44

Yumiyoshi vino a las seis y media de la tarde. Iba vestida de uniforme, cómo no, pero la blusa era diferente. Y esta vez traía una muda, y algunos objetos de aseo y de maquillaje en un bolsito de plástico.

—Te van a pillar —le dije.

—Tranquilo, que soy precavida —contestó con una sonrisa.

Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de la silla. Luego nos abrazamos en el sofá.

—¿Sabes? Hoy he estado pensando en ti todo el día —confesó—. Y se me ha ocurrido que sería estupendo trabajar cada día en el hotel y de noche venir a esta habitación a escondidas, acostarnos juntos, dormir y a la mañana siguiente salir otra vez a trabajar.

—Sería como trabajar en casa —dije yo sonriendo—. Pero, lamentándolo mucho, no tengo suficiente dinero para alojarme aquí para siempre. Además, si lo hiciéramos cada día, en algún momento acabarían pillándote.

Yumiyoshi, descontenta, chasqueó varias veces con los dedos.

—¡Qué mal funciona el mundo!

—Efectivamente —convine.

—Pero ¿te quedarás unos días más?

—Sí, creo que sí.

—Entonces vivamos juntos en el hotel mientras estés aquí.

Acto seguido se desnudó y volvió a doblar con cuidado cada prenda. Era una manía. Se quitó el reloj y las gafas y los dejó sobre la mesa. Luego hicimos el amor durante una hora. Aunque los dos acabamos agotados, era un cansancio muy placentero.

—Maravilloso —volvió a decir Yumiyoshi. Y de nuevo se quedó dormida entre mis brazos, relajada. Yo me duché, saqué una cerveza de la nevera y me la bebí solo. Luego me senté y contemplé el rostro de Yumiyoshi. Dormía con gran placidez.

Se despertó antes de las ocho y me dijo que tenía hambre. Tras examinar el menú del servicio de habitaciones pedimos macarrones gratinados y un sándwich. Ella escondió la ropa y los zapatos en el armario y, cuando el botones llamó a la puerta, se metió rápidamente en el baño. Una vez que el botones dejó la comida sobre la mesa y se marchó, di unos golpecitos en la puerta del baño.

Nos comimos cada uno la mitad de los macarrones y del sándwich y bebimos cerveza. Hablamos de lo que haríamos a partir de entonces. Yo le dije que me mudaría a Sapporo.

—En Tokio no pinto nada. No tiene sentido que me quede allí —aseguré—. Hoy me he pasado el día dándole vueltas. He decidido instalarme aquí. Buscaré un trabajo. Así podré verte.

Te asientas, entonces —dijo ella.

—Eso es, me asiento —contesté. La mudanza no supondría gran cosa. Discos, libros y algún utensilio de cocina. Podría conducir el Subaru y montar en el ferry hasta Hokkaid. Los muebles los vendería o los tiraría y luego ya compraría otros. Ya iba siendo hora de ir cambiando de cama y de nevera. Cuido tanto las cosas que me duran mucho tiempo.

—Voy a alquilar un piso en Sapporo. Y empezaré una nueva vida. Podrás venir y quedarte a dormir cuando quieras. Podemos probar durante un tiempo. Seguro que nos irá bien. Yo volveré a la realidad, tú te relajarás y los dos nos sentiremos bien en este lugar.

Yumiyoshi sonrió y me dio un beso.

—Estupendo —dijo.

—No sé qué sucederá, pero tengo un buen presentimiento —dije yo.

—Yo tampoco sé qué sucederá —me dijo—. Pero ahora todo es estupendo. Soberbiamente estupendo.

Una vez más, llamé al servicio de habitaciones y pedí una cubitera con hielo. Ella volvió a esconderse en el baño. Cuando nos trajeron el hielo, cogí la botella de vodka y el zumo de tomate que había comprado en la ciudad y preparé dos bloody mary. No tenían rodajita de limón ni salsa Lea & Perrins, pero eran bloody mary. Los dos brindamos modestamente. Dado que necesitábamos música de fondo, pulsé el botón del hilo musical que había en la cabecera de la cama y sintonicé «éxitos populares». Mantovani y su orquesta interpretaban una ostentosa versión de Some Enchanted Evening. Mejor imposible, pensé.

