La manera más rápida de llegar a San Pietro desde el taller de Leonardo era con el trasbordador o alquilando una barca en la Fondamenta Nuova y poniendo rumbo este hacia la costa norte de la ciudad. A Ezio le sorprendió no encontrar a nadie que pudiera llevarlo hasta allí. Los trasbordadores regulares habían sido suspendidos y fue sólo rascándose el bolsillo hasta el fondo que consiguió convencer a un par de jóvenes gondoleros para que lo llevaran.
—¿Qué problema hay? —les preguntó.
—Se dice que se están librando duras peleas por allí —dijo el remero de popa, luchando contra las picadas aguas—. Al parecer ya han cesado, un simple altercado local. Pero los trasbordadores no se arriesgan todavía a ponerse en marcha. Os dejaremos en la costa norte. Y andaos con cuidado.
Hicieron lo prometido y Ezio se encontró enseguida solo y ascendiendo dificultosamente por la orilla embarrada hacia el dique de contención, desde donde divisó la aguja de la iglesia de San Pietro di Castello a escasa distancia. Y lo que vio también fueron varias columnas de humo que surgían de un grupo de edificaciones bajas de ladrillo situadas al sudeste de la iglesia. Eran los barracones de Bartolomeo. Con el corazón latiéndole con fuerza, Ezio se apresuró hacia allí.
Lo primero que le chocó fue el silencio. Después, a medida que fue aproximándose, empezó a ver cadáveres por todas partes, algunos de ellos luciendo el blasón de Silvio Barbarigo; otros, uno que no reconoció. Finalmente encontró un sargento, malherido pero aún con vida, que había conseguido sentarse con la espalda apoyada en un murete.
—Por favor…, ayudadme —dijo el sargento al ver que se acercaba Ezio.
Ezio miró rápidamente a su alrededor y localizó el pozo, del que extrajo agua, rezando para que los atacantes no la hubieran envenenado, aunque se veía clara y limpia. Vertió un poco en un cubilete que encontró y lo acercó con cuidado a los labios del herido, luego humedeció un paño y le limpió la sangre de la cara.
—Gracias, amigo —dijo el sargento.
Ezio se fijó en que llevaba un distintivo desconocido y supuso que era el de Bartolomeo. Era evidente que las tropas de Bartolomeo habían salido peor paradas que las de Silvio.
—Fue un ataque por sorpresa —confirmó el sargento—. Alguna puta de Bartolomeo nos ha traicionado.
—¿Dónde han ido?
—¿Los hombres del inquisidor? Han vuelto al Arsenal. Han establecido allí su base, justo antes de que el nuevo dux controle la situación. Silvio odia a su primo porque no forma parte de la trama en la que anda metido el inquisidor. —El hombre tosió y escupió sangre, pero se esforzó por seguir hablando—. Han hecho prisionero a nuestro capitán. Se lo han llevado con ellos. Lo gracioso es que éramos nosotros los que estábamos planeando atacarlos a ellos. Bartolomeo sólo estaba esperando… un mensajero procedente de la ciudad.
—¿Dónde está el resto de los vuestros?
El sargento intentó mirar a su alrededor.
—Los que no han muerto o han sido hechos prisioneros, se han dispersado para intentar salvar la vida. Estarán escondidos en Venecia o en las islas de la laguna. Necesitarán alguien que vuelva a unirlos. Me imagino que esperan recibir noticias del capitán.
—¿Y Silvio lo ha hecho prisionero?
—Sí. El capitán… —Pero el desgraciado sargento empezó a tener dificultades para respirar.
Su lucha terminó cuando abrió la boca y salió de ella un chorro de sangre, empapando la hierba hasta tres metros más allá de donde se encontraba. Cuando aquello paró, los ojos del soldado miraban ya sin ver nada en dirección a la laguna.
Ezio le cerró los ojos y le cruzó los brazos sobre el pecho.
—Requiescat in pace —dijo solemnemente.
Se incorporó y se apretó el cinturón donde llevaba sujeta la espada. Se había armado también con la protección metálica en el antebrazo izquierdo pero, para aquella ocasión, no había cogido la daga de doble filo. Llevaba la daga venenosa en el antebrazo derecho, un arma tremendamente útil cuando se enfrentaba a situaciones de gran desventaja. En el bolso del cinturón llevaba la pistola, útil sobre todo frente a un blanco único al tener que recargarse después de cada disparo, junto con pólvora y balas, y a modo de arma de repuesto, la hoja oculta. Se cubrió la cabeza con la capucha y se encaminó hacia el puente de madera que conectaba San Pietro con Castello. Desde allí avanzó sin problemas y con rapidez por la calle principal en dirección al Arsenal. A lo largo de su recorrido se cruzó con gente que, a pesar de seguir con sus habituales quehaceres diarios, se veía apagada. Era evidente que para detener por completo la vida en Venecia era necesario mucho más que una sola guerra local, aunque, claro está, eran muy pocos los ciudadanos de a pie de Castello que sabían lo importante que era para su ciudad el resultado de aquel conflicto.
