seguía vivo; nadie más lo había visitado.

Y a la gente le extrañaba que estuviera desquiciado…

Hasta hacía diez años no había tenido ningún tipo de contacto con el mundo exterior durante los largos meses estivales en los que se veía obligado a encerrarse en su remota cabaña.

Sin teléfono, sin ordenador y sin televisión.

Nada aparte de la silenciosa soledad que lo había obligado a releer los mismos libros una y otra vez hasta memorizarlos, mientras esperaba con impaciencia a que las noches se alargaran lo suficiente para poder ir a Fairbanks durante el horario comercial y así tener contacto con gente.

Claro que, en ese sentido, la zona solo llevaba siglo y medio lo bastante poblada como para poder relacionarse con alguien.

Antes de eso había sobrevivido en soledad durante interminables siglos, sin la presencia de otro ser humano en las proximidades. De vez en cuando había vislumbrado a algunos nativos a quienes les aterrorizaba la presencia de ese alto y extraño caucásico de largos colmillos que vivía en un bosque remoto. Les bastaba con echar un vistazo a su metro y noventa y siete centímetros de altura y a su abrigo de piel de buey almizclero para salir corriendo en dirección contraria tan rápido como podían, gritando que el Iglaaq los perseguía. Supersticiosos hasta extremos insospechados, habían creado toda una leyenda en torno a él.

Eso lo dejaba con las excepcionales visitas invernales de los daimons, que se aventuraban en su bosque para poder alardear de haberse enfrentado al Cazador Oscuro chalado. Por desgracia, solían estar más interesados en la lucha que en la conversación, por lo que su relación con ellos siempre había sido breve. Unos pocos minutos de combate para aliviar la monotonía y volvía a quedarse solo con la nieve y los osos.

Y ni siquiera eran hombres-oso… Los campos magnéticos y eléctricos provocados por las auroras boreales hacían casi imposible que los arcadios o los katagarios se aventuraran tan al norte. Y también creaban el caos en sus aparatos electrónicos y en las conexiones vía satélite, interrumpiéndolas durante todo un año de forma periódica y dejándolo, aun en el mundo moderno, dolorosamente solo.

Tal vez debería haber permitido que lo mataran, después de todo.

Aun así siempre había seguido adelante. Un año más, un verano más. Un corte más en las comunicaciones. La supervivencia básica era lo único que conocía.

Tragó saliva al pensar en Nueva Orleans. En lo mucho que le había gustado la ciudad. En su vivacidad. En su calidez. En esa mezcla de olores, imágenes y sonidos exóticos. Se preguntó si sus habitantes serían conscientes de la suerte que tenían. De la bendición que suponía vivir en una ciudad tan fantástica.

Aunque eso ya había quedado atrás. La había cagado de tal manera que no tenía la menor oportunidad de que Artemisa o Aquerón le permitieran regresar a una zona poblada donde pudiera acercarse a grandes concentraciones de gente.

En su futuro solo estaban él y Alaska para toda la eternidad. Su única esperanza era que se produjera una inesperada explosión demográfica; pero, dada la crudeza del clima, eso era tan probable como un traslado a Hawai.

Con esa idea en mente, comenzó a sacar del petate su equipo para la nieve con el fin de prepararse. Cuando llegaran aún estaría oscuro, pero faltaría muy poco para el amanecer. Tendría que apresurarse a llegar a su cabaña antes de que saliera el sol.

Ya se había extendido una capa de vaselina para protegerse la piel y se había puesto la ropa interior térmica, el jersey negro de cuello vuelto, el abrigo largo de piel de buey almizclero y las botas para la nieve, cuando notó que el helicóptero descendía para tomar tierra.

Guiado por un impulso, rebuscó entre el arsenal que guardaba en el petate. Hacía mucho que había aprendido a llevar consigo una amplia variedad de herramientas. Alaska era un lugar inhóspito donde había que apañárselas a solas y donde nunca se sabía cuándo podía darse uno de bruces con algo letal.

Así pues, siglos atrás había tomado la decisión de convertirse en el elemento más letal de la tundra.

Mike apagó el motor en cuanto tocaron tierra y esperó a que las hélices se detuvieran antes de bajar, soltar un taco a causa de la temperatura y abrir la puerta trasera. El piloto lo miró con desprecio al tiempo que retrocedía para que pudiera descender del helicóptero.

—Bienvenido a casa —le dijo con una nota de jocoso rencor.

El capullo estaba disfrutando con la idea de que los escuderos lo persiguieran y lo descuartizaran.

Bueno, él también.

Mike se echó el aliento en las manos protegidas por los guantes.

—Espero que todo siga tal y como lo recordabas.

Así era. Allí nunca cambiaba nada.

