Ezio no podía creerse que fuera ya el día del solsticio de verano del año de Cristo de 1487. Era su veintiocho cumpleaños. Estaba solo en el Puente de los Puños, inclinado sobre la balaustrada y contemplando melancólicamente las malsanas aguas del canal. Vio pasar una rata nadando, empujando hacia un agujero abierto en el negro ladrillo de la orilla un cargamento de hojas de col que acababa de birlar de la barcaza del verdulero.
—¡Estás aquí, Ezio! —dijo una animada voz, y olió el aroma almizcleño de Rosa antes incluso de girarse para saludar la—. ¡Cuánto tiempo! ¡Casi empezaba a pensar que me evitabas!
—He estado… ocupado.
—Por supuesto. ¿Qué haría Venecia sin ti?
Ezio movió la cabeza de un lado a otro con tristeza, mientras Rosa se inclinaba cómodamente sobre la balaustrada junto a él.
—¿Por qué estás tan serio bello? —preguntó ella.
Ezio le lanzó una mirada inexpresiva y se encogió de hombros.
—Felicítame por mi cumpleaños.
—¿Es tu cumpleaños? ¿Lo dices en serio? ¡Caray! Rallegramenti! ¡Es maravilloso!
—Yo no diría tanto —dijo Ezio, suspirando—. Hace ya diez años que fui testigo de la muerte de mi padre y mis hermanos. Y he pasado diez años persiguiendo a los responsables, a los hombres de la lista de mi padre y a los que se han ido sumando a ella desde su muerte. Y sé que estoy cerca del final… pero no estoy en absoluto cerca de comprender para qué ha sido en realidad todo esto.
—Ezio, has dedicado tu vida a una buena causa, convertido en una persona solitaria, aislada, pero en cierto sentido ha sido tu vocación. Y aunque el instrumento que has utilizado para promover tu causa es la muerte, nunca has sido injusto. Venecia es un lugar mucho mejor ahora que nunca, gracias a ti. De modo que anímate. De todos modos, y ya que es tu cumpleaños, te traigo un regalo. ¡Por pura casualidad ha llegado en el momento adecuado! —Y le entregó un diario de navegación que parecía oficial.
—Gracias, Rosa. No es precisamente lo que me imaginaba que podrías regalarme para un cumpleaños. ¿Qué es?
—Simplemente algo que por casualidad… he recogido. Es el manifiesto de embarque del Arsenal. En él aparece la fecha en la que tu galera negra zarpó rumbo a Chipre el año pasado…
—¿En serio? —Ezio alargó el brazo para coger el libro pero Rosa bromeó para no dárselo—. Dámelo, Rosa. Esto no va en broma.
—Todo tiene su precio… —susurró ella.
—Si tú lo dices…
La abrazó durante un prolongado momento. Ella se fundió con él y Ezio se hizo rápidamente con el libro.
—¡Oye! ¡Esto no es justo! —dijo ella riendo—. Bueno, da lo mismo, pero para ahorrarte el suspense te diré que esa galera tuya tiene programado regresar a Venecia… ¡mañana!
—Me pregunto qué llevarán a bordo.
—¿Y tú no crees que alguien que no está precisamente a un millón de kilómetros de aquí acabará averiguándolo? Ezio sonrió.
—¡Vayamos primero a celebrarlo!
Pero en aquel momento apareció una figura conocida.
—¡Leonardo! —dijo Ezio, tremendamente sorprendido—. ¡Te creía en Milán!
—Acabo de volver —dijo Leonardo—. Me dijeron dónde encontrarte. Hola, Rosa. Lo siento, Ezio, pero tenemos que hablar.
—¿Ahora? ¿En este preciso momento?
—Lo siento.
Rosa se echó a reír.
—¡Id, chicos, divertíos, me reservaré!
Leonardo se llevó con él a un reacio Ezio.
—Mejor que lo que tengas que contarme sea bueno —murmuró Ezio.
—Oh, lo es, lo es —dijo tranquilizándolo Leonardo.
Guio a Ezio por los estrechos callejones hasta que llegaron a su taller. Leonardo empezó a dar vueltas por el local, sacó una botella de vino caliente, unos pastelillos rancios y un montón de documentos que dejó caer sobre la gran mesa de caballete que ocupaba la parte central de su estudio.
—Tal y como te prometí, hice entregar las páginas de tu Códice en Monteriggioni, pero no pude resistir la tentación de examinarlas antes un poco más. He copiado aquí mis descubrimientos. No sé por qué no había establecido antes la conexión, pero cuando las uní me di cuenta de que las marcas, los símbolos y los alfabetos antiguos pueden descodificarse. Y me parece que hemos encontrado oro… ¡porque todas estas páginas son contiguas! —Hizo una pausa—. ¡Este vino está caliente! La verdad es que me he acostumbrado al San Colombano y este Véneto me parece meados de mosquito en comparación.