Ezio desconocía en aquel momento que sería un conflicto que se prolongaría durante muchos, muchísimos meses, y que alcanzaría incluso el año siguiente. Pensó en Cristina, en su madre María y en su hermana Claudia. Y se sintió desamparado y cada vez más mayor. Pero tenía que seguir sirviendo al Credo y defendiéndolo, y eso era más importante que cualquier otra cosa. Nadie, quizás, sabría jamás que el mundo había sido salvado del dominio de los Templarios gracias a la selecta Orden de los Asesinos, consagrada a contrarrestar su malévola hegemonía.
Su primera tarea consistía evidentemente en localizar y, a ser posible, liberar a Bartolomeo d'Alviano, pero entrar en el Arsenal sería complicado. Rodeado por elevados muros fortificados de ladrillo, y con un auténtico laberinto de edificios y astilleros en su interior, el barrio se asentaba en el este de la ciudad y estaba fuertemente vigilado por el ejército privado de Silvio, cuyos integrantes excedían en número a los doscientos mercenarios que Agostino Barbarigo le había mencionado. Ezio, cruzando la puerta principal construida recientemente por el arquitecto Gamballo, rodeó el perímetro exterior de los edificios accesibles por tierra hasta toparse con una gran puerta con un pequeño portillo y, observándola desde una distancia de seguridad, comprendió que aquella discreta entrada era la que utilizaban los centinelas del exterior cuando realizaban el cambio de guardia. Tuvo que esperar escondido cuatro horas, pero cuando se produjo el siguiente cambio de guardia estaba a punto. El sol de media tarde era abrasador, el ambiente era húmedo, y todo el mundo excepto Ezio estaba sumido en un estado letárgico. Vio los soldados de relevo saliendo por la puerta, que tenía un único centinela, y siguió a los mercenarios que acababan su turno, echando a andar detrás de ellos y mezclándose como mejor pudo. Una vez que hubo pasado el último soldado, le cortó la garganta al guardia apostado en la puerta y se deslizó por ella antes de que nadie se percatara de lo sucedido. Igual que años atrás en San Gimignano, las fuerzas de Silvio, aun siendo numerosas, no eran suficientes para proteger la totalidad de la zona. Era, al fin y al cabo, el centro militar de la ciudad. No le extrañaba que Agostino no pudiera hacerse con todo el poder sin controlar aquel barrio.
Una vez dentro, le resultó relativamente sencillo avanzar por los amplios espacios abiertos entre los grandes edificios: el Cordelie, la Artiglierie, las atalayas y, sobre todo, los astilleros. Mientras Ezio se mantuviera al amparo de las oscuras sombras del atardecer y procurara evitar las patrullas del interior del inmenso complejo, sabía que todo iría bien, aunque, naturalmente, debía seguir en todo momento en estado de alerta.
Guiado finalmente por los sonidos del alborozo, las bromas y las carcajadas, recorrió uno de los principales diques secos, en el que estaba atracada una impresionante galera. Vio una jaula de hierro colgada de una de las impresionantes paredes del muelle. Y en su interior estaba Bartolomeo, un hombre fornido y vigoroso de poco más de treinta años de edad, sólo cuatro o cinco años mayor que Ezio. A su alrededor había un tropel de mercenarios de Silvio. Ezio pensó enseguida que estarían mucho mejor patrullando que disfrutando de su triunfo sobre un enemigo que habían dejado ya impotente, pero enseguida se vio obligado a reconocer que Silvio Barbarigo, por muy gran inquisidor que fuera, carecía de experiencia en cuanto a gestión de tropas.
Ezio desconocía cuánto tiempo llevaba Bartolomeo encadenado en la jaula; seguro que muchas horas. Pero su rabia y su energía parecían no verse afectadas por la situación. Y teniendo en cuenta que a buen seguro no le habían dado nada de comer ni de beber, aquello era excepcional.
—Luridi codardi! ¡Cobardes asquerosos! —gritaba a sus torturadores, uno de los cuales, vio Ezio, había sumergido una esponja en vinagre y la acercaba a la boca de Bartolomeo con la punta de una lanza con la esperanza de que lo confundiera por agua. Bartolomeo la escupió—. ¡Acabaré con todos vosotros! ¡Al mismo tiempo! ¡Con un brazo…, no, con los dos brazos atados a la espalda! ¡Os comeré a todos vivos, cabrones! —rió—. ¡Debéis de preguntaros cómo lo haría, pero sacadme de aquí y os lo demostraré encantado! Miserabili pezzi di merda!
Los guardias del inquisidor se rieron con escarnio y atizaron a Bartolomeo con varas, haciendo balancear la jaula. No tenía un suelo muy firme, y Bartolomeo se vio obligado a sujetarse con fuerza apoyando los pies en las barras para mantener el equilibrio.
