Capítulo 7

Una noche de primavera de 1477, Mario, con Ezio cabalgando a su lado, lideró sus fuerzas hasta avistar San Gimignano. Iba a ser el principio de una dura confrontación.

—Cuéntame de nuevo qué te ha hecho cambiar de idea —dijo Mario, tremendamente complacido por el cambio de planes de su sobrino.

—Veo que te gusta escucharlo.

—¿Y qué si me gusta? De todos modos, sabía que María tardaría mucho en recuperarse y creo que allí están a salvo, como bien sabes.

Ezio sonrió.

—Como ya te he contado, he querido asumir responsabilidades. Como ya te he contado, Vieri está dándote problemas debido a mí.

—Y como ya te he contado, jovencito, valoras con sensatez tu importancia. Pero la verdad es que Vieri nos está dando problemas porque él es un Templario y nosotros somos Asesinos.

Mientras hablaba, Mario iba examinando las altas torres de San Gimignano, construidas las unas pegadas a las otras. Las estructuras cuadradas arañaban prácticamente el cielo y Ezio tuvo la extraña sensación de haber visto ya antes una escena como aquélla, aunque debió de ser en sueños o en otra vida, pues no tenía un recuerdo exacto de cuándo podía haber sido.

La parte alta de las torres estaba iluminada con antorchas, que brillaban asimismo en las almenas de las murallas de la ciudad y en sus puertas.

—Está bien guarnecida —dijo Mario—. Y a juzgar por las antorchas da la impresión de que Vieri está esperándonos. Es una pena, pero no me sorprende. Al fin y al cabo, él tiene sus espías igual que yo tengo los míos. —Hizo una pausa—. Veo arqueros en las murallas y las puertas están muy bien protegidas. Continuó examinando la ciudad.

—Pero incluso así, parece que no ha conseguido la cantidad de hombres necesaria para proteger suficientemente todas las puertas. La del lado sur se ve con menos defensas…, debe de ser el lugar por donde menos espera recibir un ataque. Y, por lo tanto, iremos por allí.

Levantó el brazo y atizó un puntapié en los flancos de su caballo. Sus hombres avanzaron detrás de él. Ezio continuó cabalgando a su lado.

—Haremos lo siguiente —dijo Mario, su tono de voz apremiante—. Mis hombres y yo nos ocuparemos de los centinelas de la puerta, y tú buscarás la manera de superar la muralla y abrir la puerta desde el interior. Tenemos que ser silenciosos y rápidos.

Se descolgó una bandolera cargada de cuchillos y se la entregó a Ezio.

—Cógelos. Utilízalos para librarte de los arqueros.

Desmontaron en cuanto se hubieron acercado lo suficiente. Mario lideró un grupo integrado por sus mejores soldados hacia la cohorte de centinelas apostados en la entrada sur de la ciudad. Ezio se separó de ellos y recorrió velozmente los cien metros finales, escondiéndose entre arbustos y matorrales, hasta llegar a los pies de la muralla. Se había cubierto con la capucha y, gracias al efecto que provocaba la luz de las antorchas que iluminaban la entrada, vio que la sombra que la capucha proyectaba en los muros recordaba curiosamente la cabeza de un águila. Levantó la vista. El muro se elevaba unos cincuenta metros por encima de él. Desde allí no podía ver si había centinelas apostados en las almenas. Se colgó la bandolera y empezó a trepar. Era complicado, pues la pared estaba construida con piedra embellecida y daba poca oportunidad a los asideros, pero las troneras que encontró al llegar a la cumbre le concedieron un espacio donde agarrarse con seguridad y poder inspeccionar con cautela las almenas. En las defensas a su izquierda, había dos arqueros inclinados sobre el muro, de espaldas a él y con sus arcos desenfundados. Habían visto el inicio del ataque de Mario y estaban preparándose para disparar contra los condottieri del Asesino. Ezio no lo dudó ni un instante. Era la vida de los arqueros o la de sus amigos, y en aquel momento valoró infinitamente las habilidades que su tío había insistido en enseñarle. Rápidamente, concentrando su mente y su vista en la parpadeante penumbra, extrajo dos cuchillos de la bandolera y los lanzó, uno tras otro, con una puntería letal. El primero alcanzó a un arquero en la nuca, un golpe instantáneo y mortal. El hombre se derrumbó sobre la galería de almenas sin exhalar ni un suspiro. El otro cuchillo voló algo más bajo, alcanzando al segundo hombre en la espalda con tanta fuerza que, con un grito hueco, se abalanzó hacia la oscuridad que reinaba más abajo.

