Aquerón Partenopaeo era un hombre con muchos secretos y poderes. Al ser el primer Cazador Oscuro creado y el líder de su especie, se había erigido hacía nueve mil años como intermediario entre su gente y Artemisa, la diosa de la caza, su creadora.
Era un trabajo que muy rara vez delegaba y un puesto que siempre había detestado. Como si de una niña malcriada se tratase, el pasatiempo favorito de Artemisa era llevarlo al límite para ver lo lejos que podía llegar antes de que él le echara la bronca.
La relación que había entre ellos era muy complicada y se basaba en el equilibrio de poder. Él era el único que poseía la habilidad de mantener a la diosa tranquila y razonable.
Al menos, la mayor parte del tiempo.
A su vez, ella era la única fuente de alimento que él necesitaba para seguir siendo humano. Compasivo. Sin ella, se convertiría en un asesino desalmado peor que los daimons que se alimentaban de los humanos.
Sin él, ella no tendría corazón ni conciencia.
Durante la noche del Mardi Gras, Aquerón había prometido pasar dos semanas de servidumbre a cambio de que la diosa liberara el alma de Talon y le permitiera dejar su servicio para pasar el resto de su vida inmortal con la mujer a la que amaba. Talon fue liberado de la caza de vampiros y demás criaturas demoníacas que pululaban por el mundo en busca de víctimas indefensas.
En ese momento Ash tenía restringido el uso de la mayoría de sus poderes mientras estuviera encerrado en el templo de Artemisa, donde dependía de los caprichos de la diosa para conseguir información acerca de la caza a la que estaba sometido Zarek.
Comprendía muy bien el sentimiento de traición que estaba sintiendo Zarek y le remordía la conciencia. Él mejor que nadie comprendía qué era sentirse solo, sobrevivir únicamente por instinto rodeado de enemigos.
Y no soportaba pensar que uno de sus hombres estuviera sintiendo eso.
—Quiero que detengas a Tánatos —dijo Ash, que estaba sentado en el suelo de mármol a los pies de Artemisa. La diosa yacía recostada en su trono color marfil, un trono que siempre le había recordado a un recargado diván. Era suntuoso y suave al tacto, el vivo ejemplo del placer hedonista.
No podía negarse que Artemisa era una amante de la comodidad.
La diosa esbozó una sonrisa lánguida mientras se ponía de espaldas. Su translúcido peplo blanco mostraba más de lo que ocultaba, y al moverse toda la mitad inferior de su cuerpo quedó descubierta ante él.
Indiferente, Aquerón buscó sus ojos.
La mirada sensual y ardiente de la diosa recorrió su cuerpo, desnudo salvo por unos ajustados pantalones de cuero. Había un brillo de satisfacción en esos ojos verdes mientras jugueteaba con un largo mechón del rubio cabello de Ash que en esos momentos cubría la mordedura que tenía en el cuello. Estaba saciada y contenta de tenerlo a su lado.
Todo lo contrario que él.
—Sigues estando débil, Aquerón —dijo en voz baja—, y no estás en posición de exigirme nada. Además, tus dos semanas conmigo no han hecho más que empezar. ¿Dónde está la sumisión que me prometiste?
Ash se levantó muy despacio para mirarla desde arriba. Colocó las manos a ambos lados de la diosa y descendió hasta que sus narices estuvieron a punto de rozarse. Ella abrió los ojos un tanto, lo justo para darle a conocer que, pese a sus palabras, sabía muy bien quién era el más poderoso, aun estando debilitado.
—Detén a tu mascota, Artie. Lo digo en serio. Ya te dije hace mucho tiempo que no había necesidad de que un Tánatos persiguiera a mis Cazadores y estoy cansado de este jueguecito. Lo quiero encerrado.
—No —replicó ella con un tono de voz casi petulante—. Zarek tiene que morir. Fin de la cantinela. En cuanto su imagen apareció en la cabecera del noticiario de la noche mientras mataba daimons, puso en peligro a todos los Cazadores Oscuros. No podemos permitirnos que las autoridades humanas sepan de su existencia. Si llegan a encontrar a Zarek…
—¿Cómo van a encontrarlo? Está encerrado en mitad de la nada gracias a tu crueldad.
—Yo no lo mandé allí, fuiste tú. Yo quería matarlo y tú te negaste. Su destierro en Alaska es cosa tuya, así que no me culpes a mí.
Ash frunció los labios.
—No pienso matar a un hombre solo porque tu familia y tú estuvierais jugando con su vida.