—¡Tú sí que sabes! —se sorprendió Yumiyoshi—. Llevo un buen rato con ganas de tomarme un bloody mary. ¿Cómo lo has adivinado?

—Si presto oído, capto lo que deseas. Si aguzo la vista, veo lo que deseas.

—Parece un eslogan —dijo ella.

—No es un eslogan. Sólo expreso mi actitud ante la vida —le expliqué.

—Pues podrías especializarte en eslóganes —dijo Yumiyoshi con una risita sofocada.

Después de bebernos tres bloody mary cada uno, enlazamos nuestros cuerpos desnudos e hicimos tiernamente el amor. En cierto momento, me pareció oír el temblequeo del viejo ascensor del Hotel Delfín: ron, ron, ron, ron.

Sí, éste es el nudo que me ata, pensé. Formo parte de este sitio. Y, por encima de todo, ésta es la realidad. Puedo estar tranquilo, ya no voy a ir a ninguna otra parte. Estoy firmemente conectado. Aquí está el nudo y estoy conectado a la realidad. Es lo que deseo, y el hombre carnero me conecta.

A medianoche, nos dormimos.

Yumiyoshi me zarandeó hasta despertarme.

—¡Despierta! —me susurró al oído. Para mi sorpresa, llevaba puesto el uniforme. Alrededor todo estaba oscuro y yo todavía tenía media cabeza en el tibio pantano del inconsciente. La luz de la mesilla estaba encendida. El reloj marcaba más de las tres. Lo primero que pensé fue que había sucedido algo grave. Tal vez sus superiores habían descubierto que pasaba la noche en mi habitación. Yumiyoshi me sacudía por el hombro con expresión preocupada y eran las tres de la madrugada. Además, llevaba puesto el uniforme. Era lo único que se me ocurría. ¿Qué puedo hacer?, pensé. Pero mi cerebro no llegaba a ninguna conclusión.

—¡Levántate, por favor! ¡Levántate! —me insistió en voz baja.

—Ya me levanto. ¿Qué pasa?

—Tú no te preocupes. Levántate enseguida y vístete.

Sin preguntar nada más, me vestí a toda prisa. Me pasé la camiseta por la cabeza, me puse unos vaqueros, unas zapatillas de deporte, y después la cazadora, con la cremallera subida hasta el cuello. No tardé ni un minuto. Una vez vestido, Yumiyoshi me tomó de la mano y me condujo hacia la puerta. Luego la abrió un poco. Apenas dos o tres centímetros.

—Mira —me dijo.

Eché un vistazo por el hueco. El pasillo estaba a oscuras. No se veía nada. La oscuridad era fría y espesa como gelatina. Tan negra y profunda que daba la impresión de que, si sacaba la mano, las tinieblas se la tragarían. Además olía como las otras veces. Ese hedor a moho, a papel viejo. El olor de un viento procedente de un abismo pretérito.

—Han vuelto las tinieblas —me susurró al oído.

La rodeé por la cintura y la atraje hacia mí.

—Tranquila. No hay nada que temer. Este mundo es para nosotros. No nos pasará nada malo. Tú y yo nos conocimos cuando me contaste lo de la oscuridad.

Pese a todo, yo no estaba tan seguro. No pude evitar sentir miedo. Era un miedo visceral, que no respondía a ninguna lógica. Un miedo que llevaba en los genes, transmitido con el esfuerzo de generaciones y generaciones desde tiempos remotos. Fuera cual fuese la razón de existir de la oscuridad, resulta horripilante. Puede engullir a las personas, retorcer su existencia, desgarrarlas y hacerlas desaparecer. ¿Quién puede sentirse seguro de sí mismo en medio de la más completa oscuridad? La oscuridad… ¿Quién puede sentirse confiado rodeado por ella? Dentro de las tinieblas todo se deforma, cambia y se desvanece con facilidad. Después, ese vacío que es la lógica de las tinieblas lo ocupa todo.

—No hay nada que temer —la tranquilicé, y con esas palabras intenté también convencerme a mí mismo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Yumiyoshi.

—Salgamos juntos —le dije—. Volví al hotel para encontrarme con dos seres: uno eres tú; el otro está en lo más hondo de las tinieblas. Y me está esperando.

—¿Te refieres al que estaba en aquella habitación?

—Sí, a él.

—Tengo miedo. Te juro que tengo mucho miedo —dijo Yumiyoshi. Hablaba con voz trémula y nerviosa. Era lógico, yo también tenía miedo.

