—¡Ezio! ¡Cuánto tiempo! —Leonardo lo recibió como a un hermano perdido.
El taller de Venecia había adoptado el mismo aspecto que su taller florentino, pero el objeto destacado era una versión a tamaño real de la máquina parecida a un murciélago cuya razón de ser, sabía muy bien Ezio, había que tomarse en serio. Pero lo primero es lo primero, y había que ocuparse de Leonardo.
—Escucha, Ezio, me enviaste a través de un hombre muy agradable llamado Ugo otra página de ese Códice, pero no hiciste ningún tipo de seguimiento. ¿Tan ocupado has estado?
—He estado liadísimo —respondió Ezio, recordando entonces la página que había encontrado entre los efectos personales de Emilio Barbarigo.
—Pues aquí está. —Leonardo buscó en el aparente caos de la estancia y rápidamente dio con la perfectamente enrollada página del Códice, su lacre recuperado—. En ésta no aparece el diseño de ninguna arma, pero por el aspecto de los símbolos y de la escritura manuscrita, que creo que es aramea o incluso babilónica, tiene que ser una página importante de ese rompecabezas laberíntico que estás ensamblando. Me ha parecido reconocer vestigios de un mapa. —Levantó una mano—. ¡Pero no me cuentes nada! A mí lo único que me interesa son los inventos que revelan estas páginas que me traes. No quiero saber más. Un hombre como yo sólo es inmune al peligro según lo útil que pueda ser; si se descubriera que sé demasiado… —Y, de forma muy expresiva, con un movimiento de dedo, Leonardo hizo como si se cortara el cuello—. Y no hay nada más que decir por mi parte —prosiguió—. A estas alturas, Ezio, te conozco lo bastante como para saber que tus visitas no tienen una mera intención social. Bebe una copa de este horroroso Véneto (para mí no hay nada como el Chianti) y por algún lado debe de haber unos pastelitos de pescado, si tienes hambre.
—¿Has terminado con tu encargo?
—El conte es un hombre paciente. Salute! —Leonardo levantó su copa.
—Leo…, esa máquina tuya… ¿funciona de verdad? —preguntó Ezio.
—¿Te refieres a si vuela?
—Sí.
Leonardo se rascó la barbilla.
—Bueno, está aún en fase preliminar. Quiero decir que no está ni mucho menos a punto…, pero creo, modestamente, que… ¡sí! Por supuesto que funcionará. ¡Dios sabe bien el tiempo que le he dedicado! ¡Es una idea que no pienso dejar correr!
—Leo…, ¿puedo probarla?
Leonardo se quedó sorprendido.
—¡Por supuesto que no! ¿Estás loco? Es demasiado peligroso. Para empezar, tendríamos que subirla a lo alto de una torre para lanzarte…
Al día siguiente, antes del amanecer, pero justo cuando las primeras pinceladas de rosa grisáceo empezaban a iluminar el horizonte por el este, Leonardo y sus ayudantes, después de haber desmontado la máquina voladora para transportarla, terminaron de ensamblarla de nuevo en el elevado tejado plano del Ca' Pexaro, la mansión familiar del crédulo patrón de Leonardo. Ezio estaba con ellos. A sus pies, la ciudad dormía. Ni siquiera en el tejado del Palazzo Ducale había guardias apostados, pues era la Hora del Lobo, cuando vampiros y espectros se desplegaban con su mayor esplendor. Sólo los locos y los científicos se aventurarían a salir a aquellas horas.
—Ya está a punto —dijo Leonardo—. Y gracias a Dios, no hay moros en la costa. Si alguien viera este trasto no podría dar crédito a sus ojos…, y si además se enteraran de que es un invento mío, estaría acabado en esta ciudad.
—Seré rápido —dijo Ezio.
—Intenta no romperlo —dijo Leonardo.
—Es un vuelo de prueba —dijo Ezio—. Iré tranquilo. Y ahora vuelve a explicarme cómo funciona esta bambino.
—¿Te has fijado alguna vez en cómo vuelan los pájaros? —le preguntó Leonardo—. No se trata de ser más ligero que el aire, sino que es una cuestión de elegancia y equilibrio. Simplemente, tienes que utilizar el peso de tu cuerpo para controlar la elevación y la dirección, y las alas te llevarán solas. —Leonardo tenía una expresión seria. Le dio un apretujón a Ezio en el brazo—. Buona fortuna, amigo mío. Estás, confío, a punto de hacer historia.
Los ayudantes de Leonardo ataron con cuidado a Ezio a su puesto debajo de la máquina. Las alas de murciélago se extendían ahora por encima de él. Lo sujetaron mirando al frente con un tenso soporte hecho con tiras de cuero, dejando libres piernas y brazos. Por delante tenía un travesaño horizontal de madera, unido al marco principal, de madera también, que sostenía las alas.