—¡No tenéis honor! ¡Ni valor! ¡Ni virtud! —Consiguió acumular la saliva suficiente como para escupirles—. Y la gente se pregunta por qué la estrella de Venecia ha empezado a languidecer. —Entonces su voz adoptó casi un tono de súplica—. Seré misericordioso con aquel que tenga el valor de liberarme. ¡El resto morirá! ¡Por obra de mi propia mano! ¡Lo juro!
—Ahórrate tus malditas palabras —gritó uno de los guardias—. Aquí no va a morir nadie que no seas tú, jodido pedazo de mierda.
Ezio, que permaneció todo aquel tiempo cobijado a la sombra de una columnata de ladrillo que bordeaba una bahía donde estaban atracadas las galeras de guerra de menor tamaño, empezó a pensar en la manera de salvar al condottiero. Junto a la jaula había diez guardias, todos de espaldas a él, y no se veía a nadie más. Estaban además fuera de servicio y no iban armados. Ezio verificó su daga venenosa. Eliminar a los guardias no tendría por qué ser una dificultad. Había cronometrado el pase de las patrullas de guardia y había visto que se producía cada vez que la sombra que proyectaba el muro del muelle se alargaba unos diez centímetros. Pero luego estaba el problema adicional de liberar a Bartolomeo, en silencio y de forma rápida. Se esforzó en pensar alguna cosa. Sabía que no disponía de mucho tiempo.
—¿Qué tipo de hombre es aquel que vende su honor y su dignidad a cambio de unas pocas monedas de plata? —vociferaba Bartolomeo, pero la garganta se le empezaba a secar y empezaba a perder fuelle a pesar de su voluntad de hierro.
—¿No es eso lo que haces tú, gilipollas? ¿Acaso no eres un mercenario como nosotros?
—¡Jamás he estado al servicio de un traidor y un cobarde como lo estáis vosotros! —Los ojos de Bartolomeo echaban chispas. Los hombres que tenía debajo se acobardaron durante un momento—. ¿Creéis que no sé por qué me habéis encadenado aquí arriba? ¿Creéis que no sé quién es el titiritero de vuestro jefe Silvio? ¡Llevo luchando contra esa comadreja que lo controla desde que la mayoría de vosotros erais bebés pegados a la teta de vuestra madre!
Ezio empezaba a escuchar con interés. Uno de los soldados cogió un ladrillo partido y, furioso, se lo lanzó. Rebotó inútilmente contra las rejas de la jaula.
—¡Está bien, cabrones! —gritó Bartolomeo con voz ronca—. ¡Intentad tirar algo contra mí! ¡Y os juro que en cuanto esté fuera de esta jaula convertiré en mi misión cortaros la cabeza a todos y cada uno de vosotros para metérosla luego por esos culos de maricón que tenéis todos! ¡Y además mezclaré las cabezas, porque es evidente, hijos de puta, que no alcanzáis a distinguir vuestra cabeza de vuestro culo!
Los hombres de abajo empezaban a enfadarse en serio. Era evidente que sólo las órdenes les impedían clavarle a aquel hombre sus picas, o dispararle flechas, pues seguía colgando indefenso de la jaula por encima de sus cabezas. Pero después del rato que llevaba allí, Ezio ya se había percatado de que el candado que cerraba la puerta de la jaula era relativamente pequeño. Los captores de Bartolomeo confiaban en el hecho de que la jaula estaba colgada en lo alto. Sin duda pretendían que el sol abrasador del día, y el fresco de la noche, unidos a la deshidratación y el hambre, acabaran con él, a menos que se derrumbara antes y aceptara hablar. Pero por el aspecto de Bartolomeo, eso era algo que nunca haría.
Ezio sabía que tenía que actuar deprisa. La patrulla de guardia pasaría por allí en breve. Accionó su daga venenosa y avanzó con la velocidad y la elegancia de un lobo, cubriendo la distancia en cuestión de segundos. Acuchilló al grupo y deslizó la muerte en los cuerpos de cinco de los hombres antes de que los demás se dieran cuenta de lo que pasaba. Desenfundando la espada, mató con fiereza al resto, sus vanas estocadas rebotando en la protección metálica de su antebrazo izquierdo, mientras Bartolomeo observaba boquiabierto la escena. Cuando por fin se hizo el silencio. Ezio se giró y levantó la vista.
—¿Puedes saltar desde ahí? —le preguntó.
—Si consigues sacarme, saltaré como una jodida pulga.
Ezio cogió la pica de uno de los soldados muertos. La punta era de hierro, no de acero, y fundido, no forjado. Serviría. Equilibrándola en su mano izquierda, se preparó, se agachó y la lanzó por los aires hasta adherirse a los barrotes de la jaula.
Bartolomeo lo miró, sus ojos saliéndose de las órbitas.
—¿Cómo cono has hecho eso? —preguntó.
—A base de entrenamiento —dijo Ezio, con una tensa sonrisa.
Forzó la punta de la pica a través del cierre del candado y lo hizo girar. Se resistió al principio, pero finalmente se partió. Ezio tiró de la puerta para abrirla, cayendo al suelo en caída libre y aterrizando con la elegancia de un gato.
—Ahora salta —le ordenó—. Rápido.
