Ezio tenía la sensación de haber perdido demasiado tiempo en lo que parecía una búsqueda infructuosa. Perseguir a Savonarola era como perseguir un fuego fatuo, una quimera, tu propia cola. Pero la búsqueda tenía que proseguir, inexorablemente, pues aquel hombre de Dios con nueve dedos estaba en posesión del Fruto del Edén, la llave de acceso a mucho más de lo que podía imaginarse, y era un maniaco religioso peligroso, un auténtico descerebrado potencialmente menos controlable que el Maestro, Rodrigo Borgia, en persona.
Fue Teodora quien acudió a recibirlo cuando desembarcó de la galera en los muelles de Venecia, procedente de Rávena.
En 1492, Venecia seguía aún bajo el mandato relativamente honesto del dux Agostino Barbarigo. La ciudad hervía con la noticia de que Venecia había rechazado los locos planes de un marinero genovés, llamado Christoffa Corombo, de navegar rumbo al oeste para cruzar el Mar Océano; al parecer, el marinero había encontrado el apoyo financiero de España y estaba a punto de embarcarse. ¿Habría sido Venecia la que había cometido la locura de no subvencionar la expedición? Si Corombo lo lograba, se establecería una ruta marítima segura hacia las Indias que evitaría la tradicional ruta terrestre bloqueada ahora por los turcos otomanos. Pero la cabeza de Ezio estaba tan atiborrada de otros asuntos que no podía prestar mucha atención a aquellos asuntos relacionados con la política y el comercio.
—Recibimos tus noticias —dijo Teodora—. Pero ¿estás seguro? —Es la única pista que he conseguido, y me parece buena. Estoy seguro de que el Fruto del Edén está de nuevo aquí, en manos de ese monje, Savonarola. Me han dicho que predica a las masas sobre el fuego del infierno que está por venir.
—He oído hablar de él.
—¿Sabes dónde podría encontrarlo, Teodora?
—No. Pero en el barrio de los artesanos he visto un Heraldo llamando a las multitudes, predicando ese montón de tonterías sobre el fuego del infierno de las que hablas. A lo mejor es un discípulo de tu monje. Ven conmigo. Serás mi invitado mientras permanezcas aquí y, en cuanto estés instalado, iremos directamente al lugar donde ese hombre predica sus sermones.
Tanto Ezio como Teodora y, de hecho, todas las personas racionales e inteligentes, sabían por qué la gente empezaba a ser presa de una especie de histeria violenta e incontrolada. Se acercaba el año del medio milenio, 1500, y muchos creían que aquel año marcaría el Segundo Advenimiento, cuando el Señor «venga en su gloria, y en la gloria de su Padre, acompañado por diez mil santos, incluso de miríadas de ángeles, y se sentará en su trono glorioso. Y ante él se reunirán todas las naciones; y él separará a unos de otros, como separa el pastor a las ovejas, los salvados, a su derecha, de las cabras, los condenados, a su izquierda».
La descripción que San Mateo había hecho del Juicio Final reverberaba en la imaginación de muchos.
—Tanto el Heraldo como su jefe están sacando provecho de la febbre di fine secolo —dijo Teodora—. Por lo que sé, incluso ellos mismos creen en todo eso.
—Me imagino que sí —dijo Ezio—. El peligro es que, con el Fruto del Edén en su poder, podrían provocar un desastre que nada tendría que ver con Dios, y todo que ver con el Diablo. —Hizo una pausa—. Pero de momento no han desplegado el poder que tienen en sus manos, y debemos dar gracias a Dios por ello, pues dudo que supieran cómo controlarlo. De momento, al menos, parecen contentarse con predecir el Apocalipsis y eso —rió con amargura— siempre ha sido una venta fácil.
—Pero la cosa va a peor —dijo Teodora—. De hecho, cualquiera podría creer que el Apocalipsis está al alcance de la mano. ¿Te has enterado de la mala noticia?
—No me he enterado de nada desde que partí de Forli.
—Lorenzo de Medici ha muerto en su villa de Careggi. Ezio se apenó.
—Es una tragedia. Lorenzo era un verdadero amigo de mi familia y sin su mano protectora me temo que nunca conseguiré recuperar el Palazzo Auditore. Pero esto no es nada en comparación con lo que su fallecimiento podría significar para la paz que consiguió mantener entre las ciudades-estado. Algo que siempre fue frágil, incluso en las mejores épocas.
—Y hay más —dijo Teodora—. Una noticia peor, si cabe, que la muerte de Lorenzo. —Hizo una pausa—. Prepárate para lo que voy a decirte, Ezio. El Español, Rodrigo Borgia, ha sido elegido Papa. ¡Gobierna el Vaticano y Roma como el Sumo Pontífice Alejandro VI!
