Capítulo 19

De regreso al «convento» de Teodora, Ezio se esforzó por contenerse mientras Teodora y Antonio lo observaban con preocupación.

—Vi a Silvio sobornar al maestro de ceremonias —dijo Teodora—. Y sin duda llenó los bolsillos también del jurado. No pude hacer nada para evitarlo.

Antonio se echó a reír burlonamente y Ezio lo miró enfadado.

—Es fácil comprender por qué Silvio quería conseguir, por encima de todo, que su hombre se hiciera con la Máscara de Oro —continuó Teodora—. Siguen en estado de alerta y no quieren correr riesgos con el dux Marco. —Miró a Ezio—. No descansarán hasta verte muerto.

—En ese caso, les esperan muchas noches de insomnio.

—Tenemos que pensar. La fiesta es mañana.

—Encontraré la manera de seguir a Dante hasta la fiesta —decidió Ezio—. Le quitaré la máscara y…

—¿Cómo? —quiso saber Antonio—. ¿Matando al pobre stronzo?

Ezio lo miró con rabia.

—¿Tienes una idea mejor? ¡Sabes muy bien lo que está en juego!

Antonio levantó las manos, indicando con eso su desaprobación.

—Mira, Ezio…, si lo matas, cancelarán la fiesta y Marco se esconderá de nuevo en su palazzo. Habremos perdido el tiempo… ¡una vez más! No, se trata de robar la máscara sin hacer ruido.

—Mis chicas pueden colaborar —intervino Teodora—. Muchas de ellas acudirán a la fiesta… como animadoras. Pueden distraer a Dante mientras tú consigues la máscara. Y una vez allí, no tengas miedo. Yo también estaré presente.

Ezio asintió a regañadientes. No le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero en este caso sabía que Teodora y Antonio tenían razón.

Va bene —dijo.

Al día siguiente, a la puesta de sol, Ezio trató de situarse en un punto del recorrido que Dante tenía que realizar para asistir a la fiesta. Por los alrededores revoloteaban unas cuantas chicas de Teodora. Por fin apareció el hombretón. Había hecho un esfuerzo con sus ropajes, que eran caros pero chillones. Llevaba la Máscara de Oro colgada del cinturón. En cuanto lo vieron las chicas se pusieron a susurrarle zalamerías y a saludarlo, acercándose a él, dos de ellas cogiéndolo del brazo y asegurándose de que la máscara quedaba colgando por detrás. De esta manera lo acompañaron hacia la amplia zona que se había acordonado junto al Molo, donde iba a tener lugar la fiesta y donde, de hecho, ésta había empezado ya. Cronometrando su acción con exactitud, Ezio eligió el último minuto para cortar la máscara y soltarla del cinturón de Dante. La cogió y echó a correr para poder presentarse con ella puesta a los guardias que controlaban el acceso a la fiesta antes de que lo hiciese Dante. Al verlo, dejaron pasar a Ezio, pero cuando Dante apareció unos momentos después y buscó la máscara que supuestamente llevaba colgada del cinturón, descubrió que se había esfumado. Las chicas que lo habían escoltado hasta entonces habían desaparecido entre el gentío y se habían cubierto la cara también con máscaras, por lo que resultaba imposible reconocerlas.

Dante seguía discutiendo con los guardias de la puerta, que habían recibido órdenes muy estrictas, mientras Ezio se abría paso entre los asistentes para establecer contacto con Teodora. Ella lo recibió cariñosamente.

—¡Lo has conseguido! ¡Felicidades! Y ahora, escúchame: Marco sigue mostrándose muy cauteloso. Se ha quedado en su embarcación, el bucintoro ducal, que está atracado justo delante del Molo. No podrás acercarte a él, pero deberías encontrar un lugar desde donde lanzar tu ataque. —Se volvió para llamar a tres o cuatro de sus cortesanas—. Estas chicas cubrirán tus movimientos mientras te desplazas entre la gente.

