Capítulo 18

La muerte del dux la misma noche en que el estrambótico pájaro diabólico apareció en el cielo causó una conmoción en Venecia que se prolongó durante muchas semanas. La máquina voladora de Leonardo se había estampado contra el suelo de la plaza de San Marcos hecha una bola de fuego y había ardido hasta convertirse en cenizas, pues nadie se había atrevido a acercarse a aquel artefacto extraño. Se eligió al nuevo dux, Marco Barbarigo, que tomó posesión del cargo. Juró solemnemente en público perseguir al joven asesino que había escapado por los pelos de ser capturado y arrestado y que había acabado con la vida de aquel noble servidor del estado, Carlo Grimaldi, y probablemente también con la del anciano dux. Los guardias de Barbarigo y los guardias ducales estaban en cada esquina y patrullaban los canales día y noche.

Ezio, siguiendo el consejo de Antonio, trataba de pasar inadvertido manteniéndose encerrado en sus cuarteles generales, pero hervía con una frustración a la que no ayudaba el hecho de que Leonardo hubiera abandonado temporalmente la ciudad con el séquito de su patrono, el conde de Peraxo. Ni siquiera Rosa conseguía distraerlo.

Pero al cabo de un tiempo, poco después de empezar el año, Antonio lo llamó a su despacho y lo recibió con una amplia sonrisa.

—¡Ezio! Tengo dos buenas noticias para ti. En primer lugar, tu querido amigo Leonardo ha regresado. Y en segundo lugar, ¡es Carnevale! Todo el mundo va enmascarado, de modo que tú… —Pero Ezio ya estaba a punto de salir por la puerta—. ¡Oye! ¿Dónde vas?

—¡A ver a Leonardo!

—Vuelve pronto… Quiero que conozcas a alguien.

—¿A quién?

—Se llama hermana Teodora.

—¿Una monja?

—¡Ya lo verás!

Ezio echó a andar por las calles con la capucha cubriéndole la cabeza, abriéndose paso discretamente entre los grupos de hombres y mujeres extravagantemente vestidos y enmascarados que se apiñaban por calles y canales. Iba controlando en todo momento los grupos de guardias en patrulla. A Marco Barbarigo le preocupaba tan poco la muerte de Grimaldi como la de su predecesor, que él mismo había ayudado a planificar; y ahora que había cumplido con el piadoso espectáculo de tratar de encontrar al culpable, podía olvidar el tema con una buena conciencia pública y reducir paulatinamente la costosa operativa. Pero Ezio sabía que, si estaba en las manos del dux atraparlo en secreto y matarlo, lo haría. Mientras siguiera con vida y pudiera continuar siendo una espina clavada para los Templarios, Ezio seguiría contándose entre sus principales enemigos. Por ello debía permanecer en vigilancia constante.

Consiguió llegar sin problemas al taller de Leonardo y entró sin que nadie lo viera.

—Me alegro de verte de nuevo —dijo Leonardo a modo de saludo—. Esta vez te daba prácticamente por muerto. De pronto ya no supe más de ti, después de todo ese lío de Mocenigo y Grimaldi, luego a mi patrón se le metió en la cabeza lo del viaje e insistió en que fuera con él —a Milán, casualmente— encima, no he podido reconstruir mi máquina voladora porque la armada veneciana quiere que empiece a diseñar cosas para ellos… ¡Un fastidio! —Sonrió entonces—. ¡Pero lo importante es que estás vivito y coleando!

—¡Y que soy el hombre más buscado de Venecia!

—Sí. Un doble asesino, y de dos de los ciudadanos más destacados del estado.

—Sabes muy bien que eso no es verdad.

—No estarías aquí de no ser así. Sabes perfectamente que puedes confiar en mí, Ezio, y en todos los aquí presentes. Al fin y al cabo, fuimos nosotros los que te hicimos volar hasta el Palazzo Ducale. —Leonardo dio una palmada y apareció uno de sus ayudantes con una jarra de vino—. Luca, ¿podrías buscar una máscara de carnaval para nuestro amigo? Algo me dice que podría resultarle muy útil.

