Capítulo 23

Aunque había pasado el día entero cabalgando y apenas había descansado para cambiar de montura, Ezio tardó mucho tiempo en llegar a los Apeninos, y cuando lo hizo, supo que la búsqueda de Checco Orsi le llevaría aún más tiempo. Pero también que si Checco había regresado a la sede de su familia en Nubilaria, podría interceptarlo en la ruta que partía de allí hacia el sur, en el largo y sinuoso camino que conducía hasta Roma. Nada garantizaba que Checco no hubiera ido directamente a la Santa Sede, pero Ezio consideró que, con una carga tan valiosa como el Fruto del Edén, su adversario buscaría ante todo la seguridad en algún lugar donde lo conociesen, y que desde allí enviaría mensajeros para averiguar si el Español había regresado al Vaticano antes de establecer contacto con él.

Ezio, por lo tanto, decidió seguir el camino hacia Nubilaria y, entrando en secreto en la ciudad, se propuso descubrir todo lo posible sobre el paradero de Checco. Pero Checco tenía espías por todas partes, y Ezio se enteró enseguida de que sabía que andaba buscándolo y pensaba partir con el Fruto del Edén en una caravana integrada por dos carruajes para poder escapar de él y frustrar sus planes.

La mañana en que Checco tenía programado partir, Ezio montó guardia cerca de la puerta sur de Nubilaria y al cabo de poco tiempo vio aparecer los dos carruajes que estaba esperando. Ezio montó en su caballo dispuesto a perseguirlos, pero en el último momento apareció por una calle secundaria un tercer carruaje, más ligero, conducido por un secuaz de los Orsi, que le bloqueó deliberadamente el paso, asustando a su caballo, que se levantó sobre sus patas traseras y lo lanzó al suelo. Sin tiempo que perder, Ezio se vio obligado a abandonar su montura y, de un salto, se encaramó en el carruaje de los Orsi, expulsando del mismo al conductor con un golpe certero. Hizo restallar el látigo sobre los caballos y emprendió la persecución.

No tardó mucho en avistar los vehículos de su adversario, pero ellos lo vieron también y aceleraron. Descendiendo a toda máquina por la traidora carretera de montaña, el carruaje escolta de Checco, cargado de soldados de los Orsi preparándose para disparar sus ballestas contra Ezio, tomó una curva cerrada con una velocidad excesiva. Los caballos siguieron el camino y trazaron la curva, pero el carruaje, con su mecanismo de dirección desaparecido y sus ejes perdidos, siguió recto hacia el precipicio y rodó metros y metros hasta impactar en el fondo del valle. Conteniendo el aliento, Ezio dio las gracias al destino por su bondad. Animó a sus caballos a seguir adelante, temeroso de estar forzándolos demasiado y de que sus corazones estallaran, pero los suyos tiraban de menos peso que los animales del carruaje de Checco y, poco a poco, fueron acortando la distancia que le separaba de su presa.

Cuando Ezio se puso a su altura, el cochero de Orsi agitó el látigo contra él, pero Ezio lo cogió y lo tiró al suelo. Entonces, en el momento adecuado, soltó las riendas y saltó desde su carruaje hasta el techo del de Checco. Los caballos de su carruaje, presas del pánico, liberados tanto del peso como del control del conductor, se desbocaron y echaron a correr hasta perderse de vista.

—¡Sal de una maldita vez de aquí! —vociferó el cochero de Checco, alarmado—. En nombre de Dios, ¿qué te piensas que estás haciendo? ¿Estás loco?

Pero desprovisto del látigo, le resultaba muy difícil controlar sus caballos. No podía permitirse el lujo de pelear.

Checco gritaba también desde el interior del carruaje.

—¡No seas tonto, Ezio! ¡Nunca saldrás de ésta! —Asomando medio cuerpo por la ventanilla, embistió a Ezio con la espada mientras el cochero intentaba frenéticamente controlar los caballos—. ¡Lárgate de mi carruaje! ¡Ahora mismo!