La besé suavemente en los párpados.

—No tengas miedo. Ahora estoy contigo. Nos tomaremos de la mano. No pasará nada mientras no nos soltemos. Ocurra lo que ocurra, no nos soltaremos. Estaremos pegados el uno al otro todo el tiempo.

Volví a la habitación, cogí una linterna y un mechero Bic que había traído a propósito en una bolsa y los guardé en el bolsillo de la cazadora. Luego abrí lentamente la puerta, tomé a Yumiyoshi de la mano y salimos al pasillo.

—¿Hacia dónde vamos? —me preguntó.

—Hacia la derecha —dije yo—. Siempre a la derecha. Así es como está decidido.

Echamos a andar por el pasillo, iluminando nuestros pasos con la linterna. Tal y como había oído antes, aquél no era el pasillo del Dolphin Hotel. Era el pasillo de un edificio mucho más viejo. La alfombra estaba gastada y el suelo se hundía aquí y allá. Las paredes de yeso tenían manchas de color óxido.

Es el Hotel Delfín, me dije. No el Hotel Delfín que conocí, pero sí un lugar parecido. Un lugar hoteldelfinesco. Tras avanzar un trecho, el pasillo formaba un recodo hacia la derecha, igual que la última vez. Giré y me encontré algo diferente: no se veía ninguna luz. No se veía la débil luz de vela que se colaba por el resquicio de aquella puerta lejana. Por si acaso, probé a apagar la linterna. En vano. No había ninguna luz. La oscuridad más absoluta nos envolvía arteramente y en silencio, como si fuera agua.

Yumiyoshi me apretó la mano con fuerza.

—No se ve la luz —comenté. Tenía la voz muy seca, tanto que ni yo mismo la reconocía—. La última vez salía algo de luz por la puerta entreabierta.

—Cuando yo vine, también. Se veía a lo lejos.

Nos detuvimos.

¿Qué le habrá pasado al hombre carnero?, me pregunté. ¿Estará durmiendo? No, no puede ser. Él siempre está ahí, con la luz encendida. Como un faro. Ésa es su misión. Aunque duerma, la luz siempre estará encendida. Es así.

Me dio mala espina.

—¿Por qué no damos media vuelta? —propuso Yumiyoshi—. Está demasiado oscuro. Podríamos regresar y esperar la siguiente ocasión. Es mucho mejor. No te empeñes.

Tenía razón. Estaba demasiado oscuro. Además, tenía la sensación de que iba a ocurrir algo terrible. Con todo, no retrocedí.

—No, estoy preocupado. Quiero acercarme y ver si ha pasado algo. Quizá me necesite. Quizá por eso nos ha vuelto a conectar a este mundo. —Encendí otra vez la linterna. Su delgado haz de luz amarilla rasgó de repente la oscuridad—. Agarrémonos de la mano. Yo te deseo, tú me deseas. No tenemos nada que temer. Hemos encontrado nuestro lugar. No vamos a ir a ninguna parte. Regresaremos a nuestro mundo. No tienes por qué preocuparte.

Avanzamos paso a paso, despacio, vigilando dónde pisábamos. En medio de la oscuridad sentí la suave fragancia del acondicionador de Yumiyoshi. El olor impregnó dulcemente mis nervios, a flor de piel. Su mano era pequeña, tibia y dura. Estábamos conectados en medio de la oscuridad.

Enseguida dimos con la habitación del hombre carnero. Lo supimos porque la puerta estaba abierta y a través de ella manaba aquel gélido aire que apestaba a moho. Di unos golpecitos en la puerta. Resonaron con tanta fuerza que parecía artificial, igual que la primera vez. Como si hubiera golpeado un amplificador gigante dentro de un oído gigante. Di tres golpes, toc, toc, toc, y esperé. Pasaron veinte, treinta segundos. Pero no hubo respuesta. ¿Qué le había pasado al hombre carnero? ¿Habría muerto? Bien pensado, la última vez parecía bastante cansado y envejecido. No me habría extrañado que hubiera muerto. Había vivido durante mucho tiempo. Pero él también envejecía. Y algún día tenía que morir, como todos los demás. Sentí angustia. Si muriera, ¿quién me vincularía a este mundo?

