21

Llegaron pasadas las tres. Eran dos. Estaba duchándome cuando sonó el timbre de la puerta. Llamaron ocho veces hasta que, envuelto en un albornoz, abrí la puerta. Sonaba de tal forma que parecía que la irritación fuera a clavárseme en la piel. Al abrir, me encontré con dos hombres. Uno de unos cuarenta y cinco años, y otro que parecía de mi edad.

El mayor era alto, tenía una cicatriz en la nariz y estaba muy moreno para esa época del año. Su bronceado era como el de un pescador, no el de quien toma el sol en una playa de Guam o una estación de esquí. El cabello, a primera vista, parecía duro, hirsuto, y tenía las manos desmesuradamente grandes. Vestía un gabán gris.

El más joven, de baja estatura y cabello largo, tenía los ojos estrechos y vivaces. Parecía un joven aspirante a literato de otra época. Ya me lo imaginaba en un círculo literario apartándose el flequillo de la frente y diciendo: «¡Pero qué bueno es Mishima!»; cuando yo iba a la universidad, en clase siempre había alguno así. Éste vestía un abrigo azul marino con el cuello alzado.

Ambos calzaban unos zapatos de piel negros anticuados y raídos, de esos que si te los encuentras tirados ni los miras. Ellos, por su parte, no eran precisamente el tipo de persona con el que me gustaría hacer buenas migas. En cualquier caso, los bauticé como «el Pescador» y «el Literato».

El Literato se sacó una placa de policía del bolsillo del abrigo y me la enseñó sin decir nada. Como en las películas, me dije. Era la primera vez que veía una placa de policía, pero de un vistazo comprendí que era auténtica. Estaba igual de gastada que los zapatos. Sin embargo, por el modo en que se llevó la mano al bolsillo para sacarla, me pareció que iba a intentar venderme la revista de su círculo literario.

—Venimos de la comisaría de Akasaka —me informó el Literato, y después me preguntó por mí.

Le dije que era yo.

El Pescador permanecía en silencio, con las manos metidas en los bolsillos del gabán. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, había puesto un pie junto al marco de la puerta para que yo no pudiera cerrarla. ¡Igual que en las películas!

El Literato se guardó la placa en el bolsillo y me miró de arriba abajo. Yo iba en albornoz y tenía el pelo mojado. El albornoz, de color verde, era de la marca Renoma; el logotipo, en la espalda, lo demostraba. Y me había lavado la cabeza con champú Wella. Tranquilo, pensando que no tenía nada de que avergonzarme, esperé a que dijese algo.

—Sentimos presentarnos tan de repente, pero tiene que venir con nosotros a comisaría para que le hagamos unas preguntas —dijo al fin el Literato.

—¿Unas preguntas? ¿Sobre qué? —inquirí.

—Lo sabrá a su debido tiempo —me dijo—. Para poder hacerle esas preguntas debemos seguir el procedimiento que marca la ley, así que ¿podría acompañarnos ahora mismo hasta la comisaría?

—Muy bien, pero ¿les importaría que me cambiara de ropa?

—Por supuesto, adelante —dijo el Literato en voz monocorde y tan inexpresiva como su semblante. Pensé que, si Gotanda interpretara un papel de policía, lo haría mucho mejor, resultaría más auténtico. Es lo que pasa con la realidad.

Mientras me cambiaba, los dos me esperaron en el umbral de la puerta de entrada, sin cerrarla. Me puse unos vaqueros que solía llevar a menudo, un jersey gris y una chaqueta de tweed. Me sequé el pelo con una toalla, cogí el billetero, la agenda de teléfonos y el llavero, cerré las ventanas, cerré el gas y la luz, y activé el contestador. Luego me calcé unos náuticos Top-Sider azul marino. Mientras lo hacía, los dos me miraban fijamente, con curiosidad. El Pescador todavía pisaba la entrada con un pie.

El coche estaba aparcado a poca distancia de la entrada del edificio. Era un coche normal y corriente, pero al volante había un policía uniformado. El Pescador fue el primero en subir a los asientos de atrás, luego yo y el Literato el último. También como en las películas. El Literato cerró la puerta y el coche arrancó.

Aunque las calles estaban bastante congestionadas, no pusieron la sirena. Más o menos, era como ir en taxi. Sólo que sin taxímetro. Pasamos más tiempo parados que en marcha y, debido a ello, los conductores de los otros coches no dejaban de observarme. Ninguno de los policías abrió la boca. El Pescador, con los brazos cruzados, miraba hacia el frente. El Literato miraba por la ventanilla con gesto serio, como si practicara la descripción de paisajes. Me pregunté cómo serían esas descripciones. Sin duda sombrías, llenas de metáforas duras. «La noción de la primavera nos golpeó con el ímpetu de una oscura corriente marina. Su llegada exacerbó las emociones de las multitudes anónimas que llenaban los resquicios de la urbe para arrastrarlas silenciosamente hacia las arenas movedizas de lo fútil.»

