Después de partir de Venecia a bordo de una galera y realizar un largo y placentero viaje, Ezio y Maquiavelo llegaron al puerto de las marismas próximo a Rávena, donde fueron recibidos personalmente por Caterina y su séquito.
—Me llegó por mensajero la noticia de que estabais en camino, de modo que decidí venir a recibiros personalmente y acompañaros a Forli —dijo—. Habéis obrado con inteligencia, creo, al viajar a bordo de una de las galeras del dux Agostino, pues los caminos suelen ser poco seguros y tenemos conflictos con los bandoleros. Aunque me parece —añadió, lanzándole una intencionada mirada a Ezio— que no re habrían dado muchos problemas.
—Es un honor que me recordéis, signora.
—Ha pasado mucho tiempo, pero me causaste buena impresión. —Se dirigió entonces a Maquiavelo—: Y me alegro también de volver a verte a ti, Nicolás.
—¿Os conocíais? —preguntó Ezio.
—Nicolás me aconsejó… en ciertos asuntos de estado. —Cambió de tema—. Me han dicho que te has convertido en un Asesino de pleno derecho. Felicidades.
Llegaron al carruaje de Caterina, pero les dijo a sus criados que prefería cabalgar, pues hacía un día precioso y era una distancia corta. Ensillaron los caballos y, en cuanto montaron, Caterina le hizo señas a Ezio para que se acercara a cabalgar a su lado.
—Forli te va a encantar. Y allí estarás a salvo. Nuestros cañones llevan más de un siglo protegiendo la ciudad y la ciudadela es impenetrable.
—Disculpadme, signora, pero hay algo que me tiene intrigado.
—Dime, por favor, de qué se trata.
—Jamás había oído hablar de una mujer que gobernara una ciudad-estado. Estoy impresionado. Caterina sonrió.
—Bueno, antes estuvo en manos de mi esposo, claro está. ¿Te acuerdas de él? ¿Aunque sea un poco? Girolamo. —Hizo una pausa—. Pues murió…
—Lo siento mucho.
—No lo sientas —dijo ella simplemente—. Lo mandé asesinar. Ezio intentó disimular su asombro.
—La cosa fue como sigue —intervino Maquiavelo—. Descubrimos que Girolamo Riario trabajaba para los Templarios. Estaba en proceso de completar un mapa que muestra la localización de las páginas del Códice pendientes de recuperar.
—De todos modos, aquel condenado hijo de puta nunca me gustó —dijo Caterina sin alterarse—. Fue un padre malísimo, aburrido en la cama en general, una auténtica patada en el culo. —Reflexionó un instante—. Ten en cuenta que después he tenido un par de maridos más… sobrevalorados, si quieres que te diga la verdad.
Les interrumpió la aparición de un caballo sin jinete que se acercaba al galope hacia ellos. Caterina ordenó a uno de sus escoltas que corriera en su persecución, y el resto del grupo continuó camino hacia Forli, aunque los criados de Sforza desenfundaron las espadas por si acaso. Al cabo de poco rato encontraron un carro volcado, sus ruedas girando aún en el aire, rodeado de cadáveres.
Caterina frunció el entrecejo y espoleó su caballo. Ezio y Maquiavelo siguieron su ejemplo.
Algo más adelante encontraron un grupo de campesinos, algunos de ellos heridos, caminando hacia ellos.
—¿Qué sucede? —preguntó Caterina a la mujer que encabezaba el grupo.
—Altezza —dijo la mujer, las lágrimas rodando por sus mejillas—. Vinieron poco después de que os marcharais. ¡Están preparándose para poner sitio a la ciudad!
—¿Quiénes son?
—¡Los hermanos Orsi, madonna!
—Sangue di Giuda!
—¿Y quiénes son esos Orsi? —preguntó Ezio.
—Los mismos desgraciados que contraté para matar a Girolamo —respondió Caterina.
—Los Orsi trabajan para cualquiera que les pague —observó Maquiavelo—. No tienen muchas luces, pero por desgracia tienen la reputación de cumplir bien con su trabajo. —Se paró a pensar—. El Español tiene que estar detrás de esto.
—¿Y cómo podría saber dónde vamos a llevar el Fruto del Edén?
—No buscan el Fruto del Edén, Ezio; van detrás del Mapa de Riario. El Mapa sigue todavía en Forli. ¡Rodrigo necesita saber dónde están escondidas las restantes páginas del Códice y no podemos permitirnos que consiga el Mapa!
—¿Y qué importa el Mapa? —gritó Caterina—. Mis hijos están en la ciudad. ¡Ah, porco demonio!
