Al día siguiente, domingo 26 de abril, Ezio se levantó antes del amanecer y se encaminó a la catedral. Había poca gente por las calles, aunque vio unos cuantos frailes y monjas que se dirigían a realizar sus Laudes. Consciente de que debía evitar ser visto, escaló trabajosamente hasta la cima del campanile y contempló el sol alzarse por encima de la ciudad. Poco a poco, a sus pies, la plaza empezó a llenarse de ciudadanos de todo tipo, familias y parejas, mercaderes y nobles, deseosos de asistir a la principal misa del día, que se vería honrada con la presencia del duque y su hermano menor y cogobernante. Ezio estuvo observando a la gente con atención y cuando vio que el Zorro se aproximaba a los peldaños de la catedral, se acercó al lado menos visible de la torre y descendió, ágil como un mono, para situarse a su lado, recordando en todo momento no levantar la cabeza y fundirse lo mejor posible con el gentío, utilizando al resto de la gente como protección. Se había vestido para la ocasión con sus mejores ropajes y no llevaba ninguna arma a la vista, a pesar de que la mayoría de los mercaderes ricos y banqueros llevaban espadas ceremoniales al cinto. No pudo resistir la tentación de levantar la vista en busca de Cristina, pero no la vio.
—Veo que ya estás aquí —dijo el Zorro cuando Ezio se acercó a él—. Todo está arreglado y tienes un lugar reservado junto al pasillo en la tercera fila.
Mientras hablaba, la multitud congregada en las escaleras se separó y los heraldos se llevaron las trompetas a la boca para hacer sonar una fanfarria.
—Ya llegan —dijo.
Entrando en la plaza por el lado del baptisterio, apareció en primer lugar Lorenzo de Medici acompañado por su esposa, Clarice, que llevaba cogida de la mano a su hija mayor, la pequeña Lucrezia, mientras que Piero, de cinco años de edad, caminaba orgulloso a la derecha de su padre. Detrás de ellos, acompañada por su niñera, apareció Maddalena, de tres años de edad, mientras que otra niñera llevaba en brazos a Leo, el bebé, envuelto en raso blanco. Les seguían Giuliano y Fioretta, su amante, en avanzado estado de gestación. La multitud congregada en la plaza inclinó la cabeza a su paso. En la entrada del Duomo les recibieron dos de los sacerdotes que iban a oficiar la ceremonia, a quienes Ezio reconoció con un escalofrío de terror: Stefano da Bagnone y uno de los de Volterra, cuyo nombre completo, según le dijo el Zorro, era Antonio Maffei.
La familia Medici hizo su entrada en la catedral seguida por los sacerdotes, y a éstos, a su vez, les siguieron los ciudadanos de Florencia, ordenados según su rango. El Zorro le dio un codazo a Ezio a la vez que señalaba. Entre el gentío había avistado a Francesco de Pazzi y al otro conspirador, Bernardo Baroncelli, disfrazado de diácono.
—Entra ya —le dijo al oído a Ezio—. Mantente cerca de ellos.
Más y más gente continuó entrando en la catedral hasta que no hubo cabida para nadie más, y muchos de los que confiaban en tener sitio tuvieron que quedarse fuera. Se habían reunido allí un total de diez mil personas. El Zorro no había visto en su vida un gentío de tal magnitud en Florencia. Rezó en silencio por el éxito de Ezio.
En el interior, los reunidos se acomodaron en el sofocante ambiente. Ezio no había conseguido acercarse a Francesco y los demás todo lo que le habría gustado, pero no les quitaba los ojos de encima y empezó a calcular qué tendría que hacer para llegar hasta ellos tan pronto como iniciaran su ataque. El obispo de Florencia, mientras, había ocupado su lugar en el altar mayor y había empezado a oficiar la misa.
En el momento en que el obispo bendecía el pan y el vino Ezio se percató de que Francesco y Bernardo intercambiaban sus lugares. La familia Medici estaba sentada justo delante de ellos. En el mismo instante, los sacerdotes Bagnone y Maffei, en los peldaños inferiores del altar, y más próximos a Lorenzo y Giuliano, miraron subrepticiamente a su alrededor. El obispo dio media vuelta para quedarse de cara a la congregación, levantó el cáliz de oro y empezó a decir:
—La sangre de Cristo…
Entonces, todo sucedió a la vez. Baroncelli se puso en pie gritando «Creapa, traditore!» desde atrás, le clavó a Giuliano una daga en el cuello. De la herida brotó un surtidor de sangre que roció por completo a Fioretta. Cayó arrodillada en el suelo, gritando.
—¡Déjame terminar a mí con ese bastardo! —vociferó Francesco, apartando a Baroncelli de un codazo y derribando a Giuliano, que intentaba detener el flujo de sangre con sus manos. Francesco se colocó a horcajadas sobre él y hundió una y otra vez la daga en el cuerpo de su víctima, con tal frenesí que, sin aparentemente darse cuenta de ello, acabó clavándosela también en su propio muslo. Giuliano llevaba ya tiempo muerto antes de que Francesco le clavara la estocada final, la decimonovena.