Me entraron ganas de corregir a conciencia el párrafo. ¿Qué era eso de «la noción de la primavera»? Y «las arenas movedizas de lo fútil», ¿arrastraban a las «multitudes anónimas» o a las emociones? Pero me di cuenta de que era una tontería. Las calles de Shibuya seguían atestadas de colegiales ligeros de cascos y vestidos como payasos cursis. Nada de emociones ni de arenas movedizas.

Al llegar a la comisaría, me llevaron a una sala de interrogatorios que había en la segunda planta. Era una habitación de unos siete metros cuadrados con un ventanuco por el que apenas entraba luz. Debía de estar muy pegada al edificio de al lado. Había una mesa, dos sillas de acero, de oficina, y dos taburetes de plástico. De la pared colgaba un sencillo reloj. Eso era todo. No había ni un calendario, ni estanterías, ni floreros, ni juegos de té ni letreros. Sólo la mesa, las sillas y el reloj. Sobre la mesa, un cenicero, una bandeja con bolígrafos y, en el extremo, varias carpetas amontonadas. Una vez allí, se quitaron los abrigos, los doblaron, los dejaron en los taburetes y luego me pidieron que me sentara en una de las dos sillas. El Pescador se sentó frente a mí. El Literato se quedó de pie a corta distancia, hojeando una libreta.

—Veamos, ¿qué hizo usted anoche? —me preguntó el Pescador tras un largo silencio. Bien pensado, era la primera vez que el Pescador abría la boca.

¿Anoche?, pensé. No distinguía entre la noche anterior y la noche de hacía dos días. Tampoco la de hacía tres días. Triste, pero cierto. Intenté hacer memoria.

—Vaya —dijo el Pescador, y carraspeó—, veo que le lleva mucho tiempo responder cuando la Ley está por medio. La pregunta es muy sencilla: ¿qué hizo usted desde ayer por la tarde hasta hoy por la mañana? No es tan difícil, ¿no le parece? No creo que tenga nada que perder por responder.

—Es que lo estoy pensando —dije yo.

—¿No lo recuerda sin tener que pensar tanto? Le pregunto qué hizo ayer, no en agosto del año pasado. Me parece que no hay mucho que pensar —insistió.

Se me ocurrió decirle que no me acordaba, pero callé. Seguramente no comprenderían aquella laguna en mi memoria. Sin duda pensarían que estaba loco.

—Esperaremos —añadió el Pescador—. Tómese su tiempo. —Se sacó del bolsillo un paquete de Seven Stars y encendió un cigarrillo con un mechero Bic—. ¿Fuma?

—No —contesté. Según la revista Brutus, el urbanita moderno no fuma. Pero los dos le daban caladas al cigarrillo con placer, sin importarles tal cosa. El Pescador fumaba Seven Stars y el Literato, Hope cortos. Ambos se acercaban al perfil del fumador compulsivo. Ninguno leía Brutus. No estaban en la onda.

—Le damos cinco minutos —dijo entonces el Literato, tan inexpresivo como siempre—. Después tendrá que contarnos con detalle qué hizo y dónde estuvo anoche.

—Es que, ¿sabes?, tenemos delante a un intelectual —terció el Pescador volviéndose hacia el Literato—. Según su expediente, no es la primera vez que lo interrogan. Participación en el movimiento estudiantil, obstrucción del ejercicio de las funciones públicas. Tenemos sus huellas. Enviaron su expediente a la fiscalía. Ya está acostumbrado a estas cosas. Es de la línea dura. Odia a la pasma. Además, seguro que sabe cuáles son sus derechos, amparados por la Constitución y esas cosas. ¿Crees que va a pedirnos ahora mismo hablar con un abogado?

—¡Pero si nosotros sólo le hemos hecho una pregunta sencilla y, además, con su consentimiento! —le contestó, asombrado, el Literato—. Aquí nadie ha hablado de detención ni de nada parecido. No lo entiendo. ¿Por qué iba a querer llamar a un abogado? No veo ningún motivo.

—Ya que lo dices, en mi opinión creo que es, más bien, por su odio a la policía. A lo mejor le repugna cualquier cosa que represente a la autoridad, desde los coches patrulla hasta los agentes de tráfico. Seguramente preferirá sufrir antes que colaborar —dijo el Pescador.

—¡Pero si no pasa nada! Cuanto antes conteste, antes podrá volverse a casa. Si tiene dos dedos de frente, contestará. Además, no pretenderá que llamemos a un abogado sólo para explicar qué hizo anoche. Ningún abogado querrá venir a toda prisa sólo para ver cómo contesta a esa pregunta. Todos están muy ocupados. Cualquier intelectual lo entendería.

—Claro —dijo el Pescador—. Y así nos ahorraríamos mucho tiempo. Nosotros también estamos ocupados, y me imagino que él también. Demorarlo sólo será una pérdida de tiempo para todos. Estas cosas son bastante pesadas.