Espolearon a los caballos y corrieron al galope hasta avistar la ciudad. Penachos de humo ascendían del interior de las murallas y vieron que las puertas de las murallas estaban cerradas. En el murallón exterior había hombres apostados bajo el estandarte del oso y el arbusto de la familia Orsi. Pero dentro, en la ciudadela que ocupaba la colina, seguía ondeando la bandera de los Sforza.
—Por lo que parece tienen el control de una parte de Forli, pero no de la ciudadela —dijo Maquiavelo.
—¡Traidores hijos de puta! —escupió Caterina.
—¿Hay alguna manera de entrar en la ciudad sin que me vean? —preguntó Ezio, cogiendo las armas del Códice y colocándoselas rápidamente en su debido lugar, reservando en su bolsa la pistola y la hoja oculta.
—Existe una posibilidad, caro —dijo Caterina—. Pero será complicado. Hay un viejo túnel en el foso que atraviesa la pared oeste por debajo.
—En este caso, lo intentaré —dijo Ezio—. Estad preparados. Si consigo abrir desde el interior las puertas de la ciudad, entrad enseguida galopando como demonios. Si logro llegar a la ciudadela, ven el blasón y nos dejan entrar, estaremos a salvo para planificar el movimiento que tengamos que llevar a cabo a continuación.
—Que no será otro que colgar a esos cretinos y ver cómo se balancean con el viento —gruñó Caterina—. Pero, adelante, Ezio. ¡Y buena suerte! Pensare en alguna cosa para distraer la atención de las tropas de Orsi.
Ezio desmontó y corrió hacia la zona oeste de las murallas, agachado y guareciéndose detrás de altozanos y arbustos. Mientras, Caterina se enderezó sobre sus estribos y le gritó al enemigo situado detrás de los muros de la ciudad:
—¡Vosotros! Estoy hablándoos a vosotros, perros sin agallas. ¿Habéis ocupado mi ciudad? ¿Mi hogar? ¿Y realmente creéis que voy a quedarme cruzada de brazos? ¡Voy a ir y os arrancaré los coglioni… si es que los tenéis, claro está!
En lo alto de las murallas aparecieron entonces grupos de soldados que miraban a Caterina, divertidos e intimidados a partes iguales mientras ella proseguía con su discurso:
—¿Qué tipo de hombres sois? ¡Cumplís las órdenes de los que os pagan poco más que un puñado de calderilla! Me pregunto si pensaréis que ha merecido la pena cuando suba yo allá arriba, os corte la cabeza a todos, me mee encima de vosotros y me pase vuestra cabeza por la figa! ¡Colgaré vuestras pelotas de un pincho y las asaré en los fogones de mi cocina! ¿Qué os parece eso?
Los hombres que vigilaban el murallón oeste se habían esfumado. Nadie vigilaba el foso, y Ezio se lanzó a él, nadó, localizó la entrada cubierta de follaje del túnel y se adentró en sus oscuras profundidades.
El interior estaba bien conservado, y seco, y lo único que tuvo que hacer fue avanzar hasta ver la luz en el extremo. Se aproximó hacia allí con cautela, y conforme se acercaba volvió a oír la voz de Caterina. El túnel terminaba en un breve tramo de escaleras de piedra que desembocaban en una habitación trasera de la planta baja de una de las torres occidentales de Forli. Todo estaba desierto, pues Caterina había logrado congregar un buen gentío. A través de una ventana vio la espalda de la mayoría de los hombres de Orsi contemplando, e incluso aplaudiendo de vez en cuando, la actuación de Caterina.
—… de ser yo hombre, borraría esa sonrisa de vuestras caras. Pero no creo ni que valiera la pena el esfuerzo. Que no os lleve a engaño el hecho de que tenga tetas… —Se le ocurrió entonces algo—. Apuesto lo que queráis a que os gustaría verlas, ¿verdad? ¡Apuesto lo que queráis a que os gustaría poder tocarlas, chuparlas, darles un apretujón! Pues bien, ¿por qué no bajáis aquí y lo intentáis? ¡Os daría una patada tan fuerte en los cojones que os saldrían por las narices! Luridi branco di cani bastardi! Mejor que hagáis las maletas y volváis a casa mientras podáis… ¡si no queréis acabar empalados y colgados en lo alto de las murallas de mi ciudadela! ¡Ah! ¡Aunque tal vez me equivoco! ¡A lo mejor os gustaría que os metiesen un largo palo de madera de roble por el culo! Me dais asco…, incluso empiezo a preguntarme si vale la pena tomarse la molestia. Jamás en mi vida he visto tanta cantidad de mierda junta. Che vista penosa! Me parece que, como hombres, no habría mucha diferencia si os hiciera castrar a todos.
