La lujosa Mansión del Placer de Paola no estaba lejos de las concurridas callejuelas donde se encontraba el taller de Leonardo, pero para llegar hasta él Ezio tenía que cruzar la amplia y ajetreada Piazza del Duomo, donde sus recién adquiridas habilidades para camuflarse entre la multitud le resultaron especialmente útiles. Habían transcurrido diez días desde las ejecuciones, y era probable que Alberti se imaginara que Ezio había huido hacía ya tiempo de Florencia, pero Ezio no quería correr riesgos por la cantidad de guardias apostados en la plaza y sus alrededores, tampoco Alberti estaba dispuesto a correrlos. Estaba seguro, además, de que en la plaza había también agentes vestidos de paisano. Ezio caminó con la cabeza gacha, sobre todo cuando pasó entre la catedral y el baptisterio, el punto donde la plaza estaba más concurrida. Pasó por delante del campanile de Giotto, que llevaba casi ciento cincuenta años dominando la ciudad, y junto a la gran masa de color rojo de la cúpula de la catedral de Brunelleschi, finalizada hacía tan sólo quince años, sin ver a dichos agentes, aunque se percató de la presencia de grupos de visitantes franceses y españoles levantando la cabeza con sincero asombro y admiración, y sintió en el corazón una pequeña oleada de orgullo hacia su ciudad. Pero ¿seguía siendo todavía su ciudad?
Reprimiendo cualquier pensamiento lóbrego, avanzó rápidamente hacia el lado sur de la piazza y llegó al taller de Leonardo. El maestro estaba en casa, le dijeron, en el patio trasero. El estudio mostraba un aspecto más caótico aún que en la otra ocasión que lo había visitado, aunque aquella locura parecía esconder algún tipo de método. Los artefactos que Ezio había visto en su anterior visita habían aumentado en número y del techo colgaba un extraño artefacto de madera, que le recordó enseguida el esqueleto de un murciélago a gran escala. En uno de los caballetes había una tela de gran tamaño clavada a una tabla, y pintado en ella un motivo de nudos terriblemente intrincado en una esquina, unos garabatos indescifrables escritos por Leonardo. A Agniolo se le había sumado otro ayudante, Innocento, y los dos estaban intentando poner un poco de orden en el estudio, catalogando el material para poder realizar su seguimiento.
—Está en el patio de atrás —le dijo Agniolo a Ezio—. Pasad. No le molestaréis.
Ezio encontró a Leonardo enfrascado en una curiosa actividad. En Florencia se podían comprar pájaros enjaulados en cualquier sitio. La gente los colgaba en la ventana por puro placer y cuando morían, simplemente los sustituían. Leonardo estaba rodeado por docenas de jaulas. Cuando llegó Ezio, acababa de seleccionar una de ellas, abrió a continuación la puertecilla de mimbre, levantó la jaula y observó cómo el pardillo (en este caso) encontraba la salida, la cruzaba y quedaba en libertad. Leonardo observó la partida del pájaro con interés y cuando se giró dispuesto a coger otra jaula, se percató de la presencia de Ezio.
Le sonrió de una manera encantadora mientras liberaba uno tras otro a tordos, camachuelos, alondras y caros ruiseñores, observándolos a todos con gran atención.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó perplejo Ezio.
—Toda forma de vida es preciosa —respondió simplemente Leonardo—. No soporto ver a seres vivos como yo encarcelados de esta manera, por el simple hecho de tener buena voz.
—¿Es el único motivo por el que los dejas en libertad? —Ezio sospechaba un motivo oculto.
Leonardo sonrió, pero no le ofreció una respuesta directa.
—Tampoco voy a comer más carne. ¿Por qué tiene que morir un pobre animal porque nos guste su sabor?
—En este caso los granjeros se quedarían sin trabajo.
—Podrían dedicarse todos a cultivar maíz.
—Imagínate lo aburrido que sería. Y habría un exceso.
