Una mañana de principios de agosto de 1503, Ezio, un hombre cuarenta y cuatro años de edad, con las sienes pinceladas con canas pero conservando aún su barba castaño oscuro, fue convocado por su tío para reunirse con él y el resto de la Compañía de los Asesinos en su despacho del castillo de Monteriggioni. A Paola, Maquiavelo y La Volpe se les habían sumado Teodora, Antonio y Bartolomeo.
—Ha llegado el momento, Ezio —dijo solemnemente Mario—. Tenemos el Fruto del Edén y hemos reunido por fin todas las páginas del Códice. Terminemos lo que tú y mi hermano, tu padre, empezasteis tanto tiempo atrás… Tal vez podamos por fin comprender la profecía enterrada en el Códice y acabar de una vez por todas y para siempre con el poder inexorable de los Templarios.
—Entonces, tío, deberíamos empezar localizando la Bóveda. Las páginas del Códice que has unido deberían conducirnos hasta ella.
Mario activó la librería para descubrir la pared en la que estaban colgadas las páginas del Códice, completo ahora. A su lado, sobre un pedestal, estaba el Fruto del Edén.
—Así es como se relacionan las páginas entre ellas —dijo Mario mientras todos examinaban aquel complejo conjunto—. Por lo que parece, muestra un mapa del mundo, pero de un mundo mucho mayor que el que conocemos, con continentes al oeste y al sur de los que no tenemos constancia. Pero aun así, estoy convencido de su existencia.
—Hay otros elementos —dijo Maquiavelo—. Aquí, a la izquierda, podéis ver el perfil esbozado de lo que sólo puede ser un báculo; de hecho, podría tratarse de un báculo papal. A la derecha, aparece claramente un dibujo del Fruto del Edén. En medio de las páginas, podemos ver ahora una docena de puntos que siguen un dibujo cuyo significado sigue siendo un misterio.
Y mientras hablaba, el Fruto del Edén empezó a brillar espontáneamente hasta, al final, lanzar cegadores destellos que iluminaron las páginas del Códice, como si las abrazaran. A continuación, regresó a su estado apagado y neutral.
—¿Por qué habrá hecho eso… en este preciso momento? —preguntó Ezio, deseando que Leonardo hubiera estado allí para explicárselo o, como mínimo, para realizar algún tipo de deducción.
Intentó recordar lo que había dicho su amigo sobre las singulares propiedades de aquella curiosa máquina, pero no lo consiguió. Parecía más un ser vivo que un mecanismo. Su instinto, sin embargo, le decía que tenía que confiar en ello.
—Un misterio más para desvelar —dijo La Volpe.
—¿Cómo es posible lo que indica este mapa? —preguntó Paola—. ¡Con continentes por descubrir!
—A lo mejor estos continentes esperan a ser redescubiertos —sugirió Ezio, sobrecogido.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Teodora.
Maquiavelo respondió:
—Tal vez la respuesta esté en la Bóveda.
—¿Sería posible ahora ver dónde se localiza? —preguntó Antonio, siempre tan práctico.
—Veamos… —dijo Ezio, examinando el Códice—. Si unimos con líneas estos puntos… —Lo hizo—. Convergen…, ¡mirad! En un único punto. —Dio un paso atrás—. ¡No! ¡No puede ser! ¡La Bóveda! ¡Parece que la Bóveda está en Roma!
Miró a todos los reunidos, que leyeron su pensamiento.
—Eso explica por qué Rodrigo estaba tan ansioso por convertirse en Papa —dijo Mario—. Lleva once años gobernando la Santa Sede, pero carece aún del medio para desvelar su más oscuro secreto, aunque es evidente que debe de saber dónde está ese lugar.
—¡Por supuesto! —dijo Maquiavelo—. En cierto sentido, es de admirar. ¡No sólo ha conseguido localizar la Bóveda, sino que además, al convertirse en Papa, controla el Báculo!
—¿El Báculo? —dijo Teodora.
Mario tomó entonces la palabra.
—El Códice siempre menciona «dos Fragmentos del Edén», es decir, dos llaves, no puede significar otra cosa. Uno —se volvió para mirarlo— es el Fruto del Edén.
—¡Y el otro es el Báculo papal! —exclamó Ezio, al comprenderlo en aquel instante—. ¡El Báculo papal es el «Segundo Fragmento del Edén»!
—Exactamente —dijo Maquiavelo.
—¡Dios mío, tienes razón! —gritó tío Mario. Y de repente se puso serio—. Llevamos años, décadas, buscando estas respuestas.
—Y ahora las tenemos —concluyó Paola.
—Pero también podría tenerlas el Español —intervino Antonio—. No estamos seguros de que no existan copias del Códice, no lo sabemos, y aun en el caso de que su colección estuviera todavía incompleta, dispondría de información suficiente como para… —Se interrumpió—. Y si lo consigue, si adivina la manera de acceder a la Bóveda… —Bajó la voz—. Su contenido podría hacer que, en comparación, el Fruto del Edén pareciera una bagatela.
—Dos llaves —les recordó Mario—. La Bóveda necesita dos llaves para acceder a ella.