—Continúa —dijo con impaciencia Ezio.
—Escucha esto. —Leonardo sacó un par de gafas y se las colocó encima de la nariz. Hojeó los papeles y leyó—: «El Profeta… aparecerá… cuando el Segundo Fragmento llegue a la Ciudad Flotante…».
Ezio contuvo la respiración al oír aquellas palabras.
—¿Profeta? —repitió—. «Sólo el Profeta podrá abrirlo…». «Dos Fragmentos del Edén…».
—Ezio —Leonardo lo miró con perplejidad, quitándose las gafas—. ¿Qué sucede? ¿Te suena de algo todo esto?
Ezio se quedó mirándolo. Daba la sensación de que acababa de tomar una decisión.
—Nos conocemos desde hace tiempo, Leonardo. Si no puedo confiar en ti, no puedo confiar en nadie… ¡Escúchame! Mi tío Mario habló de ello, hace mucho tiempo. Ha descifrado ya las otras páginas del Códice, igual que hizo también mi padre, Giovanni. Esconde una profecía, una profería sobre una antigua bóveda secreta que contiene algo…, ¡algo muy poderoso!
—¿De verdad? ¡Es asombroso! —Pero entonces le pasó por la cabeza alguna cosa—. Mira, Ezio, si nosotros hemos averiguado todo esto a partir de ese Códice, ¿cuánto deben de saber al respecto los Barbarigo y todos los demás contra los que nos hemos enfrentado? A lo mejor también conocen la existencia de esa bóveda que tú dices. Y de ser así, no es una buena noticia.
—¡Espera! —dijo Ezio, su cerebro funcionando a toda velocidad—. ¿Y si es por eso que enviaron la galera a Chipre? ¿Para encontrar este «Fragmento del Edén» y traerlo luego a Venecia?
—«Cuando el Segundo Fragmento llegue a la Ciudad Flotante…». ¡Naturalmente!
—¡Ya recuerdo! «El Profeta aparecerá…». «… ¡Sólo el Profeta podrá abrir la Bóveda!»… Dios mío, Leo, cuando mi tío me explicó lo del Códice, yo era demasiado joven, demasiado imprudente como para imaginarme que aquello era algo más que la fantasía de un anciano. ¡Pero ahora lo veo claro! El asesinato de Giovanni Mocenigo, el asesinato de mi familia, el atentado contra la vida del duque Lorenzo y la terrible muerte de su hermano… Todo formaba parte de su plan…, encontrar la Bóveda… ¡El primer nombre de mi Lista! El único al que todavía tengo que echarle la mano encima… ¡El Español!
Leonardo respiró hondo. Sabía a quién se refería Ezio.
—Rodrigo Borgia —dijo en un susurro.
—¡Exactamente! —Ezio hizo una pausa—. La galera llega mañana procedente de Chipre. Pienso estar allí para recibirla.
Leonardo lo abrazó.
—Buena suerte, querido amigo —dijo.
Al día siguiente, Ezio, con las armas del Códice y una bandolera cargada de cuchillos arrojadizos, se encontraba al amparo de las sombras de una columnata próxima a los muelles, observando con atención cómo un grupo de hombres, vestidos con sencillos uniformes para evitar llamar la atención pero exhibiendo discretamente el blasón del cardenal Rodrigo Borgia, descargaba una caja de madera de pequeño tamaño y aspecto normal de una galera negra que acababa de arribar procedente de Chipre. Manejaban la caja con guantes de seda, y uno de ellos, protegido por guardias, la cargó sobre sus hombros y se dispuso a partir con ella. Pero entonces Ezio se dio cuenta de que había más guardias cargados con cajas similares, cinco en total. ¿Contendría cada una de aquellas cajas algún tipo de precioso artefacto, la segunda pieza, o serían simples señuelos? Y todos los guardias parecían iguales, al menos desde la distancia desde la cual Ezio estaba obligado a observar la escena.
Justo cuando Ezio se disponía a salir al descubierto para seguirlos, se percató de la presencia de otro hombre que observaba también lo que ocurría desde un punto privilegiado similar al suyo. Reprimió un grito involuntario al reconocer a aquel hombre como su tío, Mario Auditore; pero no hubo tiempo de llamarlo y saludarlo, ya que uno de los soldados de Borgia que cargaba con las cajas había empezado a avanzar seguido por su guardaespaldas. Ezio los siguió guardando en todo momento una distancia de seguridad. Pero una pregunta daba vueltas sin cesar en su cabeza: ¿sería de verdad su tío el hombre que había visto? Y de ser así, ¿cómo había llegado a Venecia y por qué precisamente en aquel momento?
