Hawai.
Se sucedieron unos cuantos días apacibles. Quizá no paradisiacos, pero sí apacibles. Rechacé con buenos modos la siguiente visita de June: le dije que había pillado un resfriado y tenía fiebre y no paraba de toser (¡atchís!, ¿lo ves?), y que por lo tanto no tenía ganas de hacer nada, y volví a darle un billete de diez dólares para el taxi. «Tienes que cuidarte; cuando te hayas recuperado, llámame a este número», me dijo, y con un portaminas que sacó del bolso anotó su número de teléfono en la puerta. «¡Bye!», se despidió, y se marchó meneando las caderas.
Fuimos varias veces a la casa de la madre de Yuki. Dick y yo nos íbamos a pasear por la playa o nadábamos en la piscina —Dick, por cierto, nadaba bastante bien—, mientras Yuki y su madre charlaban a solas. No tenía ni idea de qué hablaban, porque Yuki no me contaba nada y yo tampoco le preguntaba. Mi cometido se limitaba a alquilar un coche para dejar a la niña en Makaha, charlar con Dick North, nadar, observar a los surfistas, beber cervezas, mear y regresar a Honolulu con Yuki.
En el curso de una de esas visitas, Dick North me recitó un poema de Robert Frost. No comprendí del todo el poema, debido a mis parcos conocimientos del inglés, pero declamaba bastante bien. Ponía sentimiento e imprimía un bello ritmo a su recitado. También tuve ocasión de ver fotos, todavía húmedas, que Ame acababa de revelar. Eran retratos de hawaianos. Eran simples retratos, pero, en sus manos, los rostros de los fotografiados parecían cobrar vida. Sus fotos transmitían intensamente la dócil amabilidad, la vulgaridad, la gélida crueldad y la alegría de vivir de las gentes que pueblan las islas del Sur. Las fotos poseían una gran fuerza al tiempo que emanaban serenidad. Ciertamente, Ame era una gran fotógrafa. «Nada que ver conmigo ni con usted», había dicho Dick North. Tenía razón. No había más que mirar esas fotos.
Al igual que yo cuidaba de Yuki, Dick cuidaba de Ame. Pero lo suyo, por supuesto, era mucho más exigente: hacía la limpieza, lavaba la ropa, cocinaba, iba a la compra —incluso la abastecía de Tampax, como comprobé una vez que fui con él—, declamaba poesía, contaba chistes, apagaba los cigarrillos encendidos, le recordaba que aún no se había cepillado los dientes, archivaba las fotografías e iba confeccionando un catálogo de todas ellas utilizando una máquina de escribir. Y todo lo hacía con un solo brazo. Me parecía asombroso que le quedara tiempo para dedicarse a sus poemas y sus traducciones. Me dio lástima. Aunque, bien pensado, yo no era el más adecuado para compadecerme de él. A cambio de encargarme de Yuki, su padre me pagaba el avión, el hotel e incluso una prostituta. Más o menos estábamos al mismo nivel.
Los días en que no visitábamos a su madre, íbamos a hacer surf, nadábamos, nos tumbábamos en la arena, íbamos de compras o alquilábamos un coche y recorríamos la isla. De noche salíamos a pasear, íbamos al cine y nos tomábamos una piña colada en el garden bar del Halekulani o del Royal Hawaiian. Me tomaba mi tiempo para cocinar. No sólo descansamos, sino que también nos pusimos morenos hasta la punta de los dedos. Yuki se compró un biquini de flores tropicales en la boutique del Hilton y cuando se lo ponía parecía que había vivido toda su vida en Hawai. Mejoró muchísimo en el surf, hasta el punto de que incluso cogía olas pequeñitas que yo no era capaz de atrapar. Compramos varias cintas de los Rolling Stones y las escuchábamos todos los días. Cada vez que yo iba a comprar bebidas y dejaba a Yuki sola en la playa, muchos chicos trataban de abordarla. Pero Yuki no sabía inglés, así que los ignoraba olímpicamente. Cuando yo regresaba, todos me decían «perdona» (o algo peor) y se largaban. Ella estaba muy bronceada, llena de vida y guapísima. Relajada, disfrutaba del día a día.
—Dime, ¿los hombres deseáis tanto a las mujeres? —soltó en cierta ocasión, cuando estábamos tumbados en la playa.
—Pues sí. El grado de deseo varía en función del individuo, pero en principio los hombres sienten un deseo físico hacia las mujeres. Más o menos sabes cómo funciona lo del sexo, ¿no?
—Sí, más o menos —contestó secamente.
—Hay algo que se llama la libido —le expliqué—. Te provoca las ganas de acostarte con una mujer. Es algo natural. Para la preservación de la especie…
—Yo no te he preguntado sobre la preservación de la especie. No me hables como si estuviéramos en una clase de ciencia y salud. A mí me interesa lo de la libido. ¿Cómo funciona eso?
—Imagínate que eres un pájaro —le dije—. Pongamos que disfrutas volando; te encanta, pero, por diversas circunstancias, sólo puedes volar muy de vez en cuando. En unas ocasiones puedes volar y en otras no, en función del tiempo que hace, la dirección del viento o la estación del año. Sin embargo, cuando pasas mucho tiempo sin poder volar, te sobra la energía y te impacientas, te irritas. Te preguntas por qué no puedes y te pones de mala leche. ¿Lo has sentido alguna vez?
—Sí —dijo ella—. Siempre me siento así.
—Muy bien, veo que lo cazas rápido. Eso es la libido.