Abrí la puerta, entré, sin soltar la mano de Yumiyoshi, e iluminé el suelo con la linterna. Todo tenía el mismo aspecto que la última vez. Los viejos libros seguían amontonados sobre el suelo, ocupando casi todo el espacio; había una mesita sobre la que reposaba un plato a modo de rudimentario candelero. De la vela quedaban apenas unos cinco centímetros de cera. Saqué el mechero de la cazadora, encendí la vela, apagué la linterna y la guardé en el bolsillo.

El hombre carnero no estaba por ninguna parte.

¿Dónde se habrá metido?, pensé.

—¿Quién estaba aquí? —me preguntó Yumiyoshi.

—El hombre carnero —le conté—. El hombre carnero custodia este mundo. Éste es el nudo y él conecta todo para mí. Como una central telefónica. Vive desde tiempos remotos, siembre cubierto con un vellón de carnero. Y reside en este lugar. Está escondido.

—¿De qué se esconde?

—¿De qué? De la guerra, de la civilización, de la Ley, del sistema… De todo lo que no es hombrecarneril.

—¿Y ha desaparecido?

Asentí con la cabeza. Al asentir, la sombra ampliada sobre la pared se sacudió con un aspaviento.

—Sí, ha desaparecido. No sé por qué. Debería estar aquí, pero… —Me sentía como si estuviera en el fin del mundo. Ese fin del mundo en el que creían los antiguos. Un fin del mundo en el que todo se convierte en una catarata que se precipita al abismo. Nos encontrábamos al borde de ese precipicio. Los dos solos. Delante de nosotros no había nada. Tan sólo un vacío negro. En la habitación hacía un frío que calaba los huesos. Nos transmitíamos calor como podíamos, con el contacto de nuestras palmas de las manos.

—Quizá haya muerto —dije.

—No es bueno pensar en cosas malas a oscuras. Hay que tomárselo todo con más optimismo —dijo Yumiyoshi—. Seguro que sólo ha salido a hacer la compra. Puede que se le hayan acabado las velas de repuesto —dijo Yumiyoshi.

—Tal vez haya ido a cobrar la declaración de la renta —dije. Luego iluminé su rostro con la linterna. Sus labios esbozaron una tímida sonrisa. Apagué la linterna y me acerqué a su cuerpo iluminado por la escasa luz de la vela—. Oye, en los días festivos podríamos irnos por ahí.

—Claro que sí —dijo ella.

—Traeré el Subaru. Aunque sea de segunda mano y esté viejo, es un buen coche. Me gusta. Una vez conduje un Maserati, pero, sinceramente, prefiero mi Subaru.

—Claro.

—Además, tiene aire acondicionado y equipo estéreo.

—No creo que haya nada que objetar.

—No hay nada que objetar, eso es —dije yo—. Podremos irnos con él de viaje. Quiero ver tantas cosas contigo…

Después nos separamos y volví a encender la linterna. Ella se agachó y recogió un librito del suelo. Era un folleto titulado «Estudios sobre cómo mejorar la raza ovina de Yorkshire». La cubierta se había vuelto marrón y estaba cubierta de polvo blanco, como una película de leche.

—Todos esos libros tratan de ganado lanar —le dije—. Una parte del antiguo Hotel Delfín servía como archivo sobre ganado ovino. El padre del dueño era investigador especializado en este tipo de animales. Todo el material está aquí reunido. Más tarde el hombre carnero se hizo cargo. Ya no sirve para nada. Ahora nadie lee estas cosas. Pero el hombre carnero lo custodia. Probablemente sea algo relevante para este lugar.

Yumiyoshi cogió mi linterna, abrió el folleto y se puso a leer apoyada contra la pared. Yo me quedé absorto pensando en el hombre carnero mientras observaba mi propia sombra proyectada contra la pared. ¿Dónde se habría metido? De repente tuve un presentimiento terrible y noté que el corazón me salía por la boca. Había algo que no iba bien. Algo horrible estaba a punto de ocurrir. ¿Qué sería? Concentré todos mis sentidos en ese algo. Luego lo comprendí.

No, no puede ser, pensé. Sin darme cuenta, Yumiyoshi y yo nos hemos soltado las manos. No podemos soltarnos, pase lo que pase.

