Capítulo 26

Fra Girolamo Savonarola tomó posesión efectiva del gobierno de Florencia en 1494, a los cuarenta y dos años de edad. Era un hombre atormentado, un genio retorcido y un creyente fanático de los peores; pero lo más aterrador de todo fue que el pueblo le permitió no sólo liderarle, sino incitarle a cometer los más ridículos y destructivos actos de locura. Todo ello sustentado por el terror al fuego del infierno y por una doctrina que predicaba que el placer, los bienes mundanos y los trabajos fruto de la mano del hombre eran despreciables, y que sólo a través de la abnegación más completa podía una persona hallar la luz verdadera de la fe.

No era de extrañar, pensó Ezio, reflexionando sobre esos temas mientras cabalgaba hacia su ciudad natal, que Leonardo se quedara en Milán. Ezio se había enterado además, pensando en su amigo, de que la homosexualidad, con respecto a la cual hasta la fecha las autoridades habían hecho la vista gorda o habían castigado con una multa asequible, volvía a ser en Florencia un delito punible con la muerte. Y no era de extrañar, también, que la gran escuela materialista y humanista de pensadores y poetas que se había reunido en torno del espíritu cultivado e ilustrado de Lorenzo, se hubiera disuelto y salido en busca de un terreno menos estéril que el desierto intelectual en el que rápidamente estaba convirtiéndose Florencia.

A medida que fue aproximándose a la ciudad, Ezio se percató de la presencia de grandes grupos de monjes con hábitos negros y seglares con sobrios atuendos encaminándose en la misma dirección. Se les veía solemnes, aunque honestos. Todos andaban con la cabeza gacha.

—¿Hacia dónde os dirigís? —preguntó a uno de ellos.

—A Florencia. A sentarnos a los pies del gran líder —le respondió un mercader de cara muy pálida antes de seguir andando.

Era un camino ancho y Ezio divisó otra marea de gente acercándose hacia él en dirección contraria, evidentemente procedentes de la ciudad. Caminaban también cabizbajos, con expresión grave y deprimida. Cuando pasaron a su lado, Ezio consiguió escuchar retazos de sus conversaciones y comprendió que toda aquella gente había emprendido un exilio voluntario. Empujaban carros cargados hasta arriba, o arrastraban sacos o bultos con sus pertenencias. Eran refugiados, desterrados de sus hogares por los edictos del Monje o por decisión propia, incapaces de vivir más tiempo bajo su mandato.

—Sólo con que Piero hubiese tenido una décima parte del talento de su padre, tendríamos algo a lo que poder llamar hogar… —decía uno.

—Jamás deberíamos haber permitido que ese loco se afianzara en nuestra ciudad —murmuraba otro—. Mira toda la miseria que ha traído…

—Lo que no entiendo es por qué hay tantos dispuestos a aceptar su opresión —dijo una mujer.

—En este momento, cualquier lugar es mejor que Florencia —comentó otra mujer—. ¡Nos han expulsado por negarnos a entregar todo lo que teníamos a su preciosa iglesia de San Marco!

—Es brujería, es la única forma de explicarlo. Incluso el maestro Botticelli se encuentra bajo el hechizo de Savonarola… Aunque a decir verdad, se está haciendo viejo, debe de rondar ya los cincuenta, y a lo mejor está subiendo sus apuestas para alcanzar el cielo.

—¡Quemas de libros, arrestos, esos interminables sermones! Y pensar en lo que era Florencia hace apenas dos años… ¡Un modelo contra la ignorancia! Y ahora estamos de nuevo aquí, empantanados en la Época Oscura.

Y entonces, una mujer comentó algo que obligó a Ezio a aguzar el oído.

—A veces desearía que el Asesino regresara a Florencia, para que nos liberara de esta tiranía.

—¡Ni en sueños! —replicó su amigo—. ¡El Asesino es un mito! Como el coco que los padres siempre utilizan con sus hijos.

—Te equivocas. Mi padre lo vio en San Gimignano —dijo la primera mujer con un suspiro—. Pero eso fue hace muchos años. —Sí, sí…, se lo tu dici.

Ezio pasó a galope a su lado, el corazón presionándole el pecho. Pero se animó en cuanto vio acercándose hacia él por el camino un rostro conocido.

Salute, Ezio —dijo Maquiavelo, su cara medio seria, medio picara más envejecida, aunque más interesante gracias al paso de los años.

Salute, Nicolás.

—Has elegido un buen momento para volver a casa.

—Ya me conoces. Cuando hay enfermedades, me gusta intentar curarlas.

