Capítulo 2

El despacho de Giovanni Auditore estaba en el primer piso y dominaba los jardines de la parte trasera del palazzo a través de dos juegos de dobles ventanas que se abrían a un amplio balcón. La estancia estaba cubierta con oscuros paneles de madera de roble, cuya severidad quedaba apenas mitigada por el revoque ornamental del techo. Había dos escritorios colocados el uno frente al otro, el mayor de los cuales pertenecía a Giovanni, y las paredes estaban flanqueadas por estanterías abarrotadas de libros de contabilidad y rollos de pergamino de los que colgaban pesados sellos de lacre rojos. La estancia estaba diseñada para decirle a cualquiera que entrara en ella: aquí encontrarás opulencia, respetabilidad y confianza. Como director del Banco Internacional Auditore, especializado en préstamos a los reinos germánicos dentro de lo que, al menos hipotéticamente, era un Sacro Imperio Romano, Giovanni Auditore era muy consciente del puesto de poder y responsabilidad que ocupaba. Confiaba en que sus dos hijos mayores se apresuraran a entrar en razón y le ayudaran a soportar las cargas que él había heredado a su vez de su propio padre, pero no veía indicios de ello por el momento. Todo y con eso…

Desde su asiento detrás de la mesa, miró echando chispas por los ojos a su hijo mediano. Ezio estaba de pie junto a la otra mesa, que el secretario de Giovanni había dejado vacante para proporcionarles a padre e hijo la privacidad necesaria para lo que Ezio temía que iba a ser una entrevista muy dolorosa. Era primera hora de la tarde. Llevaba temiendo la convocatoria toda la mañana, aunque había aprovechado también ese tiempo para hacerse con un par de horas de un muy necesario sueño y asearse. Se imaginaba que su padre había querido darle tiempo precisamente para eso antes de echarle la bronca.

—¿Me tienes por ciego y sordo, hijo mío? —bramaba Giovanni—. ¿Te crees que no me he enterado de la pelea de anoche con Vieri de Pazzi y su camarilla allá abajo en el río? A veces, Ezio, pienso que no eres mucho mejor que él, y los Pazzi son enemigos peligrosos. —Ezio estaba a punto de hablar, pero su padre levantó una mano para acallarlo—. ¡Te ruego amablemente que me dejes terminar! —Respiró hondo—. Y por si eso no fuera ya malo de por sí, te has empeñado en ir detrás de Cristina Calfucci, la hija de uno de los mercaderes de mayor éxito de toda Toscana y, no satisfecho con eso, ¡revolcarte con ella en su propia cama! ¡Es intolerable! ¿Acaso no piensas jamás en la reputación de nuestra familia? —Hizo una pausa, y a Ezio le sorprendió ver la chispa de un fulgor en los ojos de su padre—. Te das perfecta cuenta de lo que todo esto significa, ¿verdad? —prosiguió Giovanni—. Sabes a quién me recuerdas, ¿verdad?

Ezio inclinó la cabeza, y se sorprendió de nuevo cuando su padre se levantó, cruzó la estancia hacia él y le pasó un brazo por el hombro, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Eres un diablillo! ¡Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad! —Pero Giovanni volvió a ponerse serio de inmediato—. No creas, sin embargo, que no te castigaría sin piedad de no tener la enorme necesidad de tu presencia. De no ser así, recuerda mis palabras, te enviaría con tu tío Mario para que te alistara en su escuadrón de condottieri. ¡Así sentarías un poco la cabeza! Pero necesito contar contigo, y aunque me parece que no tienes la inteligencia necesaria para verlo, tienes que saber que en nuestra ciudad estamos viviendo un momento crucial. ¿Cómo va tu cabeza? Veo que te has quitado el vendaje.

—Mucho mejor, padre.

—Por lo que supongo que nada interferirá el trabajo que te tengo preparado para el resto del día.

—Te lo prometo, padre.

—Más te vale mantener tu promesa. —Giovanni volvió a su mesa y, de un compartimento, extrajo una carta con su sello y se la pasó a su hijo, junto con dos pergaminos protegidos por una funda de cuero—. Quiero que le entregues esto, sin demora, a Lorenzo de Medid en su banco.

—¿Puedo preguntar de qué se trata, padre?

—Por lo que a los documentos se refiere, no. Pero estaría bien que supieras que la carta pone a Lorenzo al corriente de nuestros asuntos en Milán. He pasado la mañana entera preparándola. Esto no debe salir de aquí, pero si no deposito en ti mi confianza, nunca aprenderás a ser responsable. Hay rumores de una conspiración contra el duque Galeazzo… Un asunto desagradable, te lo aseguro, pero Florencia no puede permitirse que Milán se desestabilice.

—¿Quién está implicado?

Giovanni miró a su hijo entrecerrando los ojos.

