Senté a Yuki en el asiento del acompañante y bajé el cristal de su ventanilla. Seguía lloviendo silenciosamente. Aunque las gotas de lluvia eran tan pequeñas que apenas se distinguían, poco a poco el asfalto fue volviéndose negro como la tinta. Olía a lluvia. Había quien llevaba el paraguas abierto y quien caminaba despreocupado. Así era la lluvia. Apenas soplaba viento. Las gotitas caían verticales, con calma. Por probar, saqué un rato la mano por la ventanilla, pero sólo se humedeció un poco.
Yuki, con el brazo apoyado en el marco de la ventanilla y la barbilla apoyada a su vez en el brazo, tenía la cabeza ladeada, de manera que la mitad le quedaba fuera del coche. Permaneció así largo rato, sin hacer el menor movimiento. Su espalda se movía al ritmo de su respiración. Era un movimiento muy tenue: inspiraba un poquito y espiraba otro poquito. En cualquier caso, respiraba. Al verla así, medio de espaldas, daba la impresión de que, ejerciendo un poco de fuerza, codos y nuca se quebrarían fácilmente. Me pregunté por qué me parecía tan frágil e indefensa. ¿Sería porque yo era un adulto? ¿Acaso yo, a pesar de mi poca pericia, había aprendido a sobrevivir en aquel mundo y ella todavía no?
—¿Puedo hacer algo por ti? —le pregunté.
—No —dijo en voz baja, y tragó saliva. La saliva, al bajar por la garganta, produjo un sonido tan fuerte que resultó poco natural—. Llévame a algún lugar tranquilo donde no haya gente. Que no esté demasiado lejos.
—¿El mar te parece bien?
—Cualquier sitio. Pero no corras. Como me menee mucho, igual vomito.
Con la mano le metí suavemente la cabeza dentro del coche, como si se tratara de un quebradizo huevo, y tras apoyarla contra el reposacabezas subí el cristal de la ventanilla hasta la mitad. Luego conduje todo lo despacio que me permitía el tráfico y me dirigí a la costa de Kouzu. Tras aparcar y llevarla hasta la playa, vomitó sobre la arena. Apenas tenía nada en el estómago, de modo que no había mucho que expulsar. Después del viscoso líquido marrón de la chocolatina, sólo salió jugo gástrico o aire. Ésa es la peor de las vomitonas: tienes arcadas, pero no sale nada. Uno tiene la sensación de que lo están exprimiendo; el estómago se comprime hasta alcanzar el tamaño de un puño. Le froté suavemente la espalda. Seguía cayendo esa llovizna semejante a una bruma, pero Yuki no parecía darse cuenta. Probé a presionar con los dedos la zona de la espalda que correspondía al estómago. Los músculos estaban tensos como si se hubieran petrificado. Con su jersey de algodón, sus vaqueros descoloridos y unas Converse rojas, se puso a gatas sobre la arena y cerró los ojos. Le recogí el pelo hacia atrás para que no se lo ensuciara y le pasé la mano despacio por la espalda, de arriba abajo.
—¡Qué asco! —dijo Yuki. Estaban a punto de saltársele las lágrimas.
—Lo sé —dije yo—. Lo sé muy bien.
—¡Mira que eres raro! —me dijo con el ceño fruncido.
—Yo he vomitado así muchas veces. Por eso sé que es un asco. Pero enseguida pasa. Ten un poco de paciencia y ya verás como se termina.
Ella asintió. Luego su cuerpo volvió a retorcerse.
Al cabo de unos diez minutos, le limpié la boca con un pañuelo y, con el pie, cubrí de arena el vómito. Luego sujeté a Yuki por el codo y la llevé hasta un dique.
Apoyados contra el dique, mientras la lluvia nos empapaba, oíamos el ruido de los neumáticos de los coches que pasaban por la carretera de circunvalación de Seish y contemplamos la lluvia sobre el mar. Ahora llovía con un poco más de intensidad. En la playa había dos o tres pescadores, pero ninguno nos prestó atención. Ni siquiera se dieron la vuelta. Cubiertos con gorros para la lluvia de color gris y bien pertrechados para no mojarse, de pie, en la orilla, oteaban hacia alta mar con las grandes cañas como estandarte. No había nadie aparte de ellos. Rendida, Yuki apoyó la cabeza contra mi hombro. No dijo nada. Si alguien nos hubiera visto de lejos, seguro que habría pensado que éramos una pareja de tortolitos.