El intenso brillo de la nieve, incluso bajo la débil luz del amanecer, le resultaba doloroso. Se colocó las gafas protectoras y bajó al suelo. Tras coger el petate, se lo echó al hombro y se encaminó hacia el cobertizo con calefacción donde la semana anterior había dejado su motonieve MX Z Rev, un modelo construido expresamente para él.

Desde luego que sí. Esa era la temperatura que él recordaba, el encarnizado asalto del viento ártico y la quemazón que provocaba en cualquier parte del cuerpo que quedara expuesta. Apretó los dientes para impedir que le castañetearan… cosa no muy agradable para un hombre que tenía un par de colmillos largos y afilados en lugar de los normales.

Bienvenido a casa…

Mike regresaba a la cabina del helicóptero cuando Zarek se giró para mirarlo a la cara.

—Oye, Mike —resonó su voz en el gélido silencio. El escudero se detuvo—. Supercalifragilisticoespialidoso —le dijo antes de lanzar una granada armada bajo el helicóptero.

Mike soltó una horrible maldición al tiempo que echaba a correr por la nieve tan rápido como le era posible en un intento por ponerse a cubierto.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Zarek sonrió ante la imagen del colérico escudero y el sonido de sus rápidos pasos sobre la nieve.

El helicóptero voló en pedazos en el mismo instante en el que Zarek llegaba a su motonieve. Pasó una de sus largas piernas enfundadas en los pantalones de cuero sobre el asiento negro y echó un vistazo hacia atrás, justo cuando los pedazos del Sikorsky de veintitrés millones de dólares caían en forma de lluvia metálica sobre la nieve.

Sí… ¡Adoraba los fuegos artificiales! Eran casi tan hermosos como las auroras boreales.

Mike seguía maldiciendo y saltando de un lado a otro como un niño enfadado mientras observaba cómo su exclusivo pequeñín estallaba en llamas.

Zarek puso en marcha la motonieve y condujo hasta el lugar donde estaba el escudero, no sin antes arrojar otra granada al cobertizo para impedir que Mike se refugiara en él.

Mientras la motonieve vibraba entre sus piernas, se bajó la bufanda lo justo para que el escudero lo entendiera.

—La ciudad está a unos seis kilómetros en esa dirección —le informó al tiempo que señalaba hacia el sur y le arrojaba un tubito de vaselina—. Protégete los labios para que no se te agrieten.

—Debería haberte matado —masculló Mike.

—Sí, deberías haberlo hecho. —Se cubrió la cara y comenzó a acelerar sin moverse del sitio—. Por cierto, si por casualidad te encuentras con lobos en el bosque, recuerda que son lobos de verdad y no arcadios o katagarios de caza. También suelen moverse en manadas, así que si escuchas uno, ten por seguro que habrá otros detrás. Mi consejo en ese caso es que te subas a un árbol y reces para que se aburran antes de que se acerque un oso y decida trepar a por ti.

Giró la motonieve y se encaminó en dirección nordeste, hacia la cabaña que lo esperaba en mitad de más de cien hectáreas de bosque.

Tal vez debiera sentirse culpable por lo que le había hecho a Mike, pero no era así. El escudero acababa de aprender una valiosa lección: la próxima vez que Artemisa o Dioniso le hicieran una oferta, la aceptaría.

Giró la muñeca para acelerar la motonieve mientras el vehículo saltaba sobre el abrupto terreno nevado. Aún le quedaba un largo trecho para llegar a casa y se le acababa el tiempo.

El amanecer se aproximaba.

Joder. Debería haber llevado la Mach Z. Era más ligera y rápida que la MX Z Rev, aunque conducirla no era ni de cerca tan divertido.

Tenía frío, estaba hambriento, cansado y, por extraño que pareciera, lo único que deseaba era volver a estar rodeado de cosas que le resultaran familiares.

Si los escuderos querían abatirlo, que así fuera. Al menos estaba sobre aviso. Y, tal y como había demostrado con el helicóptero y el cobertizo, armado. Si querían capturarlo, les deseaba toda la suerte del mundo. Iban a necesitarla, junto con una buena cantidad de refuerzos.

Mientras anticipaba el desafío, Zarek volaba sobre el terreno helado.

Llegó a su solitaria cabaña justo antes del amanecer. La nieve que había caído durante su ausencia había bloqueado la puerta. Dejó la motonieve en el pequeño cobertizo adyacente a la cabaña y la cubrió con tela asfáltica. Al intentar conectar el sistema de calefacción que protegía los motores de los vehículos, se dio cuenta de que no había corriente ni para la MX ni para la Mach que estaba aparcada a su lado.

Soltó un gruñido airado. Joder. Sin duda, el motor de la Mach habría reventado debido a las bajas temperaturas y si no tenía cuidado, lo mismo sucedería con la MX.

Salió a toda prisa al exterior para comprobar los generadores antes de que el sol se alzara sobre las colinas y descubrió que ambos estaban congelados.