El cochero intentó entonces hacer virar bruscamente el carruaje para que Ezio cayera, pero él se sujetó con todas sus fuerzas. El carruaje cambió peligrosamente de dirección finalmente, cuando pasaban por delante de una cantera de mármol abandonada, se descontroló por completo, volcó hacia un lado y lanzó al cochero contra un montón de bloques de mármol de todo tipo y tamaño tallados en su día por los mineros y abandonados después por defectos en la piedra. Los caballos se encabritaron y pataleaban aterrorizados. Ezio saltó del carruaje, aterrizó en cuclillas y preparó la espada para recibir a Checco que, sin aliento pero ileso, abandonaba también el vehículo, la rabia reflejada en sus facciones.

—Entrégame el Fruto del Edén, Checco. Todo ha terminado.

—¡Imbécil! ¡Terminará cuando tú estés muerto! —Checco agitó la espada contra su oponente y de inmediato se enzarzaron en una pelea arremetiendo peligrosamente el uno contra el otro cerca del borde escarpado del camino.

—Entrégame el Fruto del Edén, Checco, y te dejaré marchar. ¡No tienes ni idea del poder que tienes con eso!

—Nunca te lo daré. ¡Y cuando lo tenga mi Maestro, estará en posesión de un poder jamás soñado, y Lodovico y yo disfrutaremos de la parte del mismo que nos corresponde!

—¡Lodovico ha muerto! ¿Y de verdad piensas que tu Maestro te permitirá seguir con vida cuando ya no le sirvas de nada? ¡Sabes ya demasiado!

—¿Que has matado a mi hermano? ¡Entonces, esto es para ti, por él! —Checco se abalanzó sobre Ezio.

Se enzarzaron en una pelea, las hojas echando chispas, y Checco alcanzó de nuevo a Ezio, aunque la protección metálica desvió el golpe de la espada. El hecho de que su bien atinado golpe no diera en el blanco bajó por un instante la guardia de Checco, pero se recuperó rápidamente y asestó una estocada en el brazo derecho de Ezio que le provocó un corte tan profundo en el bíceps que le obligó a soltar la espada.

Checco lanzó un ronco grito de triunfo y acercó la punta de su espada a la garganta Ezio.

—No supliques piedad —dijo—, porque no pienso dártela.

Y echó el brazo hacia atrás dispuesto a asestarle el golpe mortal. Pero en aquel instante, Ezio accionó el mecanismo del antebrazo izquierdo que extraía la daga de doble filo y, girando en redondo con la velocidad del rayo, la clavó en el pecho de Checco.

Checco permaneció inmóvil durante un largo momento y bajó la vista para contemplar la sangre que caía sobre el blanco suelo del camino. Soltó la espada y cayó encima de Ezio, sujetándose a él en su intento de mantenerse en pie. Sus caras se encontraron a escasos centímetros la una de la otra.

—Ya vuelves a tener tu premio —susurró, mientras la sangre salía a borbotones de su pecho.

—¿Crees de verdad que ha merecido la pena? —le preguntó Ezio—. ¡Tanta carnicería!

Checco emitió un sonido que recordaba el de una sonrisa entre dientes, o tal vez fuera tos, pues la sangre brotaba cada vez con mayor abundancia de su boca.

—Mira, Ezio, sabes lo complicado que va a ser mantener en tu poder durante mucho tiempo una cosa tan valiosa como ésta. —Intentó coger aire—. Hoy muero yo, pero mañana serás tú el que muera.

Y en el mismo momento en que la expresión se esfumaba de su cara y sus ojos se quedaban en blanco, su cuerpo cayó al suelo a los pies de Ezio.

—Ya veremos, amigo mío —dijo Ezio—. Descansa en paz.

