Capítulo 24

El monje que recibió a Ezio en la abadía de los Pantanos era el típico monje: redondo y coloradote, pero con el pelo rojo como el fuego y una mirada picara y sagaz, y hablaba además con un acento que Ezio reconoció como el de algunos de los condottieri que trabajaban para Mario; era irlandés.

—Que Dios te bendiga, hermano.

Grazie, padre

—Soy el hermano O'Callahan.

—Me pregunto si podríais ayudarme.

—Para eso estamos aquí, hermano. Aunque, claro está, vivimos tiempos difíciles. Y se hace complicado pensar sin nada en el estómago.

—Querréis decir sin nada en el billetero.

—No me malinterpretes. No estoy pidiéndote nada. —El monje abrió las manos—. Pero el Señor ayuda a los generosos.

Ezio sacó unos cuantos florines y se los entregó.

—Si no es suficiente…

El monje se quedó pensativo.

—Ah, bueno, la intención es lo que importa. Pero la verdad es que el Señor ayuda de verdad a los que se muestran algo más generosos.

Ezio continuó sacando monedas hasta que la expresión del hermano O'Callahan cambió.

—La Orden valora tu dadivosidad, hermano. —Se llevó las manos al estómago—. ¿Qué andas buscando?

—Un monje con capucha negra… al que le falta uno de los diez dedos de las manos.

—Hmmm… El hermano Guido tiene sólo nueve dedos en los pies. ¿Estás seguro de que no se trataría de un pie?

—Bastante seguro.

—Y luego está el hermano Domenico, pero lo que le falta es el brazo izquierdo entero.

—No, lo siento, estoy bastante seguro de que era un dedo de la mano.

—Hmmm… —El monje siguió pensando—. ¡Sí, un momento! Recuerdo un monje con capucha negra que sólo tenía nueve dedos… ¡Sí! ¡Claro! Fue cuando celebramos el último banquete de San Vicenzo en la abadía de la Toscana.

Ezio sonrió.

—Sí, conozco ese lugar. Lo probaré allí. Grazie.

—Vete en paz, hermano.

—Es lo que siempre hago.

Ezio atravesó las montañas en dirección oeste, rumbo a la Toscana, y a pesar de que fue un viaje largo y complicado, pues se acercaba el otoño y los días eran cada vez más desagradables, empezó a sentirse excitado a medida que se aproximaba a la abadía, el lugar donde, mucho tiempo atrás, uno de los implicados en la trama para asesinar a Lorenzo de Medici —el secretario de Jacopo de Pazzi, Stefano da Bagnone— encontró su fin a manos de Ezio.

Fue mala suerte que el abad que lo recibió fuera uno de los testigos de aquel asesinato.

—Disculpad —le dijo Ezio de entrada—. Me pregunto si podríais…

Pero el abad, reconociéndolo al instante, retrocedió horrorizado y gritó:

—¡Que todos los arcángeles —Uriel, Rafael, Miguel, Saraquel, Gabriel, Remiel y Raguel— nos protejan con toda su fuerza! —Bajó la mirada del cielo para posarla a continuación en Ezio—. ¡Demonio impío! ¡Retírate de aquí!

—¿Qué sucede? —preguntó consternado Ezio.

—¿Qué sucede? ¿Qué sucede? Tú eres el que asesinó al hermano Stefano. ¡En suelo sagrado! —Un nervioso grupo de hermanos se había congregado a cierta distancia y el abad se volvió entonces hacia ellos—. ¡Ha regresado! ¡El asesino de monjes y sacerdotes ha regresado! —Pronunció sus palabras con voz atronadora y salió huyendo, seguido por los demás.

El hombre era presa del pánico. Ezio no tuvo más remedio que salir en su persecución. Pero no conocía tan bien la abadía como el abad y su tropa de monjes. Al final, cansado de dar vueltas por pasadizos y claustros desconocidos, se encaramó a los tejados para poder ver mejor hacia dónde se habían dirigido los monjes, aunque lo único que consiguió con ello fue que huyeran más despavoridos si cabe y se pusieran a gritar: «¡Ha llegado! ¡Ha llegado! ¡Belcebú ha llegado!», de modo que desistió y siguió persiguiéndolos empleando métodos convencionales.

Consiguió por fin darles alcance. Jadeando, el abad se volvió hacia él y gimoteó:

—¡Retírate, demonio! ¡Déjanos en paz! ¡No hemos cometido ningún pecado mayor que los tuyos!

—No, esperad, escuchad —dijo Ezio jadeando también—. Sólo quiero formularos una pregunta.