Volvió a gruñir al tiempo que le asestaba un puñetazo a uno de ellos.

En fin… Adiós a la comodidad. Según parecía, solo quedaba la pequeña estufa de leña para hacerle compañía. No era la mejor fuente de calor, pero sí la única de la que disponía.

—Genial, genial… —musitó.

No era la primera vez que se veía obligado a afrontar un frío día de sueño en el suelo de la cabaña. Y sin duda no sería el último. Simplemente le parecía mucho peor esa mañana por la semana que había pasado en la cálida Nueva Orleans. El clima había sido tan agradable que ni siquiera había necesitado la calefacción durante su estancia en la ciudad.

Joder, cómo echaba de menos ese lugar.

A sabiendas de que el tiempo que le restaba hasta la salida del sol se reducía de forma crítica, se abrió camino de vuelta hasta la motonieve y envolvió el motor con su abrigo con el fin de que conservara el calor en la medida de lo posible. Acto seguido, cogió el petate del asiento y se acercó a la puerta para retirar la nieve y poder entrar en la cabaña.

Se inclinó al traspasar el umbral y, una vez dentro, siguió manteniendo la cabeza agachada. El techo era tan bajo que si se erguía por completo lo rozaría con la coronilla. Y si no tenía cuidado, el ventilador de techo emplazado en el centro de la estancia podría decapitarlo. Sin embargo, era necesario que los techos no fuesen muy altos. Mantener caliente el interior era una comodidad indispensable en pleno invierno y a nadie le interesaba que el calor se acumulara junto a un techo de tres metros de altura. Un techo bajo era sinónimo de calidez.

Por no mencionar que cuando lo desterraron a ese lugar novecientos años atrás, no había dispuesto de mucho tiempo para construirse un refugio. Había dormido en una cueva durante el día y había trabajado en la cabaña durante la noche hasta que por fin tuvo ante él su «Hogar, destartalado hogar».

Sí, era fantástico estar de vuelta…

Soltó el petate junto a la estufa de leña y se dispuso a cerrar la puerta con una anticuada tranca, para impedirle la entrada a la fauna salvaje de Alaska que en ocasiones se acercaba demasiado a la cabaña.

Tanteando la pared para encontrar el camino, descubrió el farol y la cajita de cerillas que colgaba de él. Aun cuando su visión de Cazador Oscuro había sido especialmente creada para la noche, le resultaba imposible distinguir algo en la más completa oscuridad. Con la puerta cerrada, la cabaña quedaba sellada de tal modo que no se filtraba ni un rayo de luz a través de las paredes de madera.

Encendió el farol y comenzó a temblar de frío en cuanto se dio la vuelta para enfrentar el interior de su hogar. Conocía a la perfección cada centímetro del lugar. Cada una de las estanterías que se alineaban en las paredes, cada muesca tallada a mano.

Nunca había tenido gran cosa en lo que a mobiliario se refería. Dos armarios altos; uno para la ropa y otro para la comida. Una repisa para el televisor, las estanterías para los libros y poco más. Dado su origen de esclavo romano, no estaba acostumbrado a poseer muchas cosas.

Hacía tanto frío allí dentro que aunque llevaba la boca tapada por la bufanda, veía cómo se condensaba su aliento frente a él mientras observaba la reducida estancia. Hizo una mueca al ver el estado del ordenador y del televisor… Tendría que descongelarlos antes de poder usarlos de nuevo.

Siempre y cuando no se hubieran mojado, claro.

Sin deseo alguno de preocuparse por ese motivo, se acercó a la despensa emplazada en la parte trasera, donde lo único que guardaba era comida enlatada. Mucho tiempo atrás había descubierto que si los osos y los lobos olían la comida, no tardaban en hacerle una visita indeseada. No le apetecía en lo más mínimo tener que matarlos por el simple motivo de que fueran imbéciles y estuvieran hambrientos.

Cogió el abrelatas y una lata de judías con carne de cerdo y se sentó en el suelo. Mike se había negado a darle algo de comer durante las trece horas que había durado el vuelo desde Nueva Orleans a Fairbanks. Según el escudero, no quería correr el riesgo de exponerlo a la luz del sol.

En realidad, Mike era un capullo y el hambre no era nada nuevo para Zarek.

—Genial… —murmuró después de abrir la lata y descubrir que las judías estaban congeladas en su interior.

Consideró por un instante la idea de coger el piolet, pero la desechó. No estaba tan famélico como para dejarse tentar por un helado de judías con carne de cerdo.

Soltó un suspiro asqueado al tiempo que abría la puerta y arrojaba la lata con todas sus fuerzas en dirección al bosque. Cerró la puerta con rapidez para impedir que lo alcanzara la luz del sol y rebuscó en el petate hasta encontrar el teléfono móvil, el reproductor de MP3 y el ordenador portátil. Se guardó el teléfono y el reproductor en los pantalones para que el calor corporal impidiera que acabaran congelados y dejó el portátil a un lado para encender la estufa de leña.

