Como no podía quedarme allí plantado eternamente, decidí acercarme. La dirección y el nombre del hotel eran correctos. Tenía una reserva. Sólo me faltaba entrar.
Tras subir la ligera pendiente del soportal, entré por una puerta giratoria tan limpia que relucía. El vestíbulo era amplio como un pabellón de deportes y el techo sobrepasaba el primer piso. En lo alto, un panel de vidrio filtraba la resplandeciente luz del sol. En el vestíbulo había lujosos sofás de gran tamaño y, en medio, un derroche de macetas con plantas ornamentales. Al fondo del vestíbulo había un magnífico salón de té de esos que, cuando pides un bocadillo, te sirven en una gran bandeja de plata cuatro pequeños sándwiches de excelente jamón del tamaño de una tarjeta de presentación, con patatas y pepinillos colocados de manera artística; y si le añadías un café, el precio equivalía al de un almuerzo de una familia compuesta por cuatro personas.
Una de las paredes estaba decorada con un óleo de casi cinco metros cuadrados que parecía representar algún humedal de Hokkaid. No tenía demasiado valor artístico, pero sin duda era un cuadro grande y vistoso. Debía de haber algún congreso, algo organizado para profesionales, porque el vestíbulo estaba atestado. Sentados en los sofás, un grupo de hombres de mediana edad, bien vestidos, asentía y soltaba magnánimas carcajadas. Todos tenían el mismo modo de proyectar el mentón hacia delante e idéntica manera de cruzar las piernas. Pensé que quizá habría algún evento, un encuentro de médicos o profesores universitarios. También, aunque tal vez hubiesen acudido al mismo evento, había un grupo de mujeres jóvenes elegantemente ataviadas. La mitad de ellas llevaban kimono y la otra mitad, vestidos. También había algunos extranjeros con aspecto de hombres de negocios. Iban trajeados, con corbatas discretas y maletines, y parecían esperar a alguien.
En otras palabras, el nuevo Hotel Delfín iba viento en popa.
Habían invertido abundante capital en él y ahora estaban recogiendo los frutos. Yo sabía cómo se construían los hoteles de esa clase. En cierta ocasión había trabajado para una revista publicitaria de una cadena hotelera. Cuando se construye un hotel así, se estudia hasta el menor detalle. Un grupo de profesionales se reúne y, mediante ordenadores, almacena toda la información y hace cálculos exhaustivos. Prevén hasta la cantidad y el precio del papel higiénico que se va a necesitar. Contratan a unos cuantos estudiantes para que averigüen el número de transeúntes que pasa por cada calle de Sapporo. Para tener una idea del número de bodas, también investigan el número de hombres y mujeres en edad núbil de la ciudad. Es decir, que lo investigan absolutamente todo. Así, el riesgo empresarial va reduciéndose poco a poco. Tras elaborar un plan con toda calma y cuidado, compran el solar. Después de reclutar personal, empiezan a anunciarse a bombo y platillo. Están dispuestos a poner dinero —con la certeza de que ese capital se recuperará en algún momento—, e invierten cuanto haga falta. Estamos hablando de un gran negocio.
Sólo grandes consorcios compuestos por varias empresas pueden embarcarse en negocios de ese alcance, puesto que, por muchos riesgos que se eliminen, siempre habrá imprevistos, y los únicos que pueden asumir tal riesgo son las grandes corporaciones.
Sinceramente, el nuevo Hotel Delfín no era de mi agrado.
En otras circunstancias, y si tuviera que pagarlo de mi bolsillo, nunca me habría alojado en él. Era caro y le sobraban demasiadas cosas. Pero, ese día, no tenía más remedio que entrar. Al fin y al cabo, se trataba del Hotel Delfín, aunque transfigurado.
Me dirigí a recepción y di mi nombre. Tres chicas vestidas con chaquetas azul claro idénticas me dieron la bienvenida con una sonrisa de oreja a oreja, como en el anuncio de un dentífrico. La formación que habían recibido para sonreír de esa manera era una parte más de la inversión en el hotel. Llevaban blusas inmaculadas, blancas como la nieve virgen, y el cabello perfectamente peinado. De las tres, sólo una llevaba gafas. Le sentaban muy bien y parecía una chica agradable. Me sentí aliviado al ver que era ella la que me atendería, porque era la más guapa de las tres y me gustó desde el primer momento. En su sonrisa había algo, no sabía muy bien qué, que me atraía. Parecía el hada del hotel, la encarnación de lo que un hotel ideal debería ser. Daba la impresión de que en cualquier momento agitaría su varita de oro y, tras esparcir unos polvos mágicos, como en las películas de Disney, haría aparecer la llave de la habitación.