Grazie, amico mio. Y yo también tengo algo para ti. —Ezio le entregó la nueva página del Códice.

—Excelente —dijo Leonardo al reconocerla de inmediato.

Hizo un poco de espacio en la mesa, desenrolló el pergamino y se dispuso a examinarlo.

—Hmmm… —dijo, frunciendo el entrecejo y muy concentrado—. Aquí aparece el diseño de una nueva arma, bastante compleja, por cierto. Parece que también es para llevarla atada a la muñeca, aunque no se trata de una daga. —Inspeccionó detenidamente el manuscrito una vez más—. ¡Ya sé lo que es! Es un arma de fuego, pero en miniatura… De hecho, es del tamaño de un colibrí.

—Me parece imposible —dijo Ezio.

—Sólo hay un modo de descubrirlo, y no es otro que fabricarla —dijo Leonardo—. Por suerte, mis ayudantes venecianos son expertos ingenieros. Nos ponemos a ello ahora mismo.

—¿Y qué pasa con el resto de tu trabajo?

—Oh, eso puede esperar —dijo Leonardo alegremente—. Todos me tienen por un genio y no pasa nada por dejar que lo crean… De hecho, ¡sirve para que me dejen en paz!

El arma estuvo preparada en cuestión de días y Ezio se dispuso a probarla. Por su tamaño, su alcance y su potencia, resultaba extraordinaria. Igual que los cuchillos, estaba diseñada para ir unida al mecanismo de muelle que Ezio llevaba atado al brazo y podía remeterse en su interior, de manera que quedaba oculta y se accionaba en el momento en que era necesario utilizarla.

—¿Cómo es posible que nunca se me haya ocurrido una cosa así? —dijo Leonardo.

—La principal pregunta —replicó Ezio, sorprendido— es cómo se le pudo ocurrir una idea como ésta a un hombre de hace cientos de años.

—Pero se le ocurrió, y es una maquinaria magnífica. Espero que te sea de utilidad.

—Me parece que este nuevo juguete llega justo en el momento adecuado —dijo con impaciencia Ezio.

—Entiendo —dijo Leonardo—. Pero cuanto menos sepa sobre el tema, mejor, aunque creo que podría adivinar que tiene alguna cosa que ver con el nuevo dux. No entiendo de política, pero a veces intuyo los trapicheos.

Ezio asintió de manera significativa.

—Es un tema que mejor tendrías que hablarlo con Antonio. Y mejor también que te pongas esa máscara… Mientras sea Carnevale podrás pasear sin problemas por las calles. Pero recuerda: ¡nada de armas por ahí! Tenías bien guardadas en la manga.

—Voy a ver a Antonio ahora mismo —le dijo Ezio—. Quiere presentarme a una persona…, una monja llamada hermana Teodora, en el Dorsoduro.

—¡Ah, la hermana Teodora! —dijo sonriendo Leonardo.

—¿La conoces?

—Es amiga mía y de Antonio. Te gustará.

—¿Quién es?

—Ya lo averiguarás —dijo Leonardo, sin dejar de sonreír.

Ezio puso rumbo a la dirección que Antonio le había dado. El edificio no tenía aspecto de convento. Llamó, le invitaron enseguida a entrar y se quedó convencido al instante de que se había equivocado de lugar, pues le hicieron pasar a una estancia que le recordaba muchísimo el salón de Paola en Florencia. Y las elegantes jóvenes que correteaban de un lado para otro no tenían nada de monjas. Cuando se disponía a ponerse de nuevo la máscara para salir, oyó la voz de Antonio que, momentos después, apareció del brazo de una elegante y bella mujer de labios carnosos y ojos sensuales que, esta vez sí, iba vestida de monja.

—¡Ezio! ¡Has venido! —dijo Antonio. Estaba un poco borracho—. Permíteme que os presente…, hermana Teodora. Teodora, te presento a… ¿cómo podría decirlo? ¡Al hombre con más talento de toda Venecia!

—Hermana —dijo Ezio, haciendo una reverencia. Miró a continuación a Antonio—. ¿Me he perdido algo? Nunca te había tenido por un tipo religioso.