—Pero no podemos correr riesgos —dijo enseguida Ezio—. ¡Tengo que partir ahora mismo para Roma y encontrar la Bóveda! —Ezio miró una a una las caras de sus compañeros—. ¿Y qué me decís vosotros?
Bartolomeo, que hasta el momento había permanecido en silencio, tomó entonces la palabra, sin su habitual rudeza.
—Haré lo que mejor sé hacer: provocar unos problemillas en la Ciudad Eterna, algún que otro alboroto, un poco de diversión para que puedas actuar sin que nadie te moleste.
—Todos colaboraremos para despejarte el camino, amigo —dijo Maquiavelo.
—Haznos saber cuando lo tengas todo a punto, nipote, y todos te apoyaremos —dijo Mario—. Tutti per uno e uno per tutti!
—Grazie, amici —dijo Ezio—. Sé que estaréis allí cuando os necesite. Pero dejad que sea yo quien lleve toda la carga de esta última misión. Un pez solitario es capaz de eludir una red que captura un banco entero, y pillaré desprevenidos a los Templarios.
Aceleraron los preparativos y a mediados de mes, Ezio, custodiando el precioso Fruto del Edén, llegó por el Tíber, a bordo de un barco, a los muelles cercanos al castillo de Sant'Angelo, en Roma. Había tomado todas las precauciones posibles, pero por mano del diablo o por la sagacidad de los omnipresentes espías de Rodrigo, su llegada no pasó desapercibida y ya en las puertas del muelle tuvo que enfrentarse a una patrulla de guardias de Borgia. Tendría que abrirse camino por el Passetto di Borgo, el paso elevado de casi un kilómetro de longitud que conectaba el castillo con el Vaticano. Consciente de que el tiempo corría en su contra, ahora que Rodrigo se había enterado de su llegada, Ezio decidió que su única opción era un ataque rápido y preciso. Saltó como un lince sobre la cubierta de un carro tirado por bueyes cargado con barriles de los muelles, y encaramándose al barril más alto, se colgó de una grúa. Los guardias observaron boquiabiertos cómo el Asesino se lanzaba desde la grúa, su capa hinchándose detrás de él. Desenfundó su daga, acabó con un sargento montado de Borgia y lo hizo caer de su caballo. Había llevado a cabo la maniobra en tan poco tiempo que los demás guardias ni siquiera pudieron desenfundar sus espadas. Ezio, sin mirar atrás, subió al caballo y galopó por el Passetto a una velocidad tal que los hombres de Borgia no pudieron perseguirlo.
Al llegar a su destino, Ezio descubrió que la puerta por la que tenía que entrar era demasiado baja y estrecha para un jinete, de modo que desmontó y la cruzó a pie, eliminando a los dos hombres que la custodiaban con un único y hábil movimiento de cuchillo. A pesar de que iba sumando años, Ezio había intensificado su entrenamiento y estaba ahora en la cúspide de su fuerza: era el pináculo de su Orden, el Asesino supremo.
Después de cruzar la puerta se encontró en un estrecho patio, al otro lado del cual había una puerta más. Daba la impresión de no estar vigilada, pero cuando acercó la mano a la palanca lateral que imaginó que la abriría, escuchó un grito procedente de lo alto de las almenas.
—¡Detened al intruso!
Miró a sus espaldas y vio cerrarse la puerta por la que acababa de entrar. ¡Estaba atrapado en un enclave angosto!
Mientras los arqueros que tenía por encima se preparaban para disparar, se colgó sobre la palanca que controlaba la segunda puerta y consiguió abrirla justo en el momento en que las flechas chocaban con un ruido metálico contra el suelo.
Ya estaba dentro del Vaticano. Con la elegancia de un gato, avanzó por sus laberínticos pasadizos, fundiéndose con las sombras al menor indicio de la presencia de los alertados guardias, pues no podía permitirse una confrontación que revelase su posición. Finalmente, llegó a la inmensa caverna de la Capilla Sixtina.
La obra maestra de Baccio Pontelli, construida por el Papa Sixto IV, viejo enemigo de los Asesinos, y finalizada hacía veinte años, se vislumbraba amenazadoramente a su alrededor y por encima de él, las numerosas velas encendidas penetrando sólo tímidamente la penumbra. Ezio distinguió las pinturas de Ghirlandaio, Botticelli, Perugino y Rosselli, pero la gran bóveda del techo estaba todavía pendiente de ser decorada.
Había entrado a través de una ventana con vidriera de colores que estaba en reparación y en aquel momento se mantenía en equilibrio sobre una tronera interior que dominaba el amplio espacio. Abajo, Alejandro VI, con sus galas doradas, celebraba una misa y leía en aquel momento el Evangelio según San Juan.