—¡Nosotros no hemos invocado a los demonios! ¡No pretendemos aún viajar al más allá!

Ezio movió repetidamente las manos con las palmas hacia abajo.

—¡Calma, por favor! ¡No pretendo haceros ningún daño!

Pero el abad no quería escucharlo. Levantó la vista hacia el cielo.

—Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¡No estoy preparado todavía para reunirme con tus ángeles! Y echó otra vez a correr.

Ezio se vio obligado a hacerle un placaje. Se levantaron ambos del suelo, sacudiéndose en medio de un círculo de atónitos monjes.

—¡Dejad ya de huir, por favor! —le suplicó Ezio.

El abad se encogió de miedo.

—¡No! ¡Ten piedad! ¡No quiero morir! —farfulló.

Ezio, consciente de que estaba siendo excesivamente formal, dijo:

—Mirad, padre abad, yo sólo mato a los que matan a los demás. Y vuestro hermano Stefano era un asesino. Intentó asesinar al duque Lorenzo en 1478. —Hizo una pausa, respirando con dificultad—. Tranquilo, messer abate, porque estoy seguro de que no tenéis nada de asesino.

La mirada del abad se tranquilizó un poco, aunque seguía mostrándose receloso.

—¿Qué quieres entonces? —preguntó.

—Muy bien, ahora, escuchadme. Estoy buscando a un monje vestido como vos, un dominico al que le falta un dedo de la mano.

El abad siguió mostrándose cauteloso.

—¿Que le falta un dedo, dices? ¿Cómo a fra Savonarola?

Ezio tomó mentalmente nota del nombre.

—¿Savonarola? ¿Quién es? ¿Lo conocéis?

—Lo conocí, messer Fue uno de los nuestros… durante un tiempo.

—¿Y después?

El abad se encogió de hombros.

—Le sugerimos que se tomase un largo descanso en una ermita de las montañas. No… no encajaba del todo bien aquí…

—Me parece, abate, que es muy posible que su época como ermitaño haya terminado. ¿Sabéis dónde podría haber ido?

—Oh, pobre de mí… —El abad trató de hacer memoria—. Si ha dejado la ermita, podría haber regresado a Santa Maria del Carmine, en Florencia. Allí fue donde estudió. A lo mejor ha vuelto allí.

Ezio suspiró aliviado.

—Gracias, abad. Id con Dios.

A Ezio le resultó extraño regresar a su ciudad natal después de tanto tiempo. Había muchos recuerdos que afrontar. Pero las circunstancias dictaban que siguiera trabajando solo. No podía contactar ni siquiera con sus antiguos amigos o aliados, por temor a alertar al enemigo.

Vio enseguida que a pesar de que el clima en la ciudad seguía manteniéndose estable, la iglesia, o al menos la que él andaba buscando, estaba sumida en el caos. Un monje acababa de salir de ella corriendo, muerto de miedo.

Abordó al monje.

—Tranquilo, hermano. ¿Va todo bien?

El monje quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

—Mantente alejado, amigo. ¡Si valoras en algo tu vida!

—¿Qué pasa aquí?

—¡Los soldados de Roma acaban de entrar en nuestra iglesia! Han dispersado a los hermanos, formulan preguntas que no tienen sentido. ¡No paran de decirnos que les demos fruta!

—¿Qué tipo de fruta?

—¡Manzanas!

—¿Manzanas? Diavolo! ¡Rodrigo ha llegado antes que yo! —dijo Ezio entre dientes y casi para sus adentros.

—¡Se han llevado a uno de mis compañeros carmelitas a la parte posterior de la iglesia! ¡Estoy seguro de que piensan matarlo!

—¿Carmelitas? ¿No sois dominicos?

Ezio se alejó del hermano y rodeó con cuidado los muros de Santa Maria, sin despegarse de ellos. Avanzó tan sigiloso como la mangosta que se enfrenta a una cobra. Cuando llegó a los muros del jardín de la iglesia, se encaramó al tejado. Y, pese a toda la experiencia que le habían dado los años, lo que vio abajo lo dejó sin respiración. Varios guardias de Borgia estaban dándole una paliza a un monje joven y alto. Tendría unos treinta y cinco años.

—¡Canta! —gritaba el líder de los guardias—. ¡Canta o te haré tanto daño que desearás no haber nacido! ¿Dónde está la Manzana?

—¡Por favor! ¡No lo sé! ¡No sé de qué me hablas!

El líder de los guardias se aproximó más a él.

—¡Confiesa! ¡Te llamas Savonarola!

—¡Sí! ¡Ya te lo dije! ¡Pero deja ya de pegarme!