—Ah, olvidaba que eres un finanziatore. Y estaba olvidando también mis modales. ¿Qué te trae por aquí?
—Necesito un favor, Leonardo.
—¿En qué puedo ayudarte?
—Hay algo…, algo que he heredado de mi padre y que me gustaría que reparases, si puedes.
La mirada de Leonardo se iluminó.
—Por supuesto. Ven por aquí. Utilizaremos la sala interior… Estos chicos me están desordenando el estudio, como es habitual. ¡A veces me pregunto por qué me molesto en darles un trabajo!
Ezio sonrió. Empezaba a comprender por qué, pero al mismo tiempo intuía que el primer amor de Leonardo era, y siempre sería, su trabajo.
—Ven por aquí.
El estudio interior de Leonardo, más pequeño, estaba aún más desordenado que el otro, pero entre las montañas de libros y especímenes, y entre papeles cubiertos de garabatos indescifrables, el artista, como siempre impecablemente (e incongruentemente) vestido y perfumado, fue apilando una cosa sobre otra hasta conseguir despejar una gran mesa de dibujo.
—Perdona el lío —dijo—. ¡Pero ahora al menos hemos conseguido un oasis! Veamos qué me has traído. A menos que te apetezca primero una copa de vino.
—No, no.
—Bien —dijo impaciente Leonardo—. ¡Veámoslo entonces!
Ezio sacó con cuidado el cuchillo, la muñequera y el mecanismo, que previamente había envuelto con la misteriosa hoja de vitela que acompañaba los objetos. Leonardo intentó en vano unir las piezas de la maquinaria y por un momento pareció caer en la desesperación.
—No sé, Ezio —dijo—. Este mecanismo es antiguo…, muy antiguo, pero por otro lado es muy sofisticado, y su fabricación está por delante incluso de nuestro tiempo. Fascinante. —Levantó la vista—. La verdad es que nunca había visto nada igual. Pero me temo que poco puedo hacer sin los planos originales.
Prestó atención entonces a la hoja de vitela, que había cogido para envolver de nuevo los objetos de Ezio.
—¡Espera un momento! —gritó, estudiándola con minuciosidad.
Después dejó el cuchillo roto y la muñequera a un lado, extendió la hoja consultándola, empezó a revolver entre una hilera de libros viejos y manuscritos que tenía en una estantería. Encontró los dos que buscaba, los dejó sobre la mesa y empezó a hojearlos.
—¿Qué haces? —preguntó Ezio, algo impaciente.
—Esto es muy interesante —dijo Leonardo—. Parece la página de un Códice.
—¿De un qué?
—Es una página de un libro antiguo. No está impresa, es un manuscrito. Es muy antigua, de hecho. ¿Tienes alguna más?
—No.
—Lástima. La gente no debería arrancar de esta manera las páginas de los libros. —Leonardo hizo una pausa—. A menos, quizás, que todo junto…
—¿Qué?
—Nada. Mira, el contenido de esta página está cifrado; pero si mi teoría es correcta… basándonos en estos dibujos podría muy bien ser que…
Ezio se quedó a la espera, pero Leonardo estaba perdido en su propio mundo. Tomó asiento y esperó pacientemente mientras Leonardo revolvía y examinaba con detalle más libros y rollos de pergamino, comprobando referencias y tomando notas, empleando aquella curiosa escritura de derecha a izquierda e invertida. Ezio no era el único, se imaginaba, que vivía la vida vigilando siempre sus espaldas. Por lo poco que había visto en el estudio, no le cabía la menor duda de que si la Iglesia se enteraba de las cosas que Leonardo tenía entre manos, éste se llevaría una buena reprimenda.
Leonardo levantó finalmente la vista. Pero cuando lo hizo Ezio ya se había adormilado.