«In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum. Hoc erat in principio apud Deum. Omnia per ipsum fact sunt, et sine ipso factum est nihil quid factum est… En él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilló en la oscuridad; y la oscuridad dejó de comprenderlo todo. Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan. Vino para ser testigo, para dar testimonio de la Luz, en la que todos los hombres creerían a través de él. El no era la Luz, pero fue enviado para dar testimonio de la Luz. Que era la Luz verdadera, la que iluminaba a cualquier hombre que viniera al mundo. El estaba en el mundo, y el mundo fue creado por él, y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Mas a cuantos le recibieron, les dio el poder de convertirse en hijos de Dios, incluso a aquellos que creen en su nombre: que nacieron, no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad del varón, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, la gloria como el unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad…»
Ezio siguió observando hasta que la misa tocó a su fin y la congregación empezó a desfilar, dejando al Papa a solas con sus cardenales y sacerdotes. ¿Sabría el Español que Ezio estaba allí? ¿Habría planificado algún tipo de confrontación? Ezio no tenía ni idea, pero veía una oportunidad de oro para liberar al mundo de la amenaza de aquel terrible Templario. Armándose de valor, se lanzó desde la tronera para aterrizar perfectamente en cuclillas cerca del Papa, enderezándose de inmediato antes de que Borgia o sus sacerdotes tuvieran tiempo de reaccionar o pedir ayuda, y clavando profundamente su hoja oculta en el hinchado cuerpo de Alejandro. El Papa cayó al suelo a los pies de Ezio sin hacer ruido y se quedó inmóvil.
Ezio se quedó junto a él, respirando hondo.
—Creía… creía que tenía superado esto. Creía que podría sobreponerme a la venganza. Pero no puedo. No soy más que un hombre. He esperado mucho tiempo, he perdido demasiado… y tú eres un cáncer de este mundo que debe ser extirpado por el bien de todos. Requiescat in pace, sfortunato.
Se volvió, dispuesto a irse, pero entonces sucedió algo muy peculiar. La mano del Español se cerró en torno al Báculo que había estado sujetando. De inmediato, empezó a brillar con una potente luz blanca y la concavidad del espacio de la capilla empezó a girar sin parar. Los fríos ojos de color cobalto del Español se abrieron de repente.
—No estoy preparado para descansar en paz, desgraciado —dijo el Español.
Hubo un potente destello de luz y los sacerdotes y los cardenales, junto con los miembros de la congregación que seguían en el interior de la capilla, cayeron al suelo, gritando de dolor, mientras de sus cuerpos salían finos rayos de luz traslúcida, que ascendieron enroscándose como el humo hasta ir a parar al resplandeciente Báculo que el Papa, ahora de pie, sujetaba con mano de acero.
Ezio corrió hacia él, pero el Español gritó:
—¡No lo hagas, Asesino! —y agitó el Báculo en dirección a Ezio.
Chisporroteó de forma extraña, como un rayo, y Ezio se vio impulsado hacia el otro lado de la capilla, por encima de los cuerpos de los sacerdotes y la gente que seguía gimiendo y contorsionándose. Rodrigo Borgia golpeó enérgicamente el Báculo sobre el suelo del altar y de los desventurados cuerpos surgió más energía en forma de humo, que fluyó hacia el Báculo y hacia él.
Ezio se incorporó y se enfrentó una vez más a su gran enemigo.
—¡Eres un demonio! —chilló Rodrigo—. ¿Cómo es posible que resistas?
Bajó la vista y vio el resplandor de la bolsa que llevaba Ezio en el cinturón, que seguía conteniendo el Fruto del Edén.
—¡Ya entiendo! —dijo Rodrigo, sus ojos relucientes como brasas—. ¡Tienes el Fruto del Edén! ¡De lo más oportuno! ¡Entrégamelo ahora mismo!
—Vai a farti fottere!
Rodrigo se echó a reír.
—¡Qué vulgaridad! ¡Pero tú siempre luchando! Como tu padre. ¡Pues alégrate, hijo mío, porque volverás a verlo pronto!
Volvió a agitar el Báculo y su gancho se estrelló contra la cicatriz que tenía Ezio en el dorso de su mano izquierda. Ezio sintió un escalofrío recorriéndole las venas y se tambaleó, aunque no llegó a caer.
—Vas a dármelo —rugió Rodrigo, aproximándose.
Ezio pensó con celeridad. Sabía de lo que era capaz el Fruto del Edén y tenía que correr el riesgo ahora o morir en el intento.
—Como desees —replicó.
Extrajo el Fruto del Edén de su bolsa y lo sostuvo en lo alto. Resplandecía con tal intensidad que durante un momento dio la sensación de que la majestuosa capilla quedaba iluminada por la luz del sol, y cuando volvió a vibrar tan sólo el resplandor de las velas, Rodrigo vio ocho Ezios enfrentados a él.
Pero se mantuvo inalterable.
—¡Puede hacer copias de ti! —dijo—. Qué impresionante. Se hace difícil adivinar quién es el verdadero y cuáles son una quimera…, pero eso sería difícil en el mejor de los casos, y si pensabas que un truco barato iba a salvarte, ¡piensa de nuevo!
Rodrigo agitó el Báculo hacia los clones, y cada vez que le daba a uno, se desvanecía formando una bocanada de humo. Los Ezio fantasma hacían cabriolas y fintas, arremetiendo contra Rodrigo, que parecía ahora preocupado, aunque se mostraban incapaces de hacerle otro daño al Español que no fuera la simple distracción. Sólo el Ezio de verdad conseguía rematar golpes reales, aunque eran poca cosa, pues tal era el poder del Báculo, que no lograba acercarse al malvado Papa lo suficiente. Pero Ezio se percató rápidamente de que la lucha estaba debilitando a Rodrigo. Cuando los siete fantasmas hubieron desaparecido, el repulsivo pontífice estaba agotado y sin aliento. La locura confiere al cuerpo una energía que pocas cosas más pueden llegar a otorgar, pero a pesar de los poderes que el Báculo le concedía, Rodrigo era, al fin y al cabo, un gordo anciano de setenta y dos años enfermo de sífilis. Ezio guardó entonces en su bolsa el Fruto del Edén.