Por debajo de él, a los pies de una estrecha escalera de piedra, estaba la puerta. Se dio cuenta entonces de que las fuerzas de Vieri no eran suficientes para vigilar la ciudad con total eficiencia, pues en la parte interior de la puerta no había soldados apostados. Bajó las escaleras de tres en tres, volando casi, y localizó enseguida la palanca que accionaba los pesados cerrojos de hierro que bloqueaban las sólidas puertas de madera de roble de tres metros de altura. Tiró de ella, viéndose obligado a aplicar toda su fuerza, pues la palanca no estaba diseñada para ser accionada por un solo hombre, pero lo consiguió y tiró a continuación de una de las enormes anillas que había en las puertas a la altura de sus hombros. Cedió, y la puerta empezó a abrirse, dejando entrever la sangrienta tarea que acababan de dar por terminada Mario y sus hombres. En el suelo yacían dos Asesinos pero, en contrapartida, una veintena de hombres de Vieri habían viajado a la morada de su Creador.

—¡Bien hecho, Ezio! —exclamó Mario sin levantar mucho la voz.

Hasta el momento, no daba la impresión de que se hubiera dado la voz de alarma, aunque sólo era cuestión de tiempo.

—¡Vamos! —dijo Mario—. ¡En silencio! —Se volvió hacia uno de sus sargentos y le dijo—: Vuelve con los nuestros y ordena que venga ya la fuerza principal.

E iniciaron con cautela su recorrido por las silenciosas calles. Vieri debía de haber impuesto algún tipo de toque de queda, pues no se veía a nadie. A punto estuvieron de tropezarse con una patrulla de los Pazzi. Camuflándose en la oscuridad, la dejaron pasar y, acto seguido, atacaron a los hombres por la retaguardia y acabaron con ellos con aséptica eficiencia.

—Y ahora ¿qué tenemos que hacer? —le preguntó Ezio a su tío.

—Debemos localizar al capitán de la guardia. Se llama Roberto. Él sabrá dónde está Vieri. —Mario se veía más tenso de lo habitual—. Esto nos está llevando demasiado tiempo. Será mejor que nos dividamos. Mira, conozco a Roberto. A estas horas de la noche estará bebiendo en su taberna favorita o durmiendo ya la mona en la ciudadela. Encárgate tú de tomar la ciudadela. Llévate contigo a Orazio y a una docena de mis mejores hombres.

Miró el cielo, que empezaba a aclararse, y olisqueó el aire, que traía ya consigo la frescura del nuevo día.

—Nos vemos en la catedral antes de que cante el gallo para pasarnos un informe de la situación. Y no lo olvides: ¡te dejo al mando de esta banda de gamberros!

Sonrió cariñosamente a sus hombres, cogió a los suyos y desapareció por una calle que subía colina arriba.

—La ciudadela está en la parte noroeste de la ciudad…, señor —dijo Orazio y sonrió, igual que los demás.

Ezio intuyó tanto la obediencia que le debían a Mario, como su recelo por haber sido confiados al mando de un oficial tan poco experimentado como él.

—Vámonos —replicó con firmeza Ezio—. Seguidme. Y seguid mis indicaciones.

La ciudadela ocupaba un lado de la plaza principal, no lejos de la catedral y cerca de la parte más alta de la pequeña colina sobre la que se erigía la ciudad. Llegaron a ella sin dificultad, pero antes de entrar Ezio detectó varios centinelas de los Pazzi apostados en la puerta. Indicando con un gesto a sus hombres que se mantuvieran donde estaban, se aproximó, protegiéndose en las sombras y silencioso como un zorro, hasta que estuvo lo bastante cerca como para oír la conversación que mantenían dos de ellos. Era evidente que no estaban satisfechos con el liderazgo de Vieri y el más vehemente de los dos hombres estaba en pleno discurso.

—Te lo repito, Tebaldo —dijo el primero de ellos—. No estoy nada satisfecho con ese joven cachorro, con ese Vieri. No creo que sea capaz ni de mear dentro de un tiesto, y mucho menos de defender una ciudad contra un ejército. Y por lo que al capitano Roberto se refiere, bebe tanto que es como una botella de Chianti vestida de uniforme.

—Hablas demasiado, Zohane —le alertó Tebaldo—. Recuerda lo que le pasó a Bernardo cuando se atrevió a abrir la boca.

El otro reflexionó y asintió con sobriedad.

—Tienes razón… He oído decir que Vieri ordenó que lo cegaran.

—Pues a mí me gustaría conservar la vista, así que creo que deberíamos dar por terminada esta conversación. No sabemos cuántos de nuestros camaradas opinan lo mismo que nosotros y Vieri tiene espías por todos lados.