—¡Recuerda lo que te he dicho! Hacia un lado y hacia el otro controlas el timón. Hacia delante y hacia atrás controlas el ángulo de las alas —le explicó ansioso Leonardo.
—Gracias —dijo Ezio, respirando hondo.
Sabía que de no funcionar el invento, en cuestión de segundos estaría dando el último salto de su vida.
—Ve con Dios —dijo Leonardo.
—Hasta luego —dijo Ezio con una confianza que en realidad no sentía.
Equilibró el artilugio por encima de él, se instaló y echó a correr hacia el extremo del tejado.
Lo primero que sintió fue que no notaba el estómago, pero a continuación llegó una maravillosa sensación de alegría. Venecia se tambaleaba por debajo de él mientras daba vueltas y tumbos, pero entonces la máquina empezó a temblar y a caer del cielo. Fue sólo manteniendo la frialdad y recordando las instrucciones de Leonardo sobre la utilización de la palanca de mando, cómo Ezio consiguió enderezar la nave y guiarla de nuevo, en el momento justo, hacia el tejado del Palazzo Pexaro. Consiguió aterrizar correteando con la estrambótica nave, haciendo uso de toda su fuerza y su agilidad para mantenerla estable.
—¡Por Dios bendito, ha funcionado! —gritó Leonardo, olvidando por un momento cualquier tipo de precaución, desatando a Ezio de la máquina y abrazándolo apasionadamente—. ¡Eres un tipo maravilloso! ¡Has volado!
—Sí, por Dios que lo he hecho —dijo Ezio, casi sin aliento—. Pero no he llegado todo lo lejos que necesitaría.
Y sus ojos se desplazaron hacia el palacio del dux y el patio que era su objetivo. Pensaba además en el poco tiempo que tenía para impedir el asesinato de Mocenigo.
Después, de nuevo en el taller de Leonardo, Ezio y el artista inventor le hicieron una detallada puesta a punto a la máquina. Leonardo había dispuesto todos sus bocetos en una gran mesa de caballete.
—Deja que mire bien mis planos. A lo mejor encuentro alguna cosa, alguna manera de prolongar la duración del vuelo.
Les interrumpió la apresurada llegada de Antonio.
—¡Ezio! ¡Siento mucho molestaros pero es importante! Mis espías acaban de comunicarme que Silvio ha conseguido el veneno que necesitaba y que se lo ha entregado a Grimaldi.
Pero justo entonces gritó Leonardo, desesperado:
—¡No hay manera! ¡Lo he probado una y otra vez y no funciona! No sé cómo prolongar el tiempo de vuelo. ¡Maldición! —Rabioso, tiró al suelo todos los papeles que tenía encima de la mesa. Algunos volaron hasta la chimenea cercana y ascendieron por el tiro al quemarse. Leonardo se quedó observándolos, su expresión aplacándose, hasta que una amplia sonrisa borró la ira de su rostro—. ¡Dios mío! —exclamó—. Eureka! ¡Claro está! ¡Soy un genio!
Sacó como pudo del fuego los papeles que aún no habían ardido y los pisoteó para apagar las llamas.
—¡Nunca cedáis ante un ataque de ira! —les aconsejó—. Puede ser terriblemente contraproducente.
—¿Y qué ha sido lo que ha solucionado el tuyo? —preguntó Antonio.
—¡Mirad! —dijo Leonardo—. ¿No veis cómo ascienden las cenizas? ¡El calor eleva las cosas! ¡Cuántas veces he visto águilas volando por los aires sin siquiera agitar las alas y, aun así, manteniéndose en lo más alto! ¡El principio es muy sencillo! ¡Se trata solamente de aplicarlo!
Cogió un mapa de Venecia y lo extendió sobre la mesa. Se inclinó sobre él con un lápiz, señaló la distancia que separaba el Palazzo Pexaro del Palazzo Ducale y marcó con cruces los puntos clave entre los dos edificios.
—¡Antonio! —gritó—. ¿Podrías hacer que tu gente preparara hogueras en todos los lugares que he marcado y que las encendiera de forma consecutiva?
Antonio estudió el mapa.
—Creo que podríamos arreglarlo, pero ¿para qué?
—¿No lo ves? ¡Es el recorrido que tiene que seguir el vuelo de Ezio! ¡Las hogueras arrastrarán a mi máquina voladora y a él hasta su objetivo! ¡El calor sube!
—¿Y los guardias? —dijo Ezio.
Antonio lo miró.