Aquel diálogo de dúo cómico se prolongó durante cinco minutos.

—Venga, ya han pasado los cinco minutos —dijo el Pescador—. ¿Qué? ¿No recuerda nada?

No, ni me acordaba, ni tenía ganas de recordar. Y, ciertamente, en ese momento tampoco lo conseguía. Estaba en blanco.

—Miren, ignoro por completo por qué me han traído aquí —empecé a decir—. Y sin saber qué ocurre, no querría decir algo que me ponga en una situación comprometida. Además, no me parece muy cortés que no me hayan informado antes de preguntarme.

—Vaya, que no quiere decir nada que lo ponga en una situación comprometida —se burló el Literato—. Que no somos corteses, dice.

—Ya te dije que es un intelectual —dijo el Pescador—. Ve las cosas desde una perspectiva sesgada. Odia a la policía. Está suscrito al diario Asahi Shimbun y lee Sekai[12].

—Ni estoy suscrito a ningún periódico, ni leo nada —dije yo—. Hasta que me digan por qué me han traído aquí no pienso hablar. Pueden darme una paliza si quieren. Total, no tengo nada que hacer. Me sobra el tiempo.

Los dos agentes intercambiaron una mirada rápida.

—¿Nos contestará si se lo explicamos? —preguntó el Pescador.

—Quizá —contesté yo.

—Qué sentido del humor tan sarcástico —dijo el Literato cruzándose de brazos y poniendo los ojos en blanco—. Quizá, dice.

El Pescador se frotó con el dedo la cicatriz que le recorría media nariz. Parecía hecha con un objeto punzante. Era bastante profunda y la piel que la rodeaba estaba tirante.

—Escuche —me dijo con rostro grave—, nosotros sí tenemos muchas cosas que hacer, y muy serias. De modo que nos gustaría despachar todo esto cuanto antes. No estamos aquí para pasar el rato, y querríamos volver a casa a las seis para cenar con calma con nuestras familias. Además, no estamos enfadados ni tenemos nada contra usted. Lo único que le pedimos es que nos cuente qué hizo anoche. Imagino que, si no tiene nada de lo que avergonzarse, no tendrá inconveniente en contestar, ¿no? Y si lo tiene, guárdese eso para usted.

Yo me quedé observando fijamente el cenicero de cristal que había sobre la mesa.

El Literato cerró la libreta de golpe y se la guardó en el bolsillo. Durante treinta segundos nadie dijo nada.

—Es de la línea dura —dijo el Pescador después de llevarse otro Seven Stars a los labios y encenderlo.

—¿Llamamos a la organización pro derechos humanos? —apuntó el Literato.

—Mire, esto no tiene nada que ver con los derechos humanos, sino con los deberes civiles —me dijo el Pescador—. La Ley, esa Ley que a usted tanto le gusta, dictamina que el ciudadano está obligado a colaborar en las investigaciones policiales. ¿Qué tiene en contra de la policía? Nos pide ayuda cuando se pierde por las calles, nos pide ayuda cuando un ladrón entra a robar en su casa, pero usted, a cambio, no coopera con una cosa bien sencilla. Conteste: ¿dónde estuvo usted anoche y qué hizo? Deje de complicar las cosas y responda ya.

—Primero quiero saber por qué me han traído —insistí.

El Literato se sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente. El Pescador sacó una regla de plástico del cajón de la mesa y se dio unos golpecitos contra la palma de la mano.

—¿Se da cuenta? —dijo el Literato mientras tiraba el pañuelo a una papelera a un lado de la mesa—. Está consiguiendo que su situación empeore más y más.

—Mire, no estamos en los años sesenta. No vamos a jugar ahora a luchas antisistema —dijo el Pescador, harto—. Esa época es agua pasada, y ahora usted y yo vivimos plenamente integrados en esta sociedad. Ya no hay poder ni contrapoder. Nadie piensa ya así. Vivimos en un gran sistema muy bien construido. Si no le gusta, puede esperar a que se produzca un gran cataclismo. Vaya a cavarse un búnker, si quiere. Pero oponer resistencia aquí no nos llevará a ninguna parte, ni a nosotros ni a usted. ¿Me ha entendido bien?

—De acuerdo. Estamos un poco cansados y quizá no le hayamos mostrado nuestros mejores modales. Si es así, le pedimos disculpas —dijo el Literato mientras volvía a hojear la libreta—. Pero es que, ¿sabe?, tenemos muchos casos entre manos. Anoche apenas dormí. Hace ya cinco días que no veo a mis hijos. ¡Si ni siquiera tenemos tiempo para comer! Seguramente a usted le dé igual, pero nosotros velamos por los ciudadanos. Y cuando alguien como usted se niega a respondernos, nos alteramos. ¿No se da cuenta? Y cuando le digo que su situación empeora, es porque cuanto más cansados estemos nosotros, de peor humor nos pondremos. Se prolonga algo que podríamos finiquitar fácilmente. Por supuesto, usted tiene sus derechos, y también a la ley de su parte, pero a veces aplicar la ley requiere su tiempo. Y cuanto más tiempo pase, más aumentan las posibilidades de que le ocurra algo desagradable, porque la ley delega en nosotros la manera de aplicarla. ¿Comprende lo que le digo?