Antonio se echó a reír, pero cuando la hermana Teodora habló, lo hizo sorprendentemente seria.

—Todo depende de cómo veas la religión, Ezio. No son sólo las almas de los hombres las que requieren consuelo.

—¡Tómate una copa, Ezio! —dijo Antonio—. Tenemos que hablar, pero primero relájate. Aquí estás perfectamente a salvo. ¿Has conocido ya a las chicas? ¿Te ha gustado alguna? No te preocupes, no se lo diré a Rosa. Y tienes que contarme…

Antonio fue interrumpido por un grito procedente de una de las habitaciones que rodeaban el salón. De repente se abrió la puerta y apareció un hombre con los ojos abiertos de par en par y blandiendo un cuchillo. Detrás de él, tendida sobre una cama empapada de sangre, una chica se retorcía de agonía.

—¡Detenedle! —gritó—. ¡Me ha acuchillado y me ha robado el dinero!

Con un rugido furioso, el maniaco se hizo con otra chica antes de que la pobre pudiera reaccionar y le acercó el cuchillo a la garganta.

—¡O me dejáis salir de aquí, o se lo clavo también a ésta! —chilló, presionando la punta del cuchillo de tal modo que hizo asomar una pequeña gota de sangre—. ¡Hablo en serio!

Antonio, sobrio de repente, se quedó mirando a Teodora y a Ezio. Teodora miraba también a Ezio.

—Bien, Ezio —dijo con una frialdad que pilló a Ezio por sorpresa—, tienes ante ti una oportunidad para dejarme impresionada.

El maniaco estaba cruzando el salón en dirección a la puerta, donde se apiñaba un grupito de chicas. Cuando llegó allí, les gritó:

—¡Abrid! —Pero ellas estaban paralizadas de miedo—. ¡Abrid esa jodida puerta o se lo clavo!

Hundió un poco más el cuchillo en la garganta de la chica. La sangre empezó a resbalar cuello abajo.

—¡Suéltala! —le ordenó Ezio.

El hombre se giró de cara a él, una expresión horrible en su cara.

—¿Y tú quién eres? ¿El benefattore del cazzo? ¡No me obligues a acabar con ella!

Ezio se quedó mirando al hombre, miró a continuación la puerta. La chica se había desmayado en sus brazos, era un peso muerto. Ezio se dio cuenta de que el hombre dudaba, pero que en cualquier momento tendría que soltarla. Se preparó. Sería complicado, las demás mujeres estaban muy cerca; tendría que elegir el momento preciso y después actuar con rapidez, y sabía que tenía muy poca experiencia con su nueva arma.

—Abre la puerta —le dijo con decisión a una de las aterradas prostitutas del grupo.

En cuanto ella se dispuso a hacerlo, el loco dejó caer al suelo a la chica, que seguía sangrando. Dispuesto a salir corriendo a la calle, despegó su atención de Ezio durante un segundo, y ese instante le bastó a Ezio para accionar su pequeña pistola. Disparó.

Se produjo un seco estampido y una llamarada, seguida por una bocanada de humo que pareció brotar de entre los dedos de la mano derecha de Ezio. El maniaco, con una expresión de sorpresa dibujada todavía en su cara, cayó de rodillas con un preciso agujero en la frente y parte de sus sesos salpicando el umbral de la puerta que tenía detrás. Las chicas gritaron y se apartaron rápidamente del hombre mientras éste se derrumbaba hacia delante. Teodora gritó algunas órdenes y los criados corrieron a socorrer a las dos chicas heridas, aunque llegaron demasiado tarde para la que yacía en el dormitorio, desangrada.

—Tienes toda nuestra gratitud, Ezio —dijo Teodora cuando ya se hubo restablecido el orden.

—He llegado demasiado tarde para salvarla.

—Has salvado a las demás. Podría haber asesinado a más de no haber estado tú aquí para detenerlo.

—¿Qué brujería has utilizado para acabar con él? —preguntó un sobrecogido Antonio.

—No es brujería. Simplemente un secreto. El primo mayor de un cuchillo arrojadizo.