Ezio estaba ya en la calle. Veía ante él la puerta más próxima al punto donde se encontraban Caterina y Maquiavelo. En lo alto de su arco, junto a la enorme palanca que la accionaba, vio un arquero apostado. Avanzando lo más silenciosa y rápidamente posible, trepó hasta lo alto del arco y le clavó al centinela una única puñalada en el cuello, acabando con él al instante. A continuación, accionó la palanca con todo el peso de su cuerpo y las puertas se abrieron emitiendo un potente crujido.
Maquiavelo había estado observando con detenimiento todo aquel tiempo, y en cuanto vio que se abrían las puertas, se inclinó y le dijo algo en voz baja a Caterina, que de inmediato espoleó su caballo hasta ponerlo al galope y avanzó, seguida por Maquiavelo y la totalidad de su séquito. En cuanto vieron lo que pasaba, las tropas de Orsi apostadas en lo alto de las murallas gritaron de rabia y echaron a correr para interceptarlos, pero la facción de los Sforza corrió a tal velocidad que fue imposible darle alcance. Ezio cogió el arco y las flechas del centinela muerto y los utilizó para derribar a tres hombres de Orsi antes de escalar rápidamente un muro y echar a correr por los tejados de la ciudad, siguiendo a Caterina y su grupo en el recorrido por las callejuelas que conducían a la ciudadela.
Cuanto más se adentraban en la ciudad, mayor era la confusión reinante. Era evidente que la batalla por el control de Forli no estaba ni mucho menos terminada, pues grupos de soldados bajo la bandera con serpientes azules y águilas negras de los Sforza combatían todavía contra los mercenarios de Orsi, mientras los ciudadanos de a pie buscaban cobijo en sus casas o simplemente corrían confusos y sin rumbo. Había puestos del mercado volcados, pollos por el suelo correteando y graznando, un niño pequeño sentado en el barro que lloraba a lágrima viva llamando a su madre, que apareció corriendo y lo cogió en brazos para llevarlo a un lugar seguro; los sonidos de la batalla rugían por todas partes. Ezio, saltando de un tejado a otro, veía la situación desde la posición aventajada de su atalaya, y utilizó las flechas con una precisión letal para proteger a Caterina y Maquiavelo siempre que los guardias de los Orsi se acercaban excesivamente a ellos.
Llegaron por fin a una amplia piazza delante de la ciudadela. Estaba vacía, y las calles que partían de ella parecían desiertas. Ezio descendió de los tejados y se reunió con su gente. En las almenas de la ciudadela no se veía a nadie y la impresionante puerta estaba cerrada a cal y canto. Tenía un aspecto tan inexpugnable como Caterina había anunciado.
Caterina levantó la vista y gritó:
—¡Abrid, condenada pandilla de tontos! ¡Soy yo! ¡La duchessa! ¡Moved un poco el culo!
Asomaron la cabeza algunos de los hombres de la ciudadela, entre ellos un capitán que dijo: «Súbito, Altezza!» y dio órdenes a tres hombres que desaparecieron de inmediato para ir a abrir la puerta. Pero en aquel instante, con un aullido de guerra, empezaron a aparecer docenas de soldados de los Orsi procedentes de las calles que rodeaban la plaza, bloqueando cualquier intento de retirada y acorralando a Caterina y sus acompañantes entre ellos y los implacables muros de la ciudadela.
—¡Maldita emboscada! —gritó Maquiavelo, con Ezio reuniendo a sus pocos hombres y colocándolos entre Caterina y sus enemigos.
—Aprite la porta! Aprite! —chilló Caterina.
Por fin se abrieron las descomunales puertas. Los guardias de los Sforza salieron para socorrerlos atacando a los Orsi en un empecinado combate cuerpo a cuerpo, se batieron en retirada hacia las puertas, que se cerraron rápidamente tras ellos. Ezio y Maquiavelo (que había desmontado de su caballo) se recostaron en la pared, codo con codo, con la respiración entrecortada. Les costaba creer que lo hubieran conseguido. Caterina desmontó también, pero no descansó ni un instante. Echó a correr por el patio interior en dirección a una puerta, en la que dos niños y una nodriza con un bebé en brazos la aguardaban atemorizados.
Los niños corrieron hacia ella y ella los abrazó, saludándolos por su nombre.
—Cesare, Giovanni…, no preoccuparvi. —Acarició la cabeza del bebé, arrullándolo—. Salute, Galeazzo. —Entonces miró a su alrededor, y a la nodriza—. ¡Nezetta! ¿Dónde están Bianca y Ottaviano?
—Perdonadme, señora. Estaban jugando fuera cuando empezó el ataque y no hemos conseguido localizarlos.