Deseaba otro destino para Zarek. Pero hasta el momento, ni los dioses ni Zarek habían cooperado.
A la mierda con el libre albedrío. Al final los había metido en más problemas de los que necesitaban.
La diosa lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Por qué te importa tanto, Aquerón? Empiezo a sentir celos de ese Cazador Oscuro y del amor que le tienes.
Ash se apartó de ella. La diosa lograba que la preocupación que sentía por uno de sus hombres pareciera obscena.
Claro que era una experta en ese aspecto.
Lo que sentía por Zarek no era más que amor fraternal. Él mejor que nadie comprendía las motivaciones del hombre. Sabía que Zarek atacaba llevado por la rabia y la frustración.
Un perro podía soportar cierto número de patadas hasta acabar resabiado.
Él mismo estaba tan cerca de ceder a la rabia que no podía culpar a Zarek por el hecho de haber sucumbido a ella siglos atrás.
A pesar de ello, no podía dejarlo morir. Al menos de esa manera y por algo de lo que no era culpable. El incidente en el callejón de Nueva Orleans donde Zarek había atacado a los policías humanos lo había organizado Dioniso con el claro objetivo de revelar a Zarek a los humanos y provocar que Artemisa ordenara la cacería del hombre.
Si Tánatos o los escuderos mataban a Zarek, este se convertiría en una Sombra sin cuerpo condenada a vagar por la tierra durante toda la eternidad. Siempre hambrienta y atormentada.
Siempre sufriendo.
Ash se encogió por dentro al recordarlo.
Incapaz de soportar la idea, se encaminó a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó Artemisa.
—En busca de Temis para detener lo que has empezado.
Artemisa apareció de repente delante de él, bloqueándole el paso.
—No vas a irte a ninguna parte.
—Pues retira a tu perro.
—No.
—Perfecto. —Ash bajó la vista hasta su brazo derecho, concretamente hasta el tatuaje con forma de dragón hembra que se extendía desde el hombro a la muñeca—. Simi —ordenó—, toma forma humana.
El dragón se alzó de su piel y cambió de forma para convertirse en una niña demoníaca, que no llegaba al metro de altura. Revoloteó sin esfuerzo hacia su derecha.
En esa encarnación, sus alas eran de color azul oscuro y negro, aunque solía preferir el color borgoña. El color oscuro de sus alas, junto con el de sus ojos, le reveló a Ash lo poco que le agradaba a Simi encontrarse en el Olimpo.
Sus ojos eran blancos, con el borde de color rojo, y su largo cabello rubio flotaba a su alrededor. Tenía un par de cuernos negros más hermosos que siniestros, así como unas orejas largas y puntiagudas. Su vaporoso vestido rojo envolvía un cuerpo fibroso y atlético, un cuerpo que podía adoptar cualquier tamaño, desde un centímetro a los dos metros y medio de altura en forma humana, o veinticinco metros en forma de dragón.
—¡No! —gritó Artemisa intentando utilizar sus poderes para contener al demonio caronte.
La orden no desconcertó a Simi, que solo respondía a la llamada y a las órdenes de Ash o de la madre de este.
—¿Qué quieres, akri? —le preguntó Simi a Ash.
—Mata a Tánatos.
Simi mostró sus colmillos mientras se frotaba las manos con avidez y miraba a Artemisa con una sonrisilla malévola.
—¡Sí, sí, guay! ¡Simi conseguirá que la diosa pelirroja se cabree!
Artemisa miró a Ash con desesperación.
—Devuélvela a tu brazo.
—Ni lo sueñes, Artemisa. No eres la única que controla a un asesino. Personalmente, creo que sería muy interesante comprobar cuánto tiempo aguantaría tu Tánatos contra mi Simi.
El rostro de la diosa palideció.
—No durará mucho, akri —intervino Simi, utilizando el término atlante para «amo y señor». Hablaba en voz baja, si bien poderosa, y con una nota cantarina que le confería cierta cualidad musical—. Tánatos es carne de barbacoa. —Le sonrió a Artemisa—. Y a Simi le gusta la barbacoa. Solo dile a Simi cómo lo quieres, akri, normal o extracrujiente. Simi tiene debilidad por el extracrujiente. Crujen mucho más fuerte cuando están bien fritos. Lo que recuerda a Simi que necesita pan rallado.
Artemisa tragó saliva de forma audible.
—No puedes mandarla tras él. Sin ti es incontrolable.
—Hace solo lo que le ordeno.