Pero tuvo que dejar de lado aquella idea mientras seguía a los guardias de Borgia para concentrarse por completo en no perder de vista el hombre que cargaba la primera caja, si es que era aquélla la que contenía lo que quiera que aquello fuera. ¿Uno de los «Fragmentos del Edén»?
Los guardias llegaron a una plaza de la que partían cinco calles. Cada uno de los guardias cargados con cajas, junto con su escolta, emprendió una dirección distinta. Ezio se encaramó a la pared de un edificio para seguir desde el tejado el recorrido de los distintos guardias. Siguiéndolos con atención, vio que uno de ellos abandonaba su escolta para entrar en el patio de un edificio de ladrillo de sólido aspecto, depositaba su caja en el suelo y la abría. Rápidamente se le sumó un sargento de Borgia. Ezio se inclinó por encima del tejado para poder oír qué decían.
—El Maestro está esperando —decía el sargento—. Vuelve a empaquetarlo con cuidado. ¡Ahora mismo!
Ezio vio cómo el guardia pasaba un objeto cuidadosamente envuelto en paja de la caja original a otra caja de teca que acababa de traer un criado. Ezio pensó con rapidez. ¡El Maestro! Por lo que sabía, cuando los acólitos Templarios mencionaban aquel título sólo podían referirse a un hombre: ¡Rodrigo Borgia! Era evidente que empaquetaban muy bien el artefacto porque querían multiplicar las medidas de seguridad. Ezio sabía ya qué guardia era su objetivo.
Descendió de nuevo al nivel de la calle y arrinconó al soldado que cargaba con la caja de madera de teca. El sargento había vuelto con la escolta del cardenal, que esperaba en el patio. En un solo minuto, Ezio le cortó la garganta al soldado, retiró el cuerpo de la calle y se vistió con la parte exterior de su uniforme, capa y casquete.
A punto estaba de cargarse la caja al hombro cuando se vio superado por la tentación de echar un rápido vistazo a su interior y abrió la tapa. Pero justo en aquel momento, el sargento apareció de nuevo en la puerta del patio.
—¡Espabila!
—¡Sí, señor! —dijo Ezio.
—Acelera el paso. Ésta es probablemente la cosa más importante que vas a hacer en tu jodida vida. ¿Me has entendido?
—Sí, señor.
Ezio ocupó su puesto en el centro de la escolta y la cuadrilla se puso en marcha.
Emprendieron el recorrido por el norte de la ciudad, desde el Molo hacia el Campo dei Santi Giovanni e Paolo, donde la reciente y gigantesca estatua ecuestre del condottiero Colleone, obra de messer Verrocchio, dominaba la plaza. Siguiendo la Fondamenta dei Mendicanti en dirección norte, llegaron por fin a una casa de aspecto anodino situada en una terraza por encima del canal. El sargento llamó con la empuñadura de la espada a la puerta, que se abrió de inmediato. El grupo de guardias hizo pasar a Ezio en primer lugar y lo siguió a continuación, la puerta se cerró a sus espaldas, asegurada con pesados cerrojos.
Se encontraban en una logia con paredes decoradas con marfil, donde estaba sentado un hombre de nariz ganchuda de cincuenta y pico de años, vestido con polvorientos ropajes de terciopelo morado. Los hombres lo saludaron. Ezio siguió su ejemplo intentando no cruzar la mirada con aquellos gélidos ojos de color cobalto que tan bien conocía. ¡El Español!
Rodrigo Borgia se dirigió al sargento:
—¿Está de verdad aquí? ¿No os han seguido?
—No, Altezza. Todo ha ido perfectamente…
—¡Continúa!
El sargento tosió para aclararse un poco la garganta.
—Seguimos exactamente vuestras órdenes, tal y como nos especificasteis. La misión en Chipre fue más difícil de lo que imaginábamos. Hubo… complicaciones desde el principio. Algunos seguidores de la Causa… tuvieron que ser abandonados para cumplimentar la tarea con éxito. Pero hemos vuelto con el artefacto. Y lo hemos transportado hasta aquí con el debido cuidado, tal y como Su Altezza instruyó. Y según lo acordado, Altezza, esperamos ahora ser generosamente recompensados.
Ezio sabía que no podía permitir que la caja de teca y su contenido cayeran en manos del cardenal. Aprovechó la oportunidad de aquel momento, cuando el desagradable aunque necesario tema del pago por los servicios prestados salió a relucir como es habitual, el proveedor se vio obligado a azuzar al cliente para obtener el dinero que se le debía por la labor especial que había llevado a cabo. Corno suele suceder con los ricos, el cardenal podía ser tremendamente tacaño a la hora de soltar su dinero. Accionando la hoja venenosa que llevaba escondida en el antebrazo derecho y la daga de doble filo del izquierdo, Ezio acuchilló al sargento, una única puñalada en el cuello para que el letal veneno llegara a su sangre. Ezio se volvió rápidamente hacia los cinco guardias de la escolta con su daga de doble filo en una mano y la hoja venenosa bajo su muñeca derecha, dando vueltas sobre sí mismo como un derviche, empleando movimientos rápidos y asépticos para aplicar golpes mortales. Momentos después, todos los guardias yacían muertos a sus pies.