Se acercó al rincón de la estancia más alejado de la estufa y cogió un buen puñado de figurillas de madera tallada para utilizarlas como leña.

Se detuvo en cuanto abrió la portezuela de hierro de la estufa.

En el interior había un diminuto visón con tres crías recién nacidas. La madre, enfadada por la intromisión, le siseó a modo de advertencia mientras se miraban.

Zarek le replicó con otro siseo.

—Joder, no me lo puedo creer —murmuró con tono airado.

El animal debía de haber bajado por el tubo de la estufa y haberse acomodado allí durante su ausencia. Era probable que aún siguiera caliente cuando encontró el lugar y, como madriguera, resultaba en extremo seguro.

—Ya podrías haberte traído a unos cincuenta amigos contigo. Así podría hacerme un abrigo nuevo.

Mamá visón le enseñó los dientes.

Exasperado, Zarek cerró la portezuela y devolvió las figurillas a su lugar con el resto. Tal vez fuera un gilipollas, pero no echaría a los animales. Inmortal como era, podría sobrevivir al frío. La madre y sus crías, no.

Cogió el portátil y se lo metió debajo de la cazadora para mantenerlo caliente antes de acercarse al rincón donde estaba el colchón. Mientras se acostaba pensó en irse a dormir bajo tierra, ya que la temperatura allí era más alta; pero ¿para qué? Tendría que mover la estufa para poder bajar al sótano y eso volvería a molestar a mamá visón.

En esa época del año la luz del día duraba poco. Solo faltaban un par de horas para el crepúsculo y él estaba más que acostumbrado a esos páramos helados. En cuanto pudiera, iría a la ciudad en busca de comida y de un generador nuevo. Se cubrió con el edredón y con las pieles mientras exhalaba un suspiro de cansancio. Cerró los ojos y dejó que su mente rememorara los acontecimientos de la semana anterior.

«Gracias, Zarek.»

Apretó los dientes al recordar el rostro de Sunshine Runningwolf. Esos enormes ojos oscuros eran increíblemente seductores y su figura no tenía nada que ver con esas escuálidas modelos que la mayoría de los hombres parecía preferir. Esa mujer tenía un cuerpo voluptuoso cuya proximidad había bastado para provocarle una erección.

Joder, debería haberle dado un bocadito en el cuello cuando tuvo la oportunidad. Aún no estaba muy seguro del motivo por el que no había probado su sangre. Sin duda lo habría mantenido caliente aún en las circunstancias en que se encontraba.

En fin… Algo más que agregar a su inacabable lista de remordimientos.

Sus pensamientos regresaron a Sunshine. La chica se había presentado de modo imprevisto en su casa de Nueva Orleans mientras esperaba a que Nick lo llevara al lugar donde lo aguardaba el helicóptero. Se había trenzado el pelo negro y sus ojos castaños se clavaron en él con una expresión amistosa, desconocida hasta entonces en todo aquel que lo miraba.

«No puedo quedarme mucho tiempo. No quiero que Talon despierte y descubra que he salido, pero antes de que te vayas quiero agradecerte todo lo que has hecho por nosotros.»

A esas alturas todavía no sabía por qué había ayudado a Sunshine y a Talon. Ni por qué había desafiado a Dioniso y había luchado contra él cuando el dios se empeñó en destruir a la pareja.

Había acabado sentenciado a muerte por ayudarlos a encontrar la felicidad.

Sin embargo, cuando la miraba el día anterior le pareció que de algún modo había merecido la pena.

Mientras dejaba que el sueño se apoderara de él, se preguntó si seguiría pensando lo mismo cuando los escuderos descubrieran su cabaña y la quemaran hasta los cimientos con él dentro. Resopló ante la idea.

¡Qué cojones! Al menos estaría calentito durante unos minutos antes de morir.

No supo con exactitud cuánto había dormido, pero cuando despertó volvía a ser de noche.

Con suerte, no habría pasado tanto tiempo como para que la motonieve se hubiera congelado. De ser así, le esperaba un largo y frío paseo hasta la ciudad.

Se giró en el colchón e hizo una mueca de dolor. Había estado durmiendo sobre el portátil. Por no mencionar que el móvil y el reproductor de MP3 se le habían clavado en un lugar mucho más delicado.

Temblando por el intenso frío, se obligó a ponerse en pie y sacó otro abrigo de piel del armario. En cuanto estuvo bien abrigado, salió en dirección al improvisado garaje. Metió el portátil, el móvil y el reproductor de MP3 en una mochila y se la echó al hombro antes de colocarse a horcajadas sobre la motonieve y destapar el motor.