Jadeante después de la pelea contra los fantasmas, el Papa cayó de rodillas. Ezio, jadeante también, pues los fantasmas habían utilizado su energía para hacer de las suyas, se cernió sobre él. Levantando la vista, Rodrigo se aferró a su Báculo.
—No me lo arrebatarás —dijo.
—Todo ha terminado, Rodrigo. Deja el Báculo y te garantizaré una muerte rápida y piadosa.
—Qué generoso —dijo con voz burlona Rodrigo—. Me pregunto si tú te rendirías de un modo tan pasivo de ser la situación la contraria.
Reuniendo las fuerzas que le quedaban, el Papa se levantó de repente y aporreó el suelo con la base de su Báculo. En la penumbra, los sacerdotes y los feligreses gimotearon de nuevo y emergió del Báculo una nueva oleada de energía dirigida contra Ezio, que lo golpeó como una almádana y lo envió volando por los aires.
—¿Qué te parece esto a modo de aperitivo? —dijo el Papa, con una sonrisa malévola.
Se acercó al lugar donde Ezio yacía sin aliento y cuando éste se disponía a sacar de nuevo el Fruto del Edén, se dio cuenta de que había reaccionado demasiado tarde. Rodrigo le aplastó la mano con su bota y el Fruto del Edén echó a rodar por el suelo. Borgia se agachó para recogerlo.
—¡Por fin! —dijo sonriendo—. ¡Y ahora… me ocuparé de ti!
Levantó el Fruto del Edén, que emitió un fulgor destructivo. Ezio se había quedado congelado, atrapado, incapaz de moverse. El Papa se inclinó furioso sobre él, pero entonces, viendo que su adversario estaba por completo en su poder, su expresión se apaciguó. Extrajo de entre sus ropajes una espada corta mirando a su postrado enemigo, lo apuñaló intencionadamente en el costado, con una mirada de lástima combinada con desdén.
Pero el dolor de la herida debilitó aparentemente el poder del Fruto del Edén. Ezio seguía tendido bocabajo, pero aun así, y sumido en una nebulosa de dolor, vio cómo Rodrigo, creyéndose seguro, se colocaba delante de un fresco de Botticelli, La tentación de Cristo. Se acercó a él y levantó el Báculo. Un arco de energía cósmica surgió entonces del Báculo y alcanzó el fresco, que se abrió y reveló la presencia de una puerta secreta, a través de la cual pasó Rodrigo después de lanzar una última mirada triunfal a su enemigo caído. Ezio contempló impotente cómo la puerta se cerraba detrás del Papa antes de perder el sentido, sólo tuvo tiempo de memorizar la localización de la puerta.
Se despertó, no sabía cuánto tiempo después, pero las velas habían ardido casi por completo y los sacerdotes y los fieles se habían esfumado. Descubrió que a pesar de estar tendido sobre un charco de sangre, la herida que le había producido Rodrigo en el costado no había tocado ningún órgano vital. Se levantó tembloroso, se acercó a la pared en busca de un punto de apoyo y empezó a respirar profundamente y con un ritmo regular hasta que notó la cabeza más despejada. Consiguió detener la hemorragia con vendas improvisadas arrancadas de su propia camisa. Preparó las armas del Códice —la daga de doble filo en el antebrazo izquierdo, la daga venenosa en el derecho— y se acercó al fresco de Botticelli.
Recordaba que la puerta estaba escondida en la figura, a mano derecha, de una mujer cargada con un fardo de leña para la hoguera del sacrificio. Se acercó un poco más para examinar la pintura minuciosamente hasta seguir el rastro del boceto, apenas visible. Entonces estudió con atención los detalles de la pintura, tanto a la derecha como a la izquierda de la mujer. A sus pies aparecía la figura de un niño con la mano derecha levantada, y fue en la punta de los dedos de aquella mano que Ezio encontró el botón que accionaba la puerta. Se abrió, la cruzó y no le sorprendió que se cerrara de inmediato a sus espaldas. En cualquier caso, no iba a pensar ahora en echarse atrás.
Se encontraba en lo que parecía el pasillo de una catacumba pero, a medida que fue avanzando con cautela, las paredes toscas y el suelo de tierra dieron paso a una piedra suavemente tallada y a un suelo de mármol que no habría desentonado en ningún palacio. Y las paredes brillaban con una luz clara y sobrenatural.
La herida lo había debilitado, pero se obligó a seguir adelante, fascinado, y más sobrecogido que asustado, aunque continuaba en guardia, pues sabía que Borgia había seguido también aquel recorrido.
El largo pasadizo desembocó por fin en una sala de considerable tamaño. Sus paredes eran lisas como el cristal y brillaban con la misma iridiscencia azul que había visto previamente, sólo que aquí era más intensa. En el centro de la estancia había un pedestal y sobre él, en receptáculos claramente diseñados a ese efecto, el Fruto del Edén y el Báculo.