Yuki respiraba pausadamente y con los ojos cerrados. Parecía dormida. Un mechón del flequillo se le pegaba a la frente y las aletas de la nariz le temblaban ligeramente al ritmo de la respiración. Su rostro no había perdido el bronceado de hacía un mes, pero bajo el cielo gris, Yuki parecía enferma. Con un pañuelo le sequé la cara y borré el rastro de lágrimas. La lluvia seguía cayendo en silencio sobre el mar infinito. Un avión de la patrulla marítima de las Fuerzas de Autodefensa que tenía forma de libélula sobrevoló varias veces nuestras cabezas con ruido sordo.
Al cabo de un rato Yuki abrió los ojos y, sin despegar la cabeza de mi hombro, dirigió su apagada mirada hacia mí. Luego sacó un Virginia Slim del bolsillo del pantalón y rascó una cerilla. Le costó encenderla. No tenía ni fuerzas para rascarla. Pero yo la dejé. Ni siquiera le dije: «No deberías fumar ahora». Por fin consiguió encender el cigarrillo y lanzó la cerilla propulsándola con el dedo. Tras un par de caladas, frunció el ceño y desechó el cigarrillo con el mismo gesto. Éste fue consumiéndose sobre el hormigón hasta que la lluvia lo apagó.
—¿Todavía te duele la barriga? —le pregunté.
—Un poco —contestó, sujetándome el brazo.
—Entonces será mejor que esperemos un rato más. ¿No tienes frío?
—Estoy bien. Me siento mejor con la lluvia.
Los pescadores no apartaban los ojos del Pacífico. ¿Qué diversión le encontrarán a pescar?, me pregunté. Para pescar unos cuantos peces, ¿tienen que pasarse un día entero bajo la lluvia, a orillas del mar, con la mirada puesta en el agua? En fin, todo es cuestión de gustos. Empaparse bajo la lluvia con una niña neurótica de trece años también era un pasatiempo curioso.
—Oye, ese amigo tuyo… —dijo Yuki en voz baja y muy nerviosa.
—¿Mi amigo?
—Sí, el que actuaba en la película. —Se llama Gotanda —le dije—. Igual que la estación de la línea Yamanote, la que está entre Meguro y saki.
—Él mató a esa chica.
La miré con los ojos entornados. Parecía estar agotada. Respiraba con dificultad, y sus hombros subían y bajaban sin ton ni son, como si acabaran de rescatarla tras haber estado a punto de ahogarse. No tenía ni la más remota idea de qué me hablaba.
—¿Que la mató? ¿A quién?
—A esa chica. Esa con la que se acuesta el domingo por la mañana.
Seguía sin encontrarle el sentido. Estaba aturdido. Algo equivocado se había introducido en algún punto, alterando el curso de las cosas. Medio atontado, sonreí y le expliqué:
—En la película nadie muere. Estás confundida.
—No hablo de la película. La mató de verdad, en el mundo real. Lo sé —dijo, y me agarró con fuerza del brazo—. He pasado mucho miedo. Ha sido como si me hubieran metido algo pesado en el estómago. El miedo no me dejaba respirar. Escúchame: ha vuelto a pasarme eso. Y te digo que tu amigo ha matado a la chica. De verdad, va en serio.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Me quedé sin palabras. Petrificado, miré a Yuki. ¿Qué voy a hacer?, me pregunté. Todo se había torcido fatalmente. Todo se me escapaba de las manos.
—Lo siento. A lo mejor no tenía que habértelo dicho —añadió Yuki mientras exhalaba un hondo suspiro y me soltaba el brazo—. En el fondo, no estoy segura de que sea una verdad real. Sólo lo siento. Quizá después de esto me odies, como todos los demás. Pero tenía que decírtelo. Porque sea verdad o no, yo lo veo con claridad y no puedo guardármelo para mí. Tengo miedo, y creo que no puedo luchar contra ese miedo yo sola. Por eso te pido que no te enfades conmigo. Cuando me regañan demasiado, me hundo.
—No voy a regañarte, así que estate tranquila y cuéntamelo —le dije agarrándola suavemente de la mano—. ¿Puedes verlo?
—Sí, con toda claridad. Es la primera vez que me pasa. La mató. Estranguló a la chica que sale en la película. Y se llevó el cadáver en el coche. Muy lejos. En el coche italiano con el que me llevaste una vez de paseo. Ese coche era suyo, ¿no?
—Sí, es suyo —le dije—. ¿Qué más sabes? Tranquilízate y piensa con calma. Si puedes, cuéntame todo lo que sepas, cualquier detalle.
Ella apartó la cabeza de mi hombro y meneó la cabeza hacia ambos lados. A continuación respiró hondo por la nariz.
