Capítulo 27

Hasta qué punto son vanas nuestras esperanzas,

hasta qué punto inútiles los planes que con tanta perfección trazamos,

hasta qué punto reina la ignorancia en la tierra,

la muerte, la amante de todos nosotros, podrá respondérnoslo.

Los hay que pasan sus días deleitándose con canciones, bailes y torneos,

los hay que consagran su talento a las artes amables,

los hay que desprecian el mundo de todas las maneras posibles,

los hay que ocultan los impulsos que mueven su corazón.

Vanos pensamientos y deseos, desvelos de todo tipo

prevalecen sobremanera en esta agraviante tierra

y su diversa presencia supera el saber de la naturaleza;

la fortuna actúa con mentalidad inconstante,

las cosas son aquí efímeras, bajas y frágiles,

sólo la muerte se mantiene eternamente firme.

Ezio dejó caer de su mano el libro de sonetos de Lorenzo. La noticia de la muerte de Cristina sólo había servido para aumentar su decisión de eliminar su causa. Su ciudad llevaba demasiado tiempo sufriendo bajo el mando de Savonarola, eran excesivos los ciudadanos, de toda condición, que habían caído bajo su hechizo, y los que discrepaban se habían visto discriminados, obligados a pasar a la clandestinidad o empujados al exilio. Había llegado el momento de actuar.

—Hemos perdido en el exilio a mucha gente que podría habernos ayudado —le explicó Maquiavelo—. Pero ni siquiera los principales enemigos de Savonarola fuera de nuestra ciudad-estado, y me refiero al duque de Milán y a nuestro viejo amigo Rodrigo, el Papa Alejandro VI, han conseguido desalojarlo.

—¿Y qué me cuentas de esas hogueras?

—La mayor locura de todas. Savonarola y sus más íntimos aliados organizan grupos de seguidores que van puerta a puerta y exigen la entrega de cualquier objeto que consideren moralmente cuestionable, incluso cosméticos y espejos, y ni que decir tiene pinturas, libros supuestamente inmorales, todo tipo de juegos incluyendo el ajedrez, instrumentos musicales…, de todo. Si el Monje y sus seguidores creen que pueden ser una distracción de la religión, los llevan a la Piazza della Signoria, encienden enormes hogueras y lo queman todo. —Maquiavelo movió la cabeza de un lado a otro—. Florencia ha perdido gran parte de sus objetos de valor y su belleza de esta manera.

—¿Y no crees que la ciudad se está hartando de este tipo de comportamiento?

El rostro de Maquiavelo se iluminó.

—Sí, y ese sentimiento es nuestro principal aliado. Tengo la impresión de que Savonarola cree de verdad que el Día del Juicio Final está a la vuelta de la esquina. El único problema es que no muestra signos de llegar, e incluso algunos de los que al principio creían firmemente en él, empiezan ahora a titubear. Por desgracia, hay demasiado poder e influencia que sigue apoyándolo sin rechistar. Si pudiéramos eliminarlos…

Y así fue como se inició un periodo frenético de persecución y eliminación de esos seguidores que, realmente, eran gente de toda condición: un artista destacado, un antiguo soldado, un mercader, varios sacerdotes, un médico, un granjero y un par de aristócratas, todos los cuales se aferraban con fanatismo a las ideas que el Monje les había imbuido. Algunos comprendieron que había sido una locura antes de morir; otros permanecieron inquebrantables en sus convicciones. Mientras llevaba a cabo aquella desagradable tarea, Ezio se vio amenazado de muerte con tremenda frecuencia. Pero enseguida empezó a filtrarse el rumor por la ciudad: conversaciones a altas horas de la noche, murmullos en tabernas ilegales y en callejones. El Asesino ha vuelto. El Asesino ha vuelto para salvar Florencia…

A Ezio le entristecía hasta lo más profundo de su alma ver su ciudad natal, su familia, su herencia, convertidas en víctimas de los abusos del odio y la locura del fervor religioso. Fue con el corazón duro como una piedra que ejerció su mortal labor, un viento helado que limpió la corrompida ciudad de aquellos que le habían usurpado a Firenze su gloria. Como siempre, asesinó con compasión, consciente de que no había otra forma posible para los que tanto se habían alejado de Dios. A lo largo de aquellas horas de oscuridad, ni una sola vez se alejó de su deber para con el Credo de los Asesinos.