—Me parece que te será útil. Nuestro nuevo dux está muerto de miedo. Está siempre rodeado de guardias y no sale de su palazzo. —Antonio hizo una pausa—. Me imagino que Marco Barbarigo será el siguiente de tu lista.

—Es un enemigo tan grande como en su día lo fue su primo.

—Te ayudaremos —dijo Teodora, sumándose a la conversación—. Y nuestra oportunidad está muy próxima. El dux celebra una gran fiesta de Carnevale y tendrá que salir del palazzo para ello. No se ha reparado en gastos. Como no puede ganarse el favor de la gente, quiere comprarlo. ¡Según mis espías, ha hecho traer incluso fuegos artificiales de China!

—Por eso te he pedido que vinieras hoy —le explicó Antonio a Ezio—. La hermana Teodora es de los nuestros y está al tanto de todo lo que sucede en Venecia.

—¿Cómo conseguir una invitación para la fiesta? —le preguntó Ezio.

—No es fácil —respondió ella—. Para entrar necesitas una máscara de oro.

—Tampoco tendría que ser muy complicado hacerse con una.

—No vayas tan rápido: cada máscara es una invitación. —Teodora sonrió entonces—. De todos modos, tengo una idea. Creo que es posible que podamos ganar una máscara. Ven, acompáñame.

Lo alejó de los demás y lo condujo a un tranquilo jardín que había en la parte posterior del edificio, con una fuente cantarina sobre un estanque ornamental.

—Mañana, y con motivo del carnaval, se celebrarán unos juegos especiales que están abiertos a todo el mundo. Hay cuatro juegos y el ganador recibirá como premio una máscara de oro y será un invitado de honor de la fiesta. Tienes que ganar, Ezio, pues el acceso a la fiesta te da acceso a Marco Barbarigo. —Se quedó mirándolo—. Y cuando acudas a la fiesta, te aconsejo que lleves contigo esa pequeña cosa que escupe fuego, pues no conseguirás acercarte a tu objetivo lo suficiente como para clavarle un cuchillo.

—¿Podría formularos una pregunta?

—Puedes intentarlo. No te garantizo una respuesta.

—Tengo curiosidad. Vais vestida con un hábito de monja, aunque es evidente que no lo sois.

—¿Y eso cómo lo sabes? aseguro, hijo mío, que estoy casada con el Señor.

—No lo entiendo. También sois una cortesana. De hecho, dirigís un bordello.

Teodora sonrió.

—No veo la contradicción por ningún lado. Cómo decida yo practicar mi fe, lo que yo decida hacer con mi cuerpo… son mis elecciones y soy libre para tomarlas. —Hizo una pausa, reflexionando un instante—. Mira —prosiguió—, como muchas chicas jóvenes, me sentí atraída por la Iglesia, pero poco a poco los supuestos creyentes de esta ciudad me desilusionaron. Para los hombres, Dios no es más que una idea que tienen en la cabeza, y no en lo más profundo de su corazón y su cuerpo. ¿Ves adonde quiero llegar, Ezio? Para alcanzar la salvación los hombres tienen que aprender a amar. Mis chicas y yo proporcionamos ese conocimiento a nuestra congregación. Naturalmente, no existe ninguna secta de la Iglesia que esté de acuerdo conmigo, razón por la cual me vi obligada a crear la mía. Tal vez no sea tradicional, pero funciona, y el corazón de los hombres a mi cuidado es cada vez más firme. —Entre otras cosas, me imagino.

—Eres un cínico, Ezio. —Le tendió la mano—. Vuelve mañana y nos ocuparemos de lo de los juegos. Mientras tanto, ve con cuidado y no te olvides de tu máscara. Sé que sabes cuidar de ti mismo, pero nuestros enemigos siguen buscándote.

Ezio quería hacer unos pequeños ajustes a su arma, por lo que, de camino de vuelta a los cuarteles generales del gremio de los ladrones, pasó de nuevo por el taller de Leonardo.

—Me alegro de volver a verte, Ezio.

—Tenías razón con lo de la hermana Teodora, Leonardo. Una auténtica librepensadora.

—Si no estuviera tan bien protegida, tendría problemas con la Iglesia, pero tiene admiradores poderosos.