Caterina, asustada, estaba a punto de replicar cuando de pronto se oyó el potente rugido de las tropas de los Orsi en el exterior de la ciudadela. El capitán de los Sforza se acercó corriendo a Ezio y Maquiavelo.
—Traen refuerzos de las montañas —informó—. No sé cuánto tiempo seremos capaces de resistir. —Se dirigió entonces a un lugarteniente—: ¡A las almenas! ¡Encargaos de los cañones!
El lugarteniente salió corriendo para organizar a los cañoneros, que estaban dirigiéndose a sus puestos, cuando una lluvia de flechas disparadas por los arqueros de los Orsi cayó en el patio interior y las murallas. Caterina corrió a guarecer a sus hijos menores, mientras al mismo tiempo le gritaba a Ezio:
—¡Vigila los cañones! ¡Son nuestra única esperanza! ¡No permitas que esos desgraciados entren en la ciudadela!
—¡Vamos! —gritó Maquiavelo.
Ezio lo siguió hasta donde estaban dispuestos los cañones. Varios de los cañoneros habían muerto, junto con el capitán y el lugarteniente. Otros estaban heridos. Los supervivientes se esforzaban por asentar y colocar en el ángulo adecuado los pesados cañones y conseguir que apuntaran sobre los hombres de Orsi, situados abajo en la plaza. Habían aparecido numerosos refuerzos y Ezio vio que estaban manipulando armas de asedio y catapultas por las calles. Mientras, justo debajo, un contingente de soldados de los Orsi acercaba un ariete a los muros. Si a Maquiavelo o a él no se les ocurría rápidamente alguna solución, las oportunidades de salvar la ciudadela serían mínimas; para resistir aquel nuevo ataque, sin embargo, se verían obligados a disparar los cañones contra blancos situados en el interior de la muralla de Forli, con el riesgo que ello implicaba de herir o incluso matar a ciudadanos inocentes. Dejando a Maquiavelo al cargo de la organización de los cañoneros, Ezio bajó corriendo al patio en busca de Caterina.
—Están tomando la ciudad. Para mantenerlos a raya debo disparar los cañones contra blancos situados en el interior de las murallas.
Ella lo miró con una fría expresión de calma.
—Haz lo que tengas que hacer.
Ezio levantó la vista hacia el lugar donde estaba Maquiavelo, esperando la señal. Levantó el brazo y lo bajó con decisión.
Rugieron los cañones y Ezio volvió a toda prisa a las almenas junto a Maquiavelo. Ordenando a los cañoneros que dispararan a voluntad, observó volar en pedazos un arma de asedio tras otra, y también las catapultas. Las tropas de los Orsi tenían escaso margen de maniobra en las callejuelas y en cuanto los cañones empezaron a causar estragos, los arqueros y los ballesteros de los Sforza empezaron a matar uno a uno a los invasores que habían sobrevivido dentro de los muros de la ciudad. Las tropas de los Orsi fueron finalmente expulsadas de Forli y las tropas de los Sforza que habían sobrevivido en el exterior de la ciudadela pudieron asegurar los muros de cortina exteriores. Pero la victoria se había cobrado un caro peaje. Varias casas de la ciudad estaban en llamas y los cañoneros de Caterina no habían podido evitar matar a algunos de los suyos. Y tal y como Maquiavelo rápidamente apuntó, había algo más a tener en cuenta. Habían conseguido expulsar al enemigo de la ciudad, pero no habían levantado el sitio. Forli continuaba rodeada por los batallones de los Orsi y sin suministro de agua y alimentos frescos. Además, los dos hijos mayores de Caterina seguían en peligro y en paradero desconocido.
Al cabo de un rato, Caterina, Maquiavelo y Ezio se reunían en las almenas de la muralla exterior para examinar la multitud de tropas acampadas en las cercanías. Detrás de ellos, los ciudadanos de Forli hacían lo posible para devolver el orden a la ciudad, pero el agua y la comida no iban a durar eternamente y todo el mundo lo sabía. Caterina estaba ojerosa, preocupada por la posible muerte de sus hijos desaparecidos. Bianca, la mayor, tenía nueve años, y Ottaviano era un año más pequeño.
Tenían todavía que localizar a los mismísimos hermanos Orsi, pero aquel mismo día apareció un heraldo en medio del ejército enemigo e hizo sonar la corneta. Las tropas se dividieron como el mar para abrir paso a dos hombres montados en caballos de color castaño y vestidos con cota de malla de acero, acompañados por pajes que portaban el blasón del oso y el arbusto. Se detuvieron lejos del alcance de cualquier flecha.