—¿Quién eres?
—¡No te entretengas, vamos!
Nervioso, Bartolomeo se armó de valor en el umbral de la puerta abierta de la jaula y saltó. Aterrizó pesadamente, sin apenas aliento, pero cuando Ezio lo ayudó a incorporarse, lo apartó con orgullo.
—Estoy bien —resopló—. Lo que sucede es que no estoy acostumbrado a hacer números de circo.
—¿Ningún hueso roto, pues?
—Que te jodan, quienquiera que seas —dijo Bartolomeo, radiante—. ¡Pero te doy las gracias! —Y, sorprendiendo a Ezio, le dio un fuerte abrazo—. Pero ¿quién eres? ¿El jodido arcángel Gabriel o qué?
—Me llamo Auditore, Ezio.
—Bartolomeo d'Alviano. Encantado.
—No tenemos tiempo para estas cosas —le espetó Ezio—. Como muy bien sabes.
—No intentes enseñarme mi trabajo, acróbata —dijo Bartolomeo, sin que su buen humor se alterase—. ¡Pero te debo una!
Ya habían perdido, sin embargo, demasiado tiempo. Alguno de los hombres apostados en el murallón debía de haberse percatado de lo que sucedía. Empezaron a sonar las campanas de alarma y las patrullas salieron de los edificios colindantes para rodearlos.
—¡Vamos, hijos de puta! —vociferó Bartolomeo, moviendo los puños de tal manera que los de Dante Moro, a su lado, habrían parecido martillos de marquetería. Fue Ezio ahora quien observó con admiración cómo Bartolomeo arremetía contra los soldados. Juntos consiguieron retroceder hasta el portillo y finalmente librarse de todos ellos.
—¡Salgamos de aquí! —exclamó Ezio.
—¿No crees que deberíamos partir unas cuantas cabezas más?
—Me parece que por ahora sería mejor evitar más conflictos.
—¿Tienes miedo?
—Es simplemente una cuestión práctica. Sé que te hierve la sangre, pero nos superan en número cien contra uno. Bartolomeo reflexionó.
—Tienes razón. Y al fin y al cabo, soy un comandante. Debería pensar como tal y no permitir que un mocoso como tú me hiciera entrar en razón. —Y entonces bajó la voz y dijo, preocupado—: Sólo espero que mi pequeña Bianca esté sana y salva.
Ezio no tenía tiempo para preguntar, ni siquiera para pensar en el inciso que acababa de hacer Bartolomeo. Tenían que largarse de allí, y eso hicieron, cruzando a toda velocidad la ciudad en dirección a los cuarteles generales de Bartolomeo en San Pietro. Pero no sin que antes Bartolomeo se desviara dos veces de la ruta: una para acercarse a Riva San Basio y otra a la Corte Nuova, con el objetivo de alertar a los agentes que tenía destacados en esos lugares de que estaba vivo y en libertad, y para ordenar a sus dispersas fuerzas —las que no habían sido hechas prisioneras— que se reagruparan.
De regreso en San Pietro al anochecer, descubrieron que varios de los condottieri de Bartolomeo habían sobrevivido al ataque y habían salido por fin de su escondite. Estaban moviéndose entre los cadáveres rodeados ya de moscas, intentando darles sepultura y poner orden en el recinto. Cuando vieron de nuevo a su capitán, su euforia fue absoluta. Pero él estaba distraído, corriendo de un lado a otro del campamento, gritando luctuosamente: «¡Bianca! ¡Bianca! ¿Dónde estás?».
—¿A quien busca? —preguntó Ezio al sargento al cargo—. Debe de significar mucho para él.
—Así es, signore —respondió sonriendo el sargento—. Y es mucho más de fiar que la mayoría de las de su sexo.
Ezio corrió hasta alcanzar a su nuevo aliado.
—¿Va todo bien?
—¿Y tú qué crees? ¡Mira el estado en que ha quedado todo! ¡Y la pobre Bianca! Si le ha ocurrido alguna cosa…
El hombretón cargó contra una puerta, que ya estaba medio desprendida de sus bisagras, para derribarla y entrar en un bunker que, por su aspecto, debía de ser una sala de mapas antes del ataque. Los valiosos mapas estaban mutilados o habían sido robados, pero Bartolomeo revolvió los restos hasta que, con un grito de triunfo…
—¡Bianca! ¡Oh, querida mía! ¡Gracias a Dios que estás bien!
De entre los escombros extrajo una espada de gran tamaño y la blandió. Rugió a continuación:
—¡Aja! ¡Estás sana y salva! ¡En ningún momento lo puse en duda! ¡Bianca! Te presento a… ¿Me repites otra vez tu nombre?
—Auditore, Ezio.
Bartolomeo se quedó pensativo.
—Por supuesto. Tu reputación te precede, Ezio.
—Me alegro de ello.
—¿Qué te trae por aquí?
—Yo también tengo asuntos pendientes con Silvio Barbarigo. Creo que ha abusado de su desembarco en Venecia.