Por suerte, se puso en marcha al primer intento. ¡Aleluya! Después de todo, tal vez su suerte estuviera cambiando. Nadie lo había dejado frito mientras dormía y tenía suficiente combustible para llegar a Fairbanks, donde podría conseguir un poco de comida caliente y descongelarse durante un rato.

Tras dar gracias por esos pequeños favores, atravesó los terrenos de su propiedad y tomó el largo y sinuoso camino al sur que lo llevaría a la civilización. El accidentado trayecto le traía sin cuidado. El hecho de que hubiera una ciudad a la que acercarse ya era motivo de agradecimiento.

Llegó a Fairbanks poco después de las seis.

Aparcó la motonieve junto a la casa de Sharon Parker, situada a escasa distancia del centro de la ciudad. Había conocido a la antigua camarera diez años antes, cuando la descubrió en plena noche dentro de su coche, averiado en el arcén de una carretera secundaria poco transitada en el Polo Norte.

La temperatura rondaba los quince grados bajo cero y la mujer estaba llorando, arrebujada bajo las mantas y asustada por la posibilidad de que tanto su bebé como ella murieran antes de que alguien acudiera en su ayuda. Su hija, que en aquel entonces tenía siete meses, padecía asma y ella había intentado que la ingresaran en el hospital para recibir tratamiento, pero se habían negado a admitirla porque carecía de seguro médico y no tenía dinero para pagar. Le habían dado la dirección de un hospital de caridad y se había perdido tratando de encontrarlo.

Zarek las había llevado de vuelta al hospital y había pagado por el ingreso del bebé. Mientras esperaban, descubrió que Sharon estaba a punto de ser desalojada de su apartamento y que no tenía dinero suficiente para pagar las facturas. Así pues, le había ofrecido un trato a la mujer. A cambio de una casa, un coche y dinero, ella le daría un poco de conversación amistosa cada vez que fuera a Fairbanks, así como comida casera o los restos de lo que hubiera cocinado, lo que tuviera más a mano.

Y lo mejor de todo: en verano, cuando se veía obligado a permanecer encerrado en la cabaña durante las veintitrés horas y media de luz solar, Sharon se pasaría por la oficina de correos o por la tienda y le llevaría libros y provisiones que le dejaría en la puerta.

Había sido el mejor trato de su vida.

La mujer jamás le había hecho una pregunta indiscreta; ni siquiera le había interrogado acerca de por qué no abandonaba la cabaña durante los meses de verano. No cabía duda de que estaba demasiado agradecida por su ayuda económica como para que le preocuparan sus excentricidades.

A cambio, él jamás había bebido su sangre ni le había hecho ninguna pregunta personal. No eran más que jefe y empleada.

—¿Zarek?

Acabó de conectar el sistema de calefacción del motor de la motonieve y alzó la vista en dirección a la mujer que había asomado la cabeza por la puerta principal de su casa, construida al estilo ranchero. Llevaba el cabello castaño oscuro más corto que la última vez que la vio el mes anterior. En ese momento lucía un corte sencillo que le llegaba a la altura de los hombros.

Alta, delgada y muy atractiva, Sharon iba ataviada con jersey y vaqueros negros. Cualquier otro hombre se habría liado con ella a esas alturas. De hecho, cuatro años atrás la mujer le había insinuado que estaría encantada de complacerlo si alguna vez necesitaba algo más íntimo por su parte, pero él había rechazado la oferta.

No le gustaba que la gente se apegara demasiado a él y las mujeres tenían la fea costumbre de interpretar el sexo como algo significativo. Para él no lo era. El sexo era sexo. Un instinto básico y animal. Algo que el cuerpo necesitaba tal y como necesitaba la comida. Sin embargo, un hombre no tenía que prometerle a un filete que volvería a llamarlo antes de comérselo.

Así pues, ¿por qué necesitaban las mujeres una confesión de afecto para abrirse de piernas?

No lo pillaba.

Y jamás se liaría con Sharon. El sexo con ella era una complicación innecesaria.

—Zarek, ¿eres tú?

Se bajó un poco la bufanda para contestarle a voz en grito:

—Sí, soy yo.

—¿Vas a entrar?

—Volveré en un minuto. Tengo que comprar un par de cosas.

La mujer asintió antes de volver a entrar y cerrar la puerta.

Zarek se encaminó hacia la tienda que había en el otro extremo de la calle. El Almacén de Frank tenía un poco de todo. No obstante, lo mejor era su gran variedad de aparatos electrónicos y de generadores. Por desgracia, no podría hacer uso de la tienda durante mucho más tiempo. Llevaba quince años como cliente habitual y, aunque Frank era un tipo un tanto obtuso, había comenzado a darse cuenta de que no había envejecido en todo ese tiempo.

Tarde o temprano Sharon también lo notaría y tendría que prescindir del único contacto que tenía con el mundo mortal.