Poco a poco, el ambiente general de la ciudad empezó a titubear y Savonarola vio que el apoyo de sus seguidores menguaba. Mientras tanto, Maquiavelo, La Volpe y Paola trabajaron en equipo con Ezio para organizar un levantamiento, una sublevación guiada por un lento pero contundente proceso de iluminación espiritual del pueblo.

El último de los «objetivos» de Ezio era un engatusado sacerdote, que cuando Ezio acabó por fin localizándolo, estaba predicando ante una multitud delante de la iglesia del Santo Spirito.

—¡Gente de Florencia! ¡Venid! Reuníos a mi alrededor. ¡Escuchad bien lo que tengo que deciros! ¡Se acerca el fin! ¡Es el momento del arrepentimiento! De suplicar el perdón de Dios. Escuchadme, si sois incapaces de verlo por vosotros mismos. Los signos nos rodean: ¡disturbios! ¡Hambre! ¡Enfermedades! ¡Corrupción! ¡Son los presagios de la oscuridad! ¡Debemos mantenernos firmes en nuestra devoción para que no nos consuman a todos! —Examinó la multitud con su mirada encendida—. Veo duda, creéis que estoy loco. Ahhh… ¿y no decían lo mismo los romanos de Jesucristo? Sabed que en su día, también yo compartía vuestra inseguridad, vuestro miedo. Pero eso fue antes de que Savonarola se acercara a mí. ¡El me enseñó la verdad! Mis ojos se abrieron por fin. ¡Y por eso estoy hoy ante vosotros con la esperanza de poder abrir también los vuestros! —El sacerdote hizo una pausa para coger aire—. Comprended que estamos al borde del precipicio. Por un lado, el brillante y glorioso Reino de Dios. Por el otro…, ¡una hondonada sin fondo de desesperación! Estáis ya tambaleándoos precariamente en el borde. Hombres como los Medici o los miembros de otras familias que en su día llamasteis maestros, buscaban los bienes y las ganancias terrenales. Abandonaron sus creencias a favor de los placeres materiales, y querían que vosotros siguieseis su ejemplo. —Hizo una nueva pausa, esta vez para enfatizar sus palabras, y continuó—: Nuestro sabio profeta dijo en su día: «Lo único bueno que les debemos a Platón y Aristóteles es que plantearan tantas discusiones que ahora podemos utilizarlas contra los herejes. Pero aun así, ellos y muchos otros filósofos están ahora en el infierno». Si valoráis la inmortalidad de vuestra alma, daréis la espalda a este recorrido profano y abrazaréis las enseñanzas de nuestro profeta, Savonarola. Así santificaréis vuestro cuerpo y vuestro espíritu. ¡Así descubriréis la Gloria de Dios! Y os convertiréis por fin en lo que nuestro Creador pretendía: ¡en sirvientes fieles y obedientes!

Pero la multitud, que empezaba a mermar, estaba perdiendo interés y unos cuantos se habían ido ya. Ezio dio un paso al frente y se dirigió al sacerdote:

—Intuyo que tu forma de pensar es propia —dijo.

El sacerdote se echó a reír.

—No todos necesitamos persuasión o coacción para estar convencidos. Yo ya creía. ¡Todo lo que he dicho es cierto!

—Nada de todo eso es cierto —replicó Ezio—. Y lo que voy a hacer ahora no es fácil. —Accionó la daga oculta y atravesó al sacerdote—. Requiescat in pace —dijo.

Alejándose de la víctima, se cubrió la cabeza con la capucha.

Fue un camino largo y arduo, pero hacia el final, Savonarola acabó convirtiéndose en el aliado involuntario de los Asesinos, pues el poder económico de Florencia empezó a menguar: el Monje detestaba tanto el comercio como hacer dinero, las dos cosas que habían hecho grande en su día a la ciudad. Y el Día del Juicio Final seguía sin llegar. Lo que sí llegó fue un fraile liberal franciscano que desafió al Monje con una ordalía de fuego. El Monje se negó a someterse a ella y su autoridad sufrió otro revés. A principios de mayo de 1497, una enorme cantidad de jóvenes de la ciudad organizó manifestaciones de protesta, que acabaron convirtiéndose en disturbios. Después de aquello, las tabernas empezaron a abrir, la gente volvió a cantar, a bailar y a jugar, se reanudó la prostitución… La gente empezó a divertirse de nuevo, en realidad. Y los bancos y los negocios abrieron otra a medida que, lentamente primero, los exiliados regresaban a los barrios de la ciudad liberados ya del régimen del Monje. No sucedió todo ello de la noche a la mañana, pero finalmente, casi un año después del día de las protestas, el momento de la caída de Savonarola, que se había aferrado tenazmente al poder, se hizo inminente.