—Esa cosa es una amenaza, contigo o sin ti. Zeus prohibió que saliera sola al mundo humano.
—Es mucho menos peligrosa que tú y siempre sales sola —se burló Ash del comentario.
—No puedo creer que la dejes suelta tan a la ligera. ¿En qué estás pensando?
Mientras discutían, Simi revoloteaba por toda la estancia, elaborando una lista en una libretita de piel.
—Vaya, veamos, Simi tiene que llevar su salsa barbacoa picante. Y por supuesto su manopla de cocina, porque va a estar caliente después de que Simi lo flambee. También tiene que conseguir un par de buenos manzanos para hacer astillas y así la carne quedará buena y tendrá un saborcillo a manzana. Mejor dejarlo así de sabroso, porque a Simi no le gusta el sabor a daimon. ¡Puaj!
—¿Qué hace? —preguntó Artemisa cuando se dio cuenta de que Simi hablaba sola.
—Una lista de lo que necesita para matar a Tánatos.
—Pues parece que vaya a comérselo.
—Es lo más probable.
La diosa entrecerró los ojos.
—No puede comérselo. Lo prohíbo.
Ash soltó una siniestra risotada.
—Puede hacer lo que le plazca. Le he inculcado que no hay que desperdiciar la comida a menos que después quiera pasar hambre.
Simi se detuvo y levantó la cabeza de su libretita con un resoplido antes de decirle a Artemisa:
—Simi es muy respetuosa con el medio ambiente. Se come todo menos las pezuñas. A Simi no le gustan las pezuñas, le hacen daño en los dientes. —Miró a Ash—. Tánatos no tiene pezuñas, ¿verdad?
—No, Simi, no tiene.
Simi dejó escapar un grito de alegría.
—Sí, sí, buena cena para esta noche. Simi tiene barbacoa de daimon. ¿Puede irse Simi ya, akri? ¿Puede? ¿Puede? ¿Puede, por favor?
El demonio revoloteaba de un lado a otro, como una niña con zapatos nuevos.
Ash clavó la vista en Artemisa.
—Está en tus manos, Artie. Que viva o que muera dependerá de lo que digas.
—¡No, akri! —gimoteó Simi tras una breve y sorprendida pausa. Parecía que le doliera algo—. No le preguntes eso. Jamás deja a Simi divertirse. ¡Es una diosa mala!
Ash sabía lo mucho que Artemisa detestaba que él ganara una discusión. Sus ojos refulgían de furia apenas contenida.
—¿Qué quieres que haga?
—Dices que Zarek no merece vivir, que supone una amenaza para los demás. Lo único que pido es que consigas que Temis lo juzgue. Si ella declara que Zarek es un peligro para aquellos que lo rodean, yo mismo enviaré a Simi para que acabe con su vida.
Simi le enseñó los dientes a Artemisa al tiempo que intercambiaban sendas miradas ponzoñosas.
A la postre, la diosa miró a Ash.
—Muy bien, pero no me fío de tu demonio. Haré que Tánatos regrese, pero después de que declaren culpable a Zarek, lo enviaré para que lo ejecute.
—Simi —le dijo Ash a su compañera caronte—, regresa conmigo.
La simple idea pareció molestar al demonio.
—Regresa conmigo, Simi —se burló mientras cambiaba de forma—. No frías a la diosa. No frías a Tánatos. —Emitió un extraño sonido muy parecido a un relincho—. Simi no es un yoyó, akri. Simi es Simi. Y odia cuando haces que se emocione con la idea de matar algo y luego le dices que no. A Simi no le gusta. Es un rollo. Ya no la dejas divertirse nunca.
—Simi —repitió Ash, recalcando las dos sílabas.
El demonio compuso una mueca antes de volar hacia la parte izquierda de su cuerpo y regresar a su brazo en la forma de un estilizado pájaro, que se posó en su bíceps.
Ash se frotó la pequeña quemadura que siempre sentía cuando Simi entraba o salía de su piel.
Artemisa contempló con rencor la nueva forma de Simi. Después, rodeó a Aquerón y se apoyó contra su espalda mientras acariciaba el dibujo de Simi.
—Algún día encontraré la manera de librarte de esta bestia que tienes en el brazo.
—Seguro que lo harás —dijo, obligándose a soportar el contacto de la diosa mientras su aliento le rozaba la piel al inclinarse contra su espalda. Era algo que jamás había conseguido tolerar con facilidad, y algo que Artemisa sabía que él odiaba.
La miró por encima del hombro.
—Y algún día yo encontraré la manera de librarme de la bestia que tengo en la espalda.