Mientras, Lorenzo, con un alarido de alarma, se había enfrentado a los atacantes de su hermano, y Clarice y las niñeras habían huido para protegerse junto con los niños y Fioretta. La confusión reinaba por todas partes. Lorenzo había desdeñado la idea de tener cerca a los guardaespaldas —un atentado asesino en una iglesia era algo inaudito—, que luchaban ahora para poder llegar a su lado abriéndose paso entre las masas de fieles confusos y presas del pánico que se empujaban y pisoteaban entre ellos para alejarse de la escena de la carnicería. Empeoraba la situación el calor y el hecho de que apenas hubiera espacio para moverse…
Excepto en la zona de justo delante del altar. El obispo y sus sacerdotes contemplaban la escena, atónitos y paralizados. Bagnone y Maffei, viendo que Lorenzo estaba de espaldas a ellos, aprovecharon la oportunidad desenfundando las dagas que llevaban escondidas debajo de la sotana, se abalanzaron sobre él.
Los sacerdotes son rara vez asesinos experimentados, y por muy noble que creyeran que era su causa, entre ambos no consiguieron causarle a Lorenzo más que heridas superficiales antes de que rápidamente se los quitara de encima. Pero en la pelea acabaron venciéndolo y Francesco, cojeando debido a la herida que él mismo se había causado, pero reforzado por el odio que hervía en su interior, se aproximó también hacia él, maldiciendo a gritos y con la daga en alto. Bagnone y Maffei, sin saber adonde ir después de lo que habían hecho, dieron media vuelta y echaron a correr en dirección al ábside; pero Lorenzo se tambaleaba, no dejaba de sangrar y la puñalada que tenía en la parte superior del hombro derecho le impedía utilizar la espada.
—¡Tus días han terminado, Lorenzo! —gritó Francesco—. ¡Tu familia bastarda morirá bajo mi espada!
—Infame!—replicó Lorenzo—. ¡Te mataré!
—¿Con qué arma? —se burló Francesco, levantando la daga para atacarlo.
Y en el momento en que la mano empezó a descender, alguien lo agarró por la muñeca y detuvo su inercia, antes de obligarlo a dar media vuelta. Francesco se encontró frente a la cara de otro terrible enemigo.
—¡Ezio! —rugió—. ¡Tú! ¿Aquí?
—¡El que estás acabado eres tú, Francesco!
La multitud se dispersaba y los guardias de Lorenzo se aproximaban. Baroncelli estaba ahora al lado de Francesco.
—Ven, debemos huir. ¡Se ha acabado! —gritó.
—Acabare primero con estos canallas —dijo Francesco.
Pero su herida sangraba profusamente y tenía un aspecto demacrado.
—¡No! ¡Debemos retirarnos!
Francesco estaba furioso, pero accedió con la mirada.
—Esto no ha terminado —le dijo a Ezio.
—No, no ha terminado. Dondequiera que vayas te seguiré, Francesco, hasta acabar contigo.
Con una mirada hostil, Francesco dio media vuelta para seguir a Baroncelli, que se había esfumado ya por detrás del altar. En el ábside debía de haber una puerta para salir de la catedral. Ezio se dispuso a seguirlos.
—¡Espera! —dijo a sus espaldas una voz quebrada—. Déjalos marchar. No llegarán lejos. Te necesito aquí. Necesito tu ayuda.
Ezio se giró y vio al duque yaciendo en el suelo entre dos sillas volcadas. No muy lejos, su familia lloraba apiñada, Clarice, con expresión horrorizada, abrazando a sus dos hijos mayores. Fioretta miraba sin ver en dirección al cadáver retorcido y mutilado de Giuliano.
La guardia de Lorenzo acababa de llegar.
—Cuidad de mi familia —les dijo Lorenzo—. En la ciudad debe de reinar el tumulto después de lo sucedido. Llevad a mi familia al palazzo y cerrad las puertas a cal y canto.
Se volvió hacia Ezio.
—Me has salvado la vida.
—¡Cumplí con mi deber! ¡Los Pazzi nos las pagarán! —Ezio ayudó a Lorenzo a incorporarse y lo acomodó con cuidado en una silla.
Al levantar la cabeza no vio por ningún lado ni al obispo ni a los demás sacerdotes. Detrás de él, la gente seguía empujándose y dándose codazos, arañándose con tal de salir de la catedral por la puerta principal del lado oeste.
—¡Tengo que perseguir a Francesco! —dijo.
—¡No! —dijo Lorenzo—. Si estoy solo no conseguiré llegar a lugar seguro. Tienes que ayudarme. Llévame hasta San Lorenzo. Tengo amigos allí.
Ezio se sentía dividido, pero pensó en lo mucho que Lorenzo había hecho por su familia. No podía culparlo de no haber evitado la muerte de sus familiares. ¿Quién habría podido prever un ataque tan repentino como el que sufrieron? Y ahora Lorenzo se había convertido también en víctima. Pero seguía aún con vida, aunque no por mucho tiempo a menos que Ezio consiguiera llevarlo a un lugar próximo donde pudieran atenderlo. La iglesia de San Lorenzo estaba a escasa distancia, al noroeste del baptisterio.
Con tiras de tela arrancadas de su propia camisa, vendó como pudo las heridas de Lorenzo. A continuación, lo levantó con cuidado.