—Has hecho bien, Ezio —le dijo Paola, mientras esperaban con La Volpe y Maquiavelo frente a las puertas del complejo de San Marco, en compañía de una gran e impaciente muchedumbre procedente de los barrios liberados.

—Gracias. Pero ¿ahora qué pasará?

—Observa —dijo Maquiavelo.

Se abrió una puerta por encima de sus cabezas y apareció en un balcón una figura enjuta vestida de negro. El Monje lanzó una mirada iracunda a la población congregada.

—¡Silencio! —ordenó—. ¡Exijo silencio!

Sobrecogidos, aun sin quererlo, los congregados bajaron la voz.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó Savonarola— ¿por qué me molestáis? ¡Deberíais estar limpiando vuestras casas!

Pero la multitud rugió censurando sus palabras.

—¿Limpiarlas de qué? —gritó un hombre—. ¡Si ya te lo has llevado todo!

—¡Yo os he guiado! —gritó Savonarola a modo de respuesta—. ¡Pero ahora haréis lo que os ordene! ¡Os someteréis!

Y de entre los pliegues de sus ropajes extrajo el Fruto del Edén y lo levantó. Ezio vio que en la mano que lo sujetaba le faltaba un dedo. Al instante, el Fruto del Edén empezó a brillar y la multitud retrocedió, sofocando gritos. Pero Maquiavelo, manteniendo la calma, se preparó sin dudarlo un instante, lanzó un cuchillo que se clavó en el antebrazo del Monje. Con un alarido de rabia y de dolor, Savonarola soltó el Fruto del Edén, que cayó desde el balcón hacia la muchedumbre.

—¡Nooooo! —aulló. Pero de repente fue como si se encogiera, su comportamiento tan desconcertante como patético. Aquello fue suficiente para el gentío allí congregado. Unieron fuerzas y se lanzaron contra las puertas de San Marco.

—Rápido, Ezio —dijo La Volpe—. Encuentra el Fruto del Edén. No puede andar muy lejos.

Ezio lo vio, rodando sin rumbo entre los pies del gentío. Se sumergió en la muchedumbre, recibiendo golpes y patadas, hasta que por fin lo tuvo a su alcance. Lo guardó rápidamente en el saco de su cinturón. Las puertas de San Marco acababan de abrirse, pues probablemente algunos de los hermanos de su interior consideraban que la discreción formaba parte del coraje y deseaban salvar su iglesia y su monasterio además del pellejo, sometiéndose a lo inevitable. También tenía que haber unos cuantos de ellos hartos del agotador despotismo del Monje. La multitud cruzó las puertas y apareció de nuevo, unos minutos después, cargando en hombros a un Savonarola que no cesaba de lanzar gritos y patalear.

—Llevadlo al Palazzo della Signoria —ordenó Maquiavelo—. ¡Que lo juzguen allí!

—¡Idiotas! ¡Blasfemos! —vociferó Savonarola—. ¡Dios es testigo de este sacrilegio! ¡Cómo os atrevéis a tratar así a su Profeta! —Los gritos de rabia de la multitud casi acallaban su voz, pero estaba tan agitado como asustado, y continuó chillando, pues el Monje sabía, aunque no lo pensara exactamente en esos términos, que aquélla podía ser su última baza—. ¡Herejes! ¡Arderéis todos en el infierno por esto! ¿Me habéis oído? ¡Arderéis!