Satisfecho, Ezio regresó con sus soldados. Una guarnición insatisfecha no suele ser eficiente; pero nada garantizaba que Vieri no comandara un buen puñado de seguidores fieles de los Pazzi. Por lo que al resto de los hombres de Vieri se refería, Ezio sabía por propia experiencia lo fuerte que podía llegar a ser el miedo hacia un comandante. Pero ahora se trataba de acceder a la ciudadela. Ezio inspeccionó la plaza. Exceptuando el pequeño grupo de centinelas de los Pazzi, estaba oscura y vacía.

—¿Orazio?

—¿Señor?

—¿Te ocuparás de liquidar a estos hombres? Rápido y sin hacer ruido. Voy a intentar subir al tejado para ver si tienen más gente apostada en el patio.

—Es lo que hemos venido a hacer, señor.

Dejando a Orazio y sus soldados ocupándose de los centinelas, Ezio, después de comprobar que llevaba aún cuchillos suficientes en la bandolera, recorrió la callejuela adyacente a la ciudadela, trepó a un tejado próximo y desde allí saltó al tejado que rodeaba el patio interior. Dio gracias a Dios cuando vio que a Vieri no se le había ocurrido apostar hombres en las torres más altas de las casas de las familias acomodadas, que destacaban por toda la ciudad, pues desde aquellos privilegiados miradores podría haber controlado todo lo que sucedía. Pero sabía también que dominar aquellas torres sería el primer objetivo de los hombres de Mario. Desde el tejado de la ciudadela vio que el patio estaba desierto. Saltó entonces hasta la cubierta de su columnata y desde allí, al suelo. Abrir las puertas fue una maniobra sencilla, así como posicionar a sus hombres, que arrastraron previamente los cuerpos de los miembros de la derrotada patrulla de los Pazzi hasta las sombras de la columnata para dejarlos fuera de la vista. Para evitar sospechas, cerraron de nuevo las puertas de la ciudadela una vez que estuvieron todos dentro.

La ciudadela parecía desierta a todos los efectos. Pero al cabo de poco rato oyeron sonido de voces procedente de la plaza y apareció un grupo de hombres de Vieri, que abrieron la puerta e hicieron su entrada en el patio arrastrando entre todos ellos a un hombre fornido, tirando a gordo, completamente borracho.

—¿Dónde cojones están los centinelas de la puerta? —quería saber el hombre—. ¡No me vengáis ahora con que Vieri ha revocado mis órdenes y los ha mandado otra vez a hacer una de sus jodidas rondas!

Ser Roberto —le suplicó uno de los hombres que lo arrastraba—. ¿No creéis que os convendría acostaros?

—¿Qué quieres decir con esto? He llegado hasta aquí estupendamente bien, ¿no? ¡La noche es joven!

Los recién llegados consiguieron sentar a su jefe junto a la fuente que había en medio del patio y se congregaron a su alrededor, sin saber muy bien qué hacer a continuación.

—¡Cualquiera podría pensar que no soy un buen capitán! —dijo Roberto, casi sintiendo lástima de sí mismo.

—¡Tonterías, señor! —dijo el hombre que tenía a su lado.

—Vieri cree que no lo soy —dijo Roberto—. ¡Tendríais que oír cómo habla de mí!

Hizo una pausa, mirando a su alrededor e intentando centrar la mirada antes de seguir hablando con tono sensiblero:

—Sólo es cuestión de tiempo que me sustituya… ¡o peor aún! —Volvió a interrumpirse y resopló—. ¿Dónde está esa maldita botella? ¡Traedla aquí!

Le dio un buen trago, miró la botella para asegurarse de que estaba vacía y la arrojó al suelo.

—¡Es culpa de Mario! Cuando nuestros espías nos informaron de que había adoptado a su sobrino… después de rescatar a ese pequeño cabrón de las manos de Vieri en persona, no podía creérmelo. ¡Ahora Vieri no puede ni pensar con claridad de la rabia que siente y yo tengo que enfrentarme a mi antiguo compagno! —Miró a su alrededor con ojos legañosos—. ¡El querido y viejo Mario! En su día fuimos camaradas de armas, ¿lo sabíais? Pero él se negó a venir conmigo a servir a los Pazzi, aunque éstos ofrecieran más dinero, tuvieran mejores instalaciones, mejor equipamiento…, ¡mejor de todo! Ojalá estuviera aquí ahora. Por cuatro cuartos, estaría…

—Disculpad —le interrumpió Ezio, dando un paso al frente.

—¿Qué…? —dijo Roberto—. ¿Y tú quién eres?

—Permitid que me presente. Soy el sobrino de Mario.

—¿Qué? —rugió Roberto, tratando de levantarse e intentando coger, sin éxito, su espada—. ¡Arrestad a este granuja!

Se acercó a él y Ezio no tuvo más remedio que soportar el fétido olor a vino y cebolla de su aliento.