Rodrigo Borgia se quedó mirándolo y respiró hondo.
—Ezio Auditore. Bien, bien. Hacía ya tiempo. —El cardenal parecía imperturbable.
—Cardinale. —Ezio lo saludó con una reverencia irónica.
—Dámela —dijo Rodrigo, señalando la caja.
—Contadme primero dónde está.
—¿Dónde está quién?
—¡Vuestro Profeta! —Ezio miró a su alrededor—. Me da la impresión de que no ha venido nadie. —Hizo una pausa. Continuó más serio ahora—: ¿Cuánta gente ha muerto por esto? ¿Por lo que hay en esta caja? ¡Y ahora, mira! ¡Resulta que aquí no hay nadie!
Rodrigo rio entre dientes. Un sonido que recordaba un traqueteo de huesos.
—Afirmas no ser Creyente —dijo—. Pero aquí estás. ¿Acaso no ves al Profeta? ¡Está aquí presente! ¡El Profeta soy yo!
Ezio abrió sus grises ojos de par en par. ¡Aquel hombre era un poseso! Pero ¿qué curiosa locura era aquélla, que parecía trascender el curso racional y natural de la vida? Pero por desgracia, las reflexiones de Ezio lo dejaron desprevenido durante un instante. El Español extrajo de entre sus ropajes una schiavona, una espada ligera pero de letal aspecto con una cabeza de gato a modo de empuñadura, y saltó de la logia, apuntando con la fina espada la garganta de Ezio.
—Entrégame el Fruto del Edén —gruñó.
—¿Es eso lo que hay en la caja? ¿Una manzana? Debe de ser una manzana bastante especial —dijo Ezio, mientras en su cabeza resonaba la voz de su tío: «Un Fragmento del Edén»—. ¡Ven y quítamela!
Rodrigo atacó a Ezio con el filo de su espada, rasgándole la túnica y causándole sangre a la primera pasada.
—¿Estás solo, Ezio? ¿Dónde están ahora tus amigos Asesinos?
—¡No necesito su ayuda para ocuparme de vos!
Ezio utilizó sus dagas para atacar y su protección del antebrazo izquierdo para esquivar los golpes de Rodrigo. Pero, pese a que no consiguió atinar ningún golpe certero con la daga venenosa, su daga de doble filo atravesó los ropajes de terciopelo del cardenal, que se mancharon al instante de sangre.
—Pedazo de mierda —vociferó Rodrigo, víctima del dolor—. ¡Veo que voy a necesitar ayuda para acabar contigo! ¡Guardias! ¡Guardias!
De pronto, irrumpió en el patio donde se encontraban Ezio y el cardenal, una docena de hombres con el blasón de Borgia bordado en su uniforme. Ezio sabía que en la empuñadura de la daga que blandía con la mano derecha quedaba una cantidad ínfima de su valioso veneno. Dio un salto hacia atrás, la mejor manera de defenderse contra los refuerzos de Rodrigo, y en aquel momento uno de los guardias recién llegados se agachó para hacerse con la caja de teca y entregársela a su Maestro.
—¡Gracias, uomo coraggioso!
Ezio estaba siendo seriamente superado, pero continuo luchando con una frialdad estratégica nacida de su irrefutable deseo de recuperar la caja y su contenido. Enfundó las armas del Códice, cogió de la bandolera los cuchillos arrojadizos y lanzó uno de ellos con una precisión mortal, acabando primero con el uomo coraggioso y acto seguido, con un segundo cuchillo, arrancó la caja de las manos de garfio de Rodrigo.
El Español se inclinó para cogerla de nuevo e iniciar su retirada pero entonces ¡choof! otro cuchillo cortó el aire y rebotó contra una columna de piedra a escasos centímetros de la cara del cardenal. Pero no había sido Ezio quien lo había lanzado.
Ezio se giró en redondo y se encontró con una figura conocida, jovial y barbuda. Envejecida, quizás, y más canosa, y más robusta, pero no por ello menos hábil.
—¡Tío Mario! —exclamó—. ¡Sabía que el que había visto antes eras tú!
—No puedo permitir que seas tú el único que se divierte —dijo Mario—. Y no te preocupes, nipote. ¡No estás solo!
Pero un guardia de Borgia acababa de abalanzarse sobre Ezio con su alabarda. Y antes de que pudiera descargar el golpe que habría enviado a Ezio de camino hacia una noche eterna, apareció como por arte de magia una flecha que se enterró en la frente del atacante. Soltó el arma y cayó hacia delante, una mirada de incredulidad grabada en su cara. Ezio se volvió de nuevo y vio a… ¡La Volpe!