Estaba agotado. La herida del brazo no cesaba de sangrar, pero se obligó a caminar hasta el carruaje y tranquilizar a los caballos, soltándolos de sus riendas. Inspeccionó a continuación el interior del vehículo y localizó rápidamente la caja de teca. La abrió antes que nada para asegurarse de que el contenido estaba a salvo, volvió a cerrarla bien y la cogió firmemente bajo el brazo sano. Miró en dirección a la cantera, donde yacía inerte el cochero. No era necesario ir a comprobar si había muerto porque el ángulo quebrado de su cuerpo hablaba por sí solo.

Los caballos no habían ido muy lejos y Ezio fue hacia ellos, preguntándose si tendría fuerzas suficientes para montar en uno y utilizarlo para realizar al menos una parte del trayecto de regreso a Forli. Confiaba en encontrarlo todo tal y como lo había dejado, pues seguirle la pista a Checco le había llevado más tiempo del esperado. En ningún momento, sin embargo, había pretendido que su trabajo fuera a ser fácil, pero por fin el Fruto del Edén volvía a estar bajo el control de los Asesinos. El tiempo que le había dedicado no había sido en vano.

Miró de nuevo los caballos y decidió que el animal que lideraba el carruaje sería el mejor de los cuatro. Se acercó y se agarró a la crin para encaramarse a la montura, pues el caballo no estaba ensillado, y al hacerlo se tambaleó.

Había perdido más sangre de la que creía. Tenía que vendarse la herida de alguna manera antes que nada. Amarró el caballo a un árbol y cortó una tira de la camisa de Checco para improvisar una venda. Después, arrastró el cuerpo para apartarlo del camino, lejos de miradas indiscretas. Si por casualidad pasaba alguien, y no se fijaba mucho en los detalles, pensaría que Checco y el cochero habían sido víctimas de un trágico accidente de carretera. Aunque empezaba a ser tarde y pocos viajeros transitarían a aquellas horas.

Pero el esfuerzo había agotado sus últimos recursos. «Incluso yo debo descansar», pensó, una idea muy dulce. Se sentó a la sombra del árbol y escuchó el sonido del caballo apacentándose. Dejó la caja de teca en el suelo, a su lado, y echó una última mirada a su alrededor. Era el último lugar donde le gustaría quedarse mucho tiempo; pero le pesaban los párpados y no vio al silencioso observador escondido junto a un árbol en el otero que se alzaba por encima del camino a sus espaldas.

Cuando Ezio se despertó, se había hecho de noche, pero la luz iluminaba lo suficiente como para ver una figura moviéndose en silencio cerca de donde él estaba.

Le dolía mucho el bíceps derecho, pero cuando intentó incorporarse apoyándose en el brazo izquierdo, descubrió que no podía moverlo. Alguien había acercado uno de los bloques de mármol de la cantera y lo había utilizado para inmovilizarle el brazo. Se esforzó, utilizando las piernas para intentar levantarse, pero era imposible. Miró hacia el lugar donde había dejado la caja con el Fruto del Edén.

Había desaparecido.

La figura, que iba vestida con la cappa negra y el hábito blanco de un monje dominico, se había dado cuenta de que acababa de despertarse y se volvió hacia él para colocar mejor el bloque de mármol e inmovilizarle el brazo. Ezio se fijó en que al monje le faltaba un dedo.

—¡Espera! —dijo Ezio—. ¿Quién eres? ¿Qué haces?

El monje no respondió. Ezio vio la caja cuando el monje se agachó para recogerla de nuevo.

—¡No toques eso! ¡Hagas lo que hagas, no…!

Pero el monje abrió la caja y apareció una luz tan brillante como la del sol.

Antes de volver a desvanecerse, a Ezio le pareció oír que el monje exhalaba un suspiro de satisfacción.