Ese era el mayor inconveniente de la inmortalidad. No se atrevía a acercarse demasiado a nadie por temor a que descubrieran quién y qué era. Y, al contrario que los restantes Cazadores Oscuros, cada vez que había solicitado un escudero que lo sirviera y que protegiera su identidad, el Consejo se había negado.

Al parecer, su reputación era tal que nadie quería enfrentarse al deber de ayudarlo.

Sin problemas. De todas maneras, jamás había necesitado a nadie.

Entró en la tienda y se tomó su tiempo para quitarse los guantes y las gafas protectoras y para desabotonarse el abrigo. Escuchó que Frank hablaba con uno de sus empleados en la trastienda.

—Escúchame bien, muchacho. Es un tipo un poco extraño, pero será mejor que seas amable, ¿me oyes? Deja billetes a punta de pala en la tienda y no me importa si tiene un aspecto siniestro. Lo atiendes con amabilidad y punto.

Ambos salieron en ese momento de la trastienda. Frank abrió los ojos como platos al verlo.

Zarek le devolvió la mirada. El dueño de la tienda estaba acostumbrado a verlo con perilla o barba, con el pendiente formado por la espada, la calavera y las tibias colgando de la oreja y con las garras plateadas en la mano izquierda. Tres cosas que Aquerón le había ordenado dejar en Nueva Orleans.

Sabía qué aspecto tenía sin barba y lo odiaba. Aunque al menos no necesitaba mirarse en un espejo. Los Cazadores Oscuros solo proyectaban su imagen cuando así lo deseaban.

Él nunca lo había deseado.

El anciano sonrió más por costumbre que por amabilidad y se acercó despacio a él. Aunque por regla general los habitantes de Fairbanks eran muy cordiales, la mayoría de ellos todavía daba un buen rodeo para evitarlo.

Ese era el efecto que solía provocar en la gente.

—¿En qué puedo ayudarlo hoy? —le preguntó Frank.

Zarek echó un vistazo al adolescente que lo observaba con curiosidad.

—Necesito un generador nuevo.

El dueño de la tienda aspiró entre dientes y Zarek se preparó para lo que sabía que se avecinaba.

—Puede que tengamos un problema.

El anciano siempre decía lo mismo. Sin importar lo que necesitara, siempre había un problema para conseguirlo y, por ende, tenía que pagar una cantidad astronómica.

Frank se rascó la canosa barba.

—Solo me queda uno y se supone que tengo que llevárselo a los Wallaby mañana.

Sí, claro…

Zarek estaba demasiado cansado como para regatear con el anciano esa noche. A esas alturas estaba dispuesto a pagar lo que fuese con tal de volver a tener electricidad en casa.

—Si deja que me lo quede, le daré seis de los grandes.

Frank frunció el ceño y siguió rascándose la barba.

—Bueno, verá… Es que hay otro problema. Wallaby lo necesita con urgencia.

—Diez de los grandes, Frank, y otros dos más si me lo lleva a casa de Sharon antes de una hora.

El anciano sonrió de oreja a oreja.

—Tony, ya lo has oído. Carga el generador. —Los ojos del hombre se tornaron brillantes y casi cordiales—. ¿Necesita algo más?

Zarek negó con la cabeza y se marchó.

Caminó de vuelta a casa de Sharon pasando por alto el azote del viento en la medida de lo posible. Dio unos golpecitos en la puerta antes de empujarla con el hombro para abrirla y entrar. La sala de estar estaba desierta, algo de lo más extraño. A esa hora de la noche, Trixie, la hija de Sharon, solía estar correteando de un lado a otro, jugando y chillando como un demonio, o haciendo los deberes mientras protestaba a pleno pulmón. En cambio, ni siquiera la oía en la parte de atrás.

Por un segundo pensó que los escuderos lo habían encontrado, pero eso era ridículo. Nadie tenía constancia de la existencia de Sharon. No tenía por costumbre charlar con el Consejo de Escuderos ni con los restantes Cazadores.

—¿Sharon? —la llamó—. ¿Va todo bien?

La aludida salió de la cocina y atravesó despacio el pasillo.

—Ya estás de vuelta.

Zarek tuvo un mal presentimiento. Algo andaba mal. Lo sabía. Sharon parecía nerviosa.

—Sí. ¿Pasa algo? No te habré estropeado una cita o algo así, ¿no?

Y en ese momento lo oyó. La respiración de un hombre que salía de la cocina y sus fuertes pisadas. El tipo atravesó el pasillo con paso lento y decidido, como un depredador que se tomara su tiempo estudiando el terreno mientras observaba pacientemente a su presa.

Zarek frunció el ceño cuando el recién llegado se detuvo a espaldas de Sharon en el pasillo. Apenas unos centímetros más bajo que él, llevaba el pelo castaño oscuro recogido en una coleta e iba ataviado con un gabán al estilo del Viejo Oeste. Lo rodeaba un aura de lo más letal y, tan pronto como sus miradas se cruzaron, Zarek supo que lo habían traicionado.

