Mayo se marchó lentamente, como una nube al desplazarse por el cielo.
Hacía ya unos dos meses que no trabajaba. Las llamadas en que me ofrecían trabajo también habían disminuido una barbaridad, sobre todo en comparación con otras épocas. Quizá el mundo se estaba olvidando poco a poco de mí. Como es natural, ya no entraba dinero en mi cuenta bancaria, pero todavía disponía de suficiente margen. Nunca gasto demasiado en el día a día. Casi siempre cocino yo y no suelo tener caprichos. No le debo dinero a nadie y no soy exquisito con la ropa ni los coches. Por lo tanto, de momento no tenía por qué preocuparme. Utilizando una calculadora eché cuentas de lo que gastaba aproximadamente al mes y lo dividí entre los ahorros que me quedaban: vi que podía aguantar así unos cinco meses más. Cuando acaben esos cinco meses, encontraré algo, pensé. Y, si no, ya me las arreglaré. Además, el cheque intacto de trescientos mil yenes que Hiraku Makimura me había dado todavía decoraba la mesa. Por el momento no iba a morirme de hambre.
Esperé que sucediera algo, siempre intentando no alterar mi ritmo de vida. Unas cuantas veces por semana iba a la piscina y nadaba hasta quedar exhausto, hacía la compra, me preparaba la comida y de noche leía libros que tomaba prestados de la biblioteca mientras escuchaba música.
En la biblioteca, se me ocurrió consultar la hemeroteca para saber algo más sobre los asesinatos que habían tenido lugar en los últimos meses. Me limitaba, por supuesto, a aquéllos cuyas víctimas eran mujeres. Y descubrí que en el mundo morían asesinadas miles de mujeres. Apuñaladas, matadas a golpes, estranguladas… Pero no había rastro de Kiki. Al menos no se había encontrado su cadáver. Naturalmente, existen distintos métodos de ocultar un cadáver. Se puede arrojar al mar con un peso en las piernas. Se puede enterrar en la montaña, igual que enterré yo a Sardina. Y nadie lo descubriría.
O puede que sufriera un accidente, me dije. Pudo ser atropellada en la calle, como Dick North. Busqué también los casos de accidente. Accidentes de todo tipo en los que hubieran fallecido mujeres. También se producen cientos de accidentes en los que muchas mujeres mueren. Accidentes de tráfico, incendios, intoxicaciones por gas. Pero ninguna de las víctimas parecía ser Kiki.
Quizá se había suicidado. También podía haber muerto de un ataque al corazón. Pero eso ya no lo recogía la prensa. Ocurren tantas muertes de toda clase en el mundo que los periódicos no pueden dar parte de cada una de ellas. De hecho, las muertes mencionadas eran una parte ínfima. La mayoría de la gente muere calladamente.
Por lo tanto, cabían distintas posibilidades.
Kiki podía haber sido asesinada. Pero quizá se vio envuelta en algún accidente y falleció. A lo mejor se había suicidado. O había fallecido de un ataque al corazón.
Pero no había prueba alguna de que hubiera muerto, y tampoco de que siguiera viva.
A veces, cuando me apetecía, llamaba a Yuki. Le preguntaba cómo le iba y me contestaba que ni bien ni mal. Siempre hablaba de manera confusa, dispersa, como si estuviera en las nubes. No me gustaba nada que hablara así.
—No hay ninguna novedad —me dijo—. Todo está como siempre. Voy tirando.
—¿Y tu madre?
—Trabaja poco. Se pasa el día sentada, en la inopia. Como si hubiera perdido la ilusión.
—¿Hay algo que pueda hacer yo? ¿Haceros la compra, por ejemplo?
—La compra ya la hace la asistenta. También nos traen cosas a domicilio. Nosotras dos nos pasamos el día atontadas. ¿Sabes? Aquí es como si no pasara el tiempo. ¿Avanza?
—Por desgracia, sí. No se detiene. El pasado crece, el futuro mengua. Las posibilidades disminuyen, los remordimientos aumentan.
Yuki se quedó callada.
—Te noto desanimada —le dije.
—¿Ah, sí?
—¿Ah, sí? —repetí.
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa?
—No me imites.
—No te imitaba. Era el eco de tu corazón. Björn Borg devuelve la pelota con fuerza para demostrar las carencias comunicativas. ¡Smash!
—Sigues tan tonto como siempre —dijo Yuki con resignación—. Pareces un niño pequeño.
—No, no lo parezco. Yo me fundo en una honda introspección y un espíritu positivo. Lo que hacía era ser un eco metafórico. Un juego con mensaje. No tiene nada de infantil.
—Mmm. Tonterías.
—Mmm. Tonterías —repetí.
—¡Que pares, te digo! —gritó.
—Ya paro —le dije—. Volvamos a empezar: te noto desanimada.
Ella soltó un suspiro y me contestó:
—Sí. Tal vez. Cuando estoy con mamá… siempre me contagia su estado de ánimo. Es muy fuerte. Porque ella nunca piensa en la gente que la rodea. Sólo piensa en sí misma. Las personas así son fuertes. Me entiendes, ¿no? Y te dejas arrastrar. Lo hago sin darme cuenta. Si ella está deprimida, yo también me deprimo. Cuando está alegre, me contagia y me pongo alegre.
