Quinta pars

Mi pequeño esclavo Cózcatl me dio la bienvenida con genuino deleite y alivio, porque, según me dijo, Muñeca de Jade había estado excesivamente irritable en mi ausencia y había dejado caer su mal humor sobre él. A pesar de que ella tenía un gran grupo de mujeres que le servían, se había apropiado también de Cózcatl y lo había tenido trabajando sin descanso para ella, corriendo o trotando, o estando quieto para ser azotado, durante todo el tiempo que yo estuve fuera.

Me sugirió parte de algunas bajezas en mandados y trabajos que tuvo que hacer para ella, y a mi insinuación, me contó finalmente que la mujer llamada Algo Delicado había bebido el corrosivo xoyócaíl un poco antes del siguiente encuentro en las habitaciones de la señora y había muerto allí, echando espumajos por la boca y convulsionada por el dolor. Después del suicidio de Nemalhuili, que de alguna forma no se había conocido fuera de esos recintos, Muñeca de Jade tuvo que depender, para sus entretenimientos, de compañeros conseguido por Cózcatl y las criadas. Deduzco que esos compañeros fueron menos satisfactorios que los que hasta entonces yo le había procurado. La señora no me presionó inmediatamente a volver a su servicio ni envió un esclavo a través del corredor para mandarme un saludo o dar alguna señal de que ella sabía o le importaba mi retorno. Estaba muy ocupada con las festividades de Ochpanitztli, que por supuesto se estaban llevando a efecto en Texcoco como en todas partes. Poco después, cuando terminó el festival, Tlatli y Chimali llegaron al palacio según lo previsto y Chalchiunénetl se ocupó personalmente en conseguirles alojamientos, asegurándose de que su estudio tuviera suficiente arcilla, utensilios y pinturas, y dándoles instrucciones detalladas sobre el trabajo que tenían que realizar. Deliberadamente yo no estuve presente a su llegada. Cuando me los encontré accidentalmente, dos o tres días después en los jardines del palacio, sólo los saludé brevemente y ellos respondieron con un tímido murmullo. Desde entonces me los encontraba con frecuencia, ya que su estudio estaba situado en los sótanos existentes bajo el ala del palacio donde estaban las habitaciones de Muñeca de Jade, pero sólo inclinaba la cabeza al pasar. Para entonces ellos ya habían tenido varias entrevistas con su señora y me podía dar cuenta de que el entusiasmo que habían sentido anteriormente por su trabajo se había disipado considerablemente. Se veían nerviosos y temerosos y era obvio que deseaban discutir conmigo la precaria situación en que se encontraban, pero les miraba con tanta frialdad que no les daba lugar a ningún acercamiento. Estaba muy ocupado con mi propio trabajo, haciendo un dibujo particular que intentaría presentar a Muñeca de Jade cuando ésta finalmente me llamara a su presencia, y era un proyecto difícil que me había impuesto a mí mismo. Éste debería ser el dibujo de un joven irresistiblemente guapo, el más guapo que yo hubiera dibujado, pero al mismo tiempo tenía que parecerse a un joven que realmente existía. Hice y rompí muchísimos bosquejos y cuando al fin logré uno que me satisfaciera, pasé todavía mucho tiempo retocándolo y elaborándolo hasta finalizar el dibujo, confiando en que éste fascinaría a la reina-niña. Y así fue.

«¡Pero si él es más que guapo, es hermoso! —exclamó ella cuando se lo alargué. Lo estudió un poco más y murmuró—: Si él fuera mujer, sería como Muñeca de Jade». Y ella no hubiera podido decir mayor cumplido. «¿Quién es él?».

«Su nombre es Alegría».

«¡Ayyo, y debería de serlo! ¿Dónde lo encontraste?».

«Es el príncipe heredero de mi isla nativa, mi señora. Pactzin, hijo de Tlauquécholtzin, el tecutli de Xaltocan».

«Y cuando lo volviste a ver, pensaste en mí y lo dibujaste. ¡Qué detalle tan delicado, Trae! Casi te perdono el haberte ido por tantos días. Ahora ve y tráelo para mí».

Le dije la verdad: «Me temo que él no querrá atender mi requerimiento, mi señora. Páctli y yo sentimos una inquina mutua. Sin embargo…».

«Entonces no haces esto para beneficiarlo —me interrumpió la joven—. Me pregunto por qué haces esto por mí. —Sus profundos ojos me miraron suspicazmente—. Es verdad que nunca te he maltratado, pero tampoco te he dado motivo para sentir afecto por mí. Entonces, ¿por qué esta repentina y espontánea generosidad?».

«Trato de anticiparme a las órdenes y a los deseos de mi señora».

Sin ningún comentario y entrecerrando ahora sus ojos, ella tiró del cordón-campana y cuando la criada se presentó ordenó que llamaran a Chimali y Tlatli. Ellos llegaron, mirando atemorizados y aprensivos, y Muñeca de Jade les mostró el dibujo. «Vosotros dos venís también de Xaltocan. ¿Reconocéis a este joven?».

Tlatli exclamó: «¡Pactli!», y Chimali dijo: «Sí, es el Señor Alegría, mi señora, pero…».

Le lancé una mirada que le hizo cerrar la boca antes de que pudiera decir: «Pero el Señor Alegría no es tan fino como aquí». Y no me importó que Muñeca de Jade interceptara mi mirada.

«Ya veo —dijo ella arqueando las cejas como si me hubiera comprendido—. Podéis iros. —Cuando Chimali y Tlatli dejaron la habitación, me dijo—: Mencionaste una inquina. Seguramente alguna mezquina rivalidad romántica y supongo que el joven noble fue preferido a ti. Así es que sagazmente arreglaste una última cita para él, sabiendo que sería la última».

Dirigiendo significativamente mi mirada por encima de ella, a las estatuas del mensajero-veloz Yéyac-Netztlin y del jardinero Xali-Otli, hechas por el maestro Píxquitl y con una sonrisa de conspirador le dije: «Prefiero pensar que estoy haciendo un favor a todos nosotros. A los tres: a mi señora, a mi señor Pactli y a mí».

Ella se rió alegremente. «Entonces así será. Me atrevería a decir que ahora te debo un favor. Pero debes hacer que venga».

«Me tomé la libertad de preparar una carta —dije, mostrándosela—, en la real fina piel de cervato. Con las instrucciones usuales: a medianoche por la puerta este. Si mi señora pone su firma en ella e incluye el anillo, casi puedo garantizarle que el joven príncipe vendrá en la misma canoa que llevará el mensaje».

«¡Mi listo Trae!», dijo ella, tomando la carta y poniéndola sobre una mesa en donde había un pomo de pintura y una caña de escribir. Siendo una joven mexícatl, por supuesto que no sabía ni leer ni escribir, pero, al ser una noble, por lo menos sabía cómo escribir el glifo de su nombre. «Tú sabes en dónde está atracado mi acáli privado. Lleva esto al jefe de los remeros y dile que salga al amanecer. Quiero mi Alegría mañana por la noche».

Tlatli y Chimali estaban esperándome al acecho afuera en el corredor y Tlatli me dijo con voz temblorosa: «¿Sabes lo que estás haciendo, Topo?».

Chimali dijo con voz insegura: «¿Sabes cuál será el depósito del señor Pactli? Ven y mira».

Los seguí abajo por la sinuosa escalera de piedra a su estudio. Éste estaba bien orientado, pero al estar bajo el suelo tenía que ser alumbrado de día y de noche por lámparas y antorchas, que le hacían parecer como una mazmorra. Los artistas habían estado trabajando simultáneamente en varias estatuas, dos de las cuales reconocí. Una era del esclavo Yo Seré de la Grandeza, que ya había sido esculpida en tamaño natural y que Chimali había empezado ya a pintar la arcilla con la mezcla de sus colores especiales.

«Un gran parecido —dije, y lo pensaba de veras—. La señora Muñeca de Jade lo aprobará».

«Oh, bueno, captar la semejanza no fue difícil —dijo Tlatli con modestia—, pudiendo sobre todo trabajar con tu magnífico dibujo y moldear la arcilla sobre su calavera».

«Pero mis dibujos no tienen colores —dije—, y aun el maestro escultor Píxquitl no fue capaz de captar éstos. Chimali, aplaudo tu talento».

Y también sentía lo que decía. Las estatuas de Píxquitl habían sido pintadas con los colores usuales lisos: un color cobre pálido y uniforme para la piel, un invariable negro para el pelo y todo más o menos igual. Los colores que usó Chimali para la piel, variaban como los de un ser humano vivo: la nariz y las orejas eran un poquito más oscuras que el resto de la cara; las mejillas, un poquito más rojizas; incluso el negro del pelo tenía destellos parduzcos aquí y allá.

«Se verán todavía mejor cuando se hayan cocido en el horno —dijo Chimali—. Los colores se funden mejor juntos. ¡Ah, y mira esto, Topo!».

Me guió alrededor de la estatua, atrás y apuntó; en la parte inferior del manto de arcilla del esclavo, Tlatli había grabado su glifo del halcón y debajo de éste estaba la huella rojo-sangre de Chimali.

«Sí, fácilmente reconocible —dije sin ninguna inflexión. Me moví hacia la siguiente estatua—. Y ésta será Algo Delicado».

Tlatli dijo molesto: «Uh, yo creo que será mejor para nosotros no saber los nombres de los modelos, Topo».

«Era más que su nombre», dije más para mí que para él.

Sólo la cabeza y los hombros de Nemalhuili habían sido modelados en arcilla, pero éstos se encontraban a la misma altura que habían tenido en vida, pues estaban soportados por huesos, sus huesos articulados, su propio esqueleto sostenido por detrás por una pértiga.

«Estoy un poco contrariado con ésta», dijo Tlatli como si estuviera hablando de un pedazo de piedra en el cual hubiera encontrado una grieta insospechada. Él me enseñó el dibujo que yo había hecho del rostro de Algo Delicado, aquel que había bosquejado en el mercado, el primero que enseñé a Muñeca de Jade. «Tu dibujo y la calavera me fueron muy útiles para modelar la cabeza. Y el colotli, la armadura, me da las proporciones lineales del cuerpo, pero…».

«¿La armadura?», pregunté.

«El soporte interior. Cualquier escultura de barro o de cera debe ser soportada por una armadura, así como el cacto pulposo es sustentado por su leñoso esqueleto interior. Para la estatua de una figura humana, ¿qué mejor armadura que su propio esqueleto original?».

«¿De veras? —dije—. Pero dime, ¿cómo obtienes el esqueleto original?».

Chimali respondió: «La señora Chalchiunenetl nos los proporciona de su cocina privada».

«¿De su cocina?».

Chimali alejó su vista de mí. «No me preguntes cómo ha podido persuadir a sus cocineros y a los esclavos de la cocina. Pero ellos desollan la carne, vacían las entrañas y cortan la carne del… del modelo… sin desmembrarlo. Después cuecen lo que queda en unas tinas grandes con agua de cal. Necesitan sacarlos a tiempo antes de que los ligamentos y los tendones se disuelvan, por eso nosotros tenemos que raspar algunos fragmentos de carne que todavía quedan. Pero recibimos el esqueleto completo. Oh, a veces se pierde un hueso de un dedo o alguna costilla, pero…».

«Pero desafortunadamente —dijo Tlatli—, aún el esqueleto completo no me da una indicación de cómo era el cuerpo exterior, de cómo estaba relleno o curvado. Puedo inferir la figura de un hombre, pero no la de una mujer que es diferente. Tú sabes, los pechos, las caderas, las nalgas».

«Eran sublimes —murmuré recordando a Algo Delicado—. Venid a mis habitaciones. Os daré otro dibujo que muestra a vuestra modelo de cuerpo entero».

En mi departamento, ordené a Cózcatl que hiciera chocólatl para todos nosotros. Tlatli y Chimali correteaban por las tres habitaciones, profiriendo exclamaciones de admiración acerca de la fineza y lujo de éstas, mientras yo extraía del montón de mis hojas de dibujos uno en el que Nemalhuili estaba de cuerpo entero.

«Ah, completamente desnuda —dijo Tlatli—. Éste es ideal para mis propósitos». Parecía como si estuviese dando una opinión pasajera acerca de una buena muestra de arcilla amargosa.

Chimali también vio el dibujo de la mujer muerta y dijo: «En verdad, Topo, que tus dibujos están detallados con destreza. Si pudieras dejar de hacer solamente líneas y aprender a trabajar con luz y sombras en pintura, podrías llegar a ser un verdadero artista. Tú también podrías dar belleza al mundo».

Me reí ásperamente. «¿Como las estatuas construidas sobre esqueletos cocidos?».

Tlatli sorbió su chocólatl y dijo defendiéndose: «Nosotros no matamos a esa gente, Topo. Tampoco sabemos por qué la joven reina quiere conservarlos. Pero piensa que si ellos hubieran sido simplemente enterrados o quemados, se desintegrarían en moho o cenizas. Por lo menos nosotros los hacemos duraderos. Y sí, trabajamos lo mejor que podemos para hacer de ellos, objetos de belleza».

Yo dije: «Yo soy un escribano. No doy belleza a la palabra. Sólo la describo».

Tlatli sostuvo en alto el dibujo de Algo Delicado. «Tú hiciste esto y esto es una clase de belleza».

«Desde ahora en adelante, sólo dibujaré palabras-pintadas. He hecho el último retrato y nunca más volveré a dibujar otro».

«El del Señor Alegría —adivinó Chimali. Miró alrededor para asegurarse de que mi pequeño esclavo no pudiera oírlo—. Debes saber que estás poniendo a Pactli en riesgo de acabar en las tinas de cal de la cocina».

«Eso es lo que espero fervientemente —dije—. No dejaré impune la muerte de mi hermana. —Lancé a Chimali sus propias palabras—: Podría parecer una debilidad, una mancha que caería sobre nosotros, sobre lo que sentíamos el uno por el otro».

Los dos tuvieron al fin la delicadeza de bajar sus cabezas durante algunos momentos de silencio antes de que Tlatli hablara:

«Nos pones a todos en peligro de ser descubiertos, Topo».

«Ya estáis en peligro. Yo lo he estado por mucho tiempo. Debí haberos avisado de esto antes de que vinieseis. —Hice un gesto en dirección a su estudio—. ¿Pero habríais creído lo que hay ahí abajo?».

Chimali protestó: «Ésos son solamente ciudadanos corrientes y esclavos, y quizá nunca sean echados de menos. ¡Pactli es el Príncipe Heredero de una provincia mexica!».

Sacudí la cabeza. «El marido de la mujer del dibujo, he oído que se ha vuelto medio loco, y que está tratando de descubrir qué pasó con su amada esposa. Nunca volverá a estar en sus cabales otra vez. Y aun los esclavos no pueden desaparecer así como así. El Venerado Orador ya ha mandado guardias para buscar y averiguar acerca de estas personas tan diferentes que se han esfumado misteriosamente. Descubrirlo es cuestión de tiempo. Ese tiempo puede ser pasado mañana, si Pactli es puntual».

Sudando visiblemente, Tlatli dijo: «Topo, no podemos dejar que tú…».

«No podéis detenerme, y si tratáis de huir o de prevenir a Pactli o a Muñeca de Jade, lo sabré al instante y en seguida me presentaré ante el Uey-Tlatoani».

Chimali dijo: «Él tomará tu vida como la de cada uno de nosotros. ¿Por qué nos haces esto a Tlatli y a mí. Topo? ¿Por qué te lo haces a ti mismo?».

«La muerte de Tzitzi no tiene que caer sólo sobre la cabeza de Pactli. Yo estuve comprometido y vosotros también. Estoy preparado para expiar con mi propia vida si ése es mi tonali. Vosotros también podéis tener vuestra oportunidad».

«¡Oportunidad! —Tlatli levantó las manos—. ¿Qué oportunidad?».

«Una muy buena. Sospecho que la señora tiene la idea de no matar al príncipe mexica. Sospecho que jugará con él por un tiempo y luego lo mandará a su casa con los labios sellados por una promesa».

«Cierto —murmuró Chimali bastante aliviado—. Ella querrá un cortejo peligroso, pero no un suicidio. —Se volvió hacia Tlatli—. Y mientras él está aquí, tú y yo podremos terminar las estatuas ya ordenadas. Entonces intentaremos hallar algún trabajo urgente en alguna otra parte…».

Tlatli sorbió su chocólatl y de un salto se levantó de su silla y dijo a Chimali: «¡Ven! Trabajaremos de día y de noche. Debemos terminar todo lo que tenemos a mano y así tendremos una razón para pedir permiso de partir, antes de que nuestra señora se canse de nuestro príncipe».

Y con esa nota de esperanza me dejaron, con esa patética y vana esperanza. No les había mentido, sólo fui negligente en mencionarles un detalle en mis arreglos. Dije la verdad cuando les sugerí que Muñeca de Jade no pensaba castigar con la muerte al príncipe invitado. Ésa era una posibilidad real y por esa misma razón para ese huésped en particular hice un pequeño cambio en las instrucciones usuales de la invitación. Como nosotros decimos para aquel que merece castigo: «Él sería destruido con flores».

Aunque se supone que los dioses saben todos nuestros planes y conocen sus finales antes de sus principios, los dioses son traviesos y se deleitan en incomodar a los hombres en sus planes. Ellos prefieren con frecuencia complicar esos planes como pudieran enredar las redes de los cazadores, o frustrarlos de tal manera que los planes nunca lleguen a resultar.

Muy rara vez los dioses intervienen para un propósito mejor, pero creo que en esa ocasión al ver mi plan se dijeron entre ellos: «Este oscuro proyecto con el que está contribuyendo Nube Oscura, es tan irónicamente bueno que vamos a hacerlo irónicamente mucho mejor».

Al día siguiente a la medianoche, mantuve mi oído pegado a mi puerta hasta que oí llegar a Pitza y al huésped, y entrar al departamento de enfrente del corredor. Entonces entreabrí suavemente mi puerta para oír mejor. Me esperaba alguna exclamación o blasfemia de Muñeca de Jade cuando comparara la brutal cara de Pactli con mi dibujo idealizado. Lo que no esperaba fue lo que oí de la muchacha: un grito penetrante de verdadero horror y luego un chillido histérico llamándome: «¡Trae! ¡Ven aquí inmediatamente! ¡Trae!».

Eso parecía una reacción por demás extrema, aun para cualquiera que por primera vez conociera al horrible Señor Alegría. Abrí la puerta y salí para encontrarme con un guardia parado junto a ella portando una lanza y otro a través del vestíbulo junto a la puerta de mi señora. Ambos hombres enderezaron sus lanzas respetuosamente cuando pasé y ninguno trató de impedir mi entrada al otro departamento.

La joven reina estaba parada apenas adentro. Su cara estaba torcida y fea, y casi blanca de la sorpresa, aunque gradualmente se fue tornando casi púrpura de la furia cuando empezó a gritarme: «¿Qué clase de comedia es ésta, tú, hijo de perro? ¿Te crees que puedes hacer sucias bromas a mis expensas?».

Ella continuó así a gritos. Me volví hacia Pitza y al hombre que ella había traído, y aun con todos mis sentimientos entremezclados, no pude impedir el soltar una carcajada grande y sonora.

Se me había olvidado por completo la droga que Muñeca de Jade usaba y que le producía tener cortedad de vista. Debió de venir corriendo a través de todos los cuartos y vestíbulos de su departamento, para abrazar al tan ansiosamente esperado Señor Alegría y debió de haber llegado tan directamente sobre su visitante antes de que su visión pudiera distinguirlo claramente. Verdaderamente había motivo suficiente para sentirse sacudido y forzar un grito, a cualquier persona que no lo hubiera visto antes. Su presencia fue para mí también una increíble sorpresa, aunque yo reí en lugar de gritar, a pesar de haber tenido la ventaja de haber reconocido al viejo encorvado y engarruñado, de color cacao-pardusco. Había escrito la carta para Pactli de tal manera, que estaba seguro que su llegada no sería clandestina. Pero no tenía ni la menor idea de cómo o por qué ese viejo vagabundo había venido en lugar de Pactli y no parecía el momento más apropiado como para preguntárselo. Además no podía dejar de reír.

«¡Desleal! ¡Despreciable! ¡Nunca te lo perdonaré!», y mientras la muchacha estaba chillando sobre mis carcajadas y Pitza estaba tratando de esconderse en las cercanas cortinas, el viejo balanceaba mi carta de piel de cervato y decía: «Pero es su propia firma, ¿no es así, mi señora?».

Ella dejó caer todo su vilipendio de mí a él al gruñirle: «¡Sí! ¿Pero ni aun tú puedes pensar que iba a ir dirigida a un miserable y medio desnudo pordiosero? ¡Ahora cierra tu asquerosa boca sin dientes! —Ella se volvió hacia mí—. ¡Tiene que ser una broma, Trae, desde el momento en que te mueres de risa! Confiesa y sólo serás apaleado hasta quedar en carne viva. Sigue riéndote así y te juro que…».

«Y por supuesto, mi señora —el hombre persistió—, reconozco en la carta la escritura-pintada de mi viejo amigo Topo, que está aquí».

«¡Dije silencio! Cuando el lazo de flores esté alrededor de tu gaznate, desearás de todo corazón haber ahorrado todo el aire que estás gastando. Y su nombre es ¡Trae!».

«¿En estos momentos? Parece muy idóneo. —Sus ojos entrecerrados se deslizaron sobre mí con una mirada no del todo amistosa y mi risa se apaciguó—. Pero la carta dice claramente, mi señora, que yo esté aquí a la medianoche, y llevando este anillo puesto y…».

«¡No, no llevando el anillo puesto! —chilló ella imprudentemente—. Tú, pretencioso viejo ratero, pretendes aun saber leer. El anillo era para ser ¡llevado escondido! Y tú lo has traído ostentándolo por todo Texcoco… ¡yya ayya! —Rechinando los dientes se volvió otra vez hacia mí—. ¿Te das cuenta a lo que tu broma puede conducir, tú, execrable bufón? ¡Yya ouiya, pero morirás en la más lenta de las agonías!».

«¿Cómo que es una broma, mi señora? —preguntó el hombre encorvado—. De acuerdo con esta invitación, usted debía de haber estado esperando a alguien. Y usted vino corriendo tan alegremente a recibirme…».

«¡A ti! ¿A recibirte a ti? —gritó la joven, alzando sus brazos como si estuviera materialmente arrojando lejos toda precaución—. ¿Podría la puta más barata y hambrienta de todo Texcoco acostarse contigo? —Una vez más ella se volvió hacia mí—. ¡Trae! ¿Por qué hiciste esto?».

«Mi señora —dije hablando por primera vez y haciéndolo con duras palabras, pero gentilmente—. He pensado muy a menudo que su Señor Esposo no dio suficiente peso a sus palabras cuando me ordenó servir a la Señora Muñeca de Jade y servirla sin ninguna pregunta. Sin embargo estaba obligado a obedecer. Como una vez usted me hizo notar, mi señora, no podía por mí mismo traicionar su debilidad sin desobedecer a ambos, a usted y a él. Finalmente tuve que engañarla, para que usted se traicionara a sí misma».

Dio un paso hacia atrás y su boca se abrió silenciosamente, mientras su cara enrojecida por la ira se tornaba pálida otra vez. Las palabras tardaron en salirle. «Tú… ¿me engañaste? Esto… ¿esto no es una broma?».

«En todo caso no es su broma, sino la mía —dijo el encorvado—. Yo estaba a un lado del lago cuando un joven señor, muy bien vestido, untado y perfumado desembarcó del acali privado de mi señora, y descaradamente inició su camino con este anillo altamente visible y reconocible sobre el dedo pequeño de su gran mano. Parecía una flagrante indiscreción, si no ya una transgresión. Llamé a unos guardias para quitarle el anillo y luego la carta que portaba. Yo traje estas cosas en su lugar».

«¿Tú… tú… pero con qué autoridad… cómo te atreves a entrometerte? —farfulló—. ¡Trae! Este hombre ha confesado ser un ladrón. ¡Mátalo! Te ordeno matar a este hombre, aquí, delante de mí».

«No, mi señora —dije todavía gentilmente, porque casi empezaba a sentir piedad de ella—. Esta vez voy a desobedecerla. Yo creo que por fin usted ha revelado su propia verdad a otra persona, así es que creo que estoy libre de toda obligación de obediencia y también creo que usted ya no matará a nadie más».

Ella se volvió velozmente y abrió la puerta de un tirón hacia el corredor. Quizás pensaba huir, pero cuando el centinela que estaba afuera se volvió hacia ella impidiéndole el paso, le dijo severamente: «Guardia, aquí tengo a un ladrón y a un traidor. Ese pordiosero lleva puesto mi anillo robado, y este plebeyo ha desobedecido mis órdenes directas. Quiero que tome a los dos y…».

«Perdón, mi señora —murmuró el guardia—. Yo ya tengo mis órdenes del Uey-Tlatoani. Ordenes diferentes».

Ella se quedó con la boca abierta.

Yo dije: «Guardia, présteme su lanza un momento».

Dudó por un instante, pero luego me la alargó. Caminé hacia el nicho que estaba en su aposento y que tenía la estatua del jardinero Xali-Otli y con toda mi fuerza aventé la lanza apuntándola sobre la barbilla de la estatua. La cabeza pintada se rompió, pegó contra el piso y rodó, su arcilla se quebró y se desmoronó. Cuando la cabeza rebotó y se detuvo contra la pared al otro lado de la habitación, era una calavera pelada, blanca y reluciente, el rostro más limpio y honesto del hombre. El pordiosero parduzco miró todo sin expresión, pero las inmensas pupilas de Muñeca de Jade parecían haberse tragado sus ojos por entero. Eran líquidos charcos negros de terror. Devolví el arma al guardia y le pregunté:

«¿Cuáles son sus órdenes, entonces?».

«Usted y su esclavo deben permanecer en su departamento. La Señora-Reina y la mujer que le sirve deben permanecer aquí en éste. Todos ustedes quedan en custodia y bajo vigilancia mientras sus habitaciones son registradas y hasta que sean citados ante la presencia del Venerado Orador».

Dije al hombre de cacao: «¿Quizás usted quiera venir por un rato a mi cautiverio, venerable anciano y tomar una taza de chocólatl?».

«No —dijo él, arrancando su vista de la expuesta calavera—. Tengo ordenado referir todos los sucesos de esta noche. Creo que el Señor Nezahualpili ahora ordenará una búsqueda más exhaustiva… en los estudios de escultura y en otros lugares».

Hice el gesto de besar la tierra. «Entonces les deseo buenas noches a usted anciano y a usted, mi señora». Ella se volvió hacia mí, pero no creo que me viera. Regresé a mi departamento para encontrarme con que había sido registrado por el Señor Hueso Fuerte y por algunos otros ayudantes confidenciales del Venerado Orador. Ellos ya habían encontrado mis dibujos de Muñeca de Jade y de Algo Delicado.

Dice usted, mi Señor Obispo, que asiste a esta sesión porque está interesado en oír cómo eran llevados a efecto nuestros procesos judiciales. Pues no es indispensable que yo le describa el juicio de Muñeca de Jade. Su Ilustrísima puede encontrarlo minuciosamente asentado en los archivos de la Corte de Texcoco, si se toma la molestia de examinar esos libros. Su Ilustrísima también puede encontrarlo escrito en las historias de otras tierras, y aun oírlo en los cuentos regionales que explica la gente plebeya, porque el escándalo que causó todavía es recordado y relatado, especialmente por nuestras mujeres. Nezahualpili invitó a los gobernantes de cada nación vecina y a todos sus tlamatínime, hombres sabios, y a todos los tecutlin de cada una de las provincias, para asistir al juicio. Incluso los invitó a traer a sus esposas y a las mujeres nobles de sus cortes. Él hizo esto en parte para demostrar públicamente, que aun una mujer nacida de ilustre cuna no podía pecar impunemente, y en parte para demostrar su implacable determinación de castigar la perfidia de Muñeca de Jade en contra de él. Sin embargo, había todavía otra razón. La adúltera a juzgar era la hija del más poderoso gobernante de todas estas tierras, el Venerado Orador Auízotl, el bilioso y belicoso Uey-Tlatoani de los mexica. Al invitarlo a él y a los altos oficiales de las otras naciones, Nezahualpili procuró también demostrar que los procedimientos serían conducidos con absoluta justicia. Fue quizás que por esta razón, por la que Nezahualpili se sentó a un lado durante el juicio. Él delegó la responsabilidad de preguntar a los acusados y testigos a dos partes desinteresadas: su Mujer Serpiente, el Señor Hueso Fuerte y a un tlamatini, juez, llamado Tepítztic.