Uno de los jinetes se levantó sobre sus estribos y alzó la voz.
—¡Caterina! ¡Caterina Sforza! ¡Creemos que sigues enjaulada en tu querida ciudad, Caterina…, respóndeme!
Caterina se asomó por encima de las almenas, furiosa.
—¿Qué quieres?
El hombre le regaló una amplia sonrisa.
—Oh, nada. ¡Simplemente me preguntaba si echarías de menos… a unos niños!
Ezio se había colocado al lado de Caterina. El hombre que estaba hablando lo miró sorprendido.
—Bien, bien —dijo—. Ezio Auditore, si no me equivoco. Encantado de conocerte. He oído hablar mucho sobre ti.
—Y vosotros, por lo que imagino, sois los fratelli Orsi —replicó Ezio.
El que no había hablado todavía levantó la mano.
—Los mismos, Lodovico…
—… y Checco —añadió el otro—. ¡A tu servicio! —rió secamente.
—¡Basta! —gritó Caterina—. ¡Ya basta de esto! ¿Dónde están mis hijos? ¡Soltadlos!
Lodovico hizo una reverencia irónica sobre su silla.
—Ma certo, signora. Te los devolveremos encantados. A cambio de una cosa tuya. De algo, más bien dicho, que pertenecía a tu llorado esposo. Algo en lo que estaba trabajando, en nombre de… unos amigos nuestros. —De pronto su voz adquirió un tono más duro—. ¡Me refiero a cierto Mapa!
—Y también a cierto Fruto del Edén —añadió Checco—. Oh, sí, lo sabemos todo al respecto. ¿Crees que somos tontos? ¿Crees que nuestro jefe no tiene espías?
—Sí —dijo Lodovico—. Queremos también el Fruto del Edén. ¿O prefieres que cortemos en rodajitas las gargantas de tus pequeños y los enviemos con su pappa?
Caterina permaneció escuchando. Su estado de humor era ahora de una calma gélida. Cuando llegó su turno, gritó:
—Bastardi! ¿Creéis que podéis intimidarme con vuestras vulgares amenazas? ¡Escoria! ¡No voy a daros nada! ¿Queréis a mis hijos? ¡Tomadlos! ¡Tengo formas de hacer más! —Y se levantó las faldas mostrándoles sus partes íntimas.
—Tu histrionismo no me interesa, Caterina —dijo Checco, haciendo girar su caballo—. Ni me interesa mirarte la figa. Cambiarás de idea, pero te concedemos sólo una hora. Tus mocosos estarán a salvo hasta entonces en esa miserable aldea junto al camino. Y no lo olvides: los mataremos y volveremos para destrozar tu ciudad y llevarnos a la fuerza lo que queremos…, de modo que aprovecha nuestra generosidad y todos nos ahorraremos un montón de preocupaciones.
Y los hermanos partieron al galope. Caterina se derrumbó contra la rugosa pared de la muralla, respirando con dificultad por la boca, conmocionada por lo que acababa de decir y hacer.
Ezio estaba a su lado.
—No sacrificarás a tus hijos, Caterina. Ninguna Causa vale eso.
—¿Salvar el mundo? —Se quedó mirándolo con la boca entreabierta, sus ojos azules abiertos de par en par justo debajo de su mata de cabello pelirrojo.
—No podemos convertirnos en gente como ellos —dijo simplemente Ezio—. Hay compromisos que no pueden tomarse.
—¡Oh, Ezio! ¡Esto es lo que esperaba que dijeras! —Lo abrazó—. ¡Claro que no podemos sacrificarlos, querido mío! —Se echó hacia atrás—. Pero no puedo pedirte que te arriesgues a traerlos aquí.
—Inténtalo —dijo Ezio. Se dirigió entonces a Maquiavelo—. No tardaré mucho…, espero. Pero suceda lo que suceda, sé que protegerás el Fruto del Edén con tu propia vida. Y Caterina…
—¿Sí?
—¿Sabes dónde escondió Girolamo el Mapa?
—Lo encontraré.
—Hazlo, y protégelo.
—¿Y qué piensas hacer con los Orsi? —preguntó Maquiavelo.
—Ya los he añadido a mi lista —respondió Ezio—. Son de la misma calaña que los hombres que asesinaron a los míos y destruyeron a mi familia. Aunque ahora veo que la Causa a la que debo servir es algo más que una simple venganza.
Se estrecharon la mano mirándose a los ojos.
—Buona fortuna, amico mio —dijo muy serio Maquiavelo.
—Buona fortuna anche.