—Extraordinario —murmuró Leonardo para sus adentros, y acto seguido, subiendo el tono de voz—: ¡Extraordinario! Si trasponemos las letras y después seleccionamos la tercera de cada…
Se puso de nuevo a trabajar, cogió el cuchillo, la muñequera y el mecanismo. Sacó de debajo de la mesa una caja de herramientas, montó un tornillo de banco y en silencio se concentró en su trabajo. Pasó una hora, dos… Ezio se había quedado plácidamente dormido, acunado por la atmósfera cargada y cálida de la estancia y los discretos sonidos de Leonardo, que seguía dando pequeños golpes y rascando. Y por fin…
—¡Ezio! ¡Despierta!
—¿Eh?
—¡Mira!
Leonardo señaló encima de la mesa. Había encajado la daga, restaurada por completo, en aquel extraño mecanismo, que a su vez estaba ahora fijado a la muñequera. El conjunto estaba pulido, como si estuviera recién hecho, aunque no brillaba.
—Un acabado mate, he decidido —dijo Leonardo—. Como una armadura romana. Cualquier cosa que brille bajo la luz del sol es un delator mortal.
Ezio cogió el arma y la sopesó. Era ligera, pero el robusto cuchillo estaba perfectamente equilibrado. Ezio nunca había visto nada parecido. Una daga con resorte que podía esconder en su muñeca. Bastaba con flexionar la mano y aparecía el cuchillo, listo para rajar o apuñalar según su usuario decidiera.
—Te tenía por un hombre de paz —dijo Ezio, recordando los pájaros.
—Las ideas por delante de todo. Sean las que sean. Veamos —dijo, sacando de su caja de herramientas un martillo y un cincel—. Eres diestro, ¿verdad? Bien. Ahora hazme el favor de colocar el dedo anular derecho encima de este bloque.
—Pero ¿qué haces?
—Lo siento, pero tengo que hacerlo así. El cuchillo está diseñado para garantizar el compromiso total de quienquiera que lo empuñe.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo funcionará si te quitamos este dedo.
Ezio pestañeó. Por su cabeza pasaron un montón de imágenes: recordó la supuesta amistad de Alberti con su padre, cómo Alberti le había dado confianza después del arresto de su padre, las ejecuciones, el que se había convertido en su objetivo. Apretó la mandíbula.
—Hazlo.
—A lo mejor debería utilizar un cuchillo de carnicero. Sería un corte más limpio. —Leonardo sacó uno de un cajón de la mesa—. Ahora, sólo tienes que poner el dedo… cosi.
Ezio se preparó mentalmente mientras Leonardo levantaba el cuchillo de carnicero. Cerró los ojos al oírlo caer —¡chunc!— sobre la tabla de madera. Pero no sintió dolor. Abrió los ojos. El cuchillo estaba clavado en la tabla, a escasos centímetros de su mano, que estaba intacta.
—¡Cabrón! —Ezio estaba pasmado, y furioso también por aquella broma de mal gusto.
Leonardo levantó las manos.
—¡Tranquilízate! ¡Era sólo para añadir un poco de diversión! Cruel, lo admito, pero no he podido resistirme. Quería ver hasta dónde llegaba tu determinación. ¿Sabes? El uso de esta máquina requería originalmente este sacrificio. Algo que ver con un antiguo rito de iniciación, creo. Pero he hecho un par de apaños. Para que puedas conservar tu dedo. ¡Mira! El cuchillo sale ahora perfectamente, y le he añadido una empuñadura que aparece automáticamente cuando el cuchillo está abierto. ¡Lo único que tienes que hacer es recordar mantenerlo extendido cuando sale! De modo que puedes conservar tu dedo. Aunque tal vez prefieras llevar guantes cuando lo utilices… La hoja está muy afilada.
Ezio se sentía demasiado fascinado —y agradecido— como para mantener su enfado mucho tiempo.
—Es extraordinario —dijo, abriendo y cerrando la daga varias veces hasta comprender a la perfección cómo utilizarla—. Increíble.
—¿A que sí? —coincidió Leonardo—. ¿Estás seguro de que no tienes más páginas como ésta?