—Dicen que los principales conspiradores son Giovanni Lampugnani, Gerolamo Olgiati y Carlo Visconti; pero al parecer está implicado también nuestro querido Francesco de Pazzi, y sobre todo, hay un plan en marcha que al parecer abarca algo más que las cuestiones políticas de dos ciudades-estado. De momento, nuestro gonfaloniere ha arrestado a Francesco y eso a los Pazzi no les ha gustado nada. —Giovanni se interrumpió—. Bien, ya te he contado demasiado. Asegúrate de que esto llega rápidamente a Lorenzo… Me han dicho que está a punto de partir hacia Careggi para disfrutar un poco del aire del campo, y ya se sabe que cuando el jefe está lejos…

—Lo llevaré lo más rápidamente posible.

—Buen chico. ¡Vete ya mismo!

Ezio partió solo, utilizando calles secundarias siempre que le fue posible, sin pensar en ningún momento que Vieri pudiera andar todavía buscándolo. Pero de pronto, en una calle tranquila a escasos minutos del Banco Medici, apareció allí, bloqueándole el paso a Ezio. Intentó dar media vuelta pero se encontró con los hombres de Vieri bloqueándole la retirada. Volvió a girarse.

—Lo siento, cerdito —le gritó a Vieri—, pero ahora no tengo tiempo para darte otra paliza.

—No soy yo quien va a recibir una paliza —le gritó Vieri a modo de respuesta—. Estás acorralado; pero no te preocupes, enviaré una corona preciosa para tu funeral.

Los hombres de Pazzi se acercaban. Sin duda alguna Vieri se había enterado ya de que su padre había sido hecho prisionero. Ezio miró desesperado a su alrededor. Las casas y los altos muros de la calle lo tenían cercado. Después de asegurar contra su cuerpo la saca que contenía los valiosos documentos, eligió la casa que tenía más próxima y se abalanzó hacia su pared, aferrándose con pies y manos a la piedra tallada antes de iniciar su escalada hasta el tejado. Una vez allí, se detuvo un instante para contemplar desde arriba la cara iracunda de Vieri.

—No tengo ni siquiera tiempo para mearme encima de ti —dijo, y echó a correr a toda prisa por el tejado, saltando de nuevo al suelo con su recién descubierta agilidad en cuanto se supo libre de sus perseguidores.

Unos momentos después, se encontraba frente a las puertas del banco. Entró y reconoció a Boetio, uno de los criados de más confianza de Lorenzo. Un golpe de suerte. Ezio corrió hacia él.

—¡Hola, Ezio! ¿Qué te trae por aquí con tantas prisas?

—Boetio, no hay tiempo que perder. Traigo aquí unas cartas de mi padre para Lorenzo.

Boetio se puso serio y abrió las manos.

—¡Ahimé, Ezio! Llegas tarde. Se ha marchado a Careggi.

—En este caso, debes asegurarte de que recibe esto lo antes posible.

—Estoy seguro de que no estará ausente más de un día. Con los tiempos que corren…

—¡Empiezo a descubrir cómo son estos tiempos! Asegúrate de que lo recibe, Boetio. ¡Y con confidencialidad! ¡Lo antes posible!

De regreso a su palazzo, fue directamente al despacho de su padre, ignorando tanto el amigable comentario impertinente por parte de Federico, que estaba en el jardín holgazaneando bajo un árbol, como los intentos del secretario de su padre, Giulio, de impedirle que cruzara la puerta cerrada del santuario de Giovanni. En el interior descubrió a su padre enfrascado en una conversación con el presidente del tribunal supremo de Florencia, el gonfaloniere Uberto Alberti. No le sorprendió, pues los dos hombres eran viejos amigos, y Ezio trataba a Alberti como si fuera su tío. Pero captó una expresión de intensa seriedad en sus caras.

—¡Ezio, mi chico! —dijo Uberto, alegremente—. ¿Cómo estás? Sin aliento, como es habitual, por lo que veo.

Ezio miró apresuradamente a su padre.

—He estado intentando tranquilizar a tu padre —continuó Uberto—. Está habiendo muchos problemas, ya sabes; pero… —se volvió hacia Giovanni y su tono se hizo más vehemente—… la amenaza ha terminado.

—¿Has entregado los documentos? —preguntó Giovanni, sucintamente.

—Sí, padre. Pero el duque Lorenzo ya se había ido.

Giovanni frunció el entrecejo.

—No esperaba que se marchase tan pronto.

—Se los he dejado a Boetio —dijo Ezio—. Se los hará llegar lo antes posible.

—Tal vez no sea lo bastante pronto —dijo Giovanni, misteriosamente.

Uberto le dio unos golpecitos en la espalda.