—¿Qué haces aquí, Zorro?
—Nos hemos enterado de que necesitabas un poco de respaldo —dijo el Zorro, rearmándose con rapidez al ver que empezaban a salir más guardias del edificio.
Sin embargo, al mismo tiempo, también aparecían más refuerzos en el bando de Ezio: Antonio y Bartolomeo.
—¡No dejéis que Borgia se escape con la caja! —bramó Antonio.
Bartolomeo utilizó su enorme espada, Bianca, como si fuera una guadaña, atravesando una hilera de guardias cuando intentaban superarlo simplemente por número, la marea de la batalla se volvió a favor de los Asesinos y sus aliados.
—¡Con éstos ya estamos, nipote!—gritó Mario—. ¡Vigila al Español!
Al girarse, Ezio vio que Rodrigo se dirigía hacia una puerta situada en la parte trasera de la logia y se apresuró a interceptarlo, pero el cardenal, espada en mano, se enfrentó a él.
—Es una batalla perdida, chico —rugió—. ¡No podrás detener lo que está escrito! Morirás de mi mano igual que tu padre y tus hermanos… pues la muerte es el destino que aguarda a todos aquellos que intentan desafiar a los Templarios.
Pero la voz de Rodrigo carecía de convicción y, mirando a su alrededor, Ezio comprobó que el último guardia acababa de caer. Bloqueó la retirada de Rodrigo en el umbral de la puerta, levantó la espada y se dispuso a atacar.
—¡Esto es por mi padre! —exclamó.
Pero el cardenal esquivó el golpe y Ezio perdió con ello el equilibrio, aunque soltó la preciada caja al huir por la puerta para salvar el pellejo.
—No te equivoques —dijo perniciosamente al salir—. ¡Viviré para combatir de nuevo! Y entonces me aseguraré de que tu muerte sea tan dolorosa como lenta.
Y desapareció.
Ezio, sin aliento, intentaba recuperar el ritmo de la respiración y ponerse en pie cuando vio aparecer ante él una mano de mujer dispuesta a ayudarlo. Levantó la vista y descubrió la identidad de su propietaria: ¡Paola!
—Se ha ido —dijo ella con una sonrisa—. Pero no importa. Tenemos lo que vinimos a buscar.
—¡No! ¿Has oído lo que ha dicho? ¡Tengo que ir a por él y acabar con todo esto!
—Tranquilízate —dijo otra mujer, acercándose.
Era Teodora. Ezio miró a su alrededor y vio que estaba rodeado de aliados: Mario, el Zorro, Antonio, Bartolomeo, Paola y Teodora. Y había alguien más. Un joven de piel clara y oscuro cabello con una mirada pensativa y sonriente a la vez.
—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó Ezio, intuyendo la tensión del ambiente.
—Tal vez lo mismo que tú, Ezio —dijo el joven desconocido—. Esperar que aparezca el Profeta.
Ezio se sentía confuso y enojado.
—¡No! ¡Yo he venido aquí para matar al Español! Vuestro Profeta me da exactamente lo mismo… si es que existe. Y lo que es evidente es que no está aquí.
—¿No? —El joven hizo una pausa y miró fijamente a Ezio—. El Profeta eres tú.
—¿Qué?
—Estaba vaticinada la llegada de un profeta. Y llevas con nosotros mucho tiempo sin que imagináramos la verdad. Siempre fuiste el Profeta que andábamos buscando.
—No entiendo nada. ¿Y tú quién eres, de todos modos?
El joven esbozó una reverencia.
—Me llamo Nicolás Maquiavelo. Soy miembro de la Orden de los Asesinos, entrenado según las antiguas costumbres para salvaguardar el futuro de la humanidad. Igual que tú, igual que todos los hombres y mujeres aquí presentes.
Ezio se había quedado pasmado y empezó a mirar las caras de los allí reunidos, una detrás de otra.
—¿Es eso cierto, tío Mario? —dijo por fin.
—Sí, hijo mío —dijo Mario, dando un paso al frente—. Todos hemos estado guiándote durante años, enseñándote las habilidades que necesitabas para unirte a nuestras filas.
Ezio tenía un montón de preguntas bullendo en su cabeza. No sabía por dónde empezar.
—Debo preguntarte por mi familia —le dijo a Mario—. Por mi madre, por mi hermana…
Mario sonrió.
—Tienes todo el derecho a hacerlo. Están sanas y salvas. Y ya no viven en el convento sino conmigo, en Monteriggioni. María seguirá siempre afectada por la tristeza de su pérdida, pero tiene mucho consuelo ahora que se ha consagrado a las obras de caridad junto con la abadesa. Y en cuanto a Claudia, la abadesa se dio cuenta, antes de que lo hiciese ella, de que la vida de monja no es ideal para alguien con su temperamento, y que existen otras maneras mediante las cuales puede servir al Señor. Fue liberada de sus votos. Se casó con mi capitán y pronto, Ezio, te obsequiará con la llegada de un sobrino o una sobrina.