La pared posterior de la habitación estaba salpicada por cientos de orificios dispuestos de forma regular, y allí estaba el Español, metiendo y sacando, ignorante por completo de la llegada de Ezio.
—¡Ábrete, maldita sea, ábrete! —gritaba frustrado y rabioso.
Ezio se adelantó.
—Se ha terminado, Rodrigo —dijo—. Déjalo correr. Ya no tiene sentido.
Rodrigo se volvió de repente hacia él.
—Se acabaron los trucos —dijo Ezio, quitándose las dagas y dejándolas caer al suelo—. Se acabaron los artefactos antiguos. Se acabaron las armas. Ahora… veamos de qué estás hecho, vecchio.
Una sonrisa bañó lentamente la cara quebrada y corrupta de Rodrigo.
—De acuerdo… si quieres jugar así.
Se despojó de sus gruesos ropajes para quedarse únicamente con la túnica y las medias. Un cuerpo obeso, aunque compacto y potente, recorrido por pequeños rayos de luz, consecuencia del poder del Báculo. Y acto seguido, dio un paso al frente y descargó el primer golpe, un malévolo gancho directo al mentón de Ezio, que lo dejó tambaleándose.
—¿Por qué no podría tu padre haberlo dejado correr? —preguntó lamentándose Rodrigo en el momento en que levantaba el pie para atizarle un duro puntapié a Ezio en el estómago—. Tenía que seguir persiguiéndolo, aunque… Y tú eres como él. Los Asesinos sois como mosquitos que hay que aplastar de un manotazo. Ojalá Dios hubiera permitido que ese idiota de Alberti te colgara a ti junto con toda tu familia hace ahora veintisiete años.
—El diablo no vive en nosotros, sino en vosotros, los Templarios —replicó Ezio, escupiendo un diente—. ¡Creéis que podéis jugar con la gente, con la gente decente, con la gente normal y corriente, hacer con ella lo que os venga en gana!
—Mi querido amigo —dijo Rodrigo, apuntando un revés por debajo de las costillas de Ezio—, para eso sirve la gente. Escoria a la que gobernar y utilizar. Siempre fue así, y siempre será así.
—¡Tablas! —dijo jadeando Ezio—. Este combate es inmaterial. Nos espera otro mucho más vital. Pero dime primero, ¿qué quieres conseguir de la Bóveda que hay detrás de esa pared? ¿Acaso no tienes ya todo el poder que podrías necesitar?
Rodrigo lo miró sorprendido.
—¿No sabes qué hay ahí detrás? ¿No lo ha averiguado la gran y poderosa Orden de los Asesinos?
El tono tórpido de su voz detuvo en seco a Ezio.
—Pero ¿de qué hablas?
A Rodrigo le brillaban los ojos.
—¡De Dios! ¡Es Dios quien habita la Bóveda!
Ezio se quedó tan atónito que no consiguió responder de inmediato. Sabía que se enfrentaba a un loco peligroso.
—Escúchame, ¿esperas de verdad que me crea que Dios vive debajo del Vaticano?
—¿No te parece un lugar algo más lógico que un reino en una nube? ¿Rodeado de ángeles cantarines y querubines? Es una imagen encantadora, pero la verdad resulta mucho más interesante.
—¿Y qué hace Dios allá abajo?
—Esperar a ser liberado.
Ezio respiró hondo.
—Supongamos que te creo. ¿Qué piensas que haría si tú consiguieses abrir esa puerta? Rodrigo sonrió.
—Eso no me importa. Lo que busco no es su aprobación… ¡sino su poder!
—¿Y crees que Él te lo diaría?
—Sea lo que sea lo que se encuentre detrás de esa pared, no podrá resistirse a la fuerza combinada del Fruto del Edén y el Báculo. —Rodrigo hizo una pausa—. Los crearon para dioses feroces… cualquiera que sea la religión a la que pertenezcan.
—Pero Dios nuestro Señor es omnisciente. Todopoderoso. ¿Crees de verdad que un par de reliquias antiguas pueden hacerle daño?
Rodrigo sonrió con superioridad.
—No sabes nada de nada, chico. Tienes una imagen del Creador sacada de un libro viejo…, de un libro, de todas formas, escrito por hombres.
—¡Eres el Papa! ¿Cómo puedes despreciar de esta manera el texto más importante del cristianismo?
Rodrigo soltó una carcajada.
—¿De verdad eres tan ingenuo? Me convertí en Papa porque este puesto me daba acceso. ¡Me daba poder! ¿Piensas que me creo una sola condenada palabra de lo que dice ese Libro ridículo? Está lleno de mentiras y supersticiones. ¡Como cualquier otro tratado religioso que se haya publicado desde que el hombre aprendió a escribir!
—Hay quien te mataría por decir eso.
—Tal vez. Pero eso no me quita el sueño. —Hizo una pausa—. ¡Ezio, los Templarios comprendemos la humanidad, y por eso la despreciamos de ese modo!
Ezio se había quedado sin habla, pero continuó escuchando el pretencioso discurso del Papa.