La sala de justicia de Texcoco estaba llena en toda su capacidad. Debió de ser la reunión más grande de gobernantes (unos amigos, otros neutrales y otros enemigos), convocada hasta entonces en un mismo lugar. Sólo Auítzotl estaba ausente. Naturalmente no quiso exponerse a sí mismo a la desgracia de ser mirado con escarnio y lástima mientras la vergüenza de su propia hija era inexorablemente revelada. En su lugar, mandó al Mujer Serpiente de Tenochtitlan. Sin embargo, entre los otros muchos señores que sí asistieron, estaba el gobernador de Xal-tocan, Garza Roja, el padre de Pactli. Se sentó y sufrió su humillación con la cabeza, inclinada durante todo el juicio. Las pocas veces que levantó sus viejos ojos entristecidos y legañosos, fue para fijarlos en mí. Yo creo que él estaba recordando la observación que había hecho hacía ya mucho tiempo, cuando comentó acerca de mis ambiciones juveniles: «Cualquiera que sea la ocupación a la que te dediques, joven, la harás muy bien».

Las interrogaciones hechas a todas las personas que se vieron involucradas fueron lentas, detalladas, tediosas y muy seguido repetidas. Solamente recuerdo las preguntas y respuestas más pertinentes, para contarlas a Su Ilustrísima. Las dos personas acusadas principalmente eran, por supuesto, Muñeca de Jade y el Señor Alegría. El fue el primero en ser llamado y llegó pálido y tembloroso a prestar juramento. Entre las muchas otras preguntas hechas por los interrogadores estaban éstas:

«Usted fue visto por los guardias del palacio, Pactzin, en los terrenos del ala del palacio destinada a la muy real señora Chalchiunénetzin. Es una ofensa capital que cualquier hombre no autorizado entre con cualquier razón o bajo cualquier pretexto, en los terrenos reservados a las señoras de la Corte. ¿Sabía usted esto?».

Él tragó saliva fuertemente y dijo con voz débil: «Sí», y selló su sentencia. Muñeca de Jade fue la siguiente y entre las numerosas preguntas que le hicieron, una de sus respuestas produjo conmoción en la audiencia. El juez Tepítztic dijo: «Usted ha admitido, mi señora, que fueron los trabajadores de su cocina privada los que mataron y prepararon los esqueletos de sus amantes, para hacer la base de sus estatuas. Nosotros pensamos que ni el más degradado de los esclavos habría hecho ese trabajo, a menos que estuviera bajo un maltrato excesivo. ¿Cuál fue la persuasión que usted utilizó?».

En su dulce voz de niñita, ella dijo: «Mucho tiempo antes, puse mis propios guardias en la cocina para ver que los trabajadores no tomaran nada de comida, ni siquiera probaran la que cocinaban para mí. Los tuve muñéndose de hambre hasta que estuvieron dispuestos… en hacer cualquier cosa que yo les ordenara. Una vez que ellos cumplieron mis órdenes por primera vez y después de alimentarlos muy bien otra vez, ya no necesitaron de más persuasión o de ser tratados de otra manera o vigilados por los guardias…».

El resto de sus palabras se perdió por la conmoción general. Mi pequeño esclavo Cózcatl estaba vomitando y tuvo que ser sacado de la sala por un rato. Yo sabía lo que él sentía y mi estómago también se revolvió ligeramente, pues nuestros alimentos habían venido de esa misma cocina.

Como cómplice principal de Muñeca de Jade, fui llamado en seguida. Narré todas mis actividades a su servicio sin omitir nada. Cuando llegué a la parte correspondiente a Algo Delicado, fui interrumpido por un alboroto que venía de la sala. El viudo demente de Nemalhuili tuvo que ser detenido por los guardias para que no se precipitara sobre mí y me ahorcara, y fue sacado de la sala gritando y echando espuma por la boca. Cuando llegué al final de mi narración, el Señor Hueso Fuerte me miró abiertamente con desprecio y dijo:

«Al menos una confesión franca. ¿Tiene algo que decir en su defensa o para mitigar su sentencia?».

Dije: «No, mi señor».

Con lo cual una voz se dejó oír: «Si el escribano Nube Oscura declina defenderse a sí mismo —dijo Nezahualpili—, ¿puedo decir algunas palabras de atenuación, mis señores jueces?».

Los dos examinadores asintieron de mala gana, pues obviamente no deseaban que se me exculpara, pero no les era posible rehusarse a su Uey-Tlatoani.

Nezahualpili dijo: «Durante su asistencia a la señora Chalchiunénetl este joven estuvo actuando, aunque muy tontamente, bajo mis órdenes expresas de servir a la señora sin ninguna pregunta y obedeciendo cada una de sus órdenes. Admito que mis órdenes fueron mal expresadas. También ha quedado demostrado que finalmente Nube Oscura aprovechó la única manera posible de divulgar la verdad acerca de la adúltera y asesina señora. Si él no lo hubiera hecho, mis señores jueces, es muy posible que todavía estuviéramos sufriendo las muertes de muchas otras víctimas».

El juez Tepítztic gruñó: «Nuestro Señor Nezahualpili, sus palabras generosas serán tomadas en consideración en el recuento de nuestras deliberaciones. —Me miró fija y severamente otra vez—. Sólo tengo otra pregunta más para el demandado. ¿Se acostó usted, Tlilétic-Mixtli, alguna vez con la señora Muñeca de Jade?».

Yo dije: «No, mi señor».

Era evidente que ellos esperaban cogerme en una mentira aborrecible, porque los examinadores llamaron a mi esclavo Cózcatl y le preguntaron: «¿Sabes si tu amo tuvo alguna vez relaciones sexuales con la señora Chalchiunénetl?».

Él dijo con su vocecita musical: «No, mis señores».

Tepítztic persistió: «Pero él tuvo muchas oportunidades».

Cózcatl dijo inflexiblemente: «No, mis señores. Cuantas veces mi amo estuvo en compañía de la señora por el espacio de tiempo que fuera, yo siempre estuve presente a su servicio. No, ni mi amo ni ningún otro hombre de la Corte se acostó con la señora, excepto uno y eso fue durante la ausencia de mi amo en la fiesta, una noche cuando la señora no pudo encontrar un compañero de fuera».

Los jueces se inclinaron hacia él. «¿Algún hombre del palacio? ¿Quién?».

Cózcatl dijo: «Yo», y los jueces oscilaron hacia atrás.

«¿Tú? —dijo Hueso Fuerte, sin poder creerlo—. ¿Cuántos años tienes, esclavo?».

«Acabo de cumplir los once, mi señor».

«Habla más fuerte, muchacho. ¿Nos estás tratando de decir que tú serviste como compañero sexual de la acusada adúltera? ¿Que tú efectivamente tuviste acoplamiento con ella? ¿Que tú tienes un tepule capaz de…?».

«¿Mi tepule? —gritó Cózcatl conmocionado, cometiendo la impertinencia de interrumpir al juez—. ¡Mis señores, ese miembro solamente es para hacer las aguas! Yo serví a mi señora con la boca, como ella me dijo que era lo apropiado. Yo nunca tocaría a una señora noble con algo tan sucio como un tepule…».

Si él dijo alguna otra cosa, fue ahogado por las carcajadas de los espectadores. Aun los dos jueces hicieron el esfuerzo de mantener sus caras impasibles. Éste fue el único momento jovial de aquel día horrible.

Tlatli fue el último cómplice en ser llamado. Había olvidado mencionar que, en las noches en que los guardias de Nezahualpili invadieron el estudio, Chimali, por alguna razón fortuita, había estado ausente. No había habido motivo para que Nezahualpili o sus ayudantes sospecharan la existencia de un segundo artista. Aparentemente ningún otro de los acusados se tomó la molestia de mencionar a Chimali y así Tlatli había podido pretender que él había estado trabajando solo.

Hueso Fuerte dijo: «Chicuace-Cali Ixtac-Tlatli, usted ha admitido que ciertas estatuas que se han presentado como evidencia, fueron hechas por usted».

«Sí, mis señores —dijo él firmemente—. Difícilmente podría negarlo. Ustedes verán en ellas mi firma: el glifo de la cabeza del halcón grabado y abajo la marca sangrienta de mi mano». Sus ojos buscaron los míos, suplicando silencio como diciendo: «Perdona a mi mujer», y yo guardé silencio.

Finalmente los dos jueces se retiraron a una habitación privada para sus deliberaciones. Todos los demás que estaban en la sala de justicia dieron gracias de poder salir de esa grande pero mal ventilada habitación, para disfrutar un poco de aire fresco o fumar un poquíetl afuera, en los jardines. Nosotros los demandados nos quedamos, cada uno con un guardia armado y alerta parado a nuestro lado y cuidadosamente evitábamos cruzar nuestras miradas. No pasó mucho tiempo antes de que los jueces regresaran y la sala se volviera a llenar. El Mujer Serpiente, Señor Hueso Fuerte hizo el prefacio de rutina anunciando:

«Nosotros, los examinadores, hemos deliberado únicamente sobre las evidencias y testimonios presentados aquí, y hemos llegado a nuestras decisiones sin ninguna malicia o favor, sin la intervención de ninguna otra persona, con la asistencia solamente de Tónantzin, la gentil diosa de la ley, la misericordia y la justicia».

Sacó una hoja de papel fino y basándose en ella pronunció primero: «Nosotros encontramos que el escribano acusado, Chicome-Xóchitl Tlilétic-Mixtli, merece la absolución, porque sus acciones, aunque culpables, no fueron mal intencionadas y además están mitigadas por sus otros servicios prestados a la Corte. Sin embargo… —Hueso Fuerte lanzó una mirada al Venerado Orador y después a mí—. Recomendamos que para su absolución sea desterrado de este reino como un forastero que ha abusado de su hospitalidad».

Bueno, no podría decir que eso me agradó, pero Nezahualpili hubiera podido fácilmente dejar que los jueces se ocuparan de mí, como se ocuparon de los otros. El Mujer Serpiente se enfrascó otra vez en el papel y pronunció: «Las siguientes personas han sido encontradas culpables de varios crímenes, entre éstos: acciones nefandas, perfidias y otras detestables a la vista de los dioses». Y leyó la lista de los nombres: el Señor Alegría, la Señora Muñeca de Jade, los escultores Píxquitl y Tlatli, mi esclavo Cózcatl, los dos guardias que hacían alternativamente el servicio de noche en la puerta este del palacio, Pitza la criada de Muñeca de Jade y otras mujeres a su servicio, todos los cocineros y trabajadores de su cocina. El juez concluyó su monótona locución: «En vista de que estas personas han sido encontradas culpables, nosotros no hacemos ninguna recomendación, ni en severidad ni en suavidad y sus sentencias deberán ser dictadas por el Uey-Tlatoani».

Nezahualpili se levantó lentamente. De pie, por un momento, pensó profundamente, luego dijo: «Como mis señores recomiendan, el escribano Nube Oscura será exiliado para siempre de Texcoco y de todas las provincias de los acolhua. Al esclavo convicto, Cózcatl, le doy mi perdón en consideración a su tierna edad, pero él también será desterrado de estas tierras. Los nobles Pactzin y Chalchiunénetzin serán ejecutados en privado y dejaré que la forma de su ejecución sea determinada por las nobles señoras de la Corte de Texcoco. Todos los demás que han sido encontrados culpables por los señores jueces, son sentenciados a ser ejecutados públicamente por medio del icpacxóchitl, sin el auxilio previo de Tlazoltéotl. Ya muertos, sus cuerpos serán juntados con los residuos de sus víctimas y quemados en una pira común».

Me alegré de que el pequeño Cózcatl fuera perdonado, pero sentí compasión por los otros esclavos y plebeyos. El icpacxóchitl era el lazo-guirnalda de la horca, que ya era bastante malo, pero Nezahualpili les había negado también el consuelo de la confesión con el sacerdote de Tlazoltéotl. Eso significaba que sus pecados no serían engullidos por la diosa La Que Come Suciedad y, puesto que ellos serían incinerados junto con sus víctimas, cargarían con sus culpas todo el camino hacia el otro mundo al que fueran y continuamente seguirían sufriendo un intolerable remordimiento por toda la eternidad.

Cózcatl y yo fuimos escoltados de regreso a nuestras habitaciones y allí uno de los guardias gruñó: «¿Qué es esto?».

Afuera de la puerta de mi apartamento, a la altura de mi cabeza, había una señal, la marca impresa de una mano ensangrentada, silencioso recordatorio de que yo no había sido el único inculpado que había salido con vida ese día, y entonces me empecé a preocupar de si Chimali intentaría vengar su propia pérdida.

«Alguna broma de mal gusto —dije, encogiéndome de hombros—. Mi esclavo la limpiará».

Cózcatl tomó una esponja y una jarra de agua y salió al corredor, mientras yo esperaba escuchando detrás de la puerta. No pasó mucho tiempo antes de que oyera llegar a Muñeca de Jade, también custodiada. No podía distinguir el sonido de sus pequeños pies entre las pesadas pisadas de su escolta, pero cuando Cózcatl volvió a entrar con su jarra de agua teñida de sangre, dijo:

«La señora viene llorando, mi amo. Y con sus guardias viene un sacerdote de Tlazoltéotl».

Yo murmuré: «Si ella ya confesó sus pecados para ser engullidos, significa que ya no le queda mucho tiempo». Y en verdad que le quedaba ya muy poco tiempo, pues poco después volví a oír cómo se abría su puerta cuando ella fue llevada a la última cita de su vida.

«Amo —dijo Cózcatl tímidamente—. Usted y yo estamos desterrados, ¿verdad?».

«Sí», suspiré.

«Como estamos desterrados… —Y él retorcía sus manitas ásperas por el trabajo—, ¿me llevará con usted? ¿Como su esclavo y sirviente?».

«Sí —le dije después de pensar unos momentos—. Tú me has servido con lealtad y no te abandonaré, pero en verdad, Cózcatl, no tengo ni idea de adónde iremos».

El muchacho y yo estuvimos confinados, no fuimos testigos de ninguna de las ejecuciones, aunque después supe los detalles de los castigos infligidos al Señor Alegría y a la Señora Muñeca de Jade y estos detalles pueden interesar a Su Ilustrísima. El sacerdote de la diosa La Que Come Suciedad, ni siquiera dio a la muchacha la oportunidad de confesarse completamente con Tlazoltéotl. Pretendiendo bondad, le ofreció una bebida de chocólatl —«para calmar tus nervios, hija mía»— en el que él había mezclado una infusión de la planta toloatzin, que es una droga soporífera de gran poder. Muñeca de Jade estaba probablemente inconsciente antes de haber contado incluso las fechorías de sus diez años, así es que ella fue hacia su muerte cargada todavía de muchas de sus culpas. Fue llevada al laberinto del palacio del cual ya he hablado, totalmente desnuda. Entonces el viejo jardinero que era el único que conocía la salida secreta, la arrastró hasta el centro del laberinto, en donde yacía el cuerpo de Pactli.

Él Señor Alegría había sido enviado antes a los trabajadores convictos de la cocina, a quienes se les había ordenado que hicieran un último trabajo antes de ser ejecutados. Si ellos mataron a Pactli piadosamente, no lo sé; pero lo dudo, ya que tenían muy poca razón para sentir algo de bondad hacia él. Desollaron todo su cuerpo, a excepción de su cabeza y sus genitales y le quitaron los intestinos y toda la carne de su cuerpo. Cuando todo lo que quedó fue su esqueleto y no un esqueleto muy limpio, ya que todavía estaba festonado con pedazos de carne viva, usaron algo para sostener su tepule erecto, quizás insertaron un pedazo de caña. Ese cadáver espantoso fue llevado al laberinto mientras Muñeca de Jade todavía estaba con el sacerdote en sus habitaciones.

La muchacha despertó en plena noche, en medio del laberinto, encontrándose desnuda y con su tepili confortablemente empalado, como en sus tiempos felices, en el tumefacto órgano del hombre. Sus dilatadas pupilas se fueron habituando muy rápidamente a la luz pálida de la luna, así es que ella vio esa cosa horrorosa y lúgubre que estaba abrazando. Lo que pasó después sólo puede ser conjeturado. Seguramente Muñeca de Jade saltó de horror y gritando, huyó de ese último amante. Ella debió de haber corrido por todo el laberinto, una y otra vez, aunque los senderos tortuosos siempre la llevarían de vuelta a encontrarse con la cabeza, los huesos y el tepule erecto de lo que una vez fue el Señor Alegría. Y cada vez que ella regresara, lo debería de encontrar más lleno de hormigas, moscas y escarabajos. Al fin, él debió de estar tan lleno de pululantes gusanos que debió parecerle a Muñeca de Jade, que el cadáver se estaba contorsionando en un intento de levantarse y perseguirla. Cuántas veces corrió, cuántas veces se arrojó contra los muros de recias espinas, cuántas se encontró a sí misma tropezando con la carroña del Señor Alegría, nunca lo sabrá nadie.

Cuando el viejo jardinero la sacó afuera a la siguiente mañana, ya no era ninguna belleza. Su rostro y su cuerpo estaban desgarrados y ensangrentados por las espinas. Se había arrancado las uñas y se podían ver partes de su cráneo, pues se había arrancado mechones de pelo. La droga que le había agrandado los ojos, se había consumido y sus pupilas eran unos puntos invisibles en sus ojos fijos y saltones. Su boca permanecía abierta en un grito silencioso. Muñeca de Jade, que siempre se había sentido muy orgullosa y había sido muy vanidosa de su belleza, se hubiera sentido ultrajada y mortificada de lo horrible que se veía, pero en esos momentos a ella ya no le importaba. En algún momento de la noche, en alguna parte del laberinto, su aterrorizado y golpeante corazón había finalmente estallado. Cuando todo terminó, y Cózcatl y yo fuimos liberados de nuestro arresto, los guardias nos dijeron que no podíamos ir a clases, ni mezclarnos o conversar con ninguno de nuestros conocidos del palacio y yo no regresaría a mi trabajo en la sala del Consejo de Voceros. Sólo podíamos esperar tratando de pasar lo más desapercibidamente posible, hasta que el Venerado Orador decidiera cuándo y adónde mandarnos al exilio.

Así pasé algunos días sin hacer nada más que vagar a lo largo de la orilla del lago, pateando guijarros, sintiendo lástima de mí mismo y recordando con dolor las grandes ambiciones con las que me había entretenido cuando llegué a esa tierra. En uno de esos días, ensimismado en mis pensamientos, dejé que el crepúsculo me alcanzara muy lejos, a lo largo de la ribera, y me volví para regresar a toda prisa al palacio antes de que la oscuridad cayera. A la mitad del camino hacia la ciudad, llegué hasta donde se encontraba un hombre sentado en una roca, él no estaba allí cuando pasé antes. Se seguía viendo igual como en las otras dos ocasiones anteriores en que me lo había encontrado. Llevaba sus sandalias de viaje, la piel pálida y sus facciones con una capa de polvo alcalino de la orilla del lago. Después de intercambiar los saludos corteses de rigor, dije: «Otra vez llega usted al atardecer, mi señor. ¿Viene usted de muy lejos?».

«Sí —dijo él sobriamente—. De Tenochtitlan, en donde la guerra se está preparando».

Dije: «Lo dice usted como si la guerra fuera a ser en contra de Texcoco».

«No ha sido declarada exactamente en ese sentido, pero será así. El Uey-Tlatoani Auítzotl ha acabado al fin de construir la Gran Pirámide y tiene entre sus planes la ceremonia más impresionante y espectacular que jamás se haya visto antes, y para eso desea incontables prisioneros para un sacrificio en masa. Así es que ha declarado otra guerra en contra de Texcala».

Esto no me sonó muy fuera de lo usual. Dije: «Entonces los ejércitos de la Triple Alianza pelearán lado a lado una vez más. ¿Pero por qué dice usted que es una guerra contra Texcoco?».

El hombre polvoriento dijo tristemente: «Auítzotl clama que casi todas las fuerzas de los mexica y de los tecpaneca están todavía ocupadas en pelear al oeste, en Michihuacan, y no pueden ser enviadas hacia el este contra Texcala, pero es sólo una excusa que trata de ser convincente. Auítzotl se sintió muy afrentado con el juicio y la ejecución de su hija».

Yo le dije: «Él no puede negar que ella se lo merecía».

«Lo cual le hace sentirse más enojado y vengativo. Así es que él ha acordado que Tenochtitlan y Tlacopan envíen sólo un puñado de hombres en contra de los texcalteca y que Texcoco deba contribuir con la mayor parte del ejército. —Sacudió su cabeza—. De todos los guerreros que pelearán y morirán para asegurar los prisioneros para el sacrificio de la Gran Pirámide, quizás noventa y nueve de cada cien serán acolhua. Ésta es la forma en que Auítzotl vengará la muerte de Muñeca de Jade».

Yo le dije: «Cualquiera puede ver que es una injusticia que los acolhua lleven toda la carga del combate. De seguro que Nezahualpili podrá rehusarse».

«Sí, él podría hacerlo —dijo el viajero con voz fatigada—. Pero eso podría romper la Triple Alianza e incluso provocar al irascible Auítzotl a declarar abiertamente la guerra contra Texcoco. —Con una voz todavía más melancólica él continuó—: También Nezahualpili debe sentir que tiene que hacer alguna expiación por haber ejecutado a esa muchacha».

«¿Qué? —dije con indignación—. ¿Después de lo que ella le hizo?».

«A pesar de eso, pues quizás él debe de sentir alguna responsabilidad por haber sido negligente con ella. Pudiera ser que algunos otros también sientan responsabilidad. —Sus ojos me miraron y de repente me sentí incómodo—. Para esta guerra, Nezahualpili necesitará a cada hombre que puede conseguir. Sin duda él será bondadoso con los voluntarios y probablemente rescindirá cualquier deuda de honor que ellos deban».

Tragué saliva y dije: «Mi señor, hay algunos hombres que no pueden ser útiles en una guerra».

«Entonces pueden morir en ella —dijo fríamente—. Por gloria, por penitencia, en pago de una deuda, por una vida feliz en el mundo del más allá de los guerreros, por cualquier razón. Una vez te escuché hablar acerca de tu gratitud para con Nezahualpili y tu disposición de demostrársela».

Hubo un gran silencio entre los dos. Después, como si por casualidad hubiera cambiado de tema, el hombre polvoriento dijo como conversando: «Se rumorea que pronto dejarás Texcoco. Si pudieras escoger, ¿adónde irías?».

Pensé en eso por bastante tiempo y la oscuridad nos envolvía alrededor, el viento de la noche empezaba a gemir a través del lago y al fin dije: «A la guerra, mi señor. Iría a la guerra».

Era un espectáculo digno de verse, el gran ejército formándose en el terreno vacío al este de Texcoco. La llanura quebrándose en resplandores de lanzas de brillantes colores, y por todos lados el sol reluciendo sobre las espadas y las puntas de obsidiana. Debían de haber unos cuatro o cinco mil hombres juntos, pero como el viajero había dicho, los Venerados Oradores Auítzotl de los mexica y chimalpopoca y de los tecpaneca, habían mandado sólo unos cientos de hombres cada uno, y esos guerreros difícilmente hubieran podido ser los mejores, pues la mayoría de ellos eran veteranos de edad avanzada y reclutas novatos. Con Nezahualpili como jefe de batalla, todo era organización y eficiencia. Enormes banderas de plumas designaban a los contingentes principales entre los miles acolhua y los pocos cientos de tenochtitlan y tlacopan. Banderas de tela multicolores, marcaban las diferentes compañías de hombres bajo las órdenes de varios campeones. Las banderolas más pequeñas señalaban las unidades menores al mando de los oficiales quáchictin. También había allí otras banderas alrededor, bajo las cuales se agrupaban las fuerzas no combatientes: aquellos que eran responsables de transportar la comida, el agua, las corazas y las armas de reserva; los físicos, los cirujanos y los sacerdotes de diversos dioses; las bandas de tambores y trompetas que marchaban con el ejército; los destacamentos que limpiaban el campo de batalla, o sea los acuchilladores y amarradores.

Había sido desterrado de los dominios de Texcoco y amonestado en el aspecto de no tener nada que ver con sus asuntos. Aun así me dije que pelearía por Nezahualpili, y no obstante estaba avergonzado de la poca participación de los mexica en esa guerra, pues después de todo ellos eran mi gente. Así es que fui a ofrecer mis servicios voluntarios a su guía, el único mexícatl que comandaba el campo, un Campeón Flecha llamado Xococ. Xococ me miró de arriba abajo y me dijo cínicamente: «Bien, por muy poca experiencia que tengas, por lo menos pareces mejor constituido físicamente que cualquiera de los que mandan aquí excepto yo. Preséntate con el Quáchic Extli-Quani».

¡El viejo Extli-Quani! Estaba tan contento de volver a escuchar su nombre que corrí directamente hacia la banderola en donde él estaba parado enfrente de un grupo de jóvenes guerreros que parecían muy infelices. Llevaba un penacho de plumas, una astilla de hueso incrustada en medio de su nariz y sostenía un escudo pintado con los glifos que denotaban su nombre y su rango. Cuando me aproximé, me arrodillé y rocé la tierra en un gesto superficial de besarla, luego, con el mismo movimiento precipitado, me levanté y lo abracé como si él hubiera sido un pariente por largo tiempo perdido, gritando contentísimo: «¡Maestro Glotón de Sangre! ¡Cuánto me alegro de volverle a ver!».

Los otros guerreros miraban con ojos muy abiertos. El viejo quáchic se puso colorado y empujándome rudamente, farfulló: «¡No me ponga las manos encima!».

Por los huevos de piedra de Huitzilopochtli, vaya si ese guerrero había cambiado desde la última vez que lo vi en la escuela. Gruñón y lleno de espinillas como un mozalbete y luego ¡esto! «¿Están todos los cuilontin preparados ya? —dijo—. ¿Listos para hacer que el enemigo sea besado por la muerte?».

«¡Soy yo, maestro! —grité—. El Campeón Xococ me dijo que me reuniera con su grupo».

Me tomó algún tiempo el darme cuenta de que Glotón de Sangre debía de haber enseñado a cientos de muchachos de su tiempo de maestro. A él le tomó algunos momentos también, buscarme en su memoria y finalmente encontrarme en algún remoto rincón de ella.

«¡Por supuesto, Perdido en Niebla! —exclamó, si bien no con tanta alegría como yo había demostrado—. ¿Estás destinado a mi grupo? ¿Entonces, ya estás curado de tus ojos? ¿Ya puedes ver bien?».

«Bueno, no», tuve que admitir.

Él le dio una patada feroz a una pequeña hormiga. «Mi primera acción activa en diez años —jadeó—, y me pasa esto. Quizá los cuilontin serían preferibles. Ah, bien, Perdido en Niebla, entra con el resto de mis ratones».

«Sí, Maestro Quáchic —dije con fragilidad militar. Entonces sentí que tiraban de mi manto y recordé a Cózcatl, quien había estado durante todo este tiempo pegado a mis talones—. ¿Y qué órdenes tiene usted para el joven Cózcatl?».

«¿Para quién? —dijo perplejo, mirando en derredor. No fue sino hasta que inclinó la cabeza que su mirada cayó sobre el muchachito—. ¿Para él?», estalló.

«Él es mi esclavo —le expliqué—. Mi sirviente personal».

«¡Silencio en las filas!», voceó Glotón de Sangre, tanto a mí, como a sus guerreros, quienes empezaron a reír ahogadamente. El viajo quáchic caminó por un tiempo en círculo, apaciguadamente. Finalmente vino y pegó su gran cara cerca de la mía. «Perdido en Niebla, hay aquí algunos campeones y nobles quienes tienen un relativo servicio a sus órdenes. Tú eres un yaoquizqui, un recluta nuevo, el rango más bajo que existe. No sólo te presentas tranquilamente con tu sirviente como si fueras un campeón pili, ¡sino que además me traes a este renacuajo humano!».