—Una noticia excelente, tío. Nunca me gustó mucho la idea de que Claudia pasara el resto de su vida encerrada en un convento. Pero tengo muchas más preguntas que formularte.
—Pronto habrá tiempo para preguntas —dijo Maquiavelo.
—Pero queda todavía mucho que hacer antes de que podamos ver de nuevo a nuestros seres queridos y celebrarlo —dijo Mario—. Y puede que nunca lleguemos a hacerlo. Hemos obligado a Rodrigo a prescindir de esta caja, pero no descansará hasta que esté de nuevo en su poder, de modo que debemos protegerla con la vida.
Ezio observó el círculo de Asesinos y por vez primera se dio cuenta de que todos ellos tenían una marca en la base de su dedo anular izquierdo. Pero era evidente que no era el momento de formular más preguntas. Mario dijo a sus compañeros:
—Creo que es momento de…
Muy serios, movieron todos afirmativamente la cabeza en un gesto de asentimiento y Antonio sacó un mapa, lo desplegó y le mostró a Ezio un punto que había marcado en el mismo.
—Nos reuniremos aquí al amanecer —dijo, su tono solemnemente imperativo.
—Vamos —les dijo Mario a los demás.
Maquiavelo se encargó de la caja y su precioso y misterioso contenido, y los Asesinos salieron en silencio a la calle y se marcharon, dejando solo a Ezio.
Venecia estaba misteriosamente varía aquel atardecer y la gran plaza que se abría delante de la basílica se hallaba en silencio y deshabitada excepto por las palomas, sus eternas moradoras. Cuando Ezio empezó a trepar, la torre del campanario se elevaba hasta alcanzar una altura mareante por encima de su cabeza, pero no dudó en ningún momento. Sabía que la reunión a la que había sido convocado le proporcionaría respuestas a varias de sus preguntas, y aunque en lo más profundo de su corazón intuía que algunas de las respuestas le resultarían amedrentadoras, sabía también que no podía darles la espalda.
A medida que se acercaba a la cima empezó a oír el murmullo de voces. Alcanzó por fin la mampostería de lo más alto de la torre y entró en el espacio que albergaba las campanas. Los siete Asesinos, sus cabezas cubiertas con capuchas, ocupaban el perímetro del espacio circular, en cuyo centro ardía un pequeño brasero.
Paola lo cogió de la mano y lo condujo hacia el centro mientras Mario empezaba a murmurar un cántico:
—Laa shay'a waqi'un moutlaq bale koulon moumkine… Son las palabras de nuestros antepasados, las que ocupan el corazón de nuestro Credo…
Maquiavelo dio un paso al frente y miró a Ezio a los ojos.
—Mientras que los demás hombres siguen ciegamente la verdad, recuerda…
Y Ezio eligió el resto de las palabras como si las supiera de toda la vida:
—… que nada es verdad.
—Mientras que los demás hombres están limitados por la moralidad o la ley —continuó Maquiavelo—, recuerda…
—… que todo está permitido. Dijo Maquiavelo:
—Trabajamos en la oscuridad, para servir a la luz. Somos Asesinos.
Y los demás se sumaron entonces, entonando al unísono:
—Nada es verdad, todo está permitido. Nada es verdad, todo está permitido. Nada es verdad, todo está permitido…
Cuando terminaron, Mario cogió la mano izquierda de Ezio.
—Ha llegado el momento —le dijo—. En esta época moderna, no somos tan literales como nuestros antepasados. No exigimos el sacrificio de un dedo. Pero nos marcamos con un sello permanente. —Cogió aire—. ¿Estás preparado para unirte a nosotros?
Ezio, como si estuviera en un sueño, aunque sabiendo de alguna manera lo que tenía que hacer y lo que vendría a continuación, extendió la mano sin dudarlo un instante.
—Lo estoy —dijo.
Antonio se acercó al brasero y extrajo del mismo un hierro de mareaje que terminaba en dos pequeños semicírculos que podían unirse presionando una palanca enganchada al mango. Cogió la mano de Ezio y aisló el dedo anular.
—Esto duele un rato, hermano —dijo—. Como tantas cosas.
Situó el hierro de mareaje encima del dedo y lo aprisionó con los semicírculos metálicos al rojo vivo. La carne quedó chamuscada y olió a quemado, pero Ezio no dio ni un respingo. Antonio retiró rápidamente el hierro de mareaje y lo dejó a un lado. Los Asesinos se quitaron la capucha y se reunieron a su alrededor. El tío Mario le dio con orgullo una palmadita en la espalda. Teodora sacó un pequeño vial de cristal que contenía un líquido claro y espeso que aplicó con delicadeza sobre el anillo que quedaría para siempre impreso en el dedo de Ezio.