—¿Qué? ¿Por qué diablura…?
—El Cónclave de Roma acaba de finalizar este mismo mes. Corre el rumor de que Rodrigo compró la mayoría de los votos. ¡Incluso Ascanio Sforza, que era el candidato opositor más probable, votó por él! Dicen que lo sobornó con cuatro muías cargadas de plata.
—¿Qué beneficio obtiene con el papado? ¿Qué anda buscando?
—¿No te parece bastante la influencia que esto significa? —Teodora se quedó mirándolo—. Ahora estamos bajo el poder de un lobo, Ezio. El más voraz, tal vez, que el mundo haya conocido.
—Lo que dices es cierto, Teodora. Pero el poder que busca es incluso mayor que el que el papado podría otorgarle. Si controla el Vaticano, estará mucho más cerca de poder acceder a la Bóveda; y sigue detrás del Fruto del Edén, del «Fragmento del Edén» que necesita para hacerse con el poder de Dios en persona.
—Recemos para que consigas devolverlo a los Asesinos. Rodrigo, como Papa y Maestro de los Templarios, ya es peligroso de por sí. Si tuviera además el Fruto del Edén… —Se interrumpió—. Como bien dices, sería indestructible.
—Resulta extraño —dijo Ezio.
—¿El qué?
—Nuestro amigo Savonarola no lo sabe, pero tiene dos cazadores que van tras él.
Teodora guió a Ezio hasta la gran plaza del barrio de los artesanos de Venecia donde el Heraldo solía pronunciar sus sermones y lo dejó solo allí. Ezio, encapuchado, sin levantar mucho la cabeza, aunque alerta en todo momento, se fundió entre el gentío que empezaba a reunirse en el lugar. Al cabo de poco rato, la plaza estaba abarrotada, la muchedumbre congregada en torno a un pequeño escenario de madera al que acababa de subir un hombre de aspecto austero con fríos ojos azules, pómulos hundidos, cabello gris oscuro y manos nudosas, vestido con una sencilla túnica de lana de color gris. Empezó a hablar, interrumpiéndose únicamente cuando los vítores enloquecidos del público le obligaban a hacerlo. Ezio se dio cuenta de la facilidad con la que un solo hombre podía conducir a centenares de personas a un estado de ciega histeria.
—¡Reuníos, hijos, y escuchad mi palabra! Porque el Fin de los Días se acerca. ¿Estáis preparados para lo que está por llegar? ¿Estáis preparados para ver la Luz con la que mi hermano Savonarola nos ha bendecido? —Levantó las manos, y Ezio, que sabía exactamente a qué luz se refería el Heraldo, siguió escuchando con sobriedad—. Se acercan días oscuros —prosiguió el Heraldo—. Pero mi hermano me ha mostrado el camino hacia la salvación, hacia la luz celestial que nos aguarda. Pero sólo estaremos preparados si nos adherimos a él. Dejemos que Savonarola sea nuestro guía, porque solamente él sabe lo que está por llegar. El no nos llevará por el mal camino. —El Heraldo se inclinó hacia delante sobre el atril—. ¿Estáis preparados para el Juicio Final, hermanos y hermanas? ¿A quién seguiréis cuando llegue el momento? —Hizo una pausa para enfatizar sus palabras—. En las iglesias hay muchos que afirman ofrecer la salvación, los requirentes, los perdonadores, los descabellados esclavos de la superstición… ¡Pero no, hijos míos! ¡Todos ésos están sometidos a la esclavitud del Papa Borgia, sometidos a la esclavitud del «Papa» Alejandro, el sexto y el más endeudado con ese nombre!
La multitud empezó a gritar. Ezio puso mala cara. Recordó las supuestas profecías que había visto sobre el proyecto del Fruto del Edén en el taller de Leonardo. En un futuro lejano llegaría un tiempo en el que el infierno se desplegaría de verdad sobre la tierra… a menos que él pudiera impedirlo.
—El nuevo Papa Alejandro no es un hombre espiritual; no es un hombre del alma. Los hombres como él compran nuestras oraciones y venden sus bienes para obtener un beneficio. ¡Los sacerdotes de nuestras iglesias no son más que mercaderes eclesiásticos! ¡Sólo uno entre todos nosotros es un auténtico hombre espiritual, sólo uno entre nosotros ha visto el futuro y ha hablado con el Señor! ¡Él nos guiará!
Ezio se preguntó si el monje loco habría abierto también el Fruto del Edén. ¿Habría desplegado las mismas visiones? ¿Qué había dicho Leonardo sobre el Fruto del Edén? ¿Que volvería locas a las mentes más débiles?