Ezio se puso en marcha pero cuando en compañía de las chicas, radiantes con sus vestidos de raso y seda en plata y rojo, se abría paso entre los invitados, le llamó la atención un hombre alto y circunspecto de más de sesenta años de edad, con ojos claros, mirada inteligente y perilla blanca, que conversaba con un noble veneciano de edad similar. Ambos lucían pequeñas máscaras que apenas les cubrían la cara y Ezio reconoció al primero como Agostino Barbarigo, el hermano menor de Marco. Agostino tendría mucho que ver con el destino de Venecia en el caso de que a su hermano le ocurriera una desgracia, y Ezio consideró conveniente acercarse de tal modo que alcanzara a escuchar la conversación que mantenían.

Cuando Ezio consiguió situarse, Agostino reía finamente.

—Sinceramente, creo que mi hermano se avergüenza a sí mismo con esta exhibición.

—No tienes derecho a hablar de él en ese tono —replicó el noble—. ¡Es el dux!

—Sí, sí. Es el dux —concedió Agostino, acariciándose la perilla.

—Se trata de su fiesta. De su Carnevale, y puede gastar todo el dinero que considere conveniente.

—Es el dux, pero sólo nominalmente —dijo Agostino con más sequedad—. Y el dinero que está gastando es el dinero de Venecia, no el suyo. —Bajó la voz—. Hay cosas más importantes en juego, lo sabes perfectamente.

—Marco fue el hombre elegido para gobernar. Cierto es que vuestro padre no creía que pudiera llegar donde está y que por eso fue a ti a quien transmitió sus ambiciones políticas. Pero eso ahora, teniendo en cuenta cómo están las cosas, carece de importancia.

—Yo nunca quise ser dux…

—En ese caso, te felicito por tu éxito —dijo con frialdad el noble.

—Mira —dijo Agostino, conteniéndose—. El poder es algo más que ser rico. ¿Cree de verdad mi hermano que fue elegido por algo más que por su riqueza?

—¡Fue elegido por su sabiduría y por su capacidad de liderazgo!

Se vieron interrumpidos por el inicio de los fuegos artificiales. Agostino los contempló tan sólo durante un instante y dijo a continuación:

—¿Y es esto lo que hace con esa sabiduría? ¿Ofrecer un espectáculo de luces? Se esconde en el Palacio Ducal mientras la ciudad se a pique y piensa que unas cuantas explosiones caras bastarán para que la gente olvide todos sus problemas.

El noble hizo un gesto desdeñoso.

—A la gente le gusta el espectáculo. Es la naturaleza humana. Verás cómo…

Pero en aquel momento, Ezio detectó la enorme figura de Dante abriéndose paso entre los invitados, acompañado por un destacamento de guardias, buscándolo a él, sin la menor duda. Continuó avanzando hasta encontrar un lugar escondido desde donde poder acceder al dux en el caso de que abandonara el bucintoro, atracado a escasos metros del muelle.

Sonó una fanfarria y los fuegos artificiales cesaron por el momento. Los invitados se quedaron en silencio y estallaron acto seguido en aplausos cuando Marco apareció por el lado de babor de la barcaza estatal para dirigirse al público y un paje lo presentó:

Signore e signori! ¡Os presento a nuestro querido dux de Venezia!

Marco inició su discurso.

Benvenuti! ¡Bienvenidos, queridos amigos, al más espléndido acto social de la temporada! ¡En paz o en guerra, en tiempos de prosperidad o de penurias, Venezia siempre tendrá Carnevale!…

Mientras el dux continuaba hablando, Teodora se acercó a Ezio.

—Estoy demasiado lejos —le dijo Ezio—. Y no piensa bajar de su barco. De manera que no me quedará más remedio que nadar hasta él. Merda!

—Yo no lo intentaría —dijo Teodora en voz baja—. Te detectarían enseguida.

—Entonces tendré que…

—¡Espera!

El dux seguía hablando.

—Esta noche celebramos lo que nos hace grandes. ¡El colorido con el que nuestra luz brilla por encima del mundo!

Extendió los brazos y estallaron más fuegos artificiales. La multitud lanzó vítores en señal de aprobación.

—¡Eso es! —dijo Teodora—. ¡Utiliza tu pistola! La que empleaste para acabar con aquel asesino en mi bordello. Aprovecha las explosiones de los fuegos artificiales cuando vuelvan a empezar para amortiguar el ruido de tu disparo. Hazlo en el momento apropiado y podrás salir de aquí sin que nadie se dé cuenta de nada.