«No puedo abandonar a Cózcatl —le dije—. Pero él nunca será un estorbo. ¿No le podría usted asignar con los sacerdotes o con algunos otros guardias de la retaguardia, en donde pudiera ser útil?».

Él rugió: «Y yo que creí que había escapado de esa escuela para entrar en esta bella y tranquila guerra. Está bien. Renacuajo, preséntate en donde está aquella banderola negra y amarilla. Dile al jefe que Extli-Quani te ordenó hacer el trabajo de pinche. Bien, Perdido en Niebla —dijo dulce y persuasivamente—, si el ejército mexica está arreglado a tu entera satisfacción, déjanos ver si recuerdas algunos de los ejercicios de batalla. —Y vociferó haciéndonos saltar a mí y a todos los demás—: ¡Todos vosotros, infelices desgraciados, formad una fila de cuatro al frente!».

Había aprendido en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, que el adiestramiento para ser un guerrero era muy diferente de jugar a serlo. Sin embargo en esos momentos aprendí que ambos, el adiestramiento y el juego eran pálidas imitaciones de una guerra real. Solamente mencionaré una de las cosas más duras de soportar, que los narradores de gloriosas historias de guerra, fastidiosamente omitían: la suciedad y el mal olor. Ya sea jugando o en la escuela, después de un día de duros ejercicios, yo siempre había tenido el placentero alivio de un buen baño y sudar ampliamente en la casa de vapor. Allí, no había tales facilidades. Al final de un día de instrucciones y ejercicios, estábamos sucios y así nos quedaríamos, apestando. Tuvimos que cavar hoyos para nuestras funciones excretorias; me repugnaba mi propio olor fétido de sudor seco y de ropa sin lavar, tanto como el ambiente maloliente a pies y a heces. Yo miraba la suciedad y el hedor como uno de los peores aspectos de la guerra. En aquel tiempo, por lo menos, antes de que hubiera estado realmente en la guerra.

Y había otra cosa también. Oí a los viejos guerreros quejarse de que, aun en la estación normalmente seca, un guerrero podía caer en la cuenta de que Tláloc maliciosamente haría de cualquier batalla y de cada una de ellas, la más difícil y miserable con una lluvia que empaparía totalmente a un hombre y le haría arrastrar los pies en el fango. Bien, pues estábamos en temporada de aguas y Tláloc nos enviaba una lluvia intermitente. Todos los días que pasamos familiarizándonos con nuestras armas y practicando los diferentes ejercicios y maniobras que esperábamos utilizar en el campo de batalla, seguía lloviendo y nuestros mantos parecían pesos muertos de lo mojado que estaban, nuestras sandalias se llenaban de fango y nuestro humor era detestable cuando al fin salimos para Texcala. Esa ciudad estaba a trece largas carreras hacia el este y el sureste. Con buen tiempo hubiéramos podido hacer ese recorrido en dos días a marcha forzada, pero habríamos llegado fatigados y sin aliento para dar la cara al enemigo, que no tenía nada que hacer más que sentarse a descansar mientras nos esperaban. Considerando todas esas circunstancias, Nezahualpili ordenó que hiciéramos la caminata más despacio y la alargamos a cuatro días de camino, así por lo menos llegaríamos más o menos descansados.

Los dos primeros días marchamos directamente hacia el este, así es que nada más tuvimos que escalar y cruzar las más pequeñas cimas de las sierras de los volcanes que están hacia el sur; los altos picos llamados Tlaloctépetl, Ixtaccíhuatl y Popocatépetl. Entonces nos desviamos al sureste en dirección directa hacia la ciudad de Texcala. Todo el camino fuimos chapoteando entre el fango, excepto cuando nos resbalábamos y deslizábamos en el mojado terreno rocoso. Ése era el lugar más lejano en que jamás había estado antes y me habría gustado ver el paisaje, pero aunque mis ojos no hubieran estado limitados por mi corta visión, no habría podido verlo debido al perpetuo velo de lluvia. En aquella jornada no vi más que los pies de los hombres que caminaban delante de mí, arrastrándolos lentamente en el fango. No íbamos caminando bajo el solo peso de la coraza de batalla. Además de nuestro traje usual, cargábamos un pesado traje llamado tlamaitl, el cual usábamos para el tiempo frío o utilizábamos como abrigo en la noche. Cada hombre llevaba también una bolsa con pinoli hecho de maíz endulzado con miel y otra de cuero llena de agua. Cada mañana antes de empezar la marcha y en el descanso del mediodía, mezclábamos el maíz con el agua para hacer una nutritiva comida de atoli, aunque muy ligera. En la parada de cada noche, teníamos que esperar a que los que cargaban las pesadas provisiones nos alcanzaran. Entonces el jefe encargado del aprovisionamiento de tropas proveería a cada hombre con una substanciosa comida caliente, incluyendo una taza del pesado chocólatl, alimento nutritivo y reconfortante. Sin importar cuáles fueran sus otras obligaciones, Cózcatl siempre me servía mi comida de la noche con sus propias manos y se las arreglaba para conseguirme un poco más de la porción normal o deslizaba alguna golosina robada. Algunos de los otros hombres de la compañía de Glotón de Sangre gruñían o se mofaban por la forma en que él me cuidaba, así es que yo trataba débilmente de rehusar las cosas extras que Cózcatl me traía. Él me amonestaba diciendo: «No es necesario que actúe noblemente y se niegue a sí mismo estas cosas, mi amo. Usted no está despojando a sus compañeros guerreros. ¿No sabe que los hombres mejor alimentados del ejército son aquellos que están más lejos del combate? Los cargadores, los cocineros, los que llevan los mensajes y también son ellos los que más alardean de su valor. Yo sólo quisiera que pudiera conseguir de alguna manera un cántaro lleno de agua caliente y traerlo aquí. Perdóneme, mi amo, pero usted apesta atrozmente».

Poco después, en la tarde lluviosa y gris del cuarto día, cuando todavía estábamos como a una larga carrera de Texcala, nuestros exploradores que habían tomado la delantera para espiar a las fuerzas texcalteca que nos esperaban, regresaron rápidamente para dar su parte a Nezahualpili. El enemigo nos estaba esperando con toda su fuerza al otro lado del río que tendríamos que cruzar. En tiempo seco el río no era más que un arroyo poco profundo de aguas mansas, pero después de todos esos días de lluvias continuas era un obstáculo formidable. Si bien no tendría más de una cadera de profundidad, corría de orilla a orilla a mucha velocidad y muy rudamente, tanto como el disparo de una flecha. La estrategia del enemigo era obvia. Mientras nosotros intentábamos vadear el río, con aguas arrastrando nuestras piernas, seríamos un buen blanco de movimientos lentos, incapaces de utilizar nuestras armas y de evitar las del enemigo. Con sus flechas y sus atlatl, lanza jabalinas, los texcalteca esperaban diezmarnos y desmoralizarnos, si es que no destruirnos completamente, antes de que pudiéramos siquiera alcanzar la otra parte del río.

Se dice que Nezahualpili sonrió y dijo: «Muy bien. La trampa ha sido tan bien preparada tanto por el enemigo como por Tlátloc, que no debemos desilusionarlos. Por la mañana caeremos en ella».

Dio órdenes al ejército de hacer alto por la noche y permanecer en donde estaba, a una buena distancia todavía del río y llamó a todos los comandantes tlamahuichíhuantin, campeones, y cuachictin, oficiales, para reunirse con él y escuchar sus instrucciones para el día siguiente. Nosotros éramos simples guerreros sentados, agachados o recostados sobre el terreno empapado, mientras el jefe de cocineros empezada a preparar nuestra comida de la noche, una especialmente abundante, ya que no tendríamos tiempo de comer ni siquiera atoli a la mañana siguiente. Los encargados de las armas las desembalaron y las colocaron a mano, para irlas distribuyendo al día siguiente conforme se fueran necesitando. Los tamborileros retiraron los cueros de sus tambores, que se habían reblandecido por la humedad. Los físicos y los sacerdotes capellanes prepararon respectivamente sus medicinas e instrumentos de operación, sus inciensos y sus libros de encantamientos, así ellos estarían listos mañana, lo mismo para atender las heridas como para escuchar, en favor de La Que Come Suciedad, las confesiones de los moribundos.

Glotón de Sangre regresó de la gran conferencia cuando apenas se nos acababa de servir nuestra comida y chocólatl. Él nos dijo: «Cuando hayáis comido, os pondréis vuestros trajes de batalla y cogeréis las armas. Luego cuando la oscuridad haya caído, nos moveremos para asignar las posiciones y dormiremos allí, ya que debemos de estar despiertos temprano».

Después de comer, nos explicó el plan de Nezahualpili. Al amanecer, una tercera parte del ejército, en formación precisa acompañada de tambores y trompetas, marcharía hacia el río y daría la cara al enemigo como si ignorara cualquier peligro que le esperara al otro lado del río. Cuando el enemigo atacara, nuestros guerreros se dispersarían y chapotearían alrededor, para dar la impresión de sorpresa y confusión. Cuando la lluvia de proyectiles se volviera intolerable, nuestros guerreros se volverían y huirían hacia el lugar de donde habían partido, pareciendo indisciplinados y cobardemente vencidos. Nezahualpili creía que los texcalteca serían engañados con eso y los perseguirían tratando de dar caza incautamente al enemigo, excitados por su triunfo aparentemente fácil, de tal manera que no les dejaría pensar en la posibilidad de un engaño.

Mientras tanto, lo que quedaba de su ejército estaría esperando escondido entre las rocas, arbustos y árboles a los dos lados del camino que corría a todo lo largo hacia el río. Ninguno de sus hombres, sin embargo, se dejaría ver o utilizaría su arma hasta que nuestras fuerzas «en retirada» hubiesen atraído completamente a todo el ejército texcalteca a través del río. Los texcalteca correrían a lo largo de ese corredor, como lo harían, entre murallas de guerreros escondidos. Entonces Nezahualpili, que estaría vigilando desde un lugar alto, daría la señal a sus tamborileros y los tambores nos avisarían con sus «estampidos». Nuestros hombres emboscados a ambos lados del camino se levantarían y las paredes del corredor serían cerradas, atrapando al enemigo en medio de ellas.

Un viejo guerrero de pelo gris de nuestra compañía preguntó: «¿Y nosotros en dónde seremos apostados?».

Glotón de Sangre gruñó tristemente: «Hasta el final. Casi tan atrás y seguros como los cocineros y los sacerdotes».

«¿Qué? —exclamó el veterano—. ¿Venir por todo este horrible camino para no estar ni siquiera lo suficientemente cerca como para oír el choque de la obsidiana?».

Nuestro quáchic se encogió de hombros: «Bien, tú sabes cuán pocos somos, vergonzosamente. Difícilmente podremos culpar a Nezahualpili que nos niegue compartir esta batalla, considerando que él está peleando la batalla de Auítzotl, en su lugar. Nuestro campeón Xococ le suplicó que por lo menos nos dejara marchar al frente, dentro del río y ser el señuelo para los texcalteca, nosotros estaríamos contentos de morir valientemente, pero Nezahualpili nos rehusó incluso esa oportunidad de gloria».

Personalmente yo estaba muy contento de escuchar eso, pero el otro guerrero todavía estaba disgustado. «¿Entonces nosotros los mexica sólo nos sentaremos aquí como fardos, y luego esperaremos para servir de escolta a los victoriosos acolhua y a sus cautivos, de regreso a Tenochtitlan?».

«No del todo —dijo Glotón de Sangre—. Pudiera ser que también nosotros tomáramos uno o dos prisioneros. Pudiera ser que algunos de los texcalteca atrapados pudieran romper y pasar a través de las cerradas paredes de los guerreros acolhua. Nuestras compañías mexica y tecpaneca se extenderán como un abanico de uno a otro lado, de norte a sur, como una red para atrapar a los que eludan la emboscada».

«Tendríamos mucha suerte si atrapáramos tantos como un conejo —gruñó el guerrero de pelo gris. Se puso de pie y dijo al resto de nosotros—: Todos aquellos yaoquizque que combatís por primera vez, es bueno que sepáis esto. Antes de poneros la coraza, id hacia los arbustos y evacuar hasta que quedéis bien vacíos. En cuanto los tambores empiecen a sonar se removerán vuestras tripas y no tendréis la oportunidad de quitaros esos apretados trajes acolchados».

Él se fue lejos a seguir su propio consejo y yo le seguí. Cuando estaba agachado oí que murmuraba cerca de mí: «Casi olvido esto». Yo miré por encima de su hombro. Él sacó de su morral un pequeño objeto envuelto en un papel. «Un hombre t orgulloso de ser padre por primera vez, me dio esto para que lo enterrara en el campo de batalla —dijo—. El cordón umbilical de su hijo recién nacido y un pequeño escudo de guerra». Lo dejó caer a sus pies, lo enterró bien en el fango, luego se puso P de cuclillas y orinó y defecó sobre él copiosamente.

«Bien —pensé para mí—, es mucho para el tonali de un niñito». Me preguntaba si mi propio escudo y cordón habían corrido la misma suerte.

Mientras la mayoría de nosotros nos poníamos nuestros trajes acolchados, los campeones se ponían los suyos llamativos que les hacían verse espléndidos. Había tres órdenes de tlamahuichíhuantin: la del Jaguar, la del Águila y la de la Flecha. Un guerrero podía ser distinguido con las dos primeras cuando él a su vez había descollado en muchas batallas, y a la de la Flecha sólo pertenecían aquellos que habían obtenido el campeonato de tiro con arco o jabalina, matando a muchos enemigos con esas armas inexactas.

El campeón Jaguar llevaba una verdadera piel de jaguar como una especie de capa, con la cabeza del gran gato como yelmo; la calavera por supuesto había sido quitada, pero los colmillos curvos seguían pegados en su lugar, así es que éstos colgaban sobre la frente del campeón y los de abajo sobresalían de su barbilla. La coraza que cubría su cuerpo estaba moteada como la piel de ese animal: tinta con manchas ovaladas pardo-oscuro. Un campeón Águila llevaba un yelmo de imitación, más o menos, del tamaño de la cabeza de un águila, hecho de papel pesado y hule cubierto con verdaderas plumas de águila, con el gran pico sobresaliendo sobre su frente y debajo de su barbilla. La coraza también estaba cubierta con plumas de águila y en sus sandalias llevaba unas garras artificiales que sobresalían de los dedos de sus pies, su manto de plumas era más o menos como unas alas plegadas. Un campeón Flecha llevaba un yelmo hecho como la cabeza de cualquier pájaro que él escogiera, tan grande como lo fuera una cría de águila, y su coraza estaba cubierta con las mismas plumas que él utilizara para empenachar sus flechas.

Todos los campeones llevaban escudos de piel, madera o mimbre cubiertos con plumas, pero éstas estaban trabajadas en forma de mosaicos de gran colorido y cada campeón llevaba diseñado el glifo de su nombre en su escudo. Muchos campeones habían adquirido tal renombre por su heroísmo y valor, que llegaban a ser conocidos aun por los guerreros de las naciones enemigas. Así es que era un acto de osadía el que ellos fueran a la batalla ostentando sus nombres en sus escudos, ya que éstos podían ser vistos por cualquier guerrero enemigo, quien estaría ansioso de enaltecer su propio nombre como «el hombre que aventajó al gran Xococ» o el que fuere. Nosotros los yaoquizque portábamos escudos sin adorno y nuestra coraza era uniformemente blanca, hasta que llegaba a ser uniformemente fangosa. No se nos permitía llevar blasones, pero algunos de los hombres más viejos se ponían brillantes plumas entre sus cabellos o veteaban sus caras con listas pintadas para significar que por lo menos ésa no era su primera batalla.

Una vez dentro de nuestras corazas, yo y otros numerosos guerreros novatos marchamos hacia la retaguardia, con los sacerdotes, a quienes jorobaríamos con nuestras confesiones, necesariamente breves, a Tlazoltéotl, y después ellos nos dieron una medicina que se suponía que era para prevenir nuestra patente cobardía en la próxima batalla. Yo en realidad no creía que cualquier cosa que tragara podría apaciguar el miedo que existía en mi recalcitrante cabeza y en mis pies, pero obedientemente tomé mi sorbo de poción: agua fresca de lluvia mezclada con arcilla blanca, poderosa amatista, hojas de cáñamo, flores de matacán, planta del cacao y orquídea campana. Cuando regresamos a reunimos con el grupo bajo la bandera de Xococ, el campeón mexica nos dijo:

«Sepan esto. El objeto de la batalla de mañana es tomar prisioneros para ser sacrificados a Huitzilopochtli. Golpearemos con las partes planas de nuestras armas, como debe ser. Heriremos, atontaremos, para poder tomar al hombre vivo. —Hizo una pausa y luego dijo siniestramente—: Sin embargo, mientras que para nosotros ésta es solamente, una Guerra Florida, para los texcalteca no lo es. Ellos pelearán por sus vidas y lo harán para matarnos. Los acolhua sufrirán más, o ganarán el mayor honor. Pero quiero que todos ustedes, mis hombres, recuerden: si se encuentran con un enemigo que huye, sus órdenes son capturarlo. Las órdenes de él serán matarlos a ustedes».

Con este no muy inspirado discurso nos dejó, en medio de la oscuridad lluviosa. Cada uno de nosotros estaba armado con una lanza y una maquáhuitl y nuestra posición estaba hacia el norte en ángulo directo a la previa línea de marcha, dejando intervalos entre las diferentes compañías de hombres a lo largo del camino. La compañía de Glotón de Sangre fue la primera en ser movilizada y cuando los otros ya habían sido destacados, el quáchic nos hizo una última y pequeña indicación:

«Los que ya habéis luchado antes y tomado anteriormente un prisionero enemigo, sabéis que debéis tomar el siguiente sin la ayuda de nadie o esto no será considerado como un ascenso de rango, por el contrario será considerado de poca hombría. Sin embargo, vosotros los nuevos yaoquizque, sí tenéis la oportunidad de coger a vuestro primer cautivo, tenéis permitido llamar pidiendo ayuda hasta cinco de vuestros compañeros y todos compartiréis equitativamente el crédito de la captura. Por supuesto, cuantos menos seáis más alto será el honor para cada uno. Ahora, seguidme… Aquí hay un árbol. Tú, sube y escóndete entre sus ramas… Tú ahí, agáchate entre ese montón de rocas… Perdido en Niebla, tú debajo de ese arbusto…».

Y así fuimos esparcidos a lo largo de una amplia línea hacia el norte y nuestros lugares estaban separados por cien pasos largos o más. Incluso cuando la luz del día llegara, ninguno de nosotros podría ver al siguiente hombre, pero sí podríamos llamarnos a la distancia. Dudo mucho de que alguno de nosotros durmiera esa noche, a excepción quizás de los veteranos viejos y endurecidos. Yo no pude, pues el arbusto en el que estaba solamente me ofrecía escondite estando en cuclillas. La lluvia continuaba cayendo en una fina llovizna. Mi tlamaitl, sobremanto, estaba totalmente empapado y también mi coraza, hasta sentirla tan pegajosa y pesada que dudaba que alguna vez me fuera posible levantarme y enderezarme otra vez. Después de lo que me pareció una gavilla de años de misena, escuché indistintos sonidos hacia el sur, hacia mi derecha. El cuerpo principal de las tropas de los acolhua se estaría preparando para movilizarse, algunos emboscándose y otros para hacer frente a los texcalteca. Lo que escuché fue el canto del gran sacerdote de Huitzilopochtli, entonando la oración que precede a la batalla, si bien solamente parte de ella me era audible a esa distancia.

«Oh, poderoso Huitzilopochtli, dios de la guerra, una batalla está por comenzar… Escoge en estos momentos, oh gran dios, a aquellos que deben matar, a aquellos que deben morir, a aquellos que deben ser tomados como xochimique de los cuales tú beberás la sangre de sus corazones… Oh señor de la guerra, nosotros te suplicamos que sonrías sobre aquellos que morirán en este campo o en tu altar… Déjalos llegar derecho hacia la casa del sol, para vivir otra vez amados y glorificados, entre los valientes que les precedieron…».

¡Ba-ra-ROOM! Entumecido como estaba, me sacudí violentamente con el retumbar combinado de los diferentes «tambores que rompen el corazón». Ni siquiera el ruido de la continua lluvia pudo silenciar el tembloroso retumbido y mucho menos el temblor de los huesos. Tenía la esperanza de que ese sonido aterrorizador, no asustara a los guerreros texcalteca haciéndoles huir antes de que pudieran ser atraídos al cebo que les tenía reservado Nezahualpili. El rugido de los tambores se unió a los largos clamores, gemidos y balidos de las trompetas de concha, entonces todo ese tumulto empezó a disminuir, conforme los músicos fueron guiando a la parte del ejército que sería el señuelo, lejos de mí, a lo largo del camino que guiaba hacia el río y hacia el enemigo que esperaba.

Cubierto por nubes de lluvia a todo lo largo de un brazo sobre nuestras cabezas, el día empezó con nada que se le pareciera a una alborada, pero ya había luz perceptible. Suficiente luz, de todas maneras, para que yo pudiera ver que el arbusto bajo en el cual había estado agachado toda la noche era un mustio y casi sin hojas huixachi, en el cual no se hubiera podido esconder ni siquiera una ardilla de tierra. Tenía que buscar un lugar mejor para refugiarme y tenía suficiente tiempo para eso. Me levanté con un crujido de huesos llevando mi maquáhuitl y arrastrando mi lanza para que no fuera visible al sobresalir de entre los arbustos de los alrededores. Así me fui moviendo lo más agachado posible. Lo que no podría decirles aún hasta este día, reverendos frailes, ni aunque me pusieran bajo las persuasiones inquisioriales, es por qué fui en la dirección en que lo hice. Para encontrar otro escondite, pude moverme hacia la retaguardia o a cualquiera de los dos lados y todavía estaría a la distancia de un grito de los otros hombres de mi compañía. Pero me dirigí hacia el este, hacia el lugar en donde la batalla pronto empezaría. Lo único que puedo conjeturar es que algo dentro de mí me estaba diciendo: «Nube Oscura, estás al margen de tu primera guerra, quizá la única guerra en la que tomarás parte. Sería una lástima que permanecieras al margen, que no experimentaras todo lo que puedes».

Sin embargo no llegué cerca del río en donde los acolhua se enfrentaban con los texcalteca. Ni siquiera escuché ruidos de lucha hasta que los acolhua, pretendiendo consternación, regresaron huyendo del río y del enemigo, que como Nezahualpili había esperado, se precipitaba sobre ellos con toda su fuerza. Entonces escuché los bramidos y la algarabía de los gritos de guerra, los alaridos y las maldiciones de los hombres heridos y, por encima de todo, los silbidos de las flechas y el suave susurro del vuelo de las jabalinas. Todas nuestras armas de imitación en la escuela no hacían ningún ruido distintivo, pero lo que escuchaba en aquellos momentos eran verdaderas armas de guerra, aguzadas y cortantes con afilada obsidiana, y, como si se sintieran alegres en su intento y habilidad de repartir la muerte, cantaban cuando volaban por el aire. Después de eso, siempre que yo dibujaba una historia en la cual estuviera incluida una batalla, pintaba las flechas, lanzas y jabalinas con el glifo curvo y en espiral del canto.

No estuve más cerca que no fuera solamente del ruido de la batalla, llegando enfrente a mi derecha, en donde los acolhua y los texcalteca se habían encontrado en el río, luego progresivamente más lejos hacia mi derecha, como si los acolhua huyeran y el ejército texcala les diera caza. Entonces, a una señal de Nezahualpili, el abrupto retumbar de los tambores hizo que las paredes del corredor se cerrasen, y en el tumulto de la batalla los sonidos se multiplicaron y crecieron en volumen: el choque de las armas al quebrarse unas con otras, los ruidos sordos de las armas contra los cuerpos, los gritos de guerra inspiradores de miedo como el aullido del coyote, el gruñido del jaguar, los chillidos del águila y los gritos del búho. Podía imaginarme a los acolhua tratando de refrenar su vehemencia y su empuje, mientras que los texcalteca peleaban desesperadamente con todas sus fuerzas y destreza matando sin ningún remordimiento.

Me hubiera gustado verlo, pues hubiera sido una instructiva exhibición de la destreza guerrera de los acolhua. Por la naturaleza de la batalla, su destreza tenía que ser un gran arte. Pero había un declive enfrente de mí y el lugar de la batalla, los arbustos y las copas de los árboles, una cortina gris de lluvia y por supuesto mi corta visión. Estaba pensando en si podría tratar de ir más cerca, pero fui interrumpido en mis pensamientos por un golpecito trémulo dado en mi hombro.

Aun estando protectoramente agachado, giré con rapidez y levanté mi lanza y por poco agujereo a Cózcatl antes de reconocerlo. El muchacho estaba también agachado a un lado, con un dedo sobre sus labios previniéndome. Con el aire que me quedaba jadeé o más silbé:

«¡Maldita sea, Cózcatl! ¿Qué estás haciendo aquí?».

Él susurró: «Siguiéndolo a usted, mi amo. He estado cerca de usted toda la noche. Pensé que necesitaría un par de ojos mejores».

«¡Majadero impertinente! Todavía no tengo…».

«No, amo, no todavía —dijo—. Pero en estos momentos, sí. Un enemigo se aproxima. Él le hubiera visto antes de que usted pudiera verlo a él».

«¿Qué? ¿Un enemigo?». Me agaché todavía más.

«Sí, mi amo. Un campeón Jaguar con todas sus insignias. Debió de haber escapado a la emboscada —dijo Cózcatl arriesgándose a levantar la cabeza lo suficiente como para echar una mirada—. Yo creo que piensa rodear en un círculo y caer sobre nuestros hombres en una dirección inesperada».

«Mira otra vez —dije con urgencia—. Dime exactamente dónde está y hacia dónde se dirige».

Mi pequeño esclavo se alzó y se agachó otra vez rápidamente y dijo: «Está quizás a cuarenta largos pasos en línea directa de su hombro izquierdo y el río, mi amo. Se está moviendo muy lentamente, bien agachado, aunque no parece estar herido sino más bien tomando precauciones. Si continúa en la misma dirección, pasará entre los dos mízquitin, árboles, que están a diez pasos largos directamente enfrente de usted».

Con esas instrucciones hasta un ciego podía interceptarlo. Dije: «Yo iré adonde están esos árboles. Tú quédate aquí vigilándolo discretamente. Si él se da cuenta de mis movimientos o tropiezo con uno de los arbustos, tú lo notarás. Grita y luego corre hacia la retaguardia».

Dejé mi lanza y mi sobremanto tirado allí y sólo tomé mi maquáhuitl. Arrastrándome lo más pegado a la tierra como lo haría una serpiente, me moví directamente hacia el tronco de uno de los árboles que se alzaban a través de la lluvia. Los dos mízquitin se levantaban en medio de una alta maleza y bajos arbustos, si bien una casi imperceptible vereda de venado estaba claramente marcada. Supuse que el fugitivo texcaltécatl estaba siguiendo esa senda. No escuchando ninguna señal de aviso por parte de Cózcatl, pensé que estaba en una posición desapercibida para el enemigo y me puse en cuclillas en la base de un árbol, conservando ésta entre su posición y la mía. Sosteniendo mi maquáhuitl con los dos puños, la llevé hacia atrás y abajo de mi hombro, paralela a la tierra, sosteniéndola equilibradamente. A través del ruido de la llovizna, sólo oí el débil rozamiento de hierbas y ramas. Luego el chapotear de unas sandalias fangosas, el suave rasguñar de las garras del jaguar que se escuchaban en la tierra directamente enfrente del lugar en donde yo estaba escondido. Un momento después, un pie y luego otro estuvo junto a éste. El hombre se puso al amparo entre los árboles, debió de haber corrido el riesgo de levantarse totalmente y mirar alrededor para ver cuál era su posición.

Balanceé la hoja alada de mi espada como ya una vez la había balanceado sobre el tronco del nopali, y el campeón, como el cacto, pareció estar suspendido y vacilante en el aire un momento antes de que se estrellara completamente sobre la tierra. Sus pies dentro de sus sandalias se quedaron sosteniéndose en el lugar en donde él había estado, cortados abajo de los tobillos. En un momento estuve sobre él, pateando lejos su maquáhuitl que él todavía empuñaba y extendiendo la parte no afilada de mi espada contra su garganta, mientras jadeaba diciendo las palabras rituales de un captor a su cautivo. En mi tiempo, nosotros no decíamos ninguna cosa tan cruda como: «Usted es mi prisionero». Siempre decíamos cortésmente, como yo le dije en aquellos momentos al campeón caído: «Usted es mi hijo muy amado».