—No sé demasiado. Olor a tierra. Una pala. La noche. El canto de un pájaro. Eso es todo. La estranguló, se la llevó a alguna parte en el coche y la enterró. Nada más. Pero aunque suene raro, no siento ninguna mala intención. No lo veo como si fuera un crimen. Parece más bien un ritual. Es todo muy tranquilo. Tanto el asesino como la mujer muerta están serenos. Una tranquilidad extraña. No sé bien cómo explicarlo. Tanta tranquilidad como si estuvieras en el fin del mundo.
Cerré los ojos. Intenté recapacitar en esa tranquila oscuridad, pero fue inútil. En mi mente, objetos y hechos se desintegraban para después salir volando hechos añicos. Traté de digerir lo que Yuki acababa de decirme. Ni me lo creía ni dejaba de creérmelo. Dejé que sus palabras calasen en mi corazón. No era más que una posibilidad. Pero era una posibilidad poderosa, fatal y aplastante. Se llevaba por delante todo lo que, en los últimos meses, había tomado una forma vagamente ordenada en mi interior. Todo eso, que era ambiguo, provisional y, para ser exactos, indemostrable, había adquirido cierto equilibrio, solidez. Ahora, no obstante, esa solidez y ese equilibrio se habían volatilizado sin dejar rastro.
Cabe esa posibilidad, me dije. Y en el preciso instante en que pensé eso, sentí que algo había terminado. Sutil, pero firmemente, algo se había acabado. ¿Qué demonios era ese algo? Cansado de darle vueltas, me dije que ya lo pensaría en otro momento. El caso es que había vuelto a quedarme solo. Sentado en la playa bajo la lluvia, al lado de una niña de trece años, y terriblemente solo.
Yuki me cogió la mano con suavidad.
La sostuvo largo rato en su cálida y suave manita, que por algún motivo no parecía real. Pero su tacto no era más que la reproducción de un recuerdo. Cálido y suave como un recuerdo, pero inútil.
—Volvamos —dije—. Te llevo a casa.
Conduje de vuelta a Hakone. Como ninguno de los dos decía nada, y no soportaba el silencio, metí en el radiocasete la primera cinta que vi. Sonó música, pero no tenía ni idea de quién era. Me concentré en la conducción: controlando los movimientos de mis manos y mis pies, cambiaba de marcha, giraba el volante. Taca-taca, tacataca: el limpiaparabrisas iba de un lado a otro, monótono.
No quería ver a Ame, de modo que dejé a Yuki al pie de las escaleras.
—Mira —me dijo. Había rodeado el coche hasta ponerse al lado de mi ventanilla y había cruzado los brazos, como si tuviera frío—. No hace falta que te creas lo que te he dicho. Solamente lo vi. Ni yo estoy segura de que las cosas fueran así. Y no me odies. Si tú me odiases, entonces ya no sabría qué hacer.
—No te odio —le dije con una sonrisa—. Tampoco voy a dar por bueno así como así lo que me has contado. Pero la verdad acabará saliendo a la luz. Aparecerá cuando la niebla se disipe, estoy seguro. Si lo que me has dicho resultara ser cierto, eso sólo significaría que yo he atisbado esa verdad a través de ti. Tú no tienes la culpa, lo sé. Y yo intentaré cerciorarme por mi cuenta. Si no, quedará todo inacabado.
—¿Vas a quedar con él?
—Claro que sí. Y se lo preguntaré sin rodeos. Es la única manera.
Yuki se encogió de hombros.
—¿No estás enfadado conmigo?
—Claro que no. ¿Por qué iba a enfadarme contigo? No has hecho nada malo.
—Has sido muy buena persona —me dijo ella. ¿Por qué habla en pasado?, me pregunté—. Es la primera vez que conozco a alguien como tú.
—Yo también es la primera vez que conozco a una chica como tú.
—Adiós —se despidió.
Me miró fijamente. Parecía desazonada. Como si quisiera añadir algo; como si fuera a agarrarme de la mano o a darme un beso en la mejilla. Pero, por supuesto, no hizo nada.
En el camino de vuelta, me pregunté qué desazonaba a Yuki. Con todos mis sentidos concentrados en la carretera, escuchaba lo que quiera que sonaba en el radiocasete. Al salir de la autopista, escampó. Sin embargo, no logré reunir fuerzas para desactivar el limpiaparabrisas hasta que llegué a mi plaza de aparcamiento en Shibuya. Estaba muy confuso. Debía hacer algo. Me quedé en el Subaru un buen rato sin apartar las manos del volante. Tardé bastante tiempo en soltarlo.