En un instante, todos los poros de mi cuerpo empezaron a rezumar sudor. Estiré la mano a toda prisa y agarré a Yumiyoshi por la muñeca. Pero ya era demasiado tarde: tan pronto como estiré el brazo, la pared se tragó su cuerpo. Del mismo modo que Kiki había sido tragada en la habitación de los muertos. Yumiyoshi desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como si unas arenas movedizas la hubieran engullido. Desapareció ella y desapareció la luz de la linterna.

—¡Yumiyoshi! —grité a pleno pulmón.

Nadie respondió. El silencio y el frío se hicieron uno e invadieron la estancia. Las tinieblas parecían aún más densas.

—¡Yumiyoshi! —volví a gritar.

—Es muy fácil —dijo la voz de Yumiyoshi procedente del otro lado de la pared—. De verdad. Puedes venir si atraviesas la pared.

—¡No! —exclamé—. Parece fácil, pero una vez en el otro lado no se puede regresar. ¿No te das cuenta? No es lo que piensas. Ésa no es la realidad. Es el otro mundo. Es diferente de este mundo.

No me respondió. Un profundo silencio volvió a reinar en la habitación. Un silencio que aplastaba mi cuerpo igual que si estuviera en el fondo del mar.

Yumiyoshi ha desaparecido. Por mucho que estire el brazo no la alcanzaré. El muro se interpone entre los dos. Es espantoso, pensé. Nada puedo hacer. Es terrible. Ella y yo tenemos que quedarnos en este lado. Me he esforzado mucho para que así sea. He llegado hasta aquí después de hacer pasos de baile muy complicados.

Pero no había tiempo para pensar. No me podía permitir titubeos. Siguiendo a Yumiyoshi, eché a andar hacia la pared. No había otra opción. Porque la amaba. Atravesé la pared igual que con Kiki. Sucedió lo mismo. Una capa opaca de aire. Un tacto sólido y áspero. Frío como el agua. El tiempo osciló, la continuidad se retorció, la gravedad perdió fuerza. Sentí que recuerdos remotos ascendían como vapor desde el abismo temporal. Eran mis genes. Sentí la vorágine de la evolución en mis propias carnes. Atravesé mi propio ADN, gigantesco y retorcido. La Tierra se hinchó, luego se enfrió y menguó. Un carnero se ocultaba en el fondo de una cueva. El mar era un pensamiento gigantesco sobre cuya superficie llovía silenciosamente. Desde la orilla, personas sin rostro contemplaban el horizonte. Parecía que el tiempo infinito se había convertido en una colosal madeja que flotaba en el cielo. El vacío se tragaba a la gente y ese vacío era a su vez tragado por un vacío aún más grande. La carne de las personas se fundía, surgían los huesos blancos, éstos se convertían en polvo y el viento se lo llevaba. Está irrevocablemente muerto, dijo alguien. ¡Cucú!, dijo alguien. Mi carne se descompuso, se disgregó y luego volvió a aglutinarse.

Tras atravesar la capa etérea de caos y confusión, me encontré desnudo en la cama. A mi alrededor todo estaba oscuro. No eran tinieblas negras como el azabache, pero aun así no veía nada. Estaba solo. Alargué el brazo y a mi lado no había nadie. Me había quedado solo. Habían vuelto a dejarme solo en los confines del mundo.

—¡Yumiyoshi! —grité con todas mis fuerzas. Pero nada surgía de mi boca; tan sólo un suspiro seco. Intenté gritar una vez más, y en ese instante oí un ruidito y la lámpara de la mesilla se encendió. La habitación se iluminó de súbito.

Ahí estaba Yumiyoshi. Me miraba con una dulce sonrisa, sentada en el sofá y vestida con la blusa blanca, la falda y los zapatos negros. La chaqueta azul claro colgaba del respaldo de la silla, frente al escritorio, como si fuera un doble de ella. La rigidez de mi cuerpo fue disminuyendo poco a poco, como quien afloja un tornillo. Me di cuenta de que mi mano derecha agarraba la sábana con fuerza. La solté y me limpié el sudor de la cara. Debo de estar en Está irrevocablemente muerto, deduje. ¿Sería esa luz real?

—Yumiyoshi… —dije con voz ronca.

—Dime.

—¿De veras estás ahí?

—Claro —dijo ella.

—¿No has desaparecido?

—No, no he desaparecido. La gente no desaparece así como así.

—He tenido una pesadilla —le dije.