—¿Cuándo fue la última vez que volaste? O sea, antes de lo de la chica que papá te pagó…
—A finales del mes pasado —le dije.
—¿Te lo pasaste bien?
Asentí.
—¿Siempre te lo pasas bien?
—No, siempre no —le dije—. Si pones juntos a dos seres imperfectos, las cosas no siempre salen bien. También hay momentos de desengaño. U otros en los que estás disfrutando del vuelo, te despistas y de pronto te estampas contra un árbol.
Yuki se quedó pensativa. Quizá estuviera imaginándose un pájaro volando por el cielo que mira algo de reojo, se distrae y choca contra un árbol. Me preocupé. ¿Realmente había sido una buena explicación? ¿No habría metido la pata al tratar de enseñarle esas cosas a una edad tan delicada como la suya? Pero qué más da, me dije; total, cuando crezca acabará aprendiéndolo por sí sola.
—Sin embargo, con el paso de los años la probabilidad de que salga bien va aumentando —proseguí—. Le coges el truco. Aprendes a prever el tiempo que hará y en qué dirección soplará el viento. Por otro lado, la libido va disminuyendo con la edad. Así son las cosas.
—Patético —dijo Yuki mientras negaba con la cabeza.
—Pues sí.
Hawai.
¿Cuántos días llevaba ya en la isla? Había perdido la noción del tiempo. A ayer le seguía hoy, y a hoy le seguía mañana. El sol ascendía y se hundía, la luna ascendía y se hundía, la marea subía y bajaba. Saqué mi agenda y, calendario en mano, calculé que habían pasado ya diez días desde nuestra llegada. Abril se aproximaba a su fin. El mes que me había tomado de vacaciones había terminado.
¿Qué me pasa?, me pregunté. Se me han aflojado las clavijas. Estoy completamente relajado. Son días de surf y piña colada. En sí, eso no tiene nada de malo. Pero se supone que debía buscar a Kiki. Ahí empezó todo. Pero empecé a tirar del hilo y todo ha desembocado en esto. Aparecieron, uno tras otro, extraños personajes y las cosas tomaron otro rumbo. Gracias a eso ahora escucho a los Kalapana mientras saboreo una bebida tropical a la sombra de una palmera. Pero en algún momento tendré que retomar mi camino. Mei ha muerto. La han asesinado. La policía vino a verme. Cierto, ¿qué habrá ocurrido con la investigación? ¿Habrán averiguado el Literato y el Pescador algo sobre su identidad? ¿Y qué estará haciendo Gotanda? Parecía cansado, perdido. Desde que nos vimos, ¿habrá querido hablar conmigo? Lo dejamos todo a medias. No puedo permitir que quede así. Es hora de regresar a Japón.
Sin embargo, por más que me lo decía, no era capaz de mover el trasero. Para mí, como para Yuki, esos días eran un ansiado paréntesis que me permitían liberarme de todo el estrés, y yo lo necesitaba tanto como ella. Enfrascado en el agradable día a día, apenas pensaba en nada. Tomaba el sol, nadaba, bebía cerveza y conducía por la isla mientras escuchaba a los Rolling Stones y a Bruce Springsteen. Paseaba por la playa iluminada por la luna y tomaba copas en bares de hotel.
Era consciente de que no podía seguir así eternamente. Pero no lograba ponerme en marcha. Y, cuando veía a Yuki tan relajada, era incapaz de decirle: «¡Venga, ponte en marcha otra vez!». Era la excusa perfecta.
Transcurrieron cuatro días más. Ya llevábamos allí dos semanas.
Una tarde, Yuki y yo íbamos en coche por el centro de la ciudad. Aunque el tráfico era denso, no teníamos prisa alguna, de modo que nos dedicábamos a contemplar la estampa urbana: salas de cine porno, tiendas de ropa de beneficencia, una tienda de ropa vietnamita que vendía telas para áo dài, restaurantes chinos, librerías de lance y tiendas de discos de segunda mano… Los comercios se sucedían uno tras otro. Delante de una tienda, dos ancianos habían sacado una mesa y sillas y echaban una partida de go. El mismo downtown de Honolulu de siempre. En ciertas esquinas, quietos, de pie, había hombres de ojos vidriosos. Era un barrio pintoresco, lleno de establecimientos buenos y baratos donde comer. Pero no era el lugar más apropiado para que una chica anduviese sola.
A medida que nos alejábamos del centro en dirección al puerto, aumentaron el número de almacenes y oficinas de empresas de importación y exportación. Las calles eran cada vez más inhóspitas. La gente tomaba el autobús a la salida del trabajo para volver deprisa a casa y las cafeterías encendían sus neones, en los que siempre faltaba alguna letra.
Entonces Yuki dijo que quería volver a ver E.T.
Le propuse ir después de cenar.
Luego ella empezó a hablarme de E.T. Ojalá fueras como E.T., decía. Y me tocó suavemente la frente con el índice.
—Es inútil. Por más que me toques, no me voy a curar.
Ella se rió disimuladamente.
Ocurrió en ese momento.
En ese instante algo me golpeó. Dentro de la cabeza algo hizo clac y se produjo una conexión. Algo sucedió. Aunque no fui capaz de saber qué era.
Casi de manera automática pisé el freno. El Camaro que venía detrás hizo sonar su claxon estridente varias veces y, al adelantarnos, profirió una sarta de insultos por la ventanilla. Acababa de ver algo. Ahí, en ese instante, algo muy importante.
—¡Eh! ¿Qué te pasa? Nos vamos a matar —gritó Yuki, o eso me pareció que decía.