—¡Silvio! ¡Ese mierda! ¡Necesita que lo hundan en una jodida letrina!
—Pensé que tal vez podría confiar en tu ayuda.
—¿Después de este rescate? Te debo la vida, ni que decir tiene que voy a ayudarte.
—¿De cuántos hombres dispones?
—¿Cuántos hombres tenemos, sargento?
El sargento al cargo con el que Ezio había hablado antes se acercó corriendo y saludó.
—Doce, capitano, incluyendo a vos y a mí, y al caballero aquí presente.
—¡Trece! —exclamó Bartolomeo, blandiendo a Bianca.
—Contra unos doscientos —dijo Ezio. Se volvió hacia el sargento—. ¿Y cuántos de vuestros hombres fueron hechos prisioneros?
—La mayoría —respondió el hombre—. El ataque nos pilló completamente por sorpresa. Algunos huyeron, pero los hombres de Silvio se llevaron encadenados a muchos más.
—Mira, Ezio —dijo Bartolomeo—. Voy a supervisar la reunión del resto de mis hombres que siguen en libertad. Haré limpiar todo esto y enterrar a los muertos y nos reagruparemos aquí. ¿Crees que mientras tanto podrás ocuparte de liberar a los hombres que Silvio tiene prisioneros? Veo que sabes hacerlo tan bien…
—Intensi.
—Vuelve aquí con ellos tan pronto como puedas. ¡Buena suerte!
Ezio, con las armas del Códice encima, echó a andar rumbo oeste hacia el Arsenal preguntándose, no obstante, si Silvio tendría allí prisioneros a los hombres de Bartolomeo. No los había visto cuando fue a rescatar al capitán. Al llegar al Arsenal, buscó el amparo de las sombras de la noche incipiente e intentó escuchar la conversación de los guardias apostados en los muros perimetrales.
—¿Habías visto alguna vez unas jaulas tan grandes? —decía uno.
—No. Y esos pobres desgraciados están apiñados dentro como sardinas. No creo que el capitán Barto nos hubiera tratado así de haber sido él el vencedor —dijo su camarada.
—Por supuesto que lo habría hecho. Y, si quieres conservar la cabeza sobre los hombros, guárdate para ti tus nobles pensamientos. Yo digo que acabemos con ellos. ¿Por qué no hacemos descender las jaulas a las dársenas y los ahogamos a todos?
Al oír aquello, Ezio se puso tenso. En el interior del Arsenal había tres dársenas rectangulares enormes que podían albergar hasta treinta galeras. Estaban en la parte norte del complejo, rodeadas por gruesos muros de ladrillo y cubiertas con pesados techos de madera. Sin duda alguna, las jaulas —versiones de mayor tamaño que la que habían utilizado para encarcelar a Bartolomeo— colgaban de cadenas encima del agua de una o más de aquellas bacini.
—¿A ciento cincuenta hombres perfectamente entrenados? Sería un desperdicio. Te apuesto lo que quieras a que Silvio confía en convertirlos a su causa —dijo el segundo hombre uniformado.
—Son mercenarios como nosotros. ¿Por qué no?
—¡Tienes razón! Simplemente hay que ablandarlos un poco primero. Demostrarles quién es aquí el jefe.
—Spero di sí.
—Gracias a Dios, no saben que su jefe ha conseguido escapar.
El primer guardia escupió.
—No durará mucho tiempo.
Ezio los dejó allí para dirigirse a la portilla que había descubierto previamente. No había tiempo para esperar el cambio de guardia, pero calculó el tiempo a partir de la distancia que separaba a la luna del horizonte y supo que disponía de un par de horas. Accionó la hoja oculta —su primera arma del Códice, y aún su favorita— y le cortó la garganta al grueso y viejo centinela que Silvio había considerado oportuno dejar allí solo de guardia, retirándolo antes de que la sangre lograra mancharle las prendas. Limpió rápidamente el arma con hierba y la sustituyó por la daga venenosa. Hizo la señal de la cruz por encima del cuerpo del fallecido.
El recinto del interior de los muros del Arsenal tenía un aspecto distinto bajo la luz de una rajita de luna y unas pocas estrellas, pero Ezio sabía dónde estaban las dársenas y se dirigió hacia la primera de ellas, resiguiendo los muros y permaneciendo en todo momento alerta por si de repente aparecían los hombres de Silvio. Observó entre las arcadas la acuosa penumbra y no vio nada excepto las galeras balanceándose plácidamente bajo la escasa luz de las estrellas. La segunda dársena le dio igual resultado, pero empezó a oír voces a medida que fue aproximándose a la tercera.
—Aún no es demasiado tarde para que juréis fidelidad a nuestra causa. Hacedlo y salvaréis la vida —decía a gritos uno de los sargentos del inquisidor en tono burlón.
Ezio, pegándose a la pared, vio una docena de soldados con botellas en las manos, sus armas en el suelo, levantando la vista hacia la penumbra del tejado, de donde colgaban tres jaulas enormes. Vio que un mecanismo invisible iba acercando muy lentamente las jaulas al agua. En aquella dársena no había galeras. Sólo agua, negra y aceitosa, en la que pululaba alguna cosa invisible pero aterradora.