No fue complicado llegar al pueblo cuya identidad había revelado de forma tan imprudente Checco, aunque no le había hecho justicia al describirlo como «miserable». Era pequeño y pobre, como la mayoría de las aldeas habitadas por siervos de la Romagna, y mostraba indicios de haber sido inundado recientemente por el río que pasaba por él; pero, en general, era un pueblo limpio y pulcro, con casas encaladas y tejados de paja renovados. A pesar de que el camino anegado de agua que dividía la docena aproximada de casas seguía aún enfangado como consecuencia de la inundación, todo sugería orden, aunque no alegría, y diligencia, aunque no felicidad. Lo único que distinguía Santa Salvaza de un pueblo en tiempos de paz era que pululaban por él unos cuantos hombres armados de los Orsi. No era de extrañar, reflexionó Ezio, que Checco se creyera capaz de permitirse mencionar que tenía retenidos a Bianca y Ottaviano. La pregunta que quedaba pendiente era la siguiente: ¿en qué lugar del pueblo estarían escondidos los hijos de Caterina?
Ezio, armado esta vez con la daga de doble filo en el antebrazo izquierdo, protegido por la placa metálica, y con la pistola en la mano derecha, más una espada ligera con empuñadura en forma de cruz colgada del cinturón, se había vestido con una sencilla capa de lana de campesino que le cubría hasta las rodillas. Se tapó la cabeza con la capucha para evitar ser reconocido y desmontó a una distancia prudencial del pueblo. Controlando con atención la posible presencia de vigilantes de los Orsi, se colgó a la espalda un saco de leña que había cogido prestado de un cobertizo. Encorvado bajo su peso, llegó a Santa Salvaza.
A pesar de la presencia militar que les habían impuesto, los habitantes del pueblo intentaban continuar con su trabajo como si nada sucediera. Naturalmente, nadie sentía un amor especial por los mercenarios de los Orsi y Ezio, pasando desapercibido para éstos pero reconocido casi al instante por los locales como un forastero, consiguió enseguida su apoyo en la misión. Se dirigió a una casa que había al final del pueblo, más grande que las demás y algo apartada. Era allí, le explicó una mujer cargada con un cántaro de agua del río, donde tenían retenido a uno de los niños. Ezio agradeció que los soldados de los Orsi estuvieran tan dispersos, pues era evidente que habían destinado el grueso de sus fuerzas al sitio de Forli.
Sabía, sin embargo, que disponía de muy poco tiempo para rescatar a los niños.
La puerta y las ventanas de la casa estaban cerradas a cal y canto, pero mientras rodeaba el edificio para situarse en la parte de atrás, donde las dos alas formaban un patio, Ezio escuchó una voz joven y firme pronunciando un severo sermón. Se encaramó al tejado para poder ver el patio, donde Bianca Sforza, la réplica en miniatura de su madre, estaba echando un rapapolvo a dos hoscos guardias de los Orsi.
—¿Acaso sois vosotros dos, un par de ejemplares de aspecto lastimero, lo único que han conseguido encontrar para vigilarme? —decía empleando un tono regio, tiesa como un palo y no demostrando el mínimo temor, igual que habría hecho su madre en sus circunstancias—. Stolti! ¡No sois suficientes! Mi mamma estará rabiosa y no permitirá que me hagáis ningún daño. Las mujeres Sforza no somos violetas mustias, ¿sabéis? Tal vez seamos bonitas, pero la vista engaña. ¡Tal y como mi pappa acabó descubriendo! —Respiró hondo y los guardias se miraron perplejos entre ellos—. Espero que no os imaginéis que me dais miedo, porque de hacerlo estaríais muy equivocados. ¡Y si le tocáis un pelo a mi hermano, mi mamma acabará pillándoos y os comerá para desayunar! ¿Capito?
—Cierra el pico, tontita —gruñó el guardia de más edad—. ¡A menos que quieras que te arree un tortazo!
—¡No te atrevas a hablarme así! Es absurdo, lo mires como lo mires. Nunca os saldréis con la vuestra y yo estaré sana y salva en mi casa en menos de una hora. De hecho, empiezo a aburrirme. ¡Me sorprende que no tengáis nada mejor que hacer mientras esperáis vuestra muerte!