Ezio se quedó mirándola.

—Me gusta cómo pensáis, hermana.

—Se trata simplemente de que atines con el disparo. Sólo tendrás una oportunidad. —Le apretó el brazo—. Buona fortuna, hijo mío. Te esperaré en el bordello.

Desapareció confundiéndose con los asistentes a la fiesta, entre los cuales Ezio detectó de nuevo a Dante y sus matones, que seguían buscándolo. Silencioso como un fantasma, se acercó a un lugar en el muelle lo más cercano posible al punto desde donde Marco seguía ofreciendo su discurso. Por suerte, sus ropajes resplandecientes, iluminados por la luz de la fiesta, lo convertían en un blanco perfecto.

El discurso del dux avanzaba, y Ezio lo aprovechó para prepararse y esperar con atención que los fuegos artificiales se reanudaran. Para salir de allí indemne, tenía que encontrar el momento perfecto.

—Todos sabemos que hemos superado tiempos problemáticos —estaba diciendo Marco—. Pero los hemos superado juntos, y Venezia ha salido reforzada de ello… Las transiciones de poder son complicadas, pero hemos capeado el cambio con elegancia y tranquilidad. No es fácil perder un dux en la flor de la vida, y resulta frustrante ver que el asesino de nuestro querido camarada Mocenigo sigue libre e impune. Pero debemos consolarnos con la idea de que muchos empezábamos a sentirnos incómodos con las políticas de mi predecesor, a sentirnos inseguros y a dudar del camino por el que estaba guiándonos. —Entre los invitados, varios gritaron en señal de aprobación, y Marco, sonriendo, levantó las manos para acallarlos—. Bien, amigos míos, ¡os digo que he encontrado de nuevo el camino correcto! ¡Es un bello lugar e iremos juntos allí! El futuro que vislumbro para Venezia es un futuro de poder, un futuro de riqueza. ¡Construiremos una flota tan grande que nuestros enemigos nos temerán como nunca nos han temido! ¡Y expandiremos por los mares nuestras rutas comerciales y traeremos a casa especias y tesoros con los que no hemos podido soñar desde los tiempos de Marco Polo! —Los ojos de Marco se iluminaron cuando su voz adoptó un tono amenazador—. Y a los que se oponen a nosotros quiero decirles lo siguiente: cuidado con el bando que elegís, pues o estáis con nosotros o estáis en el bando del mal. ¡Y aquí no queremos enemigos! ¡Os perseguiremos, os expulsaremos, os destruiremos! —Volvió a levantar las manos y exclamó—: ¡Y Venezia seguirá siendo siempre la joya más brillante de toda la civilización!

Y cuando dejó caer los brazos, triunfante, se inició una potente exhibición de fuegos artificiales, una traca final que convirtió la noche en día. El sonido de las explosiones era ensordecedor, y el minúsculo disparo de Ezio se perdió entre ellas. Y se había confundido ya con la multitud antes de que la gente tuviera tiempo de reaccionar cuando vio a Marco Barbarigo, uno de los dux de más breve reinado en la historia de Venecia, tambalearse, llevándose la mano al corazón, y caer muerto en la cubierta de la barcaza ducal.

Requiescat in pace —murmuró Ezio para sus adentros.

Pero en cuanto se conoció la noticia, se difundió con rapidez y llegó al burdel antes de que lo hiciera Ezio. Fue recibido con gritos de admiración por Teodora y sus cortesanas.

—Debes de estar agotado —dijo Teodora, cogiéndolo por el brazo y guiándolo hacia una habitación interior—. ¡Ven, relájate!

Pero antes, Antonio lo felicitó también.

—¡El salvador de Venecia! —exclamó—. ¿Qué puedo decir? Tal vez me equivoqué por dudar de ti tan fácilmente. Ahora, al menos tendremos la oportunidad de ver cómo encajan las piezas…

—¡Ya basta por ahora del tema! —dijo Teodora—. Ven, Ezio. Has trabajado duro, hijo mío. Me parece que tu cuerpo agotado necesita consuelo y socorro.

Ezio comprendió rápidamente a qué se refería y le siguió el juego.