—Espero que no malinterprete a mi compañero, porque no lo está amenazando —dijo el Pescador—. Sólo le da un consejo de amigo. Nosotros no queremos que le pase nada malo.

Yo seguía mirando el cenicero en silencio. Sólo era un viejo y sucio cenicero de cristal. Estaba ya translúcido y en los rincones quedaban restos de tabaco. Por lo menos debía de llevar allí diez años.

El Pescador se puso a juguetear con la regla de plástico.

—Está bien —se rindió—. Se lo explicaremos. No seguiremos el procedimiento que exige un interrogatorio en regla. Por esta vez, dado que apela usted a sus derechos, vamos a hacerlo a su manera. Por esta vez.

Dejó la regla sobre la mesa, tomó una de las carpetas, la hojeó, cogió un sobre, sacó de su interior tres grandes fotografías y las colocó delante de mí. Yo las cogí y las miré. Eran tres fotos de una mujer, en blanco y negro, tomadas sin la menor pretensión artística. En la primera se veía a la mujer tumbada boca abajo en una cama. Era de extremidades largas y nalgas prietas. Su cabello, extendido en abanico, le cubría el rostro. Las piernas estaban entreabiertas de forma que se le veía el sexo. Los brazos descansaban lánguidos a los costados. Parecía dormida.

La segunda foto era más cruda. A la mujer le habían dado la vuelta. El pecho, el pubis y el rostro quedaban plenamente expuestos. Las piernas y los brazos estaban ahora rectos. Huelga decir que estaba muerta. Tenía los ojos abiertos y los labios ligeramente abiertos y torcidos.

Era Mei.

Miré la tercera. Se trataba de un primer plano de su cara. Era Mei. Sin duda. Pero ya no resultaba soberbia, sino pétrea, impasible. Alrededor del cuello se distinguía una marca como de roce.

La boca se me quedó seca, no conseguía tragar saliva. Me escocían las palmas de las manos. Mei. Tan sensual, tan llena de vitalidad. Nos lo habíamos pasado muy bien quitando nieve, escuchando a Dire Straits y bebiendo. Y ahora estaba muerta. Ya no existía. Quise sacudir la cabeza. Pero no lo hice. Junté las fotos y se las devolví al Pescador sin decir nada. Ambos me habían observado atentamente mientras yo miraba las fotos. Tratando de aparentar indiferencia, alcé los ojos hacia el Pescador con cara de «¿y ahora qué?».

—¿Conoce a esa mujer? —me preguntó el Pescador.

Yo negué con la cabeza.

—No, no la conozco —dije. Podría haberles dicho que la conocía, pero entonces Gotanda se habría visto implicado, lo cual habría sido nefasto para su carrera: él era el eslabón entre Mei y yo. Pero pensé que quizá ya lo habían llamado a declarar. Si era así, y si Gotanda les había dado mi nombre y les había contado que yo me había acostado con ella, entonces no tardaría en verme en apuros, pues acababa de soltar una mentira.

Las cosas empezaban a ponerse feas. Tenía que arriesgarme. Decidí que, pasara lo que pasase, no mencionaría el nombre de Gotanda. Si se revelase lo que hicimos, se armaría un escándalo.

—Écheles otro vistazo —me conminó el Pescador con voz pausada—. Es un asunto muy importante, así que mírelas otra vez y, por favor, responda: ¿reconoce a esta mujer? Sólo le pido que no mienta. Somos profesionales y detectamos cuando alguien nos miente. Además, es un delito muy grave.

Volví a mirar las tres fotografías con calma. Quería apartar la vista, pero eso me habría metido en un buen lío.

—No la conozco —dije—. Pero está muerta, ¿no?

—Muerta —repitió el Literato—. Muerta y bien muerta, como usted ha podido comprobar. Nosotros la vimos en la escena del crimen. Estaba desnuda y muerta. Había sido guapa, se veía a simple vista. Pero una vez muerta, sólo es un cadáver, ¿sabe? Si la dejas deteriorarse, se pudre. La piel se cuartea, se desprende y aflora la carne putrefacta. Hiede. Se infesta de bichos. ¿Lo ha visto alguna vez?

Le dije que no.