—Cuando mi trabajo aquí haya terminado —prosiguió Rodrigo—, creo que lo primero que haré será desmantelar la Iglesia, para que hombres y mujeres se vean finalmente obligados a asumir la responsabilidad de sus actos, y sean por fin juzgados como es debido. —Adoptó una expresión beatífica—. Será una belleza, el nuevo mundo Templario… gobernado por la Razón y el Orden…
—¿Cómo puedes hablar de razón y orden —le interrumpió Ezio— cuando toda tu vida ha estado regida por la violencia y la inmoralidad?
—Oh, sé que soy un ser imperfecto, Ezio —respondió el Papa, con una sonrisa afectada—. Y no pretendo lo contrario. Pero ¿sabes? La moralidad no tiene premio. Te quedas con lo que consigues, y te aferras a ello… por todos los medios. Al fin y al cabo —extendió las manos—, ¡sólo se vive una vez!
—Si todo el mundo viviera según tu Código —dijo Ezio, atónito—, el mundo entero se vería consumido por la locura.
—¡Exactamente! ¡Como si no lo estuviera ya! —Rodrigo lo apuntó con un dedo—. ¿Te dormías, quizás, cuando acudías a tus clases de historia? Hace poco más de un centenar de años, nuestros antepasados vivían en el lodo y el estiércol, consumidos por la ignorancia y el fervor religioso…, sobresaltándose con las sombras, temerosos de todo.
—Pero hace tiempo que salimos de eso y nos volvimos más sabios y más fuertes.
Rodrigo rio de nuevo.
—¡Tienes sueños placenteros! Pero mira a tu alrededor. Tú mismo has vivido la realidad. El derramamiento de sangre. La violencia. El espacio que separa los ricos de los pobres… y que no hace más que ensancharse. —Miró a Ezio a los ojos—. Nunca estarán en paridad. He hecho las paces con esto. Y tú deberías hacerlas también.
—¡Jamás! Los Asesinos siempre lucharán por mejorar la humanidad. Tal vez sea inalcanzable, una Utopía, un cielo en la tierra, pero cada día de lucha es un paso más para salir del cenagal.
Rodrigo suspiró.
—Santa simplicitas! Me perdonarás, pero ya me he cansado de esperar que la humanidad despierte. Soy viejo, he visto muchas cosas, y me quedan pocos años por vivir. —Una idea le vino a la cabeza y cacareó con malicia—. Aunque ¿quién sabe? A lo mejor la Bóveda consigue cambiar eso, ¿no?
Pero de pronto el Fruto del Edén empezó a brillar, con más intensidad cada vez, hasta que su luz llenó por completo la estancia, cegándolos. El Papa cayó arrodillado. Protegiéndose los ojos, Ezio vio que la imagen del Mapa del Códice empezaba a proyectarse sobre la pared salpicada de orificios. Dio un paso al frente y cogió el Báculo papal.
—¡No!—exclamó Rodrigo, sus manos en garra dando inútiles bandazos en el aire—. ¡No puedes! ¡No puedes! Es mi destino. ¡Mío! ¡Yo soy el Profeta!
En un aterrador momento de clara conciencia, Ezio se dio cuenta de que, mucho tiempo atrás, en Venecia, sus compañeros Asesinos habían visto lo que él mismo había querido rechazar. El Profeta estaba allí presente, en aquella estancia, a punto de cumplir su destino. Miró a Rodrigo, casi con lástima.
—Nunca fuiste el Profeta —dijo—. Pobre alma ilusa.
El Papa cayó hacia atrás, viejo, gordo y patético. Y a continuación, habló con resignación.
—El precio del fracaso es la muerte. Concédeme al menos esa dignidad.
Ezio lo miró y movió la cabeza de un lado a otro.
—No, viejo loco. Matarte no me devolverá a mi padre. Ni a Federico. Ni a Petruccio. Ni a ninguno de los que han muerto, bien enfrentándose a ti, bien impotentes a tu servicio. Y en cuanto a mí, se han acabado las muertes. —Miró al Papa a los ojos, y le parecieron turbios ahora, y amedrentados, y ancianos; nada que ver con el brillo taladrante de su enemigo—. Nada es verdad —dijo Ezio—. Todo está permitido. Ha llegado el momento de que encuentres tu propia paz.
Se apartó de Rodrigo y acercó el Báculo a la pared, presionando con el extremo una secuencia de orificios dispersos, tal y como le mostraba la proyección del Mapa.
Y al hacerlo, apareció el perfil de una puerta de gran tamaño.
Que, en el momento en que Ezio tocó el último orificio, se abrió.
Se abrió entonces un pasillo ancho, con paredes de cristal llenas de esculturas antiguas de piedra, mármol y bronce, y muchas cámaras con sarcófagos, marcados todos ellos con letras rúnicas, que Ezio consiguió leer: eran los nombres de los antiguos dioses de Roma. Los sarcófagos estaban firmemente sellados.
Mientras avanzaba por el pasillo, Ezio se quedó sorprendido por lo desconocido de la arquitectura y la decoración, que parecía ser una extraña mezcla de un estilo muy antiguo, el estilo de su propia época, y estructuras y formas que no reconocía, pero que su instinto le sugería que debían de pertenecer a un futuro lejano. En las paredes había relieves en los que se representaban sucesos antiguos, que parecían mostrar no sólo la evolución del Hombre, sino también la Fuerza que la impulsaba.