El desconocido era un Cazador Oscuro.

Y solo había uno entre los miles que existían que supiera de su relación con Sharon…

Zarek maldijo su propia estupidez.

El Cazador lo saludó con un gesto de la cabeza.

—Z —le dijo con ese marcado acento sureño que Zarek conocía tan bien—. Tú y yo tenemos que hablar.

Zarek se quedó sin respiración al ver a Sharon y a Sundown juntos. Sundown era la única persona con la que se había sincerado en sus más de dos mil años de vida.

Y sabía muy bien cuál era el motivo de su presencia.

Solo Sundown lo conocía. Solo él conocía los lugares que frecuentaba, sus costumbres.

¿Quién mejor que su buen amigo para perseguirlo y matarlo?

—¿Hablar sobre qué? —preguntó con aspereza al tiempo que entrecerraba los ojos.

Sundown se colocó frente a Sharon, como si quisiera protegerla. El hecho de que creyera que podía hacerle daño lo hirió más que cualquier otra cosa.

—Creo que sabes por qué estoy aquí, Z.

Sí, lo sabía perfectamente. Sabía lo que Sundown quería de él. Una muerte rápida y sencilla para poder informar a Artemisa y a Aquerón de que el mundo volvía a ser un lugar perfecto antes de que el vaquero regresara a su casa de Reno.

Sin embargo, Zarek ya se había enfrentado una vez a su muerte de forma sumisa. Y en esa ocasión tenía toda la intención de luchar por su vida, costara lo que costase.

—Olvídalo, Jess —replicó, utilizando el verdadero nombre de Sundown.

Acto seguido, se dio la vuelta y corrió hacia la puerta.

Consiguió llegar al patio antes de que el otro Cazador lo alcanzara y lo detuviera. Lo amenazó con los colmillos, pero Jess no pareció darse por aludido.

Zarek le asestó un puñetazo en el estómago. La fuerza del golpe hizo que Jess se tambaleara hacia atrás y postró a Zarek de rodillas. Cada vez que un Cazador Oscuro atacaba a otro, el atacante recibía el mismo golpe pero multiplicado por diez. Solamente había un modo de evitarlo: con la intervención de Artemisa. Y esperaba que la diosa no le hubiera dado carta blanca a Jess.

Zarek se esforzó por respirar pese al dolor y se puso en pie a duras penas. Al contrario de lo que le ocurría a Jess, él estaba acostumbrado al sufrimiento.

Sin embargo, antes de poder alejarse, vio a Mike y a otros tres escuderos en las sombras. Caminaban hacia ellos con un aire decidido que dejaba entrever que estaban armados para luchar contra un Cazador Oscuro.

—Dejádmelo a mí —les ordenó Sundown.

Los escuderos pasaron por alto la orden y siguieron avanzando.

Zarek se dio la vuelta y corrió hacia la motonieve, pero descubrió que el motor estaba destrozado. Era obvio que habían estado ocupados mientras estaba en la tienda.

Joder. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?

Debían de haber sido ellos quienes sabotearan los generadores para obligarlo a ir a la ciudad. Lo habían sacado del bosque, tal y como hacían los cazadores con un animal salvaje.

Muy bien. Si querían perseguir a un animal, se comportaría como tal.

Alzó una mano y utilizó la telequinesia para arrojar a los escuderos al suelo. No dispuesto a sufrir daño de nuevo, esquivó a Jess y corrió hacia el centro de la ciudad.

No llegó muy lejos antes de que apareciera un nuevo grupo de escuderos y abriera fuego. Las balas lo atravesaron, dejándole la piel hecha trizas. Siseó y se tambaleó a causa del dolor.

Aun así, siguió corriendo.

No le quedaba otra alternativa.

Si se detenía, lo descuartizarían y, aunque su vida era un asco, no tenía intención alguna de convertirse en una Sombra. Y tampoco iba a darles la satisfacción de matarlo.

Rodeó la esquina de un edificio y algo duro lo golpeó en el vientre.

Un dolor espantoso se extendió por su cuerpo mientras caía de espaldas al suelo. Quedó inmóvil sobre la nieve, sin aliento.

Una oscura silueta de ojos fríos y crueles se cernió sobre él.

Con más de dos metros de altura, el hombre poseía una belleza que rayaba en lo sobrenatural. Tenía el pelo de un rubio muy claro y los ojos castaño oscuro. Al sonreír, dejó a la vista un par de colmillos idénticos a los suyos.

—¿Qué eres? —le preguntó, a sabiendas de que el extraño no era ni un daimon ni un apolita, aunque lo pareciera.

—Soy Tánatos, Cazador Oscuro —contestó en griego clásico. «Muerte», si se traducía—. Y estoy aquí para matarte.