Astrid estaba sentada a solas en su atrio, leyendo su libro favorito, El principito de Antoine de Saint-Exupéry. Sin importar las veces que lo leyera, siempre encontraba algo nuevo.
Y ese día necesitaba encontrar algo bueno. Algo que le recordara que había belleza en el mundo. Inocencia. Alegría. Felicidad.
Pero, sobre todo, quería encontrar esperanza.
Una suave brisa flotaba desde el río de fragantes aguas con olor a lila y se abría paso a través de las columnas dóricas hasta la silla blanca de mimbre donde estaba sentada. Sus tres hermanas le habían hecho compañía un rato, pero las había echado.
Ni siquiera ellas podían consolarla.
Cansada y desilusionada, había buscado consuelo en su libro. En él, veía la bondad, una bondad de la que carecían las personas que había conocido a lo largo de su vida.
¿Acaso no había decencia? ¿No había amabilidad?
¿Habría conseguido la humanidad destruirlas de una vez por todas?
Sus hermanas, por mucho que las quisiera, eran tan implacables como el resto. Eran del todo indiferentes a las súplicas y al sufrimiento de cualquiera que no estuviera relacionado con ellas.
Nada las conmovía a esas alturas.
Astrid ya no recordaba la última vez que había llorado. La última vez que había reído.
Estaba insensible.
La insensibilidad era la maldición de los suyos. Su hermana Atri le había advertido mucho tiempo atrás de la llegada de ese día si escogía ser una jueza. Joven, vanidosa y estúpida, Astrid había hecho oídos sordos a la advertencia, pensando que a ella jamás podría sucederle.
Jamás sería indiferente hacia las personas o hacia su dolor.
Sin embargo, en ese momento solo sus libros le transmitían las emociones que los demás sentían. Incluso aunque no podía «sentirlas» de verdad, las emociones irreales y calladas de los personajes la consolaban en cierta medida.
Y si fuera capaz, eso la haría llorar.
Astrid escuchó que alguien se aproximaba desde atrás. Puesto que no deseaba que nadie descubriera lo que estaba leyendo por miedo de que le preguntaran la razón y se viera obligada a admitir que había perdido la compasión, Astrid lo ocultó bajo el cojín del asiento. Se giró para ver cómo su madre cruzaba el bien cuidado jardín donde pastaban tres cervatillos moteados.
Y no iba sola.
Artemisa y Aquerón estaban con ella.
El largo cabello pelirrojo de su madre se rizaba de forma favorecedora alrededor de un rostro que no parecía tener más de treinta años. Temis llevaba una entallada camisa azul de manga corta y unos chinos.
Nadie creería que era la diosa griega de la justicia.
Artemisa vestía el clásico peplo griego mientras que Aquerón lucía sus sempiternos pantalones negros de piel y una camiseta negra. Llevaba el largo cabello rubio suelto sobre los hombros.
Un escalofrío le recorrió la espalda, cosa que siempre le sucedía cuando tenía a Aquerón cerca. Había algo en él atrayente e irresistible.
Y también aterrador.
Jamás había conocido a nadie igual. Era cautivador en un sentido que desafiaba su capacidad de explicación. Como si su mera presencia provocara en todos los presentes un deseo tan poderoso que hacía casi imposible mirarlo sin desear arrancarle la ropa, tirarlo al suelo y hacerle el amor durante siglos.
Sin embargo, poseía algo más que su atractivo sexual. También tenía algo primitivo y atávico. Algo tan poderoso que hasta los dioses lo temían. Temor que incluso se podía apreciar en los ojos de Artemisa mientras caminaba a su lado.
Nadie sabía la naturaleza de la relación que había entre ellos. Nunca se tocaban, apenas si se miraban. Y sin embargo Aquerón acudía con frecuencia al templo de la diosa.
Cuando Astrid era una niña, también recibía las visitas de Aquerón. Jugaba con ella y le enseñaba a controlar sus más que limitados poderes. Le había llevado innumerables libros, tanto del pasado como del futuro.
De hecho, fue él quien le regaló El principito.
Esas visitas se habían acabado el día que llegó a la pubertad y se dio cuenta de lo deseable que era Aquerón. A partir de ese momento se apartó de ella, dejando un muro tangible entre ambos.
—¿A qué debo el honor? —preguntó Astrid cuando los tres la rodearon.
—Tengo un trabajo para ti, cariño —respondió su madre.
Astrid compuso una mueca angustiada.
—Creí que habíamos acordado que me tomaría unas vacaciones.