—Me lo imagino. —Pero Ezio se dio cuenta de que Leonardo estaba ligeramente abstraído y que lo miraba de forma extraña—. ¿Qué sucede, Leo?

—Tal vez sería mejor no decírtelo, pero si lo descubres por casualidad sería peor. Mira, Ezio, Cristina Calfucci está en Venecia con su marido con motivo del Carnevale. Naturalmente, ahora se llama Cristina d'Arzenta.

—¿Dónde se hospeda?

—Ella y Manfredo están invitados en casa de mi patrón. Por eso lo sé.

—¡Tengo que verla!

—Ezio…, ¿estás seguro de que es buena idea?

—Mañana recogeré el arma. La necesitaré para entonces, me temo… Tengo unos asuntos urgentes que atender.

—Ezio, yo no saldría a la calle desarmado.

—Llevo encima las armas del Códice.

Con el corazón latiendo con fuerza, Ezio se encaminó al Palazzo Pexaro, deteniéndose antes en el despacho de un escribano público a quien le pagó para que escribiera una breve nota, que decía:

Mi querida Cristina:

Debo reunirme contigo a solas y lejos de nuestros anfitriones esta noche a la hora decimonona. Te esperaré bajo el reloj de sol del Rio Terra degli Ognisanti…

… y la firmó con el nombre de «Manfredo». La entregó en el palazzo del conde y esperó.

Había sido una idea con escasas probabilidades de éxito, pero funcionó. Cristina apareció enseguida con la única carabina de una criada y echó a correr en dirección al Dorsoduro. Él la siguió. Cuando llegó al lugar de la cita y la carabina se hubo retirado a una distancia discreta, apareció él. Ambos llevaban máscaras de carnaval, pero él la vio más bella que nunca. No pudo evitarlo. La cogió entre sus brazos y la besó, un beso largo y tierno.

Ella se liberó por fin del abrazo quitándose la máscara, lo miró sin comprender nada. Entonces, antes de que él pudiera impedírselo, Cristina le quitó la máscara.

—¡Ezio!

—Perdóname, Cristina, yo… —Vio que ya no llevaba su colgante. Por supuesto que no.

—¿Qué demonios haces aquí? ¿Cómo te atreves a besarme de esta manera?

—No pasa nada, Cristina…

—¿Que no pasa nada? ¡Llevo ocho años sin verte ni tener noticias de ti!

—Temía que no vinieras si no utilizaba este pequeño subterfugio.

—Tienes razón… ¡Por supuesto que no habría venido! Creo recordar que la última vez que nos vimos nos besamos en la calle y después, con la frialdad de un pepino, le salvaste la vida a mi prometido y permitiste que me casara con él.

—Era lo que tenía que hacer. Él te amaba y yo…

—¿A quién le importa lo que él quisiera? ¡Yo te amaba a ti!

Ezio no sabía qué decir. Se sentía como si el mundo se hubiera derrumbado.

—No vuelvas a buscarme, Ezio —prosiguió Cristina con lágrimas en los ojos—. No lo soporto, y es evidente que ahora llevas otra vida.

—Cristina…

—Hubo un tiempo en que te habría bastado con mover un dedo y yo… —Se interrumpió—. Adiós, Ezio.

Contempló impotente cómo echaba a andar y, junto con su acompañante, doblaba una esquina de la calle. No miró hacia atrás.

Maldiciéndose, a él y a su destino, Ezio regresó a los cuarteles generales de los ladrones.

Al día siguiente se despertó en un estado de sombría determinación. Recogió el arma en el taller de Leonardo, le dio las gracias y recogió también la página del Códice, confiando en que, en su momento, podría llevarla a su tío Mario junto con la otra que seguía en su posesión, la que le había cogido a Emilio. Se encaminó a continuación a casa de Teodora. Desde allí, ella lo acompañó al Campo di San Polo, donde iban a tener lugar los juegos. Habían erigido una tribuna en el centro de la plaza, sobre la que estaban sentados dos o tres funcionarios detrás de una mesa tomando nota de los nombres de los concursantes. Entre la gente, Ezio vio la figura demacrada y enfermiza de Silvio Barbarigo. Y le sorprendió ver también con él al gigantesco guardaespaldas, Dante.