—Pasad el brazo izquierdo por encima de mi hombro. Bien. Tiene que haber una salida por detrás del altar…
Avanzaron renqueantes siguiendo la dirección que habían tomado sus enemigos y enseguida encontraron una puertecita abierta con manchas de sangre en el umbral. Sin duda era por donde había salido Francesco. ¿Estaría esperándolos? A Ezio, que sujetaba a Lorenzo por su lado derecho, le resultaría complicado abrir su daga oculta, y mucho más luchar. Pero llevaba la muñequera metálica atada en el antebrazo izquierdo.
Salieron a la plaza que había delante de la puerta norte de la catedral y se encontraron ante una escena de confusión y caos. Después de que Ezio se detuviera para pasar la capa por encima de los hombros de Lorenzo en un intento improvisado de camuflarlo, emprendieron camino en dirección oeste siguiendo los muros del edificio. En la piazza situada entre la catedral y el baptisterio, grupos de hombres vestidos con las libreas de los Pazzi y de los Medici se enfrentaban en duros combates cuerpo a cuerpo. Tan absortos estaban que Ezio consiguió pasar desapercibido por su lado, pero cuando llegaron a la calle que desembocaba en la piazza de San Lorenzo, se tropezaron con un par de hombres que lucían la insignia del delfín y las cruces. Ambos blandían cimitarras de aspecto amedrentador.
—¡Alto! —ordenó uno de los guardias—. ¿Dónde os creéis que vais?
—Necesito llevar a este hombre a lugar seguro —dijo Ezio.
—¿Y tú quién eres? —dijo el segundo guardia empleando un tono desagradable.
Dio un paso al frente y examinó la cara de Lorenzo. Lorenzo, a punto de desvanecerse, se apartó, pero al hacerlo la capa cayó hacia un lado y dejó al descubierto el blasón de los Medici bordado en su jubón.
—¡Caramba! —dijo el segundo guardia, girándose hacia su compañero—. ¡Me parece que hemos pescado un pez gordo, Terzago!
El cerebro de Ezio iba a toda velocidad. No podía soltar a Lorenzo, que seguía perdiendo sangre. Pero si no lo hacía, no podría utilizar su arma. Levantó rápidamente el pie izquierdo y le dio un puntapié en el culo al guardia, que cayó de bruces al suelo. En cuestión de segundos, su compañero se abalanzó sobre ellos blandiendo su cimitarra. Ezio esquivó su filo en el momento en que descendía sobre él haciendo uso de su protección metálica, desvió el golpe. Con el movimiento, hizo volar la espada y le clavó al guardia la daga de doble filo que iba unida a la protección, aunque no consiguió darle con la fuerza suficiente como para matarlo. Mientras, el segundo guardia había conseguido incorporarse y se disponía a ayudar a su camarada, que a su vez se tambaleaba, sorprendido por no haber conseguido cortarle a Ezio el antebrazo.
Ezio detuvo la segunda hoja siguiendo el mismo método, pero esta vez consiguió recorrer con la protección de muñeca el filo de la espada hasta chocar con la empuñadura, colocando así su mano a la altura de la muñeca de su oponente. La cogió y la retorció a tal velocidad que el hombre soltó su arma con un agudo grito de dolor. Agachándose rápidamente, Ezio cogió la cimitarra casi antes de que ésta tocara el suelo. Fue complicado, trabajar con la mano izquierda y con la carga adicional del peso de Lorenzo, pero la clavó en el cuello del guardia antes de que éste pudiera recuperarse. El segundo guardia se acercaba de nuevo, gritando de rabia. Ezio esquivó su cimitarra e intercambiaron a continuación varios golpes y cuchilladas. Pero el guardia, que no sabía aún que Ezio llevaba la muñequera metálica escondida, siguió asestándole inútiles ataques. A Ezio le dolía el brazo y apenas podía tenerse en pie, pero por fin acabó llegando su oportunidad. El casco del guardia se había desabrochado, pero el hombre no se había dado cuenta de ello y tenía en aquel momento la mirada fija en el antebrazo de Ezio con la intención de atacarlo de nuevo. Velozmente, Ezio levantó su arma, haciendo una finta como si hubiera fallado, pero logrando con ello hacer saltar el casco de su oponente. Y entonces, antes de que pudiera reaccionar, Ezio levantó de nuevo la pesada cimitarra por encima de la cabeza del guardia y le partió el cráneo en dos. La cimitarra se quedó clavada y Ezio no consiguió quitarla de allí. El hombre se quedó paralizado un instante, la sorpresa abriendo sus ojos de par en par, antes de derrumbarse en el suelo. Echando un rápido vistazo a su alrededor, Ezio siguió arrastrando a Lorenzo por la calle.
—Ya falta poco, Altezza.
Llegaron a la iglesia sin más contratiempos, pero la puerta estaba firmemente cerrada. Ezio, mirando hacia atrás, vio que un grupo de guardias acababa de descubrir los cuerpos de los hombres que había matado y miraban en su dirección. Aporreó las puertas y se abrió una mirilla, revelando tras ella un ojo y parte de una cara con expresión recelosa.
—Lorenzo está herido —dijo Ezio, jadeando—. ¡Vienen a por nosotros! ¡Abrid la puerta!
—Necesito el santo y seña —dijo el hombre desde el interior.
Ezio se quedó sin saber que decir, pero Lorenzo, que había reconocido la voz de aquel hombre, intervino rápidamente.