—Vamos, Astrid —intervino Artemisa—. Te necesito, primita. —Le lanzó una mirada malévola a Aquerón—. Necesitamos acabar con un Cazador Oscuro.
El rostro de Aquerón se mantuvo impasible mientras observaba a Astrid en silencio.
Astrid suspiró. No quería hacerlo. Demasiados siglos juzgando a los demás la habían dejado emocionalmente vacía. Había comenzado a sospechar que ya no era capaz de sentir el dolor de los otros.
Ni siquiera el suyo propio.
La falta de compasión había arruinado a sus hermanas. Y comenzaba a temer que también la iba a arruinar a ella.
—Hay más juezas.
Artemisa dejó escapar un suspiro de fastidio.
—No me fío de ellas. Son corazones blandos muy capaces de encontrarlo más inocente que culpable. Necesito un sabueso, una jueza imparcial que no tenga reparos en hacer lo correcto y necesario. Te necesito a ti.
Astrid sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Dejó que su mirada vagara de Artemisa a Aquerón, que tenía los brazos cruzados delante del pecho. La observaba sin pestañear con sus escalofriantes y turbulentos ojos plateados.
No era la primera vez que le pedían juzgar a un Cazador Oscuro renegado, pero en ese momento presentía algo distinto en Aquerón.
—¿Crees que es inocente? —le preguntó.
Aquerón asintió.
—No es inocente —replicó Artemisa con desprecio—. Mataría sin inmutarse. Carece de principios y no se preocupa de nadie más que de sí mismo.
Aquerón observó a Artemisa con una mirada malintencionada que decía que esas palabras le recordaban a alguien conocido.
El gesto estuvo a punto de arrancarle una sonrisa.
Mientras Temis se quedaba unos pasos más atrás para dejarles privacidad, Aquerón se acuclilló junto a la silla para mirarla a los ojos.
—Sé que estás cansada, Astrid. Sé que quieres dejarlo, pero no confío en nadie más para que lo juzgue.
Astrid frunció el ceño mientras le escuchaba hablar de cosas que no le había contado a nadie. Nadie sabía que quería dejarlo.
Artemisa miró a Aquerón con evidente resentimiento.
—¿Por qué te muestras tan encantado con mi elección de jueza? No ha declarado inocente a nadie desde que el mundo es mundo.
—Lo sé —replicó él con esa voz profunda y ronca que resultaba incluso más seductora que su magnífica apariencia—. Pero confío en ella para hacer lo correcto.
Artemisa lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué estás planeando?
Él mantuvo el rostro impasible mientras seguía observando a Astrid con excitante intensidad.
—Nada.
Astrid consideró la posibilidad de aceptar la misión tan solo por Aquerón. Jamás le había pedido nada y recordaba con claridad las innumerables ocasiones en las que la había consolado cuando era niña. Había sido como un padre o como un hermano mayor.
—¿Cuánto tengo que quedarme? —les preguntó—. Si voy y el Cazador Oscuro no tiene redención, ¿puedo regresar de inmediato?
—Sí —respondió Artemisa—. De hecho, cuanto antes lo declares culpable, mejor para todos nosotros.
Astrid se giró hacia el hombre que estaba junto a ella.
—¿Aquerón?
Él dio su conformidad.
—Me avendré a lo que decidas.
El rostro de Artemisa se iluminó.
—En ese caso, tenemos un trato, Aquerón. Te he dado una jueza.
Una media sonrisa asomó a los labios de Aquerón.
—Desde luego que sí.
Artemisa pareció nerviosa de repente. Su mirada pasó de Aquerón a Astrid varias veces.
—¿Qué sabes que yo desconozco? —le preguntó.
Esos turbulentos ojos claros atravesaron a Astrid mientras respondía en voz baja.
—Sé que Astrid guarda una verdad fundamental en su interior.
Artemisa puso los brazos en jarra.
—Y ¿cuál es?
—«No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos».
Otro escalofrío recorrió la espalda de Astrid mientras Aquerón citaba la misma frase de El principito que había estado leyendo antes de que se acercaran.
¿Cómo sabía lo que había estado leyendo?
Miró hacia abajo para asegurarse de que el libro estaba oculto por completo.
En efecto.
Sí… Aquerón Partenopaeo era un hombre aterrador.
—Tienes dos semanas, hija —dijo su madre en voz baja—. Si te lleva menos tiempo, que así sea. Pero al final de la quincena, de una manera o de otra, tu mano sellará el destino de Zarek.