—Tú estarás volando en esa cosa. Por una vez, déjanos los guardias a nosotros. En cualquier caso —añadió—, algunos de ellos estarán ocupados en otra parte. Mis espías me han dicho que acaba de llegar de un país oriental lejano llamado China un curioso cargamento de polvo de color en el interior de unos pequeños tubos. Dios sabrá de qué se trata, pero tiene que ser valioso viendo cómo lo vigilan.
—Fuegos artificiales —dijo Leonardo casi para sus adentros.
—¿Qué?
—¡Nada!
Los hombres de Antonio prepararon las hogueras que Leonardo había pedido y las tuvieron listas al anochecer. Despejaron también los alrededores de centinelas o transeúntes que pudieran alertar a las autoridades de lo que se tramaba. Entretanto, los ayudantes de Leonardo habían transportado de nuevo la máquina voladora al tejado de Pexaro y Ezio, armado con su hoja oculta y su muñequera protectora, se había instalado en ella. Antonio estaba con él.
—Mejor tú que yo —dijo.
—Es la única manera de entrar en el palacio. Lo dijiste tú mismo.
—Jamás soñé con que esto pudiera pasar. Aún me parece prácticamente imposible creerlo. Si Dios hubiera querido que volásemos…
—¿Estás listo para dar la señal a tus hombres? —preguntó Leonardo.
—Por supuesto.
—Entonces hazlo ahora mismo y lanzaremos por los aires a Ezio.
Antonio se acercó al borde del tejado y miró hacia abajo. Sacó entonces un pañuelo rojo y lo agitó. Y a continuación vieron cómo primero una, después dos, tres, cuatro y cinco hogueras cobraban vida.
—Excelente, Antonio. Te felicito. —Leonardo se volvió hacia Ezio—. Y ahora, recuerda lo que te he dicho. Debes volar de hoguera en hoguera. Cuando pases por encima de ellas, el calor debería mantenerte en el aire hasta llegar al Palacio Ducal.
—Y ve con cuidado —dijo Antonio—. Hay arqueros apostados en los tejados y dispararán en cuanto te vean. Pensarán que eres un demonio del infierno.
—Me gustaría encontrar la manera de utilizar la espada al mismo tiempo que vuelo con esta cosa.
—Tienes los pies libres —dijo Leonardo, pensativo—. Si consigues navegar lo bastante cerca de los arqueros para evitar sus flechas, podrías quizás echarlos a patadas de los tejados.
—Lo tendré presente.
—Y ahora tienes que irte. ¡Buena suerte!
Ezio se lanzó desde el tejado hacia el cielo nocturno, rumbo a la primera hoguera. Fue perdiendo altura a medida que se acercaba a ella, pero cuando estuvo casi encima, notó que la máquina volvía a ascender. ¡La teoría de Leonardo funcionaba! Siguió volando. Vio que los ladrones que se ocupaban de las hogueras levantaban la vista y lanzaban vítores animándolo. Pero los ladrones no eran los únicos que lo habían visto. Ezio atisbo a los arqueros de Barbarigo apostados en el tejado de la catedral y de los edificios cercanos al palacio del dux. Consiguió maniobrar la máquina voladora y esquivar la mayoría de las flechas, aunque un par de ellas impactaron en la estructura de madera. Consiguió también descender en picado lo bastante como para derribar a un par de arqueros. Pero a medida que se acercaba al edificio del palacio, la guardia del dux empezó a dispararle flechas de fuego. Una de ellas impactó contra el ala de estribor de la máquina, que se incendió de inmediato. Ezio tenía que seguir manteniendo el rumbo, pero empezaba a perder altura a toda velocidad. Vio a una hermosa noble mirando hacia arriba y gritando que el demonio venía a por ella, pero la perdió pronto de vista. Soltó entonces los controles y empezó a pelearse con las hebillas del arnés que lo sujetaba. En el último momento, consiguió liberarse y saltó hacia delante para aterrizar perfectamente en cuclillas sobre el tejado de un patio interior, más allá de las rejas que protegían el interior del palacio de cualquier cosa, excepto de los pájaros. Cuando levantó la vista, vio la máquina voladora estampándose contra el campanario de San Marcos y sus restos caer en la plaza, provocando el pánico y el caos entre los presentes. La escena distrajo incluso a los arqueros ducales, y Ezio aprovechó las circunstancias para descender rápidamente y esconderse. Y en su descenso vio al dux Mocenigo asomándose a una ventana del segundo piso.
—Ma che cazzo? —dijo el dux—. ¿Qué ha sido eso?
Carlo Grimaldi apareció acto seguido.
—Probablemente algunos jóvenes con petardos. Venga, terminad vuestro vino.