—Te enfrentarás a él —le decía Teodora—. ¿Crees que podrás?

—Si no hay más remedio…

Finalmente, reunidos los nombres de todos los participantes (Ezio se había inscrito con un nombre falso), subió a la tribuna un hombre alto vestido con una capa de color rojo. Era el maestro de ceremonias.

Habría cuatro juegos en total. Los concursantes competirían entre ellos en cada uno de los juegos y un panel de jueces decidiría el ganador final. Por suerte para Ezio, muchos de los concursantes, para mantener el espíritu del carnaval, decidieron concursar enmascarados.

El primer juego era una carrera a pie, que Ezio ganó con facilidad, para gran disgusto de Silvio y Dante. El segundo, más complicado, consistía en una lucha de resistencia en la que los concursantes tenían que competir entre ellos para intentar capturarle a su oponente las banderas emblemáticas que los organizadores les habían dado.

También en este juego, Ezio fue proclamado vencedor, aunque se sintió incómodo al ver la expresión de las caras de Dante y de Silvio.

—El tercer juego —anunció el maestro de ceremonias— combina elementos de los dos primeros y añade otros nuevos. ¡Esta vez, tendréis que utilizar la velocidad y la destreza, pero también el carisma y el encanto! —Abrió los brazos y señaló un grupo de mujeres elegantemente vestidas que había en la plaza, que sonrieron con coquetería—. Varias de nuestras damas se han prestado voluntarias para ayudarnos —continuó el maestro de ceremonias—. Algunas de ellas están en la plaza. Otras paseando por las calles de los alrededores. Incluso encontraréis algunas embarcadas en góndolas. Reconoceréis a las damas por las cintas que llevan en el pelo. Vuestro trabajo, distinguidos competidores, consistirá en recoger el máximo de cintas posible durante el tiempo que corra mi reloj de arena. Cuando el tiempo toque a su fin, haremos sonar la campana de la iglesia. ¡Puedo asegurar sin riesgo a equivocarme que independientemente de cómo os sonría la fortuna, éste será para vosotros el pasatiempo más placentero del día! El hombre que regrese con más cintas será el ganador y estará un paso más cerca de obtener la Máscara de Oro. ¡Pero recordad, si estos juegos no tienen un ganador directo, serán los jueces quienes decidirán quién de vosotros será el afortunado que asista a la fiesta del dux! Y ahora… ¡Empezad!

Pasó el tiempo, y tal como había prometido el maestro de ceremonias, de forma rápida y placentera. La campana de San Polo tañó cuando los últimos granos de arena pasaron de la cámara superior a la cámara inferior del reloj y los competidores regresaron a la plaza. Entregaron las cintas a los árbitros, algunos sonriendo, otros sonrojados. Sólo Dante se mantuvo inexpresivo, aunque se puso rojo de rabia cuando, finalizado el conteo, el maestro de ceremonias levantó, una vez más, el brazo de Ezio.

—Bien, joven misterioso, hoy estás de suerte —dijo el maestro de ceremonias—. Confiemos en que tu buena fortuna no te abandone en el último obstáculo. —Se volvió para dirigirse a la multitud, mientras despejaban la tribuna y montaban unas cuerdas que la convertirían en un ring de boxeo—. La última prueba, damas y caballeros, es completamente distinta. Aquí contará únicamente la fuerza bruta. Los competidores lucharán entre ellos, hasta que queden todos eliminados excepto dos. Estos últimos dos lucharán hasta que uno de ellos caiga noqueado. ¡Y entonces llegará el momento que todos estáis esperando! Se anunciará el ganador final de la Máscara de Oro, pero tened cuidado con vuestras apuestas… ¡Aún tenemos mucho tiempo para decepciones y sorpresas!

Fue en este último juego que destacó Dante, pero Ezio, haciendo uso de otras habilidades y muy ligero de pies, consiguió llegar a la pareja final y enfrentarse al gigantesco guardaespaldas. Los puños de aquel hombre parecían martinetes, pero Ezio se mostró lo bastante ágil como para asegurarse de no recibir puñetazos fuertes y consiguió incluso algún que otro golpe al mentón con la izquierda y más de un gancho de derechas.