Agarró a Zarek por el abrigo y lo arrojó contra la alejada pared del edificio como si no fuera más que un muñeco de trapo. Zarek se estrelló contra el muro y resbaló hasta quedar sentado en el suelo. El dolor era tan intenso que le temblaban los brazos y las piernas mientras intentaba alejarse a rastras de esa bestia. De repente, se detuvo.

—No moriré así de nuevo —gruñó. No tirado de bruces como un animal temeroso a la espera del golpe mortal.

Como un esclavo sin valor y apaleado.

La ira le dio fuerzas y se obligó a ponerse en pie y a girarse hasta quedar frente a Tánatos. La criatura sonrió.

—Tienes agallas. Me encanta. Aunque no tanto como me va a gustar dejarte seco.

Zarek lo agarró del brazo cuando hizo ademán de cogerlo.

—¿Sabes lo que me gusta a mí? —replicó al tiempo que rompía el brazo de la criatura y lo sujetaba por el cuello—. El sonido del último aliento de un daimon.

Tánatos soltó una carcajada; un sonido malévolo y frío.

—No puedes matarme, Cazador Oscuro. Soy aún más inmortal que tú.

Zarek jadeó al ver que el brazo de Tánatos sanaba al instante.

—¿Qué eres? —le preguntó de nuevo.

—Ya te lo he dicho. Soy la Muerte, y nadie escapa o vence a la Muerte.

Mierda. Estaba bien jodido.

Aunque ni mucho menos derrotado. Tal vez la Muerte se lo llevara, pero iba a pasarlas canutas para lograrlo.

—Ya… —replicó Zarek, invadido por la impavidez que le había permitido aguantar incontables palizas durante su infancia—. Me apuesto lo que quieras a que la mayoría de los humanos se caga en los pantalones cuando dices eso. Pero ¿sabes una cosa, don Quiero-ser-aterrador-pero-ni-de-coña-lo-consigo? Yo no soy humano. Soy un Cazador Oscuro y, en el gran esquema de las cosas, tú eres una puta mierda.

Concentró todos sus poderes en la mano y le asestó a Tánatos un poderoso golpe en el plexo solar. La criatura retrocedió tambaleándose.

—Podría quedarme aquí a jugar contigo —prosiguió al tiempo que volvía a golpearlo con fuerza—, pero prefiero ponerle punto y final a tu triste miseria.

Antes de que pudiera atacarlo de nuevo, un disparo lo alcanzó en la espalda. Zarek sintió que el proyectil le atravesaba el cuerpo, a escasos centímetros del corazón.

En la distancia resonaron las sirenas de la policía.

Tánatos lo agarró del cuello y lo alzó hasta obligarlo a ponerse de puntillas.

—Mejor aún, ¿qué te parece si soy yo quien pongo punto y final a la tuya?

Mientras se esforzaba por respirar, Zarek esbozó una torva sonrisa al sentir que un reguero de sangre le caía por la comisura de los labios. El sabor metálico se extendió por su boca. Estaba herido, pero no acabado.

Con una sonrisa burlona, le asestó al cabrón un rodillazo en las pelotas.

El daimon se encogió. Zarek se alejó a la carrera del daimon, de los escuderos y de la policía, si bien no pudo hacerlo con tanta rapidez como de costumbre. El dolor le nublaba la vista y aumentaba al mismo ritmo que la velocidad.

La agonía que sufría su cuerpo resultaba insoportable.

Jamás había sentido un sufrimiento tan atroz durante las palizas que había recibido de niño. No sabía muy bien cómo conseguía seguir adelante, pero una parte de sí mismo se negaba a rendirse y a permitir que lo capturaran.

No supo cuándo los dejó atrás, aunque tal vez aún los llevara pegados a los talones. El zumbido de los oídos le impedía saberlo a ciencia cierta.

Aminoró la velocidad, desorientado, y siguió avanzando a trompicones hasta que no pudo más.

Cayó de bruces en la nieve.

Esperó a que los demás lo alcanzaran. Esperó a que Tánatos acabara lo que había dejado a medias; pero, a medida que pasaban los segundos, comprendió que debía de haber escapado.

Aliviado, intentó ponerse en pie.

No pudo. Su cuerpo se negaba a cooperar. Solo consiguió arrastrarse un metro, lugar desde el que distinguió una especie de cabaña frente a él.

Tenía un aspecto cálido y acogedor, y en el fondo de su mente pensó que si pudiera llegar a la puerta, la persona que había en el interior tal vez lo ayudara.

Soltó una amarga carcajada ante semejante idea.

Nadie lo había ayudado nunca.

Ni una sola vez.

No, ese era su destino. Era inútil luchar contra él y, a decir verdad, estaba cansado de enfrentarse solo al mundo.

Tras cerrar los ojos, tomó una larga y entrecortada bocanada de aire y aguardó la llegada de lo inevitable.