—Tenéis razón, hermana. Tengo tantos dolores que necesitaré mucho consuelo y socorro. Espero que podáis solucionarlo.

—¡Oh! —dijo sonriendo Teodora—. ¡No pretendo aliviar tu dolor yo sola! ¡Chicas!

Una bandada de cortesanas pasó corriendo al lado de Ezio en dirección a la habitación, en el centro de la cual vio una cama impresionante y, junto a ella, un artilugio similar a un sillón, pero con poleas y cinturones, y cadenas. Le recordó algo que había visto en el taller de Leonardo, pero no se imaginó para qué podía servir.

Intercambió una prolongada mirada con Teodora y la siguió al dormitorio, cerrando la puerta a sus espaldas.

Un par de días después, Ezio se encontraba en el Puente de Rialto, relajado y recuperado, viendo a la gente pasear arriba y abajo. Estaba planteándose ir a tomarse un par de copas de Véneto antes de la ora di pranzo, cuando vio un hombre que corría hacia él y al que reconoció enseguida: uno de los mensajeros de Antonio.

—¡Ezio, Ezio! —decía el hombre, acercándose a él—. Ser Antonio desea veros… Es un asunto importante.

—Entonces iremos enseguida —dijo Ezio, abandonando el puente tras el mensajero.

Antonio estaba en su despacho acompañado, para sorpresa de Ezio, de Agostino Barbarigo. Antonio realizó las presentaciones de rigor.

—Es un honor conoceros, señor. Siento la pérdida de vuestro hermano.

Agostino hizo un movimiento con la mano, restándole importancia al tema.

—Aprecio tu compasión pero, para ser sincero, mi hermano era un tonto y estaba por completo bajo el control de la facción de Borgia en Roma…, algo que no me gustaría que volviese a sucederle jamás a Venecia. Por suerte, una persona con espíritu cívico acabó con ese peligro asesinándolo. De una forma original y curiosa… Habrá investigaciones, es evidente, pero personalmente no tengo ni idea de adonde conducirán…

Messer Agostino será elegido dux en breve —apuntó Antonio—. Es una buena noticia para Venecia.

—Esta vez el Consejo de los Cuarenta y Uno ha trabajado rápido —dijo secamente Ezio.

—Pienso que han aprendido del error de sus procesos —replicó Agostino con una sonrisa tímida—. Pero no pretendo ser el dux sólo a nivel nominal, como lo fue mi hermano. Lo que nos lleva al asunto que tenemos ahora entre manos. Nuestro horrible primo Silvio ha ocupado el Arsenal —el barrio militar de la ciudad— y ha apostado una guarnición de doscientos mercenarios.

—Y cuando seáis dux ¿no podríais ordenarles que se retiren?

—Estaría muy bien —dijo Agostino—, pero las extravagancias de mi hermano han agotado los recursos de la ciudad y será complicado que resista el tiempo suficiente una fuerza que tiene el Arsenal bajo su control. Y sin el Arsenal, no controlo Venecia, ¡por muy dux que sea!

—En ese caso —dijo Ezio—, tendremos que solucionarlo por nuestra cuenta.

—¡Bien dicho! —Antonio estaba resplandeciente—. Y pienso que tenemos el hombre adecuado para ese trabajo. ¿Has oído hablar de Bartolomeo d'Alviano?

—Por supuesto. ¡El condottiero que estaba al servicio de los Estados Pontificios! Se ha rebelado contra ellos, lo sé.

—Y ahora tiene su base aquí. Silvio, que, como bien sabéis, está al servicio del cardenal Borgia, no es precisamente santo de su devoción —dijo Agostino—. Bartolomeo está instalado en San Pietro, al este del Arsenal.

—Iré a visitarlo.

—Antes de hacerlo, Ezio —dijo Antonio—, messer Agostino tiene algo para ti.

De entre sus ropajes, Agostino extrajo un antiguo rollo de vitela, con un lacre negro roto que colgaba de una andrajosa cinta roja.

—Lo tenía mi hermano entre sus documentos. Antonio creyó que podía ser de tu interés. Considéralo un pago por… los servicios prestados.

Ezio lo cogió. Supo de inmediato lo que era.