—Ya está bien, ya es suficiente —dijo el guardia de más edad, dispuesto a zarandearla. Pero justo en aquel momento, Ezio disparó su pistola desde el tejado, alcanzando al soldado directamente en el pecho. El hombre pegó un salto, su túnica tiñéndose de escarlata antes aun de que cayera al suelo. Durante un segundo, Ezio pensó que la pólvora de Leonardo debía de haber mejorado. En la confusión que siguió a la repentina muerte del guardia, Ezio saltó del tejado, aterrizando con la elegancia y la fuerza de una pantera, y con su daga de doble filo arremetió con rapidez contra el guardia más joven, que había desenfundado una daga de aspecto amedrentador. Ezio atravesó con precisión el antebrazo del soldado, cortando los tendones como si fueran cintas. La daga de la víctima cayó al suelo, clavándose de punta en el barro, y antes de que pudiera echar mano de otra defensa, Ezio acercó la daga de doble filo a su mandíbula y atravesó el tejido blando del paladar y la lengua hasta penetrar en la cavidad del cráneo. Sin prisa, Ezio retiró las dagas, dejando caer el cadáver al suelo.
—¿Eran sólo estos dos? —preguntó a la impávida Bianca mientras recargaba rápidamente su arma.
—¡Sí! Y gracias, quienquiera que seas. Mi madre se encargará de que seas ampliamente recompensado. Pero también tienen cautivo a mi hermano Ottaviano…
—¿Sabes dónde está? —preguntó Ezio, recargando con rapidez la pistola.
—Lo tienen en la torre de vigía…, la que está al lado del puente en ruinas. ¡Tenemos que darnos prisa!
—¡Enséñame dónde es y no te despegues de mí!
La siguió hacia el exterior de la casa y por el camino hasta que encontraron la torre. Llegaron justo a tiempo, pues allí estaba Lodovico en persona, arrastrando al lloroso Ottaviano por el cuello. Ezio vio que el pequeño cojeaba; debía de haberse torcido el tobillo.
—¡Tú! —gritó Lodovico al ver a Ezio—. ¡Mejor que entregues a la chica y vuelvas con tu amante! ¡Dile que acabaremos con estos dos si no conseguimos Lo que queremos!
—Quiero a mi mamma —lloriqueó Ottaviano—. ¡Suéltame, matón!
—¡Cállate, marmocchio!—le espetó Lodovico—. ¡Ezio! Vete a buscar el Fruto del Edén y el Mapa o los niños lo pagarán.
—¡Tengo pipí! —gimoteó Ottaviano.
—¡Oh, por el amor de Dios, chiudi il becco!
—Suéltalo —dijo Ezio con determinación.
—¡Me gustaría ver cómo lo haces! ¡Jamás conseguirás acercarte lo suficiente, imbécil! ¡En cuanto des un paso, le rajaré la garganta en un abrir y cerrar de ojos!
Lodovico estaba sujetando con las dos manos al pequeño delante de él, pero en aquel momento soltó una mano para desenfundar su espada. Ottaviano intentó entonces soltarse, pero Lodovico lo agarró con fuerza por la muñeca. Pero Ottaviano ya no se interponía entre Lodovico y Ezio. Viendo su oportunidad, Ezio sacó la pistola y disparó.
La expresión rabiosa de Lodovico se transformó en incredulidad. La bala le había impactado en el cuello, cortándole la yugular. Con los ojos saltones, soltó a Ottaviano y cayó arrodillado, llevándose las manos a la garganta, la sangre rezumando entre sus dedos. El pequeño corrió a abrazar a su hermana.
—¡Ottaviano! Stai bene! —dijo ella, estrechándolo con fuerza.
Ezio se adelantó y se situó al lado de Lodovico, aunque no excesivamente cerca. El hombre no había muerto todavía y seguía con la espada en la mano. La sangre había manchado también su jubón, un hilillo convertido en torrente.
—No sé qué instrumento del Diablo te ha dado los medios para derrotarme, Ezio —dijo jadeando—. Pero siento decirte que, hagas lo que hagas, perderás este juego. Los Orsi no somos tan estúpidos como te parece. Si hay aquí un estúpido, ése eres tú…, ¡tú y Caterina!
—El estúpido eres tú —dijo Ezio, su voz fría e irónica—. Por morir por un puñado de plata. ¿Crees de verdad que ha merecido la pena?
Lodovico hizo una mueca.
—Más de lo que te imaginas, amigo. Te han ganado la partida. ¡Y hagas lo que hagas ahora, el Maestro se llevará su premio! —Su rostro se contorsionó en agonía por el dolor que le producía la herida. La mancha de sangre se había hecho más grande—. Mejor que acabes conmigo, Ezio, si aún te queda un resquicio de piedad.
—En ese caso, muere con honor, Orsi. No significa nada. —Ezio dio un paso al frente y abrió la herida del cuello de Lodovico. Un instante después, ya no estaba allí. Ezio se inclinó sobre él y le cerró los ojos—. Requiescat in pace —dijo.
Pero no había tiempo que perder. Volvió junto a los niños, que habían estado observando la escena boquiabiertos.
—¿Podrás caminar? —le preguntó a Ottaviano.