Ezio y los demás Asesinos siguieron a la muchedumbre que se llevaba al Monje, que no cesaba de vociferar su continua combinación de súplicas y amenazas:

—La espada de Dios caerá sobre la tierra velozmente y de forma repentina. ¡Liberadme, pues sólo yo puedo salvaros de su ira! ¡Hijos míos, prestadme atención antes de que sea demasiado tarde! ¡Sólo existe una salvación verdadera, y habéis renunciado al camino que lleva a ella a cambio de simples beneficios materiales! Si no os sometéis de nuevo a mí, Florencia entera conocerá la ira del Señor… y esta ciudad caerá como Sodoma y Gomorra, pues El conocerá el alcance de vuestra traición. Aiutami, Dio! ¡Diez mil Judas han caído sobre mí!

Ezio estaba lo bastante cerca del alboroto como para poder oír el comentario de uno de los ciudadanos que cargaban con el Monje:

—Basta ya de mentiras. ¡Desde que llegaste aquí no has hecho más que derramar miseria y odio!

—Tal vez tengas a Dios en tu cabeza, Monje —dijo otro—, pero lo tienes muy lejos del corazón.

Estaban ya llegando a la Piazza della Signoria y la multitud inició sus gritos de triunfo.

—¡Ya hemos sufrido bastante! ¡Volveremos a ser un pueblo libre!

—¡La luz volverá pronto a nuestra ciudad!

—¡Hay que castigar al traidor! ¡El hereje es él! ¡Ha tergiversado la Palabra de Dios para sus propios intereses! —gritó una mujer.

—¡Por fin se ha roto el yugo de la tiranía religiosa! —exclamó otra—. ¡Savonarola será por fin castigado!

—¡La verdad nos ilumina y el miedo se ha evaporado! —gritó una tercera—. ¡Tus palabras ya no valen para nada, Monje!

—Afirmabas ser su profeta, pero tus palabras eran oscuras y crueles. Nos llamaste marionetas del diablo… ¡Me parece que la verdadera marioneta eras tú!

Ezio y sus amigos no tuvieron necesidad de seguir intercediendo, pues la maquinaria que habían puesto en movimiento realizaría por sí sola el resto del trabajo. Los líderes de la ciudad, tan ansiosos por salvar el pellejo como por recuperar el poder, salieron corriendo de la Signoria para hacer gala de su apoyo. Enseguida se erigió una tarima sobre ella, dispusieron una montaña gigantesca de astillas y leña en torno a tres estacas, mientras Savonarola y sus dos lugartenientes más apasionados eran arrastrados hacia el interior de la Signoria para ser sometidos a un breve y feroz juicio. Nunca se había mostrado misericordioso en consecuencia, nadie tuvo misericordia de él. Los encausados reaparecieron encadenados, y fueron conducidos a las estacas y atados a ellas.

—Oh, Señor, Dios mío, apiádate de mí —se oyó suplicar a Savonarola—. ¡Aléjame del abrazo del mal! ¡Rodeado como estoy de pecado, reclamo tu salvación!

—Tú querías que yo ardiera —se burló un hombre—. ¡Pues ahora se han cambiado las tornas!

Los verdugos acercaron antorchas a la leña que rodeaba las estacas. Ezio observaba la escena, su cabeza ocupada por los recuerdos de los seres queridos que encontraron su final tantos años atrás exactamente en aquel mismo lugar.

Infelix ego —rezó Savonarola, su voz reflejando el dolor a medida que el fuego fue prendiendo—. Omnium auxilio destitutus… He quebrantado las leyes del cielo y la tierra. ¿Hacia dónde puedo ir? ¿A quién puedo recurrir? ¿Quién se apiadará de mí? No me atrevo a levantar la vista al Cielo pues he pecado gravemente contra él. No puedo encontrar refugio en la Tierra pues en ella he sido un escándalo…

Ezio se aproximó todo lo que pudo. «A pesar del dolor que me ha ocasionado, ningún hombre, ni siquiera éste, se merece morir con tanto dolor», pensó. Extrajo de su saca su pistola cargada y la unió al mecanismo de su brazo derecho. En aquel momento, Savonarola se percató de su presencia y se quedó mirándolo con una combinación de miedo y esperanza.

—Eres tú —dijo levantando la voz por encima del rugido del fuego, aunque esencialmente ambos se comunicaron por una conexión mental—. Sabía que llegaría este día. Hermano, muestra conmigo la piedad que yo no mostré contigo. Te abandoné a merced de lobos y perros.