Sin embargo, en vez de una varita mágica utilizó el ordenador. Tecleó diestramente mi nombre y el número de mi tarjeta de crédito y, tras constatar en la pantalla que los datos eran correctos, me entregó la tarjeta magnética que servía de llave acompañada de una sonrisa. El número de la habitación era el 1523. Luego le pedí un folleto con información sobre el hotel y le pregunté cuándo lo habían inaugurado. En octubre del año pasado, me contestó automáticamente. Hacía apenas cinco meses.
—Perdona, me gustaría hacerte una pregunta —le dije, y esbocé una encantadora sonrisa tipo profesional. Yo también tengo una—. Antiguamente, ¿no existía, en este mismo lugar, un pequeño hotel con el mismo nombre? ¿Sabes qué le ocurrió?
La sonrisa de la chica se enturbió ligeramente. Ondulaciones silenciosas se extendieron por su rostro hasta desvanecerse, como cuando se arroja la chapa de una botella de cerveza a un bello y tranquilo manantial. Al acabarse las ondulaciones, su sonrisa se había replegado un tanto. Observé sorprendido el cambio. Imaginé que el espíritu del manantial se me aparecía y me preguntaba: «La chapa que acabas de arrojar ¿era de oro o de plata?». Pero, por supuesto, nada de eso ocurrió.
—La verdad es que no sé… —contestó ella, y se llevó el índice al puente de las gafas para ajustárselas—. Me está hablando de algo que pasó antes de la apertura del hotel y yo no… —dijo, y se interrumpió.
Esperé a que continuase, pero no terminó la frase.
—Lo siento —se disculpó la chica.
—Hum… —Cada vez me inspiraba más simpatía. Yo también quería tocarme las gafas con el dedo índice, pero por desgracia no llevo gafas—. ¿A quién puedo preguntárselo, entonces?
Ella tomó una bocanada de aire y se quedó pensativa. La sonrisa ya había desaparecido. Resulta muy difícil sonreír cuando se toma aire; basta con intentarlo para darse cuenta.
—Espere un momento, por favor —me dijo y se retiró al fondo.
Treinta segundos después, volvió acompañada de un hombre de unos cuarenta años vestido de negro. Se veía a primera vista que era el típico profesional del negocio hotelero. Me he encontrado con personajes así en varias ocasiones por trabajo. Son tipos peculiares. Por lo general, siempre sonríen, y pueden esgrimir sonrisas de veinticinco clases distintas. Existe la cortés sonrisa sarcástica, y la sonrisa de satisfacción contenida en su justa medida. De las sonrisas posibles, perfectamente graduadas en una escala que va del 1 al 25, utilizan una u otra en función de las circunstancias, como si fueran palos de golf.
—Bienvenido. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, dirigiéndome una sonrisa de las situadas en medio de la escala e inclinando educadamente la cabeza.
Mi indumentaria no debió de causarle demasiada buena impresión, ya que su sonrisa descendió tres niveles. Yo vestía una chaqueta de caza forrada con piel en la parte de atrás (en el pecho, una chapa de Keith Haring), un gorro de lana (de los que llevan las tropas alpinas de las fuerzas terrestres austriacas), unos pantalones de tela basta con un montón de bolsillos y unas botas recias para caminar por la nieve. Todas prendas estupendas, prácticas y de buena factura, aunque poco elegantes para aquel hotel. Pero yo no tenía la culpa. Era un modo distinto de vivir y pensar.
—Me han comunicado que desea usted hacerme una pregunta sobre nuestro establecimiento —dijo el hombre en un tono muy formal.
Yo coloqué las manos sobre el mostrador y le pregunté lo mismo que le había preguntado a la chica.
El hombre miró de reojo mi reloj de Disney; era la mirada que dirigiría un veterinario al examinar el esguince en la pata delantera de un gato.
—Disculpe mi curiosidad —contestó el hombre tras una breve pausa—, pero permítame que le pregunte: ¿por qué motivo se interesa por el antiguo hotel?
Se lo expliqué brevemente. Le dije que hacía unos años me había alojado en el antiguo Dolphin Hotel y había trabado amistad con el dueño. Ahora me había encontrado con que todo había cambiado. Por eso quería saber qué había ocurrido. En cualquier caso, añadí, era una cuestión puramente personal.
El hombre asintió varias veces con la cabeza.
—A decir verdad, yo tampoco conozco los detalles —contestó el hombre midiendo sus palabras—. Pero, en resumidas cuentas, nuestra empresa compró el terreno donde se encontraba el antiguo Dolphin Hotel y sobre el solar edificó el nuevo. Aunque el nombre no haya cambiado, la gestión es completamente diferente y no tiene ninguna relación con el anterior propietario.
—¿Por qué dejarían el mismo nombre? —me atreví a preguntar.
—Lamentándolo mucho, no estoy al corriente… —contestó él.