—Lo intentaré, pero me duele mucho.
Ezio se arrodilló y lo examinó. No se había torcido el tobillo, sino que estaba dislocado. Se subió a Ottaviano a la espalda.
—Sé valiente, pequeño dux —le dijo—. Os devolveré a los dos a casa sanos y salvos.
—¿Puedo hacer primero un pipí? Lo necesito de verdad.
—Pero hazlo rápido.
Ezio sabía que no sería sencillo atravesar el pueblo con los niños. Era imposible camuflarlos, ya que iban elegantemente vestidos, y en cualquier caso, a aquellas alturas habrían descubierto ya que Bianca había conseguido escapar. Sustituyó en su muñequera la pistola por la daga venenosa. Cogió la mano derecha de Bianca con su mano izquierda y avanzó hacia el bosque que flanqueaba la aldea por su lado oeste. Ascendió una pequeña colina desde donde podría avistar Santa Salvaza en su totalidad y vio soldados de los Orsi corriendo en dirección a la torre de vigía, aunque no desplegándose por el bosque. Agradecido por poder disfrutar de un momento de respiro, llegó con los niños al lugar donde había dejado atado el caballo, los subió a su lomo y montó detrás de ellos.
Empezó a cabalgar en dirección norte rumbo a Forli. La ciudad parecía tranquila. Demasiado tranquila. ¿Dónde estaban los hombres de los Orsi? ¿Habrían levantado el sitio? Le parecía imposible. Espoleó el caballo.
—Sigue por el puente del sur —dijo Bianca, delante, sujetándose con fuerza a la perilla de la silla—. Es el camino más directo a casa.
Ottaviano se acurrucó contra él.
Cuando se aproximaron a los muros de la ciudad, vio que las puertas del lado sur estaban abiertas. Las cruzaba en aquel momento una pequeña tropa de guardias de los Sforza, escoltando a Caterina detrás de ella, a Maquiavelo. Ezio se dio cuenta enseguida de que su compañero Asesino estaba herido. Espoleó más si cabe a su montura y cuando llegó junto al grupo, desmontó rápidamente y pasó a los niños a los brazos de Caterina.
—¿Qué sucede, en nombre de la Virgen bendita? —preguntó, mirando de Caterina a Maquiavelo repetidamente—. ¿Qué hacéis aquí fuera?
—Oh, Ezio —dijo Caterina—. ¡Lo siento mucho, muchísimo!
—¿Qué ha sucedido?
—Todo era una trampa. ¡Para bajar nuestras defensas! —dijo con desesperación Caterina—. ¡Lo de llevarse a los niños ha sido para distraer nuestra atención!
Ezio miró de nuevo a Maquiavelo.
—Pero ¿está segura la ciudad?
Maquiavelo suspiró.
—Sí, la ciudad está segura. A los Orsi ya no les interesa.
—¿A qué te refieres?
—En cuanto los expulsamos de aquí, nos relajamos… sólo momentáneamente, para reagruparnos y atender a los heridos. Fue entonces cuando Checco contraatacó. ¡Debían de tenerlo todo planeado! Irrumpió en la ciudad. Combatí contra él en una lucha cuerpo a cuerpo muy dura, pero sus soldados me sorprendieron por la espalda y me superaron. Ezio, tengo que pedirte ahora que demuestres tu valentía: ¡Checco se ha llevado el Fruto del Edén!
Ezio se quedó pasmado un largo rato. Y entonces dijo, lentamente:
—¿Qué? No…, eso no puede ser. —Miró como un loco a su alrededor—. ¿Dónde ha ido?
—En cuanto tuvo lo que quería, se batió en retirada con sus hombres y el ejército se dividió. No pudimos ver qué grupo tenía el Fruto del Edén y la batalla nos había debilitado de tal manera que no pudimos salir en su persecución. Pero sí vimos que Checco en persona lideraba una compañía hacia las montañas del oeste…
—Entonces ¿todo está perdido? —gritó Ezio, pensando que Lodovico tenía razón, que había infravalorado a los Orsi.
—Seguimos conservando el Mapa, gracias a Dios —dijo Caterina—. No se atrevió a perder el tiempo buscándolo.
—Pero ¿para qué? ¡Si ya tiene el Fruto del Edén, ya no necesita el Mapa!
—No podemos permitir que triunfen los Templarios —dijo apesadumbrado Maquiavelo—. ¡No pueden! ¡Debemos ir!
Pero Ezio vio que su amigo estaba cada vez más pálido como consecuencia de sus heridas.
—No, tú quédate aquí. ¡Caterina! Cuida de él. ¡Ahora debo irme! ¡Quizás todavía estemos a tiempo!