—Lo sé. He estado mirándote mientras dormías. Vi cómo me llamabas en sueños. Parecías estar a oscuras. Pero ¿sabes?, si te esfuerzas por ver algo, puedes verlo aunque esté muy oscuro.

Miré el reloj. Eran casi las cuatro. Faltaba apenas una hora para que amaneciera. Una hora en la que los pensamientos se vuelven profundos y se comban. Sentía frío y tenía el cuerpo entumecido. ¿De verdad había sido un sueño? El hombre carnero había desaparecido en medio de las tinieblas, igual que Yumiyoshi. Aún podía recordar con claridad la desesperante e irremediable sensación de soledad. Podía recordar el tacto de la mano de Yumiyoshi. Todavía lo sentía. Era más real que la propia realidad. La realidad aún no había recobrado suficiente realismo.

—¿Yumiyoshi?

—Dime.

—¿Por qué estás vestida?

—Quería mirarte así, vestida —contestó—, nada más.

—¿Te importaría volver a desnudarte? —le pregunté. Quería asegurarme de que estaba allí de verdad. Y de que los dos estábamos en Está irrevocablemente muerto.

—Claro —dijo ella. Se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesa. Se descalzó y dejó los zapatos en el suelo. Se desabotonó la blusa, se quitó las medias y la falda y lo dobló todo con cuidado. Luego caminó descalza, sin hacer ruido, y levantando con suavidad la manta, se deslizó a mi lado. La estreché contra mí. Su cuerpo era cálido y suave. Poseía el peso de la realidad.

—No has desaparecido —le dije.

—Claro que no —respondió ella—. ¿No te acabo de decir que la gente no desaparece tan fácilmente?

Supongo que es así, pensé mientras la abrazaba. Pero lo cierto es que puede ocurrir cualquier cosa. Vivimos en un mundo frágil y peligroso. Y todavía falta uno de los esqueletos de la habitación. ¿Serían los huesos del hombre carnero? ¿O quizá me esperaba alguna otra muerte? Sí, tal vez fuese mi propio esqueleto. A lo mejor sigue en esa habitación lejana y sombría esperando que yo muera.

Oí a lo lejos los ruidos del Hotel Delfín. Era como el sonido de un tren nocturno traído por el viento desde la lejanía. El ascensor subía y bajaba con su ron, ron, ron, ron. Alguien caminaba por los pasillos. Alguien abría una puerta, alguien cerraba otra. Era el Hotel Delfín. Estaba seguro. Todo chirriaba, todo sonaba a viejo. Yo formaba parte de él. Allí, alguien derramaba sus lágrimas por mí. Alguien las derramaba por todo lo que yo no podía llorar.

Besé a Yumiyoshi en los párpados.

Yumiyoshi dormía profundamente entre mis brazos. Pero a mí me era imposible conciliar el sueño. Dentro de mi cuerpo no había ni una pizca de sopor. Estaba tan despierto como un pozo seco. Abrazaba su cuerpo envolviéndolo suavemente. De vez en cuando, lloraba en silencio. Lloré por todo lo que había perdido y por lo que me quedaba por perder. En realidad sólo lloré un poquito. El cuerpo de Yumiyoshi era suave, marcaba el tiempo cálidamente entre mis brazos. Y el tiempo daba forma a la realidad. Al cabo de un rato amaneció. Alcé la cabeza y contemplé cómo las agujas del despertador sobre la mesilla de noche se movían despacio al compás del tiempo real. Avanzaban lenta, muy lentamente. El cálido aliento de Yumiyoshi me humedecía la parte interna del brazo.

Es real, me tranquilicé. He encontrado mi lugar.

Cuando las agujas marcaron las siete, la mañana de verano se filtró por la ventana proyectando un cuadrado de luz ligeramente deforme sobre el suelo de la habitación. Yumiyoshi dormía profundamente. Le levanté delicadamente el cabello, dejando al descubierto una de sus orejas, y la besé con suavidad. ¿Qué podía decirle?, me pregunté. Había muchas maneras de decir las cosas. Muchas posibilidades, muchas expresiones. ¿Podría pronunciarlas? ¿Conseguiría que mis palabras hicieran vibrar ese aire tan real? Musité distintas frases para mis adentros. Finalmente, elegí la más sencilla.

—Yumiyoshi, ya es de día —susurré.