—Gracias, signore. Estoy seguro de que será de gran ayuda en la batalla que tenemos por delante.

Deteniéndose únicamente para armarse, Ezio no tardó en acercarse al taller de Leonardo, donde le sorprendió encontrar a su amigo preparando el equipaje.

—¿Adonde te diriges ahora? —le preguntó Ezio.

—Vuelvo a Milán. Iba a enviarte un mensaje antes de partir, claro está. Junto con un paquete de balas para tu pistola.

—Pues me alegro mucho de haberte encontrado todavía aquí. ¡Mira, tengo otra página del Códice!

—Excelente. Me interesan mucho. Pasa. Mi criado Luca y los demás continuarán con esto. A estas alturas los tengo ya bien entrenados. Es una pena que no pueda llevármelos a todos conmigo.

—¿Y qué vas a hacer a Milán?

—Lodovico Sforza me ha hecho una oferta que no he podido rechazar.

—¿Y los proyectos que tenías aquí?

—La armada tuvo que cancelarlos. No hay dinero para nuevos proyectos. Al parecer, el último dux acabó prácticamente con todo. Yo podría haberle fabricado los fuegos artificiales, sin necesidad de todo el gasto que supone ir a buscarlos a China. Pero da lo mismo. Venecia sigue en paz con los turcos y me han dicho que esperan mi regreso. Dejaré a Luca aquí, pues se sentiría como un pez fuera del agua lejos de Venecia, con unos cuantos dibujos básicos para que empiecen. Y en cuanto al conde, está satisfecho con los retratos de familia… aunque personalmente pienso que estarían mejor si los trabajara más. —Leonardo empezó a desenrollar la hoja de vitela—. Y ahora, echémosle un vistazo a esto.

—Prométeme que me avisarás cuando vuelvas.

—Te lo prometo, amigo. Y en cuanto a ti, mantenme informado de lo que haces, si te es posible.

—Lo haré.

—Y bien… —Leonardo extendió la página delante de él y la examinó—. Hay algo aquí que parece un boceto de la daga de doble filo que iba con tu protección de muñeca, pero está incompleto y podría tratarse de un boceto anterior de ese diseño. El resto sólo tiene importancia conectado con las demás páginas… Mira, aquí hay más cosas que parecen fragmentos de un mapa y una especie de dibujo que me hace pensar en aquellos complejos dibujos de nudos que solía garabatear cuando tenía tiempo para pensar en mis cosas. —Leonardo enrolló de nuevo la hoja y miró a Ezio—. Yo la guardaría en lugar seguro junto con las otras dos páginas que me has enseñado aquí en Venecia. Es evidente que son todas ellas muy importantes.

—De hecho, Leo, si vas a viajar a Milán, me pregunto si podría pedirte un favor.

—Dispara.

—Cuando llegues a Padua, ¿podrías, por favor, organizarlo todo para que un mensajero de confianza le llevara estas tres páginas a mi tío Mario en Monteriggioni? Es… anticuario… y sé que las encontrará interesantes. Pero necesito a alguien de plena confianza.

Leonardo le regaló una sombra de sonrisa. De no haber estado Ezio tan preocupado, casi la habría tomado como una sonrisa de entendimiento completo.

—Tengo intención de enviar mis trastos directamente a Milán, pero yo pienso hacer antes una visita relámpago a Florencia para ver a Agniolo y a Innocento, de modo que mejor será que envíe el mensajero desde allí. Enviaré a Agniolo a Monteriggioni, no temas.

—Esto es mejor de lo que podía imaginar. —Ezio le dio la mano—. Eres un amigo bueno y maravilloso, Leo.

—Eso espero, Ezio. De vez en cuando pienso que podrías estar muy bien con alguien que cuidara de ti. —Hizo una pausa—. Y te deseo buena suerte en tu trabajo. Espero que llegue el día en que puedas darlo por finalizado y encuentres el descanso que necesitas.

Los ojos gris acero de Ezio adoptaron una mirada de lejanía, pero no replicó, excepto para decir:

—Me has hecho recordar… que tengo otro recado que hacer. Te enviaré a uno de los hombres de Antonio con las dos páginas del Códice que faltan. Y ahora, por el momento, addio!