Él gruño con encono: «¡Entonces se testigo de que maldigo a todos los dioses y todo lo que ellos han conseguido!».

Sin embargo, su explosión era fácilmente comprensible. Después de todo, él era un tlamahuichíhuani de la selecta orden del Jaguar y había sido cortado por los pies, en su único momento de descuido, por un joven guerrero obviamente bruto y no adiestrado, un yaoquizqui, el rango más inferior. Yo sabía eso. Si nos hubiéramos encontrado cara a cara, él hubiera podido desmenuzarme a su placer, parte por parte. Él también lo sabía y su cara estaba púrpura y rechinaba los dientes. Pero al fin su afrenta y humillación decrecieron hacia la resignación y contestó las palabras tradicionales del que se rendía: «Usted es mi reverendo padre».

Quité mi arma de su cuello y él se sentó, mirando pétreamente la sangre que manaba de sus muñones y a sus dos pies que todavía se sostenían pacientemente, casi sin sangrar uno al lado del otro sobre la vereda de venado, enfrente de él. Su traje de campeón Jaguar, si bien mojado por la lluvia y manchado por el fango, era todavía una cosa digna de verse. La piel moteada que colgaba del yelmo, que era la cabeza del animal, estaba confeccionada de tal manera que las piernas y patas fronteras del animal servían de mangas, bajando por los brazos del hombre en donde las garras sonaban sobre sus muñecas. Al caer no se había roto la correa que sostenía sobre su antebrazo izquierdo el escudo redondo de brillantes plumas. Hubo otro sonido en la hierba y Cózcatl se nos unió, diciendo suavemente, pero con orgullo: «Mi amo acaba de tomar su primer prisionero de guerra, sin ninguna ayuda».

«Y no quiero que muera —dije, todavía jadeante por la excitación y no por el esfuerzo—. Está sangrando gravemente».

«Quizás los muñones puedan ser atados fuertemente», sugirió el hombre, con su pesado acento náhuatl de Texcala.

Cózcatl rápidamente se desató las correas de sus sandalias y yo las ligué fuertemente alrededor de cada una de las piernas del prisionero, por abajo de sus rodillas. El sangrado disminuyó a un goteo. Me levanté entre los árboles y miré y escuché como el campeón lo había hecho. Quedé algo sorprendido de lo que oí, lo cual no era mucho. El griterío de la batalla, hacia el sur, había disminuido ahora a no más de un murmullo como el de una multitud en la plaza de un mercado, entremezclado con algunos gritos de mando. Obviamente, durante mi pequeña escaramuza, la batalla principal había concluido. Le dije al triste guerrero, a modo de condolencia: «Usted no es el único que ha sido hecho prisionero, mi amado hijo, parece que todo su ejército ha sido derrotado. —Él solamente gruñó—. Bueno, lo llevaré para que sus heridas sean atendidas. Creo que puedo cargarlo».

«Sí, ya peso menos», dijo él sardónicamente.

Me agaché de espaldas a él y tomé sus piernas cortadas en mis brazos. Él dejó caer sus brazos alrededor de mi cuello y su escudo blasonado cubrió mi pecho como si éste fuera mío. Me levanté y me tambaleé ligeramente. Cózcatl ya había traído mi manto y mi lanza y en esos momentos estaba recogiendo mi escudo de mimbre y mi maquáhuitt cubierta de sangre. Tomando todas esas cosas bajo sus brazos, él recogió los pies amputados llevando cada uno en una mano y me siguió, mientras yo me bamboleaba a través de la lluvia. Caminé afanosamente hacia el sur, hacia los murmurantes sonidos, en donde la batalla finalmente había terminado y en donde se suponía que nuestro ejército estaría poniendo en orden la confusión resultante, haciendo que sus unidades se volvieran a formar, juntando a los cautivos texcalteca, ajustando las contingencias de ambos lados, disponiendo de los muertos y en general disponiéndose para regresar en desfile triunfal. A medio camino de ahí, encontré a varios miembros de mi compañía, ya que Glotón de Sangre los había estado llamando, haciéndoles salir de los lugares en donde habían estado en la noche, para marchar atrás del cuerpo principal del ejército.

«¡Perdido en Niebla! —me gritó el quáchic—. ¿Cómo te atreviste a desertar de tu puesto? ¿En dónde has…? —Entonces sus rugidos se callaron, pero su boca permaneció abierta tanto como sus ojos—. ¡Que sea condenado a Mictlan! ¡Mirad lo que el tesoro de mi estudiante ha traído! ¡Debo informar al comandante Xococ!».

Y dando la vuelta se fue. Los otros guerreros, mis compañeros me miraban a mí y a mi trofeo con pasmo y envidia. Uno de ellos me dijo: «Te ayudaré a cargarlo, Perdido en Niebla».

«¡No!», jadeé y fue la única palabra que pude decir. Nadie reclamaría compartir el crédito de mi captura.

Y así, yo, llevando al taciturno campeón Jaguar, seguido por el jubiloso Cózcatl, escoltado por Xococ y Glotón de Sangre, orgullosamente dando grandes zancadas uno a cada lado de mí, llegué finalmente al cuerpo principal de los dos ejércitos, al lugar en donde la batalla había concluido. De un palo alto estaba colgando la bandera de rendición de los texcalteca: un cuadrado ancho de malla de oro, que parecía una pieza de red dorada para coger peces.

La escena no era de celebración, ni siquiera de tranquilo regocijo por la victoria. Aquellos guerreros, de ambos ejércitos, que no habían sido heridos o que estaban ligeramente heridos, yacían alrededor en posturas de extrema extenuación. Otros, tanto acolhua como texcalteca, no estaban acostados sino retorciéndose y contorsionándose y de ellos salía un coro desigual de gritos y lamentos de «Yya, yyaha, yya ayya ouiya», mientras los físicos se movían alrededor de ellos con sus medicinas y ungüentos, y mientras que los sacerdotes murmuraban sus oraciones. Unos cuantos hombres capaces estaban asistiendo a los físicos, mientras otros recogían por los alrededores las armas esparcidas, los cuerpos de los muertos y pedazos de partes de los cuerpos: manos, brazos, piernas y aun cabezas. Hubiera sido muy difícil para una persona ajena a esa batalla decir quiénes, allí, en aquella tierra de despojos y carnicería, eran los vencedores y quiénes los vencidos. Todo eso adornado con el olor mezclado de la sangre, el sudor, la fetidez de los cuerpos, los orines y las heces. Cargado como iba, miraba con cuidado alrededor buscando a alguien con la suficiente autoridad a quien poder entregar mi cautivo. Sin embargo la noticia había llegado antes que yo y de repente me encontré frente a frente del jefe supremo, Nezahualpili. Estaba vestido como debía estarlo un Uey-Tlatoani, con un inmenso penacho de plumas en abanico y una larga capa de plumas multicolores, pero debajo de todo eso él llevaba la coraza acolchada y emplumada del campeón Águila y ésta estaba salpicada con manchas de sangre. Él no había estado solamente dirigiendo la batalla, sino que se había unido a ella para pelear. Xococ y Glotón de Sangre respetuosamente se quedaron a unos pasos detrás de mí, cuando Nezahualpili me saludó con una mano en alto.

Con gran alivio deposité a mi cautivo en tierra e hice un gesto cansado de presentación diciendo con lo último que me quedaba de aliento: «Mi señor, éste… éste es mi… muy amado hijo».

«Y éste —dijo el campeón Jaguar con ironía, inclinando su cabeza hacia mí—, éste es mi reverendo padre. Mixpantzinco, Señor Orador».

«Bien hecho, Mixtli —dijo Nezahualpili—. Ximopanolti, campeón Jaguar Tlaui-Cólotl».

«Yo te saludo, viejo enemigo —dijo mi prisionero a mi señor—. Ésta es la primera vez que nosotros no nos encontramos con la obsidiana relampagueando entre nosotros en la batalla».

«Y la última vez, según parece —dijo el Uey-Tlatoani, arrodillándose junto a él compasivamente—. Es una lástima. Te extrañaré. ¡Ah, qué duelos tan portentosos tuvimos tú y yo! En verdad no puedo recordar alguno que no haya terminado en empate o interrumpido por alguno de nuestros inferiores. —Suspiró—. A veces es tan triste perder a un buen adversario, que ha llegado a ser un héroe, tanto como perder a un buen amigo».

Yo escuchaba esta conversación con Cierto asombro. No se me había ocurrido antes notar la divisa de plumas trabajadas en el escudo de mi prisionero: Tlaui-Cólotl. Su nombre, que quería decir Escorpión-Armado, no significaba nada para mí, pero obviamente era famoso en el mundo profesional de los guerreros. Tlaui-Cólotl era uno de esos campeones de los que ya he hablado: un hombre cuyo renombre era tanto que lo traspasaba al hombre que finalmente lo vencía.

Escorpión-Armado le dijo a Nezahualpili: «Maté a cuatro de tus campeones, viejo enemigo, peleando abiertamente en tu fatal emboscada. Dos Águilas, un Jaguar y un Flecha, pero si hubiera sabido lo que mi íonali me tenía reservado… —y me dirigió una mirada de marcado desdén— me hubiera dejado capturar por uno de ellos».

«Podrás pelear con otros campeones antes de morir —le dijo el Venerado Orador, tratando de consolarlo—. Yo me encargaré de eso. Atenderemos inmediatamente tus heridas».

Él se volvió y gritó a un físico que estaba atendiendo a un hombre cerca de ahí.

«Sólo un momento, mi señor», dijo el físico quien agachado sobre un guerrero acolhua trataba de acomodarle nuevamente la nariz que le había sido cortada, y afortunadamente recuperada, aunque un poco machacada y sucia por haber sido pisoteada. El cirujano la había cosido en el hoyo que había quedado en la cara del guerrero, usando una espina de maguey como aguja y uno de sus largos cabellos como hilo, pero la restitución se veía más espantosa que la herida infligida. Entonces el físico, lanzando apresuradamente y con descuido una pasta de miel y sal sobre la nariz recién cosida, llegó rápidamente donde estaba mi prisionero.

«Desata esas correas de sus piernas», dijo al guerrero que le estaba ayudando, y a otro: «Saca del fuego del brasero que está allá, unas brasas calientes». Los muñones de Escorpión Armado empezaron a sangrar lentamente otra vez, después a chorrear y luego a sangrar copiosamente cuando el ayudante regresó cargando un comal ancho y bajo lleno de brasas calientes al rojo vivo, sobre las cuales las llamas parpadeaban.

«Mi señor físico —dijo Cózcatl tratando de ayudar—. Aquí están sus pies».

El físico resopló con exasperación: «Llévatelos lejos. Los pies no pueden ser pegados otra vez como las narices. —Al hombre herido le preguntó—: ¿Uno cada vez o los dos al mismo tiempo?».

«Como usted quiera», dijo con indiferencia Tlaui-Cólotl. Él jamás había gritado o gemido de dolor y tampoco lo hizo entonces, cuando el físico tomó cada uno de los muñones en cada una de sus manos y los metió al mismo tiempo dentro del comal de ardientes brasas. Cózcatl se volvió para no ver. La sangre siseó y formó una nube rojiza de vapor maloliente. La carne crepitó al quemarse y formó un humo azul que fue menos maloliente. Escorpión-Armado no emitió ningún sonido y miró todo el proceso con la misma calma con que lo hizo el físico, quien quitó de las brasas los muñones chamuscados y ennegrecidos. La quemadura cerró las heridas y cauterizó las venas cercenadas dejando totalmente de sangrar. El físico aplicó a los muñones bastante ungüento cicatrizante hecho de cera de abeja mezclada con yemas de huevos de pájaros, jugo de corteza de aliso y raíz de barbasco. Entonces se levantó y dijo: «El hombre no está en peligro de morir, mi señor, pero pasarán algunos días antes de que pueda recuperarse de la debilidad por haber perdido tanta sangre».

Nezahualpili dijo: «Preparen una silla de manos para él. El eminente Tlaui-Cólotl encabezará la columna de prisioneros». Luego se volvió a Xococ, lo miró fríamente y dijo:

«Nosotros los acolhua hemos perdido muchos hombres hoy y muchos más morirán antes de llegar a nuestra tierra. El ejército de Texcala perdió tantos como nosotros, pero los prisioneros supervivientes llegan a miles. Su Venerado Orador Auítzotl deberá estar muy contento del trabajo que los acolhua hemos realizado en lugar de él y por su dios. Si él y Chimalpópoca de Tlacopan hubiesen enviado verdaderos ejércitos, habríamos podido conquistar y anexionar toda la tierra completa de Quautexcálan. —Él se encogió de hombros—. Ah, bien. ¿Cuántos prisioneros capturaron ustedes los mexica?».

El campeón Xococ arrastró sus pies, carraspeó y apuntando a Tlaui-Cólotl murmuró: «Mi señor, usted está viendo el único. Quizá los tecpaneca agarraron unos pocos extranjeros más, pero todavía no lo sé. Pero de los mexica —y él me apuntó con un dedo—, sólo este yaoquizqui…».

«Pues como usted sabe bien, ya no es más un yaoquizqui —dijo Nezahualpili mordazmente—. Su primera captura lo ha convertido en un iyac en rango. Así es que este único cautivo, el que ustedes oyeron decir por sí mismo que mató a cuatro campeones acolhua; pues permítanme decirles esto: Escorpión-Armado jamás se tomó la molestia de contar sus víctimas a menos que se trataran de campeones. Sin embargo, en su existencia es probable que pueda contar cientos de acolhua, mexica y tecpaneca».

Glotón de Sangre estaba lo suficientemente impresionado como para murmurar:

«Perdido en Niebla es un verdadero héroe».

«No —dije—. No fue tanto el golpe de mi espada como un golpe de buena suerte y no lo hubiera podido hacer sin Cózcatl y…».

«Pero lo hiciste —dijo Nezahualpili silenciándome. Y dirigiéndose a Xococ, continuó—: Su Uey-Tlatoani debería de recompensar a este joven con algo más alto que el rango de iyac. En este encuentro, él sólo ha sostenido la reputación de valor e iniciativa de los mexica. Yo sugiero que usted lo trate con más respeto y que personalmente lo presente con Auítzotl, junto con una carta que personalmente yo le escribiré».

«Como usted lo ordene, mi señor —dijo Xococ, casi literalmente besando la tierra—. Estamos orgullosos de nuestro Perdido en Niebla».

«¡Entonces llámenle por otro nombre! Y basta de perder el tiempo. Ponga a sus tropas en orden, Xococ. Primero usted y luego los acuchilladores y amarradores. ¡Muévanse!».

Xococ sintió como si le abofeteara la cara, que en realidad así era, pero tanto él como Glotón de Sangre se fueron trotando obedientemente. Como ya lo he dicho antes, los amarradores eran los que ataban o se hacían cargo de los prisioneros, así ninguno de ellos podría escapar. Los acuchilladores fueron alrededor del área de batalla y más allá, buscando y dando muerte a aquellos heridos que estaban más allá de todo alivio. Cuando eso estuvo hecho, juntaron los cuerpos y los quemaron, aliados y enemigos juntos, cada uno de ellos con un pedacito de jade en su boca o en su mano.

Por unos momentos Nezahualpili y yo nos quedamos solos. Él dijo: «Hoy has hecho una hazaña como para sentirse orgulloso… y también avergonzado. Tú rendiste sabiéndote conservar salvo y sano al hombre más temido de todos nuestros oponentes en este campo de batalla. Y tú trajiste a este noble campeón al más innoble fin. Aun cuando Escorpión-Armado alcance el destino de los héroes en el más allá, su felicidad eterna tendrá eternamente un sabor agrio, ya que todos sus compañeros sabrán que fue vencido ridículamente por un inexperto y cegato recluta».

«Mi señor —dije—. Yo solamente hice lo que pensé que era correcto».

«Como siempre lo has hecho antes —dijo y suspiró—. Dejando a otros los sabores amargos. No te culpo, Mixtli. Hace mucho tiempo que se profetizó que tu tonáli era conocer la verdad acerca de las cosas de este mundo y hacer conocer la verdad. Quisiera pedirte sólo una cosa».

Incliné la cabeza y dije: «Mi señor no pide nada a un plebeyo. Él ordena y es obedecido».

«Lo que te voy a pedir no puede ser ordenado. Mixtli, te voy a suplicar que seas gentil, aun más, que seas cauteloso en la forma en que manejas la rectitud y la verdad. Estas cosas pueden cortar tan cruelmente como una hoja de obsidiana. Y, como una hoja, también, puede cortar al hombre que las empuña».

Él se alejó de mí abruptamente y llamando a un mensajero-veloz le dijo: «Ponte un manto verde y trenza tu pelo en la manera que significa que llevas buenas noticias. Toma un escudo nuevo y una maquáhuitl limpia. Corre a Tenochtitlan y en tu camino hacia el palacio, corre blandiendo el escudo y la espada por todas las calles que puedas, así la gente se regocijará y arrojarán flores a tu paso. Deja saber a Auítzotl que ha obtenido la victoria y los prisioneros que él quería».

Y las últimas palabras que dijo Nezahualpili no fueron para el mensajero, sino para él mismo. «Así la vida y la muerte y aun el mismo nombre de Muñeca de Jade, será olvidado».

Nezahualpili y su ejército se separaron allí mismo de nosotros y partieron por el mismo camino de regreso por el cual habían venido. Los contingentes mexica y tecpaneca, además de la larga columna de prisioneros, nos dirigimos directamente hacia el oeste por un ruta más corta, hacia Tenochtitlan, a través del paso entre los picos del Tlaloctépelt y el Ixtaccíhuatl, y desde allí a todo lo largo de la costa sur del Lago de Texcoco. Fue una caminata lenta ya que muchos de los heridos cojeaban o como Tlaui-Cólotl, tenían que ser cargados, pero no fue una jornada difícil. Por una parte, la lluvia había cesado y al fin disfrutábamos de días soleados y noches templadas. Por otra parte, a lo largo del nivel salino que bordea la ribera del lago, con las aguas serenas y murmurantes a nuestra derecha y las pendientes suaves de espesos bosques que susurraban a nuestra izquierda.

¿Les sorprende a ustedes, reverendos frailes, oírme hablar acerca de bosques tan cerca de la ciudad? Ah, sí. No hace todavía mucho tiempo en que este Valle de México deslumbraba enteramente con el verdor de sus árboles: los cipreses, los dulces castaños, acacias, álamos temblones, laureles, mimosas. Yo no sé nada acerca de su país, España, mis señores, o de su provincia de Castilla, pero deben de ser tierras secas y desoladas. Yo he visto a sus guardabosques despojar cada una de nuestras colinas de su verdor, para tener madera o leña. Ellos las han desnudado de todo su verdor y de todos sus árboles que han crecido por gavillas de años. Entonces se hacen hacia atrás y miran admirados la tierra gris y yerma que ha quedado y suspiran nostálgicamente diciendo: «¡Ah, Castilla!».

Nosotros llegamos al fin al promontorio que estaba entre los lagos de Texcoco y Xochimilco, lo que fue en otros tiempos las extensas tierras de los culhua. Nosotros ajustamos nuestra formación de marcha para representar un verdadero espectáculo, mientras cruzábamos por el pueblo de Ixtapalapan y cuando salimos del pueblo, Glotón de Sangre me preguntó: «¿Hace algún tiempo que no has visto Tenochtitlan, no es así?».

«Sí —dije—. Más o menos catorce años».

«La encontrarás cambiada. Quizá más que nunca. Será visible desde la próxima elevación del camino». Cuando alcanzamos esa elevación, él extendió su brazo en un gesto expansivo y dijo: «¡Vela ahí!».

Por supuesto que pude ver la gran isla-ciudad más allá, brillando de blancura como la recordaba, pero no pude darme cuenta de ningún otro detalle o de algún cambio excepto, cuando entrecerrando los ojos esforzadamente, me pude dar cuenta que parecía quizá más luminosamente blanca. «La Gran Pirámide —dijo reverentemente Glotón de Sangre—. Debes sentirte orgulloso de haber contribuido con tu valor a su dedicación».

Deslizándonos por el promontorio llegamos al pueblo de Mexicaltzinco y desde allí al camino-puente que se extendía hacia el oeste a través del agua, hacia Tenochtitlan. La ancha avenida de piedra artesonada que cruzaba el lago era tan amplia que podían caminar veinte hombres juntos, unos a un lado de los otros, confortablemente, pero nosotros alineamos a nuestros prisioneros de cuatro en cuatro, con guardias caminando a lo largo en intervalos. No hicimos eso para que nuestro desfile fuese más impresionante o para alargar la fila, sino que fue completamente necesario, ya que el puente estaba totalmente abarrotado de gente que nos saludaba en nuestra entrada triunfal. La muchedumbre nos vitoreaba, nos ovacionaba y nos arrojaba flores como si la victoria hubiera sido lograda totalmente por nosotros, los pocos mexica y tecpaneca.

A la mitad del camino hacia la ciudad el camino-puente se ampliaba en una vasta plataforma sobre la cual estaba la fortaleza de Acachinanco, como una defensa en contra de cualquier invasor que tratara de llegar a Tenochtitlan por esa ruta. La fortaleza, sostenida totalmente por pilones, era tan grande como casi los dos pueblos que acabábamos de pasar a través de la tierra firme. La guarnición de sus guerreros también se unió a darnos la bienvenida, con tambores y trompetas, con gritos guerreros, golpeando sus espadas sobre sus escudos, pero yo los miré con desdén porque ellos no estuvieron con nosotros en la batalla. Cuando los otros y yo que íbamos al frente de la columna trotamos a paso largo en la gran plaza central de Tenochtitlan, la cola de nuestra formación de prisioneros salía apenas marchando de Mexicaltzinco, dos y media largas carreras atrás de nosotros. En la plaza, El Corazón del Único Mundo, nosotros los mexica salimos de la columna y dejamos a la izquierda a los guerreros tecpaneca. Ellos hicieron que los prisioneros giraran hacia la izquierda y marcharan a lo largo de la avenida hacia el camino-puente del oeste que se dirige hacia Tlacopan. Los cautivos serían acuartelados en algún lugar de la tierra firme fuera de la ciudad, hasta el día señalado para la dedicación de la pirámide.

La pirámide. Me volví a verla y me quedé boquiabierto como lo había hecho cuando era un niño. Durante mi vida, en algunos lugares, vi más grandes icpac tlamanacaltin, pero nunca tan luminosamente brillantes y nuevos. Éste era el edificio más alto de Tenochtitlan y dominaba toda la ciudad. Debía de ser un espectáculo digno de verse para aquellos que tenían buenos ojos; contemplarlo a lo lejos a través de las aguas, ya que los templos gemelos se asentaban allí en su cumbre orgullosos, arrogantes, espléndidos en su altura, por encima de todo lo visible a través de la ciudad hasta las montañas de la tierra firme. Sin embargo, tuve muy poco tiempo para echarle una mirada o darme cuenta de cualquier otra nueva edificación desde la última vez que había estado en El Corazón del Único Mundo. Un joven de palacio se abrió paso a codazos entre el gentío, preguntando ansiosamente por el Campeón Flecha Xococ.

«Yo soy», dijo Xococ, dándose importancia.

Él dijo: «El Venerado Orador Auítzotl le ordena que se presente ante él inmediatamente, mi señor y que traiga con usted al iyac llamado Tliléctic-Mixtli».

«Oh —dijo Xococ, ceñudo y de mala gana—. Muy bien. ¿En dónde estás, Perdido en Niebla? Quiero decir Iyac Mixtli. Ven conmigo».

Yo pensé que antes deberíamos darnos un baño e ir a una casa de vapor y vestir ropas limpias antes de presentarnos ante el Uey-Tlatoani, pero sin ninguna protesta lo acompañé. Mientras el joven nos conducía a través de la multitud, Xococ me dio instrucciones: «Haz tus reverencias humilde y graciosamente, pero después discúlpate y retírate, así el Venerado Orador podrá escuchar mi relato sobre la victoria».

Alrededor de la plaza se distinguía el nuevo Muro de la Serpiente, rodeándola. Construido con piedra, aplanado con argamasa de yeso blanco, se levantaba dos veces más alto que la estatura de un hombre y en su elevada orilla ondulaban las curvas de una serpiente. El muro, tanto por dentro como por fuera, estaba adornado con un diseño de piedras que sobresalían, cada una de ellas tallada y pintada representando la cabeza de una serpiente. Estaba dividido en tres lugares de donde partían las tres grandes avenidas, hacia el norte, el oeste y el sur, fuera de la plaza. A intervalos había unos portones grandes de madera que conducían hacia los edificios más grandes que estaban afuera de su recinto. Uno de éstos era un palacio nuevo construido para Auítzotl, más allá de la esquina noreste del Muro de la Serpiente. Era mucho más grande que cualquiera de los que habían tenido los anteriores gobernantes de Tenochtitlan, mucho más que el palacio de Nezahualpili en Texcoco y naturalmente más lujoso y bien elaborado. Ya que había sido construido recientemente, estaba decorado con todos los últimos estilos de arte y contenía casi todas las conveniencias modernas. Por ejemplo, en los pisos altos, las habitaciones tenían techos móviles que se deslizaban para abrirse y dejar entrar la luz del día cuando el tiempo era bueno.

Quizás lo más notable de todo era la cavidad abovedada y cuadrada que había sido tallada y que formaba parte del palacio mismo, construida sobre uno de los canales de la ciudad. Así se podía entrar en el edificio desde la plaza, a través del portón del Muro de la Serpiente o se podía entrar por canoa. Un noble desocupado podía pasear en su acojinado acali o un botero plebeyo, llevando una carga de camotes, podía tomar también esta deliciosa y hospitalaria ruta de agua, a cualquier lado que él se dirigiera. En su camino, guiaría su canoa a través de un corredor subterráneo deslumbrante de nuevos murales pintados, luego a través de los lujuriosos jardines de la terraza del palacio de Auítzotl, para seguir por otro paraje cavernoso lleno de estatuas talladas, nuevas e impresionantes, antes de emerger otra vez hacia el canal público.

El joven nos guió, casi corriendo, a través del portón del Muro de la Serpiente hacia el palacio, después a lo largo de galerías y alrededor de pasillos, hacia una habitación cuyos únicos adornos consistían en armas de caza y guerra colgados de las paredes. Las pieles de jaguares, ocelotes, cuguares y caimanes, se utilizaban como tapetes para el piso y cubrían las bancas y las sillas bajas. Auítzotl, un nombre de cuerpo, cabeza y cara cuadrados, estaba sentado sobre un elevado trono adoselado. Estaba completamente cubierto con una afelpada y pesada piel de uno de los osos gigantes que habitaban en las montañas del norte, muy lejos de estas tierras; la fiera que ustedes los españoles llaman oso pardo o parduzco. Su maciza cabeza alzábase sobre la del Uey-Tlatoani y su abierto hocico gruñón mostraba unos colmillos del tamaño de mis dedos. El rostro de Auítzotl justamente abajo, tenía un gesto igualmente fiero.

El joven, Xococ y yo nos arrodillamos haciendo el gesto de besar la tierra. Cuando Auítzotl ásperamente nos ordenó levantarnos, el campeón Flecha dijo: «Como usted lo ordenó, Venerado Orador, traje al iyac de nombre…».

Auítzotl le interrumpió bruscamente: «También traes una carta de nuestro hermano gobernante Nezahualpili. Dánosla. Cuando regreses a tu cuartel de mando, Xococ, marca en tu lista que el Iyac Míxtli ha sido elevado, por nuestro mandato, al rango te tequhia. Puedes retirarte».

«Pero, mi señor —dijo Xococ, herido en su amor propio—. ¿No desea usted escuchar el relato de la batalla en Texcala?».

«¿Qué puedes saber acerca de ella? ¿Excepto que marchaste de aquí y regresaste a casa otra vez? Lo escucharemos de Tequíua Mixtli. He dicho que te retires, Xococ. Vete».