—La verdad es que tu ayuda nos iría bien —dijo Maquiavelo, suspirando—. Sin duda alguna, Savonarola no podría haber llegado donde está si no hubiese utilizado ese artefacto poderoso, el Fruto del Edén. —Levantó la mano—. Estoy al corriente de todo lo sucedido desde la última vez que nos vimos. Hace dos años, Caterina envió un mensajero desde Forli, y recientemente ha llegado una carta de Piero desde Venecia.

—Estoy aquí por el Fruto del Edén. Hace ya demasiado tiempo que no está en nuestro poder.

—En cierto sentido, supongo que deberíamos estarle agradecidos a ese cadavérico de Girolamo —dijo Maquiavelo—. Al menos ha conseguido que no caiga en manos del nuevo Papa.

—¿Ha intentado alguna cosa?

—No para de intentarlo. Corre el rumor de que Alejandro tiene planes de excomulgar a nuestro querido dominico. Aunque esto no servirá para cambiar mucho la situación que vivimos aquí.

Dijo Ezio:

—Tendríamos que ponernos manos a la obra e intentar recuperarlo sin más demora.

—¿El Fruto del Edén? Por supuesto…, aunque me parece que será más complicado de lo que te imaginas.

—¡Ja! ¿Y cuándo no lo ha sido? —Ezio se quedó mirándolo—. ¿Por qué no me pones al día de todo?

—Ven, volvamos a la ciudad. Te contaré todo lo que sé. Aunque hay poco que contar. En dos palabras, el rey Carlos VIII de Francia consiguió finalmente doblegar a Florencia. Piero huyó. Carlos, más hambriento de territorio que nunca —sigo sin entender por qué lo llaman «el Afable»—, prosiguió su marcha sobre Nápoles, y Savonarola, el Patito Feo, vio de repente su oportunidad y llenó el vacío de poder. Es como cualquier dictador, sea de pacotilla o majestuoso. Totalmente carente de humor, convencido de su causa y lleno a rebosar de un sentimiento inquebrantable de engreimiento. El tipo de príncipe más efectivo y más desagradable que podrías desear. —Hizo una pausa—. Algún día escribiré un libro sobre el tema.

—¿Y ha sido el Fruto del Edén el medio que justifica su fin?

Maquiavelo abrió las manos.

—Sólo en parte. En su mayoría, y odio decirlo, lo debe todo a su carisma. No sólo ha cautivado a la ciudad en sí, sino también a sus líderes, hombres con influencia y poder. Naturalmente, hubo en la Signoria quien le opuso resistencia de entrada, pero ahora… —Maquiavelo adoptó una expresión de preocupación—. Ahora los tiene a todos en el bolsillo. El hombre al que todo el mundo vilipendiaba se convirtió de repente en un hombre venerado. Y los que no estaban de acuerdo, se vieron obligados a largarse. Y sigue pasando, como has podido comprobar tú mismo. Y ahora el consejo florentino oprime a los ciudadanos y garantiza el cumplimiento de la voluntad del Monje loco.

—¿Y qué pasa con la gente decente normal y corriente? ¿De verdad se comportan como si no tuvieran ni voz ni voto en todo este tema?

Maquiavelo sonrió con tristeza.

—Conoces la respuesta a esto tan bien como yo, Ezio. Raro es el hombre dispuesto a oponerse al estado de cosas. Y de hacerlo… recae sobre nosotros ayudarlo a salir adelante.

Los dos Asesinos habían llegado ya a las puertas de la ciudad. Los guardias armados, como cualquier policía al servicio de los intereses del estado sea cual sea su moralidad, examinaron sus documentos y los dejaron pasar, aunque no sin que antes Ezio se percatara de que había otro grupo de guardias apilando los cadáveres de varios hombres vestidos con un uniforme que ostentaba el blasón de Borgia. Se lo comentó a Nicolás.

—Oh, sí —dijo Maquiavelo—. Como te he dicho, el amigo Rodrigo —nunca me acostumbraré a llamar Alejandro a ese cabrón— sigue intentándolo. Envía a sus soldados a Florencia y Florencia se los devuelve, habitualmente hechos pedacitos.

—¿De modo que sabe que el Fruto del Edén está aquí?

—¡Por supuesto que lo sabe! Y debo admitir que es una desafortunada complicación añadida.

—¿Y dónde está Savonarola?

—Dirige la ciudad desde el Convento di San Marco. Casi nunca sale de él. ¡A Dios gracias, Fra Angélico no ha vivido para ver el día en que Girolamo se instaló allí!