Porque yo no oía nada. Kiki, pensaba. No cabía duda: acababa de ver a Kiki. En Honolulu. No tenía ni idea de qué hacía ahí. Pero era Kiki. Me la había cruzado. Había pasado caminando al lado del coche, tan cerca de nosotros que casi habría podido tocarla con la mano.
—Escúchame, voy a cerrar todas las ventanillas y echarle el seguro a las puertas. No salgas del coche. Si alguien te habla, no le abras. Vuelvo enseguida —dije, y bajé del coche.
—¡Eh, espera! ¡No me dejes aquí sola!
Yo ya había echado a correr, sin hacerle caso. Choqué con varios transeúntes, pero no podía pararme para pedir disculpas: no tenía un minuto que perder. Debía alcanzar a Kiki. Tenía que pararla y hablar con ella. Corrí dos manzanas, tres, siguiendo el flujo de gente. Mientras corría recordé que, cuando la había visto, un momento antes, llevaba un vestido azul y un bolso blanco. Y de pronto, a lo lejos, divisé un vestido azul y un bolso blanco que se agitaba al atardecer siguiendo la cadencia de su paso. Se dirigía hacia la zona más concurrida del centro. Al llegar a una avenida, el número de viandantes aumentó de golpe y ya no pude correr. Una mujer enorme, que debía de pesar el triple que Yuki, me obstaculizó el paso. Con todo, la distancia que me separaba de Kiki se acortaba poco a poco. Ella no dejaba de caminar. A una velocidad normal, ni rápido, ni despacio. Simplemente caminaba recto, sin volverse hacia atrás, sin mirar hacia los lados ni dar señales de que fuera a subirse a un autobús. Tenía la sensación de que le daría alcance de un momento a otro, pero, por extraño que parezca, la distancia no parecía menguar. Ella no tenía que pararse en los semáforos. Todos estaban en verde, como si caminase haciendo cálculos. Para no perderla de vista, crucé corriendo un semáforo en rojo, a riesgo de ser atropellado.
Me encontraba a unos veinte metros de ella cuando, de repente, dobló una esquina a la izquierda. Por supuesto, la seguí. Me encontré en una callejuela desierta. A uno y otro lado se alzaban viejos edificios de oficinas sin demasiado encanto, con sucias camionetas y furgonetas aparcadas. Kiki había desaparecido. Jadeando, me detuve y me froté los ojos. ¡Eh! Pero ¿qué pasaba? ¿Había vuelto a desaparecer? No. Por un instante, un camión de reparto me la había ocultado. Caminaba por la acera al mismo ritmo que antes. Pese a que la oscuridad del crepúsculo aumentaba a cada instante, podía ver claramente su bolso blanco balanceándose, como un péndulo, a la altura de su cintura.
—¡Kiki! —grité.
Tuve la impresión de que me oyó, porque se volvió de refilón hacia mí. Es ella, pensé. Por supuesto, todavía nos separaba cierta distancia, era casi de noche y estábamos en una callejuela oscura apenas iluminada. Sin embargo, estaba seguro de que era Kiki. No tenía la menor duda. Y ella sabía que era yo. Incluso me sonrió.
Pero no se detuvo. Tan sólo había mirado por encima del hombro, sin aflojar el paso. Siguió adelante y entró en uno de los edificios de oficinas. La imité, con unos veinte segundos de retraso. Demasiado tarde: la puerta del ascensor que había al fondo del vestíbulo ya se había cerrado. La aguja del viejo indicador de las plantas había empezado a moverse lentamente. Conteniendo la respiración, observé la aguja. Se desplazó a una velocidad exasperantemente lenta hasta detenerse en el número ocho con un pequeño temblor. Luego se quedó quieta. Pulsé el botón, pero segundos después cambié de opinión y subí a toda prisa por las escaleras. Por el camino me topé con un samoano de pelo cano que bajaba con un cubo y tenía pinta de ser el portero del edificio. Casi choqué contra él.
«¡Eh! ¿Adónde va?», me preguntó, pero yo le dije: «¡Después…!» sin dejar de subir los peldaños a toda velocidad. El edificio parecía desierto y apestaba a polvo. El ruido de las suelas de mis zapatillas de deporte resonaba en medio del silencio. Nada indicaba que allí viviera gente. Al llegar a la octava planta, miré a izquierda y derecha. Pero nada: no había nadie. A lo largo del pasillo se alineaban siete u ocho puertas, sin ningún detalle llamativo. De cada una colgaba un letrero con un número y el nombre del negocio.
Los leí uno por uno, pero ningún nombre me decía nada. Una empresa de importación y exportación, un bufete de abogados, un dentista… Todos los letreros estaban viejos y sucios. Incluso los nombres escritos parecían deslucidos. Ninguno de los negocios tenía pinta de estar precisamente en auge. Eran oficinas anodinas en una anodina planta de un edificio anodino en una calle anodina. Una vez más, leí lentamente y por orden todos los letreros, pero ninguno de ellos parecía guardar relación con Kiki. Me quedé inmóvil, dubitativo. Agucé el oído. No se oía el menor susurro. Todo el edificio estaba silencioso como unas ruinas.
Luego oí algo, un taconeo sobre un suelo duro. Resonaba en el techo alto del pasillo. Un eco seco, pesado, como un recuerdo ancestral. El eco sacudió mi conciencia. De pronto me sentí como si deambulara por el laberinto de las vísceras de una criatura gigante, muerta hacía mucho tiempo, erosionada y reseca. Por alguna razón, yo me había deslizado en un agujero en el tiempo y había quedado atrapado en aquella cavidad.