El campeón me miró con odio y se deslizó hacia atrás de la habitación sin dar la espalda, haciendo el gesto de besar la tierra todo el tiempo. No presté mucha atención a eso, estando de algún modo deslumbrado. Después de haber servido al ejército por menos de un mes, había sido promovido a un nivel al cual la mayoría de los hombres debían pelear en muchas batallas para obtenerlo. El rango de tequíua, que quiere decir «animal de rapiña», era generalmente otorgado solamente a aquellos que mataban o capturaban por lo menos cuatro enemigos en una batalla.

Yo asistí a esa entrevista sintiéndome bastante nervioso, no sabiendo qué esperar de ella, ya que había estado tan estrechamente relacionado a la hija difunta del Uey-Tlatoani y a su caída. Sin embargo, parecía ser que él no me asociaba a ese escándalo; quizá porque después de todo había alguna ventaja en tener un nombre tan común como Mixtli. Me sentí aliviado cuando él me miró tan benignamente como su severo semblante se lo permitía. También estaba intrigado por su forma de expresarse. Era la primera vez que escuchaba a un hombre solo que cuando se refería a sí mismo, utilizaba el «nosotros» y el «nuestro».

«La carta de Nezahualpili —dijo, después de que la hubo leído— es considerablemente más lisonjera para ti, joven guerrero, que para nosotros. Él sugiere sarcásticamente que la próxima vez le enviemos varias compañías de beligerantes escríbanos como tú, en lugar de flechas desafiladas como Xococ —Auitzotl sonrió tanto como él podía, pareciéndose más a la cabeza de oso que estaba sobre su trono—. Él sugiere también, que con suficientes refuerzos, esta guerra finalmente hubiera subyugado la tierra de los turbulentos texcalteca. ¿Estás de acuerdo?».

«Difícilmente no estaría de acuerdo, mi señor, con un comandante tan experimentado como el Venerado Orador Nezahualpili. Yo sé que sus tácticas derrotaron totalmente al ejército texcala. Si hubiéramos podido presionar el sitio, cualquier otra defensa subsecuente hubiera venido a ser demasiado débil».

«Tú eres conocedor de palabras —dijo Auitzotl—. ¿Podrías escribir para nosotros una narración detallada de las posiciones y movimiento de las diversas fuerzas envueltas? ¿Con mapas comprensibles?».

«Sí, mi Señor Orador. Puedo hacerlo».

«Hazlo. Tienes seis días antes de que la ceremonia de dedicación al templo se lleve a efecto, cuando todo trabajo será interrumpido y tú tendrás el privilegio de presentar a tu ilustre prisionero a su Muerte-Florida. Joven, haz que el mayordomo de palacio lleve a este hombre a sus habitaciones y que le provea de todo lo necesario para su trabajo. Puedes retirarte, Tequíua Mixtli».

Mis habitaciones eran tan cómodas y confortables como las que había disfrutado en Texcoco. Como éstas estaban en un segundo piso, tenía la ventaja de un tragaluz movible. El mayordomo del palacio me ofreció un sirviente, pero yo mandé al criado a por Cózcatl para que éste me sirviera en su lugar y después envié a Cózcatl a conseguir para cada uno de nosotros ropas, mientras me bañaba y tomaba vapor restregándome varias veces. Primero dibujé el mapa. Ocupaba varias páginas dobladas que se extendían considerablemente. Empecé con el glifo de la ciudad de Texcoco, luego con las marcas de pequeñas huellas negras de pies, indicando la ruta de nuestra jornada desde allí hacia el este, con estilizados dibujos de montañas y una marca en cada lugar en que nos detuvimos para pasar la noche, y finalmente el glifo del río en el cual la batalla se llevó a efecto. Allí asenté el símbolo universalmente reconocido de opresión en una conquista: el dibujo de un templo ardiendo en llamas, aunque por supuesto no habíamos destruido, ni siquiera visto un teocali. Luego dibujé el símbolo de la toma de prisioneros: un dibujo de un guerrero agarrando a otro por los cabellos. Después dibujé las huellas de pies, alternativamente en rojo y negro para indicar quiénes eran los captores y quiénes los cautivos, trazando nuestra marcha hacia el oeste, hacia Tenochtitlan.

Sin salir para nada de mis habitaciones y tomando todos mis alimentos allí, terminé el mapa en dos días. Entonces empecé con la más completa narración de las estrategias y tácticas de los texcalteca y de los acolhua, por lo menos tanto como yo lo había podido observar y entender. Un mediodía Cózcatl vino a mi soleada habitación de trabajo y me pidió permiso para interrumpirme.

Me dijo: «Amo, una gran canoa ha llegado de Texcoco y atracado en el canal de los jardines de palacio. El jefe de los remeros dice que trae sus pertenencias».

Me sentí muy feliz al oír eso. Tiempo atrás, cuando dejé el palacio de Nezahualpili para unirme a las tropas, no creí correcto tomar conmigo ninguno de los trajes finos y otros regalos que me habían dado antes de ser desterrado. De todas maneras, difícilmente los hubiera podido llevar conmigo a la guerra. Así, después de que Cózcatl pudo conseguir ropa prestada para los dos, al regresar de la guerra tanto él como yo no poseíamos nada más que nuestros mantos, taparrabos y sandalias extremadamente desgastados y deshonrosos, y nuestros pesados tlamitin que habíamos llevado a la guerra y regresado con ellos. Le dije al muchacho:

«Éste es un gesto muy solícito y probablemente debemos dar las gracias a la Señora de Tolan por ello. Espero que también te hayan mandado tu ropa. Consigue al tamemi de palacio para que te ayude a traer nuestros bultos aquí».

Cuando regresó, venía acompañado del jefe de remeros y de toda una hilera de tamémine, cargadores, y mi sorpresa fue tanta que olvidé totalmente mi trabajo. Nunca había poseído la cantidad de cosas que los portadores habían traído y amontonado en mis habitaciones. Me eran reconocibles un bulto largo y otro pequeño diestramente atados y protegidos con esterillas. Mis ropas y otras cosas que me pertenecían estaban en el grande, incluyendo el recuerdo de mi hermana desaparecida, su pequeña figurita de la diosa Xochiquétzal. Las ropas de Cózcatl estaban en el bulto más pequeño. Pero los otros fardos y bultos no los podía considerar míos, así es que protesté diciendo que debía de haber algún error en la entrega.

El jefe de remeros me dijo: «Mi señor, cada uno viene rotulado. ¿No es éste su nombre?».

Efectivamente. Cada fardo o bulto por separado llevaba atada una hoja de papel de corteza en la cual iba escrito mi nombre. Había bastantes Mixtli en ese lugar y no pocos Tliléctic-Mixtli, pero cada rótulo llevaba mi nombre completo: Chicóme-Xóchitl Tliléctic-Mixtli. Les pedí a cada uno de los presentes que me ayudaran a deshacerlos, así, si el contenido probaba que había algún error en la entrega los mismos trabajadores podrían ayudarme a empaquetarlos de nuevo para ser devueltos.

Un fardo de fibra de esterilla al ser abierto reveló que contenía, diestramente acomodados, cuarenta mantos para hombre del más fino algodón, ricamente bordados. Otro contenía el mismo número de faldas de mujer, teñidas en color carmesí con la pintura que se extraía arduamente de los insectos. Otro bulto mostraba el mismo número de blusas para mujer, laboriosamente trabajadas a mano en una tela como filigrana, tanto que parecían casi totalmente transparentes. Había también otro fardo que contenía un rollo de algodón tejido, que si se extendía, tendría unos dos brazos de ancho por más o menos doscientos pasos de largo. A pesar de que el algodón era blanco y sin ningún adorno, estaba hecho de una sola pieza, sin costura y por lo tanto principesco e inapreciable, sólo por ese tipo de trabajo; posiblemente años de labor de algún tejedor amante de su trabajo. El bulto más pesado de todos contenía pedazos en bruto de itztétl y pedazos de roca de obsidiana sin trabajar. Los tres bultos más ligeros eran los de más valor, ya que en ellos había mercancías en moneda corriente. Uno era un saco que contenía de doscientas a trescientas piezas de estaño y cobre en forma cruciforme y cada pieza valía ochocientas semillas de cacao. El tercero era un hato de cuatro cañas de plumas, cada una de ellas traslúcidas, cubiertas con pedacitos de óli, hule, para poder cubrirlas con un filo centellante de oro puro en polvo.

Yo le dije al botero: «Hubiera deseado que esto no fuera un error, pero claramente lo es. Devuélvalo. Esta fortuna debe de pertenecer al tesoro de Nezahualpili».

«No es así —dijo él obstinadamente—. Fue el mismo Venerado Orador quien me ordenó traer esto y él personalmente vio que todo se cargara en mi embarcación. Lo único que tengo que llevar de regreso, es un mensaje diciendo que todo fue entregado adecuadamente. Por favor, mi señor, tiene usted que poner aquí el glifo de su firma».

Yo aún no podía creer lo que mis ojos veían ni lo que mis oídos escuchaban, pero me era difícil protestar más. Todavía deslumbhrado, firmé la nota que me tendía y él y los cargadores se fueron. Cózcatl y yo nos quedamos estáticos mirando las riquezas desembaladas. Finalmente el muchachito dijo:

«Solamente puede ser un último regalo del Señor Nezahualpili, mi amo».

«Pudiera ser —concedí—. Él me adiestró para llegar a ser un palaciego y después tuvo que mandarme flotando a la deriva. Y él es un hombre de conciencia. Así es que ahora, quizá, me provee de las cosas con las cuales podría dedicarme a alguna otra ocupación».

«¡Ocupación! —chilló Cózcatl—. ¿Quiere decir trabajar, mi amo? ¿Por qué habría usted de trabajar? Aquí hay todo lo suficiente para mantenerle confortablemente por todo lo que le queda de vida. A usted, a una esposa, a una familia y a un esclavo fiel. —Agregó esto traviesamente, pero no del todo en chanza—: Usted un día me dijo que construiría una mansión de noble y me haría Maestro de las Llaves».

«Detén tu lengua —le dije—. Si todo lo que deseara fuera holgazanear, muy bien hubiera podido dejar que Escorpión-Armado me enviara a al más allá. Y en este momento tengo el propósito de hacer muchas cosas. Lo único que tengo que decidir es qué es lo que prefiero hacer».

Cuando terminé el relato de la batalla, un día antes de la ceremonia de la dedicación de la pirámide, bajé encaminándome hacia la sala de trofeos de caza de Auítzotl, en donde me había entrevistado con él por primera vez. Pero el mayordomo del palacio, medio borracho, me interceptó y tomó mi relato en lugar de Auítzotl.

«El Venerado Orador está ocupado como anfitrión de los muchos nobles que han venido desde tierras lejanas para la ceremonia —dijo el hombre con voz estropajosa—. Todos los palacios alrededor de la plaza están atestados de gobernantes forasteros y de sus comitivas. No sé dónde ni cómo podremos acomodar más. Sin embargo, estaré al pendiente de que Auítzotl tenga esta narración suya cuando él la pueda leer con tranquilidad. Él le volverá a llamar para otra entrevista cuando ya todo se haya aquietado otra vez». Y se fue bulliciosamente llevándose mis papeles.

Ya que por casualidad me encontraba en la planta baja, me pregunté si esas habitaciones eran accesibles al público para admirar su arquitectura y decorado. Finalmente me encontré en los amplios corredores de estatuas, a través y en medio de los cuales fluía el canal. Las paredes y el techo relumbraban como lentejuelas por los reflejos de luz del agua. Varios botes de carga pasaron mientras yo estaba allí; sus remeros admiraban, tanto como yo lo estaba haciendo, las diversas esculturas de Auítzotl y de sus principales esposas, la del dios protector Huitzilopochtli y las de otros numerosos dioses y diosas. La mayoría de ellos estaban muy bien hechos y diestramente trabajados, como debían ser: cada uno llevaba grabado el glifo del halcón del ya desaparecido escultor Tlatli.

Como él anteriormente lo había predicho, años atrás, su trabajo casi no necesitaba de firma; sus estatuas de los dioses eran en verdad muy diferentes de aquellas que a través de generaciones habían sido imitadas y hechas en réplica por escultores menos imaginativos. Su visión particular quizás había sido más evidente en su concepción de Coatlicue, la diosa madre del dios Huitzilopochtli. El pesado objeto de piedra se alzaba más o menos tres veces más alto de lo que yo era y, mirándolo hacia arriba, sentí que mis cabellos se erizaban del miedo imponente que inspiraba.

Ya que Coatlicue era, después de todo, la madre del dios de la guerra, la mayoría de los artistas anteriores la habían representado con un gesto ceñudo, pero en su forma siempre había sido representada como una mujer. No así en la concepción de Tlatli. Su Coatlicue no tenía cabeza, en su lugar, sobre sus hombros sobresalían dos grandes cabezas de serpientes que se encontraban como si se besaran, para formar su cara: el único ojo visible de cada serpiente daba a Coatlicue dos ojos feroces, sus bocas al juntarse daban a Coatlicue una boca ancha llena de colmillos sonriendo en una mueca horrible. Llevaba un collar del que pendía una calavera, sus manos entreabiertas contenían corazones humanos desgarrados. Sus ropas inferiores eran hechas completamente por culebras retorciéndose y sus pies semejaban los talones y las garras de alguna bestia inmensa. Era la imagen de una deidad femenina que aunque horrenda era única y original, y yo creo que sólo un hombre que no podía amar a las mujeres, pudo haber tallado una diosa tan titánicamente monstruosa.

Seguí por el canal fuera del recinto, bajo los sauces llorones que colgaban del jardín del patio de palacio y hacia la cámara al otro lado de éste, en donde las paredes estaban cubiertas por murales; la mayoría eran pinturas de hazañas militares y acciones cívicas hechas por Auítzotl antes y después de su ascensión al trono: él como el más prominente y activo participante en varias batallas, él supervisando personalmente los últimos toques de los dos templos en lo alto de la Gran Pirámide. Sin embargo, las pinturas parecían vivas, no estáticas; estaban hechas con todo detalle y coloreadas con arte. Como ya lo esperaba, los murales eran mejores que cualquier otra pintura moderna que yo hubiera podido ver antes. Como ya me lo había imaginado, cada uno llevaba en la parte más baja del rincón derecho la firma de Chimali; la huella rojo-sangre de su mano.

Me pregunté a mí mismo si él habría regresado ya a Tenochtitlan, si nos encontraríamos y cómo lo haría él para matarme, si lo hacía. Así es que con este pensamiento fui en busca de mi pequeño Cózcatl y le di instrucciones:

«Tú conoces de vista al artista Chimali y sabes que él tiene una razón para desear mi muerte. Yo tengo la obligación de presentarme mañana, así es que no puedo estar viendo por encima y atrás de mi hombro para pescar un asesino. Quiero que circules entre el gentío y luego me vengas a prevenir si ves a Chimali. Mañana, entre la muchedumbre y la confusión, él tendrá la oportunidad de poderme acuchillar sin ser observado y huir sin dejar sospecha».

«Él no hará eso si yo lo veo primero —dijo Cózcatl adictamente—. Y le prometo que si él se presenta, yo lo veré. ¿No he sido útil para usted, mi amo, siendo sus ojos anteriormente?».

Le dije: «En verdad que sí lo has sido, mi pequeño, y tu vigilancia y lealtad no quedarán sin recompensa».

Sí, Su Ilustrísima, yo sé que usted está interesado particularmente en nuestras ceremonias religiosas, ya que está usted aquí presente en esta ocasión. Sin embargo yo nunca fui sacerdote, ni mucho menos amigo de sacerdotes, así es que explicaré la dedicación a la Gran Pirámide en la forma y en el significado que mejor pueda.

Si esa ceremonia no fue la más elaborada, popular y que valiera la pena de verse en toda la historia de los mexica, fue ciertamente la más grandiosa a la que asistí en mi tiempo. El Corazón del Único Mundo estaba lleno de una masa compacta de gente, del colorido de los vestidos, del olor de los perfumes, del esplendor de las plumas, del oro, del calor de los cuerpos, de joyas deslumbrantes, de sudor. Una de las razones de tal aglomeración era que se tenía que mantener un camino abierto, con cordones hechos por guardias que unían sus brazos para poder resistir el empuje del tumulto, para que la línea de prisioneros pudieran caminar hacia la pirámide y ascender al altar del sacrificio. Pero también los espectadores estaban más apretujados por el hecho de que la superficie de la plaza había sido reducida por las construcciones, hechas a través de los años, de numerosos templos nuevos, sin mencionar la gradual extensión que la Gran Pirámide había ido adquiriendo.

Ya que Su Ilustrísima jamás la vio, quizá sea bueno describirle ese icpac tlamanacali. Su base estaba hecha en forma de cuadrado; ciento cincuenta pasos de una esquina a otra, sus cuatro muros en declive se alzaban hasta llegar a medir setenta pasos a la cumbre de la pirámide. La escalera ascendía de frente e inclinada ligeramente hacia el oeste dividiéndose en dos, por un lado se ascendía y por el otro se descendía, separados por un pequeño canal de desagüe ornamentado, por el cual escurría la sangre hacia abajo. Había un descansillo al llegar a los primeros cincuenta y dos escalones, que angostos se elevaban hacia una terraza que circulaba en una tercera parte de altura a la pirámide. Después se levantaban otros ciento cuatro escalones que culminaban en la plataforma de la cumbre, en donde se encontraban los templos y sus dependencias. A cada lado de cada trece escalones, había en la escalera una imagen de piedra de algún dios mayor o menor, en cuyo puño sostenía un asta con una bandera de plumas blancas. Banderas blancas que impulsadas por el viento, flotaban como grandes nubes.

Para un hombre que estuviera al pie de la Gran Pirámide las estructuras que se encontraban en su cumbre le eran invisibles, pues desde abajo él sólo podría ver las dos extensas escaleras ascendentes, viéndose muy angostas y pareciendo alzarse más alto de lo que en realidad se elevaban, hacia el cielo azul o hacia el sol. Un xochimiqui subiendo afanosamente las escaleras hacia su Muerte-Florida, debía de haber sentido que en realidad subía hacia los altos cielos de los dioses.

Al alcanzar la cumbre, lo primero que encontraría sería la pequeña piedra triangular para sacrificios, en medio de los dos templos. En un sentido, esos teocaltin representaban la guerra y la paz, ya que el de la derecha pertenecía a Huitzilopochtli, el responsable de nuestras hazañas guerreras, y el de la izquierda era el de Tláloc, el responsable de nuestras cosechas y de nuestra prosperidad en tiempos de paz. Quizá debería de haber habido con todo derecho un tercer teocali para el sol Tonatíu; sin embargo, él ya tenía un santuario separado en una modesta pirámide, en alguna parte de la plaza, como otros dioses importantes. También había en la plaza el coateocali, en el cual estaban en fila las imágenes de numerosos dioses de las naciones conquistadas.

Los templos nuevos de Tláloc y Huitzilopochtli, en la cumbre de la nueva Gran Pirámide, no eran más que dos habitaciones cuadradas, conteniendo cada una la estatua hueca del dios hecha de piedra, con su boca ancha bien abierta para recibir su alimento. Sin embargo cada templo se veía más alto e impresionante porque su techo de forma piramidal terminaba en una torre de piedra, con los incisos de Huitzilopochtli en diseños angulares y pintados de rojo, y los incisos de Tláloc en diseños redondos y pintados de azul. El resto de la pirámide, como ya lo he mencionado, estaba predominantemente en yeso blanco que deslumbraba tanto como plata, pero las dos serpenteantes balaustradas, que flanqueaban a cada lado de la doble escalera, estaban pintadas de rojo, azul y verde, simulando escamas de reptiles y terminadas en grandes cabezas de serpientes, que sobresalían hacia fuera del nivel del piso, completamente recamadas de oro batido.

Cuando la ceremonia comenzó, al primer rayo de luz del día, los principales sacerdotes de Tláloc y Huitzilopochtli, con todos sus asistentes, estaban agrupados o se movían inquietos alrededor de los templos en lo alto de la pirámide, haciendo aquellas cosas que los sacerdotes hacen en el último momento. En la terraza que circundaba la pirámide estaban los más distinguidos huéspedes: el Venerado Orador de Tenochtitlan, Auítzotl, con el Venerado Orador de Texcoco, Nezahualpili, y el Venerado Orador de Tlacopan, Chimalpopoca. También estaban allí los gobernantes de otras ciudades, provincias y naciones, que venían de los más lejanos dominios de los mexica, desde las tierras de los tzapoteca, de los mixteca, de los totonaca, de los huaxteca y de algunas naciones cuyos nombres ni siquiera conocía. Por supuesto que no estaba presente nuestro implacable enemigo, el gobernante de Texcala, Xicotenga, pero el Yquígare de Michihuacan sí estaba allí.

Piense en esto, Su Ilustrísima. Si su Capitán General Cortés hubiese llegado a la plaza en ese día, hubiera podido consumar nuestra ruina con una matanza rápida y fácil de todos nuestros legítimos gobernantes. Él hubiera podido proclamarse, allí y entonces, como el señor de todo lo que ahora es prácticamente la Nueva España, y nuestros pueblos, ya sin gobernantes, difícilmente le hubieran disputado su derecho. Ellos hubieran sido como un animal degollado al que se le puede tironear o azotar fútilmente. Hubiéramos sido esparcidos y ahora me doy cuenta de que eso nos hubiera ahorrado entonces toda la miseria y sufrimientos que tuvimos que soportar después. Pero en aquel día, ¡yyo ayyo!, en aquel día en que celebrábamos el poderío mexica, ni siquiera teníamos una sospecha de la existencia del hombre blanco. En aquel entonces creíamos que nuestnos hqbiera ahorrado ros caminos y nuestros días estaban guiados más allá de un ilimitado futuro. En verdad que nosotros todavía tuvimos muchos años de vigor y gloria antes de la llegada de ustedes. Y es por eso que estoy contento, a pesar de lo que ahora me doy cuenta, de que ningún intruso echara a perder ese espléndido día. Las primeras horas de la mañana fueron dedicadas a entretenimientos. Había mucho canto y baile realizado por los artistas de esta Casa de Canto en la cual estamos ahora sentados, Su Ilustrísima, y estaban mucho mejor adiestrados profesionalmente que otros artistas que yo había visto o escuchado en Texcoco o en Xaltocan, si bien ninguno de ellos igualaba en gracia a mi perdida Tzitzitlini. Allí estaban los instrumentos que me eran familiares: el sencillo tambor de trueno, los diversos tambores de dioses, los tambores de agua, las calabazas suspendidas, las flautas de caña y de hueso de canilla y las flautas de camote. Pero los cantantes y danzantes estaba acompañados por el conjunto de otros instrumentos que yo no había visto en ninguna otra parte. Uno era llamado «las aguas murmurantes», era una flauta de agua que lanzaba unas notas gorgojeantes al bullir, con un efecto de eco. Había ahí también otra flauta hecha de barro, cortada en forma de un disco delgado y el que la tocaba no movía ni los labios ni los dedos, movía su cabeza alrededor mientras soplaba dentro de la boquilla, así una bolita de barro que había dentro de la flauta giraba alrededor del círculo hasta detenerse en uno o en otro agujero. Y por supuesto, había muchos de esos mismos instrumentos, una multitud de ellos. La música que producían debía de ser audible para todas las personas que estaban en sus casas, en cada una de las comunidades alrededor de los cinco lagos.

Los músicos, cantantes y danzantes hicieron sus interpretaciones en los escalones más bajos de la pirámide y en un espacio abierto directamente enfrente de ella. Cuando se cansaban, eran reemplazados por acróbatas. Hombres muy fuertes que levantaban piedras prodigiosamente pesadas, o que se lanzaban unos a otros bellas muchachas escasamente vestidas, como si éstas fueran plumas. Acróbatas que excedían a los conejos y saltamontes en sus brincos, volteretas y fantásticos saltos mortales. O ellos se colocaban sobre los hombros de otros, diez, luego veinte, luego cuarenta hombres al mismo tiempo, para formar una representación humana de la Gran Pirámide. Cómicos enanos haciendo pantomimas grotescas e indecentes. Malabaristas cuyos juegos eran increíbles, con tlachtli, pelotas, lanzándolas al aire de una mano a otra, en intrincados y entrelazados diseños…

No, Su Ilustrísima, no quiero dar a entender que toda la mañana se ocupaba en entretenimientos como simples diversiones (como usted quiere dar a entender) para alumbrar el horror que seguía (como quiere usted decir), y yo no sé lo que usted quiere decir por «carne de circo». Su Ilustrísima no debe deducir que estos regocijos eran en ningún momento irreverentes. Cada uno de los que representaban sus trucos o talentos en particular lo hacía para honrar a los dioses en ese día. Si las representaciones no eran tristes sino alegres, se debía a que se quería lisonjear a los dioses y tenerlos en buena disposición para recibir con gratitud nuestras ofrendas posteriores.

Todo lo que se hizo esa mañana estaba de alguna manera conectado con nuestras creencias religiosas, costumbres o tradiciones, aunque esa relación no podría ser evidente inmediatamente para un observador extranjero como Su Ilustrísima. Por ejemplo, allí estaban los tocotine, que habían venido invitados por los totonaca, cuyas tierras estaban a un lado del océano y cuyo arte distintivo lo habían inventado ellos o quizá lo había inspirado su dios. Su representación requería la erección de un tronco de árbol excepcionalmente alto, que se sostenía metiéndose en un hoyo excavado especialmente en el mármol de la plaza. Un pájaro vivo era puesto dentro del hoyo y masacrado cuando el tronco era insertado en él, así su sangre sería la que les daría fuerza a los tocotine para que ellos pudieran volar. Sí, volar. El palo erigido alcanzaba una altura tan aterradora como la de la Gran Pirámide. En la punta se colocaba una delgada plataforma de madera, no más grande de lo que pueden encerrar los brazos de un hombre. Enroscados alrededor del tronco estaban los cabos sueltos de unas sogas muy fuertes. Cinco hombres trepaban hasta su cumbre, uno de ellos llevando un tambor pequeño y una flauta atados a su taparrabo, los otros cuatro sin ninguna carga, excepto por una profusión de brillantes plumas. De hecho, estaban totalmente desnudos a excepción de esas plumas pegadas a sus brazos. Llegando a lo alto de la plataforma, los cuatro hombres emplumados de alguna forma se sentaban en la orilla de ese pedazo de madera, mientras el quinto caminaba sobre ella muy despacio y con precaución hasta llegar a su centro.

Allí, en ese lugar tan constreñido, se paraba, vertiginosamente alto, y entonces movía un pie y luego el otro y después empezaba a bailar, acompañándose con el tamborcillo y la flauta. Tamborileaba y golpeaba el tamborcillo con una mano, mientras que con la otra manipulaba los agujeros de la flauta al soplar por ella. Para todos los que observábamos desde abajo de la plaza, silenciosamente deteniendo el aliento, la música llegaba con un sonido sordo y ligero. Mientras tanto, los otros cuatro hombres estaban haciendo algo con mucha precaución, se estaban amarrando las puntas de las sogas que colgaban del palo a sus cinturas, aunque nosotros no podíamos verlos, pues estaban demasiado alto. Cuando ellos estuvieron listos, el bailarín hizo cierta señal a los músicos de la plaza.

¡Ba-ra-ROOM! Sonaron los tambores de trueno y hubo una estruendosa conjunción de música y tambores que hizo saltar a los espectadores, y, en el mismo instante, los cuatro hombres en lo alto del palo también saltaron hacia el espacio. Ellos quedaron colgando y extendieron a todo lo largo sus emplumados brazos. Cada hombre llevaba las plumas de diferentes pájaros, las rojas de la guacamaya, las azules del pájaro pescador, las verdes del perico y las amarillas del tucán. Sus brazos eran como las alas extendidas de esos pájaros. Ese primer salto los llevó a cierta distancia de la plataforma, sin embargo, las sogas alrededor de sus cinturas les dieron un pequeño tirón. Todos ellos hubieran podido estrellarse contra el palo, si no fuera por la forma tan ingeniosa en que estaban enroscadas las cuerdas. El salto inicial los hizo girar en un círculo, despacio, alrededor del tronco, cada hombre equidistante de los otros y cada uno de ellos en la grácil postura de alas desplegadas, como pájaros aleteando.