—¡Angelo! —gritó—. ¡Soy Lorenzo! ¡Abre la jodida puerta!
—¡Por Hermes Trimegisto! —dijo el hombre—. ¡Te teníamos por muerto!
Se giró y le gritó a alguien:
—¡Abrid este maldito cerrojo! ¡Y rápido!
Se cerró la mirilla y se escuchó acto seguido el sonido de los cerrojos abriéndose. Mientras, los guardias de Pazzi habían echado a correr por la calle. Una de las pesadas puertas se abrió justo a tiempo para dar entrada a Ezio y Lorenzo, y con la misma rapidez se cerraron con estruendo a sus espaldas y los centinelas corrieron los cerrojos. El ruido de la batalla que se libraba en el exterior era terrible. Ezio se encontró delante de los apacibles ojos verdes de un hombre refinado que tendría unos veinticuatro años de edad.
—Angelo Poliziano —se presentó—. He enviado unos cuantos hombres para que intercepten a esas ratas de los Pazzi. No deberían darnos más problemas.
—Ezio Auditore.
—Ah… Lorenzo ha hablado de ti. —Se interrumpió—. Pero hablaremos más tarde. Deja que te ayude a instalarlo en un banco. Allí podremos examinar mejor sus heridas.
—Por fin está a salvo —dijo Ezio, entregando a Lorenzo a dos criados que con cuidado lo guiaron hasta un banco adosado a la pared norte de la iglesia.
—Le pondremos unas vendas, detendremos la sangre y en cuanto esté un poco recuperado, lo llevaremos de nuevo a su palazzo. No te preocupes, Ezio, ya está a salvo. Nunca olvidaremos lo que has hecho.
Pero Ezio ya estaba pensando en Francesco de Pazzi que, a aquellas alturas, habría tenido ya tiempo suficiente para escapar.
—Tengo que irme —dijo.
—¡Espera! —le gritó Lorenzo.
Haciendo un gesto hacia Poliziano, Ezio se inclinó y se arrodilló a su lado.
—Estoy en deuda contigo —dijo Lorenzo—. Y no sé por qué me has ayudado o cómo te enteraste de lo que se estaba tramando, cuando ni siquiera mis espías estaban al corriente de ello.
Hizo una pausa, sus ojos cerrándose de dolor mientras uno de los criados le limpiaba la herida del hombro.
—¿Quién eres? —prosiguió, una vez que se hubo recuperado un poco.
—Es Ezio Auditore —dijo Poliziano, acercándose y posando una mano sobre el hombro de Ezio.
—¡Ezio! —Lorenzo se quedó mirándolo, profundamente conmovido—. Tu padre fue un gran hombre y un buen amigo. Comprendía el significado del honor y la lealtad, y jamás puso sus intereses por delante de los de Florencia. Pero… —Hizo una nueva pausa y sonrió débilmente—… Estuve presente cuando murió Alberti. ¿Fuiste tú?
—Sí.
—Tu venganza fue apropiada y rápida. Como has visto, yo no he tenido tanto éxito. Aunque ahora, por culpa de su arrogante ambición, los Pazzi han acabado por fin cortándose su propia garganta. Rezo para que…
En aquel momento entró a toda prisa uno de los integrantes de la patrulla de los Medici que había sido enviada a ocuparse de los perseguidores de Ezio, su cara manchada de sudor y sangre.
—¿Qué sucede? —preguntó Poliziano.
—Malas noticias, señor. Los Pazzi se han recuperado y pretenden entrar a la fuerza en el Palazzo Vecchio. No podremos retenerlos mucho tiempo más.
Poliziano se quedó blanco.
—Malas noticias, tienes razón. Si consiguen controlarlo, matarán a todos los partidarios nuestros que encuentren allí, y si se hacen con el poder…
—Si se hacen con el poder —dijo Lorenzo— mi supervivencia no servirá para nada. Seremos todos hombres muertos.
Intentó levantarse, pero cayó hacia atrás, gimiendo de dolor.
—¡Angelo! Tienes que coger todas las tropas que tengamos aquí y…
—¡No! Mi lugar está a tu lado. Debemos llevarte al Palazzo Medici lo antes posible. Una vez allí, nos reorganizaremos para contraatacar.
—Iré yo —dijo Ezio—. Tengo aún asuntos pendientes con messer Francesco.
Lorenzo se quedó mirándolo.
—Ya has hecho suficiente.
—No hasta que haya terminado mi trabajo, Altezza. Y Angelo tiene razón: tiene cosas más importantes qué hacer, conduciros a vuestro palazzo y conseguir que estéis allí seguro.
—Signori —intervino el mensajero de los Medici—. Traigo también más noticias. He visto a Francesco de Pazzi liderando una tropa hacia la parte trasera del Palazzo Vecchio. Está buscando la manera de entrar por el punto más débil de la Signoria.
Poliziano miró a Ezio.
—Ve. Ármate y dispón libremente de uno de nuestros destacamentos, y date prisa. Este hombre irá contigo y será tu guía. Te enseñará el lugar más seguro para salir de la iglesia. Una vez que estés fuera, en diez minutos estarás en el Palazzo Vecchio.
Ezio asintió y se dispuso a marcharse.
—Florencia no olvidará nunca lo que estás haciendo por ella —dijo Lorenzo—. Ve con Dios.