Entre los guardias del inquisidor había un hombre que no estaba bebiendo, un hombre en constante estado de alerta, un hombre gigantesco y terrible. ¡Ezio lo reconoció al instante como Dante Moro! Por lo visto, con la muerte de su anterior jefe, Marco, el gigantón había traspasado su lealtad al primo, Silvio, el inquisidor, que anteriormente había profesado ya su admiración por el guardaespaldas.
Ezio siguió rodeando con cautela los muros hasta tropezar con una gran caja abierta en el interior de la cual vio diversas ruedas dentadas, poleas y cuerdas, un artilugio que podía perfectamente ser un diseño de Leonardo. Era el mecanismo, gobernado por un reloj de agua, que hacía descender las jaulas. Ezio desenfundó la daga que llevaba en el lado izquierdo del cinturón y la embutió entre dos de las ruedas dentadas. El mecanismo se detuvo, y justo a tiempo, pues las jaulas estaban ya a escasos centímetros de la superficie del agua. Los guardias se dieron cuenta enseguida de que el descenso de las jaulas se había detenido y algunos corrieron a verificar el mecanismo que lo controlaba. Ezio accionó la daga venenosa y fue empleándola a medida que los hombres fueron llegando adonde él estaba. Dos de ellos cayeron al agua desde el malecón y gritaron, brevemente, antes de hundirse en la aceitosa agua negra. Mientras, Ezio recorrió a toda velocidad el perímetro de la dársena en dirección a los demás. Huyeron todos alarmados, excepto Dante, que permaneció en su puesto y se cernió como una torre sobre Ezio.
—Así que ahora eres el perro de Silvio, ¿no? —le dijo Ezio.
—Mejor ser un perro vivo que un león muerto —replicó Dante, extendiendo la mano para arrojar a Ezio al agua de un bofetón.
—¡Ríndete! —exclamó Ezio, esquivando el golpe—. ¡No tengo ganas de pelear contigo!
—¡Cierra el pico! —dijo Dante, cogiendo a Ezio por el cogote y mandándolo contra las paredes de la dársena—. Yo tampoco tengo ganas de pelear contigo. —Vio que Ezio se quedaba pasmado—. Tu quédate aquí. ¡Voy a ir a avisar a mi jefe, pero regresaré y serás pienso para los peces si vuelves a darme problemas!
Y se fue. Ezio movió la cabeza de un lado a otro para despejarse y se incorporó, aturdido. Los hombres de las jaulas gritaban y Ezio vio que uno de los guardias de Silvio estaba arrastrándose por el suelo y a punto de retirar la daga que él había embutido en el mecanismo de la jaula. Dio gracias a Dios por no haber olvidado las habilidades como lanzador de cuchillos que en su día aprendió en Monteriggioni, sacó un cuchillo de su cinturón y lo lanzó con una puntería letal. El guardia se derrumbó, gritando, tratando con impotencia de arrancar el cuchillo enterrado entre sus ojos.
Ezio cogió un garfio de un estante que tenía a sus espaldas e, inclinándose peligrosamente sobre el agua y con gran habilidad, arrastró hacia él la primera de las jaulas. La puerta estaba cerrada mediante un sencillo candado que rompió de un disparo, liberando de este modo a los hombres de su interior, que salieron a trompicones al muelle. Con su ayuda, consiguió arrastrar las jaulas restantes y liberar a todos los prisioneros.
A pesar de lo exhaustos que estaban después de todo lo que habían sufrido, los hombres vitorearon a Ezio.
—¡Vamos! —gritó él—. ¡Tengo que llevaros con vuestro capitán!
Superados los hombres que montaban guardia junto a las dársenas, regresaron sin mayor problema a San Pietro, donde Bartolomeo y sus hombres tuvieron un emotivo reencuentro. En ausencia de Ezio, habían vuelto todos los mercenarios que habían logrado escapar de la masacre inicial lanzada por Silvio y el campamento volvía a estar in perfetto ordine.
—¡Salute, Ezio! —dijo Bartolomeo—. ¡Bienvenido de nuevo! ¡Y bien hecho, por Dios! ¡Sabía que podía confiar en ti! —Cogió las manos de Ezio entre las suyas—. Eres el más poderoso de mis aliados. Cabría incluso pensar que… —Pero se interrumpió, y dijo en cambio—: Gracias a ti, mi ejército ha recuperado su anterior gloria. ¡Ahora nuestro amigo Silvio comprobará lo grave que es el error que ha cometido!
—¿Y qué hacemos? ¿Atacar directamente el Arsenal?
—No. Un asalto frontal significaría ser masacrados en las mismas puertas. Pienso que deberíamos apostar a mis hombres por todo el barrio y hacer que provocasen problemas suficientes como para que la mayoría de los hombres de Silvio estuviesen ocupados.
—De modo que si el Arsenal está casi vacío…
—Podrías hacerte con él con un equipo de hombres seleccionados.