El taconeo resonaba tan alto que durante un rato no fui capaz de discernir de dónde provenía. Sin embargo, venía del fondo del pasillo, de una de las puertas situadas a la derecha. Haciendo el menor ruido posible con mis zapatillas deportivas, me dirigí rápidamente hacia allí. Parecía proceder del otro lado de la última puerta, pero, al mismo tiempo, se oía muy lejano. En esa puerta no había letrero.
¡Qué raro!, pensé. Hace un momento, cuando examiné todas las puertas, ésta también tenía letrero. No recuerdo qué negocio era, pero letrero sí había.
¿No estaré soñando?, me pregunté. No, no es un sueño. No puede serlo. Todo es lineal. Sigue un orden. Estoy en Honolulu y he llegado hasta aquí siguiendo a Kiki. No es un sueño. Es una situación disparatada, pero muy real.
Probé a llamar a la puerta.
Al golpear suavemente con los nudillos, cesó el taconeo. Una vez que se desvaneció en el aire el último eco, el silencio absoluto volvió a descender sobre el edificio.
Esperé delante de la puerta unos treinta segundos. Nada ocurrió. Los pasos se habían detenido.
Asiendo el pomo, me decidí a girarlo despacio. No estaba cerrado con llave. El pomo giró lentamente y la puerta se abrió hacia dentro con un leve chirrido. Daba a una habitación que estaba a oscuras y donde se percibía un ligero olor a producto para fregar el suelo. Parecía haber sido una oficina, pero estaba vacía. No había mobiliario ni iluminación alguna. Tan sólo la luz mortecina del atardecer, que entraba por una ventana, teñía la sala de un azul pálido. En el suelo había esparcidas algunas hojas de periódico descoloridas. Ni un alma.
Entonces volvieron a oírse los pasos. Cuatro, para ser exactos, y luego de nuevo el silencio.
Me había parecido que el ruido procedía del fondo, de algún lugar a la derecha. Me dirigí hacia allí y descubrí que, junto a la ventana, había una puerta. La abrí. Delante de mí arrancaban unas escaleras. Me agarré al frío pasamanos metálico y empecé a subir lentamente y a oscuras, con cuidado para no caer. Eran empinadas. Parecían unas escaleras de emergencia o algo por el estilo. Sin ninguna duda, arriba se oía algo. Al llegar a lo alto, vi otra puerta. Busqué algún interruptor de la luz, pero no lo encontré por ninguna parte. Resignado, busqué el pomo a tientas y abrí la puerta.
La habitación estaba oscura. La oscuridad no era total, como en las escaleras, pero no se distinguía nada. Sólo percibí que se trataba de un espacio bastante amplio. Supuse que sería un ático o un desván. O no había ventanas o, si las había, estaban todas tapiadas. Por fin, en medio del alto techo, distinguí un pequeño tragaluz. Sin embargo, como la luna todavía no estaba muy alta, apenas entraba luz. El tenue resplandor de una farola se colaba por el tragaluz tras haberse refractado una y otra vez.
En el umbral de aquella extraña oscuridad, volví a gritar: «¡Kiki!».
Esperé un rato, pero no hubo respuesta.
Me pregunté qué haría. Estaba demasiado oscuro para avanzar. Nada podía hacer. Decidí esperar un poco más. Quizá al cabo de un rato mis ojos se acostumbraran a la oscuridad y tal vez atisbase algo.
No sé cuánto tiempo estuve allí, inmóvil, sin soltar el pomo de la puerta. Prestaba oídos y escrutaba la oscuridad. Poco después, un inesperado rayo de luz iluminó débilmente la habitación. ¿Habría ascendido la luna? Quizá habían empezado a encender las farolas. Solté el pomo de la puerta y, con pasos cautelosos, me dirigí al centro de la sala. La suela de goma de mis zapatillas producía un extraño ruido, seco y pesado. Al igual que el taconeo que había oído hacía un rato, ese ruido tenía un eco misterioso, irreal.
—¡Kiki! —grité una vez más.
No hubo respuesta.
Tal y como había intuido, era una sala muy amplia. Estaba vacía y en ella se respiraba un aire estancado. Llegué al centro y, al mirar a mi alrededor, entreví viejos muebles en los rincones. Bultos grises que parecían un sofá, sillas, una mesa, una cómoda. Eran peculiares. No semejaban muebles en absoluto. Como si les faltara realismo. En contraste con la amplitud de la sala, el número de muebles era ridículamente escaso. El espacio se expandía, fantasmagórico, en sentido centrífugo.
Agucé la vista, en busca del bolso blanco de Kiki en alguna parte. Me dije que el vestido azul no se vería en aquella oscuridad, pero sí quizá el bolso. Quizá ella estuviese sentada en el sofá o en alguna de las sillas.
Pero no vi ningún bolso. Sobre el sofá y las sillas sólo distinguí algo que se me antojó unas telas blancas y arrugadas. Imaginé que serían fundas de lino. Pero al acercarme resultó que no eran telas. Eran huesos. En el sofá había dos esqueletos sentados el uno al lado del otro. Dos esqueletos humanos enteros. Uno grande y otro pequeño. Estaban sentados como si estuvieran vivos. El grande apoyaba un brazo sobre el respaldo. El pequeño tenía las dos manos colocadas sobre las rodillas. Parecía que habían muerto de manera fulminante, la carne había desaparecido y sólo quedaban los huesos. Daba la sensación de que sonreían. Y eran de un blanco asombroso.
No sentí miedo. No sé por qué, pero estaba tranquilo.