—Savonarola nos liderará hacia la luz —estaba diciendo el Heraldo a modo de conclusión—. ¡Savonarola nos contará lo que está por venir! ¡Savonarola nos conducirá hasta las mismas puertas del cielo! No queremos ese nuevo mundo del que Savonarola ha podido ser testigo. ¡El hermano Savonarola sigue el camino hacia Dios que todos hemos estado buscando!
Volvió a levantar las manos y la multitud continuó gritando y vitoreándolo.
Ezio sabía que la única manera de encontrar al monje era a través de su acólito. Pero tenía que encontrar la manera de llegar hasta él sin levantar las sospechas de la devota muchedumbre. Se adelantó con cautela, representando el papel del hombre sumiso que busca conversación entre el rebaño del Heraldo.
No le resultó fácil. Recibió agresivos empujones de la gente que se percataba de que era un desconocido, un recién llegado, alguien a quien mirar con recelo. Pero él se dedicó a sonreír, a hacer reverencias e incluso, como último recurso, a arrojarles dinero, diciendo:
—Quiero dar limosnas para la causa de Savonarola y para los que lo apoyan y creen en él.
Y el dinero funcionó como siempre. De hecho, Ezio llegó a la conclusión de que el dinero era la mejor arma de conversión que existía. Por fin el Heraldo, que había estado observando el avance de Ezio con una combinación de diversión y satisfacción, ordenó a sus guardaespaldas que se hicieran a un lado y le indicó con señas que se acercara a él, guiándolo hacia un lugar más tranquilo, una piazzetta separada de la plaza principal, donde podrían mantener una conversación en privado. Ezio comprendió que el Heraldo creía haber hecho una importante y acaudalada incorporación a su rebaño de seguidores.
—¿Dónde está Savonarola? —le preguntó Ezio.
—Está en todas partes, hermano —respondió el Heraldo—. Está en todos y cada uno de nosotros, y todos y cada uno de nosotros estamos con él.
—Escúchame, amigo —dijo con prisas Ezio—. Busco al hombre, no al mito. Dime, por favor, dónde está.
El Heraldo lo miró con recelo, y Ezio vio con claridad cierto indicio de locura en su mirada.
—Ya te he dicho dónde está. Mira, Savonarola te ama tal y como eres. Él te mostrará la Luz. ¡Él te mostrará el futuro!
—Pero tengo que hablar con él personalmente. ¡Debo ver al gran líder! ¡Y tengo enormes riquezas que aportar a su imponente cruzada!
El Heraldo lo miró astutamente al oír aquello.
—Entiendo —dijo—. Ten paciencia. La hora no ha llegado todavía. Pero te unirás a nosotros en nuestro peregrinaje, hermano.
Y Ezio tuvo paciencia. Tuvo mucha paciencia. Entonces, un día, recibió una citación del Heraldo invitándolo a reunirse con él en los muelles de Venecia al anochecer. Llegó temprano y esperó con nervios e impaciencia, hasta que por fin vio una figura borrosa avanzando entre la neblina del atardecer.
—No estaba seguro de que fueras a venir —le dijo al Heraldo a modo de saludo.
El Heraldo parecía satisfecho.
—La búsqueda de la Verdad te apasiona, hermano. Y ha soportado el paso del tiempo. Pero ahora estamos preparados y nuestro gran líder ha asumido las responsabilidades de mando para las que nació. ¡Ven!
Echó a andar por delante de él y guio a Ezio hacia un muelle donde se encontraba atracada una galera de gran tamaño. Junto a ella esperaba una multitud de fieles. El Heraldo se dirigió a ellos:
—¡Hijos míos! Por fin ha llegado la hora de partir. ¡Nuestro hermano y guía espiritual, Girolamo Savonarola, nos espera en la ciudad que por fin ha hecho suya!
—¡Sí, la ha hecho suya! ¡El bastardo hijo de puta ha humillado mi ciudad y mi hogar…, la ha llevado al borde de la locura!
La multitud y Ezio se volvieron para mirar a la persona que acababa de hablar, un hombre joven de pelo largo vestido con una capa negra, con labios carnosos y un rostro débil, deformado ahora por la rabia.
—Acabo de escapar de allí —prosiguió—. Expulsado de mi ducado por ese gilipollas de rey, Carlos de Francia, cuya injerencia me ha llevado a ser sustituido por ese Perro de Dios, Savonarola.
El ambiente entre el gentío empezó a enrarecerse y a buen seguro habrían acabado cogiendo al joven y echándolo a la laguna de no haberlo impedido el Heraldo.