—Entonces, dínoslo y tu sufrimiento cesará. ¿Dónde cojones está el Fruto del Edén? —El interrogador le dio un potente puntapié en la entrepierna. El monje lanzó un alarido de dolor—. No creo que eso marque una gran diferencia para un hombre siempre en la posición del misionero como tú —se burló el guardia.

Ezio observó la escena con gran preocupación. Si aquel monje era Savonarola, los matones de Borgia acabarían matándolo antes de que él consiguiera sacarle la verdad.

—¿Porqué sigues mintiéndome? —continuó el guardia—. ¡A mi Maestro no le gustará en absoluto enterarse de que me has hecho torturarte hasta la muerte! ¿Pretendes meterme en problemas?

—Yo no tengo ninguna manzana —sollozó el monje—. No soy más que un simple fraile. ¡Déjame ir, por favor!

—¡Por mis cojones!

—¡Yo no sé nada! —exclamó lastimosamente el monje.

—Si quieres que pare —gritó el guardia, arreándole otro puntapié en el mismo lugar—, cuéntame la verdad, hermano Girolamo… ¡Savonarola!

El guardia le dio otra patada y ordenó a sus secuaces que lo agarraran por los tobillos y lo arrastraran sin piedad por el suelo adoquinado, la cabeza rebotando dolorosamente sobre las duras piedras. El monje gritaba y luchaba en vano.

—¿Has tenido suficiente, abominato? —El jefe de los guardias volvió a acercarse a él—. ¿Tan preparado estás para reunirte con tu Creador que mentirías una y otra vez con tal de verlo?

—No soy más que un simple monje —lloró el carmelita, cuyo hábito era peligrosamente similar en corte y color al de los dominicos—. ¡No tengo ninguna fruta de ningún tipo! Por favor…

El guardia le dio una patada. En el mismo lugar. Otra vez. El cuerpo del monje se retorció en una agonía que iba más allá de las lágrimas.

Ezio estaba harto. Saltó de repente, un fantasma de venganza, y por una vez, por pura rabia, utilizando simultáneamente la daga venenosa y la daga de doble filo. Después de un minuto de auténtica carnicería, los matones de Borgia, en su totalidad, yacían muertos, o inmersos en la misma agonía que habían causado, sobre los adoquines del patio.

El monje se agarró llorando a las rodillas de Ezio.

Grazie, grazie, salvatore.

Ezio le acarició la cabeza.

—Calma, calma. Ya está todo solucionado, hermano. —Ezio miró los dedos del monje.

Los diez dedos estaban intactos.

—Tienes diez dedos —murmuró, defraudado pese a sí mismo.

—Sí —gritó el monje—. Tengo diez dedos. ¡Y no tengo más manzanas que las que traen del mercado al monasterio cada jueves! —Se levantó, se sacudió y juró—: ¡En el nombre de Dios! ¿Acaso el mundo entero ha perdido el sentido?

—¿Quién eres? ¿Por qué te han cogido a ti? —preguntó Ezio.

—¡Porque descubrieron que me apellido Savonarola! Pero ¿por qué debería traicionar a mi primo ante esos matones?

—¿Sabes lo que ha hecho?

—¡Yo no sé nada! El es monje, como yo. Se decantó por la orden de los dominicos, que es más dura, cierto, pero…

—¿Ha perdido un dedo?

—Sí, pero ¿cómo podrías…? —La mirada del monje le dio a entender que empezaba a comprender qué pasaba.

—¿Quién es Girolamo Savonarola? —insistió Ezio.

—Mi primo, un devoto hombre de Dios. ¿Y quién, si me permites preguntarlo, quién eres tú? Aunque debo agradecerte humildemente que me hayas rescatado y sepas que te debo cualquier favor que puedas pedirme.

—Yo… no tengo nombre —dijo Ezio—. Pero hazme el favor de decirme el tuyo.

Fra Marcello Savonarola —respondió sumisamente el monje.

Ezio tomó nota. Su cabeza discurría a toda velocidad.

—¿Dónde está tu primo Girolamo?

El fraile Marcello se puso a pensar, luchando contra su conciencia.

—Cierto es que mi primo… tiene una visión singular sobre cómo servir a Dios… Predica su propia doctrina… Ahora podrías encontrarlo en Venecia.

—¿Y qué está haciendo allí?

Marcello se enderezó.

—Creo que va por el camino equivocado. Predica el fuego del infierno. Afirma ver el futuro. —Marcello miró a Ezio con los ojos inyectados en sangre, con unos ojos agónicos—. Si quieres conocer de verdad mi opinión, ¡creo que vomita locura!