Están ahí quietos, pensé. No van a moverse. Como dijo el policía, los esqueletos no desprenden ningún olor, están impolutos, silenciosos. Están irrevocablemente muertos. No tengo nada que temer.
Recorrí la sala. Había seis esqueletos. Excepto uno, todos estaban completos. Esos cinco estaban sentados, como si la muerte los hubiera sorprendido en esa postura. Uno de ellos —por el tamaño supuse que sería un hombre— parecía ver la tele. Aunque el televisor estaba apagado, la línea de visión del esqueleto moría en la pantalla. Una mirada vacía clavada en imágenes vacías. Otro había muerto sentado a la mesa, ante unos platos cuyo contenido se había convertido en polvo blanco. El sexto, el único esqueleto incompleto, estaba echado en una cama. Le faltaba el brazo izquierdo desde el hombro.
Cerré los ojos.
¿Qué demonios es esto? ¿Qué intentas enseñarme, Kiki?
Volvieron a oírse pasos. Procedían de otra estancia, pero no sabía de qué dirección. Parecían surgir de algún lugar inexistente. Porque aquella sala no tenía salida. No conducía a ninguna parte. El ruido de pasos se prolongó para al rato desaparecer. Sobrevino un silencio tan denso que tuve la impresión de que me ahogaba. Me limpié el sudor de la cara con la palma de la mano. Kiki había vuelto a esfumarse.
Abrí la puerta por la que había entrado y salí. Eché un último vistazo hacia la habitación y el blanco de los seis esqueletos brilló, pálido, en medio de la oscuridad azulada. Parecía que iban a levantarse en cualquier momento y echar a andar. Como si esperaran a que yo me marchara. Quizá encenderían el televisor y la comida caliente regresaría a los platos. Cerré la puerta con suavidad, para no molestarlos, y bajé las escaleras hasta la oficina vacía. Todo estaba tal y como lo había dejado. No había nadie. Las hojas de periódico seguían tiradas en el suelo.
Me acerqué a la ventana y miré hacia abajo. En la calle, las farolas de luz blanca estaban encendidas y junto a la acera había furgonetas y camionetas aparcadas, igual que antes. La calle estaba desierta. El sol ya se había puesto.
Entonces me fijé en que, sobre el alféizar de la ventana, había algo cubierto de polvo. Era un trozo de papel, del tamaño de una tarjeta de visita, con siete cifras escritas a bolígrafo que parecían un número de teléfono. Tanto el papel como la tinta eran nuevos; no se habían descolorido. El número no me sonaba de nada. Le di la vuelta, pero estaba en blanco.
Me guardé el papel en el bolsillo y salí al pasillo.
Me quedé allí quieto, aguzando el oído durante un rato.
Pero ya no se oía nada.
Todo estaba muerto. Reinaba el silencio más absoluto, como si hubieran cortado la línea de un teléfono. Ese silencio no me llevaría a ninguna parte. Dándome por vencido, bajé la escalera. Al llegar al vestíbulo, busqué al portero que había visto antes. Quería preguntarle por la oficina en la que había entrado, pero no lo encontré. Tras esperar un rato, empecé a preocuparme por Yuki. Intenté calcular cuánto tiempo la había dejado sola, pero en vano. ¿Media hora? ¿Quizá una hora? Ya había anochecido. Y la había dejado sola en una calle que podía ser peligrosa. Por hoy es suficiente, me dije. Quedándome aquí no voy a solucionar nada.
Después de memorizar el nombre de la calle, me apresuré a volver al coche. Yuki, con cara enfurruñada y recostada en el asiento, estaba escuchando la radio. Cuando di un golpecito en la ventanilla, irguió la cabeza y levantó el seguro de la puerta.
—Lo siento —le dije.
—Ha venido un montón de gente. Gritaban como locos, golpeaban las ventanillas, sacudían el coche… —dijo ella con indiferencia mientras apagaba la radio—. He pasado mucho miedo.
—Lo siento.
Me miró fijamente. Entonces me pareció que sus ojos se habían convertido en hielo. Las pupilas perdieron su color, y un ligero temblor recorrió su rostro, como cuando una hoja cae sobre la superficie calma de un lago. Sus labios se movieron despacio musitando palabras que no llegaron a pronunciarse.
—¿Dónde demonios has estado?
—No lo sé —respondí. Mi voz parecía surgir de un lugar que no reconocía y resonaba con un misterioso eco parecido al de los pasos que había oído hacía unos minutos. Me saqué un pañuelo del bolsillo y me enjugué lentamente el sudor. Se había formado una película fría y dura sobre mi rostro—. No lo sé —repetí—. ¿Dónde demonios he estado?
Yuki entornó los ojos, estiró silenciosamente el brazo y me tocó la mejilla con sus suaves dedos. Inspiró por la nariz, como si oliera algo, sin apartar los dedos de mi mejilla. Su naricita pareció hincharse y ponerse rígida. Sus ojos se clavaron en los míos, y tuve la impresión de que me miraba desde muy lejos.
—Pero has visto algo, ¿no?
Asentí.
—Pero no puedes decir lo que has visto. No puedes explicarlo. Y por más que lo hicieras, nadie lo entendería. Te comprendo. —Se arrimó a mí y durante unos segundos pegó su mejilla a la mía—. Pobre… —dijo.
—¿Por qué será? —dije yo, y no pude evitar reírme, aunque no tenía ningunas ganas—. ¡Pero si soy un tipo normal y corriente! ¿Por qué tienen que pasarme cosas raras?
—Vete tú a saber… —dijo Yuki—. A mí no me lo preguntes. Yo soy una niña y tú un adulto.