Se oyó el ruido de un mechero.
—Creo que deberías salir de ese ambiente de vez en cuando y quedar conmigo —le dije.
—Supongo que sí.
—¿Paso a recogerte mañana?
—Vale. Creo que hablar contigo me animará un poco.
—Ojalá —dije.
—Ojalá —me imitó Yuki.
—¡Para!
—¡Para!
—Hasta mañana —dije, y colgué antes de que me imitase.
Ame estaba realmente embobada. Sentada en el sofá con las piernas cruzadas, hojeaba una revista de fotografía que tenía apoyada sobre las rodillas. Parecía una escena sacada de un cuadro impresionista. Ni las cortinas ni las páginas de la revista se movían, ya que pese a que la ventana estaba abierta no pasaba la menor corriente de aire. Cuando entré en la sala, alzó la cabeza un poquito y esbozó una sonrisa desconfiada. Tenue como un temblor en el aire. Entonces levantó cinco centímetros uno de sus finos dedos y me invitó a sentarme en el sofá de enfrente. La asistenta nos trajo café.
—Ya llevé las pertenencias de Dick North a su casa —le anuncié.
—¿Viste a su mujer? —inquirió.
—No. Le entregué la maleta a un hombre que salió a recibirme.
Ame asintió.
—Gracias, en cualquier caso.
—No tiene importancia.
Cerró los ojos y juntó las manos delante de su rostro. Luego los abrió y miró a su alrededor. En la sala sólo estábamos ella y yo. Cogí mi taza de café y bebí un poco.
Esta vez Ame no llevaba la camisa vaquera y los pantalones de algodón raídos de siempre. Vestía una elegante blusa blanca con encajes y una falda verde claro. Se había peinado y se había pintado los labios. Era una mujer guapa. La vitalidad que solía desprender se había apagado, y ahora la rodeaba una sutil y frágil aura, como un vapor. Un vapor trémulo que parecía, y sólo lo parecía, a punto de extinguirse, porque en realidad flotaba todo el rato a su alrededor. Su belleza era muy distinta de la de Yuki. Incluso podría decirse que se encontraban en polos opuestos. Era una belleza pulida con el paso del tiempo y la experiencia. Una belleza que constituía su sello personal. Por así decirlo, aquella belleza era ella misma. La había dominado y había aprendido a utilizarla eficazmente en su beneficio. En cambio, Yuki no utilizaba en absoluto su belleza y ésta, a veces, la abrumaba. En ocasiones pienso que ver a una mujer de mediana edad bella y atractiva es uno de los grandes placeres de la vida.
—¿Por qué será? —dijo Ame. Hablaba como si observara fijamente algo que flotaba en el aire.
Yo esperé en silencio a que continuase.
—¿Por qué me sentiré tan abatida?
—Supongo que porque alguien cercano ha muerto. Es natural. Son acontecimientos de una gran envergadura —respondí.
—Es cierto —reconoció con voz débil.
—Aun así… —dije yo.
Ame me miró a la cara. Acto seguido hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tú no eres un estúpido. Sabes de qué hablo.
—¿Que no debería haber sucedido… quizá?
—Sí. Eso es.
«No era un gran hombre. No tenía un gran talento. Pero era un hombre honrado. Cumplía con sus obligaciones. Abandonó por ti todo lo que había conseguido a lo largo de los años y se murió. Ahora que ha muerto te has dado cuenta de lo que valía», pensé en decirle. Pero cambié de opinión. Ciertas cosas es mejor no decirlas.
—¿Por qué? —dijo, y siguió mirando al vacío—. ¿Por qué todos los hombres que viven conmigo acaban mal o descarriados? ¿Por qué no me dura nada? ¿Qué es lo que no funciona?
Aquello ni siquiera eran preguntas. Yo observaba el encaje del cuello de su blusa. Parecían los limpios pliegues intestinales de un refinado animal. En el cenicero humeaba en silencio uno de sus Salem, igual que una almenara. El humo se dispersaba a medida que ascendía y se integraba con las partículas de silencio.
Al terminar de cambiarse de ropa, Yuki vino y me dijo: «Venga, vámonos». Yo me levanté y me despedí de Ame.
Pero Ame no me escuchaba. Yuki le gritó:
—¡Mamá, que salimos un rato!
Ame alzó la cabeza y asintió. Luego se encendió otro cigarrillo.
—Vamos a dar un paseo en coche y volvemos enseguida. No te preocupes por la cena —le dijo Yuki.
Salimos dejando a Ame inmóvil en el sofá. Todavía se percibía la presencia de Dick North en la casa. Incluso podía sentirla dentro de mí. Me acordaba perfectamente de su sonrisa. Esa sonrisa divertida que esbozó cuando le pregunté si usaba los pies para cortar el pan.
Un hombre interesante, pensé. Ahora que ha muerto se nota más su presencia.