—Nosotros sí, muchas veces. Y le aseguro que, llegados a tal extremo, ni siquiera se sabe si era o no una mujer. Sólo es carne muerta. Un bistec podrido. Cuando lo hueles, se te quitan las ganas de comer durante unos días. Por muy profesional que uno sea, ese hedor es insoportable, nunca te acostumbras. Pero si transcurre más tiempo, ya sólo quedan los huesos, impolutos, que no desprenden ningún olor. El cadáver está seco. Un esqueleto mondo y lirondo. Esta chica todavía no ha llegado a ese estado, ni se ha podrido ni es sólo huesos. Sólo está muerta y se ha puesto rígida como una piedra. También se ve que era muy guapa. ¡Quién pudiera tirarse a una mujer así, pero viva! Pero al verla desnuda uno no siente nada. Porque está muerta. Los cadáveres no tienen nada que ver con nosotros. Un cadáver, ¿sabe?, es como una escultura en piedra. Existe una línea divisoria y, al traspasarla, todo se convierte en nada. Cero absoluto. Luego sólo hay que esperar a que lo incineren. Pero sí que era guapa, sí. ¡Pobrecilla! Si hubiera seguido viva, habría sido hermosa durante mucho tiempo. Pero alguien la asesinó. Y eso es inadmisible. Tenía derecho a vivir. Apenas pasaba de los veinte. Alguien la estranguló con unas medias. Y se tarda en morir así, es muy doloroso. Sabes que te estás muriendo. Piensas: «¿Por qué tengo que morir ahora? ¡Quiero seguir viviendo!». Te falta oxígeno y te vas asfixiando. Se te va la cabeza. Te meas. Forcejeas para liberarte. Pero no tienes fuerzas, agonizas lentamente. Una muerte muy desagradable, ¿sabe? Y nosotros queremos detener a quien la asesinó de esa manera. Ha cometido un crimen, un crimen perverso: un ser fuerte se ha cebado en uno débil, una atrocidad inaceptable. Si lo permitiéramos, se derrumbarían los fundamentos de la sociedad. Hay que capturar al culpable y castigarlo. Es nuestro deber. Si no, el criminal podría matar a otras mujeres.

—La chica reservó una habitación doble en un hotel de lujo de Akasaka ayer al mediodía y entró sola a las cinco —dijo el Pescador—. Avisó de que su marido llegaría más tarde. Pagó por adelantado. Dio un nombre y un número de teléfono falsos. A las seis pidió al servicio de habitaciones cena para una persona. En ese momento estaba sola. A las siete dejó la bandeja en el pasillo y colgó de la puerta el cartelito de NO MOLESTEN. Tenía que dejar la habitación a las doce del día siguiente. A las doce y media, la encargada de la limpieza llamó a la habitación, pero nadie contestaba. El cartel de NO MOLESTEN seguía colgado de la puerta. Otro empleado abrió con un duplicado de la llave. La chica estaba muerta y desnuda, igual que en la primera fotografía. Nadie había visto llegar a ningún hombre. Por un lado, en la última planta hay un restaurante al que los clientes acceden en ascensor. Por otro, en el hotel hay un continuo ir y venir de gente, y de hecho muchas personas lo utilizan para encuentros furtivos. Todo el mundo pasa inadvertido.

—En el bolso no llevaba nada que la identificara —dijo el Literato—. Ni carné de conducir, ni agenda, ni tarjetas de crédito, nada. Ninguna inicial en la ropa. Sólo llevaba cosméticos, treinta mil yenes y píldoras anticonceptivas. Nada más. Mentira: había otra cosa. En el fondo del billetero, escondido, había una tarjeta de visita. La suya.

—¿De verdad no la conoce? —preguntó el Pescador como para asegurarse.

Negué con la cabeza. Si hubiera podido, habría colaborado con ellos para que atraparan al asesino de Mei. Pero tenía que pensar en los vivos.

—Entonces, ¿va a decirnos de una vez dónde estaba y qué hizo anoche? Imagino que ahora comprende por qué lo hemos hecho venir aquí —dijo el Literato.

—A las seis cené solo en casa, luego leí, me tomé un par de copas y me acosté antes de las doce —les dije. Por fin había recobrado la memoria.

—¿No se vio con nadie? —insistió el Pescador.

—No. Estuve solo todo el tiempo —dije.

—¿Y el teléfono? ¿Nadie lo llamó?

Les dije que nadie me había llamado.

—Hacia las nueve sonó el teléfono, pero como tenía activado el contestador, no atendí la llamada. Más tarde, cuando lo comprobé, vi que era del trabajo.

—¿Por qué activa el contestador cuando está en casa? —preguntó el Pescador.

—Porque estoy de vacaciones y no me apetece hablar con nadie relacionado con el trabajo —le expliqué.

Me pidieron el nombre y el número de teléfono de quien me había llamado, y se los di.

—Entonces, después de cenar, ¿estuvo leyendo todo el tiempo? —inquirió el Pescador.

—Después de recoger los platos, sí.

—¿Qué leyó?

—No sé si se lo van a creer, pero El proceso de Kafka.

El Pescador se dispuso a anotar «El proceso de Kafka». Pero no se acordaba de con qué ideogramas se escribe «proceso», de modo que el otro se lo enseñó. Literato como era, conocía la obra.