En el exterior repicaban las campanas de las iglesias, sumándose a la cacofonía del choque del acero y de los gritos y los gemidos humanos. Los disturbios se habían apoderado de la ciudad, en las calles ardían carromatos, concentraciones de soldados de ambos bandos corrían de aquí para allá o se enfrentaban en confusas peleas. Había muertos por todas partes, en las plazas y en las calles, pero el tumulto era tal que ni los cuervos se atrevían a acercarse al festín que observaban desde lo alto de los tejados con sus penetrantes ojos negros.
Las puertas del lado oeste del Palazzo Vecchio estaban abiertas y desde el exterior se escuchaban los sonidos de la encarnizada pelea que tenía lugar en el patio. Ezio ordenó a su pequeña tropa que se detuviese y abordó a un oficial de los Medici que corría hacia el palazzo al mando de otro escuadrón.
—¿Sabes qué sucede?
—Los Pazzi han irrumpido por la parte trasera y han abierto las puertas desde dentro. Pero los hombres que tenemos en el interior del palazzo los están reteniendo. No han podido pasar del patio. ¡Con un poco de suerte conseguiremos cercarlos!
—¿Hay noticias de Francesco de Pazzi?
—Él y sus hombres se han hecho con la entrada posterior del palazzo. Si consiguiéramos controlarla, los tendríamos atrapados.
Ezio se volvió hacia sus hombres.
—¡Vamos! —gritó.
Atravesaron la plaza y se adentraron en la callejuela que reseguía la pared norte del palazzo, una pared que mucho tiempo atrás trepó un Ezio muy distinto para alcanzar la ventana de la celda de su padre. Enfilando la primera calle a la derecha, se encontraron enseguida con las tropas que, al mando de Francesco de Pazzi, vigilaban la entrada posterior del edificio.
Se pusieron de inmediato en guardia y cuando Francesco reconoció a Ezio, gritó:
—¡Otra vez tú! ¿Por qué no te has muerto todavía? ¡Asesinaste a mi hijo!
—¡El intentó asesinarme!
—¡Matadle! ¡Matadle ahora mismo!
Ambos bandos se enzarzaron en una encarnizada pelea, atacándose con una rabia lindante con la desesperación, pues los Pazzi sabían perfectamente bien lo importante que era para ellos proteger su línea de retirada. Ezio, su corazón inundado de una ira gélida, se abrió paso con fuerza hacia Francesco, que se posicionó de espaldas a la puerta del palazzo. La espada que Ezio había cogido del arsenal de los Medici estaba bien equilibrada y su hoja era de acero toledano, pero al no estar familiarizado con aquella arma, sus golpes eran mucho menos efectivos de lo habitual. Hasta el momento había mutilado, más que matado, a los hombres que se habían interpuesto en su camino. Y Francesco se había dado cuenta de ello.
—¿Te crees un maestro espadachín, chico? No eres capaz ni de matar limpiamente. Permíteme que te haga una demostración.
Se lanzaron el uno sobre el otro, sus espadas echando chispas; pero Francesco tenía menos espacio de maniobra que Ezio a pesar de que aquel su oponente no estaba certero, sus veinte años de más empezaron pronto a pesarle.
—¡Guardias! —exclamó finalmente—. ¡A mí!
Pero sus hombres se habían retirado ante la embestida de los Medici. Francesco y Ezio se encontraron luchando solos. Francesco buscó desesperadamente a su alrededor un medio para iniciar la retirada, pero no había otro que no fuera el palazzo en sí. Abrió la puerta que quedaba a sus espaldas y empezó a subir la escalera de piedra que recorría el muro interior. Ezio se dio cuenta de que la mayor parte de los defensores de los Medici estaban concentrados en la parte delantera del edificio, donde se libraba la batalla principal, y se percató asimismo de que probablemente no disponían de hombres suficientes para cubrir también la parte posterior. Ezio corrió tras Francesco en dirección al segundo piso.
Las estancias estaban desiertas, pues todos los ocupantes del palazzo, salvo media docena de aterrados empleados que echaron a correr en cuanto los vieron, estaban abajo, luchando en el patio para contener el ataque de los Pazzi. Francesco y Ezio continuaron su pelea por los dorados salones de elevados techos hasta que alcanzaron finalmente el balcón que dominaba la Piazza della Signoria. Desde abajo ascendían los ruidos de la batalla y Francesco gritó desesperadamente pidiendo ayuda. No había nadie que le escuchara y su retirada no podía seguir más allá.
—¡Lucha! —dijo Ezio—. Ahora sólo estamos nosotros dos.
—Maledetto!
Ezio le clavó la espada y su antebrazo izquierdo empezó a sangrar.
—Vamos, Francesco, ¿dónde está toda esa valentía de la que hiciste gala cuando mataste a mi padre? ¿Cuando esta mañana apuñalaste a Giuliano?
—¡Apártate de mí, engendro del diablo!
Francesco arremetió contra él, pero estaba cansado y le falló la puntería. Se tambaleó, su equilibrio descontrolado, y Ezio se hizo hábilmente a un lado, levantando a la vez el pie y haciéndolo caer con fuerza sobre el filo de la espada de Francesco, arrastrándolo al suelo.