—¿Sabes qué, Ezio? —dijo sonriendo—. Debería estarte agradecido. Ahora que te tengo, Vieri me dará lo que yo quiera. Tal vez me jubile. Una pequeña villa en la costa, quizás…

—No juguéis al cuento de la lechera, capitano —dijo Ezio.

Roberto se giró en redondo para ver lo que sus hombres habían descubierto ya: estaban rodeados de mercenarios de los Asesinos armados todos ellos hasta los dientes.

—Ah —dijo Roberto, dejándose caer de nuevo.

Las ganas de pelea se habían esfumado por completo.

Después de esposar a los guardias de Pazzi y de conducirlos a los calabozos de la ciudadela, Roberto, con una botella nueva, se sentó con Ezio a la mesa de una habitación que se abría al patio. Estuvieron hablando hasta que finalmente Roberto quedó convencido.

—¿Quieres a Vieri? Te diré dónde está. A mí me da lo mismo, de todos modos. Ve al Palazzo del Delfín, en la plaza próxima a la puerta norte. Se está celebrando allí una reunión…

—¿Quién asiste a la reunión? ¿Lo sabéis?

Roberto se encogió de hombros.

—Gente suya de Florencia, creo. Se supone que tenían que traer refuerzos con ellos.

Fueron interrumpidos por Orazio, que traía cara de preocupación.

—¡Ezio! ¡Rápido! Se está librando una batalla junto a la catedral. ¡Mejor que vayamos!

—¡De acuerdo! ¡Vamos!

—¿Qué hacemos con él?

Ezio miró a Roberto.

—Déjalo. Creo que por fin ha elegido el bando correcto.

En cuanto salió a la plaza, Ezio escuchó los sonidos típicos de la batalla procedentes del espacio que se abría delante de la catedral. Al acercarse, vio que una numerosa brigada de soldados de Pazzi estaba forzando la retirada de los hombres de su tío, situados de espaldas a él. Con la ayuda de sus cuchillos, Ezio fue abriéndose camino hasta llegar junto a su tío. Le dio toda la información que había conseguido.

—¡Bien por Roberto! —dijo Mario, sin perder el ritmo, cortando y acuchillando enemigos—. Siempre me fastidió que se fuera con los Pazzi, pero finalmente nos ha sacado de un apuro. ¡Vete! ¡Averigua qué se trae entre manos Vieri!

—Pero ¿y tú? ¿Podrás retenerlos el tiempo suficiente?

Mario lo miró muy serio.

—Podré durante un rato, aunque a estas alturas nuestra fuerza principal debería haberse hecho ya con la mayoría de las torres y venido a ayudarnos. ¡De modo que date prisa, Ezio! ¡No dejes escapar a Vieri!

El palazzo estaba en el extremo norte de la ciudad, alejado del escenario del combate, pero los guardias de Pazzi eran allí numerosos —probablemente los refuerzos que había mencionado Roberto— y Ezio tuvo que avanzar con cuidado para evitarlos.

Llegó justo a tiempo: al parecer la reunión ya había terminado y vio un grupo de cuatro hombres con capa dirigiéndose a sus caballos. Ezio reconoció a Jacopo de Pazzi, a su sobrino, Francesco, a Vieri y —tuvo que contener un grito de sorpresa— al español alto que estaba presente el día de la ejecución de su padre. Y más le sorprendió si cabe ver el escudo de armas de un cardenal bordado en el hombro de su manto. Los hombres se detuvieron al llegar junto a los caballos y Ezio consiguió esconderse detrás de un árbol con la intención de poder captar algo de su conversación. Tuvo que forzar el oído, y las palabras le llegaban a ráfagas, pero escuchó lo suficiente como para sentirse intrigado.

—Entonces todo arreglado —estaba diciendo el español—. Vieri, tú te quedarás aquí y restablecerás nuestra posición lo más pronto posible. Francesco organizará nuestras fuerzas en Florencia para cuando llegue el momento de atacar y tú, Jacopo, tendrás que estar preparado para tranquilizar a la población en cuanto nos hayamos hecho con el control. No os precipitéis: cuanto mejor planificada esté la acción, más probabilidades de éxito tendremos.

—Pero ser Rodrigo —añadió Vieri—, ¿y qué hago yo con ese ubriocone, con Mario?

—¡Quítatelo de encima! ¡No debe enterarse de ninguna manera de nuestras intenciones!

El hombre al que llamaban Rodrigo subió a su montura. Ezio vio claramente su cara en aquel instante, sus fríos ojos, la nariz aquilina, y calculó que tendría cuarenta y pico años.

—Siempre ha sido un problema —espetó Francesco—. Igual que su hermano bastardo.

—No os preocupéis, padre —dijo Vieri—. Pronto los reuniré a todos ellos… ¡en la muerte!