En el último combate no había descansos entre asaltos al cabo de un rato, Ezio se dio cuenta de que Dante empezaba a estar cansado. Aunque también, por el rabillo del ojo, vio que Silvio Barbarigo hablaba urgentemente con el maestro de ceremonias y con el jurado sentado detrás de la mesa, a la sombra de un toldo, no muy lejos del ring. Creyó ver cambiar de manos una abultada bolsa de cuero, aunque no estaba seguro del todo porque tenía que continuar prestando atención a su oponente que, rabioso ahora, pretendía pegarle con fuerza. Ezio esquivó el golpe y dirigió dos rápidos ganchos contra la mandíbula de Dante, y con el último, el hombretón cayó al suelo. Ezio se quedó mirándolo y Dante le lanzó una mirada furiosa.

—Esto no ha terminado —gruñó, pero le costaba incorporarse. Ezio miró al maestro de ceremonias y levantó el brazo para llamar su atención, pero el hombre se mantuvo inexpresivo.

—¿Estamos seguros de que todos los competidores han sido eliminados? —gritó el maestro de ceremonias—. ¿Todos? ¡No podemos anunciar el ganador hasta que estemos seguros!

En el momento en que dos hombres de aspecto ceñudo se distanciaron de la multitud para encaramarse al ring, un murmullo recorrió la plaza. Ezio miró a los jueces, pero éstos desviaron la mirada. Los hombres se disponían a rodearlo y vio que ambos escondían un cuchillo corto, casi invisible, en el interior de la mano.

—¿De manera que la cosa va así? —les dijo—. Todo vale, pues.

Con agilidad consiguió apartarse en el momento en que Dante, desde el suelo, trataba de hacerle caer agarrándolo por los tobillos. A continuación dio un gran salto y extendió la pierna para darle un puntapié en la cara a uno de sus nuevos contrincantes. El hombre escupió la dentadura y se tambaleó. Al caer, pisó con fuerza el pie izquierdo del segundo hombre, aplastándole el empeine. Luego le arreó puñetazos sin parar en el estómago cuando el hombre se doblegó, le dio un rodillazo en la barbilla. Aullando de dolor, este último se tambaleó también. Se había mordido la lengua y la sangre manaba a borbotones de su boca.

Sin mirar atrás, Ezio saltó del ring y se enfrentó al maestro de ceremonias y a los abochornados jueces. La multitud lanzaba vítores.

—Creo que tenemos un vencedor —le dijo Ezio al maestro de ceremonias.

El hombre intercambió miradas con los jueces y con Silvio Barbarigo, que estaba de pie junto a ellos. El maestro de ceremonias entró en el ring, evitando como pudo la sangre, y se dirigió a la muchedumbre.

—¡Damas y caballeros! —anunció después de toser nervioso para aclararse la garganta—. Pienso que todos estaréis de acuerdo conmigo en que hoy hemos disfrutado de un combate duro y justo.

La multitud siguió vitoreando.

—Y en estas ocasiones resulta difícil elegir al auténtico vencedor…

La gente estaba perpleja. Ezio intercambió miradas con Teodora, que estaba muy cerca.

—Ha sido un trabajo duro para los jueces y para mí —prosiguió el maestro de ceremonias, que empezaba a sudar y tuvo que secarse la frente—, pero tiene que haber un vencedor en conjunto, hemos elegido uno. —Y después de decir esto se agachó con dificultad, ayudó a Dante a sentarse—. Damas y caballeros…, os doy a conocer el nombre del ganador de la Máscara de Oro: ¡el signore Dante Moro!

La multitud le silbó y le abucheó, lanzando gritos de desaprobación, y el maestro de ceremonias, junto con los jueces, tuvo que retirarse apresuradamente cuando los espectadores empezaron a lanzar toda la basura que consiguieron encontrar. Ezio corrió hacia Teodora y vieron juntos cómo Silvio, con una sonrisa torcida en su cara iracunda, ayudaba a Dante a descender de la tribuna y lo arrastraba hacia una callejuela.