—Mira —dijo—. Tal vez no sea más que un par de días. Tenemos a Francesco bajo llave. ¿Qué podría pasar en un periodo tan breve de tiempo?

Giovanni dio la impresión de sentirse medianamente aliviado, pero era evidente que ambos hombres tenían más temas que discutir y no en presencia de Ezio.

—Vete a ver a tu madre y a tu hermana —dijo Giovanni—. ¡Ya sabes que deberías pasar más tiempo con el resto de tu familia, no sólo con Federico! Y deja descansar esa cabeza… Más tarde volveré a necesitarte.

Y con un gesto, su padre despidió a Ezio.

Deambuló por la casa, saludando a un par de criados de la familia, y a Giulio, que corría hacia la oficina del banco procedente de alguna parte, un pliego de papeles en la mano y, como era habitual en él, ensimismado en sus asuntos. Ezio saludó con la mano a su hermano, que seguía ganduleando en el jardín, pero no le apeteció sumarse a él. Además, le habían dicho que fuera a hacer compañía a su madre y su hermana y sabía que era mejor no desobedecer a su padre, sobre todo después de la discusión que habían tenido a primera hora del día.

Encontró a su hermana sentada sola en la loggia, un libro de Petrarca en las manos, desatendido. O eso se imaginó. Sabía que estaba enamorada.

Ciao, Claudia —le dijo.

Ciao, Ezio. ¿Dónde has estado?

Ezio abrió las manos.

—He estado haciendo un recado para padre.

—Eso no ha sido todo, según me han dicho —replicó ella, pero con una sonrisa débil y automática.

—¿Dónde está madre?

Claudia suspiró.

—Se ha ido a ver a ese joven pintor del que todos hablan. Ya sabes, el que acaba de finalizar su aprendizaje con Verrocchio.

—¿De verdad?

—¿Acaso no prestas atención a nada de lo que pasa en esta casa? Le ha encargado algunas pinturas. Cree que con el tiempo serán una buena inversión.

—¡Ya ves cómo es nuestra madre!

Pero Claudia no dijo nada, y por primera vez se dio Ezio realmente cuenta de la tristeza de su rostro. Parecía mucho mayor de los dieciséis años que tenía.

—¿Qué te pasa, sorellina? —le preguntó, sentándose en el banco de piedra a su lado.

Suspiró, y lo miró con una sonrisa compungida.

—Es Duccio —dijo por fin.

—¿Qué le sucede?

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—He descubierto que me es infiel.

Ezio puso mala cara. Duccio estaba prácticamente prometido con Claudia, pese a que no se había producido aún ningún tipo de anuncio formal.

—¿Quién te ha dicho eso? —le preguntó, rodeándola con el brazo.

—Las otras chicas. —Se secó los ojos y le miró—. Creía que eran mis amigas, pero me da la impresión de que disfrutaron contándomelo.

Ezio se levantó, enfadado.

—¡En ese caso son unas arpías! Mejor estarás sin ellas.

—¡Pero yo le quería!

Ezio tardó un momento en replicar.

—¿Estás segura? A lo mejor sólo creías quererle. ¿Cómo te sientes ahora?

A Claudia se le habían secado los ojos.

—Me gustaría verlo sufrir, aunque sólo fuera un poco. Me ha hecho daño de verdad, Ezio.

Ezio miró a su hermana, vio la tristeza reflejada en sus ojos, una tristeza en absoluto teñida de rabia. Se le heló el corazón.

—Creo que le haré una visita.

Duccio Dovizi no estaba en casa, pero el ama de llaves le explicó a Ezio dónde encontrarlo. Ezio cruzó el Ponte Vecchio y emprendió camino en dirección oeste siguiendo la orilla sur del Arno hasta llegar a la iglesia de San Jacopo Soprano. En las cercanías había unos jardines apartados, donde los amantes solían citarse. Ezio, cuya sangre hervía en nombre de su hermana, pero que aun así necesitaba más pruebas de la infidelidad de Duccio que unos simples rumores, empezó a pensar que estaba a punto de encontrarlas.

Muy pronto localizó al joven rubio, vestido con sus mejores galas, sentado en un banco con vistas al río, rodeando con el brazo a una chica de pelo oscuro que no reconoció. Avanzó con cautela.

—Es precioso, querido —estaba diciendo la chica, extendiendo la mano. Ezio vio el destello de un anillo de diamantes.

—Para ti sólo lo mejor, amore —ronroneó Duccio, atrayéndola hacia él para besarla.

Pero la chica retrocedió.

—No tan rápido. No se trata de comprarme. No llevamos mucho tiempo viéndonos, y he oído decir que estás comprometido con Claudia Auditore.

Duccio escupió.

—Se ha acabado. De todos modos, dice mi padre que puedo aspirar a algo mucho mejor que una Auditore. —La cogió por el trasero—. ¡A ti, por ejemplo!