Antes de que Francesco consiguiera recuperarse, Ezio le pisoteó la mano, obligándolo a soltar la empuñadura de la espada. Lo agarró a continuación por los hombros y lo tumbó boca arriba. Francesco trató de incorporarse, pero Ezio le atizó un brutal puntapié en la cara. Francesco puso los ojos en blanco y se quedó medio inconsciente. Ezio se arrodilló para cachear a su oponente, le arrancó la armadura y el jubón, dejando a la vista un cuerpo nervudo y pálido. Pero no había documentos, nada de importancia. Simplemente unos pocos florines en una bolsa.
Ezio dejó la espada y accionó su hoja oculta. Se arrodilló, pasó el brazo por debajo del cuello de Francesco y lo incorporó hasta que sus caras quedaron separadas por escasos centímetros.
Francesco pestañeó y abrió los ojos. Su mirada expresaba miedo y terror.
—¡Perdóname la vida! —graznó.
En aquel momento, resonó en el patio un grito de victoria. Ezio escuchó las voces y captó lo suficiente como para comprender que los Pazzi acababan de ser derrotados.
—¿Perdonarte la vida? —dijo—. ¡Antes se la perdonaría a un lobo rabioso!
—Ésta es por mi padre —dijo Ezio, apuñalándolo en la molleja.
—Y ésta por Federico —apuñalándolo de nuevo—. ¡Y ésta por Petruccio; y ésta por Giuliano!
La sangre brotaba como un surtidor de las heridas de Frances y Ezio se manchó completamente con ella, y habría continuado apuñalando al moribundo de no haber recordado entonces las palabras de Mario: «No te conviertas en un hombre como el que él fue». Se quedó sentado sobre sus talones. Francesco tenía aún brillo en los ojos, aunque poco a poco iba apagándose. Murmuraba alguna cosa. Ezio se agachó para escucharlo.
—Un sacerdote…, un sacerdote… por piedad, ve a buscar un sacerdote.
Ahora que la rabia que sentía en su interior había amainado, Ezio empezó a sentirse profundamente conmocionado por la brutalidad con la que había matado. Aquello no estaba de acuerdo con las normas del Credo.
—No hay tiempo —dijo—. Haré que se celebre una misa por tu alma.
La garganta de Francesco empezó a vibrar. Luego, en su trance de muerte, sus extremidades se tornaron rígidas y se estremecieron, arqueó la cabeza y abrió la boca, luchando esa última batalla imposible contra el enemigo invencible al que todos tendremos que enfrentarnos algún día; y a continuación se derrumbó, un saco vacío, un objeto ligero, consumido y desvaído.
—Requiescat in pace —murmuró Ezio.
Entonces se escuchó un nuevo griterío en la plaza y por la esquina sudoeste aparecieron corriendo cincuenta o sesenta hombres, liderados por un hombre que Ezio reconoció enseguida: ¡Jacopo, el tío de Francesco! Ondeaban el estandarte de los Pazzi.
—Libertá! Libertá! Popólo e libertá! —gritaban—. Las fuerzas de los Medici salieron en aquel momento del palazzo para enfrentarse a sus oponentes, pero Ezio se percató enseguida de que los hombres estaban agotados y eran muy inferiores en número.
Se volvió hacia el cadáver.
—Muy bien, Francesco —dijo—. Creo que he encontrado la manera de que pagues tu deuda, incluso así.
Cogió el cuerpo por los hombros, lo levantó (era sorprendentemente ligero) y lo acercó al balcón. Una vez allí, después de localizar un cabo del que colgaba una bandera, utilizó la cuerda y la anudó en torno al cuello sin vida de Francesco. Sujetó rápidamente el otro extremo a una robusta columna de piedra con todas sus fuerzas, lo levantó y lanzó la cuerda por encima del pretil. La cuerda se fue soltando, pero de pronto quedó tensa después de dar un tirón. El cuerpo sin vida de Francesco quedó colgando, los dedos de los pies señalando lánguidamente hacia el suelo de la plaza.
Ezio se escondió detrás de la columna.
—¡Jacopo! —gritó con voz de trueno—. ¡Jacopo de Pazzi! ¡Mira! ¡Tu líder ha muerto! ¡Tu causa está acabada!
Vio que Jacopo levantaba la cabeza y titubeaba. Detrás de él, también sus hombres dudaban. Las tropas de los Medici habían seguido el recorrido de su mirada lanzando vítores, empezaban a rodearlos. Pero los Pazzi ya habían roto filas… y huían despavoridos.
Todo terminó en cuestión de días. El dominio de los Pazzi sobre Florencia había acabado. Sus bienes y propiedades fueron confiscados, su escudo de armas destrozado y pisoteado. A pesar de que Lorenzo reclamó piedad, la turba florentina persiguió y acabó con cualquier simpatizante de los Pazzi que pudo encontrar. Los dirigentes principales, sin embargo, habían huido. Únicamente uno de ellos, que fue capturado, obtuvo clemencia: Raffaele Riario, sobrino del Papa, a quien Lorenzo consideró demasiado crédulo e ingenuo para estar seriamente implicado. Muchos de los asesores del duque, no obstante, consideraron que Lorenzo había mostrado en su decisión más humanidad que astucia política.
Sixto IV estaba furioso y puso en entredicho a Florencia, pero por lo demás se encontraba en una posición de impotencia y los florentinos se lo quitaron sin problemas de encima.