—Vámonos —dijo el hombre al que llamaban Rodrigo—. Ya llevamos demasiado tiempo aquí.

Jacopo y Francesco subieron también a sus corceles y los dirigieron hacia la puerta norte, que los guardias de los Pazzi empezaban a abrir ya.

—¡Que el Padre del Saber nos guíe a todos! —exclamó Rodrigo.

Las puertas se cerraron a sus espaldas. Ezio se preguntó si no sería aquélla una buena oportunidad para intentar acabar con Vieri, pero estaba excesivamente protegido por sus guardias y pensó, además, que sería mejor capturarlo vivo para interrogarlo. Tomó mentalmente nota de los nombres que había oído con la intención de añadirlos a la lista de enemigos de su padre, pues era evidente que había una conspiración en marcha en la que estaban todos implicados.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de otro escuadrón de guardias de Pazzi, el líder de los cuales se acercó corriendo a Vieri.

—¿Qué sucede? —preguntó Vieri.

Commandante, traigo malas noticias. Los hombres de Mario Auditore han superado nuestras últimas defensas.

Vieri rio socarronamente.

—Eso es lo que él piensa. Pero ya ves —indicó con un gesto la enorme cantidad de hombres que tenía a su alrededor—, tenemos más hombres recién llegados de Florencia. ¡Expulsaremos a esa alimaña de San Gimignano antes de que acabe el día!

Levantó la voz para dirigirse a los soldados allí reunidos y gritó:

—¡Corred a enfrentaros al enemigo! ¡Aplastadlos a todos como la escoria que son!

Con un ronco grito de guerra, la milicia de Pazzi formó bajo el mando de sus oficiales y abandonó la puerta norte en dirección sur para atravesar la ciudad y enfrentarse a los condottieri de Mario. Ezio rezó para que no pillaran desprevenido a su tío, pues los hombres de Pazzi los superaban con creces en número. Pero Vieri se había quedado allí y en aquel momento solo, a excepción de su guardaespaldas personal, se dirigía de nuevo al palazzo. Sin duda tenía aún asuntos pendientes de la reunión que solucionar. O tal vez volviera a entrar para recoger su armadura y sumarse a la refriega. Fuera como fuese, estaba a punto de salir el sol. Era ahora o nunca. Ezio emergió de la oscuridad y se retiró la capucha de la cabeza.

—Buenos días, messer de Pazzi —dijo—. ¿Una noche movidita?

Vieri se giró en redondo, una combinación de sorpresa y terror apoderándose por un instante de su cara. Recuperó la compostura y le dijo, empleando un tono fanfarrón:

—Debería haberme imaginado que volverías a aparecer. Haz las paces con tu Dios, Ezio…, ahora tengo cosas más importantes de que ocuparme. No eres más que un peón a punto de ser expulsado del tablero.

Los guardias echaron a correr hacia Ezio, pero él estaba preparado para recibirlos. Acabó con el primero de ellos utilizando el último cuchillo de la bandolera, la pequeña hoja segando el aire con un diabólico silbido. A continuación desenfundó la espada y luchó y acabó con el resto de los guardias. Cortó y clavó como un loco en una espiral sangrienta, sus movimientos parcos y letales, hasta que el último guardia, malherido, se alejó renqueante para protegerse en lugar seguro. Vieri se abalanzó entonces sobre él, empuñando un hacha de combate de aspecto siniestro que había cogido de la montura de su caballo, que seguía aún atado donde habían estado los otros. Ezio esquivó su lance mortal, pero el golpe, pese a resbalar sobre su armadura, le hizo tambalearse hasta tumbarlo en el suelo y obligarle a soltar la espada. Vieri se colocó sobre él en un instante después de haberle atizado un puntapié a la espada para dejarla lejos de su alcance. Levantó el hacha por encima de su cabeza. Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, Ezio arreó una patada a la entrepierna de su oponente, pero Vieri la vio venir y saltó hacia atrás. Cuando Ezio aprovechó la oportunidad para incorporarse de nuevo, Vieri lanzó el hacha contra su muñeca izquierda, haciendo caer entonces su daga y produciéndole un corte profundo en la mano izquierda. Vieri desenfundó entonces su espada y su daga.

—Si quieres un buen trabajo, hazlo tú mismo —dijo Vieri—. A veces me pregunto para qué les pago a esos que se hacen llamar guardaespaldas. ¡Adiós, Ezio!

Y se abalanzó sobre su enemigo.