—Confiemos en que muerda el cebo.
—Es un inquisidor. Sabe cómo intimidar a cualquiera si lo tiene ya en su poder. Pero no es un soldado. ¡Demonios, si ni siquiera tiene el ingenio necesario para ser un jugador de ajedrez del montón!
Necesitaron varios días para desplegar a los condottieri de Bartolomeo por los barrios del Castello y el Arsenal. Cuando todo estuvo a punto, Bartolomeo y Ezio reunieron el pequeño grupo de mercenarios selectos que habían reservado para el asalto al bastión de Silvio. Ezio se había encargado personalmente de seleccionar a aquellos hombres por su agilidad y su pericia con las armas.
Habían planeado con detalle el asalto al Arsenal. El viernes siguiente por la noche, todo estaba preparado. Enviaron un mercenario a la torre de San Martino que, cuando la luna alcanzó su máxima altura, encendió una impresionante antorcha romana que les había proporcionado el taller de Leonardo. Era la señal para iniciar el ataque. Vestidos con cuero oscuro, los condottieri del equipo especial escalaron los muros del Arsenal por sus cuatro costados. Una vez en las almenas, avanzaron como fantasmas por la silenciosa y desatendida fortaleza y controlaron rápidamente la reducida vigilancia que quedaba en su interior. Poco tardaron Ezio y Bartolomeo en encontrarse cara a cara con sus más mortales enemigos: Silvio y Dante.
Dante, con una protección de hierro cubriéndole los nudillos, hacía girar sin parar una imponente maza de cadena para salvaguardar a su jefe. Era complicado que Ezio o Bartolomeo quedaran dentro de su radio de acción, pues sus hombres plantaron también cara al enemigo.
—Un buen ejemplar, ¿verdad? —gritó Silvio desde la seguridad de las almenas—. ¡Tendréis el honor de morir en sus manos!
—¡Chúpame la polla, cabrón! —replicó gritando también Bartolomeo.
Había conseguido enganchar la maza con su bastón de batalla y obligar a Dante, desarmado ahora, a retirarse.
—¡Vamos, Ezio! ¡Tenemos que atrapar a ese grassone bastardo!
Dante se giró después de haber alcanzado su objetivo, un palo de hierro rematado con clavos torcidos hacia fuera, y volvió a enfrentarse a ellos. Lo esgrimió contra Bartolomeo y uno de los clavos abrió un canal en su hombro.
—¡Me las pagarás por ésta, saco de mierda con ojos de cerdo! —vociferó Bartolomeo.
Mientras tanto, Ezio había cargado y disparado su pistola contra Silvio… y errado el tiro. El disparo había rebotado en los muros de ladrillo provocando una lluvia de chispas y astillas.
—¿Crees que no sé por qué estás en realidad aquí, Auditore? —rugió Silvio, aunque claramente asustado por el disparo—. ¡Pero llegas tarde! ¡Ya no puedes hacer nada para detenernos!
Ezio había cargado de nuevo el arma y volvió a disparar. Pero estaba rabioso y confuso por las palabras de Silvio y el disparo volvió a pasar de largo.
—¡Ja! —escupió Silvio desde las almenas mientras Dante y Bartolomeo se enzarzaban en una dura pelea—. ¡Finges no saberlo! Aunque, de todos modos, en cuanto Dante haya terminado contigo y tu musculoso amigo, ya no importará en absoluto. ¡Vas a seguir los pasos del estúpido de tu padre! ¿Sabes lo que más lamento? No haber podido ser personalmente el verdugo de Giovanni. ¡Cómo me habría gustado tirar de aquella palanca y ver a tu miserable padre patalear, ahogarse y quedar definitivamente colgado! Y luego, claro está, habría tenido tiempo suficiente para ese borracho de tu tío, ciccione Mario, y para la viejuna y tetas caídas de tu madre María, y para esa lujuriosa fresita de Claudia, tu hermana. ¡Hace un montón de tiempo que no me follo nada por debajo de los veinticinco! Si no te importa, me reservaré a estas dos últimas para el viaje…, ¡para no sentirme solo en alta mar!
A pesar de estar ofuscado por una neblina roja de rabia, Ezio trató de concentrarse en la información que la babosa boca del inquisidor iba arrojando como un loco junto con sus insultos.
Los guardias de Silvio, superiores ahora en número, habían empezado a arremeter contra los comandos de Bartolomeo. Dante atizó otro severo golpe a Bartolomeo, aplastándole las costillas con los nudillos metálicos y llevándolo a perder casi el equilibrio. Ezio disparó una tercera bala contra Silvio y esta vez atravesó los ropajes del inquisidor en las proximidades del cuello, pero a pesar de que el hombre se tambaleó y Ezio vio un hilillo de sangre, no cayó al suelo. Le gritó una orden a Dante, que se retiró y subió corriendo para reunirse con su jefe y, juntos los dos, desaparecer por el otro lado del muro. Ezio sabía que al otro lado había una escalera de mano que los conduciría al muelle y, gritándole a Bartolomeo que lo siguiera, salió disparado del campo de batalla para interceptar a sus enemigos.