Gran parte de las siluetas le parecían humanas, aunque con formas y vestimentas que no lograba reconocer. Y había otras formas, que no sabía si estaban esculpidas, pintadas o formaban parte del espacio cósmico por el que estaba pasando: un bosque que acababa en el mar, monos, manzanas, báculos, hombres y mujeres, un sudario, una espada, pirámides y colosos, zigurats y juggernauts, barcos que navegaban por debajo del agua, extrañas pantallas brillantes que parecían transmitir todo tipo de conocimientos, todo tipo de comunicación…
Ezio reconoció además no sólo el Fruto del Edén y el Báculo, sino también una espada de gran tamaño, y el Sudario de Cristo, transportado todo ello por figuras de forma humana, pero que no parecían serlo. Distinguió una descripción de las Primeras Civilizaciones.
Y por fin, en las profundidades de la Bóveda, encontró un enorme sarcófago de granito. Cuando Ezio se acercó a él, empezó a brillar con una luz acogedora. Acarició su gigantesca tapa y se levantó con un siseo audible, pero la tapa era ligera, como si estuviera pegada a sus dedos, y se deslizó hacia atrás. Surgió del interior de la tumba de piedra una maravillosa luz amarilla, cálida y estimulante como la del sol. Ezio se protegió los ojos con la mano.
Entonces, se levantó del interior del sarcófago una figura cuyas facciones Ezio no logró distinguir, aunque sabía que estaba frente a una mujer. Miró a Ezio con ojos cambiantes y ardientes y emitió una voz, una voz similar al principio al gorjeo de los pájaros, que acabó hablándole en su propio idioma.
Ezio vio que llevaba un casco en la cabeza. Una lechuza posada en su hombro. Ezio inclinó la cabeza.
—Te saludo, Profeta —dijo la diosa—. Llevo diez mil millares de estaciones esperándote.
Ezio no se atrevía a levantar la vista.
—Me alegro de que hayas venido —prosiguió la Visión—. Y llevas contigo el Fruto del Edén. Déjame verlo.
Con humildad, Ezio se lo ofreció.
—Ah. —Acarició con la mano el espacio por encima del Fruto, pero sin tocarlo. El Fruto del Edén empezó a resplandecer y a latir. La Visión miró fijamente a Ezio—. Debemos hablar. —Ladeó la cabeza, como si estuviese reflexionando sobre alguna cosa, y a Ezio le pareció vislumbrar un indicio de sonrisa en el iridiscente rostro.
—¿Quién eres? —se atrevió a preguntar.
Ella suspiró.
—Tengo muchos nombres… Cuando morí, era Minerva. Antes fui Merva y Mera… y así sucesivamente, con el paso del tiempo… ¡Mira! —Señaló el conjunto de sarcófagos por donde había pasado antes Ezio. Y a medida que iba señalándolos, fueron iluminándose con el pálido resplandor de la luz de la luna—. Y mi familia… Juno, que antes era conocida como Uni… Júpiter, que se llamaba antes Tinia…
Ezio estaba petrificado.
—Sois los antiguos dioses…
Se oyó un sonido similar al de cristal rompiéndose, o el sonido que haría una estrella fugaz… Era su risa.
—No…, no somos dioses. Simplemente, vinimos… antes. Cuando llegamos al mundo, los tuyos lucharon por comprender nuestra existencia. Estábamos más… adelantados en el tiempo. Vuestras mentes no estaban todavía preparadas para nosotros… —Hizo una pausa—. Y tal vez no lo están todavía… A lo mejor nunca lo estarán. Pero eso no importa. —Su tono de voz se tornó algo más duro—. Pero aunque es posible que no nos comprendas, debes entender nuestra advertencia…
Se quedó en silencio. Y en medio de aquel silencio, dijo Ezio:
—Nada de lo que dices tiene sentido para mí.
—Hijo mío, estas palabras no iban dirigidas a ti… Iban dirigidas a… —Y miró hacia la oscuridad, más allá de la Bóveda, una oscuridad sin límite ni de paredes ni de tiempo.
—¿Qué es? —preguntó Ezio, apocado y asustado—. ¿De qué estás hablando? ¡Aquí no hay nadie más!
Minerva se inclinó hacia él, se acercó a él, y sintió Ezio una madre abrazando con cariño todo su cansancio, todo su dolor.
—No deseo hablar contigo, sino a través de ti. Tú eres el Profeta. —Levantó los brazos por encima de ella y el techo de la Bóveda se convirtió en el Firmamento. El rostro resplandeciente e inmaterial de Minerva mostraba una expresión de infinita tristeza—. Tú has representado tu papel… Lo has sujetado como si fueses un ancla… Pero ahora, permanece en silencio… para que podamos entrar en comunión. —Estaba triste—. ¡Escucha!
Ezio veía el cielo y las estrellas, y escuchaba su música. Veía la Tierra girando, como si estuviera mirando desde el Espacio. Veía los continentes e incluso, sobre ellos, un par de ciudades.