—Tienes razón.
—Pero comprendo lo que sientes.
—Pues yo no.
—Impotencia —me dijo—. Como si algo enorme te sacudiera y tú no pudieras hacer nada.
—Tal vez.
—Cuando los adultos se sienten así, beben.
—Efectivamente.
Fuimos al bar del Halekulani. No al que estaba junto a la piscina, sino a uno interior. Yo pedí un martini y Yuki, un refresco de limón. Un pianista de mediana edad y cabello ralo, con el mismo rictus serio de Serguéi Rachmáninov, tocaba viejos clásicos de jazz en un piano de cola. Nosotros dos éramos su único público. Tocó Stardust, But Not for Me, Moonlight in Vermont. Técnicamente no había nada que reprocharle, pero la interpretación no era nada del otro mundo. Al final tocó un preludio de Chopin. Ésa sí fue una interpretación magnífica. Cuando Yuki lo aplaudió, el pianista abrió los labios dos milímetros para sonreír y se marchó.
Acabé tomándome tres martinis. Cerré los ojos y traté de recordar el interior de aquella sala. Parecía un sueño de esos de los que te despiertas empapado en sudor, suspirando y pensando: «¡Por suerte, sólo era una pesadilla!». Pero aquello no había sido un sueño. Yo lo sabía, y también Yuki. Yuki sabía que los había visto de verdad. Los seis esqueletos. ¿Significaban algo? El esqueleto sin brazo izquierdo, ¿era el de Dick North? En ese caso, ¿de quiénes eran los otros cinco?
¿Qué había querido transmitirme Kiki?
De pronto me acordé del trozo de papel que había encontrado sobre el alféizar de la ventana. Lo saqué del bolsillo, busqué un teléfono y marqué el número. Nadie respondía. El tono de llamada parecía una plomada suspendida sobre un vacío sin fondo. Volví al bar y suspiré.
—Si encuentro plaza en algún vuelo, creo que mañana regresaré a Japón —le dije—. Llevo demasiado tiempo aquí. Han sido unas vacaciones estupendas, pero siento que ha llegado la hora de marcharme. Además, en Japón tengo muchos asuntos pendientes.
Yuki asintió. Parecía saber que iba a hablarle de eso antes de que yo hubiera abierto la boca.
—Está bien. Si quieres irte, vete. No te preocupes por mí.
—¿Y qué harás tú? ¿Te quedas o vuelves conmigo a Japón?
Yuki se encogió ligeramente de hombros.
—Prefiero quedarme unos días más. Todavía no tengo ganas de volver a Japón. Supongo que a mamá no le importará que me quede en su casa.
Apuré el martini.
—Entonces mañana te llevaré en coche hasta Makaha. Además, así veré a tu madre antes de irme.
Luego fuimos a cenar juntos por última vez a una marisquería cerca de la Aloha Tower. Ella comió langosta y yo, después de tomarme un whisky, ostras fritas. Apenas hablamos. Yo estaba aturdido. Tenía la sensación de que me quedaría dormido mientras comía y me convertiría en un esqueleto.
De vez en cuando, Yuki me miraba de reojo. Cuando terminamos de cenar, me dijo: «Deberías irte al hotel y dormir. Tienes mal aspecto».
En mi habitación, encendí el televisor y me serví vino. Retransmitían en directo un partido de béisbol: los Yankees contra los Orioles. No prestaba atención al partido, pero no quería apagar el televisor. Me mantenía vinculado con la realidad.
Bebí vino hasta que me entró sueño. Luego me acordé del papelito y volví a llamar al número. Como imaginaba, nadie atendió la llamada. Lo dejé sonar unas quince veces y colgué. Después volví a sentarme en el sofá y clavé la mirada en la pantalla del televisor. Winfield entró en el cajón de bateo. Me di cuenta de que algo ocurría. Algo.
Con la mirada fija en la pantalla, pensé un rato en ese algo.
Algo se parecía a algo. Algo estaba conectado con algo.
¡No puede ser!, me dije. De todas formas, merecía la pena comprobarlo. Con el trozo de papel en la mano, me acerqué a la puerta y comparé el número de teléfono que June había escrito con el que figuraba en el trozo de papel.
Era el mismo.
Todo está conectado, me dije. Todo está conectado. Y yo soy el único que no comprende esa conexión.
A la mañana siguiente fui a las oficinas de Japan All Airways y reservé un vuelo para la tarde. Luego pagué la cuenta del hotel y llevé a Yuki a casa de su madre. A primera hora había llamado a Ame y le había dicho que me había surgido un asunto urgente y tenía que marcharme a Japón ese mismo día. No se sorprendió. Me dijo que en su casa había sitio para Yuki y me pidió si podía llevarla hasta allí. Sorprendentemente, había amanecido nublado. No me hubiera extrañado que cayera otro aguacero. Nos subimos en el Mitsubishi Lancer y, como siempre, conduje a ciento veinte por la autopista que bordeaba la costa mientras, como siempre, escuchábamos la radio.
—Suena como un Pac-Man —dijo Yuki.
—¿El qué? —le pregunté.
—Es como si en tu corazón llevaras un Pac-Man —dijo Yuki—. El Pac-Man se come tu corazón. Bip, bip, bip, bibip, bip…
—No te entiendo.
—Algo está comiéndote.
Reflexioné mientras conducía.
—A veces siento algo así como la sombra de la muerte —le dije—. Es una sombra muy densa. Como si la muerte me pisara los talones y en el momento menos pensado pudiera alargar los brazos y agarrarme los tobillos. Pero no tengo miedo. Porque nunca se trata de mi muerte. Siempre agarra los tobillos de otra persona. Pero, cada vez que alguien muere, siento que mi existencia se descarría un poco más. ¿Por qué será?