Cuando volvió a despertarse, era de día. Los caballos se habían ido, pero parte de sus fuerzas habían regresado acompañando a la luz del sol. Miró el bloque de mármol. Era pesado, pero se movió ligeramente cuando él movió el brazo que seguía aprisionado debajo. Miró a su alrededor. Tenía al alcance de su mano derecha una rama sólida que debía de haber caído del árbol y que aún estaba lo bastante verde como para no romperse. Apretó los dientes y consiguió cogerla y situarla debajo del bloque. El brazo derecho le dolía tremendamente y empezó a sangrar de nuevo cuando calzó un extremo de la rama debajo del bloque y empujó. Le pasó fugazmente por la cabeza una frase medio olvidada de sus días de colegio: «Dame una palanca lo bastante larga, y levantaré la tierra». Empujó con fuerza. El bloque empezó a moverse, pero le fallaron las fuerzas y volvió a caer donde estaba. Se recostó de nuevo en el suelo, descansó y lo intentó de nuevo.

Al tercer intento, gritando interiormente de dolor, y pensando que acabaría partiéndose los músculos del brazo derecho herido, volvió a empujar, como si su vida dependiera de ello, finalmente, el bloque empezó a rodar por el suelo.

Se sentó con cautela. Tenía el brazo izquierdo dolorido, pero nada roto.

¿Por qué no lo habría matado el monje mientras dormía? Tal vez el asesinato no formara parte del plan de aquel hombre de Dios. Pero una cosa era segura: el dominico y el Fruto del Edén habían desaparecido.

Arrastrándose hasta lograr ponerse en pie, se acercó a un arroyo próximo y calmó su sed antes de lavar la herida y vendarla de nuevo. Y a continuación emprendió camino rumbo al este, para cruzar de nuevo las montañas y regresar a Forli.

Por fin, después de un viaje de muchos días, avistó a lo lejos las torres de la ciudad. Pero estaba cansado, agotado por su férrea tarea, por su fracaso, por su soledad. Durante el camino de vuelta había tenido mucho tiempo para pensar en Cristina y en lo que podría haber sido de no haber tenido que cargar con aquella cruz. Pero no podía cambiar su vida; ni tampoco él podía cambiar.

Había llegado al extremo del puente que daba acceso a la puerta sur y estaba lo bastante cerca como para ver a gente en las almenas, cuando el agotamiento pudo por fin con él, y se desvaneció.

Cuando volvió a despertarse, se encontró acostado en una cama, tapado con inmaculadas sábanas de lino, en una soleada terraza bajo la sombra de las parras. Una mano fría le acarició la frente y le acercó a los labios una jarra de agua.

—¡Ezio! Gracias a Dios que has vuelto. ¿Te encuentras bien? ¿Qué te pasó? —Las preguntas fluían de la boca de Caterina con su habitual impetuosidad.

—No… no lo sé…

—Te vieron desde las almenas. Salí a buscarte personalmente. Estuviste de viaje yo qué sé cuánto tiempo y tienes una herida terrible.

Ezio se esforzó en recordar.

—Ahora me acuerdo de alguna cosa… Conseguí quitarle el Fruto del Edén a Checco… pero poco después vino otro hombre… ¡Se llevó el Fruto del Edén!

—¿Quién?

—Iba vestido con una capucha negra, como un monje, y me parece… ¡que le faltaba un dedo! —Ezio intentó incorporarse—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí acostado? Tengo que irme… ¡ahora mismo!

Hizo ademán de levantarse, pero era como si sus extremidades fuesen de plomo, y en cuanto empezó a moverse, experimentó una sensación de vértigo tan terrible que se vio obligado a acostarse de nuevo.

—¡Caray! ¿Qué me ha hecho ese monje?

Caterina se inclinó sobre él.