—Esto te calmará —dijo—. Estamos orgullosos de ti.
Maquiavelo se plantó entonces a su lado y movió afirmativamente la cabeza.
—Benvenuto, Ezio. Ahora eres uno de los nuestros. Sólo queda dar por concluida tu ceremonia de iniciación, y entonces…, entonces, amigo mío, ¡tenemos un trabajo muy importante que hacer!
Después de decir esto, miró por el borde de la torre del campanario. Mucho más abajo, alrededor del campanile, había diversas balas de heno separadas entre ellas por escasa distancia, el forraje para los caballos del Palacio Ducal. A Ezio le parecía imposible que desde aquella altura fuera posible atinar lo suficiente como para aterrizar en cualquiera de aquellos diminutos blancos, pero fue precisamente eso lo que hizo Maquiavelo, su capa volando por los aires. Sus compañeros siguieron su ejemplo y Ezio contempló, con una mezcla de horror y admiración, cómo todos realizaban un aterrizaje perfecto y se reunían abajo, levantando la vista hacia él con lo que confiaba que fuera una expresión de ánimo en sus caras.
Acostumbrado como estaba a dar brincos por los tejados, jamás se había enfrentado a un salto de fe desde una altura como aquélla. Las balas de heno parecían del tamaño de rodajas de polenta, pero sabía que no tenía otra manera de llegar de nuevo al suelo que no fuera ésa; y que cuanto más lo alargara, más complicado le resultaría. Respiró hondo dos o tres veces y se lanzó a la noche con los brazos en alto, iniciando un salto del ángel perfecto.
Le dio la sensación de que la caída se prolongaba durante horas. El viento silbaba en sus oídos, erizando y agitando sus ropajes y su pelo. Entonces, las balas de heno salieron a recibirlo. En el último momento, cerró los ojos…
¡… Y aterrizó sobre el heno! Se quedó sin aire en el cuerpo, pero cuando, tembloroso, se puso en pie, descubrió que no se había roto nada y que, de hecho, se sentía eufórico.
Mario corrió hacia él, acompañado por Teodora.
—Creo que lo logrará, ¿verdad? —le preguntó Mario a Teodora.
A medianoche, Mario, Maquiavelo y Ezio estaban sentados en torno a la mesa de caballete del taller de Leonardo. Delante de ellos tenían el peculiar artefacto que tanto valoraba Rodrigo Borgia, y todos lo observaban con curiosidad y respeto.
—Es fascinante —decía Leonardo—. Absolutamente fascinante.
—¿Qué es, Leonardo? —preguntó Ezio—. ¿Qué es lo que hace?
Dijo Leonardo:
—Bien, estoy confuso. Contiene oscuros secretos, y su diseño no se parece a nada, diría, que se haya visto jamás en la tierra… Lo que es evidente es que nunca en mi vida había visto un diseño tan sofisticado… E igual que no podría explicarte por qué la tierra gira alrededor del sol, tampoco puedo explicarte esto.
—¿He oído bien eso de que la tierra gira alrededor del sol? —preguntó Mario, mirando con extrañeza a Leonardo.
Pero Leonardo continuó examinando la máquina, dándole vueltas con cuidado entre sus manos, y al hacerlo, empezó a brillar, una luz fantasmagórica, interior, generada por ella misma.
—Está hecha de materiales que en realidad, por lógica, no deberían existir —prosiguió Leonardo, sorprendido—. Y aun así, es evidente que se trata de un artilugio muy antiguo.
—Está claro que en las páginas del Códice se hace referencia a él —apuntó Mario—. Lo reconozco por la descripción que allí aparece. El Códice lo denomina «un Fragmento del Edén».
—Y Rodrigo lo llamó «el Fruto del Edén» —añadió Ezio.
Leonardo lo miró a los ojos.
—¿La manzana del Árbol del Conocimiento? ¿La manzana que Eva le dio a Adán?
Todos se volvieron para mirar de nuevo el objeto. Había empezado a brillar con más intensidad, y con un efecto hipnótico. Por razones que era incapaz de comprender, Ezio sentía un deseo de tocarlo cada vez mayor. No le parecía que desprendiera calor, pero aquella fascinación acarreaba una sensación inherente de peligro, como si al tocarlo fueran a atravesarlo relámpagos de luz. No sentía a los demás; tenía la impresión de que el mundo que lo rodeaba se había vuelto de repente oscuro y frío y que nada existía, aparte de él y aquella… cosa.
Vio su mano avanzar, como si ya no formara parte de su cuerpo, como si ya no pudiera controlarla, hasta posarse por fin y con firmeza sobre la parte más suave de aquel artefacto.