—Entonces estuvo leyendo esa novela hasta las doce —recapituló el Pescador—. También se tomó una copa.

—Dos. Primero cerveza. Luego brandy.

—¿Cuánto bebió, exactamente?

Intenté recordarlo.

—Dos latas de cerveza y un cuarto de botella de brandy. También me comí una lata de melocotones en almíbar.

El Pescador tomaba nota de todo. Comió una lata de melocotones en almíbar.

—¿No recuerda nada más? Cualquier cosa, por nimia que parezca, puede sernos útil.

Pensé un rato, pero no logré recordar nada más. Realmente había sido una noche sin ninguna particularidad, en la que había estado leyendo tranquilamente. Y en esa tranquila noche, Mei fue estrangulada con unas medias. Les dije que no recordaba nada más.

—Piénselo bien —dijo el Literato tras carraspear—. Porque ahora mismo se encuentra usted en una situación delicada.

—Mire, yo no he hecho nada, así que no sé a qué situación delicada se refiere —aseguré—. Soy redactor freelance, y es normal que reparta tarjetas de visita. No tengo ni idea de cómo llegó a manos de la chica, pero eso no quiere decir que la asesinara.

—Si esa tarjeta no tuviera ninguna importancia, no la habría guardado con tanto celo, en el fondo del billetero —me dijo el Pescador—. Tenemos dos teorías: la primera, que la chica estuviese relacionada con su ámbito laboral, se hubiera citado con un hombre en el hotel y que él la hubiera asesinado. El hombre se habría llevado todo aquello que pudiera delatarlo y se habría marchado. Sin embargo, no vio esa tarjeta en el fondo del billetero. La segunda, que fuese una profesional. Una prostituta. Una puta de lujo, de las que trabajan en hoteles de primera clase. Ésas nunca llevan encima nada que las identifique. Entonces, por algún motivo el cliente con el que se había citado la asesinó. Puesto que no se llevó el dinero, puede que el asesino sea un perturbado. ¿Le parecen plausibles estas dos hipótesis? ¿Qué opina?

Yo me callé y torcí el cuello, escéptico.

—En cualquier caso, su tarjeta de visita es una pieza clave, dado que es la única pista de la que disponemos —dijo el Pescador con convicción, mientras tamborileaba en la mesa con el bolígrafo.

—Una tarjeta de visita sólo es un trozo de papel con un nombre impreso —dije yo—. No demuestra nada.

—No podemos demostrar nada de momento —dijo el Pescador sin dejar de golpear con el bolígrafo—. Un experto en identificación está examinando la habitación y los objetos de la escena del crimen. También están realizando la autopsia. Mañana, cuando sepamos algo más, seguro que descubrimos alguna conexión. Pero no nos queda más remedio que esperar hasta entonces. Entretanto, queremos que recuerde más cosas. Esfuércese, aunque nos lleve toda la noche. A lo mejor, pensándolo con calma, quizá caiga en la cuenta de algo. Repasemos bien todo lo que hizo ayer.

Miré el reloj de pared. Marcaba las cinco y diez minutos. En ese momento me acordé de que había quedado con Yuki.

Me dirigí al Pescador.

—¿Me permite hacer una llamada? Había quedado a las cinco. Era una cita importante.

—¿Una chica? —preguntó el Pescador.

—Sí —respondí yo.

Él asintió y me acercó el teléfono. Yo saqué la agenda, busqué el número y lo marqué. Se puso al tercer tono.

—Me vas a decir que ha habido un imprevisto y no puedes venir, ¿no? —se adelantó Yuki.

—Un contratiempo, sí —le expliqué—. Lo siento mucho. No es culpa mía. Unos policías han venido a buscarme y me están interrogando. Estoy en la comisaría de Akasaka. Va para largo, y no creo que me dejen marchar así como así.

—¿La policía? ¿Qué narices has hecho?

—Nada. Me han llamado para declarar en un caso de asesinato. Me he visto envuelto sin más.

—Pues qué tonto —dijo Yuki apática.

—Sí —reconocí.

—Oye, no habrás matado a nadie, ¿no?

—Por supuesto que no —dije—. Muchas veces meto la pata y cometo errores, pero nunca mataría a nadie. Sólo me están pidiendo información. Me hacen preguntas. Pero siento no poder ir a recogerte. Te debo una.

—En serio, pareces tonto —dijo Yuki. Y colgó con el golpetazo de rigor.

Coloqué el auricular en su sitio y devolví el teléfono al Pescador. Los dos habían estado prestando atención a mi conversación con Yuki, pero no parecían haber sacado nada en limpio. Sin embargo, pensé que si descubrieran que había quedado con una niña de trece años, seguramente sus sospechas crecerían. Me tomarían por un pervertido sexual o algo así. Un tipo normal de treinta y cuatro años no queda con chavalas de trece.