—Dejad que este hombre exprese su opinión —ordenó el Heraldo y, volviéndose hacia el desconocido, le preguntó—: ¿Por qué pronuncias el nombre de Savonarola en vano, hermano?
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Por lo que le ha hecho a Florencia! ¡Controla la ciudad! O bien la Signoria lo apoya, o bien se siente impotente contra él. Incita a las masas e incluso gente que debería tener más juicio, como el maestro Botticelli, le sigue servilmente. ¡Queman libros, obras de arte, cualquier cosa que ese loco considere inmoral!
—¿Que Savonarola está ahora en Florencia? —preguntó con toda la intención Ezio—. ¿Estás seguro?
—¿Dónde estaría si no? ¡Ojalá estuviera en la luna o en la boca del infierno! ¡He escapado por los pelos con vida!
—¿Y quién eres tú exactamente, hermano? —preguntó el Heraldo, dejando traslucir su impaciencia.
El joven se enderezó.
—Soy Piero de Medici. ¡Hijo de Lorenzo Il Magnifico y legítimo gobernador de Florencia! Ezio le estrechó la mano.
—Encantado de conocerte, Piero. Tu padre fue mi amigo fiel. Piero se quedó mirándolo.
—Gracias por ello, quienquiera que seas. Por lo que a mi padre se refiere, tuvo suerte de morir antes de que toda esta locura asolara nuestra ciudad como una ola gigante. —Se volvió despreocupadamente hacia la enajenada multitud—. ¡No apoyéis a ese desdichado monje! ¡Es un loco peligroso con un ego del tamaño del Duomo! ¡Debería ser sacrificado como el perro loco que es!
La multitud, como una sola voz, rugió de rabia. El Heraldo se volvió hacia Piero y vociferó:
—¡Hereje! ¡Sembrador de ideas malignas! —Y dirigiéndose al gentío, gritó—: ¡Éste es el hombre que debe ser sacrificado! ¡Silenciado! ¡Enviado a la hoguera!
Tanto Piero como Ezio, a su lado, habían desenfundado ya las espadas y se enfrentaron a la amenazadora chusma.
—¿Quién eres? —preguntó Piero.
—Auditore, Ezio —respondió.
—¡Ah! Sono grato del tuo aiuto. Mi padre hablaba a menudo de ti. —Su mirada bailó por encima de sus adversarios—. ¿Saldremos de ésta?
—Eso espero. Pero no has sido lo que se dice muy diplomático.
—¿Y yo qué sabía?
—Acabas de destruir un esfuerzo y una preparación indecibles; pero no importa. ¡Ahora presta atención a tu espada!
La batalla fue dura pero breve. Los dos hombres permitieron que la turba los empujase hacia un almacén abandonado y fue allí donde tomaron posiciones. Por suerte, los peregrinos, aunque furiosos, estaban lejos de ser luchadores experimentados y en cuanto los más osados se retiraron cargados de cortes profundos y cuchilladas provocadas por las espadas de Ezio y Piero, el resto retrocedió y salió huyendo. Sólo el Heraldo, oscuro e inexorable, se mantenía en su puesto.
—¡Impostor! —le dijo a Ezio—. Te congelarás para siempre en el hielo del Cuarto y el Noveno Círculo. Y seré yo quien te envíe allí.
Extrajo de entre sus ropajes una afilada navaja suiza y corrió hacia Ezio levantando el arma por encima de su cabeza, listo para atacar. Ezio, retrocediendo, tropezó y quedó a merced del Heraldo, pero Piero atravesó con su espada las piernas del atacante y Ezio, de nuevo en pie, desenfundó su daga de doble filo y clavó las afiladas puntas en el abdomen de aquel hombre. La figura del Heraldo se estremeció con el impacto; lanzó un grito sofocado y cayó al suelo, retorciéndose y contorsionándose, hasta por fin quedarse inmóvil.
—Espero que esto te compense la jugada que te he hecho —dijo Piero con una sonrisa arrepentida—. ¡Vamos! Vayamos al palacio del dux para decirle a Agostino que envíe la guardia y se asegure de que esa pandilla de lunáticos se ha dividido y que vuelven todos a sus perreras.
—Grazie —dijo Ezio—. Pero yo iré en dirección opuesta. Tengo que ir a Florencia.
Piero lo miró con incredulidad.
—¿Qué? ¿A la boca del infierno?
—Tengo mis motivos para perseguir a Savonarola. Aunque quizás tampoco sea demasiado tarde para reparar el daño que le ha hecho a nuestra ciudad natal.
—Entonces, te deseo suerte —dijo Piero—. Sea cual fuere el fin que persigues.