—Lo siento pero no.
—Si por casualidad encontrases alguna más, tráemela, por favor.
—Te doy mi palabra. ¿Y cuánto te debo por…?
—Ha sido un placer. De lo más instructivo. No hay…
Fueron interrumpidos por un golpeteo en la puerta del estudio que daba a la calle. Leonardo corrió hacia la parte delantera del edificio mientras Agniolo e Innocento lo miraban espantados. La persona que había al otro lado de la puerta había empezado a gritar:
—¡Abrid, por orden de la guardia florentina!
—¡Un momento! —respondió gritando también Leonardo, y en voz baja le dijo a Ezio—: Quédate aquí.
Entonces abrió la puerta y se situó bajo su arco bloqueando el paso del guardia.
—¿Sois Leonardo da Vinci? —preguntó el guardia empleando una de esas voces oficiales fuertes y autoritarias.
—¿En qué puedo ayudaros? —dijo Leonardo, saliendo a la calle, obligando con ello al guardia a dar un paso atrás.
—Estoy autorizado para formularos unas preguntas.
Leonardo se había colocado de tal manera que el guardia había quedado de espaldas a la puerta del estudio.
—¿Qué problema hay?
—Nos ha llegado un informe de que acababais de ser visto relacionándoos con un conocido enemigo de la ciudad.
—¿Quién, yo? ¿Relacionándome? ¡Descabellado!
—¿Cuándo fue la última vez que visteis o hablasteis con Ezio Auditore?
—¿Quién?
—No me vengáis ahora con gilipolleces. Sabemos que manteníais una relación estrecha con la familia. Que le vendisteis a la madre un par de esos pintarrajos vuestros. ¿Necesitáis tal vez que os refresque un poco la memoria?
Y el guardia le atizó en el estómago con la culata de su alabarda. Leonardo, lanzando un grito agudo de dolor, se doblegó y cayó al suelo, donde el guardia empezó a atizarle puntapiés.
—¿Estamos ya dispuestos a charlar? No me gustan los artistas. Sois un puñado de maricones.
Pero la escena le había dado a Ezio tiempo para deslizarse sin hacer ruido por la puerta y colocarse detrás del guardia. La calle estaba desierta. Tenía justo delante de él el cogote desnudo del hombre. Era una oportunidad ideal para poner a prueba su nuevo juguete. Levantó la mano, desencadenando con ello la liberación del mecanismo, y apareció al instante el silencioso cuchillo. Con un diestro movimiento de su mano derecha abierta, Ezio clavó el cuchillo una sola vez en la parte lateral del cuello del guardia. El filo recién afilado era tremendamente peligroso y penetró la yugular del guardia sin la menor resistencia. El hombre cayó, muerto incluso antes de llegar al suelo.
Ezio ayudó a Leonardo a incorporarse.
—Gracias —dijo el tembloroso artista.
—Lo siento…, no pretendía matarlo…, no ha habido tiempo…
—A veces no tenemos otra alternativa. Aunque a estas alturas ya tendría que estar acostumbrado.
—¿A qué te refieres?
—Estuve implicado en el caso Saltarelli.
Ezio lo recordó enseguida. Hacía escasas semanas, un joven modelo artístico, Jacopo Saltarelli, había sido denunciado de forma anónima por practicar la prostitución, y Leonardo, junto con tres hombres más, había sido acusado de ser uno de sus clientes habituales. El caso había quedado desestimado por falta de pruebas, pero ya no era posible quitarse de encima la mala fama adquirida.
—Aquí no procesamos a los homosexuales —dijo Ezio—. Es por eso, creo recordar, que los alemanes utilizan cierto apodo para ellos: los llaman florenzer.
—Oficialmente sigue siendo una actividad ilegal —dijo secamente Leonardo—. Pueden todavía multarte por ello. Y con hombres como Alberti en el poder…
—¿Y qué hacemos con el cuerpo?