A continuación, los dos me pidieron que les contara con pelos y señales lo que había hecho la víspera. Iban anotándolo todo con bolígrafo y buena letra en un papel que parecía de carta y que habían colocado sobre una hoja más gruesa. Me pareció una estúpida pérdida de tiempo. Les describí adónde había ido y qué había comido; incluso tuve que explicarles cómo había preparado el plato a base de konnyaku que me había hecho para cenar y, en broma, hasta les conté cómo había rallado el katsuobushi[13]. Pero ellos no pillaron la gracia. Lo anotaron todo. Al final, el informe tenía un volumen considerable.

A las seis y media fueron a buscar algo para cenar a una tienda cercana. No era nada del otro mundo: albóndigas de carne, ensalada de patatas y chikuwa[14]. Estaba aceitoso, tenía demasiado condimento y los encurtidos de la guarnición llevaban colorantes artificiales. Pero tanto el Pescador como el Literato comían con fruición, así que yo también dejé la bandeja limpia. Me daba rabia que pensaran que los nervios me impedirían probar bocado.

Después, el Literato trajo un té tibio y muy flojo. Mientras nos lo tomábamos, los dos volvieron a fumar. La salita se llenó de humo. Se me irritaron los ojos y el olor a nicotina me impregnó hasta la chaqueta. Al acabar, el Pescador siguió haciéndome preguntas, todas absurdas. Que desde qué página a qué página de El proceso había leído, que a qué hora me había puesto el pijama. Le conté de qué iba la novela de Kafka, pero no pareció interesarle demasiado; quizá para él aquella historia era demasiado cotidiana. Y pensé, preocupado, que tal vez la obra de Franz Kafka no sobreviviera al siglo XX; ya nadie la leería. En cualquier caso, él anotó hasta el argumento de El proceso. La verdad es que todo aquello sí empezaba a parecerme kafkiano. Y harto de tanta tontería, comencé a sentirme muy cansado. Pero el Pescador, con toda la paciencia del mundo, me interrogaba y luego transcribía pormenorizadamente mis respuestas. De vez en cuando, no sabía cómo escribir una palabra y pedía ayuda al Literato. No parecía flaquear nunca. Probablemente estuviera agotado, pero no aflojaba. Se detenía hasta en el menor detalle, en busca de resquicios, contradicciones, lapsus. A veces uno de los dos salía para regresar a los cinco o seis minutos. Eran tipos duros.

A las ocho, el Pescador le cedió el turno al Literato. Debía de tener la mano cansada, porque se puso de pie y movió la muñeca, estirándose y girando el cuello. Luego se encendió otro cigarrillo. El Literato también se echó un pitillo antes de entrar en materia. El humo blanco invadía la habitación como en los conciertos de Weather Report. Humo de tabaco y comida basura. Estaba deseando salir de allí y respirar aire puro.

Les dije que quería ir al baño. A la derecha y, luego, al fondo a la izquierda, me indicó el Literato. Oriné con calma, respiré hondo y regresé. Resultó extraño eso de respirar profundamente en un baño y, de hecho, no me hizo sentir mejor. Pero pensé en el asesinato de Mei y me dije que no podía quejarme. Al menos estaba vivo. Al menos podía respirar.

El Literato me esperaba con una nueva andanada de preguntas. Quiso que le hablara de la persona que me había llamado la víspera por la noche. ¿Qué relación guardaba conmigo? ¿En qué trabajaba? ¿Para qué me había llamado? ¿Por qué no le devolví la llamada? ¿Por qué estaba tomándome unas vacaciones tan largas? ¿Acaso tenía tanto ahorrado que no necesitaba trabajar? ¿Declaraba impuestos? Cada vez que le respondía, él lo ponía todo por escrito con una bonita caligrafía de imprenta. Me pregunté si ellos creían que aquello les serviría de algo. Tal vez para ellos fuese lo habitual y ni siquiera se plantearan su utilidad. ¡Kafkiano! O tal vez prolongaban aquel absurdo interrogatorio con la intención de agotarme y sonsacarme. Si era así, estaban a punto de conseguirlo. Me sentía tan extenuado y tan harto que ya respondía con sinceridad a todo lo que me preguntaban. Todo me daba igual con tal de terminar pronto.

Pero dieron las once y aquello seguía. Ni siquiera había visos de que fuera a acabar. A las diez, el Pescador salió y volvió a las once. Debía de haberse echado una siesta, porque tenía los ojos un poco enrojecidos. Repasó el informe que el otro había escrito durante su ausencia. Seguidamente, reemplazó al Literato. El Literato trajo tres cafés. Era café soluble. Encima, ya llevaba el azúcar y la leche incorporados. Comida basura.

Estaba hasta las narices.

A las once y media les dije que estaba cansado, que tenía sueño y que me negaba a hablar más.

—¡Vaya! —dijo el Literato, con aire de fastidio, al tiempo que hacía crujir los nudillos con un ruido seco—. Esto es muy importante para la investigación y el tiempo corre en nuestra contra. Sentimos las molestias, pero tenga un poco de paciencia y colabore hasta el final.