—Todavía no puedes ir a ningún lado, Ezio. Incluso tú precisas de un tiempo de recuperación para librar todas las batallas que tienes por delante; y veo que te espera un largo y arduo viaje. ¡Pero anímate! Nicolás ha regresado a Florencia. Se ocupará de todos los temas de la ciudad. Y tus demás compañeros Asesinos están en guardia. De modo que puedes quedarte un tiempo… —Le dio un beso en la frente y después, con indecisión primero, un beso en los labios—. Y si puedo hacer alguna cosa para… acelerar tu recuperación, sólo tienes que decirlo. —Su mano empezó a descender delicadamente por debajo de las sábanas hasta encontrar su objetivo—. Caramba —dijo sonriendo—. Me parece que empiezo a tener éxito… aunque sea sólo un poco.

—Eres toda una mujer, Caterina Sforza.

Ella se echó a reír.

—Tesoro, si alguna vez me decidiera a escribir la historia de mi vida, conmocionaría al mundo entero.

Ezio era fuerte con treinta años de edad, aún un hombre joven en la flor de la vida. Además, había estado sometido a uno de los entrenamientos más duros conocidos por el hombre, de modo que a nadie le extrañó que se pusiese en movimiento mucho antes de lo que lo habría hecho la mayoría. Pero el golpe de Checco había debilitado terriblemente su brazo derecho y sabía que tenía que trabajar duro para recuperar la totalidad de sus fuerzas y reemprender su misión. Se obligó a ser paciente, y bajo las directrices estrictas pero comprensivas de Caterina, pasó su temporada forzosa en Forli en un tranquilo estado de contemplación, sentado de vez en cuando a la sombra de las parras perdido en la lectura de alguno de los libros de Poliziano con más frecuencia, realizando enérgicos ejercicios de cualquier tipo.

Y entonces, una mañana, Caterina entró en su alcoba y lo encontró vestido para partir de viaje y con un paje ayudándolo a calzarse las botas de montar. Caterina se sentó en la cama, a su lado.

—¿Así que ha llegado el momento? —dijo.

—Sí. No puedo retrasarlo más.

Triste, Caterina salió de la habitación y regresó al cabo de un momento con un pergamino enrollado.

—Pues tenía que llegar este momento —dijo—, y Dios sabe bien que tu labor es más importante que nuestro placer… ¡para el que espero que tengamos ocasión muy pronto en una próxima visita tuya! —Le mostró el pergamino—. Ten, te he traído un regalo de despedida.

—¿Qué es?

—Algo que necesitarás.

Caterina lo desenrolló y Ezio vio que era un mapa de toda la península, desde Lombardía hasta Calabria, y que, además de los caminos y las ciudades, había diversas cruces marcadas con tinta roja.

Ezio la miró.

—Es el Mapa que mencionó Maquiavelo. El de tu marido…

—El de mi fallecido marido, mio caro. Nicolás y yo hicimos un par de descubrimientos importantes durante tu ausencia. El primero es que programamos la… eliminación de nuestro querido Girolamo bastante bien, pues acababa de completar su trabajo con el Mapa. El segundo es que tiene un valor incalculable, ya que aunque los Templarios estén en posesión del Fruto del Edén, no encontrarán la Bóveda sin el Mapa.

—¿Sabes algo sobre la Bóveda?

—Querido, a veces eres un niño ingenuo. Por supuesto que lo sé. —Habló entonces con un tono más formal—. Pero para desarmar por completo a nuestros enemigos, debes recuperar el Fruto del Edén. Este Mapa te ayudará a completar totalmente tu tarea.

En el momento en que le entregó el Mapa, sus dedos se rozaron, y la caricia se prolongó hasta que sus manos quedaron entrelazadas. Y sus miradas no querían tampoco separarse.

—En los pantanos, cerca de aquí, hay una abadía —dijo por fin Caterina—. De dominicos. Van vestidos con capuchas negras. Yo empezaría por allí. —Le brillaban los ojos y apartó la vista—. ¡Y ahora vete! ¡Encuentra a ese monje tan problemático!

Ezio sonrió.

—Creo que voy a echarte de menos, Caterina.

Ella le devolvió la sonrisa, una sonrisa excesivamente luminosa.

—Oh, estoy segura de que sí.