—Oh —dijo Leonardo—. Es un regalo caído del cielo. Ayúdame a arrastrarlo dentro antes de que alguien nos vea. Lo pondré con los demás.
—¿Un regalo caído del cielo? ¿Los demás?
—La bodega es fresca. Se mantienen una semana. De vez en cuando recupero un par de cadáveres del hospital, los que no reclama nadie. Todo extraoficial, claro está. Los abro, los examino un poco… Sirven para mi investigación.
Ezio miró a su amigo con enorme curiosidad.
—¿Qué?
—Creía que te lo había contado. Me gusta averiguar el funcionamiento de las cosas.
Apartaron el cuerpo de la vista de la gente y los dos ayudantes de Leonardo lo arrastraron de cualquier manera por los peldaños de piedra para esconderlo.
—¿Y si envían a alguien a buscarlo, para saber qué ha sido de él?
Leonardo se encogió de hombros.
—Diré que no sé nada. —Le guiñó el ojo—. Tengo amigos poderosos aquí, Ezio.
Ezio estaba perplejo. Dijo:
—Te veo muy confiado…
—Tú limítate a no mencionarle a nadie el incidente.
—No lo haré… y gracias, Leonardo, por todo.
—Ha sido un placer. Y no lo olvides… —Sus ojos brillaban con una mirada hambrienta—. Si encuentras más páginas de este Códice, tráemelas. Quién sabe qué otros nuevos dibujos podrían contener.
—¡Te lo prometo!
Ezio regresó triunfante a casa de Paola aunque, a lo largo de todo su recorrido hacia el norte de la ciudad, no olvidó en ningún momento perderse en el anonimato de la multitud.
Paola lo recibió aliviada.
—Has estado ausente más tiempo del que me esperaba.
—A Leonardo le gusta hablar.
—Pero espero que no se haya dedicado sólo a eso.
—Oh, no. ¡Mira! —Y le mostró la daga de muñeca, extendiéndola desde el interior de la manga con una floritura extravagante y una sonrisa de chiquillo.
—¡Impresionante!
—Sí. —Ezio contempló con admiración el arma—. Necesitaré practicar un poco. Quiero conservar todos los dedos. Paola se puso seria.
—Bien, Ezio, me parece que ya estás a punto. Te he proporcionado las habilidades que necesitabas, Leonardo ha reparado tu arma. —Respiró hondo—. Todo lo que necesitas ahora es llevar a cabo tu hazaña.
—Sí —dijo Ezio en voz baja, su expresión ensombreciéndose de nuevo—. La pregunta ahora es cómo acceder a messer Alberti. Paola se quedó pensativa.
—El duque Lorenzo está ya de vuelta. No está de acuerdo con las ejecuciones que Alberti autorizó en su ausencia, pero carece del poder necesario para desafiar al gonfaloniere. Mañana por la noche se celebrará el estreno de la última obra del maestro Verrocchio para el claustro de Santa Croce. La alta sociedad florentina estará presente, incluyendo Alberti. —Se quedó mirándolo—. Creo que deberías asistir.
Ezio descubrió que la escultura que iba a presentarse era una estatua de bronce de David, el héroe bíblico con quien se asociaba Florencia, una ciudad situada entre dos Goliat: Roma en el sur y los reyes de Francia, siempre ansiosos por conquistar territorio, en el norte. La familia Medici era la promotora del encargo, que se erigiría en el Palazzo Vecchio. El maestro había empezado a trabajar en la escultura hacía tres o cuatro años y corrían rumores de que la cabeza había sido modelada por el que fuera uno de los más atractivos y jóvenes aprendices de Verrocchio en aquel momento, un tal Leonardo da Vinci. En cualquier caso, la excitación ante el acontecimiento era grande y todo el mundo andaba pensando qué se pondría para la ocasión.
Pero Ezio tenía otros temas sobre los que reflexionar.