Al oír aquello, Ezio echó a correr por tejados y muros y, procurando quedar fuera del campo de visión de los arqueros, se situó justo al lado de la ventana abierta. Observó el interior y vio al dux apurando una copa. Saltó al alféizar y entró en la estancia, gritando:
—¡Deteneos, Altezza! ¡No bebáis…!
El dux se quedó pasmado mirándolo y Ezio comprendió que había llegado demasiado tarde. Grimaldi sonrió débilmente.
—¡Me parece que no has llegado tan condenadamente puntual como sueles hacerlo, joven Asesino! Messer Mocenigo nos abandonará en breve. El veneno que ha bebido derrumbaría hasta a un toro.
Mocenigo se volvió iracundo contra él.
—¿Qué? ¿Qué has hecho?
Grimaldi hizo un gesto de arrepentimiento.
—Deberíais haberme escuchado.
El dux se tambaleó y habría caído al suelo de no haber Ezio corrido a sujetarlo para acompañarlo hasta una silla, donde se dejó caer pesadamente.
—Me siento cansado… —dijo el dux—. Todo está oscuro…
—Lo siento mucho, Altezza —dijo Ezio impotente.
—Ya era hora de que saborearas el fracaso —le espetó Grimaldi a Ezio, antes de abrir la puerta de la habitación y vociferar—: ¡Guardias! ¡Guardias! ¡El duque ha sido envenenado! ¡Tengo al asesino!
Ezio cruzó corriendo la estancia y agarró a Grimaldi por el cuello, obligándolo a entrar de nuevo, cerrando de un portazo y con llave la puerta. Segundos después oyó a los guardias corriendo y aporreándola. Se volvió hacia Grimaldi.
—Conque fracaso, ¿eh? Entonces mejor que haga algo para solventarlo. —Abrió su hoja oculta.
Grimaldi sonrió.
—Mátame si quieres —dijo—. Pero nunca derrotarás a los Templarios.
Ezio hundió la daga en el corazón de Grimaldi.
—Que la paz sea contigo —dijo con frialdad.
—Bien —dijo una débil voz a sus espaldas. Ezio se giró y vio que el dux, aun estando blanco como un muerto, seguía con vida.
—Iré a buscar ayuda…, un médico —dijo.
—No…, es demasiado tarde. Pero moriré más feliz viendo que mi asesino me ha precedido en la oscuridad. Gracias. —Mocenigo se esforzaba en respirar—. Hacía tiempo que sospechaba que era un Templario, pero fui demasiado débil, demasiado confiado… Mira su bolsa. Coge los documentos que tenga allí. Estoy seguro de que encontrarás alguna cosa entre ellos que resultará útil a tu causa, y que vengará mi muerte.
Mocenigo habló sonriendo. Pero Ezio vio que la sonrisa se congelaba en sus labios, que sus ojos se tornaban vidriosos y que su cabeza caía hacia un costado. Ezio acercó la mano al cuello del dux para asegurarse de que estaba muerto, de que no había pulso. Ezio cerró los ojos al fallecido, murmuró unas breves palabras de bendición y rápidamente cogió y abrió la bolsa de Grimaldi. Y entre un pequeño pliego de documentos, encontró una nueva página del Códice.
Los guardias seguían aporreando la puerta, que empezaba ya a ceder. Ezio corrió a la ventana y miró hacia abajo. El patio estaba lleno a rebosar de guardias. Tendría que intentarlo por el tejado. Salió por la ventana y empezó a trepar la pared mientras las flechas silbaban rozándole la cabeza, estampándose contra la mampostería a ambos lados de su cuerpo. Cuando llegó al tejado tuvo que enfrentarse con más arqueros, pero los pilló desprevenidos y aprovechó el factor sorpresa para despacharlos. Pero se topó entonces con otra dificultad. ¡La reja que le había impedido entrar antes le tenía ahora atrapado en el interior! La escaló y se dio cuenta enseguida de que estaba concebida únicamente para que nadie pudiera entrar: los pinchos estaban curvados hacia fuera y hacia abajo. Si conseguía trepar hasta arriba, podría saltarla. Oía ya las pisadas de los guardias subiendo en tropel las escaleras de acceso al tejado. Reuniendo todas las fuerzas que su desesperación le otorgaba, cogió carrerilla y trepó hasta lo alto de la reja. Y al instante siguiente se encontraba sano y salvo al otro lado, con los guardias atrapados en el interior. Iban demasiado armados para poder trepar por la reja con facilidad y Ezio sabía además que en ningún caso podían superarlo en agilidad. Corrió hacia el extremo del tejado, miró hacia abajo, saltó hacia el andamio montado en la pared de la catedral y se deslizó por él hasta el suelo. Atravesó a toda velocidad la plaza de San Marcos y se perdió entre el gentío.