Mientras el hombre que estaba en la cumbre seguía danzando y los músicos abajo seguían tocando, vibrando, cantando en acompañamiento, los cuatro hombres-pájaros continuaban volando en círculo conforme las sogas se iban desenredando del tronco, y cada vez que se desenredaban el círculo se hacía más grande y la vuelta más despacio, mientras empezaban a bajar lentamente. Pero los hombres estaban tan habituados a volar, que, como los pájaros, podían batir sus brazos emplumados de tal manera que se levantaban y descendían, y se remontaban y bajaban en su vuelo, pasándose unos a otros como si también ellos danzaran en toda la dimensión del cielo.

La soga de cada hombre se iba desenredando trece veces alrededor y hacia abajo a todo lo largo del tronco. En su último circuito, cuando sus cuerpos se estaban moviendo en el más ancho y más prolongado círculo, casi tocando las piedras de la plaza, ellos arquearon sus cuerpos y plegaron sus alas contra el viento, exactamente en la forma en que los pájaros descienden, y así fue como tocaron el suelo con sus pies y mientras las sogas se aflojaban ellos corrieron a detenerlas. Los cuatro hicieron eso al mismo tiempo. Entonces uno de ellos sostuvo su soga fuertemente tirante para que el quinto hombre se deslizara a través de ella hasta el suelo.

Si Su Ilustrísima ha leído algunas de las explicaciones previas de nuestras creencias, se habrá dado usted cuenta de que el arte de los tocotine no era un simple juego acrobático, sino que cada aspecto de éste tenía un significado. Los cuatro voladores estaban en parte emplumados y en parte desnudos, como Quetzalcoátl, la Serpiente Emplumada. Los cuatro hombres que circunvolaron y el hombre que danzaba en la cumbre, representaban nuestros cinco puntos de alcance: norte, este, oeste, sur y centro. Las trece vueltas de cada soga correspondían a los trece días y número de años de nuestro calendario ceremonial. Y cuatro veces trece, por supuesto, es igual a cincuenta y dos, el número de años de una gavilla de años. Había otras aplicaciones más sutiles, la palabra tocotine significa «los sembradores», pero no me extenderé en estas cosas, porque me doy cuenta de que Su Ilustrísima está ansioso por escuchar la parte correspondiente a los sacrificios de dedicación de la ceremonia.

La noche anterior, después de que todos los prisioneros se habían confesado con los sacerdotes de La Que Come Suciedad, nuestros prisioneros texcalteca fueron movilizados hacia una parte de la isla divididos en tres grupos, así ellos podrían caminar hacia la Gran Pirámide a lo largo de las anchas avenidas que conducían a la plaza. El primer prisionero en aproximarse, bien separado del resto, fue el mío: Tlaui-Cólotl. Él había declinado arrogantemente el ser conducido en una silla de manos a su Muerte Florida, pero llegó pasando sus brazos sobre los hombros de dos campeones, solícitos en hermandad quienes por supuesto eran mexica. Escorpión-Armado se balanceaba en medio de los dos, los restos de sus piernas colgaban como raíces roídas. Yo estaba al pie de la pirámide, cuando me uní a ellos y los acompañé escaleras arriba hacia la plataforma en donde todos los nobles estaban esperando. A mi amado hijo, Auítzotl le dijo: «Como nuestro xochimiqui de más alto rango y mayor distinción, Escorpión-Armado, usted tiene el privilegio de ser el primero en ir a su Muerte Florida. Sin embargo, como campeón Jaguar de reputación grande y notable, puede usted escoger luchar por su vida en la plataforma de Piedra de Batalla. ¿Qué es lo que usted prefiere?».

El prisionero suspiró: «Yo ya no tengo más vida, mi señor. Sin embargo sería bueno para mí pelear por última vez. Si puedo escoger, prefiero la Piedra de Batalla».

«La decisión de un guerrero valeroso —dijo Auítzotl—. Y usted será honrado con oponentes igualmente valientes, nuestros campeones de más alto rango. Guardias, ayuden al estimado Tlaui-Cólotl en su camino hacia la piedra y denle una espada para que combata mano a mano».

Lo seguí para poder observar. La Piedra de Batalla, como ya he dicho antes, había sido la única contribución del desaparecido Uey-Tlatoani Tixoc para la plaza: esa ancha roca volcánica, gruesa y en forma de círculo que estaba situada entre la pirámide y la Piedra del Sol. Estaba reservada para cualquier guerrero de gran mérito que escogiera la distinción de morir como había vivido, guerreando. Pero el prisionero que escogiera el duelo en la Piedra de Batalla, se veía obligado a pelear con más de un oponente. Si, con astucia y valentía, vencía a un hombre, otro campeón mexica tomaba su lugar, y luego otro y otro, hasta que fueran cuatro en total. Uno de éstos debía matarlo o por lo menos así habían acabado todos los duelos antes.

Escorpión-Armado fue vestido con la coraza acojinada de algodón de batalla, además de su vestimenta de campeón, su yelmo y piel de jaguar. Después fue conducido hacia la piedra y acomodado allí, ya que sin pies él no podía pararse. Su oponente, armado con una espada de obsidiana maquáhuitl, tendría la ventaja de poder atacar desde cualquier dirección, saltar o moverse por el pedestal. A Tlaui-Cólotl se le habían dado dos armas para defenderse, pero éstas eran insignificantes. Una era una simple vara de madera para ponerse en guardia y para parar los golpes de su atacante. La otra era una maquáhuitl, pero de juguete, un arma inofensiva de las que se usaban para enseñar a los guerreros novatos: sus filos de obsidiana habían sido reemplazados por penachos de plumas.

Él se sentó cerca de la orilla de la piedra, en una postura de casi relajada anticipación, con la espada sin filo en su mano de recha y la vara de madera débilmente agarrada con su mano izquierda que descansaba sus rodillas. Su primer oponente fue uno de los dos campeones Jaguares que lo habían ayudado a llegar a la plaza. El mexícatl saltó dentro de la Piedra de Batalla por el lado derecho de Escorpión-Armado; esto era del lado en que él tenía su arma más ofensiva, la maquáhuitl. Sin embargo, Escorpión-Armado sorprendió al hombre. Él ni siquiera movió la maquáhuilt, en su lugar usó la vara como defensa. La balanceó fuertemente, formando con ella un amplio arco. El mexícatl, quien difícilmente hubiera podido esperar ese ataque con una simple vara, fue alcanzado en la barbilla. Su mandíbula se rompió y perdió totalmente el conocimiento con el golpe. Parte de la multitud murmuró con admiración y otros lo ovacionaron con el grito del búho. Escorpión-Armado simplemente se quedó sentado, con la vara de madera ahora descansando lánguidamente sobre su hombro izquierdo.

El adversario número dos fue el otro campeón Jaguar que ayudó a Escorpión-Armado. Naturalmente supuso que si el prisionero había ganado, se debía sólo a un golpe de suerte y también se acercó a la piedra por el lado derecho de Escorpión-Armado, con su hoja de obsidiana apuntando al frente, sus ojos fijos en la maquáhuitl del hombre sentado. Esta vez, Escorpión-Armado lo azotó con su vara defensiva, pasándola sobre su mano, levantándola por encima de la mano del campeón y luego moviéndola de tal manera que la vara se incrustó en medio de las orejas de la cabeza-yelmo de jaguar del mexícatl. El hombre cayó hacia afuera de la Piedra de Batalla, con el cráneo fracturado y murió antes de que cualquier físico pudiera atenderlo. Los murmullos y gritos de los espectadores aumentaron de volumen. El oponente número tres era un campeón Flecha y fue mucho más precavido acerca de la vara, aparentemente inofensiva, del texcaltécalt. Subió a la piedra por el lado izquierdo y lanzó su espada al mismo tiempo. Escorpión-Armado otra vez levantó su vara, pero sólo para desviar la espada hacia un lado. Entonces también utilizó su maquáhuitl aunque en una forma muy poco usual. Pinchó con fuerza, dirigiéndola hacia arriba, con la afilada punta para matar y lo hizo con todas sus fuerzas, atravesando la garganta^ del campeón Flecha; le traspasó ese prominente cartílago que ustedes los españoles llaman «la nuez de Adán». El mexícatl cayó en agonía y se asfixió hasta morir, allí mismo en la Piedra de Batalla. Mientras los guardias recogían el despojo y lo llevaban fuera de la piedra, la multitud alborotaba con gritos y ovaciones de aliento, no para sus propios guerreros mexícalt, sino para el texcaltécatl. Incluso los nobles en lo alto de la pirámide estaban discutiendo acerca de eso y conversando excitadamente. En la memoria de ninguno de los presentes había un prisionero, incluso un prisionero con el uso de sus pies, que hubiera vencido hasta entonces a tres de sus oponentes en duelo.

Pero el siguiente oponente era el que con toda seguridad lo mataría, porque el cuarto era nuestro más raro peleador zurdo.

Prácticamente casi todos los guerreros eran por naturaleza diestros, habían aprendido a pelear con la mano derecha y habían guerreado en esta forma toda su vida. Así, como es bien conocido, cuando un guerrero diestro se enfrenta en combate con un zurdo, se queda perplejo y confundido. Se siente totalmente desvalido contra este efecto, que es como una imagen sorprendente de un espejo.

El hombre zurdo, un campeón de la Orden Águila, se tomó su tiempo para escalar la Piedra de Batalla. Llegó pausadamente hacia el duelo, sonriendo cruel y confiadamente. Escorpión-Armado seguía sentado, su vara en su mano izquierda y su maquáhuitl naturalmente en su mano derecha. El campeón Águila, con su espada en la mano izquierda, se movía despacio hacia atrás y hacia adelante en la orilla de la piedra, estimando su mejor ángulo de ataque. Muy precavido, amagó un movimiento y después saltó hacia el prisionero. Cuando Jo hizo, Escorpión-Armado repentinamente se ladeó moviéndose como cualquier acróbata de la mañana y con un movimiento rápido lanzó al aire su vara y su maquáhuitl cambiándolas de mano. El campeón mexícatl ante ese inesperado despliegue ambidiestro, frenó su estocada como si quisiera ganar tiempo y reconsiderar, pero no tuvo esa oportunidad. Escorpión-Armado atrapó entre su vara y su espada la muñeca izquierda del campeón, retorciéndosela y la maquáhuitl del hombre voló de su mano. Sosteniendo fuertemente la muñeca del mexícaltl prendida entre sus armas de madera, como el poderoso pico de un loro, Escorpión-Armado se movió por primera vez de su posición sentada, hasta arrodillarse sobre sus rodillas y muñones. Con una fuerza increíble, le retorció todavía más sus dos armas y el campeón Águila tuvo que torcerse con ellas y cayó sobre sus espaldas. El texcaltécatl inmediatamente soltó la aprisionada muñeca y puso la orilla de su espada de madera a través de la garganta expuesta del hombre. Colocando cada una de sus manos en las respectivas orillas del arma, se arrodilló todavía más apoyándose sobre él pesadamente. El hombre forcejeaba bajo de él y Escorpión-Armado levantó su cabeza mirando hacia la pirámide, a los nobles.

Auítzotl, Nezahualpili, Chimalpopoca y todos los demás que estaban en la terraza conferenciaban y sus gestos expresaban admiración y asombro. Entones Auítzotl se paró a la orilla de la plataforma y levantando la mano hizo un gesto con ella. Escorpión-Armado dejó de apretar y quitó su maquáhuitl del cuello del hombre caído. Éste se sentó, tembloroso y frotándose la garganta, miráronse ambos perplejos y confundidos.

Tanto él como Escorpión-Armado fueron llevados juntos a la terraza. Yo los acompañé, inflamado de orgullo por mi bienamado hijo. Su cuerpo no tenía ninguna marca de combate, no tenía más que el brillo del sudor y ni siquiera respiraba agitadamente. Auítzotl le dijo:

«Tlaui-Cólotl, usted ha hecho algo jamás visto. Ha peleado por su vida en la Piedra de Batalla, con un impedimento con el que ningún otro duelista lo ha hecho y ha vencido. Este fanfarrón que fue el último que usted derrotó, tomará su lugar como xochimiqui en el primer sacrificio. Usted queda libre para regresar a su casa, a Texcala».

Escorpión-Armado negó firmemente con su cabeza. «Aunque pudiera caminar hacia mi casa, mi Señor Orador, no lo haría. Un prisionero que es cogido, es un hombre destinado por su tonali y por los dioses a morir. Avergonzaría a mi familia, a mis compañeros campeones, a todo Quautexcalan, si yo regresara deshonrosamente vivo. No, mi señor, yo he obtenido lo que pedí, una última batalla y ésta ha sido muy buena. Deje que su campeón Águila viva. Un guerrero zurdo es demasiado raro e invaluable para ser descartado».

«Si es éste su deseo —dijo el Uey-Tlatoani—, entonces él vivirá. Nosotros deseamos concederle cualquier otro deseo que usted quiera. Solamente tiene que hablar».

«Que sea enviado a mi Muerte-Florida y al mundo del más allá de los guerreros».

«Concedido —dijo Auítzotl y entonces magnánimamente agregó—. El Venerado Orador Nezahualpili y yo tendremos el honor de enviarlo a ese mundo».

Escorpión-Armado habló solamente una vez más, a su captor, a mí, pues era la costumbre hacer la pregunta de rigor: «¿Tiene mi reverendo padre algún mensaje que le gustaría que yo entregara a los dioses?».

Yo sonreí y dije: «Sí, mi bienamado hijo. Dígale a los dioses que solamente deseo que usted sea recompensado en muerte tanto como lo merecía en vida. Que usted viva en riqueza en otras vidas, siempre y por siempre».

Él inclinó su cabeza asintiendo y luego poniendo sus brazos alrededor de los hombros de los dos Venerados Oradores subió los ciento cuatro escalones restantes hasta la piedra de los sacrificios. Los sacerdotes, casi con un frenesí deleitante por los buenos auspicios de los sucesos acaecidos en ese primer día de sacrificio, hicieron un gran espectáculo, moviendo los incensarios alrededor, haciendo que saliera humo de colores de las urnas y cantando invocaciones a los dioses. Al guerrero Escorpión-Armado se le otorgaron dos últimos honores. El mismo Auítzotl sostuvo el cuchillo de obsidiana y el que arrancó su corazón fue Nezahualpili, quien lo llevó dentro de un cucharón al templo de Huitzilopochtli y lo dejó caer dentro de la boca abierta del dios.

Con esto terminaba mi participación en la ceremonia, por lo menos hasta que llegaran las festividades nocturnas, así es que descendí de la pirámide y me quedé a un lado de ella. Después de haber terminado con Escorpión-Armado, todo lo demás vino a ser insignificante, a excepción de la absoluta magnitud del sacrificio: miles de xochimique, más de los que jamás antes habían sido llevados a su Muerte-Florida en un solo día.

El Uey-Tlatoani Auítzotl transportó el corazón del segundo prisionero hasta meterlo en la boca de la estatua del dios Tláloc, luego él y Nezahualpili descendieron otra vez a la terraza de la pirámide. Ellos y sus compañeros gobernantes cuando se cansaron de observar los procedimientos, se pusieron a platicar ociosamente de esas cosas que los Venerados Oradores acostumbran a hablar. Mientras tanto, las tres largas hileras de prisioneros se iban mezclando hasta formar una sola conforme convergían de las avenidas Tlacopan, Ixtapalapan y Tepeyaca, dentro del Corazón del Único Mundo y en medio de las filas cerradas y aprisionadas por los espectadores, uno tras otro detrás, subiendo la escalera de la pirámide. Los corazones arrancados de los primeros cientos de xochimique, quizá doscientos, fueron ceremoniosamente puestos dentro de las bocas de Tláloc y Huitzilopochtli, hasta que los hoyos de las estatuas estuvieron totalmente llenos y no pudieron caber más. Los labios de piedra de los dioses babeaban y chorreaban de sangre. Por supuesto, que en siguientes celebraciones esos corazones, que llenaban las cavidades de las estatuas, con el tiempo se hubieran podrido convirtiéndose en cieno, si así se requería. Pero ese día, como los sacerdotes tenían una sobreabundancia de corazones los últimos fueron arrancados e inceremoniosamente arrojados en tazones preparados anticipadamente. Cuando éstos estuvieron llenos de montones de corazones, todavía húmedos y débilmente palpitantes, los ayudantes de los sacerdotes los tomaron y con prisa descendieron de la Gran Pirámide, hacia la plaza y las calles del resto de la isla. Ellos entregaron estas sobras generosas a cada una de las otras pirámides, templos y estatuas de dioses, tanto en Tenochtitlan como en Tlaltelolco, y, al caer la tarde, también a los templos de las ciudades de la tierra firme. Los prisioneros que iban a ser sacrificados ascendían por el lado derecho de la escalera, mientras que los cuerpos acuchillados de sus predecesores eran arrojados y rodaban dando saltos y volteretas hacia abajo por el lado izquierdo, pateados por jóvenes sacerdotes colocados a intervalos, y mientras, el desagüe entre las dos escaleras llevaba un continuo arroyo de sangre que se agitaba entre los pies de la multitud de la plaza. Después de los doscientos xochimique, más o menos, los sacerdotes abandonaron todos sus esfuerzos por pretender una ceremonia. Los que estaban recostados a un lado de sus incensarios, de sus banderas y de sus sagradas insignias, cesaron sus cantos y ayudaron, trabajando rápida e indiferentemente como los acuchilladores en el campo de batalla, dando a entender que no podían trabajar muy diestramente.

La rapidez con que se metían los corazones dentro de las estatuas había salpicado de sangre el interior de los dos templos, las paredes, los pisos y aun los techos estaban cubiertos con sangre ya seca. El exceso de sangre corría hacia afuera de las puertas, mientras que la piedra de sacrificios también la chorreaba, hasta que en toda la plataforma se chapoteaba en ella. También, muchos de los prisioneros que iban al encuentro de su destino, aunque lo hacían complacientes, involuntariamente vaciaban sus vejigas o intestinos en el momento de acostarse bajo del cuchillo. Los sacerdotes, quienes por la mañana se habían puesto sus vestimentas negras como buitres, dejando su pelo largo suelto y sin lavar, se movían entonces sobre sus ropas de color rojo y pardusco, rígidas por la sangre coagulada, los mocos secos y las plastas de excremento. En la base de la pirámide, los carniceros trabajaban frenéticamente. De Escorpión-Armado y de un buen número de otros campeones texcalteca habían cortado las cabezas, para ser cocidas hasta que sólo quedaran sus calaveras, que serían acomodadas en la vara punteada, especial para colgar las calaveras de los xochimique de más distinción y que se encontraba en la plaza. De esos mismos cuerpos cortaban también sus muslos, para ser asados para el festín nocturno reservado a los guerreros victoriosos. Cuanto más y más cadáveres llegaban dando tumbos hacia los carniceros, éstos cortaban sólo aquellas porciones escogidas y los restos eran enviados inmediatamente al zoológico de la plaza para alimento de los animales, o eran convertidos en cecina o ahumados para ser almacenados para posterior alimento de las fieras o para cualquier gente pobre que estuviera en la miseria o para los esclavos eficientes a quienes les era concedida esta distribución. La multitud de cuerpos mutilados fueron apresuradamente cargados por los muchachos ayudantes de los sacerdotes hasta el cercano canal, el que fluía hacia la avenida Tepeyaca. Fueron puestos dentro de grandes canoas de carga, y cuando todos estuvieron cargados, éstas fueron enviadas a diversos puntos de la tierra firme, hacia los viveros de flores de Xochimilco, para los huertos o las hortalizas que se encontraban alrededor de los lagos, en donde los restos de los cuerpos serían enterrados y utilizados como fertilizantes. Un pequeño acali acompañaba aparte a toda la flota de chalanas. Éste cargaba fragmentos y pedacitos de jade, pedacitos tan pequeños que no tenían ningún valor y cada uno de ellos sería puesto en la boca o en el puño de cada hombre muerto antes de ser enterrado. Nosotros nunca negábamos a nuestros enemigos vencidos ese talismán de piedra verde, el cual era necesario para su admisión en el más allá.

Y todavía la procesión de prisioneros seguía adelante. Desde la cumbre de la Gran Pirámide, la mezcla de sangre y de otras substancias corría como torrentes, tanto que después de un rato, el desagüe dispuesto en la escalera no podía evacuarlo todo. Esa cascada, como una viscosa caída de agua, empapaba los escalones hacia abajo, cayendo y agitándose sobre los cuerpos de los muertos y bañando los pies de la gente viva, llenándolos y haciendo que muchos de ellos resbalaran y cayeran. Fluía también hacia abajo de las paredes lisas de la pirámide por los cuatro costados. Esa sangre se esparció a través y se extendió completamente por El Corazón del Único Mundo. Aquella mañana, la Gran Pirámide estaba relucientemente blanca como la nieve que coronaba el pico del Popocatépetl, pero por la tarde se veía como un plato lleno de corazones de aves silvestres, al que un cocinero le hubiese puesto encima profusamente una pesada y roja moli, salsa. Parecía realmente lo que se estaba proveyendo: una gran comida para dioses de gran apetito.

¿Una abominación, Su Ilustrísima?

Lo que le provoca tan horror y náuseas, creo yo, es el número de hombres matados de una sola vez. Sin embargo, mi señor, ¿cómo puede usted tratar de medir la muerte, cuando es una entidad que no se puede evitar? ¿Cómo puede usted multiplicar una nadería por cualquier número conocido en aritmética? Cuando un solo hombre muere, es como si todo el universo viviente dejara de existir, en cuanto a lo que a él concierne. Asimismo, cada otro hombre o mujer dejan de existir para él; los que son amados y los desconocidos; cada criatura, cada flor, cada nube o brisa, toda sensación y emoción. Su Ilustrísima, el mundo y cada pequeña cosa muere todos los días, por alguien.

¿Pero qué dioses demoníacos, pregunta usted, podrían apoyar la matanza de tantos hombres, destruyéndolos indiscriminadamente? Bien, su propio Señor Dios, por una… No, Su Ilustrísima, yo no creo que esté blasfemando, o por lo menos no deliberadamente. Simplemente repito lo que me fue dicho por sus frailes misioneros, cuando me instruyeron en los rudimentos de la historia Cristiana. Si ellos dijeron la verdad, su Señor Dios una vez estuvo muy disgustado por la corrupción inclemente de los seres humanos que Él había creado, así es que Él los ahogó a todos con un gran diluvio. Y no sólo a los hombres culpables, sino también a toda cosa viviente y sin embargo inocente. Él dejó con vida, sólo, a un navegante y a su familia y una cantidad de criaturas para que repoblaran la tierra. Yo siempre he pensado que el Señor Dios seleccionó de una forma bastante curiosa a los humanos que preservó, ya que el navegante tema inclinación a ser borracho, y yo juzgo muy peculiar la conducta de sus hijos y de toda su progenie que siempre estaban riñendo por cualquier rivalidad. Pero no importa.

Nuestro Mundo también fue una vez totalmente destruido y tome nota de que también lo fue por una calamitosa inundación de agua, cuando los dioses estuvieron insatisfechos de los hombres que entonces lo habitaban. Sin embargo, nuestras historias se remontan más hacia atrás que las de ustedes, ya que nuestros sacerdotes nos han contado que este mundo ha sido previamente limpiado, arrasando a toda la raza humana en otras tres ocasiones: la primera vez fueron todos devorados por jaguares; la segunda, destruidos por tornados y huracanes; la tercera, por una lluvia de fuego que cayó del cielo. Estos cataclismos pasaron hace muchos eones de años, por supuesto, y aun el más reciente de todos, la gran inundación, fue hace tanto tiempo que ni siquiera nuestros más sabios tlamatinime pueden calcular la fecha precisa. Así es que los dioses han creado Nuestro Único Mundo cuatro veces, poblándolo con seres humanos y cuatro veces han declarado que la creación ha tenido algún error, borrándola y haciéndola otra vez. Nosotros aquí, todos nosotros los que vivimos, tratamos de contener el quinto experimento de los dioses. Pero de acuerdo a lo que dicen los sacerdotes, nosotros vivimos tan precariamente como vivieron aquellos infortunados, ya que los dioses algún día decidirán poner fin al mundo y volverlo a hacer de nuevo, así es que la próxima vez será devastado por medio de terremotos.

Y así como nosotros no sabemos cuándo será el próximo fin del mundo por los terremotos, tampoco sabemos cuándo atrajeron los hombres por primera vez en la tierra la furia de los dioses en la forma de jaguares, vientos, fuego e inundaciones. Sin embargo, parece seguro que ellos fallaron en alguna cosa, en dar suficiente honor y adoración y en ofrecer suficientes ofrendas de nutrimento a sus creadores. Es por eso que nosotros, en nuestro tiempo, tratamos lo mejor que pudimos por no ser mezquinos en esos aspectos. Así es, sí, nosotros matamos miles de xochimique en honor a TIáloc y Huitzilopochtli en aquel día de la dedicación de la Gran Pirámide. Pero trate usted de verlo desde nuestro punto de vista, Su Ilustrísima. Ningún hombre puede dar más que su propia vida. Cada uno de esos miles de hombres que murieron esa vez, hubieran muerto de todas maneras en algún otro tiempo. Y al morir como lo hicieron, sucumbieron por una causa buena, una causa noble y ellos lo sabían. Si me puedo referir a esos frailes misioneros otra vez, Su Ilustrísima, si bien no recuerdo sus palabras con exactitud, parece ser que entre los Cristianos hay unas creencias similares. De que ningún hombre puede manifestar más grande amor que dar su vida por sus amigos.

Sin embargo, gracias a la instrucción de sus misioneros, nosotros los mexica ahora sabemos esto, aunque cuando estábamos haciendo las cosas correctas, las llevamos a cabo por razones erróneas. Aunque me apena recordar a Su Ilustrísima que todavía hay otras naciones en estas tierras, que todavía no han sido subyugadas y absorbidas por el Cristianismo en los dominios de la Nueva España, en donde los no iluminados continúan creyendo que la víctima sacrificada sufre un breve dolor en su Muerte-Florida, antes de entrar a gozar de la felicidad, las delicias y la eternidad al más allá. Estos pueblos no saben nada del Señor Dios Cristiano, Quien no limita nuestra miseria en nuestras breves vidas en esta tierra, sino que también inflige el mundo del más allá llamado Infierno, en donde el dolor jamás termina, sino que es una agonía eterna.

Oh, sí, Su Ilustrísima, yo sé que el Infierno es sólo para la multitud de hombres débiles que merecen el tormento eterno, y que solamente son seleccionados unos pocos hombres rectos para ir a la gloria sublime llamada Cielo. Pero sus misioneros predican aun para los Cristianos, que el maravilloso Cielo es un lugar estrecho y difícil para entrar, mientras que el terrible Infierno es muy amplio y fácil de entrar. De todas formas, yo he asistido a muchos servicios religiosos en iglesias y misiones desde que fui convertido, y, si Su Ilustrísima excusa mi insólita sugestión, he llegado a pensar que el Cristianismo podría llegar a ser más atractivo para los paganos si sus predicadores pudieran describir los placeres del Cielo tan vivida y sabrosamente como presentan los horrores del Infierno.

Aparentemente a Su Ilustrísima no le importa escuchar mis opiniones, ni siquiera refutarlas o debatirlas, y en lugar de eso prefiere irse. Ah, bueno, yo no soy más que un Cristiano novato y probablemente presuntuoso al querer dar opiniones todavía inmaduras. Dejaré a un lado el tema de la religión para seguir hablando de otras cosas.

El festín de los guerreros se llevó a efecto en lo que entonces era la sala de banquetes en esta misma Casa de Canto, en la noche de la dedicación de la Gran Pirámide, y que tenía cierta relación indirecta religiosa, pero de las menores. Era una creencia que cuando nosotros los vencedores comíamos un pedazo de carne asada de los prisioneros sacrificados, entonces de alguna manera ingeríamos parte de la fuerza y del espíritu combativo de los hombres muertos. Pero estaba prohibido que cualquier «reverendo padre» comiera de la carne de su «bienamado hijo». Por tanto, ninguno podía comer de la carne de ningún prisionero que hubiera capturado, porque en términos religiosos esto sería tan irreverente como una relación incestuosa entre un verdadero padre y su hijo. Así es que, si bien todos los otros huéspedes se esforzaron por apoderarse de una tajada de carne del incomparable Escorpión-Armado, yo me tuve que contentar con un pedazo de muslo de algún campeón texealteca de menos mérito.