Birbante! Paseemos un poco.

—Se me ocurre algo que podría ser mucho más divertido —dijo Duccio, poniéndole la mano entre las piernas.

Aquello fue la gota que colmó el vaso para Ezio.

—¡Oye, tú, lurido porco! —gritó.

Pilló a Duccio completamente por sorpresa. Este se giró de repente y soltó a la chica.

—Hola, Ezio, amigo mío —dijo, pero su voz transparentaba nerviosismo. ¿Qué habría visto Ezio?—. Me parece que no conoces a mi… prima.

Ezio, rabioso por la traición, dio un paso al frente y le dio un puñetazo en la cara a su antiguo amigo.

—¡Duccio, deberías avergonzarte de tu conducta! Has insultado a mi hermana, alardeando por ahí con esta… ¡esta puttana!

—¿A quién llamas tú puttana? —chilló la chica, pero se levantó y se retiró.

—Me imaginaba que incluso una chica como tú podría encontrar algo mejor que este tonto del culo —le dijo Ezio—. ¿De verdad piensas que tiene intención de convertirte en una dama?

—No le hables así —dijo entre dientes Duccio—. Al menos es más generosa con sus favores que la estrecha de tu hermana. Aunque me imagino que anda más necesitada que una monja. Una pena, podría haberle enseñado un par de cosas. Aunque por otra parte…

Ezio lo interrumpió con frialdad.

—Le has partido el corazón, Duccio.

—¿Yo? Qué lástima.

—Razón por la cual yo voy a partirte a ti un brazo.

La chica chilló al oír aquello y salió corriendo. Ezio agarró a Duccio, que había empezado a gimotear, y dobló el brazo derecho del joven galán por encima del borde del banco de piedra donde había estado sentado con una buena erección hacía tan sólo unos instantes. Presionó el antebrazo contra la piedra hasta que los gemidos de Duccio se convirtieron en lágrimas.

—¡Para, Ezio! ¡Te lo suplico! ¡Soy el único hijo de mi padre!

Ezio lo miró con desprecio y lo soltó. Duccio cayó al suelo y rodó sobre sí mismo, sujetándose su brazo herido y sollozando, sus elegantes ropajes rasgados y sucios.

—No te mereces mi esfuerzo —le dijo Ezio—. Pero si no quieres que cambie de idea respecto a ese brazo, mantente alejado de Claudia. Y mantente alejado de mí.

Después del incidente, Ezio volvió a casa siguiendo el camino más largo, paseando por la orilla del río hasta llegar a las huertas. Cuando dio media vuelta, las sombras empezaban a alargarse, pero su mente estaba más tranquila. Nunca acabaría de convertirse en un hombre, se dijo, si permitía que su furia lo controlase por completo.

Cerca de su casa, vio a su hermano menor, a quien no había visto desde la mañana del día anterior, y le saludó cariñosamente.

Ciao, Petruccio. ¿Qué te traes entre manos? ¿Le has dado esquinazo a tu tutor? Y, de todas maneras, ¿no tendrías que estar ya en la cama?

—No seas tonto. Ya soy casi un adulto. ¡En pocos años te dejaré hecho polvo! —Los hermanos se sonrieron. Petruccio sujetaba una caja de madera tallada de peral contra su pecho. Estaba abierta y Ezio vio en su interior un montón de plumas blancas y marrones—. Son plumas de águila —explicó el niño. Señaló el extremo de la torre de un edificio próximo—. Allá arriba hay un antiguo nido. Las crías deben de haber cambiado el plumaje y ya se han ido. He visto muchas más plumas pegadas a la mampostería. —Petruccio miró a su hermano con ojos suplicantes—. Ezio, ¿te importaría cogerme unas cuantas más?

—¿Y para qué las quieres?

Petruccio bajó la vista.

—Es un secreto —dijo.

—¿Entrarás en casa si te las consigo? Es tarde.

—Sí.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Entonces, de acuerdo.

Ezio pensó: «Hoy le he hecho un favor a Claudia, no hay razón por la que no podría también hacerle otro a Petruccio».

Subir a la torre fue delicado, pues el muro estaba resbaladizo y tuvo que concentrarse en encontrar asideros y puntos de apoyo en las juntas entre las piedras. En lo más alto, se ayudó también de las molduras ornamentales. Al final, tardó media hora, pero consiguió reunir quince plumas más —todas las que pudo encontrar— y se las entregó a Petruccio.

—Te has dejado una —dijo Petruccio, señalando hacia arriba.

—¡A la cama! —gruñó su hermano. Petruccio se fue volando.

Ezio esperaba que su madre se alegrara de recibir aquel regalo. No costaba mucho adivinar los secretos de Petruccio. Sonrió al entrar en casa.