En cuanto a Ezio, fue uno de los primeros en ser convocados en presencia del duque. Se reunió con Lorenzo en un balcón que dominaba el Arno. El duque seguía aún con sus vendajes, pero las heridas iban por buen camino y la palidez había abandonado sus mejillas. Se le veía alto y orgulloso, volvía a ser el hombre que en su día se ganó el apodo que le puso Florencia: Il Magnifico.
Después de saludarse, Lorenzo señaló en dirección al río.
—¿Sabes, Ezio? Cuando tenía seis años de edad, me caí al Arno. Empecé a ahogarme y a sumirme en la oscuridad, seguro de que mi vida tocaba a su fin. Pero me desperté con el sonido del llanto de mi madre. Vi un desconocido a su lado, empapado y sonriente. Mi madre me explicó que aquel hombre me había salvado. Se llamaba Auditore. Y así se inició una larga y próspera relación entre las dos familias. —Se giró y miró con solemnidad a Ezio—. Siento no haber podido salvar a tus familiares.
Ezio no encontraba palabras para replicar. Comprendía el frío mundo de la política, donde las distinciones entre el bien y el mal suelen ser confusas, pero, a su vez, lo rechazaba.
—Sé que los habríais salvado de haber estado en vuestra mano —dijo.
—Tu casa familiar, al menos, está a salvo y bajo la protección de la ciudad. Tu antigua ama de llaves, Annetta, está a cargo de todo y el personal y la vigilancia corren por mi cuenta. Pase lo que pase, la casa estará esperándote cuando desees volver a instalarte en ella.
—Muy benévolo por vuestra parte, Altezza.
Ezio hizo una pausa. Estaba pensando en Cristina. ¿Y si no era demasiado tarde para convencerla de que rompiera su compromiso, se casase con él y le ayudara a devolver la vida a la familia Auditore? Pero aquellos dos breves años lo habían cambiado a él de tal modo que estaba ahora irreconocible y tenía además otro deber: un deber para con el Credo.
—Hemos obtenido una gran victoria —dijo por fin—. Pero la guerra no está ganada. Muchos de nuestros enemigos han conseguido escapar.
—Pero la seguridad de Florencia está garantizada. El Papa Sixto quiso convencer a Nápoles para que se posicionara en contra de nosotros, pero yo he convencido a Ferdinando para que no lo haga, y tampoco lo harán ni Bolonia ni Milán.
Ezio no podía explicarle al duque la grandiosa batalla en la que estaba implicado, pues carecía de garantías de que Lorenzo estuviese al corriente del secreto de los Asesinos.
—Para nuestra mayor seguridad —dijo—, necesito vuestro permiso para partir en busca de Jacopo de Pazzi.
El rostro de Lorenzo se ensombreció.
—¡Ese cobarde! —dijo enfadado—. Huyó antes de que pudiésemos echarle mano.
—¿Tenéis idea de dónde podría haber ido? Lorenzo negó con la cabeza.
—No. Se han escondido bien. Mis espías me informan de que Baroncelli podría estar intentando huir a Constantinopla, pero por lo que a los demás se refiere…
—Dadme sus nombres —dijo entonces Ezio.
Y la firmeza de su voz sirvió para confirmarle a Lorenzo que quien se cruzara en el camino de Ezio podía esperarse lo peor.
—¿Cómo podría olvidar los nombres de los asesinos de mi hermano? Si los encuentras, estaré eternamente en deuda contigo. Se trata de los sacerdotes Antonio Maffei y Stefano da Bagnone. Bernardo Baroncelli, a quien ya he mencionado. Y después hay otro, que no está directamente implicado en el asesinato, pero que es un aliado muy peligroso de nuestros enemigos. Es el arzobispo de Pisa, Francesco Salviati, otro miembro de la familia Riario, los perros de caza del Papa. Me mostré clemente con su primo, pues intento ser un hombre diferente de ellos. Aunque a veces me pregunto si haciendo esto me comporto con sabiduría.
—Tengo una lista —dijo Ezio—. Añadiré estos nombres.
Se dispuso a marchar.
—¿Dónde irás ahora? —preguntó Lorenzo.
—Volveré con mi tío a Monteriggioni. Allí instalaré mi base.
—Entonces, ve con Dios, amigo Ezio. Pero antes, tengo algo que podría interesarte.
Lorenzo abrió una cartera de cuero que llevaba colgada del cinturón y extrajo de ella una hoja de vitela. Ezio sabía lo que era casi antes de que la desenrollara.
—Recuerdo que hace años estuve hablando con tu padre sobre documentos antiguos —dijo Lorenzo en voz baja—. Era un interés que compartíamos. Sé que tradujo algunos. Ten, coge esto. Lo encontré entre los papeles de Francesco de Pazzi teniendo en cuenta que él ya no lo necesita, he pensado que te gustaría… pensando en tu padre. ¿Te gustaría, tal vez, añadirlo a su… colección?
—Os estoy muy agradecido, Altezza.
—Sabía que lo estarías —dijo Lorenzo, con un tono que le hizo preguntarse a Ezio cuánto sabía del tema en realidad—. Espero que lo encuentres útil.