¿La carne, mis señores? Pues, estaba deliciosamente bien cocinada, con buenas especias y servida en abundancia en platos que llevaban a un lado frijoles, tortillas, jitomates asados y como bebida chocólatl y…

¿La carne les da náuseas, mis señores? ¡Es todo lo contrario! Es la más sabrosa, suave y deliciosa al paladar. Y ya que este tema excita su curiosidad, les diré que la carne humana cocinada tiene casi el mismo sabor que la carne del animal que ustedes llaman puerco, la carne cocinada de los animales que ustedes han importado como cerdos. En verdad, que tienen una gran similitud en textura y sabor, lo cual ha extendido el rumor de que ustedes los españoles y sus cerdos están consanguíneamente relacionados, que ambos, españoles y puercos, propagan sus especies por mutuo intercurso, si no en un casamiento legítimo.

¡Yya no pongan esas caras, reverendos frailes! Yo nunca he creído ese rumor, pues me he dado cuenta de que sus cerdos son sólo animales domesticados en comparación con nuestros coyametin, jabalíes salvajes, de estas tierras, y yo no creo que ni siquiera un español podría copular con un coyámetl. Por supuesto que la carne de sus puercos es mucho más sabrosa y suave que la áspera y correosa de nuestros indómitos jabalíes. Pero la similar coincidencia de la carne de puerco y la humana es probablemente la razón por la cual la gente de la clase baja ha estado comiendo la de puerco con tanta avidez, y el porqué de que ellos le dieran la bienvenida a la introducción de los cerdos con más entusiasmo que, por ejemplo, la introducción de su Santa Iglesia.

Había muy poca concurrencia. Los invitados al banquete consistían la mayoría en campeones acolhua y guerreros que habían venido a Tenochtitlan con la comitiva de Nezahualpili. Había unos pocos campeones tecpaneca y nosotros los mexica éramos solamente tres: yo y mis inmediatos superiores en el campo de batalla, el quáchic Glotón de Sangre y el campeón Flecha Xócoc. Uno de los soldados acolhua que estaba presente era aquel soldado a quien le habían cortado la nariz en la batalla y cosido después, pero entonces se le había vuelto a caer. Él nos dijo, tristemente, que la operación del físico no había tenido éxito; la nariz se fue poniendo gradualmente negra y finalmente se cayó. Todos nosotros le aseguramos que no se veía mucho peor sin ella que cuando la tenía, sin embargo él era un hombre cortés y se sentó bien apartado del resto de nosotros para no estropear nuestro apetito. Para cada invitado había una auyanimi, mujer seductoramente vestida, para servirnos golosinas de los platones de comida, llenar las cañas para fumar piciétl y encenderlas por nosotros, llenar continuamente nuestros tazones de chocólatl y octli por nosotros y después retirarse con nosotros hacia unas pequeñas alcobas con cortinas que estaban alrededor de la sala principal, para el ahuilnemiliztli. Sí, puedo ver sus expresiones de desagrado, mis señores escribanos, pero eso era un hecho. El festín de carne humana y el subsecuente disfrute de copulación casual tuvieron lugar aquí exactamente, en estos muros ahora santificadamente diocesanos.

Debo confesar de que no recuerdo todo lo que ocurrió, porque yo fumé por primera vez un poquíetl esa noche, y más que cualquier otro bebí mucho octli. Antes yo había probado tímidamente el jugo fermentado del maguey, pero ésa fue la primera vez que fui lo suficientemente indulgente para embotar mis sentidos. Recuerdo que los guerreros ahí congregados se vanagloriaban mucho de sus hazañas en esa guerra reciente y en batallas pasadas, y que hubo muchos brindis por mi primera victoria y rápida promoción hacia un rango superior. En algún momento, nuestros Venerados Oradores Nezahualpili, Auítzotl y Chimalpopoca nos honraron con una breve aparición y brindaron con una copa de octti con nosotros. Tengo la vaga reminiscencia de haberle dado las gracias a Nezahualpili, borracho, servil y posiblemente incoherentemente, por su regalo en mercancías y moneda corriente, si bien no recuerdo su respuesta, si es que hubo alguna.

Finalmente, y sin ninguna vacilación, gracias quizás al octli, me retiré a una de las alcobas con una de las auyanime y recuerdo que ella era una mujer joven y hermosa con el pelo artificialmente coloreado de rojo-oro jacinto por el teñido de las semillas de achíyotl. Era excepcionalmente competente y lo era, después de todo, porque ésa era la ocupación de su vida: dar placer a los guerreros victoriosos. Así es que, aparte de los actos usuales, ella me enseñó algunos artificios y métodos completamente nuevos para mí y debo decir que sólo un guerrero en su primer vigor y agilidad podría haber mantenido su actuación por tanto tiempo o aguantar la que ella. En compensación «yo la acaricié con flores», eso es, le enseñé algunas de las habilidades de que había sido testigo durante la seducción de Algo Delicado. La auyanitni obviamente disfrutó de esas atenciones y se maravilló mucho de ellas, ya que, teniendo que copular siempre y solamente con hombres, y la mayoría de las veces hombres rudos, ella jamás había sentido esas sensaciones particularmente placenteras, y estoy seguro de que estuvo muy contenta de aprenderlas y de añadirlas a su propio repertorio.

Al fin, saciado de sexo, comida, bebida y poquíetl, decidí que me gustaría estar solo un rato. La sala de banquetes estaba oscura y se respiraba un aire rancio, había una capa de humo, combinado con los olores de restos de comida, sudor de los hombres, la resina que se quemaba en las antorchas, todo lo cual hizo que mi estómago sintiera náuseas. Salí afuera de Casa de Canto y caminé inestablemente hacia El Corazón del Único Mundo. Allí mi nariz percibió un olor aún más repugnante y mi estómago se volvió a agitar. La plaza estaba llena de esclavos que raspaban y fregaban las costras de sangre pegadas por todas partes. Así es que no entré en ella, sino que la bordeé, fuera del Muro de la Serpiente, hasta que me encontré en la puerta del zoológico que había visitado con mi padre, una vez, hacía ya mucho tiempo.

Una voz dijo: «No está cerrado. Todos los inquilinos están en sus jaulas y de todas formas están ahítos y adormilados. ¿Entramos?».

A pesar de que pasaba de la medianoche, apenas me sorprendió ver al hombrecillo encorvado y encogido de color cacao-pardusco, que también había estado en el zoológico en aquella ocasión, y en mi vida varias veces más desde entonces. Murmuré alguna clase de saludo con voz estropajosa y él dijo:

«Después de pasar un día disfrutando de los ritos y las delicias de los seres humanos, tengamos una comunión con los que nosotros llamamos bestias».

Yo le seguí hacia adentro y vagamos a lo largo del pasillo entre las jaulas y los cubículos. Todos esos animales carnívoros habían sido bien alimentados con la carne de los sacrificios, pero el constante correr del agua de los desagües se había llevado rápidamente todo vestigio y olor de allí. Aquí y allá un coyote o jaguar o una gran serpiente constructora abrían soñolientamente sus ojos para luego volverlos a cerrar. Sólo unos cuantos animales nocturnos estaban despiertos, murciélagos, zorras, monos aulladores, pero también ellos estaban lánguidos y solamente daban débiles chillidos y gruñidos.

Después de un rato mi acompañante dijo: «Has andado un largo camino en muy poco tiempo, ¡Trae!».

«Mixtli», le corregí.

«Mixtli, otra vez entonces. Siempre te encuentro con un nombre diferente y siguiendo una carrera distinta. Tú eres como el mercurio que usan los artífices en oro. Adaptable a cualquier forma, pero sin ser confinado a ninguno por un largo tiempo. Bien, pues ya que has tenido experiencia en la guerra, ¿piensas dedicarte a ser un guerrero profesional?».

«Claro que no —le dije—. Usted sabe que no tengo buena visión para eso, ni tampoco, creo yo, buen estómago».

Él se encogió de hombros: «Oh, un guerrero adquiere dureza con unas cuantas batallas y su estómago no vuelve más a revolverse».

«No me refiero a no tener estómago para la pelea, sino después, en las celebraciones. En este momento tengo bastante…». Y eructé fuertemente.

«Tu primera borrachera —dijo él riéndose—. También un hombre sé llega a acostumbrar a eso, te lo puedo asegurar. Muchas veces hasta lo disfruta y aun llega a necesitarlo».

«En lo que respecta a mí, no —dije—. Recientemente he tenido demasiadas experiencias por primera vez y demasiado rápidas también. En estos momentos me gustaría tener un poco de tiempo de reposo, estancarme si usted lo prefiere, así, libre de incidentes, de excitaciones y de molestias. Creo que puedo convencer a Auítzotl para que me acoja como escribano de palacio».

«Papel y botes de pintura —dijo él desdeñosamente—. Mixtli, esas cosas las puedes hacer cuando estés tan viejo y decrépito como yo. Guárdalas para el momento en que sólo tengas energía para asentar en ellas tus reminiscencias. Hasta entonces, corre aventuras y experiencias que puedas recordar. Realmente te recomiendo que hagas un viaje. Ve a lejanos lugares, conoce gente nueva, comidas exóticas, ahuitnema, mujeres de todas clases, ve paisajes desconocidos y cosas nuevas. Eso me recuerda que la otra vez que estuviste aquí, no pudiste ver los tequantin. Ven».

Abrió la puerta y entramos a la cámara de los «animales humanos», los fenómenos y monstruos. Éstos no estaban en jaulas como los verdaderos animales. Cada uno de ellos vivía en lo que bien podría ser un simpático, pequeño y privado apartamento, a excepción de que no había una cuarta pared y así los espectadores como nosotros podíamos mirar y ver a los tequani en cualquier actividad que ellos pudieran estar haciendo para llenar sus vidas inútiles y sus días vacíos. En aquellos momentos de la noche, todos los que vimos al pasar estaban dormidos en sus esterillas. Allí estaban los hombres y las mujeres blancos, blancos de la piel y de los cabellos, viéndose tan impalpables como el viento. Allí había concorvadas otras formas humanas retorcidas y todavía más horribles, y enanos encorvados y retorcidos.

«¿Cómo es que están aquí?», pregunté en un discreto murmullo. El hombre dijo sin tomarse la molestia de bajar su voz: «Ellos vienen por sí mismos cuando han sufrido algún accidente, o son traídos por sus padres, si nacieron en forma grotesca. Sí, los tequani se venden a sí mismos, la cantidad que se paga por ellos es para sus padres o para aquellas personas que ellos designen. Y el Venerado Orador paga magníficamente. Hay padres que verdaderamente rezan pidiendo que les nazca un monstruo; así ellos llegan a ser ricos. Los tequani no utilizan esas riquezas Para sí mismos, por supuesto, ya que aquí tienen todas las comodidades necesarias para el resto de sus vidas. Algunos de ellos, los más raros en extremo, cuestan grandes fortunas. Como ese enano, por ejemplo».

Éste estaba durmiendo y yo me sentí muy contento de no verlo despierto, porque solamente tenía la mitad de la cabeza. Desde sus dientes sobresalientes que colgaban de su quijada hasta sus clavículas, no había nada más, ni mandíbula más baja, ni piel, nada más una tráquea blanca y expuesta, rojos músculos, venas rojizas y el gaznate, la abertura baja detrás de sus dientes, entre sus hinchados y pequeños carrillos de roedor. Él estaba acostado con su horrible mitad de cabeza tirada hacia atrás, respirando con un resoplido silbante.

«No puede masticar ni tragar —dijo mi guía—, así es que su comida debe ser empujada hacia dentro, hacia abajo hasta su gaznate. Ya que él tiene que inclinar su cabeza hacia atrás para poder ser alimentado, no puede ver qué es lo que le están dando y muchos visitantes le juegan bromas crueles. Pueden darle un fuerte purgante o una fruta espinosa o alguna otra cosa peor. En muchas ocasiones ha estado casi a punto de morir, pero es tan goloso y estúpido que sigue echando su cabeza hacia atrás a cualquiera que le haga un gesto de ofrecimiento».

Me estremecí y fui hacia el siguiente apartamiento. El tequani no parecía que estuviera durmiendo, ya que su único ojo estaba abierto. Mientras que en donde debía estar su otro ojo, no había más que una piel lisa y plana. Su cabeza no tema pelo, ni tampoco cuello, su piel resbalaba directamente sobre sus angostos hombros y entonces se extendía sobre una especie de cono que formaba su torso, sobre el que se sentaba como en una base hinchada tan sólida como una pirámide, puesto que no tenía piernas. Sus brazos eran bastante normales, excepto por los dedos de ambas manos que estaban pegados juntos, como las patas de las tortugas verdes.

«Ésta es llamada la mujer-tapir —dijo el hombre arrugado y yo le hice un movimiento para que hablara más bajo—. Oh, no necesitamos vigilar nuestras maneras —dijo—. Ella probablemente está profundamente dormida. El ojo liso está permanentemente cerrado y el otro perdió su párpado. De todas formas, estos tequantin pronto se acostumbran a ser objeto de discusiones en público».

No tenía la menor intención de discutir sobre ese objeto espantoso digno de compasión. Me podía dar cuenta de por qué se referían a ella con el nombre de tapir, y era a causa de su hocico prensible, ya que la nariz de la mujer era muy parecida a una trompa que colgaba como un pendiente sobre su boca escondida, si es que tenía boca; pero yo no hubiera podido reconocer ninguna forma de mujer si no se me hubiera dicho. Su cabeza no era como la de una mujer, ni siquiera parecía humana. Cualquier tipo de pechos serían indistinguibles entre los rollos de carne como hule que componían su cuerpo de pirámide inmóvil. Eso me miraba por detrás de mí, con su único ojo abierto.

«El enano sin quijada nació en esa triste condición —dijo mi guía—. Pero ésta era ya una mujer cuando fue mutilada por alguna clase de accidente. Se supone, por la falta de piernas, que en el accidente estuvo implicado algún instrumento cortante, y, por el resto de ella, que también estuvo envuelta en fuego. La carne no siempre se quema con el fuego, sabes. Algunas veces solamente se ablanda, se extiende o se funde, como…».

Mi estómago enfermo se revolvió y le dije: «Por piedad, no hable así enfrente de eso. Enfrente de ella».

«¡Ella! —gruñó el viejo, divertido—. Tú siempre eres muy galante con las mujeres, ¿no es así? —Parecía estar censurándome—. Casi acabas de venir del abrazo de una bella “ella”. —Él señaló a la mujer-tapir—. ¿Te gustaría tener ahuilnema con esta otra cosa que describes como ella?».

No me pude contener más. Me doblé sobre mí mismo y allí, enfrente de aquellos monstruos reunidos, vomité hasta haber echado todo lo que comí y bebí aquella noche. Cuando al fin quedé vacío y recobré el aliento, eché una mirada apenada hacia ese ojo que me miraba. Ya sea que estuviera despierta o que el ojo simplemente goteara, no lo sé, pero una sola lágrima rodó hacia abajo de su mejilla. Mi guía ya se había ido y no lo volví a ver otra vez, así es que salí del zoológico.

Aquella noche me estaba reservada todavía otra cosa desagradable, aunque para entonces ya era la madrugada. Cuando llegué al portal del palacio de Auítzotl, el guardia me dijo: «Perdóneme, Tequíua Mixtli, pero el físico de la Corte ha estado esperando su regreso. ¿Puede usted ser tan amable de pasar a verlo antes de que se vaya a sus habitaciones?».

El guardia me guió a las habitaciones de palacio del físico, llamé y lo encontré despierto y completamente vestido. El guardia nos saludó a ambos y se retiró a su puesto. El físico me miró con una expresión extraña. Parecía una mezcla de curiosidad, piedad y unción profesional. Por un momento pensé que él me había estado esperando para recetarme un remedio para la náusea que todavía sentía, pero me dijo: «El muchacho llamado Cózcatl es su esclavo, ¿no es así?».

Le dije que sí, y le pregunté que si se había puesto enfermo.

«Ha sufrido un accidente. No un accidente mortal, por lo que me siento muy contento de poder decirlo, pero tampoco uno trivial. Cuando el gentío de la plaza empezó a dispersarse, fue encontrado tirado e inconsciente junto a la Piedra de Batalla. Parece que estuvo demasiado cerca de los combatientes».

No había pensado en Cózcatl, ni siquiera una vez, desde que le ordené que estuviera vigilante a las asechanzas de Chimali. En esos momentos mi estómago se sentía todavía más vacío y enfermo. Yo le dije: «¿Entonces fue herido, señor físico?».

«Mal herido —dijo él—, y cortado en forma extraña».

Desvió su mirada de mí y tomó de una mesa un pedazo de tela manchada y la desplegó para que viera lo que contenía: un miembro masculino inmaduro y sus bolsas de ololtin, pálidas, flexibles y sin sangre.

«Como el lóbulo de una oreja», murmuré.

«¿Cómo dice?», preguntó el físico.

«¿Usted dice que no es una herida mortal?».

«Bueno, usted y yo lo podemos considerar así —dijo el físico secamente—. Pero el muchacho no morirá por esto, no. Él perdió bastante sangre y apareció con magulladuras y otras marcas en su cuerpo, como si hubiera sido rudamente maltratado, quizás por los empujones del populacho. Sin embargo vivirá y esperemos que no lamente mucho la pérdida de lo que él nunca tendrá la oportunidad de apreciar su valor. La herida fue hecha limpiamente. Sanará totalmente, en menos tiempo del que le tomará a él recobrarse de la pérdida de sangre. He tenido que arreglar esa herida, cosiéndola de tal manera para que quede una pequeña abertura necesaria. Él está en su apartamento en estos momentos, Tequíua Mixtli, y me tomé la libertad de acomodarlo en la suave cama de usted, en lugar de su esterilla».

Le di al físico las gracias y subí las escaleras de prisa. Cózcatl estaba acostado sobre sus espaldas en medio de mi cama bien acolchada, el cubrecama lo tapaba. Su rostro estaba enrojecido por un poco de fiebre y su respiración era ligera. Con mucho cuidado para no despertarlo, levanté la orilla del cubrecama. Estaba desnudo excepto por el vendaje que tenía entre las piernas, sostenido en ese lugar por una tira de algodón muy delgada alrededor de sus caderas. Había unas magulladuras en su hombro en donde una mano lo había agarrado fuertemente mientras la otra manipulaba el cuchillo. Sin embargo el tícitl había también mencionado «marcas» y yo no vi ninguna hasta que Cózcatl, probablemente sintiendo frío con el aire nocturno, murmurando entre sueños, se giró y expuso ante mí su espalda.

«Tu vigilancia y lealtad no quedarán sin recompensa», le había dicho al muchacho, sin sospechar ni remotamente la clase de recompensa que tendría. El vengativo Chimali realmente había estado entre el gentío, eso era evidente. Sin embargo, yo, la víctima señalada, estuve todo el tiempo en un lugar tan prominente que él no había podido atacarme furtivamente. Así, habiendo reconocido a mi esclavo, lo atacó en vez de a mí. ¿Pero, por qué? A menos de que el deseo de venganza hubiera vuelto loco a Chimali, ¿por qué atacar a aquel pequeño sirviente, comparativamente sin ningún valor?

Entonces recordé la curiosa expresión del físico y me di cuenta del porqué; él había estado pensando lo mismo que Chimali había tenido en mente. Chimali había supuesto que el muchacho venía a ser para mí lo que Tlatli fue para él. Había atacado al muchacho, no para privarme de un esclavo comprado, sino que lo había castrado suponiendo que era mi cuilontli. Era la forma mejor calculada para que recibiera un choque, y así poder mofarse de mí. Todo esto me vino a la mente cuando vi, estampada en mitad de la delgada espalda de Cózcatl, la familiar huella roja de Chimali, solamente que esta vez no con su propia sangre.

Puesto que ya era muy tarde o demasiado temprano, ya que por el tragaluz abierto empezaba a entrar una pálida luz, y puesto que tanto mi cabeza como mi estómago me dolían horriblemente, me senté en la cama a un lado de Cózcatl, no tratando siquiera de dormir, sino intentando pensar.

Yo recordaba al degenerado Chimali en los años anteriores, los tiempos en que todavía éramos amigos, antes de que llegara a ser un vicioso. Él tendría más o menos la edad de Cózcatl, en aquella memorable tarde en que lo guié a través de Xaltocan hasta su casa, llevando una calabaza en su cabeza para esconder su remolino. Yo recordaba cómo había tenido conmiseración de mí, cuando él se fue al calmecac y yo no pude ir; cuando él me regaló toda su serie especial de pinturas…

Eso me llevó a pensar en el regalo tan inesperado que había recibido hacía apenas unos cuantos días. Todo lo que contenía ese regalo era de gran valor a excepción de una cosa, que por lo menos no tenía ningún valor aquí en Tenochtitlan. Era el bulto que contenía los gruesos pedazos de obsidiana no trabajados, que eran muy fáciles y baratos de adquirir de una fuente cercana, en el lecho del cañón del Río de los Cuchillos, a una jornada no muy larga al noroeste de aquí. Sin embargo, esos pedazos en bruto tendrían un valor tan grande como el jade en las naciones lejanas del sur, quienes no tenían de donde obtener la obsidiana con la cual fabricar sus aperos y armas. Ese único bulto sin ningún valor, me hizo recordar algunas de mis ambiciones con las que me había entretenido y las ideas que había urdido en aquellos lejanos días en que ociosamente soñaba, trabajando en la chinampa de Xaltocan. Cuando la mañana ya estaba llena de luz, sin hacer ruido me lavé, limpié mis dientes y me cambié de vestidos. Bajé las escaleras y encontrándome con el mayordomo del palacio, le pedí una entrevista con el Uey-Tlatoani lo más pronto posible. Auítzotl fue lo suficientemente amable en acceder y no tuve que esperar mucho para ser introducido ante su presencia, en aquel salón del trono con trofeos de caza colgando.

Lo primero que él me dijo fue: «Nosotros oímos que ayer su pequeño esclavo estuvo en un lugar en donde el filo de una espada lo hirió».

Yo le dije: «Así parece. Venerado Orador, pero se aliviará».

No tenía la menor intención de denunciar a Chimali o demandar su búsqueda, ni siquiera mencionar su nombre. Me vería obligado a hablar de cosas ya pasadas y encerradas por la ley, acerca de los últimos días de la hija de Auítzotl, revelaciones en las que estábamos envueltos Cózcatl y yo, tanto como Chimali. Se podrían volver a inflamar la angustia y la ira paternal del Uey-Tlatoani, pudiéndonos ejecutar a mí y al muchacho aun antes de que él mandara buscar a Chimali.

Él me dijo: «Lo sentimos mucho. Accidentes como éstos son muy frecuentes entre los espectadores de los duelos. Nosotros estaríamos muy contentos de ofrecerle otro esclavo mientras el suyo está incapacitado».

«Muchas gracias, Señor Orador, pero en realidad no necesito de ninguna asistencia. Vine para pedirle otra clase de favor. Habiendo llegado a poseer una pequeña herencia, me gustaría invertir todo en mercancías y tratar de tener éxito como comerciante».

Me pareció ver sus labios torcerse. «¿Un comerciante? ¿Con un puesto en el mercado de Tlaltelolco?».

«No, no, mi señor. Un pochtécatl, un mercader viajero».

Se recargó sobre su piel de oso, mirándome en silencio. Lo que yo estaba pidiendo era una promoción en una posición civil relativamente y aproximadamente igual a la que se me había concedido dentro del rango militar. Aunque los pochteca eran todos técnicamente plebeyos como yo, pertenecían a la clase más elevada de plebeyos. Podían, si eran afortunados y astutos en sus tratos, llegar a ser tan ricos como los pípiltin, nobles, y tener casi tantos privilegios. Estaban exentos de casi todas nuestras leyes comunes y sujetos principalmente a las suyas, decretadas y ejecutadas por ellos mismos. Incluso tenían su propio dios principal, Yacatecutli, El Señor Que Guía. Y eran celosos al seleccionar a sus nuevos socios y en el número de ellos. No admitían como pochtécatl a cualquiera que solamente quisiera serlo.

«Usted acaba de ser recompensado con el rango de comandante —dijo al fin Auítzotl, bastante malhumorado—. ¿Sería usted tan negligente como para ponerse sus sandalias de camino, empaquetar sus chucherías y cargárselas a las espaldas? ¿Necesito recordarle a usted, joven, de que nosotros los mexicá somos una nación que hemos hecho historia como guerreros conquistadores y no como lisonjeros tratantes?».

«Quizá la guerra exceda más de lo que sus utilidades le deja, Señor Orador —dije desafiando su disgusto—. Verdaderamente creo que nuestros mercaderes tratantes están haciendo en estos momentos mucho más que todos nuestros ejércitos; extendiendo la influencia mexica y trayendo riquezas a Tenochtitlan. Ellos tienen un intercambio comercial con naciones tan distantes que no son fáciles de conquistar, pero que son ricas en mercancías y géneros que de buena gana trocan o venden…».

«Usted hace que el comercio suene muy fácil —me interrumpió Auítzotl—. Deje que le digamos que es tan peligroso como ser guerrero. Las expediciones de los pochteca salen de aquí cargadas con mercancías de considerable valor. Muy a menudo son robados por salvajes o bandidos antes de que puedan llegar a sus destinos o sus mercancías generalmente son simplemente confiscadas y no reciben nada a cambio de ellas. Por estas razones, nosotros tenemos que enviar una tropa adecuadamente armada con ellos para proteger cada una de esas expediciones. Así es que dígame, ¿por qué motivo nosotros hemos de continuar despachando tropas de protección en lugar de utilizarlas para conquistar?».

«Con todo respeto, yo creo que Venerador Orador ya sabe el porqué —dije—. Porque en esa tropa llamada de protección, Tenochtitlan sólo coopera con los hombres armados y nada más. Los pochteca llevan, aparte de sus mercancías para tratar, la comida y las provisiones de cada jornada o las compran a lo largo del camino. A diferencia del ejército, no tienen que buscar forraje, ni robar, ni hacer nuevos enemigos por donde ellos pasan. Así es que llegan sanos y salvos a sus destinos, hacen sus comercios o tratos provechosos y luego ellos y sus hombres armados regresan a casa otra vez y pagan pródigos impuestos al tesoro de su Mujer Serpiente. Cada expedición que regresa hace más fácil la jornada para las siguientes. Los pueblos de lejanas tierras aprenden que un comercio pacífico es tan ventajoso para ellos como para nosotros. Los asaltantes que se apostan a lo largo de las rutas aprenden dolorosas lecciones y dejan de cazar en las rutas comerciales. Yo creo que con el tiempo los pochteca no necesitarán más del apoyo de sus tropas».

Auítzotl me preguntó con petulancia: «¿Y qué vendrá a ser de nuestros guerreros, cuando Tenochtitlan cese de extender sus dominios? ¿Cuando los mexica no se esfuercen más por crecer en fuerza y poderío, sino que simplemente se sienten a engordar sobre su creciente comercio? ¿Cuando los una vez respetados y temidos mexica hayan llegado a ser un enjambre de buhoneros regateando sobre pesos y medidas en Tlaltelolco?».

«Mi señor exagera al hablar así —dije haciendo patente una gran humildad—. Deje a sus guerreros pelear y a sus mercaderes comerciar. Deje que sus ejércitos se ocupen de pelear entre aquellas naciones que estén fácilmente a su alcance, como Michihuacan. Deje a los mercaderes amarrar y anudar a nosotros a las naciones lejanas con tratos comerciales en lugar de subyugarlas. Entre ellas, Venerado Orador, nunca habrá necesidad de poner un límite al mundo ganado y sostenido por los mexica».

Auítzotl me miraba otra vez, a través de un silencio todavía más largo. Así, él parecía más feroz que la cabeza de oso que colgaba arriba de su trono. Entonces dijo: «Muy bien. Usted nos acaba de decir cuáles son las razones por las que admira tanto la profesión de mercader viajante. ¿Puede usted decirnos algunas razones por las que esa profesión se beneficiaría si usted se uniera a ella?».