Su primera reacción fue de sorpresa. El Fruto del Edén tenía aspecto metálico, pero al contacto era cálido y suave, como la piel de una mujer, ¡como si estuviera vivo! Pero no hubo más tiempo para reflexiones, pues la mano se separó y al instante siguiente el resplandor del interior del artilugio, que había ido en aumento de manera regular, estalló de repente para convertirse en un cegador calidoscopio de luz y color, dentro de cuyo caos Ezio consiguió distinguir ciertas formas. Apartó un instante la mirada del objeto para prestar atención a sus compañeros. Mario y Maquiavelo se habían vuelto de espaldas, sus ojos entornados, tapándose la cabeza con las manos como consecuencia del miedo o del dolor. Leonardo estaba traspuesto, los ojos como platos, boquiabierto y sobrecogido. Ezio volvió a mirar el objeto y vio que las formas empezaban a fusionarse. Apareció un gran jardín, lleno de criaturas monstruosas; había una ciudad oscura y en llamas, nubes enormes con forma de champiñón y más grandes que catedrales o palacios; un ejército en marcha, pero un ejército que nada tenía que ver con cualquiera que Ezio hubiera visto o podido imaginar; gente hambrienta con uniformes de rayas conducida hacia edificios de ladrillo por hombres con látigos y perros; elevadas chimeneas que escupían humo; estrellas y planetas girando en espiral; hombres con esperpénticas armaduras dando vueltas en la oscuridad del espacio… y allí, además, había otro Ezio, otro Leonardo, y otro Mario y otro Maquiavelo, y más y más como ellos, la réplica del Tiempo, dando vueltas impotentes y sin cesar en el espacio, los juguetes de un todopoderoso viento, que, de hecho, parecía rugir con fuerza en la estancia en la que se encontraban.
—¡Hazlo parar! —vociferó alguien.
Ezio apretó los clientes sin saber exactamente por qué, sujetando la muñeca derecha con la mano izquierda, obligó a su mano derecha a entrar de nuevo en contacto con la cosa.
Y todo cesó al instante. La habitación recuperó su aspecto y sus proporciones normales. Todos se quedaron mirando. Nadie tenía ni un pelo fuera de su lugar. Las gafas de Leonardo seguían sobre su nariz. El Fruto del Edén continuaba en la mesa, inerte, un sencillo objeto de pequeño tamaño al que pocos habrían echado más que una simple ojeada.
Leonardo fue el primero en tomar la palabra.
—Esto nunca debe caer en las manos equivocadas —dijo—. Volvería locas a las mentes más débiles…
—Estoy de acuerdo —dijo Maquiavelo, así mismo apenas podía soportarlo, no podía creer en su poder.
Con cuidado, después de ponerse unos guantes, cogió el Fruto del Edén y lo guardó de nuevo en la caja, cerrando con lacre la tapa.
—¿Crees que el Español sabe lo que hace esta cosa? ¿Crees que puede controlarla?
—Jamás debe caer en sus manos —dijo Maquiavelo con un tono de voz férreo. Le entregó la caja a Ezio—. Debes ocuparte de esto y protegerlo con todas las habilidades que te hemos enseñado.
Ezio cogió con cuidado la caja y asintió.
—Llévala a Forli —dijo Mario—. La ciudadela está amurallada, protegida por cañones, y está en manos de uno de nuestros principales aliados.
—¿En manos de quién? —preguntó Ezio.
—Se llama Caterina Sforza.
Ezio sonrió.
—Ahora recuerdo…, una vieja conocida, y que me alegraré de volver a ver.
—Entonces, empieza los preparativos para tu marcha.
—Te acompañaré —dijo Maquiavelo.
—Estaré encantado —dijo sonriendo Ezio. Se volvió hacia Leonardo—. ¿Y tú, amico mio?
—¿Yo? Cuando acabe el trabajo que me retiene aquí, regresaré a Milán. El duque se porta bien conmigo.
—Tienes que ir también a Monteriggioni, cuando vuelvas por Florencia y tengas tiempo —dijo Mario.
Ezio miró a su mejor amigo.
—Adiós, Leonardo. Espero que nuestros caminos vuelvan a cruzarse algún día.
—Estoy seguro de que así será —dijo Leonardo—. Y si me necesitas, Agniolo, que sigue en Florencia, siempre sabrá dónde localizarme.
Ezio lo abrazó.
—Hasta siempre.
—Un regalo de despedida —dijo Leonardo, entregándole una bolsa—. Balas y pólvora para tu pequeña pistola y un buen vial de veneno para esa daga tan útil que tienes. Confío en que no lo necesites, pero es importante para mí saber que estás lo mejor protegido posible.
Ezio lo miró emocionado.
—Gracias…, gracias por todo, mi viejo amigo.