—Dudo mucho que todas estas preguntas sirvan de algo —dije yo—. Francamente, me parecen triviales.

—Las cosas triviales pueden resultar decisivas. No es la primera vez que se resuelve un caso gracias a un pequeño detalle. Ni que uno se arrepiente por haber dejado pasar algo fútil. Recuerde que tenemos entre manos un asesinato. Una persona ha matado a otra. Para nosotros es algo muy serio. Lo siento, pero le ruego que tenga un poco de paciencia y coopere. Por otro lado, debe saber que podríamos conseguir una orden de arresto para usted, dada su supuesta implicación en el caso. Pero sólo conseguiríamos complicar las cosas, tanto para usted como para nosotros, ¿no cree? Requiere mucho papeleo. Se vuelve todo más estricto. Así que ¿por qué no lo despachamos todo aquí amistosamente? Si colabora con nosotros, no tomaremos una medida tan contundente.

—Si tiene sueño, le dejaré que se eche una cabezada en la sala de descanso —propuso el Pescador—. Si se tumba y duerme un poco, quizá recuerde más cosas.

Asentí. Me valía cualquier sitio. Lo que fuera salvo aquel cuartucho lleno de humo.

El Pescador me condujo hasta la sala de descanso. Caminamos por un pasillo lúgubre, bajamos unas escaleras aún más lúgubres y volvimos a enfilar otro pasillo, lúgubre como todo en aquella comisaría. La supuesta sala de descanso era un calabozo. Y lo dije.

—Esto a mí me parece una celda —dije yo con una sonrisa sarcástica—. Si la memoria no me falla…

—Es el único sitio disponible. Lo siento —dijo el Pescador.

—Hablo en serio. Me vuelvo a casa —dije yo—. Mañana por la mañana volveré.

—No se preocupe, no lo voy a encerrar —dijo el Pescador—. Será sólo un día. Si no le cierro, un calabozo es una habitación como cualquier otra.

Estaba demasiado agotado para discutir. Me di por vencido. Efectivamente, un calabozo abierto es como una habitación. El caso era que estaba exhausto y me moría de sueño. No hubiera soportado más preguntas. Sin chistar, entré y me tumbé en el rígido catre. Como en los viejos tiempos. El colchón húmedo, la manta de baratillo y el olor a letrina. Deprimente.

—No cierro con llave —dijo el Pescador antes de ajustar la puerta. Se oyó un frío ruido metálico.

Suspiré y me cubrí con la manta. Oí unos ronquidos procedentes de alguna parte. Se oían muy lejanos y, al mismo tiempo, muy cerca de mí. Daba la impresión de que la Tierra se hubiera dividido en varios estratos llenos de desesperación y ese ruido procediera del estrato contiguo. Era un sonido inalcanzable pero real y que suscitaba melancolía.

Mei, dije para mis adentros. Pensé en ti anoche. No sé si en ese momento aún estabas viva o ya habías muerto, pero me acordé de ti. De cuando nos acostamos. De cuando te desnudé lentamente. Fue nuestra pequeña reunión de antiguos alumnos. Me sentí relajado, como si los tornillos que sujetan el mundo se hubieran aflojado. Hacía mucho tiempo que no experimentaba algo así. Pero ¿sabes, Mei?, ahora ya no puedo hacer nada por ti. Y no sabes cuánto lo lamento. Tú sabes que nuestras vidas son muy frágiles. No puedo mezclar a Gotanda en un escándalo. Eso arruinaría su imagen y su reputación. Si corriera el rumor de que se acuesta con prostitutas y lo llamaran a declarar en un caso de homicidio, su imagen en ese mundo hecho de imágenes se derrumbaría. Imágenes aborrecibles de un mundo aborrecible. Pero él confió en mí, confió como uno confía en un amigo. Por eso yo también debo tratarlo como a un amigo. Es una cuestión de lealtad. Mei, Mei la Cabra, me alegro inmensamente de haber estado contigo. Fue maravilloso. Como un cuento infantil. No creo que eso te sirva de consuelo, pero nunca te olvidaré. Esa noche los dos quitamos nieve hasta la madrugada. Nieve sensual. Hicimos el amor en ese mundo de imágenes a cuenta de los gastos de representación. Winnie the Pooh y Mei la Cabra. Imagino que fue muy doloroso morir estrangulada. Supongo que no querías morir. Tal vez. Pero nada puedo hacer por ti. Sinceramente, no sé si lo que estoy haciendo es lo más correcto. Con todo, no me queda más remedio. Así vivo yo. Así son las cosas. Me morderé los labios y no diré nada. Buenas noches, Mei la Cabra. Por lo menos, ya nunca tendrás que volver a despertarte. No tendrás que volver a morir.

Buenas noches, dije.

Buenasnoches, repitió el eco.

¡Cucú!, dijo Mei.