El calor del dolor le había abrasado el cuerpo en el momento en el que el hacha le tajó la mano, la cabeza le daba vueltas y se le había nublado la vista. Pero en aquel momento recordó todo lo que le habían enseñado y el instinto se apoderó de él. Se estremeció, y en el instante en que Vieri se disponía a dar el golpe final a su supuestamente desarmado oponente, Ezio flexionó la mano derecha, extendió los dedos y abrió la palma. El mecanismo de la daga oculta que había pertenecido a su padre se accionó con un clic y la hoja apareció por debajo de sus dedos, extendiéndose en su mortal totalidad, el pesado metal revelando su malévolo filo. Vieri tenía el brazo levantado, el flanco al descubierto. Ezio hundió la daga en su costado y la hoja se adentró sin la menor resistencia.

Vieri se quedó un segundo paralizado y a continuación, soltando sus armas, cayó de rodillas. De entre sus costillas manaba la sangre como una cascada. Ezio lo cogió en el momento en que caía al suelo.

—No te queda mucho tiempo, Vieri —dijo enseguida—. Ahora es tu oportunidad de hacer las paces con Dios. Dime, ¿qué estabais discutiendo? ¿Cuáles son vuestros planes?

Vieri le respondió con una lenta sonrisa.

—Nunca nos vencerás —dijo—. Nunca conquistarás a los Pazzi y jamás conquistarás a Rodrigo Borgia.

Ezio sabía que disponía sólo de unos instantes antes de estar hablándole a un cadáver. Insistió con más urgencia si cabe.

—¡Dímelo, Vieri! ¿Había descubierto vuestros planes mi padre? ¿Es por eso que los tuyos lo hicieron ejecutar?

Pero el rostro de Vieri estaba ceniciento. Presionó con fuerza el brazo de Ezio. De la comisura de su boca caía un hilo de sangre y sus ojos empezaban a tornarse vidriosos. Pero aun así, consiguió esbozar una sonrisa irónica.

—Ezio, ¿qué esperas? ¿Una confesión en toda regla? Lo siento, pero no tengo… tiempo… —Abrió la boca buscando respirar y salió de ella más sangre—. Una pena, de verdad. En otro mundo, tal vez incluso habríamos sido… amigos.

Ezio notó que la presión en su brazo se relajaba.

El dolor de su herida brotó entonces de nuevo, junto con el crudo recuerdo de la muerte de sus familiares. Una gélida rabia se apoderó de él.

—¿Amigos? —le dijo al cadáver—. ¡Amigos! ¡Pedazo de mierda! ¡Debería abandonar tu cuerpo en una cuneta para que se pudriese como un cuervo muerto! ¡Nadie te echará de menos! ¡Sólo me habría gustado que sufrieras más! Yo…

—Ezio —dijo una voz potente y amable a sus espaldas—. ¡Basta ya! Muéstrale algún respeto a ese hombre.

Ezio se levantó y se giró hasta encontrarse frente a frente con su tío.

—¿Respeto? ¿Después de todo lo que ha pasado? ¿Crees que de haber ganado él no nos habría colgado del primer árbol que hubiera encontrado?

Mario estaba magullado, cubierto de polvo y sangre, pero se mantenía firmemente en pie.

—Pero no ha ganado, Ezio. Y tú no eres como él. No te conviertas en un hombre como el que él fue. —Se arrodilló junto al cuerpo y le cerró los ojos con su mano enguantada—. Que la muerte te proporcione la paz que tu pobre alma iracunda buscaba —dijo—. Requiescat in pace.

Ezio observó la escena en silencio. Cuando su tío se incorporó, le dijo:

—¿Ha terminado todo?

—No —respondió Mario—. El combate continúa todavía. Pero la marea se ha vuelto a nuestro favor. Roberto se ha sumado a nuestro bando con algunos de sus hombres y ahora sólo es cuestión de tiempo. —Hizo una pausa—. Estoy seguro de que te dolerá saber que Orazio ha muerto.

—¡Orazio…!

—Antes de morir me contó tu valeroso comportamiento. Mantente a la altura de ese elogio, Ezio.

—Lo intentaré. —Ezio se mordió el labio.

Aunque no lo reconoció conscientemente, aquélla era otra lección que aprender.

—Tengo que volver con mis hombres. Pero tengo algo para ti, algo que te enseñará un poco más sobre nuestro enemigo. Es una carta que hemos obtenido de uno de los sacerdotes de aquí. Estaba destinada al padre de Vieri, pero Francesco, evidentemente, ya no va a recibirla. —Le entregó un papel, el lacre roto—. Este mismo sacerdote celebrará el funeral. Pediré a uno de mis sargentos que se encargue de disponerlo todo.

—Tengo cosas que contarte…

Mario levantó la mano.

—Más tarde, cuando hayamos terminado nuestro trabajo aquí. Después de este contratiempo, nuestros enemigos no podrán actuar con la rapidez que imaginaban y Lorenzo, en Florencia, estará en guardia. De momento, les llevamos ventaja. —Hizo una pausa—. Tengo que regresar. Lee la carta, Ezio, y reflexiona sobre su contenido. Y cuídate esa mano.