Antes de empacar sus cosas y prepararse para el viaje, Ezio se apresuró a visitar a su amigo Leonardo da Vinci con la página de Códice que le había regalado Lorenzo. A pesar de los sucesos de la última semana, el taller continuaba su ritmo de trabajo como si nada hubiera pasado.
—Me alegro de verte sano y salvo, Ezio —dijo Leonardo al recibirlo.
—Veo que también tú has salido indemne de los problemas —replicó Ezio.
—Ya te lo dije: a mí me dejan tranquilo. ¡Deben de pensar que estoy demasiado loco, o que soy demasiado malo o demasiado peligroso para ponerme la mano encima! Tengo vino y por algún lugar debo de tener unos pasteles, si no se han estropeado ya. Mi ama de llaves es una inútil. Y bien, cuéntame qué tienes en mente.
—Me marcho de Florencia.
—¿Tan pronto? ¡Pero si me han dicho que eres el héroe del momento! ¿Por qué no te relajas y lo disfrutas?
—No tengo tiempo.
—¿Aún te quedan enemigos que perseguir?
—¿Cómo lo sabes?
Leonardo sonrió.
—Gracias por venir a despedirte de mí —dijo.
—Antes de irme —dijo Ezio—, te he traído otra página del Códice.
—Esto sí que es una buena noticia. ¿Me dejas verla?
—Por supuesto.
Leonardo leyó detenidamente el nuevo documento.
—Empiezo a cogerle el tranquillo —dijo—. Sigo sin poder ver es el diagrama general sobre el que se basa todo, pero empiezo a familiarizarme con la escritura. Parece la descripción de otra arma.
Se levantó y acercó a la mesa unos cuantos libros antiguos y de frágil aspecto.
—Veamos…, diría que quienquiera que fuera el inventor que escribió todo esto, debió de ir muy por delante de su tiempo. Sólo los mecanismos… —Se interrumpió, perdido en sus pensamientos—. ¡Aja! ¡Ya entiendo! Ezio, se trata del diseño de otro cuchillo, que encajaría en el mecanismo que te colocas en el brazo si necesitaras utilizarlo en lugar del otro.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Si no me equivoco, éste es bastante desagradable…, es hueco por el medio, ¿lo ves? Y a través del tubo escondido en el interior de la hoja, puedes inyectarle veneno a la víctima. ¡La muerte segura siempre que atacas! ¡Esta arma te haría prácticamente invencible!
—¿Podrías fabricarla?
—¿Con los mismos términos que las demás?
—Naturalmente.
—¡Bien! ¿Cuánto tiempo tengo?
—¿Hasta el final de la semana? Tengo algunos preparativos que hacer y… quiero intentar ver a alguien… para despedirme. Pero tengo que marcharme lo antes posible.
—No me llevará mucho tiempo. Conservo todavía las herramientas que utilicé para el primer trabajo, y mis ayudantes ya lo tienen por la mano, de modo que no veo por qué no.
Ezio aprovechó aquel tiempo para solucionar asuntos en Florencia, preparar el equipaje y enviar un mensajero con una carta a Monteriggioni. Postergó la última tarea que se había impuesto una y otra vez, aunque sabía que tenía que llevarla a cabo. Por fin, en su penúltima tarde, se acercó a la mansión de los Calfucci. Los pies le pesaban como plomo.
Pero cuando llegó a la casa la encontró oscura y cerrada. Consciente de que estaba comportándose como un poseso, escaló hasta el balcón de Cristina y encontró las persianas cerradas a cal y canto. Las capuchinas de las macetas del balcón estaban marchitas y muertas. Cuando volvió a descender, fatigado, tuvo la sensación de tener el corazón amortajado. Se quedó junto a la puerta sumido en un estado de ensoñación, nunca supo durante cuánto tiempo, pero alguien debió de verlo, pues finalmente se abrió una ventana del primer piso y asomó la cabeza una mujer.
—Se han ido. El signor Calfucci vio venir los problemas y se llevó a toda la familia a Lucca. El prometido de su hija es de allí.
—¿A Lucca?
—Sí. Tengo entendido que las familias se llevan muy bien.
—¿Cuándo volverán?
—No lo sé. —La mujer se quedó mirándolo—. ¿Os conozco de algo?
—No creo —dijo Ezio.
Pasó la noche soñando tanto con Cristina como con el sangriento final de Francesco.
El día se levantó encapotado, un cielo comparable al estado de humor de Ezio. Se dirigió al taller de Leonardo, contento de que por fin hubiera llegado el día de abandonar Florencia. El nuevo cuchillo estaba listo, acabado en acero gris mate, muy duro, sus bordes tan afilados que podían cortar un pañuelo de seda en el aire. El orificio de la punta era diminuto.
—El veneno está en la empuñadura y se libera simplemente flexionando el músculo del brazo sobre este botón interior. Ve con cuidado porque es muy sensible.
—¿Qué veneno tengo que utilizar?
—Para empezar, he empleado una destilación potente de cicuta. Cuando se termine, pregunta a cualquier médico.
—¿Veneno? ¿A un médico?
—En concentraciones lo suficientemente elevadas, lo que cura puede también matar.
Ezio asintió con tristeza.
—Estoy en deuda contigo una vez más.
—Aquí está la hoja de ese Códice. ¿De verdad que tienes que marcharte tan pronto?
—Florencia es una ciudad segura… de momento. Pero aún tengo trabajo que hacer.