—Cuida de mi madre y mi hermana en mi ausencia —le pidió a Paola.
—Como si fueran las mías.
—Y si me pasara cualquier cosa…
—Ten fe, no te pasará nada.
La tarde siguiente, Ezio se dirigió a Santa Croce con la suficiente antelación. Había pasado las horas previas preparándose y afinando sus habilidades con la nueva arma hasta quedar satisfecho y con la sensación de que dominaba su utilización. Estuvo pensando en la muerte de su padre y sus hermanos, y el tono cruel de la voz de Alberti al pronunciar la sentencia resonó claramente en su cabeza.
Cuando se acercaba a Santa Croce vio a dos figuras que reconoció enseguida. Caminaban por delante de él y algo distanciadas de un pequeño pelotón de guardaespaldas cuyo uniforme exhibía una insignia con cinco bolas rojas sobre un campo dorado. Estaban discutiendo, y se apresuró para acercarse y oír la conversación. Se detuvieron delante del pórtico de la iglesia y él se quedó dando vueltas, cerca de ellos pero sin que pudieran verlo, para escuchar qué decían. Los hombres hablaban sin apenas mover los labios. Uno era Uberto Alberti, el otro un hombre delgado, de entre veinticinco y treinta años, con nariz prominente y expresión resuelta, ricamente vestido con gorro y manto de color rojo, una túnica de color gris plata debajo. El duque Lorenzo, Il Magnifico, como lo llamaban sus súbditos, para indignación de los Pazzi y sus partidarios.
—No puedes acusarme de esto —estaba diciendo Alberti—. Actué en base a la información recibida y a pruebas irrefutables. ¡Actué dentro de la ley y dentro de los límites de mi cargo!
—¡No! Sobrepasaste tus límites, gonfaloniere, y te aprovechaste de mi ausencia para hacerlo. Estoy tremendamente contrariado.
—¿Quién eres tú para hablar de límites? ¡Te has hecho con el poder de la ciudad, te has autoproclamado su duque, sin el consentimiento formal ni de la Signoria ni de nadie!
—¡Yo no he hecho eso!
Alberti se permitió la licencia de una carcajada irónica.
—¿Y qué ibas a decir si no? ¡Tú siempre tan inocente! Qué oportuno por tu parte. En Careggi te rodeas de hombres que la mayoría consideramos peligrosos librepensadores: Ficino, Mirándola, ¡y ese asqueroso de Poliziano! Pero al menos ahora hemos tenido la oportunidad de ver hasta dónde llega en realidad tu radio de acción…, que es lo mismo que decir que a ninguna parte, hablando en términos prácticos. Ha sido una lección muy valiosa para mis aliados y para mí.
—Sí. Tus aliados los Pazzi. En realidad todo versa en torno a lo mismo, ¿no?
Alberti se estudió detenidamente las uñas antes de responder.
—Cuidado con lo que dices, duce. Podrías atraer la atención de quien no corresponde. —Aunque no habló completamente seguro de sí mismo.
—El único que debería vigilar lo que dice eres tú, gonfaloniere. Y te sugiero que transmitas este consejo a tus socios… Tómalo como una advertencia de amigo.
Y con eso, Lorenzo dio media vuelta y se dirigió con sus guardaespaldas hacia el claustro. Pasado un instante, maldiciendo para sus adentros, Alberti siguió sus pasos. A Ezio le dio la impresión de que aquel hombre estaba maldiciéndose a sí mismo.
Los claustros habían sido engalanados para la ocasión con tejidos bordados en oro que reflejaban de forma deslumbrante la luz de centenares de velas. En una tribuna situada junto a la fuente central, tocaba un grupo de músicos, mientras que en otra tribuna se alzaba la escultura de bronce, una figura de exquisita belleza cuyo tamaño alcanzaría aproximadamente la mitad de la altura de un hombre. Cuando Ezio entró, aprovechando columnas y sombras para esconderse, vio a Lorenzo felicitando al artista. Ezio reconoció también a la misteriosa figura encapuchada que acompañaba a Alberti en la plataforma el día de la ejecución.