Vio que estaban subiendo a una embarcación de considerable tamaño y se percató de la rabia y la desesperación reflejadas en sus caras. Siguió su mirada y descubrió una enorme galera negra que desaparecía en la laguna rumbo sur.
—¡Nos han traicionado! —oyó Ezio que Silvio le decía a Dante—. ¡El barco ha partido sin nosotros! ¡Maldita sea! ¡Yo les he sido fiel y ahora esto…, esto! ¡Así es como me lo pagan!
—Con esta barca los atraparemos —dijo Dante.
—Es demasiado tarde… y nunca conseguiremos llegar a la isla con una embarcación de este tamaño, aunque al menos la utilizaremos para huir de esta catástrofe.
—Soltemos, pues, amarras, Altezza.
—De acuerdo.
Dante se volvió hacia la temblorosa tripulación.
—¡Soltad amarras! ¡Izad las velas! ¡Rápido!
Ezio emergió en aquel momento de las sombras, cruzó corriendo el muelle y saltó a bordo de la embarcación. Los asustados marineros se esfumaron, lanzándose en su mayoría a la tenebrosa laguna.
—¡Apártate de mí, asesino! —chilló Silvio.
—Acabas de pronunciar tu último insulto —dijo Ezio, apuñalándolo en el estómago y arrastrando lentamente por el vientre las hojas de su daga de doble filo—. Y por lo que has dicho sobre las mujeres de mi familia, te juro que te cortaría las pelotas de pensar que merecía la pena hacerlo.
Dante se había quedado paralizado. Ezio lo miró a los ojos. El hombretón daba la impresión de estar agotado.
—Se ha acabado —le dijo Ezio—. Apostaste por el caballo perdedor.
—Tal vez —dijo Dante—. Pero voy a matarte de todos modos. Sucio asesino. Me cansas.
Ezio desenfundó su pistola y disparó. El plomo se estampó en plena cara de Dante. Se derrumbó.
Ezio se arrodilló junto a Silvio y le dio la absolución. Era concienzudo por encima de todo, y siempre recordaba que matar tenía que ser la última alternativa, y que los muertos, que perdían de repente todos sus derechos, debían como mínimo recibir el beneficio de los últimos rituales.
—¿Adonde ibas, Silvio? ¿Qué es esa galera? Creía que pretendías el puesto del dux.
Silvio esbozó una débil sonrisa.
—Eso no era más que una distracción… Pretendíamos partir hacia…
—¿Dónde?
—Demasiado tarde —dijo Silvio sonriendo, y acto seguido murió.
Ezio se volvió hacia Dante y colocó su enorme cabeza leonina en el recodo de su brazo.
—Su destino es Chipre, Auditore —dijo Dante con un hilo de voz—. Tal vez pueda por fin redimir mi alma contándote la verdad. Quieren…, quieren… —Pero el gigante falleció ahogado con su propia sangre.
Ezio hurgó en el interior de las carteras de ambos hombres pero no encontró nada, excepto una carta para Dante de su esposa. Ruborizado, se dispuso a leerla.
Amore mío:
Me pregunto si llegará el día en que estas palabras recuperen, su sentido para ti. Siento lo que he hecho: permitir que Marco me apartara de ti, obligarme al divorcio y convertirme en su esposa. Pero ahora que él ha muerto, tengo que encontrar la manera de que podamos volver a estar unidos. Me pregunto, sin embargo, si tú te acordarás siquiera de mí. ¿O fueron demasiado graves las heridas que sufriste en batalla? ¿Remueven mis palabras, si no es tu memoria, al menos tu corazón? Aunque lo que digan tal vez carezca de importancia, porque sé que sigues en mi corazón, en alguna parte. Encontraré la manera, amor mí. De hacerte recordar. De recuperarte…
Siempre tuya,
Gloria
No había dirección. Ezio dobló con cuidado la carta y la guardó en su bolsa. Le preguntaría a Teodora si conocía aquella extraña historia, y si podía devolver la carta a su emisora, junto con la noticia de la muerte del verdadero esposo de aquella criatura infiel.
Miró los cadáveres e hizo la señal de la cruz sobre ellos.
—Requiescat in pace —dijo con tristeza.
Ezio seguía junto a los muertos cuando se le acercó Bartolomeo, jadeando.
—Veo que no has necesitado mi ayuda, como es habitual —dijo.
—¿Has recuperado el Arsenal?
—¿Crees que estaría aquí de no haberlo logrado?
—¡Felicidades!
—Evviva!
Pero Ezio estaba contemplando el mar.
—Tenemos que volver a Venecia, amigo —dijo—. Y Agostino podrá gobernarla sin miedo a los Templarios. Pero creo que yo no descansaré mucho tiempo. ¿Ves esa galera en el horizonte?
—Sí.
—Dante me dijo, con su último aliento, que ha zarpado rumbo a Chipre.
—¿Con qué fin?
—Eso, amico, es lo que tengo que averiguar.