—Cuando éramos aún carne, y nuestro hogar seguía entero, los tuyos nos traicionaron. A nosotros, que os creamos. ¡A nosotros, que os dimos la vida!
Hizo una pausa, y si una diosa puede verter lágrimas, las vertió. Apareció ante ellos la visión de una guerra, de humanos feroces combatiendo contra sus antiguos señores con armas fabricadas a mano.
—Nosotros éramos fuertes. Pero vosotros erais muchos. Y todos teníamos ansias de guerra.
Apareció entonces una nueva imagen de la Tierra, más próxima ahora, pero vista todavía desde el Espacio. Entonces fue alejándose, haciéndose cada vez más pequeña, y Ezio vio que no era más que uno de diversos planetas cuyas órbitas giraban en torno a una gran estrella: el Sol.
—Tan ocupados estábamos con los asuntos terrenales, que nos olvidamos de los cielos. Y cuando volvimos a prestarles atención…
Mientras Minerva hablaba, Ezio vio que el Sol estallaba hasta convertirse en una inmensa corona que proyectaba una luz insoportable, una luz que absorbía la Tierra.
—Os dimos el Edén. Pero entre todos creamos la guerra y la muerte y convertimos el Edén en un infierno. El mundo ardió hasta quedar reducido a cenizas. Debería haber terminado en aquel momento. Pero os creamos a nuestra imagen y semejanza. ¡Os creamos para sobrevivir!
Ezio vio cómo a partir de la devastación total que el Sol parecía haber provocado en la Tierra, surgía de entre los escombros un único brazo cubierto de cenizas que se elevaba hacia arriba. Grandiosas visiones de una llanura azotada por el viento corrían a toda velocidad por el cielo, que no era otro que el techo de la Bóveda. Por él avanzaba gente… rota, efímera, pero valiente.
—Y la reconstruimos —continuó Minerva—. ¡Fue necesaria fuerza, sacrificio y compasión, pero la reconstruimos! Y poco a poco la Tierra fue recuperándose, lentamente la vida retornó al mundo, los brotes verdes surgieron una vez más del generoso suelo… Y nos propusimos garantizar que jamás volviera a repetirse una tragedia de aquel calibre.
Ezio volvió a mirar el cielo. Un horizonte. En él, templos y formas, escritura grabada en piedra, bibliotecas repletas de pergaminos, barcos, ciudades, música y baile…, perfiles y formas de épocas y civilizaciones antiguas que desconocía, pero que reconocía como la obra de otros seres humanos como él…
—Pero ahora estamos muriendo —dijo Minerva—. Y el Tiempo correrá en nuestra contra… La verdad se convertirá en mito y leyenda. Lo que construimos será incomprendido. Pero Ezio, permite que mis palabras conserven el mensaje y dejen constancia de lo que perdimos.
Del edificio de la Bóveda surgió una imagen, y otras más.
Ezio observó la escena como si estuviera soñando.
—Pero deja también que mis palabras aporten esperanza. Debes encontrar los demás templos. Templos como éste. Construidos por quienes supieron rechazar la guerra. Ellos trabajaron para protegernos, para salvarnos del Fuego. Si consigues encontrarlos, si puedes salvar su obra, podrías también salvar este mundo.
Ezio volvió a ver la Tierra. El horizonte del techo de la Bóveda mostraba una ciudad parecida a un San Gimignano gigantesco, una ciudad del futuro, una ciudad con torres construidas las unas pegadas a las otras que dejaban en la penumbra las calles que corrían por debajo de ellas, una ciudad en una isla lejana. Y entonces, todo se fundió una vez más con una visión del Sol.
—Pero debes ser rápido —dijo Minerva—. Porque el tiempo es cada vez más escaso. Protégete contra la Cruz Templaría… pues muchas se interpondrán en tu camino.
Ezio levantó la vista. Vio el Sol, ardiendo con rabia, como si estuviese esperando. Y entonces fue como si explotara, aunque en el interior de la explosión creyó entrever la Cruz Templaría.
La visión empezaba a desvanecerse. Minerva y Ezio se quedaron solos, y la voz de la diosa empezó también a desaparecer en el interior de un túnel de longitud infinita.
—Hecho está… Mi gente debe ahora abandonar este mundo… Todos nosotros… Pero el Mensaje está entregado… De ti depende ahora. Nosotros no podemos hacer más.
Y se hizo de repente la oscuridad, el silencio, y la Bóveda volvió a convertirse en una negra cámara subterránea, vacía por completo.
Ezio deshizo sus pasos. Entró de nuevo en la antecámara y vio a Rodrigo tendido en un banco, un hilillo de bilis verdosa asomando por la comisura de su boca.
—Me muero —dijo Rodrigo—. He tomado el veneno que reservaba para el momento de mi derrota, pues no existe mundo en el que ahora pueda vivir. Pero dime…, dímelo antes de que abandone para siempre este lugar de cólera y lágrimas…, dime, en la Bóveda… ¿qué has visto? ¿A quién has encontrado?
Ezio se quedó mirándolo.
—Nada. A Nadie —respondió.
Recorrió la Capilla Sixtina y salió a la luz del sol para reunirse con los amigos que estaban allí esperándolo. Había un mundo nuevo que construir.