A cierta distancia, vio a Alberti rodeado por sus admiradores, miembros de la nobleza local. Por lo que pudo escuchar, Ezio entendió que estaban felicitando al gonfaloniere por haber liberado a la ciudad de la lacra de la familia Auditore. Nunca se habría imaginado que su padre pudiera tener tantos enemigos, además de amigos, en la ciudad, pero se dio cuenta también de que sólo se habían atrevido a situarse contra él en ausencia de su principal aliado, Lorenzo. Ezio sonrió cuando una mujer de la nobleza le dijo a Alberti que confiaba en que el duque valorara su integridad. Vio que la insinuación no había sido en absoluto del agrado de Alberti. Y siguió oyendo más cosas.
—¿Y qué se sabe del otro hijo? —estaba preguntando un noble—. Ezio, ¿no? ¿Ha conseguido escapar?
Alberti logró esbozar una sonrisa.
—El chico no supone ningún tipo de peligro. Manos blandas y una cabeza más blanda aún. Lo capturarán y será ejecutado antes de que acabe la semana.
Todos los que estaban a su alrededor estallaron en carcajadas.
—Y bien…, ¿qué es lo que te aguarda a continuación, Uberto? —preguntó otro hombre—. ¿La silla de la Signoria, quizás?
Alberti abrió las manos.
—Todo es voluntad de Dios. Mi único interés reside en continuar sirviendo a Florencia, con fidelidad y diligencia.
—Sea lo que fuere lo que eligieras hacer, tienes nuestro apoyo.
—Muy halagüeño por tu parte. Veremos lo que el futuro nos depara. —Alberti estaba radiante, aunque aparentaba modestia—. Y ahora, amigos míos, sugiero que dejemos la política de lado y nos entreguemos al placer de esta sublime obra de arte, tan generosamente donada por los nobles Medici.
Ezio esperó a que la compañía de Alberti se alejara en dirección al David. Por su parte, Alberti cogió una copa de vino y examinó la escena, una mezcla de cautela y satisfacción en su mirada. Ezio sabía que era su oportunidad. Los ojos de todo el mundo estaban fijos en la escultura, cerca de la cual Verrocchio se atascaba ofreciendo un breve discurso.
—Realizar este último cumplido te debe de haber sentado como una patada en el estómago —dijo Ezio entre dientes—. Pero me parece correcto que seas poco sincero al final.
A Alberti se le salieron los ojos de las órbitas al reconocerlo.
—¡Tú!
—Sí, gonfaloniere. Soy Ezio. He venido a vengar la muerte de mi padre —tu amigo— y de mis inocentes hermanos.
Alberti oyó el clic apagado de un muelle, un sonido metálico, y vio de inmediato el cuchillo pegado a su garganta.
—Adiós, gonfaloniere —dijo Ezio con frialdad.
—¡Detente! —gritó de forma sofocada Alberti—. Tú habrías hecho lo mismo de haber estado en mi situación: proteger a tus seres queridos. Perdóname, Ezio…, no me quedó otro remedio.
Ezio se inclinó sobre él, ignorando sus súplicas. Sabía que aquel hombre había tenido otra alternativa —una alternativa honorable— y que se había mostrado excesivamente pasivo para decantarse por ella.
—¿Y te crees que yo no estoy protegiendo a mis seres queridos? ¿Qué misericordia serías capaz de mostrar con mi madre y mi hermana, de poder ponerles la mano encima? Y ahora dime: ¿dónde están los documentos de mi padre que te entregué? Tienes que tenerlos guardados en algún lugar seguro.