—¿Tampoco sabe adónde se fue el antiguo dueño?
—No, lo siento —dijo el hombre tras pasar a la sonrisa número 16.
—¿A quién podría preguntárselo?
—Déjeme pensar —dijo él, y torció un poco el cuello—. La verdad es que nosotros sólo somos empleados y desconocemos las circunstancias previas a la apertura del hotel, por lo que así, a bote pronto, no sabría decirle a quién…
En parte tenía razón en lo que decía, pero había algo que me mosqueaba. Tanto la respuesta del hombre como la de la chica desprendían cierto tufillo a impostación. No habría sabido decir por qué, pero no me tragaba sus explicaciones. Cuando uno ha hecho muchas entrevistas, desarrolla esa especie de instinto: detecta el tono de quien oculta algo, las expresiones que se utilizan cuando se miente. No hay pruebas que lo demuestren, pero uno sospecha que hay gato encerrado.
Estaba claro que, aunque siguiera presionándolos, no iba a conseguir nada. Le di las gracias al hombre vestido de negro, que se retiró con una pequeña reverencia. Luego le pregunté a la chica sobre las comidas y el servicio de habitación. Ella me contestó a todo amablemente. Mientras me hablaba, yo no apartaba la vista de ella. Tenía unos ojos preciosos. Daba la impresión de que, si los miraba fijamente, podría ver algo en ellos. Cuando nuestras miradas se encontraron, ella se ruborizó. Eso hizo que me gustase aún más. ¿Por qué sería? ¿Acaso era porque parecía el hada del hotel? Al acabar, le di las gracias, me alejé de recepción y subí en el ascensor hasta mi habitación.
La 1523 era una habitación espléndida. Para ser individual, la cama y el baño eran bastante amplios. La nevera estaba repleta de cosas. Además, había un montón de sobres y sellos. El escritorio era también magnífico. El cuarto de baño estaba surtido con todo tipo de productos: desde champú y acondicionador hasta loción para después del afeitado y albornoz. El armario también era amplio. La alfombra, nueva y mullida. Me quité la chaqueta y las botas y, sentado en el sofá, me dispuse a leer el folleto del hotel. El folleto en sí también era espléndido, un buen trabajo. Lo sabía bien porque había hecho algunos como aquél. No habían reparado en gastos.
En el folleto se explicaba que el Dolphin Hotel correspondía a una nueva clase de hotel urbano de lujo. Provisto de todas las comodidades y avances de nuestro tiempo, ofrecía un servicio integral durante las veinticuatro horas del día. Las habitaciones habían sido diseñadas para que resultaran cómodas y espaciosas. Equipamiento selecto, tranquilidad, calidez y confortabilidad. «Un espacio humano.» En resumidas cuentas: había costado un dineral y el precio por habitación era caro.
Leyendo el folleto uno caía en la cuenta de que, efectivamente, el hotel tenía de todo. En las plantas subterráneas había un gran centro comercial. Tenía piscina cubierta, sauna y solárium. Cancha de tenis cubierta, club de fitness con máquinas y entrenadores, una sala de conferencias con cabinas para interpretación simultánea, salón de juegos, cinco restaurantes y tres bares. Además de una cafetería que abría toda la noche y hasta un servicio de autobús que comunicaba con el aeropuerto. Había una sala de negocios, equipada con todo tipo de material de escritorio y oficina, a disposición de cualquiera. Había todo lo que uno se pueda imaginar. Incluso un helipuerto en la azotea.
No faltaba de nada.
Las más modernas instalaciones. Un diseño interior soberbio.
Pero ¿dónde se hablaba de la empresa propietaria y gestora del hotel? Me leí el folleto y todos los papeles que encontré en la habitación, pero el nombre de la compañía no figuraba en ninguna parte. Aquello, se mirara por donde se mirase, era sospechoso. Un hotel de lujo como aquél sólo podía construirlo y dirigirlo una empresa dueña de una cadena de hoteles, y tal empresa siempre haría visible su nombre y publicitaría todos sus establecimientos. Por ejemplo, cuando uno se aloja en un Prince Hotel, el folleto incluye una lista con las direcciones y números de teléfono de todos los Prince Hotel del país. Así funcionan las cosas.
Además, siendo un hotel de tal envergadura, ¿por qué habían conservado el nombre del hotelucho que se alzaba antes en el solar?
Por más vueltas que le di, no se me ocurrió ninguna respuesta.
Lancé el folleto sobre la mesa y, repantigándome en el sofá con las piernas estiradas, contemplé el cielo que se extendía fuera de la ventana del decimoquinto piso. Sólo se veía el cielo azul. Al contemplarlo fijamente, me dio la sensación de que me había convertido en un milano negro.
En todo caso, echaba de menos el viejo Hotel Delfín. Desde sus ventanas se veían muchas cosas.