Desapareció. Ezio se apartó del cadáver de Vieri y se sentó debajo del árbol detrás del cual se había escondido antes. La cara de Vieri empezaba a estar rodeada de moscas. Ezio abrió la carta y leyó:

Messer Francesco:

He hecho lo que me habéis pedido y he hablado con vuestro hijo. Estoy de acuerdo con vuestra valoración, aunque solo en parte. Si, Vieri es temerario, y tiende a actuar sin antes reflexionarlo; y tiene la costumbre de tratar a sus hombres come Juguetes, come piezas de ajedrez cuya vida le importa igual que si estuvieran echas de marfil o de madera, y sus castigos son crueles: He recibido informes de que al menos tres hombres han quedado desfigurados cerno resultado de los mismos.

Pero no lo considero, como decís, un caso perdido. Más bien creo que la solución es sencilla. Y lo que busca es vuestra aprobación. Vuestra atención. Estos estallidos son resultado de inseguridades nacidas a partir de una sensación de incompetencia. Habla de vos con orgullo y con frecuencia, y expresa su deseo de estar más próximo a vos. Por lo que creo que si se muestra vulgar, vil y rabioso es simplemente porque quiere llamar la atención. Porque quiere ser querido.

Proceded come consideréis conveniente a partir de la información que aquí os proporciono, pero debo pediros que demos por terminada esta correspondencia. De descubrirse la naturaleza de nuestra disertación, temo francamente le que podría llegar a ser de mi.

Confidencialmente,

Padre Giocondo

Ezio permaneció un rato sentado después de finalizar la lectura de la carta. Miró el cadáver de Vieri. Llevaba una bolsa en el cinturón de cuya presencia no se había percatado hasta entonces. Se acercó y la cogió, regresando a su árbol para examinar el contenido. Encontró la imagen en miniatura de una mujer, unos cuantos florines en una bolsita, un cuaderno de notas por empezar y, cuidadosamente enrollado, un trozo de vitela. Lo abrió con manos temblorosas y lo reconoció de inmediato. Una página del Códice…

El sol se elevaba en el cielo y apareció un grupo de monjes con una camilla de madera en la que depositaron el cuerpo de Vieri para llevárselo.

Cuando la primavera dio de nuevo paso al verano, y las mimosas y las azaleas dejaron su lugar a las lilas y a las rosas, regresó a la Toscana una paz incómoda. Ezio estaba contento porque su madre continuaba con su recuperación, aunque sus nervios se habían visto tan convulsionados por la tragedia que había vivido que creía que nunca llegaría a abandonar la paz y la tranquilidad del convento. Claudia estaba planteándose profesar los votos que la llevarían al noviciado, una perspectiva que no le satisfacía en absoluto, aunque sabía que era tan terca como él y que intentar desbaratar sus planes no serviría más que para fortalecer su decisión.

Mario había dedicado su tiempo a asegurarse de que San Gimignano y su territorio, ahora bajo el control sobrio y reformado de su antiguo camarada Roberto, dejara de suponer una amenaza y a que los últimos reductos de la resistencia de los Pazzi quedaran debilitados. Monteriggioni era seguro, y una vez terminadas las celebraciones de la victoria, los condottieri de Mario disfrutaron de un bien merecido permiso que cada uno utilizó a su manera, con la familia, bebiendo o frecuentando mujeres, aunque nunca olvidando su formación. Los escuderos se dedicaron a mantener las armas afiladas y las armaduras libres de óxido, los albañiles y carpinteros a garantizar la conservación de las fortificaciones tanto de la ciudad como del castillo. En el norte, la amenaza externa de Francia estaba en suspenso debido a que el rey Luis estaba ocupado con los problemas que estaba causándole el duque de Borgoña; en el sur, por otro lado, el Papa Sixto IV, un aliado en potencia de los Pazzi, estaba demasiado ocupado colocando a sus parientes en puestos de alcurnia y supervisando la construcción de una capilla magnífica en el Vaticano como para plantearse realizar una incursión en la Toscana.

Entretanto, Mario y Ezio habían mantenido largas conversaciones sobre la amenaza que ambos sabían que seguía existiendo.

—Tengo que contarte más cosas sobre Rodrigo Borgia —le dijo Mario a su sobrino—. Nació en Valencia, pero estudió leyes en Bolonia y nunca ha regresado a España, pues aquí está en mejor posición para lograr sus ambiciones. En la actualidad es miembro destacado de la Curia romana, pero tiene miras más elevadas. Es uno de los hombres más poderosos de Europa y algo más que un simple político astuto dentro de la estructura de la Iglesia. —Bajó la voz—. Rodrigo es el líder de la Orden de los Templarios.