Yuki se encogió de hombros en silencio.
—La muerte siempre está rondándome. Y aprovecha el menor resquicio para asomarse.
—A lo mejor ésa es tu llave. A lo mejor la muerte te conecta con el mundo.
Volví a reflexionar sobre eso.
—Tú también sabes cómo deprimir a la gente.
Dick North me dijo que me echaría de menos. Apenas teníamos nada en común, pero los dos nos sentíamos relajados, despreocupados, cuando estábamos juntos. Además, yo admiraba el modo en que su poesía se acercaba a la realidad. Al ir a estrecharle la mano para despedirme, recordé de pronto aquel esqueleto. ¿Sería el de Dick North?
—Dick, ¿alguna vez has pensado en cómo te vas a morir? —le pregunté.
Él sonrió y se quedó pensativo.
—Solía pensarlo durante la guerra. Allí podías morir de muchas maneras. Pero últimamente ya no lo pienso demasiado. No tengo tiempo para pararme a pensar en esas cosas. La paz es mucho más ajetreada que la guerra. —Se rió—. ¿Por qué me lo preguntas?
Le dije que por nada en particular. Mera curiosidad.
—Pensaré en ello —prometió— y te lo diré la próxima vez que nos veamos.
Ame me propuso entonces que diéramos un paseo. Caminamos despacio, el uno junto al otro, por un trazado para hacer footing.
—Muchas gracias por todo —me dijo—, de verdad. No se me dan demasiado bien estas cosas, pero, en fin… Pues eso: que siento que gracias a ti muchas cosas han mejorado. Desde que te tenemos entre nosotras, todo marcha sobre ruedas. Yuki y yo hemos hablado largamente y parece que ahora nos entendemos un poquito mejor la una a la otra. Ahora, además, pasará unos días con nosotros.
—Me alegro —le dije. Suelo decir «me alegro» en momentos cruciales en los que no se me ocurre qué decir y callarse resultaría inapropiado. Pero Ame, lógicamente, no se dio cuenta.
—Desde que te conoce, Yuki está más tranquila. Menos irritable. Se ve que los dos hacéis buenas migas. Ignoro qué es, pero quizá tengáis algo en común, ¿no crees?
Le respondí que no lo sabía.
Me dijo que no sabía qué hacer con respecto al colegio.
Le contesté que, si ella no quería ir, que no fuera.
—Dado que es una chica muy complicada y vulnerable —insistí—, sería inútil forzarla a hacer nada. Pero usted podría buscar a alguien que le diera clases particulares y le enseñara lo imprescindible. No creo que le convengan esos desvelos por aprobar exámenes, esas estúpidas actividades extraescolares, esa absurda competitividad, la presión del grupo y esas normas hipócritas. Si no quiere ir a la escuela, que no vaya. Hay personas que no necesitan todo eso. ¿No sería mucho mejor que descubriese cuál es su propio talento y lo cultivase? Estoy convencido de que tiene un gran potencial. O, ¿quién sabe?, quizá, cuando menos se lo espere, le diga que quiere volver al colegio. Entonces tendría que dejarla ir, por supuesto. En cualquier caso, es ella la que debe decidir, ¿no le parece?
—Sí, es cierto —asintió, después de pensárselo un rato—. Tienes toda la razón. Yo tampoco fui precisamente lo que se llama un animal social y nunca iba a clases, así que entiendo lo que quieres decirme.
—Si lo entiende, no necesita darle más vueltas. ¿Cuál es el problema?
Ella movió la cabeza de un lado a otro, y se oyó un pequeño crujir de huesos.
—No, ninguno en particular. Sólo que no acababa de confiar en mi competencia como madre y por eso me veía incapaz de adoptar una postura firme. Como no me sentía segura, mi visión era muy pesimista. Pensaba que si Yuki no iba a la escuela, su vida social sería un desastre.
¿Su vida social?, pensé yo. Y le contesté:
—Por supuesto, puede que me equivoque. Nadie sabe lo que ocurrirá en el futuro. Tal vez todo vaya mal. Como Yuki es una chica inteligente, si usted, como madre o como amiga, se esfuerza día a día por hacerle ver que existe un vínculo entre las dos, y consigue demostrarle que la respeta, de lo demás ya se encargará ella.
Durante un rato caminó en silencio, las manos metidas en los bolsillos de su pantalón corto.
—Usted entiende muy bien a la niña. ¿Por qué?
Estuve a punto de contestarle que era simplemente porque me esforzaba por comprenderla.
Entonces me dijo que quería compensarme de alguna forma por haberme ocupado de Yuki. Le contesté que el señor Makimura ya lo había hecho. Y con creces.
—Aun así, quiero hacerlo. Él es él y yo soy yo. Y quiero hacerlo ya, porque si no, me olvidaré enseguida.
—No importa si se olvida —le dije riéndome.
Se sentó en un banco que había a un lado del camino y sacó del bolsillo de la camisa un paquete de cigarrillos. La cajetilla azul de Salem se había reblandecido con el sudor. Los mismos pájaros de siempre trinaban fieles a su compleja escala musical.