—Nunca los conseguirás. ¡Siempre los llevo encima! —Alberti intentó empujar a Ezio y cogió aire para llamar a los guardias, pero Ezio acercó el cuchillo un poco más a su garganta y deslizó el filo por encima de su arteria yugular. Incapaz ni siquiera de borbotar, Alberti cayó de rodillas, sus manos agarrándose instintivamente al cuello en un vano intento de detener la sangre que se derramaba sobre la hierba como una cascada. En cuanto cayó tendido por completo al suelo. Ezio se encorvó rápidamente sobre él y cortó la cinta que unía su bolsa con el cinturón. Miró en su interior. El engreimiento final había llevado a Alberti a decir la verdad. Los documentos estaban allí.
Se dio cuenta entonces de que lo rodeaba el silencio. El discurso de Verrocchio se había interrumpido y todos los invitados se habían girado hacia él y estaban mirándolo, sin abarcar todavía el alcance de lo sucedido. Ezio se incorporó y se enfrentó a todos ellos.
—¡Sí! ¡Lo que veis es real! ¡Lo que veis es venganza! La familia Auditore sigue con vida. ¡Yo sigo aquí! ¡Ezio Auditore!
Cogió aire en el mismo momento en que una voz de mujer gritaba:
—Assassino!
Reinó al instante el caos. Los guardaespaldas de Lorenzo lo rodearon inmediatamente, sus espadas en alto. Los invitados corrieron a esconderse aquí y allá, algunos intentando huir, los más valientes haciendo al menos el ademán de intentar capturar a Ezio, aunque ninguno de ellos se atreviera a hacerlo de verdad. Ezio vio que la figura encapuchada se perdía entre las sombras. Verrocchio se había quedado protegiendo su escultura. Las mujeres chillaban, los hombres gritaban y los guardias de la ciudad corrían por los claustros, sin saber muy bien a quién perseguir. Ezio aprovechó la coyuntura, se encaramó al tejado de la columnata del porche y saltó a otro patio interior, cuya puerta se abría a la plaza de delante de la iglesia, donde empezaba a congregarse ya una multitud de curiosos, atraída por los sonidos de la conmoción que se vivía en el interior del edificio.
—¿Qué sucede? —le preguntó alguien a Ezio.
—Se ha hecho justicia —respondió Ezio, antes de echar a correr por la ciudad en dirección noroeste en busca de la seguridad que le ofrecía la mansión de Paola.
Hizo un alto en el camino para verificar el contenido de la bolsa de Alberti. Al menos, sus últimas palabras habían sido sinceras. Todo estaba allí. Y había algo más. Una carta no entregada escrita de puño y letra de Alberti. Tal vez información nueva para Ezio, que rompió el lacre y desplegó el pergamino.
Pero era una nota personal de Alberti a su esposa. Mientras la leía, Ezio pudo al menos comprender qué tipo de fuerzas habían empujado a aquel hombre a romper su integridad.
Amor mío:
"Plasmo mis pensamientos en papel con la esperanza de que quizás llegue un día en el que reúna el valor suficiente coma para compartirlos contigo. Con el tiempo, te enterarás sin duda de que traicioné a Giovanni Auditore, lo taché de traidor y lo sentencié a muerte. Probablemente la historia juzgará, este acto como una cuestión de política y avaricia. Tero tienes que comprender que no fue el destino lo que me forzó a hacerlo, sino el miedo.
Cuando los Medici robaron a nuestra familia todo lo que poseíamos, tuve miedo. Por ti Por nuestro hijo. Por el futuro. ¿Qué esperanza le queda en este mundo a un hombre sin medios ni posibilidades? En cuanto a los demás, me ofrecieron dinero, tierras y titules a cambio de mi colaboración.
Y así fue come acabé traicionando a mí intimo amigo.
Por inexplicable que sea ese acto, me pareció necesario en su momento.
E incluso ahora, mirando atrás, no consiga ver otra manera de…
Ezio dobló con cuidado la carta y la guardó de nuevo en la bolsa. Le pondría de nuevo el lacre y se encargaría de que fuera entregada. Estaba decidido a no doblegarse jamás ante la mezquindad.