«La profesión, no —dije francamente—. Pero puedo sugerir algunas razones por las cuales el Uey-Tlatoani y su Mujer Serpiente pudieran tener algún beneficio».

Él levantó sus espesas cejas. «Entonces, dígalo».

«Yo he sido adiestrado como escribano, mientras que la mayoría de los mercaderes, no. Ellos sólo saben de números y llevar las cuentas. Como el Venerado Orador se ha podido dar cuenta, soy capaz de hacer mapas exactos y descripciones detalladas con palabras-pintadas. Puedo regresar de mis viajes con libros completos sobre datos de otras naciones, como sus depósitos de armas y almacenes, sus puntos defensivos y vulnerables…».

Sus cejas se habían vuelto a bajar mientras yo iba hablando. Con mi mayor sentido de humildad le dije: «Claro que para que yo pueda realizar eso, primero debo persuadir a los pochteca a fin de que me califiquen para ser aceptado dentro de su distinguida y selecta sociedad…».

Auítzotl dijo secamente: «Nosotros dudamos que ellos puedan obstinarse por largo tiempo en no recibir a un candidato propuesto por el Uey-Tlatoani. ¿Entonces es todo lo que usted pide? ¿Que nosotros seamos su aval como pochtécatl?».

«Si es del agrado de mi señor, me gustaría llevar dos acompañantes. No pido que me sea asignada una tropa de guerreros, sino el quáchic Extli-Quani, como nuestro defensor militar. Sólo ese hombre; aunque sé que es viejo, creo que es el más adecuado. También le pido llevar conmigo al muchacho Cózcatl. Él estará listo para viajar cuando yo parta».

Auítzotl se encogió de hombros. «El quáchic ha sido retirado de servicio activo por órdenes mías. Él, de todos modos, es ya muy viejo para otras cosas que no sea ayudante o maestro. En cuanto a su esclavo, es suyo y está sujeto a sus órdenes».

«Quisiera que no lo fuera más, mi señor. Me gustaría ofrecerle su libertad como una pequeña restitución al accidente que sufrió ayer. Yo le pido a usted, Venerado Orador, que oficialmente lo eleve del estado social de Úacotli al de macehuali libre. Él me acompañará no como esclavo, sino como socio libre, compartiendo las ganancias».

«Concedido —dijo Auítzotl, con un fuerte suspiro—. Nosotros haremos que un escribano prepare el papel de manumisión. Mientras tanto, nosotros no podemos dejar de hacer notar que ésta es la más curiosa expedición mercantil que jamás ha salido de Tenochtitlan. ¿Hasta dónde piensa llegar en su primer viaje?».

«Iré por todo el camino que lleva a las tierras maya, Señor Orador, y regresaré otra vez si los dioses lo permiten. Extli-Quani ya ha estado en esas tierras antes, es ésta una de las razones por las cuales quiero que venga. Tengo también la seguridad de que regresaré con bastante información, interesante y de gran valor para mi señor».

Lo que no le dije fue que también tenía la ferviente esperanza de regresar con mi visión restaurada. La reputación de los físicos maya era la verdadera razón de haber escogido esa nación como nuestro destino.

«Su petición es aceptada —dijo Auítzotl—. Usted esperará a ser citado a comparecer en la Casa de los Pochteca para ser examinado. —Él se levantó de su trono de piel de oso pardo, para indicar que la entrevista había terminado—. Será muy interesante volver a hablar con usted otra vez, Pochtécatl Mixtli, cuando usted regrese, si es que lo hace».

Fui hacia arriba, hacia mi departamento y encontré a Cózcatl despierto, sentado sobre la cama con sus manos cubriendo su rostro y llorando como si su vida se hubiera acabado. Bueno, parte de ella sí se había terminado, pero cuando entré y él levantó su rostro para verme, en su cara se reflejó primero un gran susto y después de reconocerme, una gran alegría, entonces brilló a través de sus lágrimas una radiante sonrisa.

«¡Pensé que usted estaba muerto!», gimió quitándose el cubrecama y viniendo hacia mí cojeando dolorosamente.

«¡Vuelve a la cama!», le ordené, alzándolo y llevándolo hasta allí, mientras él insistía en contarme:

«Alguien me cogió por detrás antes de que yo pudiera huir o gritar. Cuando desperté después y el físico me dijo que usted no había regresado al palacio, supuse que usted estaría muerto. Yo pensé que había sido herido sólo para no poder prevenirle a usted. Y después cuando desperté en su cama hace un rato y vi que usted todavía no estaba aquí, supe que usted…».

«Calma, muchacho», le dije, mientras lo metía bajo del cubrecama.

«Pero le fallé, mi amo —dijo sollozando—. Dejé que su enemigo pasara sobre mí».

«No, no lo dejaste. Yo estoy a salvo gracias a ti. Chimali por esta vez se sintió satisfecho en herirte a ti en lugar de a mí. Te debo mucho y yo veré que la deuda sea pagada. Ésta es una promesa: cuando llegue el tiempo en que otra vez tenga en mi poder a Chimali, tú decidirás cuál será el castigo adecuado para él. ¿Sabes —dije tristemente— cuál fue la herida que te infirió?».

«Sí —dijo el muchacho, mordiéndose los labios para detener su temblor—. Cuando sucedió, yo sólo sentí un dolor espantoso y me desmayé. El buen físico me dejó así mientras él… mientras él hacía lo que debía hacer. Pero después me dio a oler algo muy fuerte y yo volví en mí y estornudé. Y yo vi… en donde él me había cosido».

«Lo siento mucho», dije y fue todo lo que se me ocurrió decir. La mano de Cózcatl bajó dentro del cubrecama, cautelosamente tocándose a sí mismo y preguntó tímidamente: «¿Esto quiere decir… quiere decir que ahora soy una muchacha, mi amo?».

«¡Qué idea tan ridícula! —dije—. Claro que no».

«Yo creo que sí —dijo él lloriqueando—. Yo ya sé lo que hay entre las piernas de la única mujer desnuda que vi, la señora que fue nuestra última ama en Texcoco. Cuando el físico me revivió y me vi… ahí abajo… antes de que él me pusiera el vendaje… y se me veía exactamente igual que las partes privadas de ella».

«¡Tú no eres una muchacha! —dije severamente—. Estás muy lejos de ser una hembra, mucho más lejos que el vil Chimali que te hirió por detrás como sólo lo hubiera hecho un marica. Ha habido muchos guerreros que han sufrido ese mismo tipo de herida en combate, Cózcatl, y han seguido siendo guerreros de gran hombría, fuerza y ferocidad. Algunos han llegado a ser más fuertes y han tenido fama, aun después de eso, como héroes famosos».

Él persistió: «¿Entonces por qué el físico, por qué usted amo, me miran con esas caras tan largas?».

«Bien —dije y pensé acerca de ello hasta donde mi cabeza todavía dolorida me lo permitía—. Es que eso significa que tú nunca podrás ser padre».

«¡Oh! —exclamó él y para mi sorpresa parecía muy contento—. Eso no tiene importancia. A mí nunca me ha gustado ser un niño, difícilmente me gustaría tener otros. Pero… ¿eso también significa que yo nunca podré ser un esposo?».

«No…, no necesariamente —dije con incertidumbre—. Tú solamente tendrás que encontrar o buscar la esposa adecuada para eso. Una mujer comprensiva. Aquella que pueda aceptar la clase de placer que como esposo tú podrás darle. Y tú le diste placer a esa señora que no debes nombrar, en Texcoco, ¿no es así?».

«Ella dijo eso. —Él empezó a sonreír otra vez—. Gracias por devolverme la confianza, mi amo. Puesto que soy un esclavo y no puedo ser más que un esclavo, me gustaría tener alguna esposa algún día».

«Desde este momento, Cózcatl, tú ya no eres un esclavo y yo ya no soy más tu amo».

Su sonrisa desapareció y un gesto de alarma se reflejó en su rostro. «¿Qué ha pasado?».

«Nada, excepto que ahora tú eres mi amigo y yo soy tu amigo».

Él dijo con voz trémula: «Pero un esclavo sin amo, no vale nada amo. Es como una cosa desarraigada y desamparada».

Yo le dije: «No cuando él tiene un amigo con quien compartir su vida y sus bienes. Tengo ahora una pequeña fortuna, Cózcatl, tú la has visto. Y tengo planes para acrecentarla en cuanto tú estés en condiciones de viajar. Iremos hacia el sur, a tierras extranjeras, como pochteca. ¿Qué piensas de eso? Los dos prosperaremos juntos y tú nunca serás pobre, o una cosa desarraigada y desamparada. Acabo de pedir al Venerado Orador autorización para nuestra empresa. También Je he pedido un papel oficial en el que diga que Cózcatl no es más un esclavo sino el socio y amigo de Tliléctic-Mixtli».

De nuevo sonrió y lloró al mismo tiempo. Dejó caer una de sus pequeñas manos sobre mi brazo, la primera vez que él me tocaba sin una orden o sin permiso, y dijo: «Los amigos no necesitan papeles en los que se digan que lo son».

La comunidad de mercaderes de Tenochtitlan no hacía muchos años antes que había construido el edificio que servía como depósito de mercancías en donde se acumulaban las de todos sus miembros, un vestíbulo o sala para sus reuniones, oficinas contables, bibliotecas de archivo y cosas semejantes. La Casa de los Pochteca estaba situada no lejos de El Corazón del Único Mundo y, aunque era más pequeña que un palacio, lo parecía en sus aposentos. Había una cocina y un comedor en donde se servían bebidas a los miembros de la comunidad y a mercaderes visitantes; arriba había alcobas para que durmieran esos visitantes que venían desde muy lejos para pasar una noche o más. Había muchos sirvientes, uno de ellos me introdujo altaneramente el día en que fui admitido para mi cita y me guió hacia una habitación lujosa en donde tres ancianos pochteca estaban sentados, esperando para entrevistarme. Yo había ido preparado a esa augusta junta para ser recibido con deferencia como era lo adecuado, pero no para ser intimidado por ellos. Después de decir Mixpatzinco y de hacer el gesto usual de besar la tierra a los examinadores, me enderecé y sin mirar atrás, desabroché el adorno que sostenía mi manto y me senté. Ninguno de los dos, ni el manto ni yo caímos sobre el piso. El sirviente, a pesar de la sorpresa que le causó el gesto de ese arrogante plebeyo, se las arregló de alguna forma para que simultáneamente pudiera coger mi manto y deslizar bajo de mí una icpali.

Uno de los hombres me devolvió el saludo y ordenó al sirviente que trajera chocólatl para todos. Después los tres se sentaron y me miraron por un tiempo, como queriendo tomarme la medida con sus ojos. Los hombres llevaban mantos sencillos, sin ningún adorno, ya que la tradición pochteca era pasar desapercibidos, sin ostentación, incluso guardando secreto acerca de la riqueza y la posición social. Sin embargo, la falta de ostentación en el vestir no llegaba a disimular su posición, ya que los tres hombres estaban cebados en la gordura que da la buena comida y el fácil vivir. Dos de ellos fumaban poquíetin en un tubo de oro con agujeros.

«Usted llega con excelentes recomendaciones», dijo agriamente uno de los viejos, como si sintiera no poder rehusar mi candidatura inmediatamente.

«Sin embargo, usted debe de tener un capital adecuado —dijo otro—. ¿A cuánto asciende éste?».

Le alargué la lista que había hecho de las diversas mercancías y monedas de cambio que poseía. Mientras nosotros sorbíamos nuestro chocólatl, en esa ocasión aromático por la fragancia de la flor de magnolia, ellos se pasaron la lista de una mano a otra.

«Estimable», dijo uno.

«Pero no opulento», dijo otro.

«¿Cuántos años tiene?», me preguntó el tercero.

«Veintiuno, mis señores».

«Es demasiado joven».

«Pero eso no es ningún impedimento, espero —dije—. El gran Nezahualcóyotl tenía solamente dieciséis años cuando llegó a ser el Venerado Orador de Texcoco».

«Suponiendo que usted no aspira al trono, joven Mixtli, ¿cuáles son sus planes?».

«Bien, mis señores, creo que la ropa más fina; los mantos, las faldas y blusas bordadas, serían muy difíciles de ofrecer a la gente de cualquier otra nación. Los venderé a los pípiltin aquí en la ciudad, quienes pagarán los precios adecuados. Después invertiré la ganancia en géneros más sencillos y prácticos: en cobertores de pelo de conejo, en cosméticos y preparaciones medicinales; los productos que sólo se consiguen aquí. Los llevaré al sur y los cambiaré por cosas que solamente pueden conseguirse en aquellas naciones».

«Eso es lo que todos hemos estado haciendo durante años —dijo uno de los hombres, no muy impresionado—. Usted no ha mencionado los gastos de viaje. Por ejemplo, parte de sus inversiones serán para alquilar un grupo de tamémime».

«No tengo pensado alquilar cargadores», dije.

«¿De verdad? ¿Tiene usted suficientes acompañantes como para transportar y hacer el trabajo ellos mismos? Usted está pensando en una economía tonta, joven. Usted pagaría a los tamemi alquilados por día. Si lleva amigas tendrá que compartir con ellos todas sus ganancias».

Yo dije: «Solamente vendrán conmigo otros dos amigos para compartir esta aventura».

«¿Tres hombres? —dijo el más viejo burlándose. Le dio un pequeño golpe a mi lista—. Simplemente con el bulto de obsidiana cargado entre usted y sus dos amigos, les dará un colapso antes de llegar al final del camino-puente que va hacia el sur».

Pacientemente les expliqué: «Yo no intento cargar nada ni alquilar ningún cargador, porque compraré esclavos para ese trabajo».

Los tres movieron sus cabezas con conmiseración. «Por el precio de un esclavo magro, usted podrá pagar toda una tropa de tamémime».

«Y además —yo les hice notar—, hay que darles calzado, comida y ropa. Todo el camino hacia el sur y también de regreso».

«¿Entonces sus esclavos van a ir sin comer, desnudos y sin sandalias? Realmente joven…».

«Si he dispuesto que las mercancías sean acarreadas por esclavos, es porque después puedo venderlos. Seguro que darán buenos precios por ellos en esas tierras de donde nosotros hemos capturado o enrolado muchos de sus trabajadores nativos».

Los ancianos me miraron con sorpresa, ésa era una idea nueva para ellos. Sin embargo uno de ellos dijo: «Y ahí estará usted, en lo más profundo de las selvas del sur, sin cargadores ni esclavos que le ayuden a traer sus adquisiciones a casa».

Yo dije: «Pienso traer sólo esas mercancías que no den trabajo en acarrearse, que puedan colocarse en pequeños bultos o su peso sea ligero. No haré lo que muchos poohteca, traer jade, conchas de tortuga o pieles pesadas de animales. Los mercaderes viajeros han traído todo lo que se les ofrece, simplemente porque han tenido los cargadores a quienes pagar y alimentar y deben regresar igualmente cargados como fueron. Yo conseguiré solamente cosas como los colorantes rojos y las más raras plumas. Esto requerirá un viaje más largo y más tiempo para encontrar esas cosas especiales, pero aun yo solo puedo regresar a casa cargando una bolsa completa del precioso colorante o un bulto compacto de plumas de quetzal tótotl y este solo cargamento me recompensará toda mi inversión miles de veces».

Los tres se miraron entre ellos y luego se volvieron a mí, con un respeto quizás envidioso. Uno de ellos concedió: «Usted ha pensado bastante en esta empresa».

Yo dije: «Bueno, soy joven. Tengo fuerza para una jornada dura y cuento con todo el tiempo disponible».

Uno de ellos se rió secamente: «Ah, entonces usted piensa que nosotros siempre hemos sido viejos, obesos y sedentarios. —Arrojó a un lado su manto y me enseñó cuatro cicatrices fruncidas sobre su costado derecho—. Las flechas de los huíchol cuando me aventuré dentro de sus montañas al noroeste, tratando de comprar sus talismanes Ojo-de-Dios».

Otro dejó caer su manto sobre el suelo para mostrarme que sólo tenía un pie. «Una serpiente nauyaka en las selvas de Chiapa. Su veneno mata antes de que uno pueda respirar diez veces. Tuve que amputármelo inmediatamente, con mi maquáhuitl y por mi propia mano».

El tercer hombre se inclinó de tal manera que yo pudiera ver la parte alta de su cabeza. Lo que había tomado por un total crecimiento de pelo blanco, en realidad sólo era una franja alrededor de su cabeza, en el centro había una cicatriz roja y sinuosa. «Yo fue hacia el desierto del norte, buscando el péyotl, cacto, que hace soñar y que crece allí. En mi camino pasé a través de la Gente Perro, los chichimeca; a través de la Gente-Perro-Salvaje, los teochichimeca, y aun a través de la Gente-Perro-Rabioso, los zacachichimeca. Sin embargo, al final caí entre los yaki y toda la gente-perro comparada con esos bárbaros no son más que simples conejos. Pude escapar con vida, pero un yaki salvaje en estos momentos está luciendo un cinturón con mi pelo y festonado con los cabellos de otros muchos hombres».

Con humildad les dije: «Mis señores, estoy maravillado de sus aventuras y asombrado de su valor, y sólo espero que algún día pueda yo estar a la altura de las hazañas de los pochteca. Me sentiré muy honrado con ser contado como el más pequeño dentro de su sociedad y estaré muy agradecido de poder participar de sus conocimientos y experiencias tan difícilmente ganados».

Los tres hombres intercambiaron otra mirada. Uno de ellos murmuró: «¿Qué piensan ustedes?». Y los otros dos movieron sus cabezas afirmativamente. El anciano escalpado me dijo:

«Su primera jornada mercantil será la prueba real y necesaria para su aceptación. Ahora sepa esto: no todos los pochteca regresan de su primera correría. Nosotros haremos todo lo posible por prepararlo adecuadamente. Lo demás quedará en sus manos. Pero si usted sobrevive, con o sin ganancia, quedará formalmente iniciado dentro de nuestra sociedad».

Dije: «Gracias, mis señores. Haré cualquier cosa que ustedes sugieran y tomaré en cuenta la menor observación que deseen hacerme. Si ustedes desaprueban mi plan concebido…».

«No, no —dijo uno de ellos—. Es recomendablemente audaz y original. Deje que parte de la mercancía transporte al otro resto. Je, je».

«Nosotros solamente enmendaremos su plan en su extensión —dijo otro—. Usted tiene razón; su mercancía de lujo debe ser vendida aquí en donde los nobles pueden pagarla bien, pero no debe perder el tiempo vendiéndola pieza por pieza».

«No, no pierda su tiempo —dijo el tercero—. A través de una larga experiencia y después de consultar a adivinos y refraneros, hemos encontrado que la mejor fecha auspiciada para emprender una expedición es el día Uno-Serpiente. Hoy es Cinco-Gasa, así es que, déjeme ver, el día Uno-Serpiente estará en el calendario exactamente dentro de veintitrés días. Éste será el único Uno-Serpiente en este año durante la estación seca, la cual, créame, es la única adecuada para viajar hacia el sur».

El primer hombre volvió a hablar. «Traiga aquí con nosotros todo su surtido de ricos géneros y ropa. Calcularemos su valor y le daremos a cambio lo justo en la mercancía más adecuada. Algodones sencillos, cobertores y otros géneros, como usted mencionó. Nosotros podemos disponer de la mercancía lujosa localmente y con suficiente tiempo. Sólo le deduciremos una pequeña fracción a cambio, como su contribución inicial para nuestro dios Yacatecutli y para mantener las facilidades que proporciona la sociedad».

Quizá dudé un momento. Él levantó sus oscuras cejas y dijo: «Joven Mixtli, usted tendrá otros gravámenes que sostener. Todos los hemos tenido. No tema un engaño en la competencia comercial de sus colegas. A menos de que cada uno de nosotros sea escrupulosamente honesto, no tendremos ganancias e incluso no podremos sobrevivir. Nuestra filosofía es así de simple. Y sepa también esto, usted debe ser igualmente honesto en sus tratos con el salvaje más ignorante en las más lejanas tierras. Porque, a cualquier parte que usted viaje, algún otro pochtécatl ya ha estado antes o llegará después. Solamente si cada uno de los tratos comerciales son justos, puede el siguiente pochtécatl ser aceptado en esa comunidad… o dejarlo salir con vida».

Me acerqué al viejo Glotón de Sangre con cierta precaución, casi esperando que él eruptara alguna maldición por la proposición de llegar a ser «la niñera» de un inexperimentado perdido en niebla pochtécatl y de un muchachito convaleciente. Para mi sorpresa y alegría, él se mostró entusiasmado.

«¿Yo? ¿Tu única escolta armada? ¿Confiaríais vuestras vidas y fortuna en este viejo saco de huesos y aire? —Pestañeó varias veces, resopló e hizo un ruido armonioso con su mano puesta en la nariz—. ¿Cómo puedo declinar este voto de confianza?».

Dije: «No te lo hubiera propuesto si no te considerara algo más que un saco de huesos y viento».

«Bueno, los dioses lo saben, no quiero volver a tomar parte en alguna otra ridícula campaña como aquella de Texcala. Y mi única alternativa es, ¡ayya! es enseñar otra vez en la Casa del Desarrollo de la Fuerza. Pero, ¡ayyo!, volver a ver esas tierras lejanas otra vez… —Miró hacia el horizonte, hacia el sur—. ¡Por los huevos de granito del Gran Huitzi, sí! Te doy las gracias por tu ofrecimiento y lo acepto con gusto, joven Perdido en Nie… er… ¿patrón?».

«Socio —dije—. Tú, yo y Cózcatl vamos a compartir por partes iguales cualquier cosa que traigamos de vuelta. Y espero que me llames Mixtli».

«Entonces, Mixtli, permíteme hacer la primera tarea para prepararnos. Déjame ir a Azcapotzalco para comprar allí esclavos. Yo tengo una mano vieja para juzgar la carne del hombre y conozco a esos tratantes que hacen algunas trampas astutas. Por ejemplo, cebando con una mezcla de cera de abejas disolviéndola sobre la piel de un pecho flaco».

Exclamé: «¿Pero con qué objeto?».

«La cera da endurecimiento y abulta los músculos pectorales de un hombre como los de un tocotini volador, o da a una mujer unos pechos como los de aquellas legendarias y diversas perlas que habitan en La Isla de las Mujeres. Claro que si vas en un día caluroso, las tetas de las mujeres caerán hasta sus rodillas. Oh, no te preocupes; no compraré ninguna esclava. A menos de que las cosas en el sur hayan cambiado drásticamente, no nos harán falta voluntarias como cocineras, lavanderas y también quien nos caliente la cama».

Así es que Glotón de Sangre tomó mis plumas de oro fundido y fue al mercado de esclavos de Azcapotzalco, en la tierra firme, y después de cuatro días de elegir y cerrar tratos volvió con doce hombres fuertes y magros. Ninguno de ellos pertenecía a la misma tribu ni tampoco habían sido de un mismo vendedor; ésa era una precaución que Glotón de Sangre había tomado, con el fin de que ninguno de ellos fueran amigos o cuilontin, amantes, quienes pudieran conspirar un amotinamiento o una huida. Cada uno de ellos llegó con su nombre, pero nosotros no nos tomamos la molestia de memorizarlos y simplemente los llamábamos como Ce, Ome, Yeyi y así; esto es: número Uno, Dos, Tres, hasta el Doce. Durante esos días de preparativos, el físico de palacio había permitido a Cózcatl dejar la cama cada vez por un período más largo y finalmente le quitó las puntadas y los vendajes, recetándole ejercicios para su total restablecimiento. Pronto el muchacho estuvo tan saludable y contento como antes, y lo único que le recordaba la herida que había sufrido era que ahora para orinar, se tenía que poner en cuclillas como las mujeres para no mojarse. Mientras tanto yo ya había hecho el cambio en la Casa de los Pochteca, dando mis mercancías de alta calidad y recibiendo a cambio cerca de dieciséis veces su valor en mercancías más sencillas. Después necesité seleccionar y comprar el equipo y las provisiones para nuestra expedición y los tres ancianos que me habían examinado estuvieron muy gustosos de ayudarme en eso también. Sospecho que gozaron siendo delegados para esa tarea o reviviendo viejos tiempos, discutiendo sobre cuál sería la fibra más fuerte y comparando la de maguey con la de yute para mayácatl, debatiendo las respectivas ventajas de llevar el agua en bolsas de piel de venado (en las que no se pierde ni una gota) o llevarla en jarras de barro (en las que se evapora algo de agua, pero ésta se conserva mucho más fresca), instruyéndome con mapas rudos e imprecisos que me dieron e impartiéndome toda clase de consejos adquiridos en sus años de experiencia.

«La única comida que se transporta a sí misma son los techichi, perros. Lleva un gran hato de ellos contigo, Mixtli. Ellos mismos buscarán su comida y agua, y son demasiados tímidos para volverse salvajes. Naturalmente la carne de perro no es de lo más sabrosa, pero tú estarás muy contento de tenerlos a mano cuando escasee la caza de animales salvajes».

«Cuando caces un animal salvaje, Mixtli, no necesitas cargar y guardar la carne hasta que pierda su suavidad y su buen sabor. Envuélvela en hojas de árbol de papaya y te durará suave y sabrosa por más de una noche».

«Si necesitas papel para llevar tus cuentas, arranca hojas de cualquier parra. Escribe en ellas con cualquier ramita afilada y las líneas blancas que quedarán en las hojas verdes, durarán tanto como en papel pintado».

«Ten cuidado con las mujeres en aquellas tierras en donde los ejércitos mexica han sido invasores. Algunas han sido tan maltratadas por nuestros guerreros y guardan tanto rencor, que después, ellas han dejado que sus partes íntimas sean infectadas, deliberadamente, por la terrible enfermedad nanaua. Cualquiera de ellas se acostará con cualquier viajero mexica para vengarse, y así éste finalmente llegará a sufrir la podredumbre de su tepule y de su cerebro».

Muy temprano en la mañana del día Uno-Serpiente, dejamos Tenochtitlan Cózcatl, Glotón de Sangre, yo y nuestros doce esclavos cargados bajo el peso de sus fardos y el hato de perros gordos que retozaban cerca de nuestros pies. Nos encaminamos a lo largo de la avenida que nos llevaría hacia el sur a través del lago. A nuestra derecha, al oeste, en el lugar más cercano a la tierra firme, se levantaba el monte de Chapultépec. En la superficie de sus rocas, el primer Motecuzoma hizo tallar su retrato en un tamaño gigantesco y cada uno de los Uey-Tlatoani que le sucedieron siguió su ejemplo. De acuerdo con eso, el inmenso retrato de Auítzotl estaba casi terminado; sin embargo, nosotros no nos pudimos dar cuenta de ninguno de los detalles de los rasgos de la escultura, porque el monte no estaba todavía iluminado por la luz del día. Era nuestro mes panquetzaliztli, que vendría a ser a mediados de su noviembre, cuando el sol se levanta tarde y hacia el sureste, exactamente detrás del pico del Popocatépetl.

Cuando empezamos a caminar sobre el camino-puente, no había nada que verse en esa dirección a excepción de la neblina usual, coloreada por la luz opalina del inminente amanecer. Pero muy despacio la neblina fue disminuyendo y gradualmente la simétrica y maciza forma del volcán llegó a ser discernible, como si él se estuviera moviendo de su eterno lugar y viniendo a nuestro encuentro. Cuando el velo de la niebla se disipó totalmente, la montaña era visible en toda su magnitud. Su cono cubierto de nieve irradiaba detrás de él en un halo glorioso de sol. Entonces, pareciendo como si saliera del mismo cráter, Tonatíu se levantó y el día llegó; el lago resplandecía, todas las tierras alrededor se veían bañadas de una pálida luz dorada y de pálidas sombras purpúreas. Al mismo instante, el incienso hirviente del volcán exhaló una voluta de humo azul que se levantó y tomó la forma de un gigantesco hongo. Eso tenía que ser un buen augurio para nuestra jornada: el sol llameando sobre la cresta nevada del Popocatépetl y haciéndola brillar como ónix blanco incrustado con todas las joyas del mundo, mientras la montaña a su vez nos saludaba con un humo que se elevaba perezosamente, diciendo:

«Ustedes parten, gente mía, pero yo quedo, como siempre me he quedado y siempre me quedaré, como un faro para guiarlos de regreso sanos y salvos».