Ezio levantó el brazo.

—Adiós, padre —dijo, y disparó. En el caos reinante en torno a la hoguera, su movimiento y el sonido del disparo pasaron desapercibidos. La cabeza de Savonarola cayó sobre su pecho—. Vete en paz, y que tu Dios sea quien te juzgue —dijo Ezio sin levantar la voz—. Requiescat in pace. —Miró a los dos lugartenientes, los monjes Domenico y Silvestro, pero estaban ya muertos, sus tripas chamuscadas esparcidas por encima del sibilante fuego. La nariz de los espectadores empezó a notar el olor a carne quemada. La multitud se había tranquilizado. Al cabo de poco rato, no se oyó más que el crujir de las llamas terminando con su trabajo.

Ezio se alejó de las piras. Vio a Maquiavelo, La Volpe y Paola observándolo a escasa distancia. Maquiavelo se cruzó con su mirada y le hizo un gesto, animándolo. Ezio sabía lo que tenía que hacer. Se subió a la tarima, por el lado opuesto a donde estaban las hogueras, y todos los ojos se clavaron en él.

—¡Ciudadanos de Florencia! —dijo utilizando un tono de voz claro y potente—. Hace veintidós años, estuve en el mismo lugar en el que hoy me encuentro y vi morir a mis seres queridos, traicionados por los que yo tenía por sus amigos. La venganza ofuscó mi mente. Me habría consumido de no haber sido por la sabiduría de unos cuantos desconocidos que me enseñaron a ver más allá de mis instintos. Nunca me predicaron respuestas, sino que me guiaron para que las encontrara por mí mismo. —Ezio vio que su tío Mario acababa de sumarse a sus camaradas Asesinos y levantó la mano para saludarlo—. Amigos míos —prosiguió—, no necesitamos que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Ni Savonarola, ni los Pazzi, ni siquiera los Medici. Somos libres para seguir nuestro propio camino. —Hizo una pausa—. Hay quienes querrían privarnos de esta libertad, y muchos de vosotros (muchos de nosotros) felizmente la entregarían. Pero está en nuestras manos poder elegir, elegir aquello que consideremos la verdad, y es precisamente ejercitar este poder lo que nos hace humanos. No existe libro ni maestro que nos las respuestas, que nos muestre la ruta. Por lo tanto: ¡elegid vuestro propio camino! ¡No me sigáis a mí, ni a nadie!

Sonriendo para sus adentros, se dio cuenta de lo intranquilos que parecían algunos miembros de la Signoria. Era posible que el ser humano no cambiara jamás, pero no hacía ningún daño darle un empujoncito. Bajó de la tarima de un salto, se cubrió la cabeza con la capucha y salió de la plaza por la calle que seguía el muro norte de la Signoria, una calle que recordaba muy bien haber recorrido dos veces con anterioridad, y desapareció de la vista de todo el mundo.

Y allí fue donde empezó para Ezio la empresa más larga y dura de su vida que precedería a la inevitable confrontación final. Junto con Maquiavelo, organizó a sus compañeros de la Orden de los Asesinos en Florencia y en Venecia para que recorrieran la península italiana a lo largo y a lo ancho armados con copias del Mapa de Girolamo y reuniendo minuciosamente las páginas del Gran Códice pendientes de encontrar; para que exploraran las provincias del Piamonte, Trento, Liguria, Umbría, Véneto, Friuli, Lombardía; de la Emilia-Romana, las Marcas, la Toscana, el Lazio, el Abruzzo; de Molise, Apulia, Campania y Basilicata; y la peligrosa Calabria. Pasaron quizás un tiempo excesivo en Capri, y cruzaron el Mar Tirreno para llegar a Cerdeña, la tierra de los secuestradores, y a Sicilia, llena de gente perversa y matones. Visitaron reyes y cortejaron duques, batallaron contra todos aquellos Templarios que encontraron empeñados en la misma misión; pero al final, triunfaron.

Se reunieron de nuevo en Monteriggioni. Habían precisado cinco largos años, y Alejandro VI, Rodrigo Borgia, anciano ahora pero fuerte aún, continuaba siendo el Papa de Roma. El poder de los Templarios, aunque menguado, seguía siendo una grave amenaza.

Quedaba mucho por hacer.