Desmontaron, guardaron los caballos en los establos, y Maquiavelo lo dispuso todo para encontrarle alojamiento a Ezio. La casa de placer de Paola había sido clausurada, junto con todas las demás, según le explicó Maquiavelo. El sexo y el juego, el baile y el boato, ocupaban puestos prioritarios en la lista de temas inaceptables de Savonarola. El asesinato justificado y la opresión, por otro lado, estaban permitidos.

Una vez que Ezio estuvo instalado, Maquiavelo lo acompañó al enorme complejo religioso de San Marcos. Ezio recorrió los edificios evaluándolos.

—El asalto directo resultaría peligroso —decidió—. Sobre todo teniendo en cuenta que está en posesión del Fruto del Edén.

—Cierto —coincidió Maquiavelo—. Pero ¿qué otra alternativa hay?

—Aparte de los líderes de la ciudad, que sin duda tienen intereses personales, ¿estás convencido de que la gente cree de verdad en eso?

—Un optimista apostaría por ello —respondió Maquiavelo.

—Lo que quiero decir es si no te parece que siguen al Monje, no por propia decisión, sino más bien a fuerza de opresión y miedo.

—Nadie, exceptuando un dominico o un político, te lo discutiría.

—Entonces propongo que lo aprovechemos a nuestro favor. Si conseguimos silenciar a sus lugartenientes y sembrar el descontento, Savonarola empezará a distraerse y tendremos la oportunidad idónea para atacar.

Maquiavelo sonrió.

—Una propuesta inteligente. Tendría que existir un adjetivo para describir a la gente como tú. Hablaré con La Volpe y Paola… si es que siguen aquí obligados a vivir en la clandestinidad. Podrán ayudarnos a organizar un levantamiento cuando liberes los barrios.

—Entonces todo arreglado.

Pero Ezio estaba preocupado y Maquiavelo se dio cuenta de ello. Lo guio hacia el tranquilo claustro de una pequeña iglesia cercana y le hizo sentarse.

—¿Qué sucede, amigo? —le preguntó.

—Dos cosas, pero son temas personales.

—Cuéntamelos.

—El antiguo palazzo de mi familia… ¿qué ha sido de él? No me atrevo ni a ir a ver.

El rostro de Maquiavelo se ensombreció.

—Sé fuerte, mi querido Ezio. Tu palazzo sigue en pie, pero la capacidad de protección de Lorenzo duró sólo el tiempo que duró su poder, su propia vida. Piero intentó seguir el ejemplo de su padre, pero después de ser expulsado por los franceses, el Palazzo Auditore fue requisado y utilizado como cuartel de los mercenarios de la guardia suiza de Carlos. Cuando se fueron para proseguir su marcha hacia el sur, los hombres de Savonarola lo limpiaron de todo lo que podía quedar en él y lo cerraron. Sé valiente. Algún día acabarás restaurándolo.

—¿Y Annetta?

—Escapó, gracias a Dios, y ahora está con tu madre en Monteriggioni.

—Al menos eso es una buena noticia.

Después de un prolongado silencio, le preguntó Maquiavelo:

—¿Y el segundo tema? Ezio susurró: —Cristina…

—Me pides que te cuente cosas difíciles, amico mio. —Maquiavelo frunció el entrecejo—. Pero debes conocer la verdad. —Hizo una pausa—. Ha muerto, amigo mío. Manfredo no marchó, como hicieron muchos de sus amigos después de las dos plagas: los franceses y Savonarola. Estaba convencido de que Piero organizaría una contraofensiva y recuperaría la ciudad. Pero hubo una noche horrorosa, poco después de que el Monje subiera al poder, en la que todos aquellos que no entregaron voluntariamente sus pertenencias a las hogueras de las vanidades que el Monje organizó para quemar y destruir todos los objetos lujosos y mundanos, vieron sus casas saqueadas y destruidas por las llamas.

Ezio escuchó el relato, obligándose a mantener la calma, aunque sentía su corazón a punto de estallar.

—Los fanáticos de Savonarola —prosiguió Maquiavelo— entraron a la fuerza en el Palazzo d'Arzenta. Manfredo intentó defenderse, pero eran demasiados enfrentados contra él y sus hombres… Y Cristina no quiso abandonarlo. —Maquiavelo hizo una larga pausa, reprimiendo las lágrimas—. En su frenesí, los maniacos religiosos acabaron también con su vida con un arma blanca.

Ezio se quedó con la mirada fija en la pared encalada que tenía enfrente. Todo mínimo detalle, toda mínima grieta, incluso las hormigas que paseaban por ella, se concentraron en su terrible mirada.