Ezio notó que el corazón le daba un vuelco.

—Esto explica su presencia en el asesinato de mi pobre padre y mis hermanos. Estaba detrás de todo.

—Sí, y no se ha olvidado de ti, sobre todo porque fue en gran parte gracias a ti que perdió su base en la Toscana. Y sabe de dónde vienes y el peligro que sigues representando para él. Ten muy claro, Ezio, que te hará matar en cuanto tenga la oportunidad.

—Entonces, si quiero llegar a ser libre, tengo que enfrentarme a él.

Pasaron del jardín, donde habían estado paseando, a una estancia interior del castillo situada al final de un corredor que salía de la sala de mapas. Era un lugar tranquilo, oscuro sin ser tenebroso, con las paredes repletas de libros y más parecido al despacho de un accademico que al de un comandante militar. En las estanterías había también artefactos que parecían provenir de Turquía o de Siria, y libros que, por lo que sus lomos daban a entender, estaban escritos en árabe. Ezio le había preguntado a su tío al respecto, pero no había recibido más que respuestas vagas.

Una vez allí, Mario abrió un arcón y sacó de él una cartera de cuero para portar documentos de la que extrajo un pliego de papeles. Entre ellos había algunos que Ezio reconoció de inmediato.

—Aquí está la lista de tu padre, chico…, aunque ya no debería llamarte así, pues ahora eres un hombre, y un guerrero de pura sangre. Le he añadido los nombres que me diste en San Gimignano. —Miró a su sobrino y le entregó el documento—. Ha llegado la hora de que empieces con tu trabajo.

—Todos los Templarios que aparecen aquí caerán bajo mi daga —dijo Ezio, sin alterarse. Su mirada fue a recaer en el nombre de Francesco de Pazzi—. Este, empezaré con él. Es el peor del clan y un fanático por el odio que muestra hacia nuestros aliados, los Medici.

—Tienes razón en lo que dices —accedió Mario—. ¿Empezarás, pues, los preparativos para viajar a Florencia?

—Lo tengo decidido.

—Bien. Pero si quieres equiparte como es debido, tienes que saber más cosas. Ven.

Mario se colocó delante de una librería y tocó un botón que había oculto en el lateral. Se abrió por unas silenciosas bisagras y apareció una pared de piedra en la que resaltaban varios huecos cuadrados. Había cinco llenos. El resto estaban vacíos.

La mirada de Ezio se iluminó al ver aquello. ¡Los cinco espacios llenos estaban ocupados por páginas del Códice!

—Veo que reconoces lo que es —dijo Mario—. Y no me sorprende. Al fin y al cabo, aquí está la página que te dejó tu padre, que tu inteligente amigo de Florencia consiguió descodificar y estas otras, que Giovanni consiguió encontrar y traducir antes de su muerte.

—Y la que cogí del cadáver de Vieri —añadió Ezio—. Pero su contenido sigue siendo un misterio.

—La pena es que tienes razón. Yo no soy el erudito que era tu padre, aunque con cada página que sumamos, y con la ayuda de los libros que tengo en mi estudio, voy acercándome a desvelar el misterio. ¡Mira! ¿Ves cómo las palabras se cruzan desde una página a la siguiente, y cómo se unen los símbolos?

Ezio miró con atención, una extraña sensación de recuerdo inundando su cerebro, como si estuviera despertándose en él un instinto heredado…, y con esa sensación, los garabatos de las páginas del Códice cobraron vida, sus intenciones desplegándose ante sus ojos.

—¡Sí! Y debajo parece que hay una especie de dibujo… Mira, ¡es como un mapa!

—Giovanni consiguió descifrar en estas páginas lo que parece ser una profecía, pero aún tengo que comprender a qué hace referencia. Algo sobre «un Fragmento del Edén». Fue escrita hace muchos años, por un Asesino como nosotros, cuyo nombre al parecer era Altair. Y aún hay más. Continúa escribiendo sobre «algo escondido bajo la tierra, algo tan poderoso como antiguo»…, pero aún tenemos que descubrir qué es.

—Aquí tengo la página de Vieri —dijo Ezio—. Ponía también en la pared.

—¡Aún no! La copiaré antes de que te vayas, pero llévale el original a ese amigo tuyo de Florencia de mente tan brillante. No necesita conocer la imagen completa, o lo que tenemos de ella hasta el momento. De hecho, podría resultar peligroso para él conocerla. Después, sumaremos la pieza de Vieri a las demás y estaremos un poco más cerca de descifrar el misterio.

—¿Y las otras páginas?

—Aún tenemos que redescubrirlas —dijo Mario—. No te preocupes por ello. Debes concentrarte en la empresa que tienes ahora por delante.