Ame fumó en silencio. En realidad, sólo le dio un par de caladas al cigarrillo, que después se fue consumiendo entre sus dedos mientras la ceniza caía poco a poco sobre el césped. Pensé entonces en el tiempo, que, como aquel cigarrillo, también se convertía en un cadáver. El tiempo moría poco a poco entre sus dedos hasta transformarse en ceniza blanca. Mientras oía el canto de los pájaros, observé a un jardinero que circulaba en su cochecito por el camino de abajo. Desde que habíamos llegado a Makaha, el tiempo había mejorado. A lo lejos resonó un trueno solitario. Eso fue todo. El cielo se despejó de repente, y el calor y la luz se abrieron paso entre los densos nubarrones para inundar la tierra de una vitalidad renovada. Con sus gafas de sol y su camisa vaquera (para trabajar llevaba siempre esa camisa, con un bolígrafo, un rotulador, mechero y tabaco en el bolsillo de la pechera), Ame no parecía notar el bochorno ni la luz del sol ardiente. Sin embargo, supuse que tendría mucho calor. La prueba era que por la nuca le corrían regueros de sudor y en algunas partes de la camisa se veían manchas oscuras. Pero ella no lo notaba, no sabría decir si debido a un esfuerzo por concentrarse o por mantener despejada su mente. De cualquier modo, así transcurrieron diez minutos. Diez insustanciales minutos semejantes a un fugaz desplazamiento en el tiempo y en el espacio. Ella apenas parecía percibir ese fenómeno que es el paso del tiempo. Puede que el tiempo no ocupara un lugar destacado en su día a día, o, en todo caso, ocupara uno menor. En cambio, para mí, sí era relevante: yo tenía un vuelo reservado.
—Tengo que irme —le dije mirando el reloj de pulsera—. Me gustaría llegar pronto, porque tengo que devolver el coche de alquiler en el aeropuerto.
Ella trató de fijar la mirada en mí. En aquel momento, su expresión recordaba mucho la que Yuki adoptaba a veces. Era como si tratase de volver a la realidad. Una vez más, me di cuenta de que madre e hija compartían cierto temperamento, determinadas actitudes.
—¡Ah! Es verdad: tienes prisa. Perdona, pero no me había dado cuenta —se excusó. Y volvió a ladear la cabeza a derecha e izquierda—. Es que estaba pensando.
Nos levantamos del banco y regresamos a casa por el mismo camino.
En el momento de marcharme, los tres salieron a despedirme. Le dije a Yuki que no comiera tanta comida basura. Ella sólo frunció los labios. De todas formas, estando Dick North allí, no tenía de qué preocuparme.
Fue curioso verlos a los tres en línea reflejados en el espejo retrovisor: Dick North, con el brazo derecho levantado, agitaba la mano; Ame, de brazos cruzados, miraba hacia delante ensimismada; Yuki, de perfil, le pegó una patada a una piedrecilla con la punta de la sandalia. Realmente parecía una familia muy variopinta abandonada en un rincón de un universo imperfecto. Me costaba creer que hasta un instante antes yo había estado allí, mezclado con ellos. Pero una vez que giré a la izquierda en la primera curva, su imagen desapareció del espejo. Y yo me quedé solo. Por primera vez en bastante tiempo.
Me alegré de quedarme solo. Por supuesto, eso no quería decir que me desagradase estar con Yuki; simplemente, me sentía bien solo. No necesitaba consultar a nadie antes de hacer las cosas, ni disculparme cuando salían mal. Si encontraba algo gracioso, podía hacerme un chiste a mí mismo y reírme. Nadie iba a replicarme: «Este chiste no me hace ninguna gracia». Si me aburría, podía ponerme a contemplar el cenicero o cualquier otro objeto, porque nadie me preguntaría: «¿Por qué miras el cenicero?». Para bien o para mal, estaba demasiado acostumbrado a vivir solo.
También noté que, a mi alrededor, incluso el color de la luz y el olor del viento habían cambiado ligera aunque perceptiblemente. Respiré hondo y me pareció que mi interior se ensanchaba un poco. Conduje relajadamente hasta el aeropuerto mientras escuchaba a Coleman Hawkins o a Lee Morgan en un programa radiofónico de jazz. Las nubes que cubrían parte del cielo se habían dispersado como si alguien las hubiera arrancado y sólo quedaran unos cuantos jirones; ahora, los alisios que mecían las hojas de las palmeras los desplazaban lentamente hacia el oeste. Vi que un 747 se incrustaba en el cielo formando un ángulo agudo como si fuera una cuña plateada.
Sin embargo, desde que me había quedado solo, era incapaz de pensar en nada. Sentí como si mi centro de gravedad se hubiera desplazado rápidamente, y a mi mente le costaba adaptarse a ese brusco cambio. Con todo, no poder pensar era fabuloso. ¿Qué más da?, dije. No pienses en nada. Estás en Hawai, imbécil. ¿Para qué quieres pensar en nada? Con la mente en blanco, me limité a conducir mientras silbaba, aunque era más un siseo que un silbido, Stuffy y The Sidewinder. Oí el ulular del viento mientras bajaba una cuesta a ciento sesenta. Después, tras un cambio de rasante, se amplió mi campo de visión y apareció el Pacífico, de un azul intenso.
Bueno, pensé, adiós a las vacaciones. Todo lo bueno se acaba.
Al llegar al aeropuerto, devolví el coche y, tras recoger la tarjeta de embarque en el mostrador de la Japan Airlines, busqué una cabina de teléfono y probé a llamar al misterioso número por última vez. Como ya me esperaba, no contestó nadie. Colgué el aparato y me quedé mirándolo. Al cabo de un rato, dándome por vencido, salí de la cabina, me fui a la sala de espera de primera clase y me tomé un gin tonic.
Tokio, pensé. Pero no logré recordar bien cómo era.